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SABADO 24 de julio de 2004


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Los intelectuales y el país de hoy

"Hay que evitar que vuelvan los viejos


fantasmas", dice Terán  
El análisis del historiador y filósofo

Se dice un hijo de la ley 1420, de la educación laica, gratuita y obligatoria.


Aquella que durante décadas permitía que un joven de clase media tirando
hacia abajo, como él, cursara la primaria y la secundaria en escuelas del
Estado, en un pueblo de provincia, que llegara luego a la ciudad de Buenos
Aires, ingresara en la universidad pública y, en poco tiempo, si era
estudioso, trabajador y medianamente inteligente, estuviera a la altura, y
hasta superara, a quienes habían tenido mejores oportunidades económicas
y educacionales.
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"Eso hoy ya no existe", dice Oscar Terán, profesor de Pensamiento
Argentino y Latinoamericano en la Facultad de Filosofía y Letras de la
Universidad de Buenos Aires, docente de la Universidad Nacional de Quilmes
e investigador principal del Conicet, además de miembro del Club de Cultura
Socialista José Aricó y del consejo de redacción de la revista Punto de Vista.
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"Las brechas sociales y culturales determinaron que la educación sea hoy
una cuestión de clases. Desapareció aquella igualdad de oportunidades que
fue nuestro timbre de honor durante tantas décadas", se lamenta. Terán
nació en 1938 en Carlos Casares, provincia de Buenos Aires. Estudió
Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, en tiempos en que el
edificio de la calle Viamonte era el centro de la ebullición intelectual de los
años 60. Luego completó una maestría de Estudios Latinoamericanos en la
Universidad Nacional Autónoma de México, ciudad en la que se exilió en
1976. "Exilio es una palabra que me cuesta mucho asumir, porque creo que
es demasiado prestigiosa para lo que yo hice, que fue, simplemente, tratar
de preservar mi vida y la de mi familia", aclara.
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Autor de "José Ingenieros: pensar la nación", "En busca de la ideología
argentina" y "Vida intelectual en el Buenos Aires de fin de siglo (1880-
1910)", Terán se define como un socialdemócrata. Hijo de padre radical y
madre socialista, admite que él, a los 18 años, fue un marxista "convicto y
confeso".
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"Yo formé parte del partido de la revolución cubana, de los ideales de la
revolución cubana, de la metodología de la revolución cubana", reconoce.
Pero también asegura que, ya en México, con las denuncias sobre el
socialismo real, comenzó a percibir que algo olía mal en aquel país de las
utopías.
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"Mi ideología marxista, simplemente, se cayó y, a comienzos de los años
80, era un marxista en crisis. Como usted imaginará, cuando una ideología
cae, se generan problemas de identidad muy serios", reconoce Terán.
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"En 1983, antes de las elecciones, era tal la necesidad, diría animal, de
volver al país, que no pude esperar más y regresé. Me convertí en un
izquierdista reformista que trata de conciliar justicia social con democracia.
Me hice socialdemócrata y creo que sigo así hasta el presente. Reconozco
que nuestros errores fueron funestos. Sin embargo, los problemas que el
socialismo denunció, la injusticia social, la marginalidad, la disparidad,
siguen estando absolutamente vigentes, en la Argentina y en el mundo",
asegura.
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Dice que nunca fue peronista ("traté, pero no pude", se ríe), pero aclara
que jamás podría adherir a quienes, a su entender, están conspirando para
desestabilizar a Kirchner.
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-Kirchner es Kirchner, el peronismo es el peronismo, pero hay un valor más
importantes que preservar: la democracia, que nos ha costado mucho, que
es endeble, pero que ofrece vías de tramitación pacífica de los conflictos y
un espacio para que los ofendidos y humillados encuentren canales para la
defensa de sus derechos. Debemos tener cuidado de que no vuelvan los
viejos fantasmas que llevaron a este país a tragedias incontrolables, de las
que yo formé parte.
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-Usted hace su autocrítica, pero, en general, la tentación,
típicamente argentina, es mirar para otro lado y preguntar: ¿quién
tuvo la culpa?
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-Tenemos que aceptar que, de un modo u otro, todos hemos fallado. A
partir de este reconocimiento, es posible tratar de imaginar un destino que
no esté condenado al éxito, pero que tampoco esté destinado,
necesariamente, al fracaso. Me preocupa mucho la idea predominante de
que el drama argentino son los piqueteros y los cortes de ruta, mientras
que se desconoce que el auténtico drama argentino es la excepcional
disparidad económica y social. Ese es el gran drama argentino y hay que
resolverlo ya mismo, de alguna manera.
