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Jorge Bafico

Casos LoCos
Primera edición: 2000. Editorial Fin de Siglo, Montevideo, Uruguay.

Segunda edición 2013. © Psicolibros Universitario, Montevideo Uruguay.

© Psicolibros Universitario
Tristán Narvaja 1671
Tel: 2401 6657
E-mail: psicolibrosu@gmail.com
Montevideo - Uruguay

Motivo de tapa: Leonardo de Mello


Diseño y diagramación del interior: Patricia Carretto
E-mail: paticarretto@adinet.com.uy

ISBN 978-9974-704-07-7

Se terminó de imprimir en el mes de junio de 2013

Hecho el depósito que marca la ley.


Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o
total de cualquier medio gráfico o informático sin previa autorización del editor.
Para Andrea.
De memoria y agradecimientos
Gracias a mi familia y a los amigos que me acompañaron en el tiempo de
elaboración de estos textos.
Gracias a Rafael Courtoisie, un hombre que no necesita presentación, escritor
multipremiado, que tuvo la deferencia de ayudarme con sus apreciaciones, consejos
e ideas, para dotar a los textos de una mayor capacidad narrativa. Horas estupendas
de charlas con una persona que sabe albergar dos de las particularidades más difíciles
de encontrar en el ser humano: la sabiduría y la sencillez.
Gracias a mi amigo y hermano de la vida Dagoberto Puppo –hombre sabio y
bondadoso, el clínico más brillante que he conocido–, por la enorme generosidad
intelectual que ha puesto a mi disposición desde que nos conocimos, por la amistad
permanente e inquebrantable, por la escucha y la confianza.
Y por último, gracias a mis pacientes, que me han posibilitado la realidad
clínica en que se fundan estos textos. A ellos les pertenece este libro.
Índice

Prólogo nuevo a un libro que suena a viejo.............................. 13


A manera de introducción.......................................................... 15
Los motivos de un asesino.......................................................... 17
El acto............................................................................................. 18
Acto loco......................................................................................... 19
Un poco de historia......................................................................... 20
El después....................................................................................... 24

El extraño caso de la mujer diablo............................................ 25


El paraguas sicario.......................................................................... 26
El diagnóstico................................................................................. 27
Historias de duelo y locura... ¿Un delirio compartido?.................. 27
Una loca maternidad....................................................................... 28
El drama de lo imaginario.............................................................. 29
La culpabilidad masiva en la locura histérica................................. 30
La parafernalia del cuerpo histérico............................................... 32

El amador.................................................................................... 33
¿Una conversación puede desencadenar un delirio?...................... 33
El capullo........................................................................................ 34
La elisión en lo imaginario............................................................. 35
La elisión de lo simbólico............................................................... 36
El ocaso de un amor........................................................................ 36

9
El errabundo más centrado del mundo.................................... 37
Controversias.................................................................................. 38
El hombre que se bastaba a sí mismo (pero con los otros)............. 39
Cae la máscara, aparece el rostro psicótico.................................... 40

El difícil arte de sufrir................................................................ 43


Acto I: Protagonistas...................................................................... 43
Acto II: El caso............................................................................... 46
Acto III: Autopsia........................................................................... 48
Acto IV: Finales.............................................................................. 51

El pianista.................................................................................... 53
Capítulo I: El piano......................................................................... 53
Una historia..................................................................................... 53
La dañada brumosidad.................................................................... 55
El tormento..................................................................................... 56
El ocaso........................................................................................... 57
El retorno del hijo escaso................................................................ 58
Una perplejidad............................................................................... 58
Capítulo II: La mujer...................................................................... 60
La otra cara del amor: la construcción del mito, el yo ortopédico.60
Delirios cicatriciales: permiso para gozar....................................... 63
La respuesta dinámica: de la perplejidad al tráfico......................... 65
Instalación definitiva de la parafrenia: todo está calculado............ 66
¿Cómo se opera esta corrección en David?.................................... 69

Un crimen celestial; dos a quererse........................................... 71


Capítulo I: El asesinato................................................................... 71
Sospechosas.................................................................................... 72
La niña oscura: Pauline Parker Rieper........................................... 74
La bella imaginativa: Juliet Hulme................................................. 75
El informe psiquiátrico................................................................... 77
El “Cuarto Mundo”......................................................................... 78
Capítulo II: El juicio, la versión celestial....................................... 80

10
Testimonios..................................................................................... 83
La sanción....................................................................................... 85
Capítulo III: La folie del goce......................................................... 86
Capítulo IV: El delirio de Pauline................................................... 87
Capítulo V: el affaire Rieper: ¿el lugar del vacío?.......................... 96
Capítulo VI: el peso del nombre: Pauline-Gina-Nathan................. 98

Lisbeth Salander: una histeria actual .................................... 101


El cisne negro: retrato de un desencadenamiento.................. 105
La perplejidad............................................................................... 107
Los fenómenos de franja............................................................... 108
El desencadenamiento de la psicosis............................................ 108

El hombre araña: la tragedia del deseo...................................111


Una repetida estructura de ficción................................................ 111
Arácnido posmoderno................................................................... 112
Love story..................................................................................... 113
La renuncia al deseo..................................................................... 114

Bibliografía general.................................................................. 115

11
Prólogo nuevo a un libro que suena a
viejo...

Querido lector, estoy prologando mi propio libro escrito hace años, por segunda
vez. Una experiencia extraña, debo confesar. Casos locos fue el primer libro que
escribí en solitario (había escrito otros como compilador o coautor) y le tengo un
cariño especial. Fue en el 2006, tenía treinta y seis años, hoy tengo algunos más,
hasta un hijo más. Han pasado muchas cosas en estos siete años: nacimientos,
muertes, decepciones, alegrías, en fin, la vida misma.
Casos locos marcó un antes y un después en mi vida. El libro tuvo un relativo
éxito. A partir de este llegaron otros y me abrió las puertas a lugares insospechados
como tener una columna en la radio o tener un espacio fijo en la Televisión, pero
sobre todo a algo que siempre quise hacer: escribir para un público más amplio
que el estrictamente psicoanalítico. Creo que es un estilo que he cultivado con el
correr de los años pero este libro fue el comienzo.
La experiencia del proceso de escritura me permitió conectarme a los talleres
literarios y sobre todo con el gran Rafael Courtoisie, que me enseñó algunos trucos
de la narrativa, pero sobre todo me alentó a escribir sin miedos. A partir de Casos
locos pude integrar aspectos, como la literatura, la música, el humor, que van más
allá de lo técnico. No sé si eso es mejor o peor, simplemente es lo que yo elegí
hacer.
Confieso que nunca pensé en reeditar este libro, de hecho mi libro “Cosas que
pasan” es una nueva lectura de varios de los casos que aparecen en Casos locos.
Sin embargo Fernando Preza, el editor de Psicolibros Universitario, me venía
planteando la posibilidad de reeditarlo desde hacía más de dos años. Su sincero
interés y sus ganas me contagiaron, y después de algunos arreglos editoriales me
convencí de editarlo nuevamente. Mi agradecimiento a Julián Ubiría, Director de
Ediciones Generales en Grupo Santillana, por permitirme editarlo en otro sello al
que estoy vinculado actualmente.
Dejé todo tal cual estaba porque si bien no soy el mismo que en ese momento,
y hay cosas que podría haber cambiado del texto, prefiero dejar al que fui. Solamente
agregué solo dos casos sobre la película Cisne Negro y la heroína de la trilogía
Millenium, Lisbeth Salander. Me parece que ambos casos van en la línea de este
libro y suman más que rellenan.

13
Pude incidir directamente en esta nueva tapa a diferencia de la edición anterior.
Mi agradecimiento a Leonardo de Mello que me regalo la fotografía y a mi amigo
Ernesto Anzalone por el diseño de la misma.
Como dije en siete años cambié bastante pero aún tengo la misma pasión y la
misma curiosidad por la locura y espero querido lector que este libro lo refleje.

Montevideo, junio del 2013

14
A manera de introducción

Tres recuerdos asoman nítidamente a propósito de este libro.


El primero, de mi niñez, conserva hasta el olor particular del mar rocoso
de Punta Fría: sentado en el piso de mi casa de veraneo (cuando aún mi familia
podía darse tales lujos) escuchando las anécdotas de pacientes locos que mi tío
relataba.
Mi tío disponía de esa facilidad que tienen algunos en el arte de la oratoria;
siempre necesitado de un público fascinado, contaba durante horas, historias reales
o inventadas o quizás una mezcolanza de las dos.
Describía sus vivencias de un asilo psiquiátrico que administraba su familia,
en la zona de Colón, donde se presentaban los más diversos tipos de patología
fantástica que uno pudiera imaginar. Muy tardíamente advertí que los cuentos
eran eso, cuentos, y que mi tío era más fantasioso de lo que yo podía sospechar.
Igualmente esos recuerdos siempre quedaron intensamente presentes en mí, a través
de la pregunta: ¿Por qué alguien se convierte en “loco”?
El segundo, más cerca de mi juventud, se enlaza con una adolescente que
conocí y que padecía de unas crisis raras, incalificables y horrorosas.
Una representación apocalíptica, un dolor exasperante e inenarrable se
apoderaba de ella y la convertía en otra persona. Su mundo desaparecía y todo se
transformaba en una pesadilla de la que no podía despertar. Algo terrible para ella,
pero también para quienes la rodeaban, que sólo podían participar como espectadores
sigilosamente estremecidos.
Con el tiempo supe nombrar esto que intimidaba: locuras histéricas. Frag-
mentaciones, despersonalización, parálisis funcionales y paroxismos marcaban la
impronta de sus crisis a manera de espectáculo, porque algo de eso tienen.
La experiencia con esta adolescente provocaba en mí dos sentimientos
encontrados: por un lado una gran consternación, pero por otro, debo reconocerlo,
una inmensa curiosidad.
El tercero, y último, es más reciente y tiene que ver con mi práctica como
psicólogo en las cárceles de Uruguay.
Siendo un novel psicólogo, integré por algún tiempo los destacamentos
del Instituto Nacional de Criminología. Uno de los primeros casos que tuve que
diagnosticar fue el de “Maradona”, un preso que, aparte de poseer cierto talento
para el fútbol –por eso el sobrenombre–, tenía la exótica particularidad de poder
hablar con el mismísimo número diez argentino. La salvedad era que sólo podía

15
hacerlo a través de su rodilla izquierda; la articulación se ofrecía como una especie
de teléfono móvil que recibía la voz del astro argentino.
El “Maradona” uruguayo convivió en cierta armonía con su rodilla siniestra
y su ídolo durante un tiempo, pero en determinado momento se descompensó.
Un psiquiatra lo examinó, reconoció el delirio y le recomendó al médico
tratante de guardia que le aplicara cinco inyecciones de un antipsicótico muy potente.
Era innecesario para el profesional explicarle al colega que el psicofármaco se daba
de a una inyección por mes, ya que su poder persistía por treinta días.
La cuestión es que el médico no entendió, o no era afecto al dios argentino,
por lo que las cinco dosis fueron aplicadas el mismo día. El pobre “Maradona” casi
muere a consecuencia de la terrible experiencia.
Cuando me pidieron que lo viera, su estado, en el mejor de los casos, era
calamitoso. Le pregunté, luego de escuchar por un rato sonidos casi incomprensibles
de su parte –producto del trabajo de los fármacos–, si se seguía comunicando con
Maradona.
Su respuesta me impresionó; en un balbuceante y, por qué no decirlo, babeante
lenguaje, me dijo: “a veces se corta, la línea no anda bien, pero sí”.
Maravillosa frase que descubre y lleva a pensaren la localización de la locura,
y en su persistencia más allá de la medicación.
Escribo de la locura, probablemente, desde siempre, aún sin saberlo: de hecho,
la mayoría de mis trabajos anteriores a este libro giran sobre este tema, quizás como
una forma de cercar eso de lo inenarrable de la escucha de la locura.
Quizás, también, por lo arduo de una práctica que se realiza en solitario pero
que se torna imposible –a mi modo de ver– si se efectúa en soledad.
La práctica clínica me ha llevado a estar muy en contacto con aquellos pacientes
que son catalogados en la jerga popular como “locos”, y no dejan de pertenecer a
una clínica particular dentro de la singularidad que la práctica analítica tiene.
Es por esto, y mucho más, que escribo sobre los casos locos, esos que sostienen
mi clínica: como el asesino, como la mujer diablo, como el errabundo, el amador
o el suicida. Pero también sobre algunos acontecimientos sociales que, de alguna
forma y en determinado momento, me han atravesado: como las adolescentes
asesinas, el pianista o el Hombre Araña.
La locura aún hoy me maravilla como intento de lazo con el otro, como
tentativa de gritar una razón, aunque sea loca, de aquello con lo cual el sujeto no
puede.

