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E l p o r r o co n q u i s ta a B o g otá 2

Aun cuando los sociólogos quieran ignorarlo, el porro, como


rasgo protuberante de la migración mulata hacia la capital, tiene una
gran significación. Ha contribuido al enriquecimiento de nuestro
folclor, amasándolo y dándole un contenido más unitario, nacional.
También juega un gran papel en la afluencia de músicos, turistas ya
en la movilización de no pocos capitales que aprovechan el esnobis-
mo para transformar la melancolía indígena de esta señora de las
Brumas. Bogotá ha despertado al oír el tamborileo de los bongoes,
el aullido de las maracas y el verso pícaro, desnudo de rubores, de la
«puya» y el «vallenato» costeños. El Caribe deja escuchar sus canta-
res impregnados de algarabía africana en los picachos andinos. No
pocos son los rasgos que acentúan en el capitalino, como productos
del mestizaje de los glóbulos mulatos disociándose cual pincelada
alegre en la acuarela gris del viejo santafereño.

Gaita s c aribes y ta mbores afric anos

Parece que muchos críticos están de acuerdo en hallar raíces


negras en el bambuco. Son muy raros los aires musicales de Amé-
rica que se escapan de sus influencias. Tal vez los «yaravíes» y otros
cantos del altiplano, aún no conquistados por los cantares marinos,
pero desde el tango argentino, pasando por el joropo venezolano, el
punto guanacasteco, en Costa Rica, hasta la zandunga y el huapan-
go mexicanos, de uno a otro polo, sin olvidarnos de los vigorosos
grupos negroides de las Antillas, el africano fue dejando, junto con

2 Tomado de Diario de la Costa, Cartagena,


domingo 1º de marzo de 1942, p. 12.

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la sangre de sus espaldas, ese canto ronco, musical, lujurioso, que
brotaba de su pecho. Pero en Colombia no se le había querido dar
carta de nacionalidad a estas huellas, que, lejos de aminorar sus
caracteres recesivos, parece que los multiplican.
En la historia del folclor del litoral Atlántico han desaparecido
tradiciones que de haber sido estimuladas hoy dieran mayor homo-
geneidad a este resurgimiento de lo negro. Por ejemplo, los bailes
congos y los cabildos que se bailaron hasta principios del siglo en
Cartagena, todavía vivos, pero amenazados de muerte en Portobelo,
Panamá. Fiestas populares como el fandango, bailados en las sabanas
del Sinú y Bolívar, con caracteres patrióticos, hoy en agónicos gestos
de plena decadencia, y otros, no solo ignorados por nuestros artistas,
sino, a veces, torpemente censurados por los racistas criollos, afor-
tunadamente en quiebra, que han obstaculizado el advenimiento de
esta era que podríamos llamar aurora de un renacimiento negro.
Pero no está de más clarificar, puesto que nutre más su contenido,
que el porro, palabra con que se quiere generalizar la múltiple varie-
dad del folclor musical costeño, tuvo su origen en el acoplamiento de
las gaitas de los pescadores caribes y de los tambores africanos. Esta
es su trabazón, su sincretismo, si se nos perdona el sacrilegio, de la
música que tras una larga y sorda lucha se ha impuesto en Bogotá y
que comienza a extender su infiltración en la Argentina y México.
Las melódicas gaitas y el ritmo de los tambores han dado la puya, la
cumbia, el mapalé, el bullerengue, el vallenato, el fandango, la gaita,
el paseo y el mismo porro. A veces con más gracia aborigen, con más
ardor africano, pero siempre en la medida en que los esclavos negros
e indios se comprendían en la faena del trapiche, del arreo, del oficio
doméstico. En la forma en que la vida se multiplicaba en la barraca,
en la cocina, en el pueblo o en el monte. Y, finalmente, en el grado
en que la india y la negra fueron sorprendidas por los amos blancos,

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estos aires tomaron distintos vestidos, líneas de lugar y formas de
expresión. Hoy se le quiere llamar porro, pero bajo ese término,
propio para disimular la ignorancia que se tiene de su abigarrada
composición, se esconde un gran filón de nuestra alma colombiana,
fusión de razas, complejos psicológicos, las páginas más bellas de
nuestra historia colonial y la génesis de fórmulas tradicionales en
nuestro temperamento.

