Blanca
Tocar fue
mi placer genial, sexual
Blanca
Tocar fue
mi placer genial, sexual
Rodolfo Buenaño
PROCULTA
Tocar fue mi placer genial, sexual
© Rodolfo Buenaño
© De esta edición
Proculta. Producción Cultural del Táchira
ILUSTRACIÓN DE PORTADA
Elizabeth Rosen. Vicki Morgan, Gail Gaynin Associates. Detalle.
Nueva York, Estados Unidos
DISEÑO Y DIAGRAMACIÓN
José Gregorio Vásquez C.
IMPRESIÓN
Producciones Editoriales C. A.
produccioneseditoriales@yahoo.com
Mérida, Venezuela, 2007
Proculta C. A.
San Cristóbal estado Táchira
proculta@cantv.net.ve
El autor
SALUDO A RODOLFO BUENAÑO
[9]
sobre cosas y gentes del centro de la ciudad, del ambien-
te cultural de los sesenta, unas posibles memorias, que le
invité a organizar y publicar. Pero… vino lo fatal. Un
accidente cerebro vascular casi saca a nuestro amigo del
juego de la vida. Luchó denodadamente por superarse, y
vaya que lo logró. Por supuesto, con la asistencia médica
debida, las interminables terapias, pero también con el
apoyo de los suyos, de su mujer, Palmira, Palmira Táriba,
nombre más que tachirense, de sus hijos, y de sus ami-
gos. Y luego de tanto batallar, un momento cualquiera, le
guindaron el bajo eléctrico en el pecho y volvió a mon-
tarse en escena.
Cuando empezó a salir, lentamente, del duro pro-
ceso que conllevó la recuperación de su ACV, Rodolfo se
acordó de esas líneas personales, de esos apuntes, de esas
posibles memorias. Con la incomodidad de ese nuevo
cuerpo semiparalizado, se sentó frente a su computadora
y empezó, con un sólo dedo, la mágica tarea de dar for-
ma literaria a su vida, y se nos ha manifestado como un
fascinante narrador, quien cuenta, con pelos y señales,
todo, casi absolutamente, todo. Todo lo que en su vida de
músico ha vivido, desde sus inicios, en su natal Santa
Ana, con sus experimentos propios de la organología, con
instrumentos hechos domésticamente, los que le han va-
lido más que una experiencia musical allende los soni-
dos. Hechos naturales, de la vida de un artista propio de
la bohemia, de la escena, del aplauso, de la admiración.
Rodolfo Buenaño narra en estas memorias que ti-
tuló Tocar fue mi placer, genial, sexual –¡vaya nombre¡–
la vida de un músico de provincia, de cualquier provin-
cia latinoamericana, donde ese empezar es más que difí-
cil, para conectarse inicialmente con quienes haría vida
[10]
definitiva, particularmente con quien ha sido su tándem,
Virgilio Armas, el magnífico maestro y pianista de jazz
que todos admiramos por su forma de abordar la frase,
de improvisarla, de darle su revestimiento particular, con
su mordacidad personal, con su valentía profesional, pero
también con su humildad, su sencillez y su desprendi-
miento sin límites, en el afán de contagiar, en esta onda
del jazz, a sucesivas generaciones. Rodolfo encaminó esa
ruta desde los toques escolares, los familiares y el inicio
de una vida artística que supera ya las cuatro décadas.
Con versados y noveles, en sitios inoportunos y en galan-
tes salones, el músico pasó desde encuentros muy regio-
nales, hasta jam sessions con estrellas mundiales del ofi-
cio, máxime en aquel sitio que tanto añoramos, el Juan
Sebastián Bar de Caracas, en El Rosal, y en La Toccata
de la Redoma del Educador, en San Cristóbal. Son más
que dos puntos referenciales de su vida como bajista y
como hombre de la noche. Gratas horas del recuerdo y
de la nostalgia, de la amistad y de la espontánea tertulia.
Con más de seis décadas a cuestas, hoy Rodolfo
Buenaño entra en el mundo de las letras. Quisimos sus
amigos darle esa mano, al novel escritor, quien se revela
aquí como un baquiano de estas lides. Sé que tocó varias
puertas para poder publicar estas memorias, hechas con
un solo dedo. En este sentido, veía día tras día, la decep-
ción y el desengaño. No podía yo, desilusionar a este noble
hijo de la música en su propósito. Me entregó con con-
fianza esos manuscritos, los que han pasado mil revisio-
nes, más suyas que mías, y los sometí a la consideración
de mis socios de Proculta C. A., y tuvieron la fortuna de
ser aprobados en la propuesta de edición, la que hacemos
por primera vez, en este caso, de un título que no lleva mi
[11]
firma de autor. Siento ese orgullo emocional en promo-
ver la obra de mi amigo Rodolfo Buenaño, lo que en par-
ticular agradezco a mi esposa Aura Marleny, bajista tam-
bién en sus años mozos, a mi fraterno José Gregorio
Vásquez, gran paisano, buen poeta y exitoso editor con
quien he hecho ya casi una decena de títulos, así como a
mi amigo Víctor Zambrano, propietario de Producciones
Editoriales, empresa de la capital emeritense, por su pa-
ciencia y comprensión, plasmadas en este bello libro que
él y José Gregorio nos presentan. A los socios de Proculta,
en particular, mi eterno reconocimiento.
Los sueños de Rodolfo Buenaño se hacen realidad
con este libro, el que presento con orgullo y emoción.
Una vez más, se puede ejercer una de las fases de la polí-
tica cultural bien concebida, difundir sin miramientos,
sin clichés, sin prejuicios, las ideas de otros, así se com-
partan o no. Los invito a disfrutar estas sabrosas memo-
rias, condimentadas con todo tipo de especias, las que el
autor jamás esconde, ni niega. Es una prueba más que
vital de su enorme honestidad, en las que su familia y sus
amigos, lo acompañan con todo fervor. En adelante, Dios
mediante, invito a que otros artistas depongan el tañer de
sus instrumentos y den rienda suelta, con ávida y presta
pluma, a sus vivencias de único y sentido valor, las que,
indudablemente, honran nuestro patrimonio intangible y
dan a nuestras almas la dignidad de su franca palabra. En
este caso, vale por Rodolfo y sus largas cuarentonas
tocatas llenas de placer, de genialidad y de sexualidad.
[12]
PREFACIO
[13]
La hartura creativa opción dio a venturas y desven-
turas, esas que hacen historia y en años de nocturnal ofi-
cio; mas, en la partitura del sobrevivir, a la coda llega-
mos un día; en el calderón, la adversidad por Rodolfo
esperaba.
Unos dirán que “nadie le quita lo bailado” y otros
razonarán que el talento con estudio académico tiene
mejores oportunidades, mas, haya sido o no su musical
supervivencia una obra maestra, Rodolfo Buenaño tiene
retrospectivos extractos de todo un bagaje de vida y en
coloquial narrativa.
El autor
[14]
PRÓLOGO
[15]
confusión acallan el desgranar armónico sobre el magno
escenario.
El auditorio en rumores enmudece, secuestra el vi-
tal aplauso. Frank Mota, animador del acto pide ayuda;
un médico sube a escena. Pronto me hallaría a las puer-
tas de una sala de emergencia, esperando junto a la fiel
amada la orden de ingreso a la atención clínica.
Era el día del periodista, mas la tragedia anunciada
del bardo no llegaba a noticia de primera página, crónica
que queda en manos de este cultor popular, como prota-
gonista.
