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LUNES 13 de mayo de 2002

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La obra de un formidable pensador

Por Juan José Cresto


Para LA NACION

"Me propongo en el presente escrito bosquejar el mecanismo de esa ley,


indicar las violaciones que ella recibe de nuestro sistema político actual
en la América del Sur y señalar la manera de concebir sus instituciones."
Así expresaba en el prólogo su autor, el abogado argentino exiliado en
Chile Juan Bautista Alberdi, cuando daba a luz la obra de mayor
influencia de toda la historia política argentina, que dio las orientaciones
para la redacción de la Constitución Nacional, sancionada por el
Congreso General reunido en la ciudad de Santa Fe y jurada por el
cuerpo el 1° de mayo de 1853.

El propio Alberdi dijo después: "El libro de las Bases es una obra de
acción que, aunque pensada con reposo, fue escrita velozmente para
alcanzar al tiempo en su carrera y aprovechar de su colaboración [...].
Hay siempre una hora dada en que la palabra humana se hace carne.
Cuando ha sonado esa hora, el que propone la palabra, orador o escritor,
hace la ley". En efecto, era el momento preciso, urgido por los hechos.

Curiosamente, también un 1° de mayo, pero de 1851, el gobernador de


Entre Ríos, el general Justo José de Urquiza, había declarado en forma
pública, en la plaza de Concepción del Uruguay, que su provincia
reasumía su política exterior y procuraba para la Confederación
Argentina la sanción de una Constitución y de leyes que organizaran la
Nación. Esa declaración, conocida como Pronunciamiento, se había
concretado después en la batalla de Caseros, en la que el hombre fuerte
de Buenos Aires, su gobernador desde 1835 y encargado de las
relaciones exteriores, había sido vencido y se había exiliado del país.

La Argentina no existía. Era un vasto territorio apenas habitado,


salpicado de pueblos pequeños y aislados, muchos de los cuales eran
atacados periódicamente por los indios, y, además, una gran aldea
recostada sobre el ancho Río de la Plata, que sumaban en conjunto
menos de un millón y medio de habitantes. No había instituciones y las
provincias estaban unidas por un simple tratado, el Pacto Federal del 4
de enero de 1831, que comprometía una futura reunión de diputados que
nunca se había llevado a cabo. Los unían a todos, sin embargo, las
glorias comunes de la historia, aquel anhelo de la Independencia, por la
que habían luchado sin distinción de partidos. Había, pues, un
sentimiento latente, pero verdadero, de Nación.

Urquiza tomó la bandera de la organización nacional con valentía y


determinación. Alberdi, por su parte, era uno de los tantos emigrados
que se habían ido del país porque no soportaban el peso del poder sin
limitaciones de los gobernadores, en especial del de Buenos Aires, el
brigadier Juan Manuel de Rosas. Estuvo en el Uruguay, después en
Chile, más tarde en los Estados Unidos y en Europa, donde residió
muchos años. La larga ausencia del país lo llevó a pensar en su patria sin
los prejuicios partidistas de quienes residían en su territorio, a verlo en
conjunto, con mirada amplia y comprensiva.

Detenida meditación

Informado de la actuación de Urquiza, se puso a plasmar en un libro sus


ideas, concebidas y largamente conversadas con sus coterráneos también
exilados. Por eso la obra no es una improvisación inspirada, sino una
detenida meditación sobre el porvenir de su patria. Titulada Bases y
puntos de partida para la organización política de la República
Argentina, derivados de la ley que precede al desarrollo de la
civilización en América del Sud , es más conocida por su primera
palabra: Bases . Fue redactada a lo largo del mes de abril de 1852, en el
que el autor se recluyó en su quinta, y publicada por la imprenta del
diario El Mercurio .

Sin embargo, Alberdi no le dio a su trabajo el sentido de una simple


propuesta constitucional. Fue mucho más lejos, porque hizo reflexiones
profundas sobre el significado de una política de prosperidad, y explicó
y justificó cada recomendación. Se lo ve partidario de la educación
popular como igualdad de oportunidades (lo que es una avanzada idea en
su época), promueve la inmigración sajona y el trabajo regular como
hábito, pretende modificar el sistema de vida, protege la propiedad
privada, declara sagrada a la persona humana en toda su majestad y
dignidad. En síntesis, demuestra también un profundo conocimiento del
alma de su patria y un ser humano cálido, pese a su exagerado poder
intelectual.

Alberdi envió un ejemplar de su trabajo a Urquiza, que lo recibió con


elogio y admiración. Con fecha 22 de julio le contestó desde Palermo.
Entre otras cosas, le dice: "Su bien pensado libro es, a mi juicio, un
medio de cooperación importantísimo. No pudo ser escrito ni publicado
en mejor oportunidad. Por mi parte lo acepto como un homenaje digno
de la patria y de una buen argentino". Dos años después, Urquiza le
pedirá a Alberdi ser su representante diplomático en Europa.

Sarmiento, que también recibió un ejemplar, cuando aún no se habían


distanciado, le escribió desde Yungay, donde vivía, el 16 de septiembre:
"Mi querido Alberdi: Su constitución es un monumento: es usted el
legislador de buen sentido bajo las formas de la ciencia. Su Constitución
es nuestra bandera, nuestro símbolo. Así lo toma hoy la República
Argentina. [...] Su libro, pues, va a ser un Decálogo Argentino: la
bandera de todos los hombres de corazón".

El 20 de noviembre, Urquiza puso en posesión a los diputados reunidos


en Santa Fe, en la que habría de ser la más fructífera reunión política de
nuestro país. Buenos Aires se había separado de sus hermanas con el
golpe del 11 de septiembre. El vencedor de Caseros, gobernador de
Entre Ríos y director provisorio de la Confederación, no pudo estar
físicamente presente en la apertura de las sesiones, pero les pidió a los
diputados celo y patriotismo. Dice: "En la bandera argentina hay espacio
para catorce estrellas; pero no puede eclipsarse una sola".

Los diputados leyeron, comentaron y discutieron el libro de Alberdi, que


fue su verdadera fuente de inspiración, y con él la Argentina nacía a la
realidad concreta de su contrato social. Hoy, a ciento cincuenta años de
distancia, nuestro pueblo sigue admirando aquella obra del formidable
pensador y espera de sus dirigentes que estén a la altura de los grandes
ejemplos de nuestra historia, para que aquel contrato social prosiga y
prospere.

El autor es director del Museo Histórico Nacional.

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