Lucho Bermúdez
Sobre los prejuicios, la indiferencia, la incuria y el desaliento,
está la propia vida. El folclor costeño no pudo morir porque se
le menospreciara. A la música grosera de los bogas, pescadores,
agricultores y vaqueros no se le permitía entrar en las salas aristo-
cráticas, de la alta sociedad criolla, tanto más orgullosa cuanto más
desteñida. Pero el pueblo continuó sosegándose con su música en
las horas de descanso en las enramadas, playas, plazas y calles de las
ciudades y pueblos. El mulato reía pícaramente cuando los jóvenes
encopetados bajaban a sus fiestas para pintarse de negro, atraídos
por la pimienta de una voz o el fuego de algunas caderas. Más tarde,
las niñas bonitas bailaban a escondidas de las miradas paternas el
zandungueo de la hija de la cocinera y poco a poco, por la puerta
trasera de las grandes mansiones, se infiltró el gesto y la canción de
la plazuela. En los carnavales, cuando se permitían ciertas liber-
tades, uno que otro cantor popular subió a las salas de los clubes
«blancos» y se perdonaban sus coplas y se bailaban. Los antifaces
permitían a muchos hijos e hijas de familias distinguidas irse de
juerga con el mozo o el chofer a recorrer los caminos lujuriosos de
los reinados y bailes callejeros. Pero no más.
Había muchos cantores y compositores populares, famosos en
toda una región o a lo largo de un río, pero las orquestas de la

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ciudad apenas miraban los aires de las bandas de músicos pue-
blerinos. Mejor imitaban el jazz band y al charlestón, cuando no
la rumba cubana o el un tanto romanticón pasillo. Al bambuco
raras veces se le tocaba, aunque se tenía interés en oírlo. Para esa
época se prendía la inquietud por pulir el canto de los bogas en el
corazón de algunos jóvenes músicos. Uno de ellos era el solista de
la banda militar de Santa Marta. El joven músico a quien todos au-
guraban al final de sus días la dirección de la banda militar como
máximo honor, sentía fastidio por esa música un tanto extraña a
su clarinete, más que todo, por el futuro «asegurado» como direc-
tor. En cambio, lo atraía cada vez más el canto popular, la canción
montuna. Algo había en común con ella. Por fin comprendió que
por allí lo llamaban las gaitas de sus antepasados y el retumbar
noctámbulo de algún tío martillando la piel tensa de los tambo-
res. Le pareció bueno orquestar aquellas voces. El experimento fue
espectacular. Se dedicó a componer sus propias melodías, el éxito
fue rotundo. Se quitó el enojoso uniforme de la banda militar y
organizó una pequeña orquesta, que con el tiempo vino a ser la
famosa A no 1, de Cartagena. Posteriormente, organizó el Cuarteto
Internacional, donde él, con el clarinete, nueva modalidad de las
viejas gaitas caribes, ganó aplausos. Después la Orquesta Caribe
y, por último, por encima del egoísmo, la envidia y la mediocridad
local, salió con ella hasta Bogotá. Lo reciben estruendosamente en
el Metropolitan, pues la radio ya le había preparado el camino, su
obra era conocida, y hoy, desde el Grill del Granada, tras de un
rotundo triunfo en Argentina, se señorea como el alma de la mejor
orquesta de la república, al lado del gran compositor Alex Tobar,
lejos de la frustrada dirección de la banda militar samaria, y con
perspectivas de llevar su música a Nueva York, el modesto solista
bolivarense que un día dejó de tocar sinfonías para interpretar la

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música de su pueblo. Esa es la homeopática biografía del simpático
Lucho Bermúdez.

