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Octubre 2015 Número 0

2 Microrrelatos 4 Cuentos 1 Novela Autores mexicanos, uruguayos y costarricenses


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LA CASA

*
N

ormalmente cuando tienes una idea la compartes con muy pocas personas o di-
rectamente la guardas allí, en ese cajón del escritorio que no volverás a abrir nunca.
¿Por qué? por el miedo. Tienes miedo de que cuando alguien la conozca la critique
o la menosprecie, que se burlen de ella o que incluso te la roben.
¿Me dejas contarte un secreto? No eres el único al que le pasa eso. Hay miles de
cajones llenos de buenas ideas que nadie ha visto, justamente por este miedo. A mí, a no-
sotros, nos pasó.
Si bien lo que tienes en tus manos es el primer número de un proyecto que empezó
a tomar forma en agosto de este año (2015), la idea surgió mucho antes. Cuentos escritos
en la computadora y guardados en la carpeta “Mío” que nadie l egó a ver, un blog personal
que no tuvo más de tres o cuatro lectores –incluyéndome-, otro blog en colectivo, con más
actividad y más visitas. Y finalmente, tras unos años, esta revista.
¿Cómo fue posible? Compartiendo una idea. Un simple mensaje en las redes so-
ciales sirvió como detonador: “Tengo la idea de hacer una revista de literatura ¿a quién
le pinta?” y aunque creí que pasaría desapercibido –tonto de mi–, en pocos días había un
grupo de personas que querían ser parte del proyecto. Debo darles las gracias como
corresponde:
A Adrián, el primero en sumarse.
A Juan y a Sofía, que fueron parte de aquel blog colectivo.
A Mar, que siempre me apoya. Gracias por los consejos, el ánimo y la compañía. Te debo
más de lo que puedo pagarte.
A Gastón, quien se interesó en cuanto supo de esto.
A ellos les agradezco por el trabajo de selección y corrección de las obras recibidas.
A Flor, la segunda en sumarse. Gracias por el diseño y la creación de nuestra página web.
A Carolina, que me ofreció su ayuda. Gracias por el diseño de la revista.
A Salo, por la buena onda con que se sumó. Gracias por las ilustraciones.
Además, gracias especiales a todos por los consejos, el apoyo, las charlas y todo
lo demás. Aunque a algunos no he tenido el gusto de conocerlos en persona y ya les debo
más de lo que creen.
Es gracias a ellos y a todos los colaboradores que se sacaron el miedo de com-
partir sus obras con nosotros, querido lector, que puedes tener esta publicación en tu
pantalla.
En K Sasanimeh encontrarás las historias que nos l egaron durante este mes. Estarás
en ellas frente a una casa abandonada, una vieja iglesia y un quirófano del que querrás huir.
Te maravillarás con las excentricidades de un guitarrista, mirarás a través de los ojos de un
barroco, y disfrutarás del primer capítulo de una novela.
En nombre de todos los que formamos la Revista Grezza espero que usted que
posee este documento disfrute tanto de la lectura como nosotros disfrutamos de armarlo.
Esperamos también que cada vez sean más personas las que pierdan el miedo y nos ha-
gan llegar sus colaboraciones.
Nos vemos en el siguiente número.

Martín Coca,
director Revista Grezza.
ÍNDICE

*
K Sasanimeh…….. . . . . . . . . . . . …………………………………………………….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . …… 4

La casa embrujada……….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ………………………………………….. . . . 5

(Sin título)…………………………….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .………………………………….. 6

Vuelta al quirófano…………….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . …………………………………..…… 7

La iglesia de K’aasil…………………………….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .…….…………………. 11

El antídoto de la rotundidad………………….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .…………….. . 13

Un vanguardista……………………………….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . …….……….………….. 15

Emperador Thanatos. Estamos en paz……………….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . ……………….. 16

Nuestros colaboradores………………………..…………….. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .………….. 23


K SASANIMEH
(«Nuestras Historias»)
LA CASA EMBRUJADA
Dhámaris A. Morales

*
H

abía una vez una casa que fue abandonada porque estaba embrujada.
Por las noches se escuchaban ruidos extraños: como si tirasen una male-
ta al piso y sacaran todo lo que había en ella solo para volverla a l enar, aun-
que en esa casa no había nadie. Los vecinos se quejaban de no poder dormir.
Sola, pasó muchos años hasta que encontró una familia interesada en ella. Los nue-
vos inquilinos eran una niña, su mamá, su papá y el perro. De ellos no se supo más.

5
(SIN TÍTULO)
Mar Rivas

*
C
laudia adora jugar con muñecas. Tiene una gran colección; las viste, las peina, las
cuida, les habla. Ellas responden siempre.
Claudia tiene 32 años.

