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Para 3ero

Palabras semilla

https://www.youtube.com/watch?v=EG9rvCeJMeI

. El cautivo. http://www.rincondelpoeta.com.ar/cuento_elcautivo.htm

"La rana que quería ser auténtica" de Augusto Monterroso y "Un cuento con caricia" de Elsa
Borneman.

Eje: “Construcción de la identidad y de proyecto de vida”

"Mil grullas", de Elsa Borneman, "Amigos por el viento" de Liliana Bodoc y "El club de los
perfectos" de Graciela Montes. Y relectura de los anteriores

Para 2do:

Barceló, E. (2019). El almacén de las palabras terribles. Ed. Edelvives. Argentina.

https://geary4057.files.wordpress.com/2013/06/el-almacc3a9n-de-las-palabras-terribles_elia-
barcelc3b3.pdf

"La rana que quería ser auténtica" de Augusto Monterroso y "Un cuento con caricia" de Elsa
Borneman.

Eje: “Construcción de la identidad y de proyecto de vida”

"Mil grullas", de Elsa Borneman, "Amigos por el viento" de Liliana Bodoc y "El club de los
perfectos" de Graciela Montes. Y relectura de los anteriores

Para 1ero. El espejo africano

"La rana que quería ser auténtica" de Augusto Monterroso y "Un cuento con caricia" de Elsa
Borneman.

Eje: “Construcción de la identidad y de proyecto de vida”

"Mil grullas", de Elsa Borneman, "Amigos por el viento" de Liliana Bodoc y "El club de los
perfectos" de Graciela Montes. Y relectura de los anteriores
La rana que quería ser una rana auténtica Augusto Monterroso

Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los días se esforzaba en
ello. Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando su ansiada
autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el humor de ese día o de la
hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en un baúl. Por fin pensó que la única
forma de conocer su propio valor estaba en la opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a
vestirse y a desvestirse (cuando no le quedaba otro recurso) para saber si los demás la
aprobaban y reconocían que era una Rana auténtica. Un día observó que lo que más
admiraban de ella era su cuerpo, especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer
sentadillas y a saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían. Y
así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa para lograr que la
consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas, y los otros se las comían, y ella
todavía alcanzaba a oír con amargura cuando decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.

CUENTO CON CARICIA

No sabía lo que era una caricia. Nunca lo habían acariciado antes. Por eso, cuando el
changuito rozó su plumaje junto a la laguna –alisándoselo suavemente con la mano–, el
tero se voló. Su alegría era tanta que necesitaba todo el aire para desparramarla.–¡Teru!
¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! ¡Teru! –se alejó chillando. El changuito lo vio desaparecer,
sorprendido. La tarde se quedó sentada a su lado sin entender nada.

–¡Hoy me han acariciado! ¡La caricia es hermosa! –seguía diciendo con sus teru-teru...

–¡Eh, tero! ¡Ven aquí! ¡Quiero saber qué es una caricia! –le gritó una vaca al
escucharlo. El tero se dejó caer: un planeador blanco, negro y pardo, de gracioso copete,
aterrizando junto a la vaca...

–Esto es una caricia... –le dijo el tero, mientras que con el ala izquierda rozaba una y
otra vez una pata de la vaca–. Me gusta tu cuero, ¿sabes? No imaginaba que fuera tan
distinto de mi plumaje...

La vaca no lo escuchaba ya. Pasto y cielo se iban mezclando en una cinta verdeazul con
cada aleteo del ave. Ni siquiera sentía las fastidiosas moscas...

