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Filosofía y Locura
Gustavo Bueno
(1) F ∩ L = K (para k ≠ Æ)
«Entre Filosofía y Locura existen zonas de intersección cuya investigación constituirá una
tarea abierta.»
(2) F ∩ L = K (para k = Æ)
«Filosofía y Locura son 'categorías' disyuntas: no puede haber nada en común entre
Filosofía ('reino de la Razón') y Locura ('reino de la sinrazón, de lo irracional'). Las
supuestas intersecciones recogidas en (1) habría que referirlas, a lo sumo, a personas
individuales (filósofos locos o enloquecidos –como el Kant decrépito de 1804, afectado de
demencia senil– o bien a locos filósofos –paranoicos con delirios metafísicos, por
ejemplo–).»
(3) F ∩ L = F, es decir: (F Ì L)
«La Filosofía es una forma, entre otras, de Locura. Habrá formas de Locura no filosóficas;
pero la Filosofía comienza como un extrañamiento o asombro ante cualquier realidad
existente («¿por qué existe el ser y no más bien la nada?», de Leibniz o Heidegger) y esto
sólo puede derivar de un desajuste en la inserción madura y equilibrada, que piden tantos
psicólogos, del hombre con su mundo.»
(4) F ∩ L = L, es decir: (L Ì F)
«La Locura es ella misma una forma, entre otras, de Filosofía. No todas las formas de la
Locura tienen que ver con la Filosofía; pero la Locura es, por sí misma, una forma de
Filosofía.»
(5) (F ∩ L = F) & (F ∩ L = L), es decir: (F = L)
«La Filosofía y la Locura son lo mismo, por ejemplo, dos modos equivalentes de 'estar en
el mundo'; y esta interpretación parecerá obligada cuando no solamente suponemos (3)
sino también (4).»
Aun cuando la defensa de cualquiera de estas alternativas pudiera ser ensayada (al
menos en el terreno erístico o retórico), sin embargo nos parece que la copiosa
producción dialéctica que podría derivarse, sin duda, de un planteamiento semejante,
nos llevaría (en la defensa de cada posición, con sus variantes, respecto de todas las
restantes) a una tal confusión y prolijidad que acaso nos inclinase más hacia el lado de
la Locura que hacia el lado de la Filosofía. (Por otra parte a confusiones y prolijidades
semejantes nos tienen acostumbrados tantos cultivadores –profesores, estudiantes,
periodistas– de la llamada «Filosofía del presente»).
Para evitar un planteamiento semejante tendremos que regresar hacia sus raíces, a
saber, hacia el tratamiento de los términos «Filosofía» y «Locura» como si
correspondieran a conceptos o clases unívocas («enterizas»). Habrá que comenzar
negando, al menos en principio, que Filosofía y Locura sean conceptos positivos,
susceptibles de ser tratados directamente. Habrá que comenzar rompiendo o
fracturando la aparente unidad léxica de estos términos, sustituyéndolos por las partes
en las cuales hayan sido divididos adecuadamente. De este modo, ni siquiera nos
veremos obligados a rechazar a priori la consideración de las alternativas recién
enumeradas; puesto que tales alternativas podrían ser «recuperadas» para la discusión
una vez que haya sido reducida la relación inicial (Filosofía y Locura) a un sistema de
relaciones entre las «partes de fractura» de sus términos.
Ahora bien: los saberes de primer grado no son meramente individuales, sino que
están integrados en sistemas de saberes socializados dotados de una determinada
estabilidad histórica; saberes que funcionan como Mapae Mundi de las sociedades de
referencia. Los saberes de primer grado de cada individuo (y esta afirmación va dirigida
contra las pretensiones siempre recurrentes del subjetivismo filosófico) se conforman
como participación de esos sistemas socializados o concepciones del mundo propias de
cada época histórica, que constituyen el llamado «sentido común» de la sociedad
correspondiente.
