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Fuego

Se llama fuego al conjunto de partículas o moléculas incandescentes de


materia combustible (véase también combustión), capaces de emitir calor y luz, producto de
una reacción química de oxidación acelerada. Las llamas son las partes del fuego que emiten
luz, mientras que el humo es el conjunto físico de las mismas que ya no la emiten.
Las llamas consisten principalmente en dióxido de carbono, vapor de
agua, oxígeno y nitrógeno. Si están lo suficientemente calientes, los gases pueden ionizarse y
convertirse en plasma.12 Se le conoce también como lumbre3 o candela (en Cuba, Puerto
Rico y Venezuela).

Comportamiento fisicoquímico[editar]
Esta fuerte reacción química de oxidación es un proceso exotérmico, lo que quiere decir que,
al mismo tiempo, desprende energía en forma de calor al aire de su alrededor. El aire que se
encuentra alrededor de las moléculas o partículas calientes disminuye la densidad y tiende a
flotar sobre el aire más frío (convección). En el caso particular del fuego de estado sólido, el
aire caliente viaja hacia arriba a tal velocidad que empuja partículas pesadas de combustible
en la misma dirección (aún calientes y brillantes), las cuales van bajando de temperatura al
igual que el aire circundante, dejando de brillar y tornándose generalmente de un color negro
como el carbón; el aire, al enfriarse, empieza a bajar de velocidad, a tal punto que ya no
puede empujar las partículas para arriba y, si pesan más que el aire, éstas empiezan a levitar
sin subir, para luego caer de nuevo a tierra. [cita requerida]

Evolución de la concepción científica del fuego[editar]


Véase también: Fuego (elemento)

En la antigüedad clásica el fuego fue uno de los cuatro elementos clásicos, junto con el agua,
el aire y la tierra. Los cuatro elementos representaban las cuatro formas conocidas de
la materia y eran utilizados para explicar diferentes comportamientos de la naturaleza. En la
cultura occidental, el origen de la teoría de los cuatro elementos se encuentra en los filósofos
presocráticos de la Grecia clásica, y desde entonces ha sido objeto de numerosas obras de
expresión artística y filosófica, perdurando durante la Edad Media y el Renacimiento e
influyendo profundamente en la cultura y el pensamiento europeos. Paralelamente, el
hinduismo y el budismo habían desarrollado concepciones muy parecidas.
En la mayoría de estas escuelas de pensamiento se suele añadir un quinto elemento a los
cuatro tradicionales, que se denomina, alternativamente, idea, vacío, éter o quintaesencia
(literalmente "la quinta esencia").
El concepto de los elementos clásicos continuó vigente en Europa durante la Edad Media,
debido a la preeminencia de la visión cosmológica aristotélica y a la aprobación de la Iglesia
católica del concepto del éter que apoyaba la concepción de la vida terrenal como un estado
imperfecto y el paraíso como algo eterno.
El uso de los cuatro elementos en la ciencia se abandonó en los siglos  XVI y XVII, cuando los
nuevos descubrimientos sobre los estados de la materia superaron la concepción clásica.
En el siglo XVII, Johann Joachim Becher propuso una versión particular de la teoría de los
cuatro elementos: el papel fundamental estaba reservado a la tierra y al agua, mientras que el
fuego y el aire eran considerados como simples agentes de las transformaciones. Todos los
cuerpos, tanto animales como vegetales y minerales, estaban formados, según Becher, por
mezclas de agua y tierra. Defendió también que los verdaderos elementos de los cuerpos
debían ser investigados mediante el análisis, y, en coherencia, propuso una clasificación
basada en un orden creciente de composición. Becher sostenía que los componentes
inmediatos de los cuerpos minerales eran tres tipos diferentes de tierras, cada una de ellas
portadora de una propiedad: el aspecto vítreo, el carácter combustible y la fluidez o volatilidad.
La tierra, que denominó terra pinguis, se consideraba portadora del principio de la
inflamabilidad. Su nombre podría traducirse como tierra grasa o tierra oleaginosa, que en la
alquimia se conoce con el nombre de azufre, aunque Becher empleó también otras
expresiones para designarla; entre ellas, azufre flogisto (este sustantivo derivado del
griego phlogistos, que significa ‘inflamable’). Finalmente fue la palabra flogisto la que acabó
imponiéndose, gracias sobre todo a la labor del más efectivo defensor de sus ideas,  Georg
Ernst Stahl.

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