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Lucho Bermúdez
Sobre los prejuicios, la indiferencia, la incuria y el desaliento,
está la propia vida. El folclor costeño no pudo morir porque se
le menospreciara. A la música grosera de los bogas, pescadores,
agricultores y vaqueros no se le permitía entrar en las salas aristo-
cráticas, de la alta sociedad criolla, tanto más orgullosa cuanto más
desteñida. Pero el pueblo continuó sosegándose con su música en
las horas de descanso en las enramadas, playas, plazas y calles de las
ciudades y pueblos. El mulato reía pícaramente cuando los jóvenes
encopetados bajaban a sus fiestas para pintarse de negro, atraídos
por la pimienta de una voz o el fuego de algunas caderas. Más tarde,
las niñas bonitas bailaban a escondidas de las miradas paternas el
zandungueo de la hija de la cocinera y poco a poco, por la puerta
trasera de las grandes mansiones, se infiltró el gesto y la canción de
la plazuela. En los carnavales, cuando se permitían ciertas liber-
tades, uno que otro cantor popular subió a las salas de los clubes
«blancos» y se perdonaban sus coplas y se bailaban. Los antifaces
permitían a muchos hijos e hijas de familias distinguidas irse de
juerga con el mozo o el chofer a recorrer los caminos lujuriosos de
los reinados y bailes callejeros. Pero no más.
Había muchos cantores y compositores populares, famosos en
toda una región o a lo largo de un río, pero las orquestas de la
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Cont r a l a invasión
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