No es que no sea posible un debate sobre las relaciones entre Filosofía y Locura en
el que el término «Filosofía» sea interpretado por quienes debaten a su modo, al
margen de las referencias positivas de las escuelas históricamente dadas; es que este
debate sólo podría alcanzar interés en el ámbito de la subjetividad de los interlocutores.
Fuera de este círculo «privado», el debate sería prácticamente imposible. Si sugerimos
la conveniencia de sobreentender la «Filosofía», en el contexto de un Congreso de
filósofos jóvenes, en el sentido positivo del que hemos hablado, es precisamente para
alcanzar la posibilidad de un debate multilateral con referencias comunes, capaz de
sustituir a la confluencia de monólogos yuxtapuestos, con enfrentamientos o
convergencias puramente externas, por una más profunda confluencia o divergencia
interna de Ideas que sean capaces, en su caso, de asimilaciones, transformaciones o,
eventualmente, de destrucciones mutuas.
Desde esta perspectiva positiva se nos impone de inmediato la distinción entre los
dos planos desde los cuales puede accederse a una filosofía: el plano en el que un
sistema actúa desde sus propias coordenadas (lo que se corresponde con una
perspectiva emic) y el plano en el que ese sistema sea considerado, interpretado o
traducido, desde otro sistema de referencia (lo que se corresponde con una perspectiva
etic). Por nuestra parte, y para poner las cartas boca arriba, adoptaremos como
perspectiva etic las coordenadas del materialismo filosófico. Pero damos por supuesto
que todo aquel que entre en el debate ha de estar dispuesto a «desnudar» también sus
propias coordenadas. Damos por supuesto que si no las tuviere, debería abstenerse de
todo debate, o circunscribirlo a un terreno puramente doxográfico o, simplemente,
escolar. Sólo existe un modo de confrontar dos sistemas de Ideas: referirlas a los
saberes comunes de primer grado que les correspondan y que sean pertinentes. Por
ejemplo, sólo podemos confrontar las concepciones gnoseológicas de la ciencia propias
del falsacionismo con las posiciones del descripcionismo a través del análisis de
determinados teoremas concretos de la Física, de la Geometría, o de la Biología,
pongamos por caso.
Caben muchos criterios para llevar a cabo esta división. El criterio que estimamos
más pertinente para nuestros propósitos, después de desechados otros, es el que se
atiene, no ya tanto a caracteres absolutos (doctrinales) –por ejemplo, a la característica
de ser materialista, o a la de ser espiritualista, o idealista– sino a características
relativas o funcionales que puedan considerarse propias de las filosofías de referencia.
Concretamente, a la relación que una filosofía dada, en cuanto saber de segundo grado,
mantiene respecto de los saberes de referencia (de primer grado) constitutivos del
sentido común de la sociedad o época histórica en la que una filosofía se desenvuelve
necesariamente (rechazamos enteramente la posibilidad de una filosofía
«gnósticamente implantada»).
Según este criterio, clasificamos a las filosofías, en la medida en que ello sea
posible, en dos grupos: el de las filosofías concordantes (o consonantes, ortodoxas,
convergentes o conciliadoras) y el de las filosofías discordantes (o disonantes,
heterodoxas, divergentes o disidentes) respecto del sistema de sentido común de
referencia.
Se dirá que las filosofías concordantes buscan la «reconciliación con la realidad» tal
como ella se manifiesta en el sentido común (cuando se supone que éste expresara la
verdad y no la apariencia engañosa). Para las filosofías discordantes, al menos las más
radicales, el mundo del sentido común habrá de ser «vuelto del revés»: tal fue el caso
de la filosofía platónica, que late en el mito de la caverna.
