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Filosofía en español
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Impreso el domingo 8 de enero de 2023

Theoria número 9
Madrid, 1955 páginas 153-158

Gustavo Bueno

La inmunidad, como estado derivado de la


esencia de la vida
Faustino Cordón, Jefe del Laboratorio de Bioquímica del Instituto Ibys, ha
publicado una teoría de la inmunidad que rebasa ampliamente el ámbito
científicopositivo en el que fue meditada –a saber, los estudios experimentales
sobre anafilaxia en cobayos– para alcanzar la categoría de una auténtica teoría
biológica general, de extraordinaria importancia, no ya sólo para la Medicina
práctica, sino también para la Biología teórica y aun filosófica.{1}

La presente nota, cuya finalidad es principalmente informativa, ofrece los


primeros pensamientos que un filósofo, interesado siempre por los problemas
biológicos, ha recogido en la obra profunda, sutil y revolucionaria de Faustino
Cordón. En el § 1 procuro situar la ideología de Cordón dentro de las grandes
corrientes biológicas. En el § 2, expongo sucintamente la nueva teoría de la
inmunidad. En el § 3, sus consecuencias y en el § 4, unas reflexiones críticas.

§1

La Biología dispone de dos grandes principios para organizar los fenómenos de


su campo: el principio de finalidad y el principio de causalidad o secuencia
mecánica (físicoquimica).

Estos dos principios –como sugirió Leibniz, siguiendo la tradición aristotélica–


pueden considerarse como complementarios en la ordenación de los hechos
biológicos; pero se contraponen muchas veces, históricamente, dando lugar a
interpretaciones de los fenómenos incompatibles entre sí. Ciertamente, esta
incompatibilidad no ha de considerarse derivada necesariamente de los principios,
sino de la defectuosa aplicación de los mismos. Sin embargo, la gran probabilidad
de estas aplicaciones defectuosas, casi inevitables, ha sido la razón de que los
biólogos suelan preferir renunciar a alguno de los dos principios fundamentales y,
de este modo, disponemos, por un lado, de una Biología teleológica (E. R. Russell
ha defendido últimamente, como es sabido, la necesidad, siquiera sea heurística,
del principio de finalidad, que sólo parcialmente queda recogido en el principio de
actividad directiva o vectorial, al modo de Jordán), y por otro lado, de una Biología
“cartesiana”, que propende a servirse únicamente de los conceptos físicoquímicos
para plantear y resolver los problemas biológicos.

En rigor, las categorías teleológicas y las físicoquímicas –que coinciden en ser


modos de unificación de los fenómenos– están obtenidas a distintos niveles de
abstracción del organismo viviente. Es indudable que las categorías teleológicas se
recogen originariamente en la percepción “macroscópica” –en la “conducta molar”
de los animales y del hombre–, aplicándose ulteriormente a los procesos y regiones
inobservables del organismo. La clásica teoría de la fagocitosis (Metschnikoff) para
explicar los procesos de inmunización, está inequívocamente construida a partir de
conceptos molares intuidos en la conducta humana. Al igual que, entre los
hombres, admitimos sociedades militarmente organizadas, que, ante las primeras
patrullas enemigas, movilizan todas las reservas disponibles para prevenir nuevos
ataques, así también imaginamos, en la que podríamos llamar “teoría militar de la
inmunidad”, un organismo siempre alerta, que, ante las más mínimas agresiones (la
recepción del antígeno) moviliza, en virtud de un mecanismo fundamentalmente
autónomo, todas las reservas que puede reclutar (anticuerpos) aprestándose a
luchar con las invasiones ulteriores.

Esto podrá parecer antropomorfismo o teleología burda y tosca, pero no por


razones generales –incapacidad de los conceptos teleológicos para organizar los
hechos biológicos–, sino por razones concretas y particulares –mala aplicación de
las categorías teleológicas–. Me parece evidente que muchas regiones de la vida
sólo pueden ser construidas científicamente a partir de conceptos “molares”. Es de
todo punto evidente que a partir de la definición de célula como glóbulo esférico que
contiene un medio hídrico coloidal (Rashevsky), no podremos jamás llegar a
construir la forma de un fémur. Análogamente, resultaría ridículo tratar de explicar la
puñalada que Bruto dio a César a partir de las secreciones de las nobles glándulas
suprarrenales de aquél. La necesidad de partir de otros conceptos más próximos a
la estructura que se quiere explicar es, en el fondo, una exigencia de los
procedimientos operacionales de medida. “Con toda su predilección por la unidad
de Ångström, el físico prefiere que le digan que para su nuevo traje se necesitan
seis yardas y media de tela, en lugar de 75.000 millones de Ångström de tela”
(Schrödinger: ¿Qué es la vida?, I, 4).

