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JOSÉ GREGOIRE

MISTERIO PASCUAL Y MUERTE DEL


CRISTIANO
Mystére pascal et mort du chrétien, Paroisse et Liturgie, (1973) 3-12

La celebración de la muerte cristiana une elementos diversos: el fallecimiento de un


hombre, el duelo de sus familiares y amigos, y la referencia a la muerte de Cristo y a su
resurrección, referencia que, en muchos casos, se manifiesta mediante la celebración del
memorial eucarístico. Queremos destacar los vínculos que, desde la perspectiva
teológica, unen aquellos elementos, y subrayar cómo tambié n participan del ritmo
fundamental de la vida cristiana: el misterio pascual.

La muerte, fenómeno humano

A primera vista, la muerte del hombre aparece como una ruptura: no solo de la vida,
con todas sus alegrías y sus valores; sino también de los lazos interpersonales forjados a
lo largo de la existencia, y de la actividad por la cual cada hombre produce una obra
siempre inacabada y siempre perfectible. Sabemos que el hombre es intrínsecamente
mortal, pero a menudo nos comportamos como si la muerte sobreviniera como resultado
de algo accidental: un paro cardíaco, una proliferación celular, un infarto, etc.
Tendemos a presentar como accidente lo que, por otro lado, afirmamos que es la suerte
ineluctable de todo hombre. De todas formas, el aspecto de ruptura no puede ser
negado, contiene una parte de verdad de lo que es la muerte como fenómeno humano.
Pero, por otro lado, la muerte parece inevitablemente ligada a la contextura de la vida.

Biológicamente, la muerte es un proceso que se va preparando mediante la evolución de


los tejidos orgánicos. Pero también psicológicamente, los fenómenos de ruptura,
siempre dolorosos, acompañan las etapas de maduración del individuo.

Parece que donde brota una forma de vida más plena, es imprescindible cierta
disolución, por lo menos interna, de la forma precedente. Sin cesar hay que morir para
renacer. Por tanto, la muerte no es solo el quebrantamiento de la vida, es también una
componente inmanente a ella.

Cabría relacionar ese doble aspecto de "muerte-ruptura" y "muerte- inherente-ala-vida",


con los datos de la psicología sobre las reacciones del hombre ante la proximidad de su
muerte. Comienza, a menudo, por negar que debe morir. Después ha de superar dos
actitudes que pretenden atribuir la muerte a elementos contingentes y "accidentales".
Surge la rebelión: "es injusto"; es decir: "la muerte me viene del exterior; nada hay en
mí que sea su aliado". Luego aparece un sentimiento de culpabilidad, de tipo depresivo:
"muero, porque he cometido faltas", es decir: "la muerte me viene del interior, pero a
partir de actos que yo habría podido evitar, que no son esenciales a mí". Superadas
ambas actitudes, nace la aceptación lúcida: "estoy dispuesto". Se reconoce la finitud
esencial del hombre y el carácter ineluctable de la muerte.

Esta descripción es esquemática y normalmente no se realiza de forma lineal. Es tan


solo una descripción general de los obstáculos que jalonan un itinerario. Pero muestra
que la proximidad de la muerte se presenta como una exigencia de desprendimiento de
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sí, de abandono lúcido de los falsos sueños, a fin de entrar, al término de este recorrido,
en una relación nueva y más serena con la realidad.

En verdad, la experiencia más profunda de esta realidad de la muerte no la hacemos en


el momento de nuestra propia muerte o cuando mueren personas relativamente alejadas
de nosotros, sino ante la muerte de un ser querido. La "tarea del duelo" consiste en
interiorizar lentamente la separación, renunciar a los sueños que quizás nos conducen,
en un primer tiempo, al rechazo puro y simple de la evidencia, y situarnos ante la
realidad en una relación más serena, que permite continuar viviendo y, caso de tener fe,
viviendo en la esperanza.

Esa aceptación de la muerte de otro sólo parece posible a condición de aceptar de


verdad la alteridad del ser amado, percibido como libertad y destino propio; y eso por
encima de todo sueño de posesión o de fusión. Tal es, en efecto, la definición misma del
amor adulto.

Todos esos ritmos: de la vida, del amor adulto, de la aceptación lúcida de la propia
muerte, de la experiencia del duelo, manifiestan una profunda armonía, más allá de
todas las diferencias.

Este ritmo reaparece, con más intensidad todavía, en aquello que para el cristiano es la
referencia esencial ante el misterio de la vida, del amor y de la muerte: la muerte y la
resurrección de Jesús de Nazaret.

La muerte de Cristo, modelo de la muerte del cristiano

Dios no es el aliado de la muerte y del sufrimiento; he ahí una afirmación fundamental y


reiterada. En cambio, de hecho, muchos tienen una concepción basada en un
malentendido grave.

Creen que Dios hizo morir a su Hijo -y me hace morir- como consecuencia de un
decreto totalmente arbitrario, o porque experimenta la necesidad de vengar su honor
ofendido y exigir "reparación".