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-¿Cuándo la Argentina pasa de ser un país incluyente a otro
excluyente?
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-Diría que la bestial polarización social que comienza a configurarse hasta
desembocar en este escenario de gran inequidad se inaugura a mediados de
la década del 70 y se condensa en la última década. Esa crisis impacta de
manera brutal no sólo en los sectores más bajos del arco social, sino en las
clases medias, a las que durante décadas se les aseguró que la educación
era una vía de ascenso social.
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-Y lo era...
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-De hecho, lo era. Se decía y se cumplía. Hoy, tal vez se siga diciendo, pero
no se puede cumplir. Porque la educación pública recorre el mismo sendero
que el Estado argentino desde hace 30 o 40 años: un Estado débil,
impotente, fallido. Aquella sociedad de la igualdad de oportunidades que yo
conocí en mi infancia y juventud no existe más. Pero, además de
lamentarnos, es un buen momento para decir: somos lo que somos. Mi
generación y alguna otra han defraudado a nuestro país. Les dejamos a
nuestros hijos y nietos un país mucho peor del que heredamos de nuestros
padres.
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-¿Será porque el país sufre el vacío que dejó una clase dirigente
desplazada, pero nunca reemplazada?
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-La barca argentina se lanza a la mar, digamos, en 1880. En esos
momentos, la Argentina estaba en un proceso de franca expansión, con un
crecimiento económico extraordinariamente acelerado. En la época del
"milagro argentino", se colocaban bienes en el mercado mundial con un
éxito que nunca más se alcanzaría. Esta expansión económica se acompaña
con un proceso de movilidad social ascendente. Tal vez no todos tenían
ocupación o progresaban, pero el porcentaje exitoso era realmente grande.
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-¿Esa era la república posible de la que hablaba Alberdi?
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-Claro. Era una república en la cual existía un sector, una elite, que se
autoadjudicaba el derecho de gobernar, de gestionar el desarrollo y de
tutelar a las masas argentinas. En esos años, el país navegaba en aguas
venturosas, con esta dirigencia elitista que restringía la ciudadanía política,
que no daba cabida al voto universal, pero en la que se observaba que
había un proyecto de país. Además, el Estado argentino era muy activo y
podía fijarse metas que iba a realizar; uno puede pensar cómo podía ser
que se implantara la enseñanza laica en una sociedad católica. Y es porque
ahí había un Estado. Un Estado que se proponía un objetivo y lo cumplía.
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-La inmigración, por ejemplo.
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-Bueno, ésa fue, a mi entender, la gran epopeya argentina, de la que
nuestro país puede enorgullecerse. La Argentina fue el país del mundo que
recibió mayor cantidad de extranjeros respecto de la población nativa. En
términos absolutos, Estados Unidos recibió más, pero en términos
comparativos la Argentina supera con extraordinaria largueza los
promedios. En Buenos Aires, en 1914, si uno iba al bar de la esquina, de
cada cuatro varones, tres eran extranjeros. Lo notable es que ese dato no
provocó escándalos. Las masas extranjeras se incorporaron pacíficamente,
aunque no sin concesiones, si bien creo que esa realidad crispó y dramatizó
la búsqueda de una identidad nacional.
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-¿Se incorporó a esos inmigrantes a través del sistema educativo?
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-Sí, pero además había condiciones materiales para que eso efectivamente
se realizara. La Argentina era muy rica, le iba muy bien. Un trabajador
argentino ganaba más que un trabajador francés o alemán. En ese tiempo,
por ejemplo, LA NACION contrató como corresponsal a Miguel de Unamuno,
que era rector de la Universidad de Salamanca. Unamuno reconoció
entonces que a partir de haber conseguido escribir un artículo por semana
para LA NACION su situación económica había mejorado, porque con esos
artículos ganaba tal vez más de lo que podía ganar como rector de
Salamanca. Este es el lado claro de la luna, pero no hay duda de que estos
sectores pagaron un precio, que fue el de abandonar sus lugares de origen,
material y simbólicamente. La Argentina bloqueó la posibilidad de una
nación multicultural, no permitió que existiera un barrio llamado Little Italy,
que estaba en ciernes en La Boca. El Estado argentino operó de manera
autoritaria para disolver las diferencias y cepillar lo heterogéneo.
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-¿Esto fue acertado o errado?
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-En la Argentina de fines del siglo XIX y principios del XX triunfó una
concepción que sostenía: una nación, una cultura; una nación, una lengua.
Las diferencias culturales y lingüísticas debían ser eliminadas... y fueron
eliminadas. Hace unos años le preguntaron a Héctor Bianciotti, el escritor