[16]
PARTE I
Blanca
CAPÍTULO I
MELÓMANA NIÑEZ
En este ameno relato les cuento que, de mis siete
Eneros, en el uso de la razón, el más vetusto recuerdo
tatuado en el intelecto y desde que me llamo Rodolfo
Buenaño, aparece allí arriba, en clave de Fa, orlando el
pentagrama de mi existencia.
Dorada infancia tras el suceso musical. Santa Ana,
matrona de músicos ha podido ser, pues las fiestas patro-
nales de ese, mi pueblo natal, se extendían para todo el
santoral del cálido terruño y sus parroquianos, era mi
parecer.
– “Ay, Sandunga, Sandunga no seas tan mala”...–,
canturreaba mi madre con la tonada que venía del alto-
parlante frente al hogar.
Era como la canción de cuna de esas noches de fe-
rias y fiestas con sus juegos mecánicos de “Rueda de
Chicago” y demás, y a un costado del improvisado coso
taurino. Eran los días festivos en honor a la patrona y esa
festividad en familia la llevábamos en día domingo hasta
la pequeña finca cafetalera propiedad de mi padre.
[19]
Luego de aquel desandar en romerías por las em-
pedradas calles, marchábamos ahora de madrugada al
campo, al escenario de la madre natura, por tortuosos
caminos de recuas y en el trasteo de bártulos y anhelos,
incluidos los músicos de la típica liderada por mi padre.
Una suave brisa batía los cafetales y las empinadas
matas de guama; en el sitio, sobre el gran patio de rústi-
cas baldosas y del secado del café, los invitados al sarao
disfrutaban del pintoresco baile.
En la campestre estancia, placentero era el empa-
par de musical afecto disponiendo mi padre de aquella
simpática agrupación en que solo faltaba la pianola de
los Escalante Ibarra; subyugante arpegiar que me hacía
olvidar la silvestre malicia y demás picardías.
– “Fito”, vamo pues, las muchachas nos esperan en
la quebrada para bañarnos–, apuraba el primo Luis Efraín.
El desgranar de cuerdas y su sonoridad, sumado al
anhelo de bailar, podía más que la prístina oferta de las
mozas de la finca con sus desnudos entre rocas.
– Rodolfito, venga a bailar–, invitaba la prima
Lourdes, halando y abrazándome.
– “Fíto”, vamos pa´ la quebrada–, insistía el primo,
sin duda, fantaseando en un agreste fornicar entre las ro-
cas de la quebrada, más, en mí la música superaba la las-
civa malicia con Carmela y Cirabel.
No obstante el placer y disfrute de la música que
brindaba la orquestica típica, el sopor de la tarde hacía
mas dilatado el llamado a la gran comilona. Al fin sona-
ría el badajo de un oxidado ring de neumáticos.
Largas hojas de plátano tendidas sobre un mesón
adornaban la oferta de humeantes tazas; verduras en ape-
[20]
tecible “collage”; presas de gallina asadas a la leña; ben-
dito alimento pronto devorado.
– Bueno señores, indio comido, indio ido–, diría
mi padre y aupando el recoger de bártulos.
– Apuremos que amenaza lluvia–, urgía ahora mi
madre y señalando negros nubarrones sobre las espiga-
das matas de guama.
A la vera del camino nos despedían Pacho y Lola,
el matrimonio cuidador de la finca. Pronto la caravana se
perdería entre los cafetales y con la promesa del regreso.
En un cruce de caminos, frente a una vetusta caso-
na de amplios y largos corredores, sitio de trovadores, la
caravana se detiene. Allí, en la bodega, mis padres salu-
darían a sus propietarios y compadres.
–“Me gusta el ron de vinola”…–, canturreaba y
quejoso un labriego, rasgando una guitarra de acelerada
vejez.
– Y esa guitarra, ¿es “bumanguesa”?–, pregunta mi
padre y cordializando.
– A su orden patrón–, ofrece el bardo su añeja gui-
tarra.
Con el tema de la música brindaron sus tragos; mi
padre, muy sutilmente, rechazaba tan burdo licor, el lla-
mado “cachicamo”.
Una calma chicha, un receloso mirar entre campe-
sinos en incómoda atmósfera, tienen su explicación.
– Compadre Hernán, sigamos el viaje, mire que hay
muertos al voltear–, alertó el tío Nicolás.
– Los ánimos están aún tibios–, insistió.
– Ese “cachicamo” los vuelve locos–, alertaba ahora
mi madre.
[21]
En un extremo del largo corredor, mujeres susurra-
ban un llanto por sus difuntos y temerosas del resucitar
de iras. Un par de cadáveres en mortajas de fique ensan-
grentadas, yacían a la vera del camino, al borde de una
vida, en el lindero de matorrales, refugio que les negó la
fatalidad.
– Demencia etílica, el puñal es su ley–, filosofaba
mi padre.
– Inventarán su “fuente ovejuna”–, sentenciaba
Eleuterio, el maestro del pueblo.
– El asesino o los asesinos, ya estarán, montaña
adentro, cruzando la frontera–, apuntalaba.
– Bueno señores, apuremos, sigamos la marcha–,
arengaba mi padre a la sobrecogida caravana.
En media hora escalaríamos la pequeña serranía
que nos separaba del pueblo. Atrás se esfumaba el do-
minguero rasgar de cuerdas y el lánguido canturrear cam-
pesino.
INQUIETUDES
Mi padre, don Hernán Buenaño, era un respetable
contabilista, puntal hombre de confianza en la empresa
alemana que en el pueblo exportaba café; en sus ratos
libres se dedicaba a esa magia del espíritu y sus ensayos.
Era pasión de mi padre, la típica orquestica en que
participaban: el boticario, el dentista, maestros de la es-
cuela y hasta el único policía del pueblo. Inolvidables las
veladas en casa del abuelo al calor de esa gran familia
Escalante y en que papá se lucía con la gran pianola. In-
olvidables los actos culturales en la casa parroquial y de
gran musicalidad.
[22]
Estudioso de la música, papá se refugiaba en el tem-
plo mayor a ensayar, en el armonio, litúrgicas partituras,
las del lucimiento en misas concelebradas. Yo, fiel admi-
rador, me embelezaba oyéndole.
Contaban que, de aquel sacro repertorio, mi futura
madre, de novia, lograba en misas captar, entre líneas, un
tema del enamoramiento, el valse “Horas tranquilas” que,
de contrabando, en plena misa, mi padre dejaba deslizar;
detalle para el celebrar luego y en amorosas citas.
NUEVOS ESCENARIOS
En la medianía de esos siete años, mi padre se ini-
cia en una nueva empresa y en su oficio de contabilista.
[23]
A San Cristóbal, bella y empinada urbe capital del Esta-
do, se muda la familia Buenaño Escalante. Nuevos esce-
narios para el gran disfrute, con colegio y vecindario de
gran musicalidad. Inolvidables, unas cuadras abajo, aque-
lla vecina tocando un gran piano vertical y mas allá, el
recrear con su acordeón de un afamado banquero. Cuán-
to embelezo aventozandome a esas ventanas con la com-
pañía de Marina, la fiel niñera.
Y en la próxima esquina, al voltear, la recién inau-
gurada emisora, desde entonces la predilecta de la re-
gión, con su talento vivo de pianistas, orquestas y can-
tantes. Los ya mozalbetes y adultos en sus novelerías se
apiñaban en los grandes ventanales de los centros socia-
les para oír y ver orquestas y bailadores. En una ocasión
se discutía por la igualdad y hasta mejor sonoridad de la
regional orquesta Tropical Boys alternando con la Billo’s
Caracas Boys.
