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El fuego es una mezcla de gases incandescentes y otras partículas procedentes de una combustión.
Comportamiento fisicoquímico[editar]
Esta fuerte reacción química de oxidación es un proceso exotérmico, lo que quiere decir que, al
mismo tiempo, desprende energía en forma de calor al aire de su alrededor. El aire que se
encuentra alrededor de las moléculas o partículas calientes disminuye la densidad y tiende a flotar
sobre el aire más frío (convección). En el caso particular del fuego de estado sólido, el aire caliente
viaja hacia arriba a tal velocidad que empuja aún partículas pesadas de combustible en la misma
dirección (aún calientes y brillantes), las cuales van bajando de temperatura al igual que el aire
circundante, dejando de brillar y tornándose generalmente de un color negro como el carbón; el
aire, al enfriarse, empieza a bajar de velocidad, a tal punto que ya no puede empujar las partículas
para arriba y estas empiezan (si pesan más que el aire) a levitar sin subir, para luego caer de nuevo
a tierra.
En la antigüedad clásica el fuego fue uno de los cuatro elementos clásicos, junto con el agua,
el aire y la tierra. Los cuatro elementos representaban las cuatro formas conocidas de la materia y
eran utilizados para explicar diferentes comportamientos de la naturaleza. En la cultura occidental,
el origen de la teoría de los cuatro elementos se encuentra en los filósofos presocráticos de
la Grecia clásica, y desde entonces ha sido objeto de numerosas obras de expresión artística y
filosófica, perdurando durante la Edad Media y el Renacimiento e influyendo profundamente en la
cultura y el pensamiento europeos. Paralelamente, el hinduismo y el budismo habían desarrollado
concepciones muy parecidas.
En la mayoría de estas escuelas de pensamiento se suele añadir un quinto elemento a los cuatro
tradicionales, que se denomina, alternativamente, idea, vacío, éter o quintaesencia (literalmente "la
quinta esencia").
El concepto de los elementos clásicos continuó vigente en Europa durante la Edad Media, debido a
la preeminencia de la visión cosmológica aristotélica y a la aprobación de la Iglesia católica del
concepto del éter que apoyaba la concepción de la vida terrenal como un estado imperfecto y el
paraíso como algo eterno.
El uso de los cuatro elementos en la ciencia se abandonó en los siglos XVI y XVII, cuando los nuevos
descubrimientos sobre los estados de la materia superaron la concepción clásica.
En el siglo XVII, Johann Joachim Becher propuso una versión particular de la teoría de los cuatro
elementos: el papel fundamental estaba reservado a la tierra y al agua, mientras que el fuego y
el aire eran considerados como simples agentes de las transformaciones. Todos los cuerpos, tanto
animales como vegetales y minerales, estaban formados, según Becher, por mezclas de agua y
tierra. Defendió también que los verdaderos elementos de los cuerpos debían ser investigados
mediante el análisis, y, en coherencia, propuso una clasificación basada en un orden creciente de
composición. Becher sostenía que los componentes inmediatos de los cuerpos minerales eran tres
tipos diferentes de tierras, cada una de ellas portadora de una propiedad: el aspecto vítreo, el
carácter combustible y la fluidez o volatilidad. La tierra, que denominó terra pinguis, se consideraba
portadora del principio de la inflamabilidad. Su nombre podría traducirse como tierra grasa o tierra
oleaginosa, que en la alquimia se conoce con el nombre de azufre, aunque Becher empleó también
otras expresiones para designarla; entre ellas, azufre flogisto (este sustantivo derivado del
griego phlogistos, que significa ‘inflamable’). Finalmente fue la palabra flogisto la que acabó
imponiéndose, gracias sobre todo a la labor del más efectivo defensor de sus ideas, Georg Ernst
Stahl.
En la mitología griega, el Etna era el volcán en cuyo interior se situaban las fraguas de Hefesto, que trabajaba
en compañía de cíclopes y gigantes. El monstruoso Tifón yacía debajo de esta montaña, lo que causaba
frecuentes terremotos y erupciones de humo y lava.
Tragafuegos indio en Bélgica. Para que la llamarada se produzca se sopla el combustible a través de la llama
en presencia de oxígeno.
El culto del fuego siguió al que se tributaba al Sol y casi todos los pueblos lo adoraron como el más
noble de los elementos y como una viva imagen del astro del día. Los caldeos lo tenían por una
deidad suprema. Sin embargo, en Persia es donde se extendió su culto casi exclusivamente. Se
encontraban por todas partes cercados cerrados con muros y sin techo, dentro los cuales, se
encendía asiduamente el fuego en donde el pueblo devoto venía a ciertas horas para rogarle. Los
grandes señores se arruinaban [cita requerida] arrojando en él esencias preciosas y flores odoríferas,
privilegio que miraban como uno de los mejores derechos de la nobleza. Estos templos
descubiertos fueron conocidos de los griegos con el nombre de Pyreia (Πυραία)
o Pyrateia (Πυραταία). Los viajeros modernos hablan también de ellos como de los más antiguos
monumentos del culto del fuego. Cuando un rey de Persia estaba agonizando, se apagaba el fuego
en las principales ciudades del reino y no se volvía a encender hasta después de la coronación de
su sucesor. Estos pueblos se imaginaban que el fuego había sido traído del cielo y puesto sobre el
altar del primer templo que Zoroastro había mandado edificar en la ciudad de Xis, en la Media.
