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La tesis de Rahner fue completada por su discípulo Laudislaus Boros con su teoría
sobre la «decisión final»: al final, en la muerte, el hombre llega a su primer acto
plenamente personal. En la muerte se encuentra por primera vez ante Cristo, libre de la
corporalidad que obstaculizaba sus actos espirituales. Por eso es capaz por primera vez
de tomar la decisión fundamental de su vida, la decisión de una fe incondicional. En la
teología actual, la teoría de la decisión final es cada vez más criticada: la hipótesis de
una situación especial de decisión ni tiene fundamento bíblico ni se apoya en la
experiencia. La teoría trabaja con un modelo antropológico que se ha vuelto muy
discutible en teología: la muerte como separación de alma y cuerpo. Por tanto, dicha
teoría acarrea consigo el peligro existencial y ético de banalizar las decisiones tomadas
antes de la muerte a favor de la «decisión final», mermando la seriedad de la existencia
actual96. 7.4.4 La muerte como entrega
La fe de la Iglesia asegura que habrá un juicio particular para todos los hombres
después de su muerte. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma en sus Nos. 1021 y
1022 que la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o
al rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (2Tm 1,9-10). ElNThabla del juicio
principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida,
pero también asegura la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de
cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe. Cada hombre, después de morir,
recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su
vida a Cristo, sea a través de la purificación (concilios deLyon: DH857- 858; Florencia:
DH1304-1306; Trento: DH1820), se para entrar inmediatamente en la bienaventuranza
del cielo (Benedicto XII: DH 1000-1001; Juan XII: DH990), o sea para condenarse para
siempre (Benedicto XII: DH1002). 8.1 El juicio personal como un momento de
encuentro con Cristo En cuanto hemos visto nos ha quedado claro que Dios no deja a
los muertos en la muerte. Los despierta haciendo de la muerte el paso a la consumación,
al encuentro directo con Jesucristo. En un primer momento (lógico) se da lo que
llamamos «juicio particular» y en un segundo la purificación o purgatorio. La mayor
parte de cuanto se refiere al juicio ya lo hemos dicho en la Segunda Parte: así como la
venida de Cristo para la consumación del mundo (parusía) significa a la vez juicio para
el mundo, igualmente el encuentro de cada individuo con Cristo significa juicio para
éste. Cabe recordar que el anuncio del Evangelio crea una situación de decisión: las
referencias delNTal juicio quieren llamar la atención sobre la seriedad e importancia de
esta decisión. Son llamadas a la responsabilidad de cada uno en las decisiones que toma
a lo largo de su vida. El juez es Jesucristo. Sus palabras y sus obras marcan la norma de
una vida justa y razonable. Como el juez es Jesucristo, la palabra deljuicio expresa una
esperanza. Si Jesús de Nazaret es quien juzga, el objetivo del juicio no puede ser
venganza y ajuste de cuentas, sino salvación y misericordia. Pero la actuación de Jesús
revela que nunca imponía la salvación contra la voluntad del individuo(Mc10,17-27). Si
es verdad que todo el mundo y su historia será sometido a juicio, nadie pasará
inadvertido entre la multitud; cada uno en particular se encontrará con el juez; su vida
personal y única pasará ante sus ojos; cosechará lo que personalmente haya sembrado.
La discusión sobre si hay que interpretar la distinción tradicional entre el juicio
particular y universal como distinción entre dos procesos distintos, o como distinción
entre dos aspectos de un único acontecimiento, solo afecta nuestro modo de
represtación, no la perspectiva de la esperanza propiamente dicha. Esta afirma, en
ambas direcciones, que mi existencia inconfundible e irrepetible desemboca en el
encuentro con Cristo, ante su mirada que todo lo ve, pero también ante quien me ama
muy personalmentem.