Además, tampoco los biólogos mecanicistas pueden liberarse totalmente de los


datos originarios, fenomenológicos, sobre los organismos. Aun cuando éstos se
afronten en tanto que son sistemas físicoquímicos, es evidente que la unidad
misma de estos sistemas nos es dada en la experiencia ingenua y originaria, y
gracias a estas unidades conocemos la peculiaridad de los procesos biológicos y la
imposibilidad de construirlos por mecanismos físicoquímicos. Esta peculiaridad
queda recogida, es cierto, dentro de categorías físicoquímicas, cuando se dice que
los procesos orgánicos son procesos físicoquímicos desarrollados gracias a
catalizadores singulares (v. gr., los enzimas), como lo prueba el que in vitro, puedan
reproducirse ciertos procesos biológicos cuando hemos logrado extraer el
catalizador y operar con él, como si se tratase de otra sustancia química cualquiera.
Pero entonces hay que extender la función catalizadora a las mismas formas
macroscópicamente observadas, afirmando que la estructura anatómica del
organismo es capaz de obrar como catalizador de las reacciones químicas
(Lecomte du Noüy: Sur l'unité de la méthode dans les Sciences physiques et
biologíques comparées, París, Hermann & Cía., A. S. I. número 389, pág. 7).

Las precedentes consideraciones no tienen otro objeto que debilitar la confianza


excesiva que los mecanicistas suelen poner en los conceptos físicoquímicos, como
conceptos originariamente adaptados a la explicación biológica. Los conceptos
físicoquímicos, son, asimismo, meramente aproximativos y en modo alguno
independientes. Aun cuando sea posible obtener in vitro ciertas reacciones
biológicas genuinas, no puede olvidarse nunca que la diastasa o la alexina
empleada en el experimento ha sido segregada por un organismo viviente y, por
tanto, es solidaria de éste en su significación ontológica. Por consiguiente, aun
cuando prescindamos de la peculiarísima forma de unidad brindada por las
categorías teleológicas no podemos prescindir de ciertas categorías estructurales,
de ciertas formas de unificación también características de los seres vivos, y que
impiden confundir los procesos biológicos con los meramente físicoquímicos. El
organismo no es un simple sistema de procesos físicoquímicos: tiene una unidad
ontológica más profunda, manifestada ya en la naturaleza de las diastasas, en
cuanto reguladora de la unidad de los individuos, de las especies y de los géneros
vivientes. (Aun cuando los enzimas, como sugiere Cordón, puedan crearse a
instancias del medio del animal, erigiéndose en “el cauce del medio para actuar en
el citoplasma”, es evidente que estos enzimas nuevos sólo se configuraron gracias
a otros previos, origen de la unidad orgánica).

En conclusión: desde las mismas categorías físicoquímicas comprobamos su


insuficiencia para alcanzar, por construcción, las formas biológicas. La físicoquímica
biológica no puede olvidar jamás que opera sobre sistemas acotados previamente,
según intuiciones que, en último extremo, están más próximas a la unidad
teleoklina que al sistema físiquímico.