[24]
– Cuidado con esos discos, son muy frágiles–, ad-
vertía.
– ¡A gozar muchachos!, como dicen en el radio–,
invitaba el tío.
– Quiero bailar con Rodolfito–, pedía la prima Ligia
halándome.
– Eso si, pa’ bailarín, mi catirito–, halagaba mi
madre virtudes.
Parientes y amigos cuchicheaban novedades. Yo,
en lo mío, sin apartarme de aquel equipo conformado en
un gran mueble con su radio, tocadiscos, un gran parlan-
te y el espacio para los discos.
Aquel aparato “Philips” animaría tan novedoso pri-
mer picoteo y haciéndome olvidar del añorado talento
vivo del pueblo natal; no obstante, el historial de música
que me esperaba en un mañana era obvio, tatuando en mi
intelecto el sonido de aquel instrumento, ese bajo que
me seducía retumbando en el gran parlante; por primera
vez extrañaba su armonizar en algunos discos.
Definitivamente, mi gran debut en sociedad, lo se-
ría, aquella familiar jarana disfrutada hasta la mediano-
che y alternando el baile con el novel oficio de “D.j.” y
con aquellos frágiles acetatos de 78 r.p.m. de la “Billo’s
Caracas Boys”, Damiron y la “Sonora Matancera”, in-
cluidos los típicos de valses y bambucos que exigía mi
madre.
Afuera, en la empinada calle, los Antúnez, vecinos
de la cuadra, ya compartían asomándose por el zaguán
unos, otros mas decididos se incorporaban al baile,
iniciándose allí, una eterna hermandad.
[25]
Y es que en aquella cuadra se iniciaba el germinar
de poetas y bardos de fina estirpe; universitarios y hom-
bres de bien; una sana e imperdible cosecha. Años dora-
dos aquellos, del picoteo en cálidos hogares, del adoles-
cente coloquio en la esquina, como la nuestra al pie de la
empinada calle, ello, siempre y cuando la policía de la
dictadura no viniese a dispersarnos.
– ¡Degenerados!–, nos gritaba el apodado
“macanillo” y cuando corríamos temerosos cuadra arri-
ba a refugiarnos en casa.
Inolvidables, igualmente, los paseos de la niñez,
años atrás, en días domingo, en carros convertibles al-
quilados por mi padre o el tío Pedro, ese fino cantor que
nos aupaba a canturrear con la radio del descapotado au-
tomóvil.
Cuanta novedad, el visitar sitios como “Café Rialto”
y “Los Kioscos” disfrutando ricos helados y aquellas
rockolas con música que invitaba al baile acompañándo-
la golpeando con cucharillas copas heladera de espeso
cristal.
Y de aquel tintineo, surgiría en el fascinante tema
de mis pasiones, el hacer una marimba con botellas; el
tío Pedro me indicaba el cómo hacer la escala agregando
o restando agua; inquietud que coronaría ya en mi ado-
lescencia de innata musicalidad.
LA PIANOLA
De mis diez años, grato es el evocar ese gran pre-
sente, y aquel gritar alborozado casa adentro, cuando de
un gran camión anclado en la pendiente bajaron el in-
[26]
menso y muy sonoro piano vertical y que me había sido
vetado en casa del abuelo materno.
– ¡Mamíta la pianola, la pianola!–, alboroté la fres-
ca mañana.
– Se eliminó el sistema de rollos y pedales, ahora
es solo piano–, alertó su reparador.
– Está casi toda reconstruida–, explicaba don Pe-
dro Camacho, el gran lutier de la comarca.
– Solo usted podía repararla–, halagaba su arte, mi
madre.
– Sin polillas, algunas cuerdas nuevas y bien
afinadita para don Hernán–, advertía don Pedro.
– La idea es venderla, y usted niño, cuidado con
desafinarla–, me advertía mamá.
Al fin quedé solo, allí sentado sobre el redondo
banquito que, girándolo, subía o bajaba; tenía en mis
manos la ávida oportunidad de atrapar esa magia de la
gran pianola.
En jornadas de una rica adolescencia, iniciaban mis
manos el diario acariciar del gran teclado. Piano piano,
un ancestral espíritu se posesionaba de mi mente y cuer-
po y en una de esas posibles reencarnaciones.
Elegido para el arte de la musical sensualidad, fue
aquel mi estudio autodidacta, como el repasar de algo
lejano y etéreo, un legado a pulir; tal vez, por hechura
propia me convertiría en el regreso del más allá del pia-
nista de la estirpe y la bizarra casta.
Las fantasías no tenían límite sobre el primario y
torpe digitar, explorando posibilidades, insistiendo en un
virtuosismo, más allá de la progenie, de la cuadra, de la
ciudad y el mundo. Tanta fue mi porfía que al fin pude
gritar ¡albricias!
[27]
– ¡Mamita, mamíta, ya puedo tocar con dos ma-
nos!–, exclamé una mañana, corriendo al fondo de la casa
y en busca de mi madre y con aquella nueva.
– Ya puedo tocar “Sobre las olas”, como mi papá–,
le repetía orondo y en aquel empeño de imitar a mi padre
que, partituras en mano, nos recreaba por las noches con
bellas tonadas.
Con aquella novedad sobre el hechicero cajón de
embriagante sonoridad, con esa primera prenda musical
en mis manos, no faltaron los oportunos consejos de mi
madre.
– Usted y su hermanita tienen que retomar sus cla-
ses en la Escuela de Música, ¡flojos!–, sentenciaba.
– Pero mamíta, allá no me dejan tocar el piano,
¡pura teoría y solfeo!–, me quejaba.
– Es un estudio necesario–, nos recordaba amorosa.
– Y miren como su papá si estudió y lee esa música
tan bella–, nos advertía y con ejemplo a seguir.
Aquel don de tocar por oído hacía más insoporta-
ble y hasta difícil el estudio de teoría y solfeo. Y aquellas
demostraciones pianísticas del logro con el vals “Sobre
las olas”, aquel arranque en Fa, sería años después, el
inicio de íntimas veladas y con enamoramientos que cul-
tivaba al calor de artísticas virtudes.
Transcurriendo el tiempo de esa bella adolescen-
cia, insistía en el trabajo de nuevas piezas musicales como
el pasodoble “Currito Lacruz”; el valse “Horas tranqui-
las” y preferido de mi madre; me atreví con la “Serena-
ta” de Schubert y que siempre tocaba mi padre con esa
vieja partitura que aún conservo.
[28]
Convencido estoy que de mi padre y su hermano el
tío Ernesto, igual organista lector, he podido asimilar ese
“pedigrí” musical que me absorbía. Aquella primaria fas-
cinación, quien lo diría, con el correr del tiempo signifi-
caría para mi madre, repelente preocupación, cuando el
oficio de la música definitivamente me envolvía.
Poco dura la dicha en casa del pobre; dado que la
familia Escalante apuraba por la venta de la pianola, pre-
viendo, apuré el repaso de mis logros. Tarde gris aquella
en que se apareció por nuestro hogar don Pedro, ese la-
borioso lutier que vigorizó el sonoro instrumento.
– Doña Luisa, les tengo comprador para la pianola–,
nos alertó, ¡me abatió!
– La quieren en un colegio de monjas–, precisó.
Vendida fue la amada prenda; con ese temido des-
prendimiento se iniciaba el duro despecho de una amar-
ga realidad.