La fe en el juicio divino significa sin duda una esperanza, de modo especial para los
perjudicados en este mundo, para las víctimas de toda injusticia. Que el asesino no
triunfa para siempre sobre su víctima, que la verdad salga a la luz, que la mentira y el
soborno sean descubiertos, que las estructuras opresoras sean al fin desenmascaradas,
que la justicia venza sobre la injusticia, todo esto abre una esperanza para los que en
este mundo son desposeídos de sus derechos y calumniados. La fe en el juicio final
enseña de qué parte ha de estar el cristiano en este mundo y por quién ha de tomar
partido. Pero en el «juicio particular», en el que no se trata de la injusticia causada por
otros, sino de la injusticia, los fallos y las mentiras de sí mismos, ¿puede también ser
objeto de una esperanza? Se pueden formular algunas proposiciones a este respecto que
veremos en los puntos siguientes: El juicio como auto juicio Primero hay que afirmar
que cuando hablamos aquí de «juicio» no se debe entender como simple acción
condenatoria de Dios o de Jesucristo que viene desde fuera; más bien se ha de entender
como la puesta a la luz del día de mis propias decisiones. En el encuentro con el Señor
veré claro lo que ha sido de mí por mis decisiones de la vida: uno que se haya
comprometido por el camino de Jesús, por el amor; otro que en su vida sólo rehusó, no
quiso amar cuando lo hubiese podido hacer; otro, finalmente, en que las dos conductas
se mezclan, amor y negación, verdad y mentira, un individuo con decisiones a medias.
Ante la mirada de Cristo veré claro quién soy yo. Es la hora de la verdad, es finalmente
el «juicio». Un juicio en el que el juez no necesita más que ejercer su función como
Soberano que imparte justicia. En este sentido, el juicio se puede designar como «auto-
juicio». Ya me he juzgado a mí mismo con mi conducta de vida; ahora, en el encuentro
con quien es él mismo la verdad, viene a la luz la verdad de mi vida. Desde fuera no
viene sentencia ni castigo alguno; pero ahora veo con claridad, junto a la buena cosecha
de mi vida, las consecuencias dolorosas de mi culpa, la corrupción de mi persona
empujada por mí mismo. Ello no significa que seamos la norma última de nosotros
mismos. La luz que hace que nuestros ojos vean más allá de nosotros mismos, no viene
de nosotros. Sólo en el encuentro con Cristo me será definitivamente claro lo que hay en
mí. Este será mi «juicio particular». La interpretación del juicio como «auto-juicio»,
defendida por la teología actual, se apoya, sobre todo, en la teología de san Juan sobre el
juicio, a la que ya hemos hecho alusión. En dicha teología, el castigo que merece el
pecado no es impuesto desde fuera por una instancia exterior, como ocurriría en
cualquier medio donde se imparta justicia, sino como consecuencia dolorosa del pecado
mismo, como sufrimiento que resulta de la naturaleza del acto realizado".
En la alta Edad Media, S. Tomás de Aquino desarrolló una fórmula que habría
podido ser apropiada para rechazar ese dualismo: anima forma corporis (el alma es el
principio de vida del cuerpo). Esta fórmula acentúa la unidad del hombre. Cuerpo y
alma no son partes, sino principios (causas) que se relacionan recíprocamente. El cuerpo
empieza a ser viviente mediante el principio de vida (el alma), el alma empieza a existir
mediante el principio de existencia (el cuerpo). De todas maneras, a partir de aquí surge
inmediatamente la dificultad de imaginarse el alma en el estado intermedio (sin cuerpo),
problema del que el mismo S. Tomás tuvo conciencia. Por tanto, nos situamos ante un
problema teológico serio, por la gran dificultad que existe para conciliar los datos: la
muerte como ida a Cristo y la unidad del hombre corporal, así como la significación de
la resurrección de los muertos en el último día. No obstante, aparte de todo lo que aun
tenga que decir la teología, se plantean tres verdades dogmáticas que es necesario
reconciliar: a) la afilmación de que el hombre justo, inmediatamente después de la
muerte, llega a la visión de Dios y es realmente feliz en la posesión de la vida y del
descanso eterno (definición de Benedicto XII); b) la existencia de un estado intermedio
de purificación para las almas necesitadas (ampliamente atestiguado por la tradición); la
fe en la resurrección de los muertos y el Juicio final ligados a la venida gloriosa de
Cristo115.