Con varios felices muuu... muuu... se despidió entonces del tero. ¿Caminaba o flotaba?
¿Soñaba? No. Era tan cierto como el sol del atardecer, bostezando sobre el campo. Era
verdad: ella sabía ahora lo que era una caricia... Distraída, atropelló un armadillo que
descansaba entre unos matorrales:

–Cuidado, vaca, ¿no ves que casi me pisas? ¿Qué te pasa? ¿Estás enferma?
–Este quirquincho no puede entender... –pensó la vaca–. Es tan tonto... –y continuó
caminando o flotando, mugiendo o cantando... Pero el animalito peludo la siguió
curioso, arrastrándose lentamente sobre sus patas. Finalmente, la chistó:

–Shh... Shhh... ¿No vas a decirme qué te pasa? Suspirando, la vaca decidió contarle:

–Hoy he aprendido lo que es una caricia... Estoy tan contenta...

–¿Una caricia? –repitió el armadillo, tropezando con el nudo de una raíz–.¿Qué gusto
tiene una caricia?

La vaca mugió divertida:

–No, no es algo para comer... Acércate que te voy a enseñar... –y la vaca rozó con su
cola el duro y espeso pelo del animalito. Su coraza se estremeció. Tampoco a él lo
habían acariciado antes...

¿De modo que ese contacto tan lindo era una caricia? Para ocultar su emoción, cavó
rápidamente un agujero en la tierra y desapareció en él. La noche taconeaba ya sobre los
pastos cuando el armadillo decidió salir. La vaca se había ido, dejándole la caricia... ¿A
quién regalarla? De pronto, un puercoespín se desperezó en la puerta de su grieta. Era la
hora de salir a buscar alimentos.

–¡Qué mala suerte tengo! –exclamó el armadillo–. ¡Encontrarte justamente a ti!

–¿Se puede saber por qué dices esa tontería? –gruñó el puercoespín, dándose vuelta
enojado.

–Pues... porque tengo ganas de regalar una caricia... pero con esas treinta mil púas que
tienes sobre el cuerpo... voy a pincharme...

–¿Una caricia? –le preguntó muy interesado el roedor–. ¿Te parece que mis dientes
serán lo suficientemente fuertes para morderla? ¿Es dulce o salada?

–No, amigo, una caricia no es una madera de las que te gustan tanto...ni una caña de
azúcar... ni un terroncito de sal... Una caricia es esto...–y frotando despacito su
caparazón contra la única parte sin púas de la cabeza del puercoespín, el armadillo se la
regaló.

¡Qué cosquilleo recorrió su piel! Un gruñido de alegría se paró en la noche. Su primera


caricia...

–¡No te vayas! ¡No te vayas! –alcanzó a oír que el armadillo le gritaba riendo. Pero él
necesitaba estar solo... Gruñendo feliz, se zambulló en la oscuridad de unas matas. La
mañana lo encontró despierto, aún sin desayunar y murmurando:

–Tengo una caricia... Tengo una caricia... ¿A quién podré dársela? Ninguno me la
aceptará... Tengo tantas púas...
–¿Estás loco? –le dijo una perdiz. –¡Se ha emborrachado! –aseguró una liebre. Y ambas
dispararon para no pincharse. El puercoespín se enroscó. Su soledad de púas lo
molestaba por primera vez...Ya era tarde cuando lo vio, recostado sobre un tronco, junto
a la laguna. El changuito sostenía con sus piernas la caña de pescar. Un sombrero de
paja le entoldaba los ojos. Dormitaba...

El puercoespín no lo pensó dos veces y allá fue, llevándole su caricia. Su hociquito se


apretó un momento contra la rodilla del chango antes de escapar –temblando– hacia el
hueco de un árbol. El muchachito ni siquiera se movió, pero a través de un agujerito de
su sombrero lo vio todo.

–¡El puercoespín me acarició! –se dijo por lo bajo, mirando de reojo su rodilla curtida–.
Esto sí que no lo va a creer mi tata... –y su silbidito de alegría rebotó en la laguna.

–¿Dormita el chango? ¿Sonríe? ¿Pesca o silba? –se preguntó la tarde. Y siguió sentada a
su lado sin entender nada.

AMIGOS POR EL VIENTO Liliana Bodoc


A veces, la vida se comparta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se Ie
entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. 0
las costumbres cotidianas.

Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir,
los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos
reconocer. EI cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna
vez, regresara la calma.

Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar
aviso. Recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo
recordar la ropa reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que,
adentro, algo quedara en su sitio.

- Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece?

-Me parece bien –mentí

Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró:

- No me lo estás diciendo muy convencida

- Yo no tengo que estar convencida.

-¿Y eso que significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.

Me vi obligada a levantar los ojos del libro:

-Significa que es tu cumpleaños, y no el mío -respondí.

La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.

Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una
verdadera amenaza.
Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte.

-Se van a entender bien -dijo mamá-. Juanjo tiene tu edad.

La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena.

Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban
reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía
mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como
estalactitas en el congelador. Disfrazadas de pedacitos de cristal.

"Se me acaba de romper una copa ", inventaba mamá que, con tal de ocultarme su tristeza,
era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías.

Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y
a pasear juntas en bicicleta, aparece ( un tal Ricardo y todo volvía a peligrar).

Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacia cada domingo. Después
pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto.
Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no
pude conseguir.

- Me voy a arreglar un poco -dijo mamá, mirándose las manos-. Lo único que falta es que
lleguen y me encuentren hecha un desastre.

-qué te vas a poner?

-Ie pregunté, en un supremo esfuerzo de amor.

- EI vestido azul. Mamá salió de la cocina, la gata regreso a su canasta.

Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba. Seguramente, ese horrible Juanjo iba a
devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se quedarían pegados en los costados de su
boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a
hablar de su perro con el único propósito de desmerecer a mi gata. Pude verlo transitando por
mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de
quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna otra casa, me aterró la certeza de que
sería uno de esos chicos que, en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el
estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones.

- j Mama! - grité, pegada a la puerta del baño.

-¿Qué pasa? -me respondió desde la ducha.

-¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos? EI agua caía apenas tibia, mamá
intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba.

-¿Palabras que parecen ruidos? -repitió. -Sí -y aclare-: Pum, Pial, Ugg. .. iRing!

-Por favor -dijo mamá-, están llamando. No tuve más remedio que abrir la puerta.

- Hola! -dijo Ricardo, asomado detrás de las rosas. Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había
imaginado, traía puesta una remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto. Enseguida,
apareció mamá.
Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así Ie pasaba a ella. Y el azul Ie quedaba muy
bien a sus cejas espesas.

- Podrían ir a escuchar música a tu habitación

- sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había
tragado todo para matar por asfixia a los invitados. Cumplí sin quejarme. EI horrible chico me
siguió en silencio.

Me senté en una cama. ÉI se sentó en la otra. Sin duda, ya estaría decidiendo que el dormitorio
pronto sería de su propiedad. Y que yo dormiría en el canasto, junto a la gata. No puse música
porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y
decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de
pregunta:

-Cuánto hace que se murió tu mamá? Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo.

- Cuatro años - contestó.

Pero mi rabia no se conformó con eso:

-I-Y cómo fue? -volví a preguntar. Esta vez, entrecerró los ojos. Yo esperaba otra cualquier
respuesta, menos la que lIegó desde su VOz cortada.

- Fue .. . , fue como un viento -dijo.

Agache la cabeza, y deje salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento,

-sería el mismo que pasó por mi vida? –

-Es un viento que lIega de repente y se mete en todos lados? - pregunté.

-Sí, es ese.

-Y también susurra ... ? -Mi viento susurraba -dijo Juanjo-.

Pero no entendí lo que decía.

- Yo tampoco entendí. Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza. Pasó un silencio.

-Un viento tan fuerte que movió los edificios -dijo el-.

Y eso que los edificios tienen raíces ... Pasó una respiración.

-A mí se me ensuciaron los ojos -dije. Pasaron dos.

-A mi también.

-I-Tu papá cerró las ventanas? -pregunté . •

-Sf. -Mi mamá también.

