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CHABELA TACUÁTZIN1

Mister Jenkins desempeñaba el puesto de Cónsul de los Estados Unidos en San Salvador. Residía en la
capital, pero nos visitaba con frecuencia.

Grueso de rostro escondido, su traje era tan blanco como sus barbas y su cabello. El volcán lo habría
embrujado, y su mayor placer era pasar el fin de semana en nuestra casa. Mis parientes lo servían a cuerpo
de rey.

Un día el viejo, queriendo corresponder las atenciones que mis padres le prodigaban, trajo para mí en
Nueva York o tal vez del mismo Washington una lindísima muñeca. Cuando se abrió la caja de cartón en
que venía dormida, todos nos quedamos sin habla.

Rubia era la muñeca como una niña del norte; los bucles le caían sobre la espalda en fina cascada de oro;
su cara de porcelana tenía el color de una rosa recién abierta; sus móviles parpados, cercados de largas
pestañas, escondía o mostraban dos grandes ojos azules, su cuerpo de pasta de yeso estaba vestida con
ropas de última moda.

Durante una semana solo se habló en el pueblo de “la muñeca de la niña Carmencita”. Personas que rara
vez nos visitaban aparecieron de pronto en el zaguán, sin disimular el deseo de verla.

_¡Qué regalo!... –decía una gorda y sonriente


señora _¡Jamás he visto nada igual!
_ Obsequio de chele rico… -comentaba tía Adela,
_De puro señor Cónsul –añadía otra mujer

Aunque la gente curiosa gozaba de lo lindo con mi muñeca, yo estaba verdaderamente contrariada. Hasta
el momento nadie lo había dejado entre mis brazos como cosa mía, ni se me daba permiso de llevarla a la
calle ni para mostrarla a los niños de vecindad. Cada vez que habría la caja de cartón alguien estaba ahí
cerca, diciéndome que tuviera cuidado y no fuera romperla, que me había regalado algo precioso y
especial, que juguetes de esa clase eran escasos y muy caros.

Tales advertencias me iban poniendo furiosa, mientras un loco deseo de hacer valer mis derechos y de
tomar absoluta posesión de mi propiedad empezaba a manifestarse en mi mente y en mis inquietas manos.

Una tarde, cuando el abuelo había salido a la calle y las gentes de la casa andaba atareadas en pequeños
quehaceres domésticos, abrió el armario de caoba con la llave que yo conocía, y subiendo por una mesa y
luego por un taburete logré alcanzar con mis dedos la caja en que se guardaba el deseado tesoro.
Momentos después lo tenía sobre mis rodillas.

Por largo rato embelesada con la muñeca, mirándola, arrullándola, desvistiéndola y volviéndola a vestir, al
ponerla de pie sobre sus zapatitos de charol o al recostarla sobre mi regazo, mi atención se concentraba
en los ojos que se abrían y cerraban, obedeciendo a un extraño y escondido mecanismo; también me fijaba
en la puntita de la lengua, que se escondía dentro de la boca o que se asomaba en medio de los labios, y
oía con asombrado interés la monótona palabra que brotaba de su vientre: Ma… má… Ma… má… Ma… má.

1
Lars, Claudia. (2004). Tierra de Infancia. (13a. Ed.). San Salvador: UCA Editores.
1
Pronto dejó de cautivarme lo externo del juguete. Deseaba conocer el misterio de su interior, parte por
parte; averiguar el origen de su lenguaje y de cada uno de sus movimientos. Busqué un cuchillo o una
tijeras para valerme de cualquiera de los dos objetos en mi afán de descubrimiento, más no lo encontré.
Ya iba a colocar la caja en sitio seguro, cuando mis ojos se detuvieron en un caracol.
Era un caracol rosa-morado, que por su gran tamaño servía en el dormitorio de mi madre para impedir que
se cerrara la hoja de una puerta. Colocando en el suelo, como algo necesario y funcional, estaba en ese
lugar desde que yo nací.