PRIMARIA SEXUALIDAD
Sin duda que, desde el vamos, la música sería la
gran participe de mis años de púber musicalidad y como
presagiando complicidades, una historia muy común, de
esas que dejan huellas.
Con el performance que me dio el nimio dominio
del gran teclado, Marina la niñera de tantos años, al fin
se prodigó saciando inquietudes del novel bardo. En su
casta rutina ella aun me bañaba, compartía la regadera;
era una tarde de soledades.
Complacerla con ese pasodoble de mi lucimiento
tendría su procáz recompensa y para una primaria sexua-
lidad. Al calderón llegamos; vino el destape; un machito
[29]
cabrío en eso del tocar y el placer, genial, sexual, se ini-
ciaba. Rochelita del precoz concierto que a la habitación
contigua mudamos. Corrida la escena, en tendida desnu-
dez, ¡todo un recital! un canto a la vida.
Con el trinar en coro del turpial, los pericos y el
casero patico “güirirí”, un ¡ay! en blanca y afinadita voz
matizaba el adiós a la virginidad del musiquito y su lace-
rante partitura; hiriente y traumático primer introito de
tan prístina aventurilla.
AÉREA MARIMBA
En la robusta mata de mango del solar de una casa
vecina, huérfana de ocupantes, la cotidiana creatividad
estaba presente.
– Planifiquemos la casita para el club–, insistí con
mis vecinos.
– Mirá vé, Rodolfo, traemos tablas, clavos y carto-
nes gruesos del depósito–, ofrecía Napoleón.
De la empresa regentada por el padre de los Antúnez
recibimos ese apoyo logístico, sacando de su depósito
los componentes para armar la plataforma en el árbol y
con su techo de cartón.
[30]
– Y armamos la marimba, sí, con botellas–, igual
insistí.
– Atravesamos una caña larga y las colgamos, ¡ya
verán!–.
Al vaivén del ramaje, superando el ulular del vien-
to, fui agregando agua a los frascos ya colgados logrando
una escala de Do a Do; de los bemoles no me acuerdo.
Súbitos ventarrones bamboleaban el frágil teclado;
los palitos de ganchos de ropa casi desaparecen de nues-
tros escaparates; los cinco socios querían todos sonar la
novedosa marimba; notas de cristal complementadas con
el trinar de los comensales y durante aquella cosecha de
mangos.
Tras la cerca de caña brava del otro solar vecino,
Raquel y Teresa nos aupaban agitando sus pantaletas de
indefinidos colores. Raquel, la más atrevida, subió un día
a nuestra casa aérea, tal vez seducida por la cristalina
sonoridad; claro que llevaba puesta su pantaleta. Biza-
rros de estirpe que éramos, la abordamos.
Casi caigo al vacío cuando, al sentirse acosada, me
empujó abriéndose paso tronco abajo y con gatuna agili-
dad. Llegaron nuevos inquilinos y lo que quedaba de la
marimba, unos cinco frascos, los instalé en el cuartito de
atrás de mi hogar.
NUEVOS BARDOS
Les cuento que, invitada fue la familia a un gran
sarao en la finca de los Carrillo, pudientes y grandes
amigos del pueblo natal. Gratísima sorpresa me resulta-
ría el conocer aquellos músicos allí presentes y liderados
por un mozalbete llamado Domingo Moret.
[31]
Placentero el empapar de aquella sonoridad del jo-
ven flautista ensamblado con guitarras y mandolinas.
Sublime experiencia que ampliaba mi visión musical,
palpando con innata rítmica, y como parejo de baile de
mi hermanita Mary Graciela y las primas, aquel trinar de
porritos, chachachás y hasta un mambo de Pérez Prado.
– Dominguito, toquen “Brisas del Pamplonita”–,
pedía la anfitriona.
– Y nos complacen con “La turpialita”–, exigía otra
matrona.
De aquella campestre excursión, la sonoridad de
tan mágica flauta, para mí inédita, sería el embeleso por
muchos días de evocaciones y su ejecutante, noticia en el
entorno familiar. Domingo Moret con su contagiante
musicalidad quedaría tatuado en mis inquietudes artísti-
cas y con un pálpito de futuras vivencias.
De la querida familia Carrillo, Orlando era mi com-
pinche y anfitrión en esa niñez en que juntos recorría-
mos, los días domingos, el pequeño y aún sano pueblo
natal, Santa Ana. En una oportunidad, atraídos fuimos
por dos juglares que, armados de sendas guitarras, canta-
ban una de esas canciones inolvidables de mi infancia y
en una obra en construcción, futuro grupo escolar del lar
nativo; allí nos infiltramos.
– “...Me voy pal’ pueblo, hoy es mi día, voy alegrar
toda el alma mía...”–, recitaban y nos daban la bienveni-
da con sus amigas.
Aquel disfrute, por lo menos muy de mi esencia,
pronto fue interrumpido por Orlando, apurado en que
saliéramos de allí. Lo seguí calle abajo y hasta una vi-
vienda en que ingresó “como Pedro por su casa”.
[32]
–Doña María, su esposo está tomando en la esqui-
na con unas mujeres– muy inocente alertó.
– Ay, ese sinvergüenza otra vez, ¡ya verá!–
Medio acicalándose y dándole las gracias al
Carrillito, la señora salió presurosa rumbo a la esquina y
en busca del marido. Desaparecimos de escena sin espe-
rar el desenlace que, me imagino, debió ser infortunado.
EL ARMONIO
Desgaritado por el vecindario anduve desde la pér-
dida de la pianola; hasta las vecinas admiradoras de los
logros artísticos desertaron de mi santuario de musicales
fantasías.
En la púber rutina, incluidas malicias y el procáz
hallazgo, pasado un corto tiempo, se repite la melódica
historia, ahora con un actor muy desmejorado: un armo-
nio. El tío Ernesto, estacionando su autobús frente a nues-
tra empinada residencia, baja con su ayudante un encar-
go traído desde Santa Ana.
– ¿Otro piano?–, indaga mi madre.
– No cuñada, es el armonio que Hernán mandará a
reparar–, aclara el tío.
– ¡Que desperolado está!, más estorbo y mugre para
las cucarachas–, se quejó mamá.
– ¡Aleluya!–, exclamé silente.
Acomodado en el cuarto de atrás, el llamado “San
Alejo” de lo que no sirve ahí lo dejo, aquel vetusto orga-
nillo semejaba una reliquia de la colonia, poseedor de
añeja liturgia musical. Don Pedro, el experto lutier, vino
a casa a darnos un veredicto sobre el posible restaurar.
[33]
– Ese armonio ya no tiene arreglo–, sentenció ta-
jante y disertando detalles.
Dado el negativo veredicto, mi padre desistió de
la idea de reconstruirlo y muy a pesar de su innata crea-
tividad.
– Un día de estos lo haré sonar–, dije quedo.
Pasado un breve tiempo, cualquier día me apersoné
en ese cuartito de atrás, cobijo de mis fantasías, buscan-
do hacer sonar el vetusto armonio. La itinerante domésti-
ca ofreció su fiel apoyo.
– Está bien, Mercedes, prepáreme almidón–, le in-
diqué.
– ¿Y sí lo hará sonar?–, dudó ella.
– Con periódicos y almidón resano los fuelles para
que recojan aire–, reflexioné.
– Claaáro, a más aire, más suenan las lengüetas, sí,
como dijo don Pedro–, recordé indicaciones del lutier.