Hay, pues, un punto de vista que, en cierto modo, es intermedio entre el


teleologismo exagerado y el mecanicismo extremo, y que puede llamarse
estructuralismo. Para él, los procesos biológicos, aun cuando se investigan con los
instrumentos físicoquímicos, son posteriores a las unidades estructurales (v. gr., las
células), y no recíprocamente. El concepto de estructura es, así, un concepto que
permite trabajar en los organismos sin presuponer una teoría metafísica de la vida,
en el sentido del vitalismo o del mecanicismo, al propio tiempo que deja abierto el
camino a las investigaciones metafísicas sobre la esencia de estas estructuras y
unidades biológicas, en cuanto no es posible construirlas a partir de los conceptos
físicoquímicos.
Seguramente que el autor del libro sobre la inmunidad que reseño, F. Cordón, no
tendría inconveniente en suscribir la actitud estructuralista. Pese a algunas
manifestaciones antiteleológicas, exageradas a mi juicio, en diversas ocasiones F.
Cordón deja ver hasta qué punto está libre de las categorías atomísticas, en
beneficio de una consideración total, estructural de los procesos biológicos. “La
existencia de manifestaciones de vida, de origen indudablemente común, en
condiciones muy diversas y adoptando formas muy variadas (dentro de su
semejanza esencial) y la extraordinaria continuidad de todas las manifestaciones de
vida, nos afirman en nuestra idea de que los rasgos esenciales de la vida en
nuestro planeta han de ser inteligibles, pero a condición de abordarlos con criterio
sintético; es decir, abstrayendo por observación biológica de los seres vivos (por
observación de los procesos que tienen lugar en ellos a nivel de la vida) lo que
tengan de común los procesos biológicos, y forzando luego la extensión de los
conceptos físicoquímicos generales para que comprendan tales procesos; y no
hacer lo contrario, es decir, desmenuzar tales procesos –haciendo así que caigan
por debajo del nivel de organización de lo viviente– para conseguir que obedezcan
simplemente a supuestos físicoquímicos de sistemas ya estudiados in vitro” (págs.
217-218).

§2

Las teorías vigentes coinciden en la consideración de los anticuerpos como el


fenómeno primario de la inmunización. En virtud de la capacidad de producción de
anticuerpos (capacidad que es actualizada por el estímulo antigénico), el animal se
encuentra “preparado” para resistir las invasiones patógenas. La inmunidad será,
según esto, un caso particular de digestión intracelular de los gérmenes y de sus
venenos (fagocitosis), pero, sobre todo, un efecto de la disgregación extracelular de
las sustancias antigénicas (según subraya la teoría humoral). Esta disgregación (en
el sentido más amplio de la palabra: lisis, aglutinación, &c.) se hace posible gracias
a los anticuerpos, que son segregados en virtud de una especial función celular (al
menos, de las células productoras de seroglobulinas), puesta en actividad ante la
primera y, a veces, infinitesimal alarma antigénica. (Si los anticuerpos, pese a su
secreción “autónoma”, son específicos –adaptados a cada invasor–, esto se
explica, sobre todo, porque el antígeno que “desencadena” la formación de
anticuerpos, actúa, al propio tiempo, como un molde, confiriendo a aquéllos una
singular afinidad consigo mismo. Desaparecido el antígeno, la célula seguirá
produciendo autónomamente globulinas, como por inercia, configuradas según el
primer patrón). La inmunización pasiva parece confirmar brillantemente esta teoría
de la inmunidad por los anticuerpos –cuando inyectamos a un animal anticuerpos,
le suministramos armas para combatir a los agentes patógenos, que se suman a
las suyas propias. La inmunidad consiste, según las teorías clásicas, en la especial
disposición del animal para eliminar el antígeno, lo que consigue en virtud de la
capacidad de segregar anticuerpos. La Inmunología vigente es Serología (pág.
120).
La teoría de F. Cordón se establece sobre principios diametralmente opuestos:

1) Según Cordón, la inmunidad no será un estado resultante de la capacidad de


eliminar antígenos, sino, por el contrario –podríamos decir– de la capacidad de las
células para identificarse con ellos. Este es el fenómeno primario de la
inmunización.

2) Como esta identificación es anterior a la formación de los anticuerpos, y aun


causa de ella, según la original teoría de Cordón, el proceso de segregación de
anticuerpos no ha de computarse como el fenómeno primario de la inmunización,
sino como un fenómeno secundario que incluso puede faltar (pág. 172), pero que,
cuando se produce, no hace sino contribuir al proceso inmunizador, de acuerdo,
eso sí, con los mecanismos clásicos (pág. 171).

3) El fenómeno primario de la inmunización, en virtud de la naturaleza de su


concepto, ya no puede ser reducido a la condición de una “función especializada”
del viviente, sino que consiste en un proceso que, en sustancia, se confunde con la
misma vida celular y, por tanto, guarda estrechas relaciones con los procesos
ontogenéticos y de herencia.