Es necesario admitir que ningún modelo de representación puede dar una descripción
exacta del proceso que siguen los acontecimientos después de la muerte. De nuevo se
manifiesta que la escatología es primera y fundamentalmente la articulación de una
esperanza. El futuro, tiempo hacia el cual se dirige la esperanza, no se puede expresar
directa, objetiva y exactamente, sino a través de imágenes y modelos de representación.
En cambio, más exacta y directamente se puede nombrar la realidad actual para la que la
esperanza es válida: a) Toda persona tiene un futuro que va más allá de la muerte, la
persona misma, no sólo un recuerdo suyo. Su vida terrena individual hade convertirse
para ella en una vida eterna. Hablar de alma inmortal puede ser una expresión gráfica de
esta identidad del resucitado con la persona terrenal y en este sentido es una expresión
útil. b) La promesa de futuro va dirigida hacia el hombre como un todo y no a algo no
terrenal que haya en él. A la totalidad del hombre pertenece su corporeidad y su relación
con el mundo. Por eso no de puede hablar de esperanza más allá de la muerte sin hablar
de la resurrección corporal. Hay que relativizar la expresión sobre la inmortalidad del
alma en cuanto hace olvidar esto o lo relega a un segundo término. c) Toda la historia de
la humanidad está en camino hacia la consumación. La imagen clásica de esta relación
es la resurrección de los muertos y la reunión de la humanidad en el último día. Si
hablar de la resurrección de los muertos hiciera olvidar este aspecto social y
corporativo, también habría que relativizarlo. Lo mismo hay que decir de concentrar la
atención en el destino de las «almas sin cuerpos» antes del último dial 6.
Normalmente se identifica el cuerpo como ser viviente con la materia física del
individuo. Entonces la resurrección sería la reconstrucción del cuerpo que en la muerte
empezó a descomponerse. En la teología neoescolástica se partió más o menos de esta
manera de pensar, lo que indujo a plantear cuestiones que hoy sonarían como ridículas:
si se reconstituirían todas y cada una de las partes del cuerpo; qué sucedería con los
cuerpos que total o parcialmente se habían transformado en otras sustancias; en qué
cuerpo resucitaría el cuerpo de quien, en un caso de canibalismo, se hubiese alimentado
tan solo de carne humana al punto de que todo su cuerpo procediese de otros
hombres,etc. Se cae en estas dificultades y otras semejantes cuando se toma el término
«cuerpo» literalmente en su sentido físico. Pero, sobre todo, en una interpretación tan
materialista, la fe en una resurrección corporal corre el peligro de convertirse en un
juego de especulación más que en la articulación de una esperanza de importancia
extrema'.
10.2 El cuerpo entendido en su dimensión personal' Frente a la anterior manera de
pensar, la teología actual parte generalmente de una comprensión personal del cuerpo:
pertenece por esencia al hombre la comunicación con los demás y el hombre es también
esencialmente un ser histórico. Ambas cosas conforman su corporeidad. Es importante
captar el significado de la evolución del concepto de persona para la comprensión de los
problemas de hoy en todos los campos resguardo a la vida del hombre, de manera
especial, en nuestro caso, en cuanto concierne a su destino final. Nos urge en esta tarea
el hecho de que si es dificil racionalmente conocer y ver a Dios porque es un misterio,
es igualmente dificil comprender en su totalidad al hombrecreado a su imagen y
semejanza. Nos situamos de plano ante dos misterios: el misterio de Dios y el misterio
del hombre. La historia de la salvación, en término antropológico, es la historia del
hombre que descubre quién es y que trata de no olvidarse de dónde viene y hacia dónde
va, bajo la mirada atenta de quien lo ha creado a su imagen y lo ha salvado revelándole
su verdadera imagen: El Hijo. Entre las categorías para hablar del misterio del hombre,
la palabra «persona» es la que más expresa su realidad compleja. Se trata de un