6
VUELTA AL QUIRÓFANO
Paul Peña

*
P ara Antonio hace días que habían pasado las esperanzas de dormir, pensaba que
estaba perdida la batalla contra el sueño y la vigilia ya que sabía que todo eran ex-
trañas sensaciones, un día cerraba los ojos y cuando los abría, ahí se encontraba, en
el quirófano, la misma doctora que le preguntaba si todo iba bien, si sentía algo extraño en
la piernas; había ido hace casi dos meses por una pequeña operación de rutina: entraba a
las ocho, salía a las diez y a las doce estaba comiendo en su casa.
Así fue como pasó en esa ocasión, él sabía que lo más complicado era recuperarse
y no la operación en sí, sabía que le venía encima una semana o dos de cama y hastío, pero
se lo tomó con calma; cuando l egó en la mañana comprendió la soledad e impersonalidad
de los hospitales, esos lugares donde la muerte danza continuamente, pero al final su op-
eración salió bien, se fue a casa y tuvo una semana dura, fiebres y nauseas, sangrados y
estupores, salpullidos, pero para el día seis todo se había calmado por la noche y él se sintió
aliviado de que al fin el infierno a posteriori hubiera terminado; cerró los ojos y se pasó una
mano, por inercia, sobre la herida sintiendo las suturas en su piel, y así cayó en la penumbra
del sueño.
Cuando abrió los ojos se encontró de nuevo en el hospital, su cerebro rápidamente
pensó en que había perdido el conocimiento y lo habían traído por una complicación de
urgencia, pero no fue así. Su mano sobre la piel no sentía las suturas, no se atrevió a mirar
pero el tacto no le engañaba, no había cirugía, de nuevo la frialdad del quirófano y, entre
recuerdos, le pareció vivir la misma operación, la anestesia, los residentes, hasta el cirujano

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que se acercaba y le enseñaba el pedazo que le quitaron, todo era igual; salió de la op-
eración y ahí estaba su familia y su novia, pero faltaban sus amigos, eso sí había cambiado,
sus amigos en esta ocasión no estaban, se habían esfumado.
Y todo ocurrió otra vez, no poder dar más de tres pasos, no poder caminar, que su
papá le cargue y lo l eve al carro para irse a casa, que el dolor pase, transcurran seis días
y con la calma de sobrellevar la convalecencia, él vuelva a quedar dormido y su mano otra
vez se pase sobre las suturas en su piel, cierre los ojos y al abrirlos y mover su mano sentir
otra vez las suturas, pero hay un frio extraño, una soledad impersonal.
Antonio abre los ojos y se haya en el hospital, en la sala de recuperación; es su no-
via quien está a su lado y le pregunta cómo se siente y si ya puede mover sus piernas. Él
contesta que sí, pero se le empieza a formar una mirada extraña, sabe que es la tercera
vez que lo operan, sabe que a continuación saldrá y su papá lo l evara al coche y se irá a la
casa para que le pase el dolor.
Así fue, sólo que en esta ocasión, además de que no estaban sus amigos, sus her-
manas, que le habían ayudado en las semanas pasadas, sólo se quedaron tres días, los
otros días él tuvo que levantarse a preparar la comida, adolorido y dopado.
Era el día seis y la paciencia que antes le acompañaba, ahora lo había abandonado y
el insomnio no lo dejaba descansar; agotado por l evar los últimos días de su recuperación
solo, cayó sobre la cama y al despertar estaba otra vez sobre el quirófano, lo había des-
pertado el cirujano y le pedía pujar, él no podía, estaba la mitad de su cuerpo anestesiado,
después vio como lo l evaban a recuperación y esta vez entro su mamá, extraño le pareció
que la viejecita estuviera ahí, hace años que no la veía, traía un talante sombrío y ella le dijo
que nada más que se sintiera mejor podrían partir, que ya estaba el taxi fuera esperán-
doles. Cuando preguntó por los demás: la novia, los amigos y el papá, la mamá le dijo que
no se habían podido quedar, tenían una vida muy ajetreada y debían atender sus cosas.
Antonio y su mamá l egaron a su casa, ella lo dejó sobre la cama y se fue. Él cayó
rendido, el dolor de la cirugía lo mataba, no podía creer que estaba solo cuando hace unas
horas le habían hecho una cirugía, sin embargo, ya tenía maña para pararse tras las opera-
ciones semanales, ya sabía qué tipo de dolores le venían en cada momento. Al tercer día se
paró como pudo, el hambre lo atacaba y notó su casa ahora también fría y solitaria como
los hospitales, aunque la suya estaba l ena de polvo; se sentía adolorido y olvidado. En fin,
pensó, tal vez así son las recuperaciones.