La locura objetiva sólo alcanzará un significado etic, como hemos dicho, cuando se
tome como sistema de referencia, no un sistema de coordenadas relativo a una
sociedad histórica dada, sino el sistema de coordenadas que consideramos válido en
términos absolutos en el presente (por ejemplo, el sistema heliocéntrico en Astronomía,
frente al sistema geocéntrico medieval). En general, por nuestra parte, tomaremos como
sistema de referencia etic al materialismo filosófico, en tanto él incluye, a su vez,
referencia al estado de las ciencias positivas del presente. Sólo de este modo podremos
poner el concepto de locura objetiva a salvo del relativismo cultural. Y esto no significa
que lo que constituye una locura objetiva, y no propiamente subjetiva, en relación a una
sociedad determinada, no pueda serlo también por relación al sistema de referencia etic
(el materialismo filosófico, en nuestro caso). Así, cuando San Pablo (I Corintios, 23)
reconoce que su predicación de Cristo es «escándalo para los judíos y locura (stultitia)
para los gentiles», utiliza «locura» en un sentido relativista (para los gentiles), sin que
ello excluya que lo sea también para un sistema materialista que no reconoce la
posibilidad de la salvación de la humanidad derivada de la vida de Jesús crucificado,
muerto y sepultado milagrosamente. En cambio, la locura subjetual ofrecería criterios
etic más directos, precisamente por afectar al sujeto corpóreo. La locura del licenciado
Vidriera no es descrita etic por Cervantes, puesto que él nos habla de comportamientos
subjetuales (tales como envolverse con vendas para evitar quebrarse).
4. Genio y Locura
II
Cuestiones sobre taxonomía de las relaciones emic que una Filosofía (ya sea
concordante, ya sea discordante) podría mantener respecto de la Locura
En esta especie incluiríamos a todas aquellas filosofías que, ante la Locura, sólo
pretenden, en principio, interpretarla y explicarla a la luz de determinados sistemas de
Ideas, pero sin buscar directamente alguna finalidad práctica vinculada con el asunto.
Tal sería el caso de los estudios sobre la Locura que Michel Foucault inauguró en 1961
en su Folie et déraison: Histoire de la Folie à l'âge classique, a partir de la idea del
«Poder».
Como prototipo de esta especie de filosofía de la locura habría que poner acaso al
epicureísmo, interpretado como filosofía de orientación ética, que se definió a sí mismo
como «medicina del alma» (therapeia tes psyches). En esta misma línea cabría
interpretar al psicoanálisis. (Puede verse nuestro artículo «Psicoanalistas y epicúreos.
Ensayo de introducción del concepto antropológico de 'heterías soteriológicas'», El
Basilisco, nº 13, 1982, págs. 12-39.). Y, para citar ejemplos más recientes: las
«logoterapias» de Victor Frankl, Von Weisäcker o Ludwig Biswanger –que utilizaban las
ideas filosóficas de Edmund Husserl o de Martin Heidegger como instrumentos
terapéuticos– o las discutidas propuestas en nuestros días de Lou Marinoff, Más Platón
y menos Prozac. Incluiremos también aquí a todas aquellas utilizaciones de alguna
«filosofía positiva» a efectos de conceptuación metodológica psiquiátrica, o de análisis
teórico o tratamiento práctico de diversas formas clínicas de locura (puede verse el
reciente libro de Juan Valdes-Stauber, Antropología y epistemología psiquiátricas,
Oviedo 2002).
El caso del ciudadano de Argos nos recuerda a Don Quijote, que «entregó su alma
a Dios» («quiero decir, que se murió», aclara Cervantes) tan pronto como los
bachilleres, curas y barberos lograron curarle de su ingeniosa locura (se ha sostenido
que el adjetivo ingenioso, que acompaña al «hidalgo» cervantino, tiene que ver con una
cierta destemplanza que Covarrubias y otros atribuyen al «ingenio», y que ronda con la
locura). Lo cierto es que la «justificación» de la locura del ciudadano de Argos que
Erasmo propone está muy próxima a las «justificaciones» ordinarias de las drogas
euforizantes, psicodélicas o excitantes de la creatividad que sacan también a los
hombres de la vulgaridad de su vida cotidiana, y les llevan a las proximidades de la
locura: Philosophia Perennis de Aldous Huxley, Psilocybin Project de Timothy Leary,
Corriente Alterna de Octavio Paz, &c.