concepto abierto, aplicado incluso al interno de la Santa Trinidad, donde mediante una
larga historia de luchas, confrontaciones y hondas reflexiones se llegó a definir
dogmáticamente la existencia en una misma esencia, la divina, de tres personas: el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. De las tres, la que más hace inteligible para nosotros
el concepto de persona es el Hijo, ya que en su condición de Verbo encarnado es
verdadero Dios y verdadero Hombre, el mismo traspasó el umbral de la muerte y
promete resurrección y vida eterna para todos sus redimidos. Jesucristo muestra al
hombre el camino de su destino. El concepto de persona en el pasado, aun con los
esfuerzos realizados por la filosofía para explicar esta realidad misteriosa, ha estado
muy ligado al concepto de naturaleza humana en estado puro, sin referencia a Dios y sin
la perspectiva de la redención. Pero el cristianismo introduce una visión sustancialmente
diversa de persona, ya que el hombre es referido a Cristo y llamado a convertirse, en la
libertad del espíritu, en una existencia cristológica. La epistemología de la condición
humana y su destino fmal se inserta en el contexto de una historia de creación
(paralelismo AdánCristo), de salvación (Jesucristo Salvador Absoluto) y de santidad
que lo introduce en la misma vida divina, ligando su existencia a la esencia divina que
es el amor. El amor es el factor verdadero de la humanización, la personalización y la
divinización del hombre. La concepción cristiana de persona supera el dualismo cuerpo-
alma de la filosofía platónica y la consideración del mismo como un «animal racional».
La racionalidad no puede ser en absoluto el equivalente del ser de la persona. No se
desconoce la importancia de la razón, pero aquello que constituye primariamente a la
persona es su capacidad de amar (al estilo de su Creador) y su ser en
relación(interpersonal).
La resurrección del cuerpo significa, por cuanto se ha señalado, que todo el hombre,
con toda la historia de su vida, con todas sus relaciones con los otros, entra dentro de la
dinámica de su consumación. Es lo que sugiere el relato pascual de Jn 20,19: «Y dicho
esto, les mostró tanto la mano como el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al
ver al Señor». A los discípulos se les concede ver las cicatrice, las señales que han
quedado de sus sufrimientos; ven la historia de su vida, que fue esencialmente una vida
para ellos. Esta historia no se ha olvidado, no se ha quitado como el vestuario del actor
al terminar una función. Está escrita en su cuerpo y este cuerpo pertenece para siempre
al resucitado. Y lo que vale para Jesús resucitado, «primicia de los muertos» (1Cor
15,20), también vale para todos los vienen después de él. Resurrección corporal no
significa que el yo desnudo del hombre es salvado de la muerte dejando atrás toda la
historia terrena de manera definitiva y relegando al olvido de lo insignificante todas las
relaciones con los otros hombres; significa que la historia de la vida y todas las
relaciones habidas en esta vida se incluyen en la consumación y pertenecen
definitivamente al hombre resucitado. Resurrección del cuerpo significa que nada de
cuanto el hombre ha acumulado como tesoro espiritual en su peregrinar por este mundo
se ha perdido para Dios quien lo ama desde el principio hasta el final. El ha recogido
todas las lágrimas y no deja pasar por alto ninguna sonrisa. Resurrección corporal
significa que el hombre ante Dios no sólo encuentra su último instante, sino también
toda su historia. Entendida así, la fe en la resurrección no puede ser una ruptura total
con el presente y con este mundo. Al contrario, si cada obra y cada relación personal, si
toda esta vida terrena tiene un futuro eterno, demanda un interés más intenso en el aquí
y ahora de nuestras vidas'''. 11. La consumación escatológica, el cielo y la vida eterna El
Catecismo de la Iglesia Católica en sus Nos. del 1042 al 1050 desarrolla el tema bíblico
escatológico de la esperanza en «los cielos nuevos y de la tierra nueva»125.