-Porqué lo habrán hecho? -Juanjo parecía asustado.

- Debe haber sido para que algo quedara en su sitio. A veces, la vida se comporta como el
viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se Ie entiende. A su paso todo peligra; hasta
aquello que tiene raíces.
Los edificios, por ejemplo. 0 las costumbres cotidianas.

-Si querés vamos a comer cocadas -Ie dije.

Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizás ya era tiempo de abrir las ventanas.

El club de los perfectos Graciela Montes Hay gente que ya está cansada de que yo cuente
cosas del barrio de Florida. Pero no es culpa mía: en Florida pasa cada cosa que una no puede
menos que contarla. Como la historia esa del Club de los Perfectos. Porque resulta que los
perfectos de Florida decidieron formar un club. Alguno de ustedes preguntará quiénes eran los
Perfectos. Bueno, los Perfectos de Florida eran como los Perfectos de cualquier otro barrio, así
que cualquiera puede imaginárselos. Por ejemplo, los Perfectos no son gordos pero tampoco
son flacos. No son demasiado altos, y mucho menos petisos. Tienen todos los dientes parejos y
jamás de los jamases se comen las uñas. Nunca tienen pie plano ni se hacen pís encima. No son
miedosos. Ni confianzudos. No se ríen a carcajadas ni lloran a moco tendido. Los Perfectos
siempre están bien peinados, siempre piden “por favor” y jamás hablan con la boca llena. Hay
que reconocer que los Perfectos de Florida no eran muchos que digamos. Es más, eran muy
pocos. Tan pocos que había calles, como Agustín Álvarez donde no podía encontrarse un
Perfecto ni con lupa. Pero –pocos y todo– decidieron formar un club porque todo el Duración
9’25’’ mundo sabe que a los Perfectos sólo les gusta charlar con Perfectos, comer con
Perfectos y casarse con Perfectos. El Club de los Perfectos fue el tercer club de Florida. Los
otros dos eran el Deportivo Santa Rita y el Social Juan B. Justo. El Deportivo Santa Rita era
sobre todo un club de fútbol. Los sábados por la tarde se llenaba de floridenses porque los
sábados por la tarde se jugaban los partidos amistosos con el equipo de Cetrángolo. El Social
Juan B. Justo era el club de los bailes. Los sábados por la noche los floridenses que querían
ponerse de novios se reunían a bailar con los Rockeros de Florida entre guirnaldas verdes,
rojas y amarillas. Pero el Club de los Perfectos era otra cosa. Para empezar no era ni un galpón
ni una cancha. Era una casa en la calle Warnes, con grandes ventanales y una verja alta de
rejas negras. Y en el jardín que daba al frente, nada de malvones, dalias y margaritas, sólo
palmeras esbeltas, rosales de rosas blancas y gomeros de hojas lustrosas. Los sábados por la
noche los Perfectos llegaban al club con sus ropas planchadas y sus corbatas brillantes. Como
eran perfectamente puntuales llegaban todos juntos. Se sentaban alrededor de la mesa con
mantel almidonado y vajilla deslumbrante. Comían tranquilos y educados. Masticaban bien.
Sonreían. Nunca parecían tener hambre. Ni apuro. Ni sueño. Ni rabia. Ni ganas. Ni celos. Ni
frío. Tan diferentes eran, que a los floridenses se les hizo costumbre eso de ir a visitar el Club
de los Perfectos. Bueno, visitar es una manera de decir porque al Club de los Perfectos sólo
entraban Perfectos, y los demás miraban de afuera. Lo cierto es que, a eso de las siete de la
tarde, en cuanto terminaba el partido, los del Deportivo Santa Rita se venían en patota a la
calle Warnes y, a eso de las ocho, antes de ir para el baile del Social Juan B. Justo, las parejas
de novios pasaban por la calle Warnes para echarles una ojeadita a los Perfectos. Los
floridenses se apretaban todos junto a la verja. Eran un montón, pero ninguno era perfecto.