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Pasaron los días, hasta el sexto, y otra vez el miedo y el insomnio que tanto lo hacían
dudar: ¿podré dormir esta vez? ¿mañana despertaré en la casa o en el hospital? Cerró
los ojos para averiguarlo y cuando despertó se encontró en la camilla rumbo a la sala de
recuperación, sentía frio. La enfermera le daba unas indicaciones, le preguntaba el nombre
de sus familiares. Nadie venia, estaba solo; la enfermera sintió pena y le hizo compañía por
unos minutos; a las horas ya podía dar unos pasos y lo sacaron a la calle.
No había taxis y como pudo tomó un camión, tras horas de camino l ego a su casa,
hacía tiempo que no veía la fachada, ya habían transcurrido diez o doce operaciones, aho-
ra la fachada era blanca y verde, aunque por el cansancio decidió no reparar mucho en
eso. Metió la l ave en la puerta y no giraba, hizo más fuerza y seguía sin girar, sacó la l ave, le
sopló y trató de volverla a abrir, no giraba, sacó fuerza y entre lágrimas y coraje la puerta
cedió; cuando entró notó dos cosas: que faltaban algunos muebles y que los que estaban,
estaban llenos de polvo, además de que percibió un extraño calor que le recorría el cuerpo.
Los puntos, la sutura, se habían roto; ahora sangraba, se fue a su cama y cayó cansado
sobre un colchón sucio sin sabanas, ni colchas, ni almohadas. Así quedó dormido por tres
días y al despertarse vio su casa vacía, ya no estaban ni los muebles sucios; sólo él sobre
su colchón en el suelo.
El hambre lo atormentaba, pero a dónde ir, con qué dinero, en qué lugar conseguir
comida; así paso el tiempo acostado hasta que el sol se metía y daba vueltas por encima
de su cabeza por otros tres días. Al sexto ya no sentía miedo ni preocupación, ya lo habían
operado tantas veces que ya sabía la rutina de sus andanzas. Cerró los ojos y cuando los
abrió se halló bajo el cobijo de unos cartones sueltos debajo de la escalera de un puente
peatonal. Sabía que lo habían operado otra vez, pero ahora no tenía idea de cómo había
llegado ahí. Se limitó a descansar hasta el tercer día y al cuarto fue a donde estaba su casa,
mas nunca la encontró. Las calles ya no estaban donde debían de estar y él, hambriento,
empezó a buscar en la basura sin encontrar nada.
Su ropa estaba sucia de sangre de la ocasión pasada, se miró en el espejo de un
coche y vio que tenía la barba larga, los cabellos un lío y las uñas largas y sucias. Así vagó
por dos días más, hasta el sexto, donde una vez más posó su tacto sobre lo frío de las
suturas y durmió tranquilo.
Cuando intentó abrir los ojos se encontró en un cuarto que se asemejaba a un
quirófano, sólo que no había doctores, no había nadie, era un cuarto muy frío, solo y si-
lencioso. Trató de mover la mano para saber si ya lo habían operado o apenas lo iban a

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operar. Pero cuál fue su sorpresa, no podía moverse ni cerrar los ojos, quería gritar, sentía
que se asfixiaba, ya no quería que lo operaran una vez más pero no podía hacer nada,
trató de calmarse y escuchó una voz, era la voz de su viejecita madre que decía a lo lejos:
– yo vengo por él, ya sufrió demasiado – . Había otra voz más cercana, vio al cirujano que
se acercaba y decía – hora de muerte 03:06 –, y así fue como sintió que le cerraban los
ojos. Nunca más los volvió abrir.

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LA IGLESIA DE K’AASIL
Martín Coca

*
L

as campanadas reverberan en sus huesos como si una descarga eléctrica le recor-
riera todo el cuerpo y sale por su piel dejando sus vellos erizados; es el temor
echando raíces en todo su ser.
La iglesia de K’aasil l eva cerrada desde que el padre Gabriel fue acusado de bru-
jería y de eso hacen más de dos siglos; entonces bloquearon las ventanas y la puerta con
ladrillos y yeso, y prohibieron a todos acercarse a la vieja construcción. Y sin embargo,
vuelve a escuchar el repiqueteo de su única campana. Sudando, aprieta las manos contra
su cabeza para taparse las orejas, pero ahí sigue el repiqueteo de la campana colándose
hasta sus huesos.
El miedo le obliga a tumbarse en un rincón y echarse a l orar. Duele. Le duele el
pecho y aún faltan siete campanadas, y cada una lo hará sentirse igual. Porque así lo sintió
ella, y sabe que es el precio que ha de pagar. Le suplicó l orando que no lo hiciera yopued-
ocambiar gritaba ella lo haré haré lo que tú quieras pero porfavorporfavor detente.
Debí escucharla, piensa, debí darle la oportunidad de cambiar. Pero sabe que es una
mentira, ahora lo sabe. Debía respetarla y darse cuenta que él era el problema, él. Era él
quien le temía; temía que sí pudiera cambiar, que tuviera la fuerza para cambiar y marchar-
se y dejarlo solo.
Chilla como un recién nacido, sus lágrimas se convierten en sangre y el dolor es más
y más intenso con cada campanada, tanto que no lo soporta y cae sobre la tierra antes de
que suene la última.