Aquella labor en que me enfrasqué daría medianos
resultados, ¡pero sonó!; Mercedes sería la gran aliada así
como en la cómplice intimidad de innatas pasiones.
UN CUARTETO VOCAL
En el sexto grado de la primaria, junto a mi condis-
cípulo y gran camarada Henry Matheus, plegados a la
poesía de la existencia, ensamblamos un cuarteto de
unísonas voces.
– Cantaremos en los “viernes culturales”–, detalló
Henry.
– El hermano Adrián quiere que ensayemos ya–,
nos anima.
[34]
Previos ensayos, sumados el gordo Martínez y el
flaco Prato, en el mismo salón de clases y con el apoyo
del cancionero del mismo Henry, pronto contamos con el
mini repertorio del lucimiento.
– Los instrumentos quedan pendientes–, observé y
pensando en el gran piano vertical del colegio.
– Está bien así, “ad libitum”–, animaba el cura
Adrián, nuestro maestro y guía.
– Yo traigo una charrasca y unas claves–, ofreció
Prato.
– Ya estoy haciendo unos timbales con potes de
“Toddy” y de leche en polvo vacíos–, advertí.
– Las letras de las canciones hay que memorizarlas
bien–, insistía Henry y mostrando su archivo de románti-
ca literatura.
Llegado el día y la hora del debut, con un tosco o
aleolítico acompañamiento de charrasca, clave y sordos
bongós de latas, iniciamos la esperada actuación.
Expectante y rochelero auditorio. Mientras mis
compañeros cantaban muy dados, serenos y convencidos
de su histriónico talento, yo bobeaba con azarosa hilari-
dad, desluciendo mi papel; sin duda que la noción del
ridículo me envolvía conociendo mis artísticas posibili-
dades.
Grande y alentador el aplauso del soberano. Una
segunda actuación vendría, autos criticados, más ensaya-
dos, prometiendo más seriedad de mi parte y desechar
ese miedo escénico que reflejara con la boba hilaridad.
Para aquel segundo acto nos salió comisión de censura
con la aparición, en nuestra aula, del hermano Francisco,
director del colegio.
[35]
– Buenos días jovencitos–, se presentó acallando
el rochelero aplauso.
– Escuchaba desde el pasillo esas canciones–, dijo
con gesto interrogante.
– Matheus, Buenaño, Prato y Martínez, pasen al
estrado–, ordenó el hermano Adrián.
– Caballeritos, ¿Y de dónde sacaron esas cancio-
nes de viejos?–, pregunta el director.
– Son canciones de moda–, temeroso justificó
Henry, mostrando y entregando el cancionero por él com-
pilado.
– ¡Dígame estos temas!,“Maldito cabaret”,
“Cabaretera”, “Callejera”, “Hipócrita”, ¿qué es esto?–,
reprochó “in crescendo” el hermano director.
– Me paran esto, ¡no más canciones de botiquín!–,
bramó.
– Mejor le cantan a la Virgen–, sentenció y devol-
viendo el censurado cancionero.
Vetado el párvulo show por mundano contenido, al
cuarto de atrás, el “San Alejo” de la amplia casona, mi
hogar, nos replegamos Henry y éste que cuenta la histo-
ria. Cueva del ocio, y del estudio, en que nos esperaba el
vetusto armonio de afónica sonoridad, los restos de la
marimba y uno que otro aleolítico instrumento.
Años adelante, drenar en el piano de mis vecinos
los Ardila sería la más valida alternativa, y a toda hora,
dada la gran familiaridad; rondar por casas de amigos y
condiscípulos, que contaran con un teclado, se volvería
rutina, y en ese andar, Henry me invitaba a casa de
Carmencita García, su instructora en artes plásticas, con
su venia descargaba mi adrenalina en un gran piano ver-
[36]
tical; aquella profesora nos disfrutó y la disfrutamos,
sanamente.
Otro gran vertical en que recitaba la melódica poe-
sía, lo sería, el de otros vecinos, la honorable familia
Colmenares; de ellos, Guillermo con un cuatro, que to-
caba con mucha energía, acompañaba mi lucimiento. En
casa de los Mantilla, en los recesos a mis estudios de
química con Augusto, no perdonaba su piano para com-
placer, por el hilo telefónico, a las carajitas de moda; in-
olvidable aquel “Luna rosa” que nos pedía la bella Emmita
de la carrera seis.
BANDA DE GUERRA
El ingreso al bachillerato coincidió con mi incor-
poración a la recién formada banda de guerra del colegio
y asignado a la línea de redoblantes. El lucimiento, de
natural esencia con la lira o vertical xilófono, me resulta-
ría difícil ya que tal privilegio era para algún “hijo de
papá”.
El garboso instructor venido de Colombia, era ri-
guroso en los ensayos de disciplina militar. Allí no había
espacio para el púber relajito y la improvisación. Engo-
losinada vanidad nos arropaba con tan vistoso uniforme
de gala; tres años disfrutaría en la percutida recreación,
fieles a un libreto y en abiertos escenarios, bajo un rígido
sol o inclemente lluvia, en especial, en las llamadas se-
manas patrias.
VIDA LICEÍSTA
Pródiga actividad musical significó el ingreso al
magno liceo Simón Bolívar y saliendo del limitado esce-
[37]
nario del colegio privado para la entrega al diario com-
partir con bellas y ponderadas liceístas. Imposible estar
ajeno a la actividad cultural.
En espiritual comunión me inicio en una cuadrilla
de baile con lucimientos entre joropos, merengues crio-
llos y el dominicano “Piano merengue” que hasta me atre-
ví a tocar como pianista emergente en algunos ensayos.
– Que rico tocas, te envidio–, me halaga Soria, la
pareja de baile.
– Te invito a mi casa, tenemos un piano–, insistió y
no esperé dos pedidos.
Soria me significó la más grata pareja y a su hogar
fui. Su bien cuidado piano vertical copó mis expectati-
vas; ella, definitivamente, lo tenía todo para la armónica
seducción.
Soria, tierna y envolvente, de gatuna y sensual elas-
ticidad en la danza, incluida esa cumbia del lascivo on-
dular y que en sus caderas no tenía rival, toda ella com-
partió el certero flechazo. Rosario de besos, notas y pa-
sos del danzar desgranaríamos día y noche.
De mis posibilidades pianísticas, boleros y porros
ofrecí; ella, ojeando partituras, se animaba con Chopin,
Mozart y aquel “Para Elisa” de Beethoven.
– Rodolfo, estudie música, aprovecha ese don, ese
talento–, insistía entre besos y halagos.
– Y pensar que tú, por oído no tocas un compás–, le
decía presumido.
– ¿Te fijas?, ya deberías leer música, ¡flojo!–, me
increpaba.
Otra virtud de Soria lo era su facilidad para las
matemáticas por lo cual ayudaba a mi hermano Jorge
[38]
Alfonso en ese estudio; éste, su bardo, le aprendía la suma
y resta del besar.
En aquel embriagar de pasiones y febril entrega, en
aquel mutuo y melódico seducir, girando cual exquisitos
bailarines y entorno al libreto de amorosa escena con baile
y pianísticas intimidades, disfrutamos por todo el año
escolar. Nuevas musas rondaban.
[39]
BACHILLER
Sumergido en aquel universo de fantasías en tan
romántica y musical adolescencia, superando etapas lle-
go a la meta de obtener ese titulo de Bachiller en Huma-
nidades. Sin renunciar a la complicidad musical, llega la
noche del gran baile de graduación; este novel bachiller,
junto a su Selenita buscaría refugio para el furtivo com-
partir en la boite del gran Circulo Militar y el natural
acercamiento a sus músicos.