Estaba doña Clementina, llena de arrugas; el nieto de don Braulio, que era un poco bizco; el
chico del almacén, que era petiso; Antonia, llena de pecas… y chicos que usaban aparatos en
los dientes, chicos que a veces se comían las uñas, chicos que a veces se hacían pis encima,
chicos con mocos, mucha- chos que clavaban los dientes en sánguches de milanesa porque
tenían hambre y chicas un poco despeinadas porque había viento. Los sábados por la noche el
Club de los Perfectos estaba siempre rodeado de floridenses. Y fue por eso que, cuando pasó
lo que tenía que pasar, hubo muchos que pudieron contarlo. Resulta que estaban ahí los
Perfectos, tan perfectos como siempre reunidos alrededor de la mesa, perfectamente
bronceados porque era verano y perfectamente frescos y perfumados, cuando pasó lo que
tenía que pasar. Pasó una cucaracha. Una cucaracha lisita, negra, brillante, en cierto modo una
cucaracha perfecta, que trepó lentamente por el mantel almidonado y empezó a caminar,
perfectamente serena, por entre los platos. El primero que la vio fue un Perfecto de saco
blanco y corbata a rayas, perfectamente rubio. La cucaracha se acercaba, pacíficamente, hacia
su plato. El Perfecto rubio se puso de pie… demasiado bruscamente, porque volcó la silla,
empujó con el codo el plato decorado, que se estrelló contra el piso, y derramó el vino tinto de
su copa labrada sobre la Perfecta de vestido blanco. La cucaracha entre tanto, posiblemente
sorda y seguramente valiente, seguía recorriendo la mesa, desviándose sin sobresaltos cuando
se le interponía algún plato. Los Perfectos en cambio sí que parecían sobresaltados. Había
algunos que se subían a las sillas y gritaban pidiendo ayuda, y otros que se comían velozmente
las uñas acurrucados en los rincones. Había algunos que lloraban a moco tendido y otros que,
de puro nerviosos, se reían a carcajadas. El mantel ya no parecía el mismo, lleno como estaba
de platos rotos y copas volcadas. Y serena, parsimoniosa la manchita negra y lustrosa
proseguía su camino. Los floridenses que estaban junto a la reja al principio no entendían. Se
agolpaban para ver mejor, los de la primera fila les pasaban noticias a los de atrás. Aníbal, el
relator de los partidos amistosos, se trepó a lo alto de la verja y empezó a transmitir los
acontecimientos: –El Perfecto de la Camisa a Cuadros se cae de espaldas. Rueda. Quiere
ponerse de pie, trastabilla y cae sobre la Perfecta del Collar de Nácar. La Perfecta del Collar de
Nácar pierde la peluca. Se arroja al suelo y camina en cuatro patas tratando de recuperarla. El
Perfecto del Traje Azul tropieza con ella, pierde el equilibrio y cae… Cae también su dentadura,
que golpea ruidosamente contra la pata de la mesa… Arrugados, despeinados, manchados y
llorosos, los Perfectos fueron abandonando la casa de la calle Warnes. Los floridenses los
miraban salir y no podían casi reconocerlos. Algunos estaban pálidos. Otros parecían viejos.
Algunos, si se los miraba bien, eran francamente gordos. Y todos, uno por uno, estaban
muertos de miedo. A los floridenses más burlones les daba un poco de risa. Los floridenses
más comprensivos les sonreían y les daban la bienvenida: al fin de cuentas no era tan malo
estar de este lado de la reja. De más está decir que ese mismo día se disolvió el Club de los
Perfectos. Y cuentan en el barrio que los sábados por la tarde algunos de los que fueron sus
socios llegan cansados y hambrientos del Deportivo Santa Rita y que otros van, un poco
despeinados, al Social Juan B. Justo. Cuentan también que en la casa de la calle Warnes ahora
crecen malvones. Y parece que así es mucho mejor que antes.

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