* * *

F. Cordón repite varias veces que las teorías vigentes sobre la inmunidad están
inspiradas por el burdo esquema teleológico, según el cual animal se prepara, ante
la primera alarma, para las ulteriores invasiones mediante la formación de los
anticuerpos. Esta afirmación, enunciada sin distinciones, es muy discutible, y sólo
se adapta a las teorías tipo Metchnikoff y Ehrlich: pues la llamada “teoría humoral”
opera con categorías que son más bien físicoquímicas que teleológicas; y, por otra
parte, la propia teoría de Cordón es compatible, sin violencia ninguna, con una
interpretación finalística, como procuraré mostrar al final de esta nota.

En consecuencia, estimo que no son los esquemas teleológicos los que


desvirtúan las teorías vigentes sobre la inmunidad, sino otras dificultades concretas,
y que el propio Cordón señala agudamente.{2} Entre ellas destaco las que son, para
mi punto de vista general, más importantes:

1.° El propio mecanismo de “segregación” de los anticuerpos por las células


correspondientes. Habría que suponer una especial “reactividad” en estas células –
lo que no deja de ser una qualitas occulta.

2.° La desproporción, en ocasiones enorme, entre la cantidad de estímulo


antigénico y la cantidad de anticuerpos específicos segregados. Habría que
concebir la acción del antígeno como un estímulo misterioso –el ictus
inmunisatorius– que desencadenaría, según la ley del todo o nada, la formación de
anticuerpos específicos. El ictus inmunisatorius nos parece subordinado al
“Trefferprinzip”, ya de suyo misterioso, de Timoféëff y Resovski.

3.° Si el antígeno fuese una sustancia (proteínica) somatoextraña a las células


productoras de anticuerpos, habría que conceder a éstas una capacidad singular
para distinguir las proteínas pertenecientes a cualquier órgano de un animal de su
misma especie, y las pertenecientes a un animal de especie distinta. Pero esta
capacidad es completamente imaginaria, pues las propias proteínas no ofrecen
ninguna característica común, y hay profundas analogías entre algunas proteínas
propias y otras extrañas. Asimismo, hay casos, como es sabido, en que sustancias
de la propia especie actúan como antígenos.

* * *

Todas estas dificultades se basan en estos presupuestos sobreentendidos:

1) Que el antígeno actúa como tal en la medida en que es un extraño al


organismo.

2) Que los anticuerpos se forman en virtud de un proceso relativamente


autónomo, del cual el antígeno es fundamentalmente mero desencadenante.

F. Cordón niega formalmente estos dos presupuestos. Ni el antígeno actúa en


cuanto tal en la medida en que es una sustancia extraña al organismo, sino en
cuanto tiene analogía con él, ni los anticuerpos se forman por una suerte de
secreción autónoma, sino gracias a la acción continuada del antígeno. Por
consiguiente, la distancia entre la acción del antígeno y la formación del anticuerpo,
característica de las teorías vigentes, queda sustituida, en la teoría de Cordón, por
una íntima colaboración, que explica el mecanismo de “segregación” de
anticuerpos, la desproporción, enorme a veces, entre el estímulo antigénico y la
masa de anticuerpos resultantes, y los fenómenos de autoinmunización que –
podríamos decir– dejan de ser casos particulares anómalos para erigirse en
paradigmas del proceso de inmunización.

Según la original hipótesis de F. Cordón, cuando el antígeno penetra en el medio


coloidal citoplásmico, lejos de ser “repelido”, determina un movimiento –de
naturaleza más bien física que química y que debería ser puesto en relación con la
capacidad del carbono de enlazar sus átomos entre sí, formando macromoléculas–,
en virtud del cual su propia estructura (la del antígeno) tiende a propagarse, a
multiplicarse por todo el medio citoplásmico, pudiéndose decir de algún modo que
se produce una identificación entre el citoplasma y el antígeno, integrándose éste
en aquél, y configurándolo según su estructura. Para esto hay que suponer,
naturalmente, que el medio citoplásmico es capaz de recibir esta estructuración (es
decir, que tiene una sustancia “homóloga” a la del antígeno).
Pero, como se comprende de suyo, si el antígeno, “por su sola presencia”,
determina un movimiento de organización protoplasmática de acuerdo con su
propia estructura, las estructuras resultantes reiterarán el proceso. Esto permite
comparar la acción del antígeno con la de un catalizador, pudiéndose afirmar que el
antígeno actúa como catalizador de su propia producción. Si el antígeno Ag penetra
en un medio citoplásmico que contiene las sustancias A y B, podremos escribir:

  (Ag)  
A + B ⇄ Ag

Según Cordón, esta multiplicación autocatalítica de la proteína somato-extraña


(que tiene una gran semejanza con la propagación de los virus) se verifica
exclusivamente a expensas de proteínas de citoplasma ya sintetizadas, con lo cual
queda respetada la célula en cuanto unidad de las manifestaciones vitales. A y B no
han de interpretarse, por tanto, como elementos de materia proteica de bajo peso
molecular que, en estado de disolución verdadera (es decir, no de dispersión
coloidal) se encuentra en el medio hídrico intracelular. Si así fuera, no se explicaría,
entre otras cosas, la enorme velocidad de muchos procesos inmunológicos, pues la
síntesis de proteínas a partir de péptidos sencillos y aminoácidos, habría de ser
más lenta.

Por consiguiente, la multiplicación antigénica ha de concebirse como una


conformación de las proteínas propias preexistentes en el citoplasma (en estado
coloidal) a la estructura de la proteína homóloga que penetra en el citoplasma. “En
este sentido, atendiendo a la velocidad de la propagación, el proceso de
automultiplicación del antígeno, parece semejarse, más que a una biosíntesis
propiamente dicha, a los efectos de cebamiento por un cristal de una sustancia de
una disolución sobresaturada de ella o a fenómeno análogo” (pág. 80).

La posibilidad de que las estructuras propias se adapten a las ajenas se funda,


naturalmente, en la posibilidad de que una estructura propia varíe hacia formas
nuevas. Esta posibilidad ha de ponerse en relación con la singular plasticidad de las
proteínas, en virtud de la cual la proteína homóloga del antígeno será capaz de
adoptar un número mayor o menor de estados distintos (de estereoisómeros); el
estado de las proteínas citoplasmáticas más frecuente (o dominante) define la
estructura presente, pero sin excluir otras estructuras.

Ahora bien: en el proceso de propagación del antígeno por el medio


citoplasmático sucede –aunque no es necesario que esto suceda siempre– que
ciertas moléculas del antígeno, cuya estructura resulta “extraña” para los enzimas
intracelulares, caerán en disolución y se irán acumulando en el medio intracelular
hasta que, al alcanzar una concentración determinada, serán eliminadas y vertidas
por las células a los medios humorales, como residuos. Estos residuos serán
precisamente los que conforman directamente los anticuerpos. Con esta atrevida
hipótesis queda explicado admirablemente lo que no explican las teorías vigentes,
según antes hemos señalado: 1) El mecanismo de segregación de los anticuerpos.
2) La desproporción entre el estímulo antigénico, infinitesimal y efímero a veces, y
la formación de anticuerpos, masiva y perseverante. En efecto, supuesto que sigue
el proceso de automultiplicación del antígeno, así también continuará el proceso de
formación de moléculas residuales, origen –“determinante inmunológico”– de los
anticuerpos. Asimismo, queda explicada la especificidad de los anticuerpos y el
alcance de la conformación de las globulina por la proteína extraña integralmente
considerada. Pues la afinidad específica de los anticuerpos se limita a aquellas
porciones de la proteína extraña usada como antígeno, por las que éste difiere de
la propia del animal inmunizado, homóloga del antígeno (pág. 123); el anticuerpo
nunca reacciona con la molécula propia. Por tanto, lo que conforma el anticuerpo es
el “determinante inmunológico” y no el antígeno completo. 3) Se comprenden
perfectamente las dificultades de las proteínas propias (o de especies
filogénicamente inmediatas al animal) para formar anticuerpos, así como también la
posibilidad de una inmunización sin anticuerpos (cuando el antígeno llegue a
metabolizarse en la célula huésped de un modo perfecto, sin dejar residuos).