Cont r a l a invasión

Sería tonto imaginar que el porro es creación de Bermúdez, como


hay otros que se endilgan tal mérito, porque ya hemos visto cuál
ha sido su origen popular. Pero sería más ridículo insinuar que solo
a él se debe el triunfo del folclor musical costeño. No. Como Ber-
múdez hay otros compositores y solo en virtud de ese amplio frente
fue posible que los aires musicales costeños se difundieran con el
advenimiento de la radio, por todo el litoral del Atlántico, primero,
la república y el extranjero, después. En Bolívar, cuna de este rena-
cimiento, surgieron Pianeta Pitalúa, Clímaco Sarmiento, Eusebio
Montesino, Daniel Lemaître, Manuel de J. Poveda, Víctor Velás-
quez, Santos Pérez, Nelson García, Juan de la C. Acosta Calderón y
otros. En el Atlántico los inspirados compositores Francisco Galán,
Oswaldo Suárez, Luis C. Meyer y, en el Magdalena, José Barros, Ipe
Mejía y tantos más con historias similares al autor de Prende la vela,
Danza negra, Doble O y otros éxitos que apasionaron a Bogotá.
No obstante, la capital no fue una novia coqueta para con el
porro. Antes del cuarto centenario, la ciudad nunca escuchó aires
genuinamente costeños. Para esa memorable efemérides llegaron
a la capital los primeros gaiteros, de María la Baja, Bolívar, y los
entonces despreciados beisbolistas. A los gaiteros se los confundió
con simples indios guajiros, y a los últimos se les puso a jugar en un
patio de la Ciudad Universitaria, pues ni siquiera se les adjudicó un
estadio –¡Cuándo pensaron, entonces, Chita y Petaca ser ídolos de
Bogotá!–, Desde entonces las repetidas invasiones de los cumbiam-
beros fueron duramente combatidas. Los columnistas desde los
diarios arremetían, cada vez que les era propicia la situación, contra

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«esa música en caldereta». Daban fórmulas para hacer un porro,
aconsejando mezclar los ingredientes más grotescos. Pero los pio-
neros del porro continuaban su baile, a veces extremando la danza
y el vestido costeños, hasta merecer el apelativo de «glaxi-porros».
Algunos comentarios míos y del doctor Brugés fueron débiles
apologías de la música que se quería rechazar injustamente. Por en-
cima de todo, la invasión progresaba. En los sitios más populares
era acogida entusiásticamente, cambiando, de hecho, la psicología
ambiental. Así surgieron las tardes y noches en el Café Palacio, fo-
co de atracción de bogotanos y costeños que se estimulaban con la
trompeta de Acosta Calderón. El Negro Meyer hacía las delicias de
las bogotanitas en los tés bailables del Montecarlo, entonces en los
altos del Colombia, endulzando las tardes con su porro Santa Marta.
El desaire más grande que se le hubiera hecho al porro y a la músi-
ca popular colombiana tuvo lugar cuando a un concurso patrocinado
por el Ministerio de Educación, en el cual se llamó a participar a
todos los compositores populares, con bases muy claras y que no
dejaban malentendidos, se le quiso dar aire clásico. Aquello fue un
insulto hecho a nuestros compositores populares. Lucho Bermúdez
se apresuró a retirar su colaboración, seguido de los otros costeños,
que comprendían que la intención era desalojar a la música que no
era del agrado de los jueces, aunque todo Bogotá habría acogido, en
caso de ser laureado, cualquier aire musical costeño.

Los morenos en l a séptima

Dos años hace que el Negro Meyer partió como embajador de


los ritmos del Caribe colombiano hacia tierras aztecas. Su triunfo
fue rotundo. Al día siguiente de haber debutado en XEW –nos cupo
el honor de presentarlo–, todo México cantaba «El gallo tuerto» y
«Santa Marta». El agudo sentido musical del mexicano reconoció