– ¿Qué quieren oír los bachilleres?–, ofrece Molina
el saxofonista.
– Complace a Selenita con “Blue Moon”–, pedí.
– Pero eso si, me dejan tocar el piano–, sugerí.
– Agarre ese piano, bachiller–, me animó Molina y
con la venia de su pianista.
– Fa, re, sol, do, fa, ¿Ok?–, inquirí por esa secuen-
cia armónica y arrancando en Fa.
– ¿Y que le pasó con el puente bachiller?–, pregun-
taría con sorna Molina, terminada la audición.
– Arrechita esa armonía–, me excusé.
Terminado ese, mi entrometimiento en tarima, fui
con mi Selenita a saludar al tío Rubén que en la barra de
la boite compartía con un médico.
– ¿Qué le parece compadre?, el sobrino ya bachi-
ller de la República–, comenta orondo el tío.
– ¿Bachiller?, un moco en la pared–, responde la-
cónico el médico.
– Perdona bachillercito, pero ahora es que le falta
estudiar–, aclaró la acidez de su certeza.
Buscando reanimar el estelar momento, junto a
Selenita subimos a la mezzanina, en ese furtivo compar-
[40]
tir; la orquesta “Swing Melody” reventaba de nuevo con
un tradicional pasodoble de abrir set. Con la complicidad,
una vez mas, de la música y el baile, taimadas parejitas de
bachilleres compartían nuestra clandestinidad, incluida
Maribel, mi siempre amada vecina con su “Romeo”; total,
éramos solo ‘bachis’ o ¡mocos en la pared!
PASANTÍA UNIVERSITARIA
Discreto alborozo, recogimiento e incertidumbres
me embargaban al marchar con la corriente a la Univer-
sidad de Los Andes en Mérida, ciudad de los caballeros,
viéndome en sus claustros buscando certezas.
En aquella experiencia, como innata pasión de afi-
cionado, la actividad musical me sería más gratificante
que la misión de adquirir sabiduría jurídica. En el entor-
no universitario de la estudiantina, el orfeón y el frecuen-
te serenatear se me iba el precioso tiempo dejándome
llevar por una bohemia y el desgano al diario caletre de
materias jurídicas. Ni aquel Romano I que el ilustre doc-
tor Rad Rached tan magistralmente recitaba, me
energizaba.
Definitivamente, me encontré en una escuela de De-
recho lejos de congénitos desvelos, navegando contra la
corriente y por senda errada, lejos del destino de mi virtud.
[41]
Previendo una ausencia, René, el bajista de la estu-
diantina universitaria de la Asociación de Estudiantes
Tachirenses, (AETULA), me indicó ello viendo mi inte-
rés en hacer sonar su instrumento en la antesala a un en-
sayo; bien podría ser su suplente. Con tan básico dato
hice el intento de hacerme bajista y en la ocasión en que
el instrumento en ciernes lo guardamos en casa; allí en
nuestra residencia estudiantil animé al gordo Jorge Jai-
me, con su cuatro y a Pedrito Zerpa con su violín, a en-
samblar un trío.
En la azotea de la residencia, en una fría noche nos
inspiramos a un ensayo y compartiendo con los residentes.
– “Tuqui tuqui, tuqui tuqui”–, coreábamos con el
“re, re, fa, sol”, “re, re, fa, do” que pellizcaba en el bajo.
De repente apagan la luz, entre los animadores, un
Grisolía pide silencio binoculares en mano; subido en una
alta silla curiosea hacia la ventana de un patio interno de
la vecina residencia de señoritas universitarias; cambio
de libreto.
– ¡Ssssh!, la carajita se desnuda…se quita el
sostén…viene lo bueno–, narra con grave voz.
La humareda de los “Bandera Roja” dramatiza el
describir de escena, solo falta la música incidental; risas
trémulas amenazaban la cautela. Cachondos los bachis,
ya piden su turno para fisgonear con los binóculos; de
improviso se interrumpe la trama y el cómplice silencio.
– ¿Y qué pasa aquí?, calladitos y con esa luz apaga-
da–, indaga doña María, regente de nuestra posada.
– Cazando estrellas fugaces–, dice recurrente Ri-
cardo Ardila.
[42]
– ¡Aaah!, ¿van a fumar?–, atina a decir Alfonso ofre-
ciendo sus “Bandera Roja” y al bajar presto de la alta
silla.
Con el “tuqui tuqui” y el crudo pizzicato diluimos
la lasciva, y muy estudiantil, picardía. Pocos días, disfru-
té de ese intento de hacer sonar el contrabajo como lo
hacía mi admirado Gustavo Torre Olivares y quien si se
lucía en grande junto a los hermanos Pérez Rossi, lideres
del orfeón universitario, con el grupo “Canaima”, matriz
de lo que sería el gran ensamble “Serenata Guayanesa”.
De mis inquietudes como vocalista, una anécdota
quedó plasmada y fue en la oportunidad en que actuaba
ese Orfeón Universitario en el Teatro de la Casa Sindical
de San Cristóbal, invitado al cuatricentenario de la ciu-
dad, éste que cuenta la historia allí integrando la fila de
barítonos de tan excelso coro, extasiado estaba con un
público esperando el romper polifónico del sigilo.
– ¡Mírame, so mierda!, ¡Hostia!–, susurra severo el
Dr. Arconada, director del orfeón.
La cosa era conmigo por no mirar atento a sus ojos,
a su batuta; y era que en tan crucial instante embebido
estaba con una pavita que en primera fila me coqueteaba.
¡Que bochorno, Buenaño!
[43]
Blanca
CAPÍTULO II
EL “CONJUNTO FANTASÍA”
No más Universidad de Los Andes. Retorné de la
estudiantil urbe sin la sonoridad de un logro por ahí ex-
traviado, como el tiempo desperdiciado; marché de
Mérida sin conseguir una brillante coda.
Insensato y errado pensaba y comentaba que la uni-
versidad me era adversa cuando en realidad, en otra onda,
ajeno fui a la oportunidad de la sabiduría. Tal vez por
inercia estuve allí, siguiendo el rebaño. De regreso esta-
ba en casa, sin pena ni gloria, sin un diáfano mañana en
ese tránsito de la existencia y sin solventar el marasmo
de mis fantasías.
Serena noche de mis indecisiones, sentado allí en
la gradita de acceso al hogar compartido con mis padres
y en el vórtice de mi crisis existencial.
Como tratando de romper el pretil de mis vacila-
ciones, oteo el urbano horizonte ya en penumbra; en el
silencio de mis silencios, en el rumiar del cavilar me dis-
trae el deslizar de luces en caravana de autos bajando la
[45]
loma desde El Mirador, ese largo morro de la periferia,
cual tobogán de regreso a la ciudad.
Se quebranta la monotonía de mi urdir cuando el
bramar de un “Chevrolito” de los cincuenta, a marcha
forzada, puja por subir la empinada cuadra y con la radio
full volumen.
– ¡Arrecha la cuestica!–, grita el enjuto chofer ya
frente a mí.
– Hay que meter primera abajo en la esquina–, re-
comendé al torpe conductor.
Tras el breve diálogo, entre la humareda, la
calurienta máquina desaparece en marcha atrás; sin un
nuevo intento opta por otra calle menos pendiente.