¿Qué es, pues, la inmunidad? Sencillamente –podríamos decir interpretando las


ideas de Cordón–, es un estado del animal por el cual se ha hecho “semejante” al
invasor, de suerte que éste ya no pueda afectarle, chocar con él y transmutar
mortalmente su estructura. Este estado de semejanza con el “enemigo” (con el
extraño) se logra, primariamente, en la automultiplicación intracelular del antígeno;
secundariamente, en la formación de anticuerpos. Pero tanto el primer proceso
como el segundo, si son posibles, se debe a que la dinámica realidad del
protoplasma, puede construir tales estructuras proteicas –es decir, producir la
automultiplicación proteica– y, por tanto, puede concebirse que las haya producido,
aunque efímeramente, antes del ictus inmunisatorius. Según esto, sólo inmuniza lo
propio: y la inmunización es la actualización (erigiéndose en estado predominante)
de uno de los estereoisómeros preexistentes efímeros, por efecto de la
incorporación del antígeno.

§3

“De modo análogo a como la disposición de las rayas del espectro ha permitido
penetrar en los procesos que juegan en el interior del átomo, podemos decír que
los postulados básicos establecidos sobre la inmunidad parecen constituir una
clave que permite inducir el acontecer intracelular.”

Sobre las líneas de su teoría de la inmunidad, Cordón levanta dos


generalizaciones de extraordinario interés biológico, que son las siguientes:

1.° No sólo el antígeno inmunizante se automultiplica: todas las proteínas tienden


a automultiplicarse, constituyendo esta tendencia una ley sustancial de la materia
viviente, el quehacer propio de la vida.
2.° No sólo los antígenos inmunizantes tienen una sustancia homóloga en el
inmunizado, sino también, recíprocamente, a toda sustancia proteica –es decir, a
toda sustancia viviente– le corresponde una homóloga, con la que puede entrar en
relación de antígeno.

Veamos brevemente el alcance biológico de estas atrevidas generalizaciones.

I. La automultiplicación general proteica

La automultiplicación general de las proteínas constituye un proceso sui generis


que no debe confundirse con el aumento cuantitativo del sustrato viviente (merced
al alimento), ni con el proceso de síntesis proteica intracelular (dirigido por enzimas,
no autocatalítico).

La automultiplicación proteica refleja el proceso mismo del vivir, la propia


actividad vital del citoplasma (hecha abstracción de su crecimiento a expensas del
medio). Según esta actividad, pueden predicarse dos propiedades esenciales del
citoplasma:

a) La plasticidad, o posibilidad de adoptar distintas formas.

b) La coherencia, o sea la tendencia de la forma adoptada en un punto (a


consecuencia de un estímulo exterior) a propagarse por todo el ámbito
protoplásmico sin destruir la continuidad espaciotemporal del viviente.

De esto se infiere que si el citoplasma tiende a recuperar de nuevo sus estados


primitivos, tiende a la estabilidad de su estructura originaria, es porque sus
movimientos están regulados por una porción intracelular, principio de la
permanencia, no por su fijeza inmutable (pues también ella se encuentra, según
Cordón, en movimiento incesante), sino por el juego recíproco con los movimientos
del citoplasma (ambos movimientos marchan a distinto tempo). Esta porción
intracelular son los cromosomas.