16
Los motivos de un asesino

La ventana, muy estrecha en verdad, no dejaba igualmente de descubrir un


paisaje espléndido. Un verde intenso, con imperceptibles ondulaciones, resaltaba
aún más una pequeña laguna que se imponía frente a mí. Por un instante me
olvidé de todo, acompañado por algunos tibios rayos de sol que se colaban en la
habitación. Todo esto me transportaba a una sensación suave, contradictoria con
la estética del lugar.

Un policía me indicó que el recluso se acercaba, y rápidamente el panorama


hasta el momento deleitable dio paso a la cruda realidad del presidio. Giré mi vista
y distinguí las paredes magulladas y las puertas desvencijadas, que subsistían como
testigos muertos del temible enfrentamiento que había ocurrido, poco tiempo atrás,
en aquel Penal emplazado en un contrasentido: el pueblo de Libertad.
En uno de los pocos lugares hospitalarios que este gris celdario ofrecía, me
encontré con el primer preso a diagnosticar luego del motín.
El hombre que tenía que entrevistar no había participado en el episodio, ni
siquiera estaba encarcelado en ese tiempo, y nadie sabía a ciencia cierta por qué
se encontraba allí.
Por lo general coinciden algunos elementos que hacen a los diferentes delitos
y a quienes los cometen. También el paso del tiempo y la rutina dentro de las
cárceles hacen que los discursos carcelarios se repitan y quizás además se repitan
las preguntas que los técnicos hacen a los presos. Todo se convierte, muchas veces,
en un largo y muerto devenir. Sin embargo, el hombre con el que iba a compartir
varios encuentros me iba a ofrecer una rara peculiaridad: lo inexplicable.
Un hombre bien vestido, serio, diferente a lo que se observa en la población
carcelaria en general, sin antecedentes penales, me extendió su mano y se sentó.
No le interesaba demasiado contar su historia, ni negar el hecho, como hace la
mayoría de los reclusos; al contrario, apenas me dijo su nombre, Juan, y a modo
de presentación asumió su crimen, no con orgullo, pero sí con convicción. No le
interesaba pedir nada, estaba “tranquilo”, así decía él.
“Lo maté y lo volvería a matar, porque no me dejó contar las vacas”, esa
fue su enigmática presentación, seca, concisa y sin ambages, casi como la forma
en que su cuchilla de treinta centímetros de hoja penetró mortalmente la carne de
su rival.

17
El expediente arrojará que fue por “herida penetrante en flanco izquierdo
hemoneumo tórax con probable fusión de hígado” y, lo que causó en definitiva su
muerte, “herida penetrante en corazón”.
Su declaración no fue diferente a su entrega. Al llegar la policía no hubo
necesidad de investigar demasiado acerca de la identidad del asesino. Lo conocían
bien, era el capataz de la estancia del acuchillado. Estaba contando el ganado
tranquilamente en el mismo lugar donde se encontraba el cadáver.
Una vez que terminó su tarea del recuento de las reses, confesó, sin ningún
tipo de rodeos, la autoría del hecho.

El acto
Momentos antes del sombrío desenlace, Juan se encontraba juntando las reses
para contarlas, ya que es norma que el capataz de estancia al finalizar su contrato
de trabajo deba presentar un inventario de la cantidad de cabezas de ganado. Algo
que se funda en la necesidad de que exista un control por parle del propietario del
establecimiento. Esto, por lo general, no está estipulado en un documento escrito,
pero constituye una práctica en las empresas.
La razón de su alejamiento no estaba marcada por una renuncia, sino que había
sido despedido. Lo único que aparecía como vestigio posible de su destitución era
el haber pedido, por primera vez en dieciocho años, un aumento de sueldo.
Una vez removido de funciones, se le otorgó, por su expreso pedido, un plazo
de dos días para realizar el recuento del ganado.
La mañana que Juan estaba terminando la tarea del registro, se presentó su
patrón. Exactamente veinte horas antes de lo acordado.
La escrupulosidad, la rigurosidad y el orden constituían cuestiones primordiales
para Juan, referentes en su vida y motivo de orgullo.
Por el contrario, estas no integraban las características propias del patrón,
sino que sus cambios de planes permanentes y el desconcierto eran las constantes
de sus acciones.

–“¿Que hace acá todavía? Le dije que se fuera ...


–Pero patrón, era mañana, tengo que terminar de contar las vacas.
–Se va ya y se deja de joder...”

El diálogo sube en voltaje hasta terminar en una discusión. La única en


dieciocho años. Juan insiste en que no se puede ir sin antes contar el ganado, ya que
eso es inherente a su función y, además, fue lo acordado anteriormente. No entiende

18
la negativa, se enfurece y, por primera vez, mira a su patrón a los ojos y lo insulta.
Comienzan a discutir, la tensión aumenta a tal punto que Juan se descontrola. Su
ira es irrefrenable y brutal. No puede evitar lanzarse sobre su rival y apuñalarlo.
Debido a las dudas que arroja este caso en cuanto a sus motivos, la policía
recurre al asesoramiento pericial psiquiátrico-psicológico a fin de poder establecer
las razones que de alguna forma aclaren la subjetividad del acto de Juan.
Nada encuentran los peritos, a través de diferentes entrevistas en el tiempo
inmediatamente posterior al acto, que haga pensar en su inimputabilidad. No hay
indicios de delirio, ni de desestructuración de la conciencia, ni de ningún otro
indicador semiológico que la sugieran.
Lo que asombra a los expertos es el estilo del crimen, en particular, la saña del
homicidio que no está, en apariencia, en relación con el sujeto que lo comete. Si
hay un atributo principal de Juan, remarcado por los datos de su vida así como de
los diferentes informes psicológicos y psiquiátricos, es su falta de agresividad.
Juan es procesado y más tarde sentenciado por el delito de “Homicidio”, y
condenado a siete años de penitenciaría, pena que en lo formal es, para Uruguay,
bastante leve con relación al tipo de delito cometido.

Acto loco
Normalmente cuando se trabaja teóricamente en el terreno de las psicosis, se
lo construye a partir de la aparición de fenómenos clínicos, como las construcciones
delirantes. Seguramente el paradigma más importante al respecto sea el caso
inmortalizado por Freud como Schreber.1
No obstante, la clínica psicoanalítica nos presenta otras formas de expresiones
mucho más sutiles que no por eso dejan de corresponder a estos territorios. Algunas
veces se presentan como un discurso inconexo y locuaz que raramente deja de
apoderarse de lo escrito, la elocuencia errática del esquizofrénico es una prueba
de ello.
Otras raras veces las palabras se encuentran reducidas a casi nada y la locura
entera parece concentrada en un centelleante y feroz acto loco. Son algunos
suicidios, pueden serlo algunos crímenes, como el de Aimée2, el de las hermanas
Papin3, el de nuestra Iris Cabezudo4, en los que siempre el ataque, por lo general

1 Freud, “Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente” Obras completas. tomo XII, Ed. Amorrortu,
Buenos Aires, 1994.
2 Lacan, J.. De las psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, Ed. Siglo XXI, México 1976.
3 Lacan, J. De las psicosis paranoica en sus relaciones con la personalidad, Ed. Siglo XXI. México 1976.
4 Capurro, Raquel-Nin, Diego, Extraviada, Ed. Edelp. Bs. As., 1997.

19
temible, aparece como dirigido supuestamente a un “otro”, pero no con relación a
un semejante, sino a un Otro5.
Cualquier realización de un Pasaje al Acto6 tiene necesariamente consecuencias
para el sujeto. El acto se inscribe, además, en el campo de lo significativo y no
se escapa del lenguaje, es por eso que puede hacerse una apuesta a leerlo y
analizarlo.
¿Podemos pensar este homicidio como un pasaje al acto?
¿Cuál es la dimensión del acto de Juan?
Dejemos abiertas estas interrogantes y avancemos un poco más con las
características del crimen.

Juan confiesa que la muerte del patrón se debió a un enfrenamiento mortal,


donde estaba en juego su vida: “lo tuve que matar porque si no él me mataba a mí”.
Frase enigmática y oscura que encierra un sin-sentido, ya que el patrón se encontraba
desarmado y la disputa entre ellos surgió como consecuencia de algo aparentemente
tan insignificante como no dejarlo realizar su tarea de contar las vacas.
El enunciado encierra una carga que está mucho más allá de la dimensión
de la realidad, ya que la dialéctica mortífera que ese enfrentamiento contenía está
instalada en algo que no tiene que ver exclusivamente con su patrón.

Un poco de historia
Analizando los elementos biográficos de Juan, necesariamente surge la
interrogante de por qué trabajó durante dieciocho años en ese establecimiento sin haber
pedido nunca un aumento de sueldo y ganando apenas poco más que un peón.
El tipo de trabajo que realizaba era brutal ya que, entre otras cosas, le implicaba
estar alejado de su familia durante semanas, “la responsabilidad de mi cargo así
lo requería”.
Uno podría pensar que trabajó durante tantos años debido a la falta de
ofrecimientos laborales, sin embargo, casi con asombro, nos enteramos de que le
habían sido propuestos varios empleos mejor remunerados pero que él siempre
había desistido por una única y fundamental razón: en ninguno de los trabajos
planteados el cargo era el de capataz.

5 Término utilizado por Jacques Lacan para designar un lugar simbólico –el significante, la ley, el lenguaje, el
inconsciente– que determina al sujeto, a veces de manera exterior a él, y otras de manera intrasubjetiva. en
su relación con el deseo.
6 Así nombramos este tipo específico de acto.

20
Tampoco aparece en Juan una queja con relación a su trabajo, ni respecto
a este patrón tirano, con quien otros compañeros de faena no podían sostener un
contrato laboral por demasiado tiempo debido a las exigencias desmedidas, la poca
paga y los malos tratos.

¿Qué hace que una persona, que trabajó durante dieciocho años en un régimen
de explotación sin decir nunca una palabra, mientras dejaba de ver a su familia
semanas enteras debido a las exigencias crueles de su patrón, pueda estallar con
una ferocidad tan llamativa por el hecho de no dejarlo contar las vacas?
Este homicidio, si bien se inscribe bajo el modo de lo urgente y lo enigmático,
admite una lectura diferente. El pasaje al acto implica, en quien lo realiza, una
especie de borramiento, en la medida que el sujeto como tal es defenestrado; de
ahí la dificultad para poder entenderlo. Sin embargo, si podemos rastrear aunque
sea una sola huella de formulación de ideas delirantes anterior al acto, podremos
leer éste de otra manera, “antes incluso que esas palabras se concreten en fórmulas
delirantes...”7.
Examinando el tiempo de gestación del pasaje al acto, buscando las huellas
que determinen el mismo, surgen tres hechos que merecen ser tenidos en cuenta.
El primer hecho ocurre aproximadamente un mes antes del desenlace fatal.
Juan se encontraba colocando un alambrado. En ese momento llega su patrón, le
manifiesta que lo está haciendo mal, y agrega algo que nunca en esos dieciocho
años había indicado:
“Usted no parece capataz, mire cómo está poniendo ese alambrado”.

El segundo hecho ocurre dos días antes del fatal desenlace. Fue cuando, por
primera vez, Juan decide solicitarle aumento de sueldo a su patrón.
Su mujer, durante años, frente a los diferentes ofrecimientos laborales, le exige
a Juan que cambie de trabajo, pero él, como mencionamos anteriormente, no lo
hace, ya que en ninguno de ellos le ofrecían desempeñarse como capataz.
Es importante poder marcar esta secuencia:

a) Incidente del alambrado (“Usted no parece capataz”).


b) Reclamo de aumento de sueldo.

Propongo estos hechos como una secuencia en la que el reclamo de sueldo


no estaría vinculado al dinero sino a la función.