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las notas indias y africanas del porro. Tenía sabor de zandunga y
alegría de huapango y ritmo de danzón. El espíritu cósmico de
América se revelaba en aquella música colombiana. Pero los triun-
fos de nuestro cantante en México no satisfacían ni consolaban a los
bogotanos. Fue preciso buscarle reemplazos. La Orquesta Caribe
–en 1944– trajo a Cuarto Collazos, alegre, bullanguero, rítmico y
artístico. Todo el sabor del nuevo ritmo afrocolombiano se estampa
con donosura en su garganta.
Los tiempos solitarios en que el ya difunto Chivas paseaba su
melancólica filosofía, de uno a otro extremo de la Séptima, llaman-
do la atención por el firme pigmento, se han trocado por el bullicio
de la abundante migración costeña del Pacífico y del Atlántico, co-
municándole a la famosa avenida los tintes alegres de las calles de
La Habana, el vestir ruidoso de los colores agudos que rompen la
luctuosa apariencia del negro y del carmelito. Morenos en la Sépti-
ma, como si Harlem se hubiera volcado en Manhattan. Morenos que
tocan y bailan el porro, como si Barranquilla se hubiera encrespado
sobre los Andes. Risas blancas sin horizontes, como si las perlas de
Cartagena relucieran en el estuche bogotano.
Los costeños tienen una cita diaria en la Séptima, en el Centro So-
cial. Se comenta el último vestido de Perepe, si lo ha comprado, hasta
la fenomenal jugada del Cacho González. El inquieto Zúñiga, agente
del Diario de la Costa, riega la última noticia del «corralito de piedra».
Hay temores porque los barranquilleros, los «ñeros», se cuelen en la
próxima serie mundial de béisbol, pues han comenzado a importar
peloteros de las Antillas. Alguien comenta: «¿Por qué no los impor-
tarán de Cartagena? A nosotros nos sobran». No tardan los petardos
en reventar y el regionalismo transita velozmente por la Carretera
de la Cordialidad, como cohetes de propulsión atómica…, pero en
la noche todos se dan las manos de nuevo, el corazón les brinca, los

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nervios se templan como cuerdas de violín, bajo el influjo totémi-
co de la batería de los hermanos Manuel y Alejandro Gómez, «los
hermanos Viroli», ayer famosos peloteros, hoy estrellas del porro,
acoplándose en la orquesta del Palermo. Tienen influencias de bru-
jo, sus tambores recuerdan hechicerías cartageneras. La unidad de
la costa, unidad en la música y en el espíritu, campea en la fraternal
danza negra.

Por qué se suicidan

Un gran político y amigo mío, [frase incompleta en el original]


desuso de los suicidios en Bogotá con el resurgimiento del porro.
«Nadie osa suicidarse en el Tequendama al saber que deja la ale-
gría del porro», me dijo. Hasta qué grado esto puede ser cierto es
cosa que atañe a los psicólogos, pero lo cierto es que con la inva-
sión integral que ha recibido Bogotá de la música costeña, el espíritu
bogotano ama más la vida, su posición ante la muerte es más pesi-
mista. Es notorio que en las ciudades costeñas o en aquellas donde
la población posee una gran dosis de buen humor y alegría, el sui-
cidio es una planta exótica, estúpida y abominable. La relación que
pueda tener el suicidio con la música, lo dije, ya es cosa de especia-
listas, pero a ojo de buen cubero, digo que desde que los bogotanos
aprendieron a bailar porros aman mucho más la vida. Esto me pa-
rece, simplemente, lógico.

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D e l f o lc lo r m u s i c a l 6

Origen africano de l a cumbia

Cualquier aspecto del folclor negro en Colombia que se quie-


ra estudiar encuentra el inconveniente del desconocimiento de su
origen africano. Mientras no se realicen trabajos serios sobre la
transculturación africana a nuestro país, el conocimiento científico
sobre el folclor negro será un gran problema de interpretación.
Sabemos, por ejemplo, que la cumbia, baile folclórico en la costa
Atlántica, tiene un origen netamente africano. Sin embargo, cuando se
quiere saber qué cultura negra le dio origen o facilitó su supervivencia
en el país, nos encontramos que se desconocen los lazos de este baile
con sus similares africanos. La escuela de Nino Rodrigues, en el Bra-
sil, fundamentándose en el conocimiento de las culturas africanas, ha
logrado descubrir cuál de aquellas aportó sus influencias en los grupos
negros que superviven en América. Basado en esos estudios, Arturo
Ramos afirma que la cultura bantú prevaleció en Colombia sobre las
otras culturas africanas. Un estudio comparativo de los aspectos folcló-
ricos negros en nuestro país daría origen a la confirmación o negación
de las conclusiones a que ha llegado el gran investigador brasileño. En
el estudio que presentamos, si hemos sido justos en nuestras aprecia-
ciones, se confirma totalmente el origen bantú de la cumbia.
La cultura o culturas bantúes están constituidas por las innume-
rables tribus del grupo angola-congo y por el grupo de la contra costa
de África. En los datos censales que se registran en los embarques