Ahora bien: como quiera que la estabilidad en el dinamismo de los movimientos


celulares es el fundamento de la inmunidad –es decir, de la perseveración,
recuperación o continuidad del organismo consigo mismo, después de la alteración
producida por el medio– y, como esta estabilidad, o mejor, esta continuidad en
medio del cambio, es el contenido mismo de la herencia (que es, sobre todo,
perseverancia y continuidad de la estructura celular a través de los individuos),
podremos concluir que inmunidad y herencia son dos aspectos del mismo proceso:
el juego mutuo entre los movimientos del citoplasma y los del núcleo, que permite a
la célula continuar su estructura en medio de los estímulos del medio e incorporar
formas nuevas sin perder su continuidad (lo que explica la evolución de las
especies a base de las alteraciones producidas en el soma). La Inmunología y la
Genética, hasta ahora separadas, deben iniciar un diálogo fecundo, ya que los
fenómenos que cada una estudia dimanan de la misma fuente, que es la vida
celular. “Un mismo mecanismo permite la armonía del desarrollo ontogénico;
protege, frente a alteraciones fortuitas, la dotación cromosómica de las células
germinales o la altera fijando un carácter nuevo; y, por último, corrige las
perturbaciones del organismo adultos (pág. 97). La estructura citoplasmática,
propagándose de célula a célula por el ámbito de un tejido, determinará la
constitución de éstos, estando la uniformidad y permanencia de los mismos
garantizada por la ley de los grandes números. Los tumores quedarían explicados,
asimismo, como una de las posibles consecuencias de este desarrollo estadístico
del movimiento proteico, a saber, cuando en un punto del tejido comience a
prosperar una estructura no conveniente en el conjunto del mismo (los tumores
originados por virus se adaptan muy bien a esta explicación). La evolución de las
especies queda explicada como adquisición de nuevos caracteres (los
cromosomas) por vía somática, conciliándose las exigencias de la genética
mendeliana y de la genética lamarckista (Escuela de Lysenko).

II. La afinidad entre todas las células vivientes

Si el animal atacado puede reaccionar gracias a las proteínas homólogas del


antígeno que él posee, como los antígenos son generalmente proteicos, podemos
pensar en que toda célula, por relación a las demás, es inmunizante y toda célula
es inmunizable. La vida es homogénea, en medio de su diversidad, y, por encima
de la lucha por la vida, hay que poner la fraternidad universal de los vivientes, la
adaptación y ayuda de los unos a los otros. El concepto de homología de la célula
por respecto a la proteína que recibe como antígeno, hace sospechar, no en una
agresión por un organismo extraño (y, consiguientemente, en una preparación para
la defensa), sino en la afinidad de los seres vivos que permiten la incubación por
unos de proteínas procedentes de otros.

§4

Los pensamientos de Cordón expuestos en los dos párrafos anteriores –que,


aparte de su coherencia interna, explican muy bien multitud de hechos–
constituyen, sin embargo, atrevidas generalizaciones que, a su vez, se fundan en
hipótesis plausibles, pero no demostradas. Cordón fuerza, audazmente, las leyes
lógicas de la consecuencia. De las proposiciones particulares [φ(x)] pasa a las
universales [(x)φ(x)]; así, de la tesis de multiplicación del antígeno, saca “como
consecuencia inmediata” la automultiplicación general proteica (página 205). De las
implicaciones directas (p → q), y sin haber demostrado las condiciones de Hauber,
pasa a las recíprocas (q → p): “este efecto del cromosoma sobre el citoplasma
implica la posibilidad del efecto recíproco” (página 92), o bien: “la naturaleza
proteica del antígeno conduce a la naturaleza antigénica de toda proteína” (pág.
204).
Nada más lejos de mi mente que reprochar a Cordón estos “saltos mortales”
lógicos; antes al contrario, aplaudo su audacia, gracias a la cual puede brindarnos
un hermoso sistema biológico que es, ciertamente, hipotético, como todo sistema
científico, pero que, además de explicar muchísimos hechos y de constituir,
seguramente, el punto de partida para numerosas investigaciones experimentales,
abre al teórico amplias perspectivas, cuajadas de sugerencias.

Gracias a Cordón, nos es dado concebir, con serios fundamentos positivos, la


totalidad de las sustancias vivientes (la biosfera, para utilizar la cómoda expresión
de Leonardi) como un éter extraordinariamente flexible y elástico, cada uno de
cuyos puntos (células, tejidos, organismos) resiste los influjos (casi tanto mecánicos
como químicos) de los demás puntos, sometiéndose a ellos, pero recuperando
después –por su elasticidad– la situación primitiva, o al menos, tendiendo a
recuperarla. Inmunidad y herencia no son sino manifestaciones de esta elasticidad
(plasticidad y coherencia, dice Cordón) de la sustancia viviente, considerada, no
tanto en abstracto, cuanto en las interpretaciones de las sustancias vivientes. La
biosfera se nos presenta, pues, como el medio elástico en el que tienen lugar los
movimientos ondulatorios de vaivén, que explican simultáneamente la estabilidad
de los organismos y la propagación de las deformaciones en forma continua. Las
consecuencias que esta concepción determina por respecto a la ley entrópica,
aplicada a los vivientes, pueden ser importantísimas.

