Está en la página 1de 4

AL RITMO Y GENIO DE PEÑALOZA

Adlai Stevenson Samper

Nació en la ribera del río Magdalena, en la población de Plato, en donde


algún día un hombre se volvió caimán y se fue para Barranquilla, ciudad
que lo acogió y lo vio morir envuelto en una danza de garabato eterna. Una
curiosa relación la del músico y compositor en torno a esa vasta corriente
de agua generadora de transporte y de cultura que fue también objeto de
uno de sus proyectos secretos y nunca realizados: recorrerlo palmo a
palmo en una expedición de antropólogos, etnólogos y musicólogos
buscando cada meandro, ciénaga, para encontrar las claves perdidas de
nuestra cultura musical. A fe que de haberlo hecho, hoy estuviéramos
contando la historia de la música costeña descubierta por Antonio María
Peñaloza.

Le gustaban los ríos pues también discurrió largo rato dándole vueltas al
valle chimila del Ariguaní viviendo con su madre en las formidables
haciendas de La Avanzada y El Paso Real. Después se metió en los
territorios de Fundación y Aracataca –la volátil Macondo garciamarquiana-
donde aprende los rudimentos de la música de vientos. Pero también
percibe el carácter cerrero y montaraz de su abuelo, El Ñato Peñaloza y de
su madre Fermina adquiriendo esa determinación a no dejarse amilanar
por nada ni nadie dejando siempre sentada su presencia con una altivez
de espíritu no exenta de alguna arrogancia intelectual.

Porque Peñaloza, en una época en que los músicos de por estos lares no
pensaban y solo tocaban, lo fue. Dilucidando la filosofía y la política a la
que le mezclaba complicados argumentos sociológicos que pretendían
explicar los destinos no ciertamente generosos de un país arrastrado por la
suma de las violencias de todo el siglo XX. Por ello, a cualquiera de sus
discípulos aventajados en el ramo música, lo primero que le formulaba a
manera de recomendación “era que se fuera a la civilización, lejos de aquí,
y que se quedará allá y que por favor, que nunca se le ocurriera, ni en la
peor de sus pesadillas, la triste idea del retorno”.

Eso le dijo al saxofonista Justo Almario. También al pianista Joe Madrid y


al cantante –hechura en gran parte suya- Nelson Pinedo. Saben cómo
aprendió Nelson a cantar todo tipo de aires, desde boleros, pasando por
porros, cumbias y guarachas? Siguiendo los ejercicios métricos que
Peñaloza le formuló en el sentido de cantar cualquier cosa con una
cadencia especial, con un tiempo, que era, más allá de las partituras, el
sentido de la música. Decía que un tango escrito no era un tango. Igual
una cumbia. Y que la cadencia de tiempo cultural era la que marcaba el
verdadero sentido de la música a la que le aplicaba curiosos ejercicios que
después se convirtieron en la utopía del cross over: tocar tangos como
vallenatos, rancheras como sones, porros como guarachas, jazz como
fandango y una larga lista de excentricidades musicales que fueron en su
tiempo patente de herejía y de burlas por parte de los circunspectos
académicos y que ahora son el pan nuestro de cada día de la música
internacional. Algo de toda esa búsqueda se siente en la composición y
arreglos de Te Olvidé, el himno del carnaval de Barranquilla donde la
trompeta muestra armonías jazzísticas, el piano repica percusivo, la
percusión muestra el aire de garabato cerrado para batería y Peñaloza;
Peña para sus amigos, grita con voz entusiasmada de ron en Batalla de
Flores “Viva la danza del Garabato, viva el carnavá!”

Jodido como él solo pudo imaginárselo. No perdonaba mediocridad


musical ni contendores ignaros que eran fustigados con su terrible
presencia. En los foros culturales en donde aparecía con su caminadito de
animal cansado, miraba la mesa de los foristas detenidamente, para
después sentarse con parsimonia teatral. Miraba para todos lados
mascando una bolita é coco que repasaba por toda la boca y a veces,
cabeceaba adormilado como táctica de despiste. En cualquier momento
levantaba su mano para cuestionar con sólidos argumentos tal o cual
punto de los expositores que empezaban a ponerse pálidos, sudorosos,
ante la creciente arremetida en crescendo de Peñaloza que los iba dejando
chiquitos, mínimos, torpes hasta que el foro se disolvía por efecto de su
poderosa labia. No en balde le llamaban “El desbarata foros”.

Al que quería meterse en la música y carecía de condiciones, se lo decía


sin atenuantes. Cómo la vez en una clase de solfeo la estudiante no
lograba subir la escala, forzada, chirriaba deletreando el do, re, mi, sol
hasta que Peñaloza la paró con el argumento de una ayuda pedagógica que
consistía en gritar el pregón callejero “Aguacate, llevooo aguaaaacaates”,
subiendo el tono cada vez con pasmosa facilidad hasta que fue
interrumpida con esta admonición sobre la suerte de su destino musical:
“Víste, para eso es lo que tú sirves, para vender aguacates”.

De una locura esplendida, no vacilaba en montarse con bandas gringas de


jazz llevando a cuestas una tambora, un guache y un tambor alegre de
cumbia, mientras él repasaba con la trompeta por los innumerables
senderos que conocía. Igual a la vez en que una empresa disquera
antioqueña le acolitó un trabajo suyo llamado Siete sabrosuras bailables y
una vieja serenata costeña, en donde se le ocurrió, usando el montaje de
edición por pistas, tocar casi todos los instrumentos: él mismo era la
banda misma.

Mucho de lo que Peñaloza hizo se desapareció en los archivos de las


disqueras comido por los hongos y la indolencia de los directivos de esas
empresas. Otros fueron asimilados a proyectos coyunturales de grabación
que nunca dieron el paso –como lo hicieron Pacho Galán, Lucho Bermúdez
y Edmundo Arias-, a orquesta estables con su respectiva organización.
Peor aún, algunos proyectos quedaron en maquetas, en esbozos de algo
que de haber pasado hubiese quebrado; y no exagero, el rumbo de la
música colombiana como la opereta Chambacú, hecha conjuntamente con
los Zapata Olivella de la que sobrevive una soberbia canción montada en
los años noventa por Totó La Momposina, una de las cantantes que más le
ha grabado sus canciones.

Con la música andina también provocó celebres polémicas al calificar el


bambuco como un aire negro –que lo es-, al cual los interioranos le
cambiaron el tiempo fuerte y lo volvieron otra cosa, pelea que se escenificó
entre intelectuales, periodistas y músicos constituyéndose la carta de
presentación de Peñaloza en la fría y ceremoniosa Bogotá de los años
cuarenta.

Tuvo una gran facilidad para tocar cualquier música y fue quizás la
avanzada más grande en el proceso de intercambiar presencias étnicas y
culturas entre el jazz y los aires del Caribe colombiano, todo bajo la égida
de una pasión visionaria por universos sonoros que solo él tuvo la virtud
de vislumbrar. No en balde dijo su discípulo Justo Almario que “fue uno de
los músicos más grandes de Latinoamérica en el siglo XX”.

Lástima que a Peñaloza no le alcanzó el tiempo vital y la armonía


compresiva de su época para que todo esa construcción sonora se hiciera
realidad. Pero le cabe el indudable merito de haberla delineado y soñado.

También podría gustarte