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Cuando despierta siente el rastro de las lágrimas hecho costra. Siente de inmediato
el olor a cobre y otro más fuerte a orina. Ahora que pasaron las campanadas, que ya no
le duele, la sangre lo excita.
Lame sus labios, tranquilo. Enterrarla estuvo mal: la tiene que quemar. Hará arder su
piel, sus huesos, su carita, su cabello y su estúpida mirada. La hará callarse para siempre.
Toma el bidón de gasolina, la pala, los cerillos y una lámpara de aceite. Rodea la ig-
lesia hasta el viejo cementerio y enciende el aceite para iluminar las tumbas. Camina hasta el
montículo de tierra removida y empieza a cavar. Lo que antes era miedo se ha convertido
en adrenalina; le excita estar cerca de la iglesia, le encanta la idea de verla de nuevo. Suplica
a su dios podrido que siga viva para poder escucharla gritar mientras arde.
Cuando la pala golpea en seco se detiene, la tira a un costado y se acomoda a hor-
cajadas sobre el cajón. Intenta abrirlo pero aún hay tierra sobre él y le pesa, quita tanta tier-
ra como puede con las manos, se pasa la lengua por los labios y disfruta de ese momento
previo a verla. Otra vez es esa descarga eléctrica recorriéndolo, pero ahora la disfruta.
Por fin abre la parte superior del cajón y desea verla gritando, jadeando en busca
de oxígeno o que tirándose contra el para pelear, pero está inmóvil. La peina con los de-
dos y le besa la frente. En sus labios la siente tibia. Llora un poco al saberla muerta; llora
de verdad, pero de todos modos seguirá con el plan: quiere verla arder porque sólo así
va a callar las campanadas de K’aasil, así que la toma por los brazos y tira de ella hasta
acostarla sobre la tierra.
Vuelve a la tumba para cerrar el cajón y antes de poder ponerse en pie se encuen-
tra en el piso con la cabeza a punto de explotar. Se examina con la mano por instinto y
siente un enorme bulto saliendo por el costado, tantea con los dedos su rostro sin entender
qué pasó. Entrecierra los ojos y solo así distingue que la masa amorfa que ve son sus de-
dos manchados de sangre y tierra.
Como acto reflejo sonríe cuando escucha su voz, entendiéndolo de inmediato, pero
es demasiado tarde y solo puede chillar más y más y soltar puteadas como un adolescente
mientras siente algo empapándolo. Lo siente corriendo por su cara y reconoce el aroma
de la gasolina. Es como si un perro lo estuviera orinando. Y sin embargo le excita el sabor,
su olor y la idea de que al final sí que escuchara los gritos de alguien.

—¡Muérete Gabriel, muérete de una puta vez!

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EL ANTÍDOTO DE LA ROTUNDIDAD
Nacho Gomes

*
B rota en la tormenta la pócima literaria, hojas amarillentas de viento otoñal en zafar-
ranchos de clandestinidad, abofeteado el raciocinio en su eterno status patriarcal,
despreciado por una suerte de insurrección arbitraria decidida a sacudir los más
arraigados cimientos de próceres momificados; evaporadas las barreras de la ética, lo
poderoso de la ideología, la crudeza del prejuicio latente que malversa un sentimiento puro
en medio de la nada. Solo mis sentidos y yo; bailando entre sinfines de almas desnudas
gritando silencios, cuerpos estilizados despertando el orgasmo sensitivo. Olfato exacer-
bado de atracción visceral, tacto de terciopelo, sabor agridulce de piel rosada que abre
puertas profundas de deseos ocultos. Mezclados el látigo y la caricia en este juego de
nunca acabar, pasión inoxidable que crece sin darse cuenta. Se pasea el abrazo apretado
invisibilizando el libro gordo de Petete, entregándose a la mansedumbre fogosa de la oca-
sión. Ocasión de dosificar agua y l amarada, cielo y tierra, fuera del contexto cotidiano de
la corrección política; como parias gozando de una botella de licor de anís en la avenida
principal a puro acorde y nota amateur; exentos de rezos nocturnos, sin infiernos dantescos
y paraísos celestiales, colmados de poesías multicolores escritas por hombres sin Fe.
Ella abre y cierra, salva y condena, ríe y l ora; naufragan las contradicciones tran-
sitando a contraluz, sin mantenernos a salvo, expuestos a vidas que no son nuestras, llenas
de sustancias ajenas al confort. Subyacen labios voluminosos probando la miel que nunca
empalaga y La Moda mira atenta, como desconfiada y escéptica frente a todo aquello que
trasciende. Todos formamos parte de un garabato anónimo en algún rincón del mundo;