Se afirma que al final de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después
del juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y
alma, y el mismo universo será renovado. La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y
tierra nueva» a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo
(2Pe 3,13; Ap 21,1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de colocar a
Cristo como cabeza de cuanto está en el cielo y en la tierra (Ef 1,10). En este universo
místicamente restaurado, la Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los
hombres, enjugará toda lágrima, vencerá la muerte, y decretará la superación de todo lo
que entorpeció su plan de amor en el mundo caduco (Ap 21,4.27). Para el hombre esta
consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios
desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era como sacramento (LG I). Los que
estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la ciudad santa de Dios
(Ap 21,2). Ya no será herida por el pecado la comunión entre los hombres. La visión
beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente
inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua. También el universo visible será
transformado, a fin de que el mundo esté al servicio de los justos, participando en su
glorificación en Jesucristo resucitado. Ignoramos tanto el momento de la consumación
como la forma en que Dios transformará el universo. Ciertamente la figura de este
mundo, deformada por el pecado, cederá su puesto a la nueva morada que Dios ha
preparado, y a una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza
llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los
hombres(GS39,1). Sin embargo, esa dichosa espera no debe debilitar sino avivar la
preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia
humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. El progreso terreno del
crecimiento y el Reino de Dios no sólo no se contraponen, sino que el primero, en la
medida en que pueda contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al
Reino de Dios(GS)39,2).
1.2 El cielo
La Iglesia Católica recoge su doctrina sobre el cielo en los Nos. del 1026 al 1029 de
su Catecismo. Se afirma que los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están
perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Esta vida perfecta en
comunión de amor con la Santa Trinidad, con la virgen María, con los ángeles, y con
todos los bienaventurados se llama «cielo», y significa el fin último y la realización de
las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. Por
su muerte y resurrección Jesucristo nos ha «abierto» el cielo. La vida de los
bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por
Cristo quien asocia a su glorificación a aquéllos que han creído en El y que han
permanecido fieles a su voluntad. Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y
con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. La
Escritura nos habla de ello tan sólo con imágenes. A causa de su trascendencia Dios no
puede ser visto tal cual es más que cuando El mismo abre su Misterio a la
contemplación inmediata del hombre y le da la capacidad para ello. La contemplación
de Dios en su gloria celestial es llamada por la Iglesia «visión beatífica». Entrando en la
reflexión teológica afirmamos que la palabra «cielo» tiene varias acepciones: desde una
categoría que se utiliza para describir el espacio físico del filinamento hasta un concepto
para explicar las distintas realidades misteriosas con las que lo relacionan las sagradas
Escrituras. El firmamento, según la cosmología antigua, es la bóveda que está sobre la
tierra y se convirtió en el «lugar», la «casa» o el «trono» de Dios. Es una imagen de
superioridad y grandeza (Ex 24,10; Mt6,9). En el judaísmo se usa la palabra «cielo»
como sustituto del nombre de Dios que por respeto no se pronuncia. En este contexto,
«cielo» puede designar tanto el «lugar» de Dios como a Dios mismo; ir al cielo no
significa otra cosa que ir a Dios. San Lucas afirma al final de su evangelio: «mientras
los bendecía se separó de ellos y era llevado al cielo». Con esta bendición el Señor que
se marcha se ha unido con los suyos; ahora saben que él está junto aDios (elevado al
cielo) y que, mediante él, también ellos están unidos con Dios. Algo semejante, aun sin
utilizar la palabra «cielo», aparece en el evangelio de san Juan: Jesús, refiriéndose a su
muerte, dice: «en la casa de mi Padre hay muchas moradas... voy a preparar un lugar
para ustedes» (Jn 14,2). Con la ascensión de Jesús, que sigue a su muerte y resurrección,
el «cielo» adquiere una nueva dimensión: ahora ya no significa solamente el «lugar» de
Dios o Dios mismo, sino también la unión del hombre con Dios, en la casa o patria
junto al Padre. Es lo que quiere decir la palabra «cielo» en un sentido correcto y preciso
como expresión de la esperanza escatológica128. En un sentido más amplio abarca toda
la felicidad contenida en el estar junto a Dios y que se explica con varias imágenes:
En el libro del Apocalipsis se le promete al vencedor: «Le daré una piedrecita blanca,
y sobre esta piedrecita habrá un nuevo nombre escrito, que nadie conoce sino el que lo
recibe» (Ap 2,17). La piedrecita blanca hace pensar en la costumbre que tenían los
antiguos de repartir piedras blancas con nombres determinados entre los invitados a una
ceremonia importante. Pero La expresión «nombre nuevo» tiene un significado más
profundo: conocer el nombre significa confianza personal. El «nombre nuevo» recuerda
una promesa hecha a los que regresaban con desánimo a la ciudad de Jerusalén después
de su destrucción, la cual no será llamada ya la «abandonada», sino la
«desposada»(Is62,4). El «nombre nuevo» expresa la elevación y la nueva relación con
Dios. Jerusalén será levantada de su humillación y Dios se alegrará con ella «como se
goza el esposo con la esposa»(Is 62,5). Todo esto resuena en la imagen de la piedra
blanca con el nombre nuevo. La consumación prometida significa: ser huésped invitado
personalmente a la fiesta; ser conocido y amado de Dios; ser valioso para él, cercano e
íntimo'.
