Nadie ha vuelto a la rumba sin Chano. O al regresar, no hay Dios ni orisha que nos arrebate
del fondo de la sangre, el grito, entre selvático y arrollador de Manteca, o la dolorosa voz
del Benny machacando la noticia de su muerte, menuda y eterna, con tantos disparos en
tierra extraña que no sólo nos duele el corazón saturado de tambores, sino la gris y extraña
lejanía, la geografía impalpable de aquella tarde en el Bronx.
Es posible que siga timbrando el teléfono en casa de Mario Bauzá, para que aquella tarde
en que le anunciaron el asesinato de Luciano Pozo, el dandy mayor, se convierta en eterna,
más allá del estupor de sus ambias Mario y Miguelito Valdés. Es posible que la sombra de
Chano salte todavía de las paredes, entre el humo de los cueros calientes, cuando la noche
desciende, abierta y cabizbaja sobre el escenario del cabaret Tropicana, el más grande del
mundo, donde en 1941 hizo el show Congo Pantera, inundando de temor a los corazones
vulnerables, que metieron en su sangre desesperada la extensa y amenazadora baraúnda de
la sabana africana, que Chano sentía en su cuerpo, y que salía del destello agilísimo de sus
dedos indomables.
Es probable que el desamparo de Nueva York sea más grande desde que aquel hombre feo y
prieto como remordimiento, dejara de soltar su guapería en el aire de sus avenidas que
parecen incendiarse. Yo, que he llegado muchos años después al aire estremecido de los
requintos, siento que parecen llorar cada vez que el fantasma de Chano Pozo cruza muy
serio el viento de la noche, entre el vapor de aguardiente y cábala, entre los ñáñigos que le
veneran cada día con sus toques.
Las calles, Chano, se vaciaron. No existe aquel torrente que parecía abarcarlo todo, cuando
salían las comparsas a calmar el mar y hacer volcanes la ciudad en penumbras. Es cierto
que siguieron desfilando, tal vez con un poco menos de hoguera en la mirada, los negros
irreverentes y jubilosos del Alacrán y La Sultana, los elegantes Dandys de Belén, haciendo
crujir el bombo y gemir la campana, el arcoiris restallante de La Jardinera en el asfalto
viejo del Paseo del Prado y el Malecón. Pero se siente en los rincones una ausencia. Hay
como un mirar a todos lados, esperando que aparezcas de punta en blanco, a soltar la
carcajada que abre la rumba hasta que el sol se ponga en pie.
A fin de cuentas, tenemos la suerte de haber nacido en un siglo en que la atmósfera se había
llenado de tus tambores, aunque suenen un poco huérfanos los ecos de Anana boroco
tinde o Blen blen blen, porque ya nadie los puede soltar como lo hiciste una vez para
siempre. Ahí están al menos aquellas maravillas de la guerrilla más espléndida que haya
conocido La Gran Manzana: el alambre dulcísimo de Arsenio Rodríguez en el tres,
con Rapindey y Panchito Riset, en 1947, en un jolgorio que asombra al mundo con su sabia
manera de sentir. Y por suerte el mundo estaba preparado para que tu huella no pasara con
la tristeza de un gato, y quedaran registrados los desplantes de tus broncas manos sobre la
piel honda del bongó. Y el grito de Manteca, con Gillespie, en aquel auditorio de Pasadena,
en la costa oeste, cuando alzaste la sal profunda de California en una noche memorable, un
poco antes del adiós.
Aunque ahora, en otro siglo y con tanta tristeza del mundo, uno se lo piense dos veces antes
de meter los pies en la rumba. Ahora que faltan Mario, Panchito, Miguelito, Dizzy, y
Arsenio, un nagüe como tú falta en la llama, para que se esparza el sudor de la vida. Y el
Benny, que también demorado y presente, dispare su garganta, como lleno de gemidos, y
nos diga que “a la rumba yo no voy más sin Chano”. Tal vez si uno va, cualquier noche de
éstas, pueda encontrarte.
Kabiosiles son retratos emocionales de los músicos de Cuba hechos por el poeta y
narrador Ramón Fernández Larrea.
“Son textos sobre el son, el bolero, la guajira, la rumba, escritos desde el corazón de un
poeta que intenta descubrir, en trazos breves y sentidos, la vida, las emociones, el rostro
menos visible de un ramillete de hombres y mujeres que han hecho la identidad de un país”.
Ramón Fernández-Larrea (Bayamo, 1958), fue habitual colaborador de Radio Gladys
Palmera en sus inicios desde 1999. De aquella época datan programas fantásticos hechos
con su puño y voz, como Memoria de La Habana y Al Tanto.
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