Sin embargo, hay hechos, según creo, que se oponen directamente a las
conclusiones de Cordón. La anafilaxia parece contradecir formalmente la tendencia
de las células a su coherencia: la guerra química entre los vivientes (por ejemplo, el
veneno, al parecer de naturaleza albuminoidea, que la cobra utiliza como arma
ofensiva) destruye el equilibrio de la biosfera, concebido como afinidad. Con
impaciencia esperamos la Teoría de la Anafilaxia que F. Cordón anuncia en su libro
(página 54).

Por último, haré una observación de naturaleza gnoseológica. Cordón pretende


haber eliminado de su pensamiento las reliquias “burdamente teleológicas” que
entorpecen y enmascaran !a investigación científica de la inmunidad. Pero ¿ha
eliminado con ello toda categoría metafísica, sin la cual no hubiera podido avanzar
en su brillante carrera? Ha despojado a la teoría de la inmunidad de los conceptos
antropomórficos tales como “lucha”, “preparación” y “defensa”, pero a cambio de
sustituirlos por categorías tales como “unidad”, “permanencia”, “coherencia”,
“desarrollo”. Ciertamente, estas categorías están más limpias de la ganga
antropomórfica, pero no porque el hombre no las haya sacado de sí mismo, sino
porque las aplica con mayor facilidad a campos no humanos. Y estas categorías
obligan al filósofo a meditar profundas cuestiones en las que es probable que
resurja de nuevo, inevitablemente, la teleología (a propósito de la estructura
permanente, como sustancia, en el sentido formal “leibniziano”) si bien de un modo
mucho más refinado. A fin de cuentas, el concepto de fin es un modo de expresar la
unidad entre dos funciones separadas por un tiempo t, cuando una se postula como
acontecimiento futuro (así como la causalidad expresa esta unidad referida –en la
causalidad mecánica– a acontecimientos pasados).

Precisamente este es el mayor elogio que, como filósofo, se me ocurre hacer a la


obra de Cordón: que sus ideas, no solamente parecen llamadas a fomentar las
investigaciones experimentales en este campo de la Biología, sino que también van
a obligar a los filósofos a plantearse un importante conjunto de problemas que
suelen tener muy descuidados. No me parece muy arriesgado pronosticar que el
libro de Cordón va a actuar, en el mundo del espíritu, como antígeno fecundo,
automultiplicado indefinidamente en multitud de investigaciones que, aun cuando
volviesen de nuevo a sus cauces, supondrían una vibración, un trozo de vida, en
esta parte del cosmos viviente que es el Pensamiento humano.

Gustavo Bueno Martínez

——

{1} F. Cordón: Inmunidad y automultiplicación proteica. Biblioteca Ibys de Ciencia


Biológica. Madrid. Revista de Occidente. 1954. Constituye el IX tomo de esta
Biblioteca, que ha sido iniciada por las Die Immunitätsforschung de R. Doerr
traducidas por el propio Faustino Cordón.
{2} La única dificultad, directamente derivada de las categorías teleológicas, que se alza
contra las teorías vigentes sobre la inmunidad es la anafilaxia. Si en la primera
recepción de antígenos se producen anticuerpos destinados, por hipótesis teleológica,
a mantener el estado refractario frente e futuras invasiones, ¿por qué la inyección
desencadenante determina el choque anafiláctico? ¿Por qué los anticuerpos se
vuelven contra el propio organismo? Se dirá que el choque anafiláctico es una
proteotoxicosis, una veloz digestión paraentérica de la albúmina (gracias a los
anticuerpos proteolíticos producidos por la inyección sensibilizadora) con abundante
formación de productos tóxicos. Pero, ¿acaso no sigue esto siendo una disteleología?
Pues esta digestión paraentérica en los casos normales “está destinada” a producir la
inmunidad y no el choque anafiláctico.
Ahora bien: ¿acaso las disteleologías excluyen la directividad en las casos normales?
Sería lo mismo que decir que nuestras armas no están normalmente orientadas a
atacar al prójimo, dado que alguna vez se vuelven contra nosotros.
Filosofía en español  Bibliografía de Gustavo Bueno 1950-1959
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