argentino que se incorporó a la Academia Francesa, sobre esa experiencia
tan significativa para un escritor que es escribir en otra lengua. Respondió:
"Para un hijo de italianos pobres, eso no es ningún misterio, porque lo
primero que nos decían era que teníamos que olvidar el italiano y aprender
bien el español para poder integrarnos y circular en la sociedad". Se podrá
indicar, críticamente, que no había espacio para la diversidad, pero creo que
fue un tiempo admirable y que tenemos que lamentarnos de nuestro
retroceso.
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-Aquel proceso modernizador de principios del siglo XX, que podía
verse por registros concretos de la economía o de la cultura, no
pudo verse, en cambio, tan claramente en la política...
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-Se pensaba que había que dar libertades civiles, pero no participación
política. Al menos, hasta configurar ciudadanos ilustrados, con vocación
republicana. A partir de ese momento se abriría el período de la República
verdadera, la que, en términos del liberalismo democrático, significa un
hombre, una mujer, un voto.
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-Eso comenzó a ocurrir a partir de la reforma que la elite
gobernante, como usted la define, realizó con la ley Sáenz Peña, en
1912.
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-Claro. Y fíjese qué paradoja: aquellos que habían encabezado este proceso
modernizador iban a ser derrotados en las elecciones democráticas de 1914
y, sobre todo, en las de 1916, cuando triunfó Yrigoyen. Las enormes
dificultades de esta elite a la que se le dice conservadora, pero que, en
realidad, fue en algunos aspectos básicos realmente transformadora, se
reflejarían en que no consiguió, y nunca iba a conseguir, articular un partido
político de dimensiones nacionales. Los dueños de los bienes económicos no
tienen una representación política.
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-¿Dan educación para todos y la gente vota en contra?
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-Hay que entender que esta sociedad se constituyó con una perspectiva y
un criterio de valores, fundamentalmente, igualitarios, cosa que no ocurrió
en el resto de la América hispana. En la Argentina, los de abajo miran a los
ojos de los de arriba. Esto ya estaba en la idiosincrasia del gaucho ("naides
es más que naides"). Yo viví bastantes años en México, y allí hay gente que,
aun hoy y más allá de su situación económica, no se permite a sí misma
ingresar en ciertos lugares. Siente que no tiene derecho. Aquí uno se siente
con derecho a estar en todas partes.
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-¿Seguimos siendo igualitarios?
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-Somos una sociedad imaginariamente igualitaria. Es imposible entender
ciertos fenómenos que ocurren todos los días sin entender esta pulsión o
esta convicción de igualitarismo. Es imposible ver cómo se mueven los
piqueteros, los travestis, los vendedores ambulantes, sin esta idea de que
todos somos iguales.
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-¿Esto es lo que nos hace también una sociedad difícil de gobernar?
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-Lógicamente, porque el igualitarismo tiene un doble rostro. Es
extraordinariamente elogiable porque ha contribuido a que la gente
adquiera derechos. Pero cuanto más igualitaria es una sociedad, también es
mucho más difícil de gobernar. A lo que hay que sumar las dificultades que
surgen cuando el igualitarismo se convierte en "cualquierismo" o en
qualunquismo.
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-¿Qualunquismo?
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-Es el desconocimiento de ciertas jerarquías que no tienen nada que ver con
la democracia. Algo típicamente argentino. Salga a la calle y lo comprobará:
gente que sin instrucción, sin mérito, sin esfuerzo, sin especialización en
nada, opina de cualquier cosa. Las consecuencias son desquiciantes. Otro
rasgo clave que nos describe es el populismo. Una cultura populista
dominante tiene bajo nivel de reconocimiento de la institucionalidad. En
nuestro país, las instituciones tienen debilitada su capacidad de ser
mediadoras entre los ciudadanos y el Estado. Es mejor estar protegido por
un puntero que por el Estado argentino. La nuestra es una sociedad con
fuertes componentes corporativos. Si hay un sindicato de metalúrgicos, al
dirigente de los metalúrgicos lo vamos a nombrar ministro de Trabajo.
Aparece un sector piquetero y lo metemos dentro del Estado, con lo cual se
le resta autonomía al movimiento social y se confunde el Estado con un
partido. Creo que una de las modificaciones que generó el primer peronismo
fue romper con el modelo de trabajador, llamémosle, "socialista". Un
trabajador autónomo, que tenía que construir de abajo para arriba, que no
debía aceptar ser incluido en las redes del Estado, que tenía que ser
laborioso, frugal y letrado. Bueno, el peronismo inventó otra cosa.
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Por Carmen María Ramos

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