6 Tomado de Vida, no 22, 2ª época, Bogotá, Compañía Colombiana de


Seguros, octubre de 1948, pp. 53-55, 64 [falta una página de Bogotá]

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de esclavos negros con destino a las Indias Orientales, entre cuyos
puestos figuraba Cartagena como uno de los puntos de mayor distri-
bución de negros, no solo para el litoral que pertenece hoy a nuestra
república, sino también para otros países como eran México y los
Estados Unidos, ya figuraban esclavos con procedencia de las regio-
nes correspondientes a los bantúes. Muchos son los datos que existen
actualmente en la costa Atlántica heredados de estos colonizadores.
Algunos vocablos y formas gramaticales entre los negros de Palen-
que; el baile de los congos, todavía muy usado entre los mulatos y
negros de Portobelo (Panamá), Cartagena, etcétera, y la misma pa-
labra cumbia, cuya etimología desconocemos, pero que tiene mucho
parecido con la palabra kumbi, con que se designa una región de
la zona de los bantúes, así como la forma y características del baile
tienen una raigambre incontrovertible en las danzas propias de los
primitivos africanos del mismo grupo.

Fuentes primarias de l a cumbia

Como lo describiremos a su debido tiempo, la cumbia pertenece


al tipo de danzas llamadas convulsivas, o sea, aquellas en donde los
movimientos de miembros y tronco adquieren su carácter de des-
orden neuropático obedeciendo siempre en su origen al tipo clónico
o de pequeñas vibraciones que finalmente se traducen en contrac-
ciones tónicas o espasmódicas. Este tipo de danza es característico
de los bantúes, particularmente el balanceo, que tan marcado está
en nuestra cumbia.
Refiriéndose a la sociedad secreta de los wayeyes, en Unyamwezi,
Sachs trae la transcripción de un observador que describe una cere-
monia realizada en noches de luna llena en la siguiente forma:
Un círculo cerrado, en cuyo centro se ubican de tres a cinco
tamborileros y algunos diestros bailarines. Los tamborileros,

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en cuclillas, forman una fila y comienzan a hacer sonar sus
instrumentos, prosiguiendo con rápido ritmo e incansablemente.
Los bailarines, dentro del círculo, marcan el compás de los tambores
golpeando el suelo con sus talones. Los ojos de los tamborileros se
fijan en los bailarines. De pronto estos se sacuden presas de una
violenta emoción. Entra en convulsión todo su cuerpo y en juego
todo el sistema muscular, mueven los omoplatos de modo tal que no
parece ya que siguieran formando parte de la espalda. Los tambores
resuenan con creciente intensidad, excitando a los bailarines,
cuyos movimientos se tornan cada vez más alocados y audaces.
Los cuerpos están bañados en un mar de sudor. Ahora se detienen
como si de improviso hubieran quedado convertidos en estatuas.
Solo continúan las impresionantes sacudidas que estremecen a
los músculos. Entonces, cuando la excitación ha alcanzado su fase
culminante, se dejan caer repentinamente como heridos por el rayo
y permanecen durante un rato en el suelo, como inconscientes. Poco
después vuelve a comenzar el espectáculo.

En esta descripción de los wayeyes, pertenecientes al grupo de los


bantúes, llama poderosamente la atención la extraordinaria simili-
tud de los gestos de los danzantes con los que se acostumbran en la
cumbia, pero particularmente la distribución de los tamborileros
y el círculo cerrado de los bailarines. Para las conclusiones a que
llegaremos más adelante, es muy significativo, asimismo, que la ce-
remonia tenga lugar en noches de luna.