7 Lacan. J. Motivos del crimen paranoico: el crimen de las hermana Papin, Ed. Siglo XXI. México, 1976, pág.
342.

21
La solicitud del dinero no aparece en cualquier momento, sino en el tiempo en
que Juan es interpelado en su nominación de capataz. Por lo tanto, lo que pediría
Juan a su patrón es que lo ratifique como capataz, reconociéndole un sueldo acorde
a su cargo y a su rango.
Situamos el acto homicida en relación con las tensiones sociales que vivía Juan.
Estos hechos que remarcamos giran en torno a un solo significante: capataz.
El último suceso, el que en definitiva ocasiona la disputa mortal, aparece como
consecuencia de la negativa, por parte del patrón, respecto a permitirle terminar
con su tarea.
El patrón, con el despido, desconoce el reconocimiento que Juan pide; y lo
refuerza al no dejarlo contar las vacas, actividad inherente (y excluyente para él)
de su puesto.
Triple desconocimiento que, de alguna manera, debe ser leído como una
secuencia:

a) Incidente del alambrado (“Usted no parece capataz”).


b) Reclamo de aumento de sueldo.
c) No dejarlo contar las vacas.

Víctor Iunger8, quien ha trabajado bastante sobre este tema, plantea que el
pasaje al acto se trata de la conclusión de una escena. De un acto que alcanza su
punto final en el efecto de exterminio del sujeto.
La escena del pasaje al acto implicaría dos momentos bastante precisos: el
primero se da cuando la escena se va gestando y abarca gradualmente más y más
aspectos de la vida de un sujeto, lapso que ubicamos en los hechos a y b (incidente
del alambrado y reclamo de aumento de sueldo).
En un segundo tiempo la escena repentinamente se corta, concluye. Este
espacio es lo que propiamente se designa como pasaje al acto y está centrado en
el episodio de las vacas.
Es en ese el lapso previo del pasaje al acto, que podemos señalar algunos
hechos que permiten efectuar otra lectura del tiempo de desestabilización de Juan,
tiempo en que las intuiciones e interpretaciones delirantes lo dominan, tiempo de
un acorralamiento imaginario.
Cuando los peritos interrogan a Juan investigando acerca del porque del ataque
a un hombre que estaba desarmado, su respuesta es terminante: “yo lo tuve que
matar primero, no tuve más remedio que matarlo, si no él me iba a matar a mí”,

8 Iunger. Víctor. “Clínica del Pasaje al Acto en la Neurosis”. Publicado en las Actas de la reunión Lacanoamericana
de Porto Alegre, Volumen 2, Ed. Recorte, Porto Alegre, 1993.

22
lógica paranoica que nos recuerda la declaración de Christine Papin: “Prefiero
haberles quitado el pellejo a mis patrañas a que ellas me lo hubieran quitado a mí
o a mi hermana.”9 Reacción irresistible que podríamos pensar como una reacción
a la persecución que le viene, no del patrón, sino de esas imágenes paranoicas que
están situadas más allá de éste.
La dimensión intuitiva, característica de la paranoia, parece dominar a Juan,
que ve la determinación de matar de su patrón. Esto que ve conforma la imagen de
la “personificación del crimen”10 y es lo que habilita su reacción, no a la persona
del patrón, sino a quien sostiene esas imágenes.
Es Juan quien arremete letalmente debido al sesgo de lo que cree leer en la
mirada del patrón. Su psicosis, de acuerdo con esta lectura, no se da como una
acción, sino que tiene que ver con una reacción.
El acto de Juan se construye como un acto paranoico, en la medida que está
en relación directa con las tensiones sociales que se fueron desencadenando y
porque se establece como consecuencia de un saber que se le impone a través de
los fenómenos elementales que la psiquiatría calificó como delirantes: la intuición
y la interpretación.
El momento crítico del enfrentamiento con su patrón, “era él o yo”, refleja la
aparición de una imagen que alcanza el saber de las intenciones, ya no del patrón,
sino de la certeza inconmovible que se apropia de él.
El patrón, al desconocer por tercera vez a Juan como capataz, propicia un
quiebre en el orden instituido hasta ese momento. Renuncia, a partir de ese acto, a
su función: ser el que controle que su empleado cuente el ganado. Y surge entonces
una ruptura en el orden establecido hasta el momento.
Si hay algún indicio de mortificación en él, no es por el lado del arrepentimiento
sino por el de la obstinación: “cómo no me va dejar contar las vacas si es patrón”.
Una y mil veces será “necesario” el homicidio como única forma de recomponer
algo de lo que sólo puede haber certeza, “El patrón tiene que saber cómo es su
trabajo”, jerarquía que exige sin dar, donde no importa la falta de escrúpulos del
patrón, en la medida que certifique su cargo para Juan.
Cuando esto falla por el lado del “otro” (siempre en el pasaje al acto paranoico
es así), las cartas necesariamente deben repartirse de otra manera, ya que el patrón
no queda en un lugar diferente al de Juan.

¿Qué pasaba con Juan si no contaba las vacas? ¿Significaba acaso que él era
patrón?

9 Allouch, J., Porge, E., Viltard. M., El doble crimen de las hermanas Papin, Ed. Epele, México, 1995. pág. 114.
10 Expresión utilizada por Lacan a propósito del doble crimen de las hermanas Papin. op. cit.

23
El no reconocerlo en su función en estos tres momentos rompe, para Juan, la
nominación que lo sostiene.
Juan no se reconoce como homicida pues para él eso no está en juego, no
tiene que ver con eso, el problema se plantea en el terreno del reconocimiento: no
ser tomado como capataz.
Pensamos que este acto puede ser entendido desde una dimensión que excede
lo simbólico. Juan se pudo sostener imaginariamente en una relación con su patrón
mientras éste hiciera de sostén de un lugar que intentara organizar un mundo de
significaciones, y así fue casi por dos décadas. Ahora, cuando el patrón no actuó
como tal, el frágil equilibrio se rompió, sacando a los personajes de la escena y
situando el pasaje al acto como un intento de recomposición.
Es poco frecuente encontrar esta manifestación, este fenómeno singular.
“Ver (si de eso se trata) el delirio, eliminarse tal cual, de manera absolutamente
radical”11.
Parecería que, en Juan, todo lo que fueron manifestaciones psicóticas propiamente
dichas se redujeron a un simple acto mortífero, “un punto de remate”12 que es algo
específico y distinto de lo que se puede observar en relación con otras psicosis.

El después
Meses después me encontré con un colega que había entrevistado a Juan en
una cárcel del interior. Estaba bien, ordenado y obstinado como el día que lo vi. Las
autoridades del penal, en un raro acontecimiento, entendieron que no era un preso
para estar cumpliendo una condena en ese lugar, por lo que decidieron trasladarlo.
Hoy es un preso modelo, tiene como abrigo una cárcel que lo nomina, lo
sostiene y, lo más relevante –por lo menos para él–, que le permitió restablecer un
mundo de significantes donde él, como preso, puede diferenciarse de aquellos que le
sirven como referencia: en este caso, los policías, que le devuelven un adentro y un
afuera, un orden de jerarquías, como otrora, durante dieciocho años, su patrón.
La pena nunca más adecuada para alguien que sólo puede sostener un orden
por la vía de la dimensión imaginaria, en este tiempo, en la diferencia recluso-
policía.

11 Lacan, J., Intervención en el servicio del Dr. Daumézon, en el Hospital Sainte-Anne, 1970, inédita. (Tomado del libro:
Marguerite, Lacan la llamaba Aimée, de Jean Allouch, Ed. Epele, México, 1995.
12 Allouch, J. Marguerile, Lacan la llamaba Alinee, Ed. Epele, México, 1995, pág. 254.

24
El extraño caso de la mujer diablo

Un paraguas negro y punzante se acercaba amenazante hacia mí.


Sobresaltado y sin lograr articular respuesta, sólo atinaba a preguntarme qué
hacía yo en medio de ese lío.
El arma en cuestión pasó desapercibida durante mucho tiempo en el flanco
izquierdo de mi biblioteca, hasta que fue descubierta y reasignada en funciones
por quien intentaba ser mi agresora.
La situación era de por sí extraña pero, encuadrada en una primera entrevista
psicoanalítica, lo era más aun. Un puro acto loco parecía adueñarse de la escena
convirtiéndola casi en la de un film de terror.
El suspenso interminable por fin dio paso a la acción, y el paraguas virulento
atacó. Apenas pude levantarme para repelerlo.
Ese fue el comienzo del análisis con Laura.

Laura, en ese tiempo una adolescente de dieciocho años, me llamó una mañana
para pedir una consulta. Mi nombre había sido sugerido por una colega que le
manifestó “que el analista [yo] se podría hacer cargo de lo que le pasa”. Toda
derivación o todas las palabras que intentan delimitarla, producen efectos en el futuro
de los análisis, muchas veces inimaginables. Esta no iba a ser la excepción.
Laura era lo que en la jerga médica se conoce como “una psiquiátrica”; una
historia llena de psicofármacos e internaciones, se apropiaba de la mayoría de sus
últimas vivencias.

Se presenta inquieta y taciturna, para su primera entrevista.


Delgada, frágil, como irradiando desdicha, comienza, casi susurrando, a
explicar que sus problemas nacieron en el tiempo de la muerte de su abuela. Con
trece años de edad, comenzó a experimentar situaciones extrañas que no podía
controlar. En su cuarto, en la oscuridad, una silueta se delineaba en la penumbra sin
que ella pudiera reconocerla. Al iluminarse la habitación, la figura se desvanecía
por completo.
En este primer tiempo, ella atribuye esta cuestión a producto de su
imaginación.

Meses después las apariciones tomaron consistencia y a tal punto, la sombra


que antes desaparecía con la luz ahora ya no necesitaba de la oscuridad. Lo más
alarmante –al menos para ella– es que esa silueta, devenida hombre, le empieza a

25
hablar, se admite como el asesino de su abuela y la amenaza con que puede matar
a cualquier integrante de su familia en la medida en que ella no se avenga a sus
propósitos. Ella será su mujer de ahora en adelante.

Este primer tiempo de la lógica de su delirio está marcado por el intento de


encontrar una respuesta a través de una consistencia mortífera, arropada en una
sola presencia aterradora: la de Lucifer.
Laura me cuenta que al cabo de dos años de esta relación, (¿por qué no llamarla
relación?) que “el hombre encapuchado”, “Lucifer”, comenzó a violarla.
Las violaciones tienen lugar cuando ella está durmiendo y su sumisión está
fundada en la advertencia de que matará a su padre si no accede a su demanda. Es
importante destacar que su padre es un hombre bastante mayor que sufre problemas
cardíacos.
El miedo que la invade, por la posibilidad de la muerte de su progenitor,
hace que Laura se someta a sus demandas, no solamente de carácter sexual, sino
de otras que tienen que ver con diversos pedidos, tales como no salir de su casa,
no escuchar música, etc.

El paraguas sicario
A medida que va historiando su dolor, le pregunto que posibilidades hay de que
yo pueda hablar con Lucifer. Muchas veces, cuando uno trabaja con pacientes cuyo
diagnóstico no es claro, el poder interactuar con el delirio aporta datos interesantes
con respecto a la estructura de personalidad, así como a la dirección de la cura.
Laura, entre lágrimas, me dice que nadie puede hablar con él, a excepción de
los exorcistas. Sabe, además, que en algunas ocasiones, sobre todo cuando llora, él
se apropia de su cuerpo y que incluso pierde la noción de lo que está ocurriendo.
Después de este señalamiento se produce un silencio y una metamorfosis del
escenario donde despliega su sufrimiento.

Se tapa la cara con las manos y su llanto se vuelve más potente.


Cambia, es difícil determinar en qué sentido, pero la situación se
transforma.
Cuando saca las manos de su cara, su expresión es distinta. El susurro deja
paso a una voz estridente e imperativa que, ahora, me grita. Su cuerpo menudo,
antes casi inmóvil, se pasea ahora por el consultorio en forma desafiante y altanera.
Me mira y dice que es el diablo.

26
Me insulta, me amenaza y, frente a mi pasividad, se exaspera. Comienza a
escrutar el consultorio como buscando algo.
Está nerviosa, fuera de sí. Entonces ve el paraguas al costado de la biblioteca.
Va hasta el paraguas, me mira en una forma desafiante, lo toma y lo estruja
con todas sus fuerzas, con las mismas con las que arremete contra mí...