Con rapidez lo tomé en mis manos y lo puse cerca de la muñeca. Por unos momentos vacilé un poquito,
pero después ya decidida por completo golpeé con él la fina cara de porcelana y la hice mil pedazos, no
contenta con eso, despedacé el cuerpo como pude y le arranqué brazos y piernas.

Grande fue mi desencanto al darme cuenta de que la lengua de la mutilada era dura y sin saliva, de qué
los azules ojos parecían sobre mi delantal ojos de cangrejo, de que la voz se había evaporado, y de que
solo quedaba de aquella lindura un puñado de hules rotos y un montón de fragmentos de porcelana y
yeso. No salía aún de mi estupor cuando una de las criadas me sorprendió con las manos en el pecado,
debido a ella el escandalo se produjo. Y fue tan grande y tan largo aquel alboroto, que para contralo en
todo su tamaño necesitaría resmas de papel y varias botellas de tinta.
--- ¡Ave María Purísima!...
--- ¡Jesús que niña más destructora!
--- ¡Qué manitas, Dios Santo, que manitas!
--- Acaba con todo.
--- Así quemó el peine y el cepillo
del estuche nuevo.
--- Y dibujó una procesión de monos en
el tapiz del comedor.
--- Es imposible,
--- Castíguenla, castíguenla, y no hablen tanto.

Y de veras que me castigaron a su antojo… orejas, manos y nalgas casi me volvieron color tomate, pues
hasta las criadas de los vecinos se dieron gusto de hacerme chillar. Las escandalosas llenaban las casas con
sus lamentaciones y regaño, pero puedo asegurarles que fui yo –sin duda alguna- la prima dona de aquella
ópera.

Mientras todo eso ocurría una sola persona no tomaba parte en el asunto y era la única que mantenía su
serenidad. Hablo de la niña Adelita Ramos, amiga que había llegado dos días antes de la población de
Izalco, y que en nuestra casa pasaba sus vacaciones.

Para defenderme de las exaltadas mujeres se refería a mi mala acción con palabras como éstas:
-- Todos los niños son curiosos. Es un caso de pura curiosidad. La pobrecita no supo lo hacía. Ya
la castigaron de sobra.

Después, con sus suaves manos me acaricio la frente, hasta calmar mi excitación; un poco más tarde trajo
la cena en un bonito azafate y me dio de comer en el pico, como si hubiera sido pajarito; por ultimo me
metió en la cama y no se apartó de mi lado hasta que fui vencida por el sueño. Y aquel horrible día se
acabó.

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Pasaron semanas y meses, sin que nadie volviera hablar de la muñeca de Nueva York.

De vez en cuando teníamos noticias de la niña Adelita, que ya estaba con los suyos en su pueblo natal.

Una mañana recibimos un telegrama firmado por ella, y mi padre lo leyó en alta voz. Decía así:
Tren de la tarde lleva Chabela Tacuátzin para que cuide Carmencita y
Juegue con ella. Cariñosos saludos.
_¡Que ocurrencia!... exclamó disgustada mi madre. Ya no caben las
Sirvientas en esta casa y ahora nos manda una más.
_Ha de ser indita –dijo tía Mina- El apellido Tacuátzin es de los puros
Naturales del pueblo de abajo.
_ Indias o ladinas, todas son y desordenadas
-agrego tía Adela.

-Pero no podemos despreciar a nuestra amiga- manifestó mi padre—


Si ella escogió a esa mujer para que sirva a la niña, debe ser porque la india tiene cualidades especiales.
Hay que ir a recibirla, pasada la siete salí con mi padre rumbo a la estación del ferrocarril. Apenas llegamos
a ese lugar cuando el tren se detuvo ante nosotros como una bestia cansada, exhalando calientes vapores
y amortiguando un poco sus ruidos. Buscamos a la criada en los carros de primera y de segunda, pero no
apareció en ninguna parte. Preguntamos por ella a varios viajeros, más ninguno la había visto.