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viejos idealistas, autómatas de la modernidad, feministas, pobres, ricos y curdas dejan de
ser números invisibles aunque sea por una fracción de segundo para transformarse en
protagonistas de la escena. Sarcasmo sagrado de gravedad implícita buscando un posible
receptor para marcar a fuego la servilleta del bar, sin discernir buenos o malos. Desapare-
cido el ojo crítico ante la maroma grotesca de una selva que sacude la frecuencia cardíaca
de la grisácea Montevideo o la multicultural Nueva York. Rugidos de tigresa encelo, dul-
cemente perversa ante el embate de un león desbocado; hambriento por navegar en lo
efímero del reino animal con vetas de humanidad sin límites. La hembra a rayas sosiega la
ansiedad del macho melenudo, enternece sus palabras, aliviana la opresión en el pecho,
hace frágil su interior hasta quitarle la protección de tortuga escéptica. Él percibe la realidad
de los latidos confrontando sus entrañas, ya libres de conceptos arcaicos. Mirada directa y
penetrante, pupilas cortas y largas en simultáneo, desvistiendo corazones golpeados, ag-
itando la seducción del libre albedrío. Barroco imposible de soslayar, vanguardia omnipres-
ente de iletrados contemporáneos doblando justo en la esquina donde se topan lo clásico
y lo moderno. Deshilachados los géneros, abolidas las líneas rectas, desaforado electro-
cardiograma haciendo ostentación de imágenes que no cierran nunca, puertas entornadas
esperando nuevo destino temporario de placer inmaterial, tratando, en vano, de abarcar la
inabarcable imaginación, queriendo rozar el inconmensurable submundo del papel gastado
ardiendo en nuestras retinas.

14
UN VANGUARDISTA
Gastón Rodríguez Freitas

*
E n uno de sus conciertos, G. interpretó 4’33, la obra célebre de John Cage y se ar-
rodilló frente al instrumento para contemplarlo. El instrumento, una Memphis negra y
reluciente, aprisionaba cuatro cigarrillos verticalmente dispuestos entre sus cuerdas.
G. se incorporó y los encendió, uno tras otro, en ceremonial silencio. Cuando quedaron tan
solo los filtros dio por terminada la pieza. El público, que estuvo a segundos de aplaudir, se
incorporó indignado en sus asientos para salir corriendo despavorido luego de que G. los
espolvoreara con toneladas de harina que extraía, a puñados, del interior del sarcófago de
cuero donde reposa el instrumento.

Cuando le preguntaron por qué había hecho eso, respondió:


-Me interesa recordarle a las masas de lo que están hechas.
Solo quiero enseñar a mis aduladores la medida oracular del silencio: lo que a la masa es
la levadura, es a la música el silencio.

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Spira Mirabilis

EMPERADOR
THANATOS

*
Sebastián Aeme

“Felices los que eligen, los que aceptan ser elegidos,


los hermosos héroes, los hermosos santos,
los escapistas perfectos”
Rayuela, Julio Cortázar

16
PARTE
1

EL CAMINO DE REGRESO

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ESTAMOS EN PAZ

Recostado contra un árbol e incapaz de contener el l anto, el hombre se dejó caer al suelo.
Su cuerpo fue sacudido por los sollozos. El pequeño bulto que l evaba en sus brazos se
revolvió incómodo, obligándolo a controlarse. Pero al mover la manta y descubrir el rostro
de su bebé, los ojos se le volvieron a l enar de lágrimas.
A varios cientos de metros de ahí, en un claro en medio de aquel gran bosque, ardía
lo que anteriormente había sido su casa. Una columna de denso humo negro subía al cielo
del atardecer. Allí había estado viviendo temporalmente, refugiándose con su familia mien-
tras luchaba por ponerle fin a la guerra que abatía a Avalar, el planeta al que habían sido
llevados misteriosamente hacía unos meses.
Quien había iniciado la guerra había irrumpido minutos antes en el tranquilo hogar
de aquel hombre. Su nombre era Thanatos y había invadido Avalar cerca de veinte años
atrás, tomando por sorpresa a sus habitantes los Nagros. Durante ese tiempo había usado
todos los recursos que había encontrado en el planeta, haciéndose rápidamente con va-
sallos y doblegando los cuatro continentes y las regiones que los conformaban. Todas las
libertades de los Nagros habían sido violentadas durante aquel infame imperio.
El hombre se miró con furia e impotencia la mano que le había extendido a Sarah, su
esposa, en el momento en que Thanatos había abierto de golpe la puerta de la sala. Había
sido la segunda vez que los atacaba de esa forma, por lo que habían estado preparados:
las niñas debían correr a abrazar a su madre y él debía tomar al bebé en la cuna. Sólo
quedaba estrechar la mano de su esposa y serían transportados a un lugar seguro. Pero