El diagnóstico
¿Qué le pasa a Laura? Que la locura la atraviesa no hay dudas, pero ¿de qué
forma?
Son varias las interrogantes que surgen con respecto a la posibilidad de pensar
en el abordaje clínico. Desde el punto de vista psiquiátrico aparecen elementos que
harían sospechar en una psicosis alucinatoria crónica. Las alucinaciones auditivas y
visuales, los fenómenos de despersonalización y la dificultad de conciliar el sueño,
llevarían necesariamente a ubicarla en ese registro.
Sin embargo, podemos hacer una lectura diferente.
Las alucinaciones psicosensoriales y no exclusivamente auditivas, el delirio
más vivido que pensado y hablado, la ausencia de desorientación temporoespacial,
las transformaciones, la teatralidad de la escena, así como la brevedad en la duración
del delirio (ella puede entrar y salir tan prontamente del mismo sin tener conciencia),
me hacen pensar, en un primer momento, sin poder fundamentarlo demasiado, en
una locura histérica.
La forma de abordaje analítico de una locura histérica y de una psicosis
son absolutamente disímiles. Es muy importante poder pesquisar la estructura de
personalidad que subyace a las manifestaciones clínicas (síntomas, alucinaciones,
delirios, etc.), para desde allí poder intervenir.

Historias de duelo y locura...


¿Un delirio compartido?
En todos los trabajos de diferentes psicoanalistas que hemos leído sobre este
tipo de manifestaciones endemoniadas, es llamativa la poca importancia que se
otorga al entorno familiar de estos pacientes.1
Cualquiera que haya trabajado con locuras histéricas sabe que el entorno
familiar es absolutamente catastrófico.

1 Recomiendo leer el trabajo “El delirio histérico no es un delirio disociado” de J.C. Maleval. Locuras histéricas y psicosis
disociativas. Ed. Paidós, Buenos Aires, 1991.

27
El nacimiento de Laura esta marcado por la aparición de un delirio atroz de
su madre y un rechazo explícito: no puede tocarla, mucho menos alimentarla. El
tópico medular de su locura está singularizado en Laura: ella es hija del diablo.
Su familia teme por la bebé, a tal punto, que es confiada a la abuela materna.
Y ella, a partir de ese momento, comienza a ser la madre de su propia nieta.
La madre de Laura, a quien llamaremos María, tendrá varias internaciones
psiquiátricas durante el primer año de su hija, sobre las que reina un profundo
secreto familiar.
El diablo como problema es introducido en el delirio de su madre y de alguna
manera ocupa un lugar referencial en la historia de la paciente.
María pasa cerca de cuatro meses sin ver a su hija, la abuela se ocupa de su
cuidado.
Las ideas delirantes de María fueron menguando paulatinamente hasta casi
desaparecer. Igualmente la niña se quedó viviendo en casa de su abuela durante
los primeros años.
El cuarto año de vida estará marcado por un acontecimiento trascendente:
la instalación en casa de sus padres. Es importante subrayar que el hecho de que
Laura y María vivieran por primera vez bajo el mismo techo no tiene que ver con
un pedido de esta última, sino con un problema exclusivamente económico, La
abuela siguió siendo quien se ocupaba de la nieta y además quien organizaba las
cuestiones domésticas.

Una loca maternidad


Laura plantea, a partir de las primeras entrevistas, una infancia vivida como
miserable, “mi madre me usó toda la vida”. Relación marcada por la hiperexigencia,
el menosprecio y el abandono.
Por otro lado su padre aparece como un inválido incapaz de oponerse a la
palabra materna.
Su familia tiene un lazo místico muy fuerte; pertenecen a una secta religiosa
dedicada a “liberar a las almas del poder de Satanás”.
Sus recuerdos sobre esa época son escasos. Explica que, ante cualquier
equivocación, su madre la sometía a chantaje emocional advirtiéndole que su padre
iba a morir del disgusto, lo cual condicionaba a la niña a hacer algunas cosas sí y
otras no. Esto será retomado más adelante en su delirio.

La muerte de la abuela cambiará dramáticamente los acontecimientos y


afectará de una forma muy profunda a estas dos mujeres.

28
En Laura se desatan por primera vez ideas delirantes, cuya temática central
está dada por la aparición de la figura del diablo; el fallecimiento es subjetivado
como un crimen en el que Lucifer se convierte en el asesino.
En María, de igual forma, se desencadena un delirio: está convencida de que
Dios le predijo la muerte de su madre.
Este hecho inicia la serie de contactos con Dios, a partir de los cuales María
cree poder predecir el futuro de la gente. Esta revelación es una experiencia vivida
como radical para María, que llega a convertirse en el centro de su vida. A partir de
este develamiento comienza a dedicarse a diferentes prácticas parapsicológicas, las
que rápidamente originan el principal ingreso de dinero a la familia. Es importante
mencionar que de alguna manera la locura de María hace lazo social, generando
vínculos con la comunidad.
Los primeros trabajos que realiza María son para su hija, “para que los
malos espíritus no le hicieran nada malo”. Tenía la convicción de que Laura
estaba poseída por el demonio. Y es allí donde comienza el peregrinaje de ambas
por diferentes templos.
La locura de Laura denuncia, de cierta forma, la imposibilidad de asumir la
maternidad por parte de su propia madre.
Mujeres locas, hijas eternas y padres ineficaces son el saldo de su entramado
familiar.

El drama de lo imaginario
Intentamos despejar que la locura de Laura no es la misma que la de María.
Arriesgaríamos ir un poco más allá, y decir que ni siquiera las estructuras de
personalidad de ambas son similares.
En Laura se esboza de otra forma su delirio, que situamos como histérico,
inscribiéndolo en una sucesión de hechos con relación a las historias de las
generaciones anteriores.
En cuanto a lo formal, se aprecia en lo medular de su relato, respeto de la
sintaxis y palabras que no se disgregan; en cambio, el delirio de la psicosis se
manifiesta en problemas semánticos importantes como “términos que faltan en la
frase, giros o ritmos semánticos particulares”2.
En el delirio de Laura se asiste a una dramatización de su novela familiar,
una novela que expone descarnadamente su locura a través de un diablo.

2 Maleval J., Locuras histéricas y psicosis disociativas, Ed. Paidós, Bs. As., 1991. pág. 94.

29
Este, que es obtenido del delirio de su madre, no deja de ser... un padre en la
dimensión metafórica que la paciente le concede.
Porque de eso se trata, de un padre, pues el diablo no deja de ser la contra-cara
de dios, la contra-cara del padre, una mala copia, un padre carente.
Instalación de una conflictiva histérica, sólo que de forma demoníaca y con
la omnipresencia de la temática sexual. Estas características del delirio, sumadas
a la culpabilidad, son bastante frecuentes en las locuras histéricas.
El desdoblamiento de la personalidad, en este caso a través de la figura del
diablo, es otro de los elementos particulares de este tipo de delirio. Otto Rank3
descubrió que bajo estas fragmentaciones “endemoniadas” se hallaba un fuerte
sentimiento de culpabilidad.
El delirio de Laura se revelará interpretable como un síntoma neurótico que
comprende metáforas descifrables.

La culpabilidad masiva en
la locura histérica
Como mencionaba anteriormente, las crisis de Laura comenzaron en un tiempo
posterior a la muerte de su abuela. La única solución que encontró su familia para
abordar el problema fue llevarla, para ser exorcizada, a uno de los templos que
abundan en Montevideo.
Las crisis desaparecían rápidamente cuando el ejecutor del exorcismo
terminaba su trabajo.
El dispositivo del exorcismo, de alguna forma, oficiaba de sostén para la locura
de Laura y también la de su familia, que participaba activamente en el mismo.
Esta práctica duró unos años y siempre funcionaba de la misma manera. Su
madre era quien la llevaba; así, frente a un público expectante, la poseída desplegaba
su función: catarsis, insultos, bailes y la confrontación final con quien dirigía el
exorcismo.
En el último acto aparecía lo esperado, una parrafada iracunda del exorcista que
incitaba a una discusión aún más encolerizada con la adolescente ya transformada.
El ejecutante, una vez que lograba la confesión final de los pecados cometidos, la
mojaba con agua bendita dirigiendo su palabra al demonio, y la liberaba de éste.
La confesión y el posterior castigo moral posibilitaban la desaparición de
Lucifer durante un tiempo.

3 Uno de los principales discípulos de Freud de la primera época.

30
El mecanismo era invariable: confesión que desembocaba en un castigo y
consecuente supresión de los síntomas.
La eficacia terapéutica que le proporcionaba este ritual exorcista era innegable,
ya que durante algunos días el delirio se atemperaba con el efecto de la desaparición
del diablo.
Paradójicamente, a medida que los exorcismos continuaban, la autonomía de
Lucifer como personalidad independiente aumentaba. Los diferentes exorcismos
habían contribuido a enriquecer su delirio, le habían dado vida y cuerpo a
Lucifer.

La relación que se establecía entre Laura y quien ejecutaba los exorcismos no


era muy diferente a cualquier relación que opere con la sugestión. La eficacia de la
técnica reside en un “despliegue alrededor del cuerpo del histérico, una palabra que
lo rodea, lo guía, lo sostiene integrando los términos que designan indirectamente
su trastorno”.4

¿Qué es lo que me deja claro Laura luego de mi señalamiento sobre el diablo


y su posterior transformación? Que como todas las histéricas, Laura se encuentra
expectante de un público que demande, en su caso particular, incluso para
sacrificarse hasta la expiación. Es preciso que el otro que sugiere –en este caso el
exorcista, pero podría eventualmente serlo cualquiera– haya sido investido en un
lugar privilegiado por ella. Desde ese lugar responde, a partir de lo que cree que
el otro espera.
Ese lugar privilegiado es un lugar de amo, siempre instituido por la histeria en
el sentido de que supuestamente sabe lo que la histérica se esfuerza en desconocer
acerca de su deseo.

El psicoanalista Jean Claude Maleval5 plantea que la culpabilidad masiva6 que


se observa en este tipo de histeria, que él denomina “histeria crepuscular”7, surge
cuando el juego de la dialéctica del deseo está obstaculizado. Laura necesita de
otros amos que le indiquen algo sobre lo que es, o lo que quieren que sea.

4 Krees, J., “Hypnose et hystèrie”. Perspectives psychiatriques, http://psychiatrie-francaise.com


5 Uno de los psicoanalistas contemporáneos más innovadores con respecto a la temática de la locura.
6 El tema de la culpabilidad masiva aparece en todos los casos de Locura Histérica conocidos. Para el que quiera ampliar el
tema: Sybil, F. R. Schreiber, Ed. Albin Michel, Montreal, 1974. Una pasión de transferencia, Marion Milner y el caso Susana,
Colette Soler, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1991. El delirio histérico no es un delirio disociado, J. C. Maleval, Ed. Paidós,
Buenos Aires, 1991. Para una rehabilitación de la locura histérica, J. C. Maleval. Ed. Paidós. Buenos Aires. 1991. Escritos
psicoanalíticns. Víctor Tausk. Ed. Gedisa, Buenos Aires. 1994. Un viaje a través de la Locura. Mary Barnes y J. Berke, Ed.
Marlínez Roca, Barcelona. 1985.
7 Maleval, J., “Las histerias crepusculares”, publicado en Vicisitudes de la Histeria, Ed. Manantial, Bs. As., 1989, pág. 20.

31
La derivación, “se puede hacer cargo de lo que te pasa” tuvo como primer
efecto que ella realizara lo mismo que hacía en los templos: su cuerpo se pone al
servicio de las demandas, explota y se fragmenta.
El modelo que me propone Laura en esa primera entrevista es el ya explorado
por ella: la eficacia de la sugestión.

A partir de las siguientes entrevistas. Laura no delira, reserva sus crisis


exclusivamente al ámbito familiar. El hecho de que pudiera disponer de alguien
sobre el cual descargar su delirio sin que se proponga como un amo, le permite
efectuar un giro en relación con su demanda, haciendo del analista un sustituto de
sus síntomas. Freud llamó a esto “neurosis de transferencia”.