Esto patentiza que el camino hacia el Dios verdadero presenta las mismas
características que el que conduce al amor adulto.

El hombre que vive en falso, en rebeldía ante la existencia y la muerte, tenderá a


forjarse la imagen de un Dios- fatalidad que hace sufrir v morir sin más justificación que
su capricho. Quien viva abrumado por falsas culpabilidades, si cree en Dios, proyectará
la imagen del juez impasible, que lleva dentro. En cambio, quien entienda de amor
adulto, que siempre comporta la aceptación lúcida de la realidad y el compromiso para
una vida más auténtica, se encontrará mucho más fácilmente en armonía con el Dios del
Evangelio. Dios no está a favor del sufrimiento y de la muerte y, sin embargo, no los
elimina mágicamente ni para su Hijo ni para los cristianos. Hay que subrayar, por
demás, que la inversa es igualmente cierta, quien de verdad escucha el Evangelio, se
halla sobre el camino de la vida y el amor adultos.
JOSÉ GREGOIRE

Presentar la muerte de Cristo tan sólo como "sacrificio" puede alentar las mismas
ambigüedades. Se olvida que el "sacrificio", en el NT, se sitúa en la línea profética; no
es un gesto mágico de purificación propia o de apaciguamiento de Dios, sino una
realidad simbólica cuyo valor procede del amor. Amor recíproco: del hombre a Dios;
pero, sobre todo, de Dios al hombre. Esta reciprocidad debe subrayarse siempre, al
hablar de la muerte de Cristo como sacrificio; y para ello hay que recuperar la línea
central del NT sobre la salvación: la resurrección del Señor. Somos llamados a
participar de la resurrección del Señor; precisamente por eso se nos llama también a
seguirle en su entrega de amor hasta la muerte, la muerte física y primordialmente la
"muerte al pecado" (es decir, a la falta de amor) todos los días de nuestra vida (Rm 6, 4-
11; Ga 2, 19; Col 2, 12).

¿Por qué muere Cristo? El NT sugiere su solidaridad con nosotros. Cristo ha asumido
nuestra condición humana incluso en su dimensión de sufrimiento y de muerte, que son
los aliados ("las consecuencias") del pecado. Dios no ha creado para su Hijo una
condición humana más perfecta, ni lo ha sustraído de la muerte, de una forma mágica.
Para Dios, la solución no consiste en suprimir el pasado, sino en reorientarlo desde
dentro. Lo realiza por Cristo. Fiel hasta el final a su misión (el NT le llama
"obediencia": Rm 5, 19, Flp 2, 8; He 5, 7-8), afronta y acepta en amor total a Dios y a
los hombres. Rompe así, desde dentro, el dinamismo del sufrimiento y de la muerte en
su estrato más profundo: la tendencia a separarnos radicalmente de Dios y de los demás.
Cristo, al vivir su muerte en el amor que recibe de Dios v al que se adhiere plenamente,
invierte este dinamismo: la desviación hacia la separación total se convierte en paso a la
comunión definitiva con Dios.

La muerte de Cristo se caracteriza por su solidaridad con la condición humana y por su


amor que es respuesta al amor del Padre. Su muerte es plenamente real y humana, como
ha afirmado siempre la Iglesia a lo largo de su historia. Por eso, el ideal del hombre no
consiste en evadirse mágicame nte de la muerte, sino en ser salvado por el amor, más
allá de la muerte.

Tampoco consiste el ideal en la insensibilidad estoica. Cristo tampoco escapa a la


angustia de la muerte, se le pide que vaya más allá -tal es el sentido de Getsemaní-
hacia una determinación más serena, confiando inquebrantablemente en el designio del
Padre respecto a él y respecto a su misión. No es una confianza insensible a la ruptura
de la muerte, sino que Jesús espera en Dios más allá de esa ruptura: el salmo 21 es un
grito de esperanza. Por eso, a pesar de la ruptura, la muerte de Cristo es un acto de amor
a los hombres: la acepta y la incluye en su misión de salvación universal.

El ideal de la muerte del cristiano no consiste en escapar de la realidad de la muerte o de


su angustia, sino en entregarse en manos de Dios en un acto de esperanza y de amor. De
esperanza, porque aunque la vida se para, los vínculos interpersonales en su forma
terrestre se rompen, termina la eficacia terrestre del amor por los demás; con todo, nos
entregamos en manos de un amor mucho mayor, más misterioso, incluso más eficaz.
Esperamos de ese amor que nos salve más allá de la muerte, que conduzca a los demás,
después de nuestra muerte, a su auténtica felicidad, a su salvación. Acto de amor,
porque es a la vez recepción amorosa de la vida definitiva, de Dios que se nos da
totalmente, y -en respuesta- don de sí mismo y de los demás a Dios.
JOSÉ GREGOIRE

La muerte del cristiano y del hombre ante la muerte de Cristo

Este ideal, revelado por la muerte de Cristo, se inserta -superándolo- en el ritmo


fundamental que descubre el análisis antropológico. En toda reacción adulta frente a la
muerte, hay el momento de aceptación de la condición finita; aceptación necesaria para
una actitud más serena y más auténtica ante la muerte. Ni Cristo, ni el cristiano, se
libran de esta etapa. Pero en la perspectiva cristiana, la serenidad desemboca en una
realidad más profunda: introduce a un amor de Dios mucho más radical y a una
esperanza más lúcida.