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el enemigo había estado listo, anteponiéndose a la huida de los humanos y haciendo que
la cabaña estallara repentinamente. Sus dedos habían tocado los de su mujer, o eso había
creído. Pero el hombre había aparecido ahí, en medio del bosque, sin nada más que su hijo
menor en brazos.
—Ya, ya—le dijo al bebé, arrullándolo—. Todo estará bien, Nicky.
El niño abrió los ojos y le examinó el rostro, extendiendo las manitas hacia su barbilla.
El hombre le sonrió con tristeza y se limpió las lágrimas. Alzó la mano que tenía libre y de
ella salió disparado un haz de luz que atravesó el bosque en busca del supervisor de la
región más cercana: una señal de alarma, una súplica de ayuda. Se suponía que la cabaña
había estado bajo constante y fuerte vigilancia desde que habían sido trasladados, pero era
probable que Thanatos se hubiera ocupado de eso antes de atacarlos.
Mientras la ayuda l egara debía ponerse en marcha y ganar distancia. Vigilante, el
hombre caminó entre los árboles tan rápido como el terreno se lo permitía, procurando
mantener su presencia imperceptible. Al salir a un espacio abierto en el denso bosque, sintió
una sacudida en el pecho. Su cuerpo se preparó para escapar, pero el claro fue aislado
por un campo de fuerza. Ante él había un sujeto alto y vestido con una túnica azul oscuro.
La capucha y la luz del ocaso no dejaban distinguir su rostro, pero él sabía quién era.
—El camino l ega hasta aquí, Jon—dijo Thanatos, acercándose y tendiéndole las
manos de dedos largos—. Dame el bebé y acabemos con esta tonta persecución. Ya no
hay nada más para ti en este lugar.
Apretando los dientes, Jonathan colocó a su hijo detrás de él en el suelo y lo pro-
tegió formando una barrera a su alrededor. Thanatos resopló y se lanzó contra él. El
hombre contuvo los golpes de su enemigo y lo empujó lejos de donde yacía el bebé,
disparándole esferas de energía que Thanatos lograba esquivar o contrarrestar con sus
propios disparos. Las explosiones iluminaban el rostro del bebé, que miraba asustado al
cielo. Estaban apareciendo las estrellas.
Al cabo de unos minutos el silencio volvió al bosque. Unos pasos se acercaron al
niño y una mano de dedos largos y cetrinos se introdujo en el campo de fuerza, rasgándolo
con dificultad hasta hacerlo desaparecer.
—Ahora eres mío…

—No puedo creer que así termine esto—murmuró Ilbruf frotándose los brazos. La
noche estaba muy fría y lo que acababa de suceder en Arjur hacía que todo se sintiera

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aún más escalofriante.
—¿Te sientes bien?—preguntó Mitab. Ilbruf se encogió de hombros. En su mirada
estaba claro que todo aquello lo abrumaba. Mitab era el más joven de los dos, con unos
veinticinco años. Ilbruf le doblaba en edad y esto ya se le notaba en el pelo con pintas blan-
cas—. Todos los Anulianos que teníamos resguardando la cabaña fueron asesinados.
—¿Quedó algo de ella?
—No, fue totalmente destruida—dijo Mitab—. Tengo a mis hombres buscando algún
sobreviviente. Debe haber algo. Esa señal de auxilio no se envió sola. Alguien debió derro-
tar a Thanatos.
Ilbruf no podía sentir a ninguno de los humanos. Ni la esencia de Jonathan, ni la de
sus hijos o su esposa Sarah. Respiró profundo, intentando soportar el fuerte dolor que
sentía en el pecho. Deseaba haber rechazado la l egada de la familia humana al planeta. La
labor de Jonathan había sido fundamental para la libertad de Avalar, pero ¿a qué costo?
Sus vidas se habían extinguido aquel día, personas inocentes y completamente ajenas a
aquel horrible problema.
Los Harter habían aparecido un día en el Portal de Ardnut. Sin pensarlo dos veces,
Ilbruf había aprovechado la oportunidad de persuadir a Jonathan para que los ayudara
en la lucha contra el poder de Thanatos. El hombre había accedido. La única forma de
regresar a la Tierra era eliminando a Thanatos, pues él tenía bajo control la entrada y sal-
ida del planeta. Con el paso del tiempo Jonathan y Sarah se habían comprometido con
la liberación, viendo las atrocidades por las que los Nagros pasaban. Por un tiempo todo
había marchado bien. La rebelión, encabezada por Jonathan, había logrado derrotar a los
vasallos de Thanatos, acorralándolo cada vez más. Pero una bestia acorralada es aún más
peligrosa.
—Es una lástima que el momento que tanto deseábamos tuviera que l egar de esta
forma—dijo Mitab, mirando el cielo—. Poco menos de veinte años de represión terminan y
no somos capaces de festejarlo.
—La Plataforma Espiral no iba a darnos el gusto, por supuesto—dijo Ilbruf.
—Señor, parece que hemos encontrado algo en el bosque—dijo uno de los hombres
de Mitab, llegando a donde ellos estaban. Se veía alarmado.
Fueron l evados a un claro a través de la arboleda. Cuando pusieron un pie en la
zona abierta, retrocedieron asustados. Una silueta negra había quedado pintada en la hier-
ba y de ella manaba un rastro de energía cargado de malicia y corrupción. Varios Nagros