La parafernalia del cuerpo histérico


El análisis de Laura se podría haber deslizado por la fascinación que su
historia ofrecía; locura, misticismo y muerte. No en vano durante anos deambuló
con su discurso diabólico por los diferentes templos de Montevideo. Esa misma
presentación endemoniada fue la que llevó al consultorio, a través de la puerta que
abrió la derivación: “que el analista se podría hacer cargo de lo que le pasaba”.
Su presentación demoníaca en la primera entrevista del tratamiento
psicoanalítico no intentó hacer otra cosa. Lo que procuraba la paciente era crear al
personaje que ella se figuraba o al que pretendía hablar.
Si el analista se enganchaba en ese señuelo, en ese espejo, se confundía con
el personaje o con la imagen a quien la histérica se dirigía y, en consecuencia,
cercenaba la posibilidad del análisis.
El analista, si se enreda en el anzuelo que la fascinación propone, puede
equivocarse sobre el lugar que ocupa y colocarse en el terreno donde la histérica
representa ese personaje. En ese caso es muy probable que el psicoanalista proyecte
su propio deseo, dejando nuevamente a la histérica en el desconocimiento acerca
del suyo. que en definitiva no es otra cosa que lo que busca.
Laura enseña que las historias, por más interesantes que sean, deben ser leídas
en un contexto que se relacione con el paciente o, mejor dicho, con los significantes
que lo representan y no con el síntoma en sí mismo.
A modo de conclusión no deja de resonar una frase de Lacan con relación a
lo que es un psicoanálisis: “Para saber lo que ocurre en un análisis, hay que saber
de dónde viene la palabra”.8

8 Lacan. J,. “La instancia de la letra en el inconsciente o la razón desde Freud, Escritos 1, Ed. Siglo XXI, México, 1990, pág.
458.

32
El amador

¿Una conversación puede


desencadenar un delirio?
Una noche de otoño Paula recibe un llamado inesperado, no por el interlocutor
sino por la hora, cuya reconstrucción aproximada presentamos:
–Hola, Paula.
–Javier, son las tres de la mañana, ¿qué te pasó?
–Nada, tengo que hablar urgentemente contigo.
–¿Te pasó algo?
–No puedo hablar por teléfono, ¿nos podemos ver mañana temprano?
–Bueno, sí. ¿En mi casa?
–No, no se puede, podría ser peligroso. Mejor en el Bar X, a las nueve y media.

El enigmático mensaje dejó perpleja a Paula, que ya no pudo dormir por el


resto de la noche. ¿Qué le pasaba a su amigo?
Lo conocía bien desde hacía mucho tiempo y nunca se había mostrado
misterioso, siempre sustentaba una tranquilidad pasmosa y sin estridencias. Apenas
algunas veces, en todos esos años, se presentó como confundido. Siempre por el
mismo tema: su amor eterno, pero inconstante, por ella.
Era un amor cíclico y platónico que asomaba a veces relampagueante y
ardoroso, y que arremetía sin pausa en mensajes, en grafitis, en apasionadas cartas,
hasta en pasacalles. Pero aquellas expresiones duraban lo que una tormenta tropical,
un pequeño lapso, para generarle apenas algún sobresalto con su marido. Un amor
espiritual no correspondido.
Si alguna capacidad tenía Paula, era la de desligarse de una situación sin
provocar grandes calamidades en su entorno. Había convivido con este problema,
por años, sin que se erosionara la relación con su amigo y, fundamentalmente, con
su esposo.
Sin embargo, ahora, Javier estaba mal y quería hablar con ella, ¿guardaría
relación con esto?

Paula se encontró en el Bar X con un hombre que no parecía Javier. Estaba


frente a un ser atormentado por un miedo que calaba su vivir y lo convertía en
alguien foráneo para ella. Había eclosionado en un delirio de persecución que no
le daba respiro. Unos vecinos eran la fuente de su desdicha, se “habían apropiado

33
de su casa y de su vida”. Micrófonos ocultos, gente que lo espiaba y otra serie de
cuestiones alimentaban su delirio.
La historia concluyó con la internación de su amigo en un sanatorio psiquiátrico
y un diagnóstico de “Trastorno delirante de tipo persecutorio”.

Paula se preguntaba una y mil veces si tenía algo que ver con el ocaso
psiquiátrico de Javier. Todo le hacía pensar que no, pero había algo, un pequeño
indicio, que se colaba en sus pensamientos en forma forzada y de alguna manera le
daba una respuesta: la última conversación entre ellos antes de la fatal llamada.
Paula, luego de convivir con el enamoramiento de su amigo durante años,
había arriesgado una respuesta casi a modo de interpretación salvaje.
Le planteó la posibilidad de que quizás él se refugiara en una fantasía amorosa
hacia ella debido a otra cosa que pudiera esconder. Eso, para Paula, no dejaba de
asomarse como una pregunta insistente en los últimos meses: la homosexualidad.
No le había conocido novia en todos estos años y, lo que es peor –al menos para
ella–, es que tampoco había escuchado, por parte de su amigo, comentarios sobre alguna
mujer. Por tanto no podía ser descabellado suponer que él pudiera ser homosexual y
se guareciera en su amor desairado e ideal como forma de justificación.
Tal fue la pregunta arropada en forma de sentencia que Paula le lanzó a Javier,
y que lo dejó sin respuesta hasta el llamado telefónico a las tres de la mañana.

El capullo
Aquel a quien se llama pre-psicótico no es reconocible como tal, en lo
cotidiano. Al parecer, se comporta como todo el mundo, socialmente hablando,
se las arregla bastante bien para abrirse camino. ¿De qué manera? “Mediante una
serie de identificaciones puramente conformistas con personajes que le darán la
idea de lo que es preciso hacer para ser un hombre o lo que es preciso hacer para
ser una mujer.”1
Javier consistió en su papel de hombre por años, encapsulado imaginariamente.
Así, por intermedio de un enganche con la imagen del prójimo que le servía de
muleta, pudo vivir sin que se manifestara una psicosis clínica. Un juego de espejos,
un engranaje camaleónico lo insertaba en el mundo y le daba una apariencia de
normalidad.

1 Lacan, J. Seminario 3: Las psicosis. Ed. Paidós, Buenos Aires, 1992, pág. 292.

34
La sorpresa que implica su eclosión delirante podría suponer el querer
“comprenderlo” a partir de determinadas significaciones, pero no se trata de eso
sino de una reconstrucción a partir de la crisis. Siempre es en este sentido. Con
Javier sólo podemos pensar su desencadenamiento a partir de la propia irrupción
de su delirio y de las marcas que va a producir en el futuro, no antes.
Toda crisis psicótica es desencadenada por un acontecimiento fortuito, del
orden de una decisión, un examen, una separación, la llegada de un hijo, una
confesión, etc. Cualquier hecho casual podría –en determinado momento y bajo
singulares circunstancias– propiciar un desequilibrio concluyente en el sujeto al
hacer aflorar una suerte de pregunta a la cual el psicótico no puede responder.
Esta intrusión originada en el orden de la vida misma es imposible de prever
y provoca un destrozo en las significaciones adquiridas que sirvieron de cobertor
imaginario hasta el momento.
La interpelación quedará planteada sin que sea él quien la haya formulado,
provocando una falla insoportable que va a subyugar, desde ese momento, toda su
atención sin otorgarle descanso.

Paula sin saberlo, y sin quererlo, tocó lo más sagrado de ese sujeto en cuanto
a su cobertura imaginaria, en la cual ella participaba sin sospecharlo. Una nueva
verdad es introducida (la posibilidad de la homosexualidad) y sobrepasa, en Javier,
el saber que respondía hasta el momento.
Con la nueva verdad, incorporada por la pregunta de Paula, el saber falta y la
cuestión queda sin respuesta.
El encuentro de esta interrogación lo interpela desde un lugar que no puede
contestar y le genera un movimiento irrefrenable.

Ahora: ¿una conversación puede desencadenar un delirio?


No necesariamente, pero sí bajo determinadas condiciones. Para que
una psicosis se declare clínicamente, corno en el caso de Javier, se requiere la
coincidencia de dos caídas, el encuentro fortuito de dos elisiones situadas en
diferentes niveles: una en lo imaginario y otra en lo simbólico.

La elisión en lo imaginario
Javier pudo mantenerse por mucho tiempo, sin delirar, encapsulado en la
imagen que le brindaron algunos otros. Éstos oficiaron como una suerte de referente
que articulaba y ordenaba los aspectos más primarios de su ser.

35
Para que esto acontezca es indispensable que no sobrevenga ningún infortunio.
El problema es que esos contratiempos no son previsibles ya que pertenecen al
registro de la propia vida.
Paula le brindaba la consistencia “amorosa” que, de alguna manera, producía
cierto equilibrio. Por supuesto, ambos desconocían esto.
El rechazo de su amor por parte de su amiga no le provocaba angustia,
desdicha ni odio, era casi un ritual –el de amador– que le propiciaba estabilidad; un
amor no correspondido que lo acompañaba en el devenir de su vida sin provocarle
demasiados sobresaltos.
Algunas veces puede pasar que la falla aparezca por el lugar menos pensado
(en este caso vino por el lado de la interpretación de su amiga), y producir un
derrumbe del mundo imaginario que le daba consistencia hasta el momento.
La relación en espejo puede sostener a algunas personas a lo largo de su vida, hasta
el día que deje de lograrlo. Así pasó en Javier, justamente, por la ausencia de un trazo,
de una palabra, o de un enunciado, que lo representara más allá de la imagen.

La elisión de lo simbólico
Cuando el único sostén imaginario falla, el equilibrio se despedaza y deja
de funcionar. La identificación según la imagen lo deja en la incertidumbre y el
desasosiego, ya que no hay red simbólica que lo amortigüe.
Javier, bajo esa verdad que lo toca desde el comentario de Paula, no puede
responder, no hay nada a lo que apele al no haber un significante que responda: un
vacío insoportable se abre y lo arroja a un vacío angustioso.
A partir de ese agujero único no va a tardar en generarse el descalabro delirante
persecutorio con el que Javier intentará responder. El enigma producido va a
cuestionar la relación con su mundo.
Javier solo puede delirar.

El ocaso de un amor
Como una larva en su capullo, Javier no dejaba de ser un psicótico locamente
enamorado. Simplemente no deliraba.
En su capullo de amador no correspondido subsistió mucho tiempo a los
embates de otra locura, menos sutil y mucho más peligrosa para él (y sobre todo
para sus vecinos).
Pero sus ropajes de locura amorosa no lo pudieron salvar de la otra locura,
porque de eso se trataba, de una locura simplemente más visible.
36
EL ERRABUNDo MáS CENTRADo DEL MUNDo

“Lacan solía referir que alguna vez había


curado a algún psicótico pero que no podía
decir cómo ni por qué.”
Francoise Davoine1

La hora de análisis de Pedro es siempre la misma desde hace años. Invariable.


Persistente a lo largo del tiempo, como él, que se mantiene inalterable.
Su ropa se asemeja a un uniforme que lo caracteriza y que parece formar
parte de su cuerpo: una camisa raída que en algún momento fue celeste, y una
corbata bicolor que en otras épocas debe haber disfrutado de una nobleza, hoy, ya
extinta.
El atuendo concluye con unos jeans gastados y maltratados por lo cotidiano,
y unos zapatos de color marrón agrietado que están más cerca de la jubilación que
de cumplir funciones.
Pedro, elefantino y extraño, tenía una forma de hablar parlanchina y chillona
que, acompañada por movimientos incoherentes de sus brazos, hacían de cualquier
acontecimiento un espectáculo extravagante.
Su cara oscilaba entre el gesto de la desesperación y la alegría vacía, que se
alternaban sin matices y sin sombras.
Una valija llena de revistas y libros de diversos tiempos atestiguaban de
alguna manera su paso por la vida y oficiaban de vestigios de una historia casi
inexistente.
Su aspecto atemporal podría provocar envidia. Sólo algunos sujetos tienen la
capacidad de ser casi inmortales, comentaba el psicoanalista Jean-Max Gaudilliére2
a propósito de algunos pacientes del Hospital Paul Guiraud en Francia que estaban
como detenidos en el tiempo y en su envejecimiento.
El tiempo se detiene en ellos porque no hay significantes que los representen.
Pedro es uno de esos sujetos.
Invariable y atemporal, lo cotidiano no parece afectar su vida, que, sin embargo,
no aparece como monótona.
Pedro hablaba del pasado y del presente como si fuera lo mismo, quedando
en el que escuchaba la posibilidad de poder diferenciarlos.