1.2.3 El banquete
La dicha por la proximidad con Dios, aún en su estado consumado, no ofusca el gozo
por la comunidad con otros hombres sino que ambas cosas están unidas
indisolublemente. Es lo que expresa de manera particular la imagen bíblica del banquete
del reino131. El banquete festivo no se reduce a sentirse materialmente saciado con una
buena comilona que, de por sí, tiene su valor y su espacio; se convierte en un lugar
idóneo para la reconciliación, la atención, la amistad entre los comensales, la alegría
compartida: Mediante el banquete el hombre eleva su instinto meramente animal de
comer (matar el hambre) al nivel espiritual y humano de hacer un banquete. El banquete
representa la comunión amistosa de los hombres entre sí, que gozan juntos de la bondad
de las cosas. En el banquete parece que la vida se reconcilia: de hostil y dura se
transforma en alegre132. En varios pasajes bíblicos se utiliza la imagen como
indicadora de esperanza: Moisés y los ancianos toman un banquete en la presencia de
Dios (Ex 24,11); el Señor conducirá los pueblos de la tierra a una gran reconciliación y
les ofrecerá un grandioso banquete sobre la montaña de Sión(Is25,6). La «piedra
blanca» de la que hablamos antes trae a la memoria la invitación a una fiesta. El mismo
Jesús en el evangeliohabla de ponerse a la mesa conAbraham,Isaac yJacoben el reino de
los cielos(Mt 8,11); en el Apocalipsis, la imagen de «las bodas del Cordero» se
convierte en la imagen de la gran multitud que asiste al banquete (Ap 19,7-9). En las
parábolas de Jesús el banquete, el asistir con otros a una fiesta, desempeña un papel más
importante que el mismo motivo de las bodas(Mc22,1-13; 25,1-10; Lc12,37; 15,22-32).
De todos los símbolos con motivo proféticos utilizados por Jesús el más frecuente fue el
de banquete. Se pone a la mesa con publicados y fariseos(lc7,36; 19,1-10). El último
gesto simbólico, que resume todos los demás y que, al mismo tiempo, señala hacia el
futuro, es la última cena, en la que explica cómo ha de ser el trato mutuo en el reino de
Dios: nadie se hará mayor a los otros; el mayor será como el más pequeño y servirá
complacido a los otros(Lc4,7-11; 22,24-27; Jn 13,1- 17); ya no excluirá a nadie pues
están invitados pobres, tullidos, cojos y ciegos(Lc14,13). El que lo pone en práctica ya
en este mundo, experimenta anticipadamente el gozo futuro(Lc14,15). Estas imágenes
de esperanza son también llamadas concretas, muestran el estilo futuro del trato con los
hombres. Los dos aspectos están contenidos en la celebración eucarística de la Iglesia:
la promesa de una comunidad futura y la llamada a obrar desde ahora de acuerdo con
ella133. 11.2.4 El paraíso «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino», pidió uno
de los malhechores que fueron crucificados con él. Y al instante el agonizante contestó:
«te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso»(Lc 23,42). La escena, que situamos
dentro del marco de la nueva creación reconstruye la imagen del paraíso primigenio
abortado por el pecado, y retoma una de las imágenes de esperanza preferidas por los
profetas. La palabra griega de origen pérsico paradeisos significa jardín, parque. El
prototipo bíblico es el jardín del Edén: un terreno bonito creado por Dios para deleite
del hombre. El ambiente incluye una naturaleza exuberante, frutos sabrosos, un río que
fertiliza toda la tierra, tesoros valiosos en el subsuelo, una rica fauna, todo confiado al
hombreprimitivo. Es en medio de este paraíso donde el hombre encuentra a su
compañera que embellece el panorama y completa la creación. En el plano moral y