Incluimos aquí a todas aquellas doctrinas que, de un modo u otro, se orientan hacia
la defensa de una locura objetiva, de una «vuelta del revés» al mundo de las
apariencias en el cual los hombres estuvieran aprisionados, como en una caverna. Sin
duda es Platón el fundador de esta especie de filosofía de la locura, expuesta, no sólo
en el libro VI de la República, sino también en el Ion (poseído por una locura divina, que
inspira el arte a su naturaleza vulgar) y el Fedro (en donde se habla de la locura poética,
de la locura profética, de la locura ritual y de la locura erótica).
III
Cuestiones sobre la taxonomía de las relaciones etic entre la Filosofía y la
Locura
Esta primera especie acoge a todas aquellas filosofías que de algún modo tienden
a poner en conexión la orientación concordante de una filosofía con la locura subjetual
de sus defensores, incluso en el caso en que estos sean sus «creadores». Como
ejemplos muy conocidos de una situación semejante cabría poner a los últimos días de
Emmanuel Kant (el Kant demente senil, al que se refiere la obra de Tomás de Quincey,
y su adaptación española de Alfonso Sastre) y a las «crisis de locura» de Augusto
Comte.
«9. Ser reputado un ignorante por sabio, o un sabio por loco, no es cosa que no haya
sucedido en algunos pueblos. Y en orden a esto, es gracioso el suceso de los Abderitas
con su compatriota Demócrito. Este Filósofo, después de una larga meditación sobre las
vanidades, y ridiculeces de los hombres, dio en el extremo de reírse siempre que
cualquiera suceso le traía este asunto a la memoria. Viendo esto los Abderitas, que antes
le tenían por sapientísimo, no dudaban en que se había vuelto loco. Y a Hipócrates, que
florecía en aquel tiempo, escribieron, pidiéndole encarecidamente que fuese a curarle.
Sospechó el buen viejo lo que era; que la enfermedad no estaba en Demócrito, sino en el
pueblo, el cual a fuer de muy necio, juzgaba en el Filósofo locura, lo que era una excelente
sabiduría. Así le escribe a su amigo Dionisio, dándole noticia de este llamamiento de los
Abderitas y relación que le habían hecho de la locura de Demócrito: Ego vero neque
morbum ipsum esse puto, sed immodicam doctrinam, quae revera non est immodica, sed
ab idiotis putatur. Y escribiendo a Filopemenes, dice: Cum non insaniam, sed quandam
excellentem mentis sanitatem vir ille declaret. Fue, en fin, Hipócrates a ver a Demócrito, y
en una larga conferencia, que tuvo con él, halló el fundamento de su risa en una moralidad
discreta, y sólida, de que quedó convencido, y admirado. Da puntual noticia Hipócrates de
esta conferencia en carta escrita a Damageto, donde se leen estos elogios de Demócrito.
Entre otras cosas le dice: Mi conjetura, Damageto, salió cierta. No está loco Demócrito;
antes es el hombre más sabio que he visto. A mí con su conversación me hizo más sabio, y
por mí a todos los demás hombres: Hoc erat illud, Damagete, quod conjectabamus. Non
insanit Democritus, sed super omnia sapit, & nos sapientiores effecit, & per nos omnes
homines.» Benito Jerónimo Feijoo, «Voz del Pueblo», Teatro crítico universal, tomo primero
(1726), discurso primero, §. III.
La tercera especie recoge las situaciones en las cuales una filosofía, sin perjuicio
de su orientación concordante (y de su concordancia efectiva con la realidad ambiente,
considerada como intrínsecamente racional, como es el caso de las «concordancias
acomodaticias» de Santo Tomás o de Hegel), sin embargo ha de relacionarse con una
locura objetiva (medida, como hemos dicho, desde nuestras propias coordenadas),
como pudiera serlo, si nos referimos a Santo Tomás, su defensa de la transustanciación
eucarística, que no por la profunda explicación teológica que de ella ofrece, podrá dejar
de ser considerada, para utilizar otra vez la frase de San Pablo, «locura para los
griegos», y por tanto, también para nosotros.
