La muerte, ¿la cosa «más natural» del mundo? La muerte no sería en definitiva otra cosa que el fin inevitable de la curva de la vida biológica, para dejar paso a una vida nueva y mejor, necesaria también para la renovación de una comunidad cultural y para evitar su envejecimiento y paralización. Por una parte, se reprime la muerte; no se piensa en ella; se desplaza a los moribundos a las instituciones competentes; se silencia la muerte. El hombre puede y debe comportarse consigo mismo reflexivamente; en eso consiste la esencia del espíritu humano. Pero esta conciencia referida a sí misma incluye necesariamente la muerte; de ahí que una muerte puramente «natural» sea algo imposible para el hombre. En la reflexión biográfica de Peter Noli «Dictados sobre agonía y muerte», donde describe los últimos seis meses de su vida, marcada por un cáncer de vejiga incurable, que no quiso dejarse operar para no perder su libertad como enfermo crónico en el mecanismo hospitalario. «Mi experiencia ha sido ésta: vivimos mejor la vida si la vivimos como es: limitada. Entonces importa menos la duración, pues todo se compara con la eternidad. La muerte nos afecta permanentemente si no reprimimos estos fenómenos. ¿Cuál es la esperanza positiva que la fe cristiana puede contraponer a esa idea? Ante la problemática de la muerte natural. La muerte como signo del pecado está en contradicción con la esperanza cristiana en el reino de Dios. En la tradición judía y cristiana se ha considerado siempre la muerte en relación con el pecado, con la voluntad de autoafirmación absoluta frente a Dios y dentro de todas las realizaciones humanas y sociales. Este fenómeno alcanza en la muerte su manifestación y autoexpresión más clara: cuando se siente la muerte como ruptura de toda comunicación, como disolución de la vida (que implica comunicación en sentido general) en el vacío y el no-ser, aparece en ella inexorablemente lo que es el pecado. Esta visión de la muerte procede de la escatología veterotestamentaria (cf. supra, 118- 126); aparece expuesta sobre todo por Pablo (Cf. Rom 5, 12-21; 6, 23) y es asumida en el magisterio eclesial. En Cartago y en Trento expresan que la muerte se da por el pecado y no por una muerte natural, no por necesidad de naturaleza. Lo que éstas expresan es la convicción de que la muerte, tal como se presenta en nuestra historia, constituye la autoconsecuencia interna del pecado en cuanto que éste influye y se expresa en una determinada forma de morir que todos los hombres comparten a su modo: la experiencia de la muerte como ruptura total de la comunicación, como un destino oscuro que provoca angustia y desesperación. Pero ya el anuncio que hizo Jesús del reino de Dios contrasta con esta figura de la muerte. El reinado inminente de Dios acaba con el reinado de la muerte en todas sus formas de destrucción de la vida y la comunicación; implica la oferta de Dios a los pecadores de convertirse y aceptar la vida, el amor y la justicia de Dios. Nos abre a los pecadores la posibilidad de vivir de este don y ya no de nosotros mismos; de perder nuestra vida por el reino de Dios y recuperarla por esa vía, y no mediante la autoconservación y la autoafirmación. El reino de Dios confiere así una liberación de las consecuencias del dominio de la muerte a todos aquellos que más sufren con esas consecuencias. Jesús mantuvo hasta el final, hasta la entrega de su vida, la esperanza en ese Dios que «no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva». En este abandono a Dios sin reservas, que incluía también la muerte y abarcaba por tanto la totalidad de su vida, quedó superada definitivamente la autoafirmación incondicional como el modo humano general de comprenderse a sí mismo y de vivir desde sí mismo. Porque Jesús no eligió este modo de vivir y morir desde el amor liberador de Dios por propia necesidad, sino a causa del reino de Dios, a causa de los hombres. El término irrevocable de la historia de la libertad humana se alcanza en la muerte. Esto significa que la historia del hombre tiene un plazo, y su campo de decisión y de acción no se extiende al infinito. La acción de los hombres dentro de su historia vital decide sobre su destino eterno y sobre la figura definitiva del reino de Dios. La significación decisiva de la muerte de cara a la libertad liberada por Cristo para el amor consiste, en definitiva, en que la muerte no recuerda sólo al creyente el término y la totalidad de una historia vital, sino que significa el «tránsito» a su posible consumación. Sin esa esperanza en una consumación más allá de la muerte no hay ninguna razón convincente para comprometer esta vida histórica en una opción tan radical por el amor, la justicia, la libertad; incluyendo la entrega de la propia vida. Porque si nuestra existencia se hunde al final en un no-ser total, eso repercutirá —a la larga o a la corta— en la mayor parte de los frutos de nuestra actividad que nos han «objetivado» históricamente, y tanto más en los destinatarios a los que pretendíamos favorecer con nuestra actividad. Esta esperanza en una consumación final producida en la muerte no resta importancia a la libertad y a una vida moralmente comprometida antes de la muerte. Al contrario, lo que no se ha hecho en una historia vital por amor a Dios y a las personas, tampoco es objeto de la esperada consumación. Su aceptación por Dios en la resurrección es el fundamento de nuestra esperanza en la consumación final: el Crucificado ha sido resucitado.
Vida limitada que
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