espiritual emerge la figura de una humanidad donde los individuos se tratan con mutua
armonía y sin temor (Gn 2,8-25). Durante el profetismo, la narración de los comienzos
del mundo se convierte en esperanza para el futuro (Ez 36,35;Is51,3). El país convertido
en desierto volverá a fructificar; la paz turbada entre el hombre y la naturaleza volverá a
ser restablecida; los animales jugarán con los niños; los hombre entre sí vivirán en paz;
nadie podrá temer que otros saquen lo que él haya plantado y edificado(Is65,21). La
característica fundamental del paraíso no es consumir sin tener que esforzarse, sino la
convivencia pacífica'''. 11.2.5 La nueva Jerusalén Muy parecida a la imagen bíblica del
paraíso para referirse al cielo prometido es la de la nueva Jerusalén. En la etapa que
media entre el exilio y regreso a Jerusalén, la esperanza se concentra en la reedificación
de la ciudad. La Jerusalén nueva ha de ser más hermosa, rica y valiosa que la de antes.
Será un verdadero placer habitar en ella. Reinarán la paz y la justicia, y no se oirá hablar
más de violencias, desolaciones y destrucciones. La ciudad se convertirá en punto de
confluencia pacífica de todos los pueblos. Ya no habrá que temer a los otros; las puertas
de la ciudad permanecerán abiertas día y noche(Is 54,11-14; 61,4; 62,6-9). Incluso
cuando ya los cristianos habían perdido todo su interés por la Jerusalén geográfica,
destruida en el año 70, la ciudad futura quedó como imagen de una esperanza viva. El
vidente que habla en el libro del Apocalipsis no se cansa de mirar los muros y las
puertas de la Jerusalén nueva y la describe cada vez con nuevos matices: la calle es
como de oro, como cristal puro, cada puerta como una sola piedra preciosa, el río del
paraíso lleva agua de la vida clara como el cristal, los árboles fructifican 12 veces al
año. En esta imagen se incluye también la historia: los nombres de las doce tribus de
Israel y los nombres de los 12 apóstoles están inscritosen las puertas y en las piedras que
sirven de fundamento a las murallas de la ciudad. Ya no se necesitará ninguna
mediación de culto y jerarquía para llegar a Dios: «No vi santuario en ella; porque su
santuario es el Señor, Dios todopoderoso (Ap 21,9-22,5). En la imagen de la Jerusalén
futura confluye una gran variedad de motivos tradicionales de la esperanza cristiana:
vida en abundancia, habitación segura en un lugar heimoso, justicia y paz, encuentro de
los pueblos, la presencia de Dios que da calor y luz, la conservación y la consumación
de la historia personal y universal'''. A la imagen de la nueva Jerusalén podemos asociar
los dichos apocalípticos que reflejan una situación nueva y definitiva para los hombres
en la que Dios enjugará toda lágrima de sus ojos. Todo el ministerio público de Jesús
trasluce en destello la realidad del reino de Dios futuro. Los relatos de las curaciones
delNTson imágenes, ilustraciones de la consumación escatológica esperada. El amor de
Dios librará a todos los hombres de sus taras y pesos; todos podrán caminar, ver, oír,
hablar. «El enjugará toda lágrima de sus ojos, y la muerte ya no existirá, ni llanto, ni
lamento» (Ap 21,4)136.
En el No. 1036 el Catecismo añade que las afirmaciones de las Escrituras y las
enseñanzas de la Iglesia sobre el infierno son una llamada a la responsabilidad con la
que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Son al mismo
tiempo una invitación a la conversión. El No. 1037 enfatiza que Dios no predestina a
nadie al infierno(DH397 y 1567). El infierno supone una aversión voluntaria a Dios
concretizada en el pecado y que persista hasta el final.