– ¡Ay que la vaca vieja está...!–, cantaba Cheo
García dentro de la carcacha que se alejaba.
Cuesta abajo emprendí camino al sitio de la nueva
bohemia universitaria; la orfandad de mi cuadra era evi-
dente; tenues resplandores, de los primeros televisores,
rebasaban ventanales, escapando por postigos. En la ur-
bana caminata de mi noctámbula, un alto en el atrio de la
cercana iglesia para contemplar la enorme luna llena que
nos alumbra el portal de la calle, arriba, en ese mirador
del este.
Una esquina crucé y que me trajo recuerdos, mitad
gratos mitad de nostalgia, de aquellas farras de liceísta,
matando el despecho junto a una rockola y coreando aquel
temita: “si vieran aquella ingrata, cada día está mas flaca
y con la misma ropa anda”...; inolvidable aquel bar “San-
ta Teresa”.
[46]
EL “LONDON BAR”
Les cuento: a la hora acostumbrada del solaz me
llegué al sitio que resumía lo mejor de la ciudad: un ta-
lento vivo con su antropológica diversión. Allí en el
“London Bar” esperaban, al artista revelación del lugar,
los compinches de la recién inaugurada Universidad Ca-
tólica (UCABET) y en la que insistíamos.
– Rodolfo, lo esperan allá adentro para que le dé al
piano–, me advierte Ricardo Ardila.
– Víctor lo ha estado preguntando–, agrega
Emiliano Ostos.
En el dilema de mis dilemas me refugiaba una no-
che más en el sitio de mis fantasías y en el que la pasaba
a placer, martilleando un piano y tratando de acompañar
al propietario del bar, don Víctor Torre Lovera, excelente
organista y pianista, y quien se lucía a diario con su gran
“Hammond”.
– Maestro, haga hablar ese “muérgano”–, pedía un
parroquiano.
– Claro que pueden bailar, ¡disfruten!–, animaba
Víctor a una parejita.
En esas tertulias universitarias, ¡que a gusto me
sentía!, tratando de sonar ese piano y a las alturas de las
circunstancias con público y arrimado a la fama de ese
exquisito organista regente del sitio.
– Buenaño, péguese al piano, acompáñeme unos
boleritos–, era ya un común llamado de Víctor.
– ¿Quién se anima a cantar?–, invitaba.
Al margen de aquella embriaguez de música y muy
moderado licor, no faltaban las esporádicas reflexiones
junto a Emiliano y Ricardo; entre copa y copa no podía-
[47]
mos dejar de añorar, con dejos de frustración y cargos de
conciencia, la gran oportunidad perdida en la universi-
dad merideña.
Y es que las noches de musical bohemia no tenían
final; en la innata inquietud el show debía continuar.
Oxigeno para esa, mi crisis existencial, parecía hallar
entregado a la música en el “London Bar”. La gran opor-
tunidad también era para ir puliendo mi muy limitada y
cruda condición pianística.
NELSON RIVERA
“En el mar la vida es mas sabrosa”...y en el “London
Bar” la pasaba como decía el chachachá; allí Víctor me
señalaba armonías básicas del género popular y
aupándome a estudiar música. Eran los días del encuen-
tro y en que consolidaba una amistad que sería de largo
aliento.
Nelson Rivera, vástago de uno de los más grandes
músicos y compositor de la comarca, me brindó su selec-
tiva amistad aceptando la intromisión, en su hogar, de
mis inquietudes; grato, aquel compartir de veladas musi-
cales con su familia.
Nelson me permitía tocar allí el piano de mi obse-
sión y echar al vuelo innatas fantasías mientras él ejecu-
taba el acordeón, instrumento que estudiaba desde su ni-
ñez. Hijo de tigre, le sobraba “pedigrí”. Inolvidable aque-
lla tonada, “Noches de Ypacarai” con que iniciamos un
posible repertorio y con mi prédica por un virtual ensam-
ble y como aficionados, como condicionaba él.
– Coño Nelson, el viernes no me falle con el acor-
deón–, le insistía.
[48]
– Será después de clase–, remolón condicionaba.
– Del liceo se va directo al “London Bar”–, le ma-
chacaba.
– ¿Y don Víctor, qué dice?–, pregunta en sus cavi-
laciones.
– Dice admirar mucho a su papá–, apuntalé con el
oportuno halago.
El nuevo compañero de fantasías, cauto se incor-
poraría al libreto del musical novelar y conciente de nues-
tros recursos: talento y posibilidades para algo grande sin
plazos.
– La música es un oficio muy ingrato, ¡que lo diga
mi papá!–, casi susurraba su hermano Marcos tal adver-
tencia.
Nunca faltarían esos coloquios sobre la buena o
mala fama de los músicos y su ubicación. Para bien o
para mal, como aficionado o profesional, la tarima del
“London Bar” por mí esperaba.
La esperada noche llega para nosotros y con un
Víctor que tenía novedades que acrecentaban su valía:
ese sábado anterior en el Hotel El Tamá había acompa-
ñado, con su órgano, al primer tenor de Venezuela: Alfredo
Sadel.
– Alfredo me felicitó pues no le fallé ni en un acor-
de y con un repertorio poco ensayado–, se ufanaba.
Los presentes alabamos sus virtudes de gran músi-
co y lo insuperable que era con su órgano y piano, vito-
reándolo y con el espontáneo aplauso.
[49]
– Coño gordo, la gente está animadísima con el
acordeón–, animé al cauto amigo.
– Eso si, tocamos como aficionados, nada de pro-
fesionales–, insistía y algo incómodo con el aplauso.
En una de amor y odio, en silencio me lamentaba
de la reacia postura de Riverita a explotar esa innata
genialidad de exquisito gusto y bella sonoridad armóni-
ca. Un sonrosado cliente, jarra de fría cerveza en mano,
hacía gestos afirmativos mientras tocábamos.
– Usted, ¿Como que es músico?–, le pregunté en el
descanso.
– Algo aficionado, trato y me gustaría tocar con
ustedes y para practicar–, confesó entre sorbos.
– En eso estamos, en el caparazón y practicando–,
le aclaré.
– Mucho gusto, Luis Eduardo Lacruz–, se presentó.
– Por ahí jodo con un redoblante y un platillo y un
cencerrito pué, jé jé–, reveló con desgano.
Luis Lacruz nos informó estar recién llegado de
Caracas y vivía con su padre, músico jubilado de la Ban-
da del Estado. En el breve coloquio capté posibilidades.
Con sus revelaciones, pensé, buscaba espacio en nuestro
libreto, compartir escena.
– Mire amigo Luis, quiero armar un grupito para
animar aquí las tertulias universitarias–, inicié su capta-
ción y por conocer, como los Rivera, a su padre jubilado,
el popular “rubito”.
– ¡Estoy hecho!, ¡le echo bolas!–, se ofreció con un
“in crescendo” de su rostro hacia el rojo vivo.
– ¿Con lo que dijo tener de batería?–, inquirí ya
exigente.
[50]
– Bueeeno, con algo se empieza, jé, jé–.
– Y le tengo un guitarrista, con su planta de soni-
do–, sumó posibilidades.
– Sería bueno invitarlo–, sugerí con la venia de
Nelson.
– Le prometo que se lo traigo cuando quiera pues no
toca ni con sus paisanos italianos–, ofreció animándonos.
– ¿Podríamos reunirnos y ensayar en su casa?–,
animé al cauto Riverita.
– Tengo que hablar con mi mamá y papá–, sinceró
las posibilidades y a la defensiva.