En la cuarta y última especie incluimos todas las situaciones en las cuales pueda
advertirse la relación entre una filosofía discordante y una locura objetiva. Y si esta
relación se reconoce tendremos que concluir que, si bien el carácter conciliador (o
armonista) de una filosofía no la preserva de alguna locura objetiva, tampoco queda
preservada de ella la condición discordante de la filosofía de referencia. Sugerimos a
Descartes como un ejemplo eminente de esta cuarta especie de relación entre Filosofía
y Locura. El Descartes que pretendió revolucionar (volver del revés) a la filosofía
tradicional, pero que al mismo tiempo desencadenó (aunque no la inventase) una forma
de locura objetiva llamada a extenderse como una mancha de aceite en todo el mundo
científico de la Edad Moderna: la locura objetiva representada por la doctrina del
automatismo de las bestias, locura no muy distinta a la que Cervantes atribuyó al
Licenciado Vidriera.
IV
Cuestiones relacionadas con el análisis de las relaciones (de semejanza o de
contraste) entre ideas filosóficas («filosofemas») e ideas constitutivas de
estados de locura («deliremas»)
1. En este cuarto bloque de cuestiones incluimos los casos (en número indefinido)
en los cuales puedan ser puestos en relación (de semejanza o de contraste) no ya los
sistemas filosóficos en general, sino ciertas Ideas (vinculadas a determinados conceptos
o experiencias) constitutivas o relevantes en ellas, y ciertos deliremas (vinculados a
experiencias también características, descritas en la literatura psiquiátrica).
Recíprocamente, este análisis nos obligará a veces a buscar cómo, detrás de una
Idea, se ejerce la acción de alguna experiencia anormal que es la que hace inteligible tal
Idea.
4. La experiencia cartesiana del cogito contrasta sin duda con las experiencias
dadas en los síndromes de sosias. Sin embargo, y precisamente por ello, podría
atribuirse esa evidencia cartesiana no ya tanto a la supuesta arquitectura lógica o
racional de su sistema, sino a una experiencia enteramente vulgar (dicho de otro modo:
de poco serviría el cogito cartesiano como primer principio de la filosofía a un sujeto
afectado del delirio heautoscópico, que sabe con evidencia –que lo ha visto de repente,
como si fuera «una luz en mi cabeza»– que su yo existe también fuera de él, que le
sigue a todas partes; el sujeto afectado de este delirio tendría que decir: «Yo pienso y el
otro yo que me acompaña piensa también, luego los dos existimos», una especie de
cogito geminado).
Con todo ese «espíritu» que Descartes supone actuando a través de su glándula
pineal (suposición, por cierto, que deja en ridículo al llamado «racionalismo
cartesiano»), ¿no tiene mucho que ver con un delirio de heautoscopia «racionalizada»?
Sobre todo cuando ponemos en relación ese espíritu separado con la necesaria
vivencia del cuerpo propio, como algo extraño al ego, vivencia característica del llamado
delirio nihilista o «síndrome de Cotard», en el que el enfermo tiene la impresión de no
tener vísceras. ¿Habría que atribuir a Descartes algo así como un síndrome de Cotard?
Y habría que concatenar esta evidencias cartesianas con la visión que Descartes nos
comunica de los otros hombres que pasan por la calle, incluso algunos conocidos
suyos, como si fuesen autómatas, puesto que esta visión nos recuerda a los enfermos
afectos al «síndrome de la prosopagnosia». Sería conveniente recordar, a esta luz, el
famoso sueño que Descartes tuvo en Suavia, el 10 de noviembre de 1619, que Adrien
Baillet nos relató, y que Freud psicoanalizó a instancias de Máximo Leroy (véase su
conocido libro, Descartes, el filósofo enmascarado). Este análisis de la filosofía
cartesiana, desde la perspectiva de la locura, nos confirmaría que la consideración de
Descartes como «padre de la filosofía moderna» (tan revolucionaria que, al parecer,
apenas pudo haber tenido ocasión de ser recibida adecuadamente en la atrasada
España de la leyenda negra) deja mucho que desear, y que es preciso no confundir al
Descartes matemático con el Descartes metido a filósofo.