Estaba prohibido arrojar a él nada que no fuese puro, llegando a tal punto la superstición que nadie
osaba mirarlo atentamente. En fin, para más imponer, los sacerdotes lo conservaban secretamente
y hacían creer al pueblo que era inalterable y se alimentaba de sí mismo. Hyde ha creído que este
culto tenía por único objeto representar al Ser Supremo.
Sea lo que fuere, esta costumbre pasó a Grecia. Ardía aun el sagrado fuego en los templos
de Apolo en Atenas y en Delfos, en el de Ceres en Mautíuaa, en el de Minerva en el de Júpiter
Ammon y en las pritaneas de todas las ciudades griegas, donde ardían continuamente las lámparas
cuidando muy particularmente que no se apagasen. Los romanos, imitadores de los griegos,
adoptaron este culto y Numa fundó un colegio de vestales, cuyas funciones consistían en conservar
el fuego sagrado. Esta religión subsistió entre los guebros o parsos, como también en muchos
pueblos de América, entre otros, en Virginia. Cuando estos pueblos volvían de alguna expedición
militar o habían salido felizmente de un peligro inminente, encendían un gran fuego y atestiguan su
alegría danzando a su alrededor con una calabaza o campanilla en la mano, como dando gracias a
este elemento por haberles salvado la vida.
Jamás empezaban sus comidas sin haber arrojado antes al fuego el primer bocado a modo de una
ofrenda y todas las tardes los encendían cantando y danzando a su alrededor.
El fuego es igualmente una de las principales divinidades de los tártaros. No permiten acercar a su
territorio a ningún extranjero sin que antes se haya purificado pasando por entre dos hogueras.
Evitan con gran cuidado meter en el fuego un cuchillo o siquiera tocarlo con este instrumento. Sería
un crimen mayor astillar la madera con hacha cerca de las llamas. Antes de beber tienen la
costumbre de volverse hacia al mediodía, que es el lado que, según ellos, corresponda el fuego, en
honor del cual edifican también sus cabañas con la puerta mirando hacia esa parte. Se construía
expresamente una cabaña en el lugar en que estaba acampado el emperador de Monomotapa, en
la cual se encendía un fuego que se conservaba con un cuidado religioso.
Los antiguos africanos tributaban los honores divinos o este elemento y mantenían en sus templos
un fuego eterno.
Los yakouts, población de Siberia, creen que existe en el fuego un ser, a quien atribuyen el poder
de dispensar los bienes y los males y le ofrecen sacrificios perpetuos. Los indios vecinos de las
orillas de Columbia miraban el fuego como un ser poderoso y terrible. Le ofrecían constantemente
sacrificios y le suponían igualmente árbitro del bien y del mal. Buscaban su apoyo porque solo él
podía interceder con su protector alado y procurarles todo lo que deseaban como hijos varones,
esto es, una pesca y una caza abundante, en una palabra todo lo que a su modo de ver constituía
la riqueza y el bienestar.
Los chinos que habitan los confines de Siberia reconocen un dios del fuego. Durante la residencia
de M. Pailas en Maiinatschiu, se prendió fuego la población; las llamas devoraban muchas casas y
sin embargo, ningún habitante procuraba atajarlo. Todos permanecían alrededor del incendio en
una consternación inactiva; algunos arrojaban tan solo por intervalos gotas de agua en él para
apaciguar al dios, que decían, había escogido sus habitaciones por un sacrificio. Si los rusos no
hubiesen extinguido el incendio, toda la ciudad habría quedado reducida a cenizas.
Este elemento tuvo altares, sacerdotes y sacrificios en muchísimas comunidades del planeta. Los
romanos lo representaban bajo la figura de Vulcano en medio de los cíclopes. Una vestal cerca de
un altar sobre el cual arde el fuego sagrado o una mujer teniendo un vaso lleno de él con
una salamandra a sus pies son también símbolos por medio de los cuales los antiguos
representaban el fuego. Cesare Ripa y Gravelot han juntado a estos emblemas la presencia del Sol,
principio del calor y de la luz, y el fénix, que muere y renace en este elemento, expresión simbólica
que, en opinión de los filósofos, creían que el mundo sería consumido algún día por las llamas para
renacer más brillante y perfecto. 4
La masonería también incluye el fuego entre sus símbolos: es uno de los cuatro elementos que, al
igual que en las culturas de la Antigüedad, son presencia permanente en el lenguaje y en los
trabajos de las logias. La masonería toma el significado simbólico antiguo del fuego y reconoce su
doble naturaleza: creación e iluminación, por un lado, y destrucción y purificación, por el otro. 5