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se habían colocado alrededor de la silueta y murmuraban mientras mantenían las manos
alzadas, intentando purificar el área.
—Aquí es donde cayó Thanatos—Mitab se acercó con cautela a la silueta—. Aún está
bastante fresco. Tomará tiempo borrar este maldito rastro.
—¿No encontraron ningún cuerpo?—preguntó Ilbruf.
—No, todo indica que la esencia de Thanatos se salió de control y se consumió con
todo y cuerpo—dijo uno de los Nagros que conjuraban el área.
—Eso suena a Jon—dijo Ilbruf—. Hace unas semanas estuvo muy interesado en con-
juros que alteraran los niveles de energía en las esencias. Me parece haberle oído decir que
tenía un plan mientras revisaba los libros.
—Probablemente se trate de eso—dijo el hombre—. Son conjuros muy peligrosos.
Puede que haya perdido control sobre él y su esencia también fuera atrapada en el ataque.
Afortunadamente el pequeño tuvo mejor suerte.
—¿El pequeño?—Ilbruf se sobresaltó al oír esto—. ¿Dónde está? Quiero verlo.
A una señal del hombre, otro Nagro se acercó. Envuelto en una manta traía al bebé
de dos meses. Ilbruf lo recibió, acurrucándolo contra él. El niño gimoteó un poco. Al acari-
ciarle la sonrosada mejilla y correrle un poco la manta, Ilbruf vio que tenía salpicaduras de
sangre en la piel. Puso dos dedos sobre la frente del bebé y cerró los ojos.
Las imágenes eran borrosas, pero podía distinguir el interior de la cabaña, iluminada
por el fuego de la chimenea. Se sentía la presencia de los padres y las hermanas del niño.
Ilbruf continuó buscando en los recuerdos del bebé hasta que la puerta de la cabaña se
abrió de golpe y una figura alta entró. Jonathan tomó rápidamente al bebé y extendió la
otra mano hacia su esposa, que había reunido a las niñas y extendía su brazo hacia él. Un
potente resplandor iluminó la habitación y el bosque apareció alrededor del hombre y su
bebé. Ilbruf estuvo a punto de perder contacto con la memoria del niño por la impresión.
Finalmente Jonathan se había puesto en movimiento, pero había terminado acorral-
ado por Thanatos, contra quien se había enfrentado ferozmente. Cuando el silencio volvió
y el encapuchado apareció sobre el bebé, Ilbruf sintió un escalofrío.
—Ahora eres mío—decía Thanatos luego de retirar el campo de fuerza que protegía
al bebé—. Juntos restauraremos la gloria del Universo.
Thanatos sacó de su túnica una caja negra con un cristal azul en medio de una de
sus caras. Llevó la mano del bebé al cristal y los recuerdos del niño se enturbiaron horri-
blemente. Su mente se l enó de voces aterradoras y el bebé rompió a l orar mientras se

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retorcía de dolor.
—¡Aléjate de él!—ordenó Jonathan. Se oía lastimado, pero la ira de ver lo que Than-
atos hacía con su hijo lo reanimaba.
Un torrente de energía salió disparado contra Thanatos y este lo desvió de un golpe
mientras rugía y se lanzaba contra Jonathan, ganando tiempo mientras el bebé continuaba
en contacto con la caja. Las vociferaciones de Thanatos fueron acalladas por un potente
resplandor. Ilbruf supuso que aquello debía haber sido el conjuro que había desestabiliza-
do la esencia de Thanatos, haciéndolo explotar. Unos segundos después, Jonathan llegó
arrastrándose y abrazó a su hijo. Unas gotas rojas cayeron de su boca sobre el bebé, que
seguía retorciéndose de dolor. La manita ya se había separado de la caja.
—Ya, bebé, ya… Todo está bien, Nicky—mientras susurraba las palabras entrecor-
tadas, la mente del bebé fue aclarándose, como si las voces y el tormento que la habían
llenado hubieran sido apartados de él—. Todo está bien…
Ilbruf abrió los ojos y miró preocupado al niño, que se había dormido. Lo examinó
detenidamente y notó una irregularidad en su esencia. Había una especie de encierro que
contenía otra esencia con una naturaleza similar al rastro dejado por Thanatos.
—No puede ser—murmuró Ilbruf.
—¿Encontraste algo?—preguntó Mitab al ver que había terminado de mirar en la
mente del bebé. Ilbruf lo l amó aparte y le indicó que sintiera la esencia del niño. Mitab lo miró
preocupado—. Ilbruf, esto es…
—Jonathan debió sacrificar las fuerzas que le quedaban para contener lo que Than-
atos hizo. Pobre criatura—agregó, arrullando al bebé—. Esto debe quedar entre nosotros,
Mitab. Nadie más debe saberlo.
—¿Qué piensas hacer con él? Deberías regresarlo a la Tierra.
—¿Con quién? No conocemos a nadie allá. No podemos simplemente abandonarlo,
no después de todo lo que Jonathan y Sarah hicieron por nosotros.
—¿Vas a dejarlo aquí en Avalar?—Mitab lo miró alarmado—. ¿Viste lo que tiene
adentro? Es peligroso, Ilbruf. Si se sale de control podría traer todo de vuelta.
—No lo hará. Yo lo cuidaré. En Tuamn tengo a otro huérfano por esta guerra. Podrán
criarse juntos bajo mi tutela y todo esto quedará en el pasado. El imperio ha terminado. Ya
estamos en paz.