1 Devoine, François, es –a mi modo de ver– una de las analistas más interesantes en el terreno de las psicosis. Como referencia
bibliográfica: La locura Wittgenstein. Ed. Edelp, Buenos Aires, 1992.
2 Davoine, F., Gaudilliére, J. M., Seminario sobre “Locura y lazo social”, en Montevideo en 1998.

37
Subsistía, percibido por su entorno, como un personaje que no dejaba, en el
mejor de los casos, de ser simpático. Un loco lindo de esos que habitan nuestro
Montevideo, que confluyen y conviven en cada barrio, pero que no generan la
hostilidad que produce la diferencia.
Pedro era por tanto un loco adaptado a los parámetros sociales, un pre-psicótico
en quien su locura (delirios-alucinaciones) no había fluido en forma alarmante.
¿Por qué viene Pedro?
¿Quién es Pedro?

Controversias
El psicoanálisis, por ser una clínica estructural y estar constituida en la
transferencia, permite hablar de psicosis3 incluso en ausencia de fenómenos
tangibles como el delirio y las alucinaciones. El loco, por tanto, puede no serlo
desde lo manifiesto.
Menudo problema el que se nos plantea cuando la locura no irrumpe y aporrea
la realidad.
¿Qué es lo que lo hace loco, cuando la realidad concreta no lo certifica?
La manifestación impalpable de la locura no deja de ser una complicación
en la clínica en general, ya que la psicosis, cuando aún no se ha desencadenado,
muchas veces se confunde y es tratada como otra cosa. Ya lo decía Lacan: “traten
a un pre-sicótico como un neurótico y obtendrán un psicótico”4.
Este era el caso de Pedro. Medicado durante años como un fóbico grave se
había convertido en un adicto al Aceprax, un ansiolítico benxodiazepínico que entre
sus efectos secundarios ocasiona una gran adicción.
No solamente estaba medicado como un neurótico, sus palabras también eran
recibidas de tal forma por el mundo psiquiátrico, su locura contenida en chorros
de palabras desunidas consistían igualmente para los psiquiatras en una forma de
fobia.
La confusión seguramente tenía que ver con un componente que aparecía en
su discurso: el miedo.
El miedo es un complemento ineludible de la fobia, y Pedro tenía miedo de
todo, de todos, sin embargo no era la clase de miedo que predomina en esta forma
de neurosis. El miedo del fóbico gira en el entramado de lo imaginario, en cambio
en Pedro tenía otro estatuto.

3 Que haya psicóticos en análisis es algo mucho más frecuente de lo que se puede pensar, un pedido de análisis no es propiedad
exclusiva del neurótico. Lo que sí es bastante más infrecuente es que un psicótico pueda sostenerse en un análisis.
4 Lacan, J., Seminario 3: Las psicosis, Ed. Paidós, 1995, Buenos Aires, pág. 355.

38
Pedro se había enmascarado en una adicción fóbica, pero que lo contenía.
Uno no puede menos que pensar que una pequeña adhesión a la benzodiazepina
es preferible a un ambular psiquiátrico hospitalario.
Dejemos en suspenso por un momento la historia de Pedro para hacer algunas
disquisiciones necesarias.

El hombre que se bastaba a sí


mismo (pero con los otros)
Pedro había pasado la mayor parte de su vida en diferentes tratamientos
antes de comenzar su análisis: terapias de grupo, conductismo, psicoterapia focal,
distintos tratamientos psiquiátricos, todos con un mismo fin: hablar. Se supone
que hablar de lo que le pasaba, pero ese era el problema: ¿qué le pasaba? Sencilla
y absolutamente nada.
Un discurso errático y vacío lo acompañaba. Un murmullo de palabras
inconexas que no precisaban, necesariamente, de un puerto donde recalar.
Su lenguaje estaba oscurecido de significación en la medida en que aparecían
alteraciones, ya sea de la secuencia gramatical, como de las fracturas en las
relaciones de causalidad que afectaban también la dimensión temporal.
Esta presentación errante que ofrecía podría parecer algo muy bizarro, pero en su
conjunto generaba una presencia. Había un cierto estilo en su decir y en su hacer.
Con relación a la transferencia, no aparecía nada en el orden de la demanda
ni en el orden de la provocación o de la queja. El análisis se manifestaba como un
recorrido más, otro camino posible de los múltiples ya transitados por Pedro, todos
ellos caminos en sí mismos, sin un norte en su accionar.
Nada hace marca –como un cartel de señalización–, para él cualquier camino
y cualquier dirección son posibles. Lo que aparece claramente es que no hay un
mundo de significaciones que se hallen organizados alrededor de una unidad de
medida posible5.
Esta errancia de alguna manera marca el entramado singular y específico de
su psicosis.
Frente a todo su mundo organizado, pero paradójicamente sin significación,
aparecen concomitantemente ciertas briznas paranoicas, cierta anticipación de
sentido que se produce al escuchar al otro y funciona en Pedro independientemente

5 El psicoanálisis lacaniano no plantea la psicosis en relación con la pérdida de la realidad o en términos de déficit o de
disociación, sino en términos de falta de significante.
El trabajo analítico es posible sin comprender, sin sostenerse en la identificación del sujeto con su realidad.
Los fundamentos que en la tradición psiquiátrica concluyen en términos de déficit y de disociación, se desplazan en Lacan
en términos de falta de significante, y no referidas al Yo sino al soporte significante del sujeto.

39
de la puntuación, lo cual lo conduce a insertar significaciones personales. En esos
momentos el sentido lo desborda, no sólo en la escucha sino en el conjunto del
campo de su realidad.
Sin embargo, puede convivir en esta armonía paranoica mientras los
perseguidores no lo acosen.
Resumiendo: una vida tranquilamente bizarra, con retozos de paranoia sin
eclosión manifiesta.
En la paranoia, por ejemplo, es posible de alguna manera que quien eclosiona
en un delirio se reordene de un nuevo modo que le permita reconstruir el mundo.
Esto, psiquiátricamente, se conoce como la constitución de un delirio sistematizado,
y lo que la experiencia clínica demuestra es que encuadra al paranoico y le brinda
la posibilidad de reubicación. Es decir: un sujeto y un objeto bien diferenciados.
En Pedro pasa otra cosa: no aparece la referencia de un discurso que lo
represente, en tanto que la relación del sujeto con el cuerpo de lo simbólico deja
como saldo un sujeto desmembrado y disperso en una multitud de otros, donde las
fronteras excesivamente permeables del yo no lo contienen. Si algo es pensable
como una demanda de análisis, tiene que ver con esto.
Pedro se queda a mitad de camino, sólo fijado a los significantes en sí mismos,
que no se concatenan en un orden y por lo tanto no pueden producir una significación
posterior.

Cae la máscara, aparece


el rostro psicótico
Pedro oscilaba entre su errancia y vestigios de los ecos violentos que lo
acosaban: a veces hablaban de él en forma injuriosa, lo envidiaban, lo vigilaban.
Estas manifestaciones duraban poco tiempo y convivían con él sin ocasionarle ningún
problema pues tenía un espacio donde desplegarlo: la serie interminable de terapias
por las que circuló toda su vida. Lugares que servían como diques para contener la
eclosión de su delirio y permitían que pudiera llevar una vida normal.

En ese itinerario errabundo de sus cambios de psiquiatras, recaló en uno bueno,


en uno de esos que en una mirada clínica descubren la hondura del conflicto. Hasta
ese momento, Pedro había sido medicado como no-psicótico: ansiolíticos varios
eran su dieta farmacológica.
El psiquiatra perspicaz lo medicó como correspondía a su estructura: como
un psicótico.

40
¿Cuál fue el resultado de esta medicación? La eclosión terrible y feroz de un
delirio paranoico que finalmente determinó una internación psiquiátrica.
Ideas delirantes de persecución en torno a compañeros de trabajo que querían
hacerlo renunciar eran el motor de su locura.
La medicación, de manera paradójica, había actuado eficazmente (eso pasa con
los psicóticos) pero en forma adversa para Pedro: lo había desenmascarado en su
patología. Los antipsicóticos habían robustecido su costado paranoico de tal forma
que lo habían hecho consistir en un delirio que daba sentido, ahora sí, a su vida.
Su mundo ahora tenía una significación, su universo significante se había
reordenado para él, adquiriendo un sentido nuevo donde una violencia feroz6 estaba
presente en sus compañeros.

¿Cómo salir del yerro?


Por suerte Pedro contaba con un psiquiatra que, además de ser sagaz, poseía
una condición casi inexistente en el mundo psíquico: era humilde y sabía reconocer
sus errores. Se dio cuenta de que necesitaba seguir siendo un fóbico adicto a las
benzodiazepinas y no un reivindicador laboral, por lo que suprimió la medicación
psicótica y reforzó la ansiolítica.
Como por arte de magia el paciente volvió a su camino sin marcas y señales
que le indicaran por dónde ir, apenas con las pocas balizas que el análisis y sus
rutinas le ofrecían.
Nuevamente la errancia ordenada coloreó su vida y le concedió un sin-sentido
protector.
Que el mundo no se vuelva un caos de violencia, ésa es la apuesta de la cura.
¿Quién lo hubiera presumido al inicio, cuando Pedro parecía más cercano a la
hebefrenia bizarra que a un Schreber7? Pero Pedro nos enseña –porque el psicótico
nos enseña todo el tiempo– que la locura, en este caso en forma de errancia, también
puede ser una buena herramienta para soportar algo que puede ser peor para el
sujeto. Y en ese camino el analista no puede quedar a un lado.
El problema que plantea el psicótico es el del saber8: cuando el saber surge
para el psicótico, cuando le salta a la vista, se le impone como certeza. Y ése no es
un saber supuesto, sino un saber que se impone al sujeto en forma de delirio.

6 La violencia feroz puede homologarse a lo que se conoce psicoanalíticamente como el “goce de Otro”, un goce indecible,
que prescinde del Otro y se refugia en un cuerpo que escapa a la simbolización. De este goce nos hablan los psicóticos.
7 Uno de los más famosos casos de Freud, a partir del análisis realizado sobre la biografía “Memorias de un enfermo nervioso”
de Daniel Paul Schreber, Obras completas. Tomo XII, Sobre un caso de paranoia descrito autobiográficamente, Ed. Amorrortu,
Buenos Aires, 1994.
8 El que quiera ampliar sobre esta cuestión puede leer un excelente trabajo de Michael Silvestre; “Un psicótico en análisis”
en Psicosis y psicoanálisis, Ed. Manantial, Buenos Aires, 1990.

41
En el prefacio de su libro Un antropólogo en Marte9, Oliver Sacks escribe
“...hay defectos, enfermedades y trastornos que pueden desempeñar un papel
paradójico, revelando capacidades, desarrollos, evoluciones, formas de vida
latentes, que podrían no ser vistos nunca, o ni siquiera imaginados en ausencia de
aquellos. Es paradoja de la enfermedad, en este sentido, su potencial ‘creativo’, lo
que constituye el tema central de este libro.
Así, del mismo modo que podemos quedar horrorizados ante los estragos
que causa el desarrollo de una enfermedad o trastorno, también podemos verlos
como algo creativo, pues aun cuando destruyen unos procedimientos particulares,
una manera particular de hacer las cosas, puede que obliguen al sistema nervioso
a crear otros procedimientos y maneras, que lo obliguen a un desarrollo y a una
evolución inesperados. Este otro lado del desarrollo o enfermedad es algo que veo
en potencia en casi todos los pacientes; y esto es, precisamente, lo que me interesa
escribir.”10
Este antropólogo de la neurología, con un fuerte componente humanista,
plantea los casos clínicos neurológicos más extraños desde un punto de vista
diferente al de la patología. Intenta revelar la enfermedad descubriendo sus
capacidades, adecuaciones y desarrollos latentes que podrían no haberse visto
nunca de no ser por la existencia de tales anomalías.
Frente a esta capacidad de adaptación del cerebro, Sacks va a preguntarse
si no habría que manejar un nuevo concepto de salud y enfermedad cambiando
la referencia, es decir que la salud no se describa de acuerdo a su identidad con
un estado rígido de normalidad, sino usando un criterio más flexible respecto a
la capacidad de adecuarse y funcionaren armonía y de acuerdo a las condiciones
individuales.
Oliver Sacks deja una puerta abierta para poder entender que los sujetos, más
allá de sus problemas, demuestran tener una creatividad única que les posibilita
construir –a veces– una manera particular de hacer en su mundo, y que se obligan
a generar una serie de procedimientos y modos con los que logran vivir de una
forma más digna.
Pedro nos muestra y nos enseña que su embrollo existencial tiene que ver
con su orden vital y que podemos intervenir como analistas de una única forma:
ocupándonos de no precipitar nada de ese descontrol-control que lo ordena y le
permite no consistir en un delirio paranoico.
El análisis también puede ayudar a que Pedro sea el errabundo más centrado
del mundo.

