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A primera vista, la muerte del hombre aparece como una ruptura: no solo de la vida,
con todas sus alegrías y sus valores; sino también de los lazos interpersonales forjados a
lo largo de la existencia, y de la actividad por la cual cada hombre produce una obra
siempre inacabada y siempre perfectible. Sabemos que el hombre es intrínsecamente
mortal, pero a menudo nos comportamos como si la muerte sobreviniera como resultado
de algo accidental: un paro cardíaco, una proliferación celular, un infarto, etc.
Tendemos a presentar como accidente lo que, por otro lado, afirmamos que es la suerte
ineluctable de todo hombre. De todas formas, el aspecto de ruptura no puede ser
negado, contiene una parte de verdad de lo que es la muerte como fenómeno humano.
Pero, por otro lado, la muerte parece inevitablemente ligada a la contextura de la vida.
Parece que donde brota una forma de vida más plena, es imprescindible cierta
disolución, por lo menos interna, de la forma precedente. Sin cesar hay que morir para
renacer. Por tanto, la muerte no es solo el quebrantamiento de la vida, es también una
componente inmanente a ella.
sí, de abandono lúcido de los falsos sueños, a fin de entrar, al término de este recorrido,
en una relación nueva y más serena con la realidad.
Todos esos ritmos: de la vida, del amor adulto, de la aceptación lúcida de la propia
muerte, de la experiencia del duelo, manifiestan una profunda armonía, más allá de
todas las diferencias.
Este ritmo reaparece, con más intensidad todavía, en aquello que para el cristiano es la
referencia esencial ante el misterio de la vida, del amor y de la muerte: la muerte y la
resurrección de Jesús de Nazaret.
Creen que Dios hizo morir a su Hijo -y me hace morir- como consecuencia de un
decreto totalmente arbitrario, o porque experimenta la necesidad de vengar su honor
ofendido y exigir "reparación".
Esto patentiza que el camino hacia el Dios verdadero presenta las mismas
características que el que conduce al amor adulto.
Presentar la muerte de Cristo tan sólo como "sacrificio" puede alentar las mismas
ambigüedades. Se olvida que el "sacrificio", en el NT, se sitúa en la línea profética; no
es un gesto mágico de purificación propia o de apaciguamiento de Dios, sino una
realidad simbólica cuyo valor procede del amor. Amor recíproco: del hombre a Dios;
pero, sobre todo, de Dios al hombre. Esta reciprocidad debe subrayarse siempre, al
hablar de la muerte de Cristo como sacrificio; y para ello hay que recuperar la línea
central del NT sobre la salvación: la resurrección del Señor. Somos llamados a
participar de la resurrección del Señor; precisamente por eso se nos llama también a
seguirle en su entrega de amor hasta la muerte, la muerte física y primordialmente la
"muerte al pecado" (es decir, a la falta de amor) todos los días de nuestra vida (Rm 6, 4-
11; Ga 2, 19; Col 2, 12).
¿Por qué muere Cristo? El NT sugiere su solidaridad con nosotros. Cristo ha asumido
nuestra condición humana incluso en su dimensión de sufrimiento y de muerte, que son
los aliados ("las consecuencias") del pecado. Dios no ha creado para su Hijo una
condición humana más perfecta, ni lo ha sustraído de la muerte, de una forma mágica.
Para Dios, la solución no consiste en suprimir el pasado, sino en reorientarlo desde
dentro. Lo realiza por Cristo. Fiel hasta el final a su misión (el NT le llama
"obediencia": Rm 5, 19, Flp 2, 8; He 5, 7-8), afronta y acepta en amor total a Dios y a
los hombres. Rompe así, desde dentro, el dinamismo del sufrimiento y de la muerte en
su estrato más profundo: la tendencia a separarnos radicalmente de Dios y de los demás.
Cristo, al vivir su muerte en el amor que recibe de Dios v al que se adhiere plenamente,
invierte este dinamismo: la desviación hacia la separación total se convierte en paso a la
comunión definitiva con Dios.
Cuando Dios perdona, está dispuesto a hacerse cargo del hombre, a llevarlo más lejos de
lo que él sería capaz con su esperanza y su amor limitados.
Vimos la tarea del duelo: interiorizar lentamente y aceptar la separación, para seguir
viviendo en la ausencia del otro. Este proceso implica acceder al amor adulto, que
reconoce plenamente la alteridad del otro y de su destino, y superar el estadio del amor
posesivo. Así la esperanza cristiana adquiere todo su sentido: no es negación de la
JOSÉ GREGOIRE
ruptura, sino conciencia de que el amor de Dios es más grande que todo amor humano.
Eso comporta cierta madurez: al de afecto celoso o posesivo le resulta difícil reconocer
y aceptar que alguien, ni que sea Dios, ame a otro mejor que él.
La "tarea del duelo" se corresponde con el ritmo del misterio pascual: morir a nosotros
mismos, a todo lo que haya de posesivo en el afecto, a las falsas negaciones de la
ruptura, y surgir a una vida más auténtica, más dispuestos a amar en la lucidez y en la
verdad. Es una forma del seguimiento de Cristo en su muerte y resurrección, de
participar en el misterio pascual. Brota ahí una dimensión poco explicitada sobre la
participación en la eucaristía de familiares y amigos.
Es preciso que no nos hagamos cómplices de las imágenes de falsos dioses que
atormentan a las personas en duelo. Anunciar la esperanza cristiana comporta
distanciarse de la negación implícita de la ruptura de fomentar determinadas imágenes
de las que es preciso desprenderse. "Nos encontraremos de nuevo un día, pero hemos de
aceptar nuestra separación actual y seguir viviendo; hemos de abrirnos a la auténtica
esperanza que radica en el amor de Dios". Así, el desprendimiento de sí mismo y de las
falsas imágenes se hace fuente de vida. Encontramos de nuevo el ritmo pascual.
Conclusión
Todos esos ritmos: de la vida, del amor adulto, de la aceptación lúcida de la muerte, de
la tarea del duelo, quedan asumidos por el cristiano en un ritmo más profundo: el ritmo
del misterio pascual.
Separarse para vivir, tal es la condición del hombre en su vida terrestre y también el
movimiento por el que Dios le colma en su amor, al darse a él en vida definitiva.
Cuando Dios se da a nosotros, a la vez nos hace amar me jor y vivir mejor. El ritmo de
Dios no es distinto del ritmo del amor y de la felicidad.