Ya que regresábamos a casa, pensando que había perdido el tren, cuando allá entre la muchedumbre,
empezó a llamarnos con gritos y ademanes un señor conocido, nos acercamos a él apresuradamente, y
después de los saludos de rigor el hombre nos condujo a la pequeña oficina del Jefe de Estación. Ahí
sentada en un rústico banco de madera, Chabela Tacuátzin nos esperaba. Casi de mi estatura, con su cara
morena un poco humilde y un poco triste, la muñeca de trapo fabricada por las hábiles manos de Adela
Ramos parecía una niña verdadera.

Su pelo de hilo negro estaba recogido en dos trenzas, que se anudaban con listones sobre la frente; sus
ojos bordados en la tela de rostro se alargaban oblicuos hacia las sienes; la nariz y la boca no eran tan sólo
obra de aguja, sino también de experto modelado, las manos y los pies tenían detalles primorosos. Vestía
el refajo de las indias de Izalco, hecho a mano en telar primitivo y con los diseños y colores que manda la
tradición; su blando huipil estaba lleno de guirnaldas de flores; el cinturón o faja de sostén era un lujo con
barbas de seda; las soguillas que daban vuelta alrededor de su garganta juntaban en un haz brillante
caracolillos y cuentas de vidrios.

Mi asombro fue tan inmenso que me quedé muda al abrazar la muñeca. Por varios días anduve como en
un sueño; en espacio feliz de intimidad y coloquio con la nueva amiguita. Hasta que cumplí nueve años fue
mi más fiel y querida compañera.

-Chabela Tacuátzin, ¿no quisieras vestirte como yo me visto?


-Le preguntaba en ciertas ocasiones.

Y yo misma respondía por ella:


-No, niña porque soy india y su ropa no me luce, y otras veces

Hablábamos así:
-Cuando yo vaya al colegio, ¿con quién te vas a quedar, Chabelita?
- Me quedaré cocinando, barriendo y lavando. Como soy criada.
3
-Es cierto… es cierto… Pero quisiera que fueras conmigo al colegio.
Aprenderás a leer, a hablar en
Inglés y a recitar versos bonitos.

-¡Dios me libre! Me daría vergüenza.


-¿Por qué Chabela, por qué?
-Porque soy vergonzosa.
Y en tarde de verano, mientras las golondrinas de noviembre caían
En banadadas sobre los árboles:

-¿Te gustaría volar, Chabela Tacuátzin?


-No sé porque no soy pájaro.

-A mí si… ¡muchísimo!.. Podría subir hasta


aquella nube y darle virazón a todo mi cuerpo…
Cuando me quisieran castigar aquí en la casa,
abriría las alas y… ¡zas! Nadie podrá alcanzarme.

-Dicen que a las niñas buenas les nacen


alas como a los ángeles.

-Si… pero cuando uno se muere ¡como


No quiero morirme!
-- Yo tampoco.

Y ya para acostarme, después de rezar mis


Oraciones nocturnas, cuando había apagado la luz del aposento:

-¿Te da miedo la oscuridad, Chabelita?


- Sí, me da miedo.

-¿Crees en los espantos?


-No me pregunte.

-Es mejor que duermas en mi cama, ¿verdad?


-Sí es mejor.

Y amanecíamos sobre la misma almohada, como dos amigas que no quieren separarse nunca. Durante el
curso de esos años dichosos hubo necesidad de remozar y revestir a la muñeca dos o tres veces, pues se
gastaba o desteñía debido a mis continuos sobiqueos.

Pienso ahora que Chabela Tacuátzin fue todo un símbolo, al hacerse pedazos la rubia criatura del norte
ella llego a mi cariño con la naturalidad y la gracia de mi propia gente.

En ella recibí a las difuntas abuelas de mi raza indígena –silenciosas y dignas- vestidas lujosamente según
la antigua usanza. Era algo tan acorde a nuestra casa, nuestro pueblo y nuestra comarca, que bien podía
haber tenido estos otros nombres: esencia de vainilla, miel de caña, corazón de palmera, flor de bálsamo,
doncella pipil…

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