9 Sacks. Oliver, Un antropólogo en Marte, Ed. Anagrama. Barcelona, 1995.


10 Sacks. Oliver, Un antropólogo en Marte, Ed. Anagrama, Barcelona, 1995, pág. 15-16.

42
El difícil arte de sufrir

Acto I: Protagonistas
Helena caminaba hacia la Clínica. A cada paso, bajo una intensa llovizna,
pensaba una y otra vez en el dolor de sus suegros y cuñados cuando les comunicó
la idea de separarse de Carlos. Pero estaba segura y no quería dar marcha atrás.
Cansada de vivir con él –quizás la expresión no fuera de vivir, sino de padecer–,
quería intentar una vida nueva y el momento era éste.
Era un viernes lluvioso, de esos que provocan tristeza. Indudablemente el día
vestido de gris no ayudaba para una ocasión de reencuentro. Aún no estaba decida
a verlo. En veinte años de convivencia no era la primera vez que se cuestionaba
si quería seguir con él.
Cuatro días que no lo visitaba, ¿mucho o poco?, difícil parámetro de medida
para quien eterniza una relación de pareja en el dolor y en la insatisfacción.
Helena estaba segura de que a Carlos no le había gustado su ausencia. Sin
embargo necesitaba pensar, darse tiempo. Por primera vez lo había abandonado
y lo que más la preocupaba era que después de tantos años se daba cuenta de que
podía vivir sin él.

Carlos estaba internado en un “psiquiátrico” debido a lo que los fenomenólogos


de la psique llaman I.A.E. (intento de autoeliminación). Un revólver en la sien casi
produce el fatal desenlace. La llegada providencial de Helena impidió que la bala
del revólver llegara a su destino. Apareció como un relámpago, como en tantas
otras ocasiones, para rescatarlo.
Este no fue su primer intento, motivo de una más de sus internaciones; ya tenía
otros nueve, la mayoría por ingesta de alcohol y psicofármacos, y algunos otros
con armas de fuego. Si bien estos intentos objetivamente quedaron como fallidos,
sí eran para Helena llamadas desesperadas. Señales desconsoladas a no se sabía
qué, ya que ella nunca pudo entenderlo.
Estas tentativas suicidas eran, por llamarlo de alguna manera, una rutina,
estaban insertas en su cotidianeidad y hacían de sus vidas un verdadero infierno,
transformándose, a esa altura, en algo insoportable, al menos para Helena.

Apenas cruzó la puerta de la clínica detuvo sus pasos para poder pensar un
poco. Necesitaba algo de claridad, saber si, realmente, ésta era la decisión correcta,
el tiempo y momento adecuados para terminar.

43
Llegó a poco mas de las cuatro y media de la tarde. Hora de la visita. Casi
a tiempo. La sensación morosa de pensar tanto parecía sumarse a lo lánguido del
día y a la tormenta ya definitivamente instalada en la ciudad. Estos contratiempos
concluyeron en un breve, pero palpable, retraso en su encuentro.

No sabía si los familiares de Carlos le habrían transmitido su idea de tomar


distancia. Sabía sí que el estaría molesto, furioso, por el hecho de que no había ido a verlo
durante esos días, pero que estaría esperándola. Por eso le asombró no encontrarlo.
Se encaminó entonces hacia la habitación. El camino fue tiñéndose de un
oscuro presagio tal cual una película en la que uno se anticipa al desenlace. Intentó
apartarse de esa sensación pero no pudo.
Quedó atrapada por un extraño estremecimiento que la empezó a consumir,
al extremo de que por unos instantes quedó inmóvil, desfalleciente. Su vida pasó
rápidamente ante ella con numerosos recuerdos en los que inevitablemente estaba
Carlos.
Un dolor metálico la atravesó. Retomó el paso, ya no tan decidido. Al llegar
a la puerta de la habitación quedó petrificada. No quiso mirar, pero una fuerza
inexplicable la impulsó a hacerlo. Giró su cabeza y lo contempló.

Carlos. Poco podemos decir de él, ya que apenas trabajamos algunas


entrevistas.
Nuestro primer encuentro se produjo en un sanatorio psiquiátrico. Había
sido internado por atentar contra su vida. El fallido intento fue la conclusión de no
soportar más su existencia. El desencadenante: problemas de pareja. La aparición
en escena de otra mujer fue el argumento de una nueva-vieja obra ya estrenada
por ambos.
La otra produjo varias estafas: a Helena principalmente, pero también a Carlos
y, sobre todo a la cuenta bancaria de la pareja.
Este affaire había dejado a Carlos y a Helena casi en la ruina económica y en un
profundo desencuentro emocional. El había optado por su camino preferido: la reclusión
depresiva. No sabía –decía casi como una muletilla– cómo enfrentar la vida.
Si bien su pareja lo había perdonado –como tantas otras veces– una inmensa
y sombría culpa lo atravesaba.

Bajo estas circunstancias odio-amorosas es que comencé a escuchar a este


hombre gris, surcado por la culpa y el dolor de existir.

Las entrevistas preliminares tuvieron un comienzo auspicioso. Tan solo el


hecho de desplegar su sufrimiento ante un interlocutor diferente de su pareja

44
y, por qué no decirlo, quizás también la tentativa de instalar cierta demanda,
proporcionaron, en poco tiempo, una tangible mejoría, al grado de encauzarse en
la “absurda rutina de vivir”, como él decía.
Carlos esperaba de mí que le dijera sin vueltas cómo terminar con su desdicha.
Sólo buscaba, en ese momento, verificar lo que ya sabía, al punto de suponer en
mí un saber idéntico a su creencia.

¿Qué hacer para sacar a Carlos de las rondas de las significaciones que lo
torturaban pero también lo habían sostenido durante décadas?
Lamentablemente comprobaba, entrevista tras entrevista, una reedición
insistente y monótona de su desdicha, sin poder abrir una brecha equivalente a la
posibilidad de preguntarse: ¿Por qué me sucede esto? ¿Por qué a mí?

La demanda es la condición exclusiva para que un análisis tenga posibilidad


de existir. Paradójicamente, Carlos demostraba que su pedido de bienestar coincidía
con la voluntad de no hacer nada para cambiar, ya que el sufrimiento y el dolor
le proporcionaban una plataforma a la que estaba demasiado aferrado, y eso se
correspondía muy poco con una demanda analítica.
Las dudas que se me planteaban en esas primeras entrevistas preliminares,
con respecto a la pertinencia de un análisis con este hombre, fueron rápidamente
despejadas por su partida.
Carlos, quizás desencantado de que yo no pudiera intervenir eficazmente
sobre su dolor, decidió cambiar de rumbo terapéutico. Se orientó, por consejo de un
amigo, hacia un tratamiento conductista que le ofrecía la panacea de la felicidad,
algo que, por supuesto, yo no podía prometer.
Confieso que su partida, en cierta manera, alivió alguna preocupación que uno
tiene cuando trabaja con pacientes suicidas que están instalados en una marea tanática.
Sobre todo al estar tan aferrado a esa significación que lo enmarcaba como para correr
el riesgo de encontrarse frente a algo diferente que no necesariamente era mejor.

Tres meses después de su alejamiento, cuando la sombra del olvido se


apropiaba de mi ex paciente, tuve noticias de él. Una llamada desesperada de su
madre me informaba que su hijo estaba muy mal, muy deprimido, e internado
nuevamente en una institución psiquiátrica.
Me pedía, casi a modo de súplica, que lo tornara de nuevo como paciente.
El encuentro fue pautado para el sábado, tres días después de la llamada.

La entrevista nunca se produjo.


Carlos se suicidó un día antes de la visita programada.

45
Acto II: El caso
Este relato no es una ficción, ojalá lo fuera, se trata del suicidio de un paciente.
Paciente y acto que no dejan de interrogarme y de tocarme como analista.
Sin ningún afán voyeurista intento desplegar algunas interrogantes que
procurarán cercar ese real1 que se escurre en este acto inexplicable.
Las muertes estremecen: heroicas, amorosas, fatales, accidentales, todas
inefables pero soportables, pero hay unas que son absolutamente intolerables, y son
las que algunos llaman por propia voluntad. Ésas no nos gustan, las rechazamos,
nos producen un enigma horroroso en el que ineludiblemente quedamos enlazados,
convirtiéndonos en compañeros inseparables del acto.
Es muy difícil encontrar una disciplina que no hable del suicidio. El
psicoanálisis se mantiene más bien discreto, apenas susurra, ya que el suicidio como
acto no deja de ser mudo. Sin embargo el acto no es lo único importante para el
psicoanálisis, sino el determinismo inconsciente que lo llevó a cabo.
Todo acto tiene consecuencias pero ninguna tan intensa e irreversible como la
muerte, mucho más si se trata de una autoeliminación. Circunstancia que no deja
de ser, casi siempre, impenetrable y tremenda para los otros, para nosotros, lectores
atrapados en un sin sentido.

Volvamos con Carlos. Un hombre gris, como consignaba anteriormente, sin


ganas de vivir, sostenido por Helena –su mujer– veinte años mayor. Echado de su
casa materna a los diecisiete años, por mantener una relación con esta mujer.
Difícil deuda la que encierra este doble acto: expulsión-recepción, para los
dos protagonistas de esta historia.
La madre deseaba que Carlos no se dedicara a otra cosa que estudiar, su
noviazgo tan precoz con una mujer que lo doblaba en edad, sumado a la aparición de
un embarazo, la desestabilizó completamente. Su pequeño hijo había embarazado a
una mujer casi de su edad. Una herida narcisista demasiado grande para esta madre
que prefirió desterrar a su primogénito en falta, antes que asumir las consecuencias
de entender que su hijo en realidad no era del brillo requerido por ella.
El mensaje de la madre, para Carlos, no dejaba de ser terrible.

El padre, a su vez, no interfirió con la cruel sanción materna, sino que replicó
desde su propio conflicto reforzando el mandato: “pensé que ibas a ser alguien en
la vida, pero me doy cuenta que no servís para nada”.

1 Término empleado por Jacques Lacan, para designar una realidad fenoménica imposible de simbolizar.

46
El padre de Carlos también estaba atrapado en sus propios avalares edípicos:
era un empleado sin demasiadas expectativas de progreso, hijo de un hombre
poderoso que se había destacado en el medio profesional.
Carlos plantea que su padre esperaba demasiado de él. Está ubicado
forzosamente en un mandato paterno, y debe salvar a éste del deshonor respecto a
una deuda incumplida en relación con su abuelo. La expectativa paterna lo erige
en salvador sacrificial para borrar los pecados del padre. Ha de cargar con el peso
aplastante de los ideales convirtiéndose en héroe pero, en ultima instancia, con la
culpa de no poder serlo.
Demasiado peso el de este conjunto de expectativas, insignias simbólicas y
mandatos superyoicos que se acumulan en Carlos y que se enlazan a una deuda de
filiación que se presenta como insoportable.

Carlos sufría, de eso no hay dudas; era un nostálgico del ser, sin embargo ¿su
suicidio tiene que ver con el sufrimiento? Rápidamente podríamos decir que sí y
terminar el asunto pero, como psicoanalista, mi interrogación es diferente.
Lo sugiero: ¿Puede un hombre enmarcado en un sufrimiento insaciable por
décadas, optar por el suicidio como forma de alivio?
En algunos casos sí, pero ¿es éste el caso?