La cumbia , danza astr al

Anotado el posible origen bantú de la cumbia, pasamos a con-


siderar el sentido representativo de su ritual. Aunque hay una
notable analogía entre el ritual de la danza de la cobra sagrada con

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que se inician los miembros de la secta vudú en Haití, es más ló-
gico imaginarse que la cumbia fue un baile religioso naturalista.
Llama la atención el hecho de que las danzas convulsivas puras
siempre hacen relación al chamanismo, o religiones fundadas en
la manifestación de los espíritus sobrenaturales por la mediación
de hechiceros. Los adeptos al vudú creen en la «existencia de se-
res espirituales que viven en alguna parte del universo en estrecha
intimidad con los humanos, cuyas actividades dominan», escribe
el doctor Price-Mars, lo cual dejaría traslucir cierta conexidad en-
tre el baile de la cobra sagrada y la cumbia. Sin embargo, creemos
que esta tiene más un sentido imitativo del giro de los astros que
con prácticas chamánicas. Son muy variadas las danzas primitivas
influenciadas por la adoración de los astros –luna, sol, estrellas– o
inspiradas en el movimiento circular de ellos.
Creemos que la cumbia tuvo este carácter entre los pueblos afri-
canos, posiblemente bantúes, pero ya en América, al fundirse no
solo con supervivencias de otras culturas africanas, sino también
con los cantos y bailes caribes, sufrió una metamorfosis que, si bien
le hizo perder su antiguo carácter religiosonaturalista, ganó mucho
con el nuevo sabor pagano que se le dio.

El sent ido hél ico - cént rico -mimé t ico

La primitiva cumbia colombiana, como todavía se baila en cier-


tas regiones de la costa Atlántica –Sinú, sabanas, Cartagena– se
ejecuta en torno a un árbol central, llamado bohorque, que se trans-
planta para el caso, adornándose con luces, cadenetas y banderas,
que sirven como elemento central de la fiesta. En torno a este árbol
se ubican los músicos, antiguamente los tamborileros y gaiteros,
que hoy han cedido su puesto a la banda de instrumentos de vien-
to. En torno a estos, formando otro círculo concéntrico, las parejas

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–hombre y mujer– trenzan el baile. Recorta el escenario la rueda de
espectadores, prestos en su mayoría a incorporarse al baile.
El fuego, elemento primordial de la ceremonia, es conducido
también por las mujeres que llevan en su mano derecha, en lo alto,
paquetes de velas encendidas, que en otros tiempos debieron ser
simples antorchas. Los movimientos generales de la danza son to-
dos concéntricos: las parejas en su conjunto alrededor del bohorque,
del hombre en torno a la mujer y de esta sobre sí misma. La simili-
tud de todo el ritual con el sistema solar de Copérnico es evidente.
El bohorque, profusamente iluminado con su cohorte de músicos,
estos últimos alma y dirección del baile, constituyen la representa-
ción del sol. Es de notar que el árbol en cuestión es arrancado de
otro lugar y sembrado para el ritual, con lo cual se comunica cierto
movimiento periódico –¿los equinoccios?– cada vez que se realiza la
ceremonia, lo que evita el estatismo que se originaría si se utilizaran
árboles nacidos y enraizados en el lugar de origen.
La mujer, con su doble movimiento de traslación y rotación re-
presenta en este sistema planetario a la Tierra –las velas encendidas
serían la luz recibida del sol, o sea, del fuego del bohorque–, en tan-
to que el hombre, con su triple movimiento de rotación, sobre sí
mismo y de doble traslación en torno a la mujer y al bohorque, sim-
bolizaría a la luna.
El tipo de movimiento de los bailarines es el de balanceo convul-
sivo, exactamente igual al de los wayeyes citados. La preeminencia
de los tamborileros ubicados en el centro de las parejas y el círculo
cerrado de estas en torno a ellos son características de la cumbia
actual. Sin embargo, se nota la tendencia a hacer desaparecer el cír-
culo de bailadores, así como el baile de las parejas separadamente,
para modernizarlo con el abrazo y la cadencia de los bailes de mo-
das, alejando la cumbia de sus fuentes primitivas bantúes.

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