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Le gustaban los ríos pues también discurrió largo rato dándole vueltas al
valle chimila del Ariguaní viviendo con su madre en las formidables
haciendas de La Avanzada y El Paso Real. Después se metió en los
territorios de Fundación y Aracataca –la volátil Macondo garciamarquiana-
donde aprende los rudimentos de la música de vientos. Pero también
percibe el carácter cerrero y montaraz de su abuelo, El Ñato Peñaloza y de
su madre Fermina adquiriendo esa determinación a no dejarse amilanar
por nada ni nadie dejando siempre sentada su presencia con una altivez
de espíritu no exenta de alguna arrogancia intelectual.
Porque Peñaloza, en una época en que los músicos de por estos lares no
pensaban y solo tocaban, lo fue. Dilucidando la filosofía y la política a la
que le mezclaba complicados argumentos sociológicos que pretendían
explicar los destinos no ciertamente generosos de un país arrastrado por la
suma de las violencias de todo el siglo XX. Por ello, a cualquiera de sus
discípulos aventajados en el ramo música, lo primero que le formulaba a
manera de recomendación “era que se fuera a la civilización, lejos de aquí,
y que se quedará allá y que por favor, que nunca se le ocurriera, ni en la
peor de sus pesadillas, la triste idea del retorno”.
Tuvo una gran facilidad para tocar cualquier música y fue quizás la
avanzada más grande en el proceso de intercambiar presencias étnicas y
culturas entre el jazz y los aires del Caribe colombiano, todo bajo la égida
de una pasión visionaria por universos sonoros que solo él tuvo la virtud
de vislumbrar. No en balde dijo su discípulo Justo Almario que “fue uno de
los músicos más grandes de Latinoamérica en el siglo XX”.