Marguerite Duras, por ejemplo, en su autobiografía Escribir 2 intenta


desentrañar lo insoportable de su vida. Nos dice: “La soledad, la soledad también
significa: o la muerte o el libro... Nunca he podido empezar un libro sin terminarlo.
Nunca he hecho un libro que no fuera una razón de ser mientras se escribía, y eso
es el libro que sea”.3
Marguerite es muy clara como lo son algunos grandes escritores en torno a su
posición subjetiva: el libro, la posibilidad de crear un texto, la aleja del morir.
Carlos no tiene esa posibilidad de escribir para alejarse de la muerte. Sin
embargo, intenta redactar un diario donde esboza para su mujer sus pensamientos
sobre la muerte, el porqué de la existencia y otras cuestiones que hacen a la vida
y la muerte.
Este escrito tiene la función de intentar revelar a Helena, su pareja, el porqué
de su dolor.

Me detengo en esto porque es importante destacar que el diario no tiene la


función de la introspección sino que es un documento que debe ser leído como
una comunicación a un solo destinatario: su mujer. Ella aparece para salvarlo de

2 Duras, Marguerite, Escribir, Ed. Lumen. Barcelona, 2002.


3 Ob. cit., pág. 21.

47
morir una y otra vez, pero es también quien, y al mismo tiempo, sostiene la escena
de muerte.
Propongo retener esta cuestión: su muerte y su vida están en relación con esta
mujer. Compañera de todas sus experiencias suicidas y lectora de sus más ocultos
pensamientos.

¿Por qué este hombre rompe, con la realización del acto, es decir, con su
muerte, ese ritual suicida que se repite?
¿Qué variable nueva aparece para cortar ese equilibrio fanático? Está él, está
ella, está el engaño, está la culpa. Todos los elementos que confluyen en sus intentos,
intentos que siempre terminan en la reconciliación de la pareja. Sin embargo, esta
vez, algo falló.
¿Será esto un pasaje al acto que arrebató a Carlos de las significaciones que
lo torturaban, pero lo sostenían, durante décadas?
¿Habrá realmente ocupado un lugar de objeto, y se desbarrancó de la escena
para romper con la insistente monotonía de “su desdicha” que lo aferraba?

Acto III: Autopsia


Frente a las preguntas que surgen sobre la muerte de Carlos, la posibilidad de
apoyamos en otras herramientas que nos brinda el conocimiento humano aparte del
psicoanálisis, se hace imprescindible. Una de ellas es la medicina forense clínica,
que trabaja con aquellos que aparentemente no hablan, los muertos. Sin embargo,
esta ciencia nos demuestra que los cadáveres también atestiguan: lo hacen con los
estigmas y los indicios que surgen de las marcas de su cuerpo. Este es el lenguaje
al que apelan los forenses.
La autopsia médico-legal se realiza, siempre, por orden de la autoridad
judicial, en caso de muerte violenta o sospechosa de criminalidad, aun cuando por
la inspección ocular exterior pueda presumirse el motivo del fallecimiento.

Carlos se había ahorcado. Lo encontraron colgado de una toalla en el baño de


su habitación. Sin carta de despedida, sin aviso previo. Un misterio.
El ahorcamiento, también llamado suspensión, consiste en una muerte violenta
por la isquemia. Más sencillamente expresado: por la detención de la circulación
sanguínea desencadenada por la compresión del cuello.
Es muy importante resaltar que lo que podría parecer una mínima tracción
constrictora equivalente a dos kilos cierra las venas yugulares y deja a la persona

48
indefensa, cinco kilos bastan para obstruir las carótidas, y una tracción equivalente
a quince kilos alcanza para cerrar la vía aérea.
Este tipo de suicidio está caracterizado por la efectividad, de hecho es el
método más eficaz entre todos los que se observan en los intentos (con armas,
fármacos, etc.). Al ser bruscamente comprimido el cuello y suprimida la circulación
cerebral, en unos veinte segundos se pierde la conciencia y el sujeto queda sin
respuesta. Le sigue un período convulsivo durante el cual se producen hemorragias
musculares y finalmente sobreviene la muerte en un plazo estimado de entre siete
a diez minutos.

El examen minucioso del cuerpo de Carlos arrojó algunas conclusiones que


no dejan de ser reveladoras.
El tipo de ahorcamiento, según la suspensión del cuerpo que este caso ofrecía,
estaba dentro de los que se conocen como incompletos y no dejaba de llamar
la atención por su infrecuencia. El mismo se determina cuando los pies tocan
parcialmente el suelo.
Se habla de ahorcadura de suspensión completa cuando los pies no tienen
ningún apoyo en el suelo u otra superficie. En cualquiera de las dos circunstancias,
la fuerza de tracción que se ejerce a nivel del cuello es proporcional al peso del
cuerpo.

El lazo constrictor que singularizaba esta muerte correspondía a una toalla


de baño, clasificada técnicamente como un “lazo poco agresivo”4 ya que el surco
falta5. Es casi excepcional que el surco falle, pero puede estar ausente por una
suspensión de muy corta duración.
El examen minucioso del cadáver de Carlos permitió al médico forense
recopilar los indicios necesarios para determinar lo siguiente:
a. La forma de la muerte fue la de autoeliminación por ahorcamiento con
toalla, sin presentar otras huellas de violencia.
b. La hora del fallecimiento fue estimada entre las 16:30 y las 16:40.
c. El modo de ahorcamiento fue el de inhibición, consecuencia de la acción
refleja producida ante la compresión de la carótida por debajo del sinus
carotideo, lo que le originó braquicardia, vasodilatación e hipotensión.
d. La muerte fue inmediata y no alcanzó a establecerse la asfixia, apreciándose
una intensa palidez de la piel y las mucosas6.

4 Knight, Bernard. K., Medicina Forense, Ed. Cartoné, México, 1999, pág. 223.
5 El surco es la impronta dejada por el lazo que constriñe.
6 Esto se denomina como “muerte blanca”.

49
e. Presentó excoriaciones en región prelaríngea y externocleidomasotidea
derecha y llamó mucho la atención de los médicos la ausencia de surco de
ahorcamiento y de infiltración en los planos subcutáneos.

Si pudiéramos plantear una reconstrucción de la muerte de Carlos a partir de


lo que la autopsia revela, podríamos segmentarlo en las siguientes secuencias:

Primer movimiento: controlado


En esta primera secuencia, aproximadamente entre las 16:20 y 16:25, Carlos
está parado, apoyado sobre las puntas de sus pies y tiene –por precisarlo de
alguna manera– el control de la situación; por eso se plantea lo del ahorcamiento
incompleto, ya que él logra tocar el piso con sus pies.
Esta secuencia se produce cinco minutos antes del horario de visita y de la
llegada de su compañera.

Segundo movimiento: incontrolado


Carlos, seguramente agotado por estar en puntas de pie, pierde el equilibrio
y al bajar los talones comienza la presión que provoca el lazo.
La tensión constrictora que ejerce la toalla sobre el cuello lo estrangula de tal
manera que comienza a asfixiarlo.
Carlos ya no puede controlar la situación.
Esta secuencia se produce entre las 16:25 y las 16:30 aproximadamente.

Tercer movimiento: defensivo


Carlos intenta defenderse desesperadamente, con todas sus fuerzas utiliza el
brazo diestro para tratar de quitarse la toalla que constriñe sin piedad su cuello.
El movimiento defensivo aparece claramente reflejado en las excoriaciones
que se presentan en el lado derecho del cuello.

Cuarto movimiento: muerte


El último movimiento de esta secuencia está pautado por la indefensión de
Carlos, que ya no puede luchar más frente al lazo constrictor. Muere entre las 16:30
y las 16:40.
Helena se presenta casi enseguida de su deceso, con un retraso de diez fatídicos
minutos, suficientes para encontrarlo sin vida. Los interminables minutos de dilación
lograron lo que los nueve intentos anteriores no pudieron, esta vez el relámpago
vestido de mujer no pudo llegar a tiempo.

50
La ausencia del surco y la falta de infiltración en los planos subcutáneos, que
llamaron la atención de los médicos, tienen que ver con la brevedad del tiempo en
el cual Carlos estuvo en la situación de ahorcamiento, ya que entre la muerte y la
llegada de Helena no pasaron más de cinco minutos.

Acto IV: Finales


La secuencia marcada por la autopsia es contundente sobre la hora y la forma
de la muerte. Pero deja el enigma latente: ¿Se quiso autoeliminar Carlos?
Con los elementos manejados se puede arriesgar una respuesta. Intentando
seguir el camino trazado por Freud. y luego por Lacan, tomamos los avatares de
un sujeto desde las estructuras freudianas que tienen como articulador natural a la
castración. Con esta lectura, la ubicación del sujeto en relación con la castración
permite rescatar una clínica que va mucho más allá de las sinuosidades del síntoma,
de las defensas del yo, de las evoluciones libidinales y de las clasificaciones
psiquiátricas.
Lo poco o mucho que el discurso de Carlos ofrece en el tiempo de entrevistas
tiene que ver con su posicionamiento frente al deseo, el que transcurrirá en dos
escenarios: la pantomima y los intentos de autoeliminación (acting-out).

La pantomima
Carlos, como otros obsesivos, se inscribe en el deseo imposible donde,
justamente, intenta abdicar de su deseo en juego.
El obsesivo monta un escenario totalmente calculable, atemporal y sin riesgos,
esto es lo que enmarca su posición subjetiva. El drama que representa está situado
de modo de otorgar al espectador un solo lugar: el de observar su propio debate
intersubjetivo. En este caso, Carlos intenta desplegar su contienda intersubjetiva
ante Helena.
Desde la escena provoca la demanda del otro a condición de que no emerja
su deseo. Esta pantomima implica una escena y una identificación con alguien que
la contempla y a quien va dedicada.
Helena ocupa un rol principal en la obra que Carlos ofrece: el de una asistente
que lo acompaña en sus desdichas existenciales.
La eficacia para sostener el deseo imposible reside en que el espectáculo que
ofrece lo mantiene alejado de la escena en que se libra el combate, dejando en su
lugar una sombra de sí mismo. Éste es el espectáculo vacío y sin deseo que nos
ofrece Carlos, y lo interesante de la cuestión es que la escena no procura otra cosa
que la procastinación del acto.

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¿Qué es la procastinación? Simplemente dilatar la decisión eternamente.
Carlos, como mencionaba anteriormente, sufre de existir; un cuestionamiento
permanente lo atraviesa –su vida, su pareja, su trabajo–, pero no puede hacer nada,
no logra dejar de quejarse y de debatir existencialmente, en tanto procastina su
acto indefinidamente.
Las otras mujeres que aparecen en su camino son relaciones sin deseo que no
hacen más que acrecentar su dolor de vivir y su culpa de existir.

Los intentos de suicidio (el acting-out)


Como reverso de lo dicho, Carlos también produce ciertos puntos de
radicalismo emparentados con el escenario del acting-out que, en oposición con
lo que vimos anteriormente, son un llamado, una apelación. Con el intento de
autoeliminación Carlos cuestiona su deseo de otra forma, procura la instalación
del Otro7 en el punto en que la pantomima desfallece.
Las escenas que propone Carlos en la pantomima y el acting-out son diferentes,
en la primera evita la emergencia del deseo, en la segunda, en cambio, grita el
deseo.
El intento de autoeliminación da a oír a otro. que se ha vuelto sordo.
¿Qué pretendía Carlos en su intento desesperado del ritual tanático?
Ahora de alguna manera estamos advertidos de que su acto fue un acto
atravesado por los significantes de su novela familiar, por su historia. Un acto que
toca su ser y pide a gritos ser descodificado, es por eso que lo situamos como un
acting.
Un acting out que muestra, no al gran Otro (como en el pasaje al acto) sino a
un semejante, al otro semejante.
Carlos en el intento de muerte no habla en su nombre. No sabe lo que está
mostrando, no puede reconocer el sentido de lo que devela. Es a ese otro semejante
a quien se confía el cuidado de descifrar y de interpretar los guiones escénicos.
Lamentablemente, yo no tuve la lucidez necesaria para poder intervenir de
otra manera en el intento de autoeliminación anterior, en el que lo conocí. No pude
escuchar qué era lo que estaba en juego en ese acto macabro que lo enlazaba al
Otro.
Su último acto fatal, su acto más logrado, la muerte, en definitiva terminó
siendo un acto fallado, ya que su intención desesperada era la de despertar y no la
de dormir para siempre.

7 El Otro es el concepto utilizado por Jacques Lacan para señalar un lugar simbólico que determina el sujeto, a veces de manera
exterior a él y otras de forma intersubjetiva, en su relación con el deseo.

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