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NUESTROS COLABORADORES

*
DHÁMARIS ADDYARI MORALES RIVAS, nacida el 14 de Noviembre del 2007
en la ciudad de Mérida, México. Lectora ávida de todo aquello que represente fantasía,
tiene entre sus favoritos Las Crónicas de Narnia, Momo, Harry Potter y La Historia Sin Fin.
Actualmente quiere ser la Stephen King de su generación.

MAR RIVAS, Yucatán, México. En el 2005 empezó la licenciatura en Literatura Latino-


americana con formación en análisis, edición y redacción literaria en la UADY y actual-
mente es estudiante de la licenciatura en Psicología en la Universidad del Sur. Participó en
el Congreso Nacional de Estudiantes de Lingüística y Literatura (2005) como parte de la
delegación Yucateca para “La imposibilidad del Silencio” celebrada en Zacatecas. Escribió,
co-dirigió y participó en la obra “Las alas de la muerte” presentada en Yucatán.

PAUL PEÑA, 29 años. México. Cursa la Licenciatura en Estudios Literarios – escritura


creativa, en la Facultad de Lenguas y Letras de la UAQ. Es editor colaborador de la Revis-
ta Literaria Aeroletras. En 2013 recibió la beca de excelencia académica de la SEP, en los
años 2012 al 2015 ha recibido la beca de excelencia académica – UAQ. En el año 2014 se
publicó su artículo La batalla contra el olvido, e impartió la sesión Proceso Creativo dentro
del curso Cómo hacer mundos con la palabra. Recientemente participó en la presentación
de su obra poética en El coloquio de los locos.

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MARTÍN COCA, Tlaxcala, México, 1991. Aunque el acta diga lo contrario es tlaxcalte-
ca de nacimiento, lo que automáticamente lo convierte en traidor. Hizo la licenciatura en
Lingüística en la UdelaR, en Uruguay. Publicó en la revista digital Palabras. Escribe a ratos,
lee por momentos e imagina cuando puede. Actualmente dirige la revista digital Grezza.
Puedes seguirlo en @Coca_Marti

NACHO GOMES nació en agosto de 1981. Como buen leonino ama con locura, no
conoce de grises y obedece las razones del corazón. Esa misma pasión exacerbada es
la que en el año 2006 lo l evó a un entrañable taller de escritura. De allí en más, no hace
otra cosa que deambular por los laberintos indescifrables de la literatura. Estudia Letras en
Facultad de Humanidades, trabaja como administrativo y sueña despierto, mientras teclea
con la mirada perdida en el monitor.
Puedes leer más de él en su blog personal: http://naturacontracultura.blogspot.com.uy/

GASTÓN RODRÍGUEZ FREITAS, Tacuarembó, Uruguay, 1990. Estudiante de Letras


de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Ha participado en la revista “Lo
que vendrá” de poesía.

SEBASTIÁN AEME nace en el año 1988 en San José, Costa Rica. Desde temprana
edad ha sentido pasión por la lectura y la creación de historias, plasmándolas en escrito a
partir de los 14 años. Como parte de su proceso creativo y su búsqueda de herramien-
tas para desarrollar sus relatos, ha recibido diversos cursos de arte en la Universidad de
Costa Rica. Actualmente alterna su amor por la escritura con su carrera en Biología.

SALO M. E. es artista e ilustradora tamaulipeca, creadora de mini historias con temáticas


variadas. Parte del movimiento artístico familiar “Zoo Salo”
Puedes ver más de sus trabajos en:
https://www.facebook.com/SALo-M-E-984498208262005

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Octubre 2015 Número 0

FB: /RevistaGrezza RevistaGrezza www.RevistaGrezza.com

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