El ideal propuesto puede parecer inalcanzable. Los testimonios de muertes que se le


acercan, no eliminan los problemas, al confrontar la forma concreta como mueren los
hombres con la muerte de Cristo.

a) La muerte del pecador. Todos lo somos, no llegamos a creer en Cristo y en Dios, ni a


amar a Dios y a los hermanos como haría falta; por eso la celebración cristiana incluye
el rasgo penitencial, que aporta el perdón de Dios.

Cuando Dios perdona, está dispuesto a hacerse cargo del hombre, a llevarlo más lejos de
lo que él sería capaz con su esperanza y su amor limitados.

b) Lasmuertes repentinas. (Toda muerte lo es siempre un poco). La orientación general


de la vida tiene un papel importante. No comenzamos a creer, esperar, y amar a Dios y
al prójimo en el momento de la muerte. De ahí la importanc ia de la actitud profunda que
marca la vida de cada uno.

c) La muerte de los niños suscita un problema parecido. Mueren antes de poseer la


libertad adulta, necesaria para esperar y amar con el estilo descrito. De todas formas, en
el darse de Dios al hombre siempre hay un incremento esencial de la libertad humana,
que nunca es proporcionada a lo que recibe: a eso le llamamos gracia. Posiblemente
ocurre con más radicalidad cuando la libertad no ha llegado al estado adulto: caso del
niño y del subnormal.

d) La muerte del no-creyente -que explícitamente no reconoce la existencia de Dios-, y


del mal-creyente -que ha perdido, si lo tuvo, el contacto auténtico entre su vida y el
misterio pascual de Cristo. Ambos tienen una imagen falsa de Dios. Pero cabe pensar
que todo acto del no-creyente que reconozca un valor superior al hombre por el que esté
dispuesto a sacrificarse, se dirige, de hecho, a Dios, aunque no lo admita ni lo nombre.
También en el fondo del mal-creyente anida siempre una vaga esperanza. Además,
¿quién puede afirmar que su imagen de Dios coincide plenamente con la del Evangelio?
El misterio del perdón incluye la sustitución de nuestros falsos dioses por el don de sí
mismo del Dios verdadero.

El duelo como experiencia pascual

Vimos la tarea del duelo: interiorizar lentamente y aceptar la separación, para seguir
viviendo en la ausencia del otro. Este proceso implica acceder al amor adulto, que
reconoce plenamente la alteridad del otro y de su destino, y superar el estadio del amor
posesivo. Así la esperanza cristiana adquiere todo su sentido: no es negación de la
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ruptura, sino conciencia de que el amor de Dios es más grande que todo amor humano.
Eso comporta cierta madurez: al de afecto celoso o posesivo le resulta difícil reconocer
y aceptar que alguien, ni que sea Dios, ame a otro mejor que él.

La "tarea del duelo" se corresponde con el ritmo del misterio pascual: morir a nosotros
mismos, a todo lo que haya de posesivo en el afecto, a las falsas negaciones de la
ruptura, y surgir a una vida más auténtica, más dispuestos a amar en la lucidez y en la
verdad. Es una forma del seguimiento de Cristo en su muerte y resurrección, de
participar en el misterio pascual. Brota ahí una dimensión poco explicitada sobre la
participación en la eucaristía de familiares y amigos.

Es preciso que no nos hagamos cómplices de las imágenes de falsos dioses que
atormentan a las personas en duelo. Anunciar la esperanza cristiana comporta
distanciarse de la negación implícita de la ruptura de fomentar determinadas imágenes
de las que es preciso desprenderse. "Nos encontraremos de nuevo un día, pero hemos de
aceptar nuestra separación actual y seguir viviendo; hemos de abrirnos a la auténtica
esperanza que radica en el amor de Dios". Así, el desprendimiento de sí mismo y de las
falsas imágenes se hace fuente de vida. Encontramos de nuevo el ritmo pascual.

Conclusión

Todos esos ritmos: de la vida, del amor adulto, de la aceptación lúcida de la muerte, de
la tarea del duelo, quedan asumidos por el cristiano en un ritmo más profundo: el ritmo
del misterio pascual.

Separarse para vivir, tal es la condición del hombre en su vida terrestre y también el
movimiento por el que Dios le colma en su amor, al darse a él en vida definitiva.

Cuando Dios se da a nosotros, a la vez nos hace amar me jor y vivir mejor. El ritmo de
Dios no es distinto del ritmo del amor y de la felicidad.

Tradujo y extractó: ANTONIO RIERA

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