Aquella noble plática, entre escasas copas, la re-
animamos al siguiente viernes, conociendo al propuesto
guitarrista, un simpático italianito con anhelos de hallar,
como yo, tarima para su naciente virtuosismo. Cuadra-
mos ensayos, al fin, en casa de la familia Rivera Moreno.
¡Albricias!
Nelson Rivera acrecentó la estima al aceptar ini-
ciar en su casa un primer ensayo, y sin obviar pertinentes
condiciones de comportamiento; por fortuna habría or-
den y franca camaradería. Nicola Randolfi se incorporó
con su guitarra y planta.
– Esta “pecuéca” de batería es como para arrancar,
jé, jé–, incomodo se excusaba Luis.
– Pues, nos va bien, y en cooperativa compramos
una completa, profesional–, propuse en positivo.
– Si, pero tocaremos como aficionados–, de nuevo
condicionaba Nelson.
– La vaina es arrancar y en el “London Bar” es la
gran oportunidad para ensamblarnos–, exhorté.
[51]
De aquella primera audición con Nelson en el acor-
deón, Rodolfo en el piano, Nicola en la guitarra y Luis
con un redoblante, un sordo platillo y un perolito como
cencerro, fuimos sacando conceptos y propuestas, entre
ellas, la búsqueda de un bajista.
A propósito, yo podría ser ese faltante retomando
el anhelo que no cristalicé en la estudiantina universita-
ria merideña.
– Nelson, usted lo hace mejor, se combina entre el
piano y el acordeón y yo le doy con un contrabajo o un
bajo eléctrico–, sinceré mis posibilidades.
– Guitarra, acordeón, bajo y batería sonaría bien,
“molto bene”–, proponía el italianito.
En una de esas noches de los llamados “Viernes
deportivos”, super festivo lucía el “London Bar”; Víctor
ya había corrido la voz, entre el estudiantado de la vecina
y novel Universidad Católica, ofreciendo un nuevo ta-
lento vivo.
– Rodolfo, ya nos hablaron de su grupo–, comenta-
ba la bella Sissy y su entorno.
– Debutamos pronto con un guitarrista y un
baterista–, ya les adelantaba orondo.
Sin duda que Víctor cocinaba ya su salsita a fuego
lento para un talento vivo ¡espontáneo!; la mesa, servida
estaba para los bisoños músicos.
VIRGILIO ARMAS
En ese expectante largometraje de mis arcanos, en
ese navegar sin hallar fondeadero, en ese octubre vislum-
bro un horizonte. Una noche más acompañando en soli-
tario a Víctor y su órgano. Quedo solo al piano y como
[52]
repasando temas de mis preferencias y ligando la apari-
ción de alguno de mis nuevos colegas, por lo menos
Nelson con su acordeón.
Terminado el aporreo al vertical “fusilando” temas
de rica armonía como “Stardust” y “Blue Moon”, la pro-
videncia viene a sacarme de aquel desamparo musical;
desde una mesita me solicitan.
– Venga Buenaño para que conozca a un amigo de
San Antonio–, me invita Granados, compañero de uni-
versidad.
– Conoce a Virgilio Armas–, nos presenta.
– Le cuento, este pavo toca piano ¡que jode!–, casi
me lo advierte.
Luego del estrechar de diestras, harto curioso, me
instalo en su mesa a compartir. Un trago más de cerveza
y viene el abordaje del tema obligado: la música de mis
desvelos.
– Ese temita “Stardust” que tocaba, maestro, estu-
vo fallo en armonía–, observó.
– ¡Ah!, y en el “Blue Moon” se le olvidó el puente–,
arreció.
– Esa armonía del puente si me jode–, reconocí
modesto.
Era la primera vez, que siempre la hay, en que reci-
bo un juicio crítico de mi osadía pianística; estaba allí un
Virgilio Armas recién conocido, lanzando dardos de im-
pecable evaluador y mientras digitaba en invisible piano
alzando sus pobladas cejas, zócalo de una amplia frente.
– Bueno mi llave, por ahí a ratos y en solitario es
que trato de hacer sonar un piano–, alegué modesto.
– Bueno, algo ya le suena, já, já–, me vaciló.
[53]
– No he estudiado la música, en forma, por falta de
estimulo–, le comenté con poca convicción.
– Coño compañero, este carajito toca de todo: pia-
no, acordeón, guitarra, y uno que otro culíto, já, já–, ad-
vertía Granados.
– Pero bueno Virgilio, agarra el piano, tócanos algo–,
animó Granados y a la tarima nos llegamos.
Virgilio Armas me impactó con su audición y el
romper de cierto marasmo en el ambiente. La sonoridad
de aquel ejecutar fascinando al auditorio con temas ame-
ricanos y tropicales, me indicaba que ese proyecto musi-
cal, tan mío, tenía pianista.
En aquella noche de apertura al destino, hallaba la
pieza para armar mi fábula de innata musicalidad. Apare-
ce Virgilio, para bien o para mal, como la tabla de salva-
ción en ese naufragar de melódicas quimeras. El gran en-
tusiasmo ligó la decisión de hacerme de un contrabajo.
Era mi urgencia plantear inquietudes, un ahora o nunca.
– Coño Virgilio, ¿le echarías bolas con el grupo que
estoy armando?–, planteé.
– ¿Y con quién toca usted maestro?–, me pregunta.
– Como aficionados con Nelson Rivera, Luis Lacruz
y Nicola, un italianito que suena bien la guitarra–, le in-
formé.
– Yo conozco a ese gordito Nelson, estuve una vez
en su casa y les toqué el piano–, advirtió.
– Nelson tiene muy buen gusto con el acordeón y
el piano y para hacer buena música–, lo animé.
– Bueno maestro, ¿y usted qué tocaría?, pues ya
somos muchos pianistas–, plantea levando el zócalo de
su amplia frente.
[54]
– Tocaría el contrabajo o un bajo eléctrico–, dije
con recato.
– Un contrabajo es lo ideal, haríamos algo de jazz–,
predice.
– Maestros, ¡un previo!, miren esas piernotas y esas
tetícas–, irrumpe Granados con válida excusa.
Resultaría espontáneo el mutuo interés por una ori-
ginal agrupación; acordamos reunirnos pronto en casa de
los Rivera, eso si, previa cita.
– Vente Virgilio, acompáñame al piano–, invitaba
ahora Víctor.
La hora de buscar el instrumento y hacerme bajista
había llegado con el ahora preferido pianista del lugar. Con
un chocar de jarras, quién lo diría, surgiría la fusión de
creativas savias y una imperecedera hermandad musical.
– Bueno maestro, búsquese un contrabajo, y espe-
ro que lo suene–, sentenció e insistió Virgilio.
– Ya afinaremos detalles, ¡ah!, y más maestro lo es
usted, maestro–, lo despedí con adulante expectativa.
Virtual apertura a un hermoso y melódico desan-
dar resultaría aquella tarde del echar a rodar planes mu-
sicales en casa de Nelson, en que nos reunimos, inclui-
dos Luis y Nicola.
– Repasemos lo montado y que es poco–, animé y
fijando base.
– Como es música instrumental, combinemos de
oír y bailables–, ya sugería Nelson con su fino pedigrí.
– Repasemos con Virgilio mis temas, el baión “Ana”
y “Éxodo”, jé, jé–, proponía Nicola.
– Me tocan “La paloma” o “La cucaracha”–, jodía
Luis.
[55]
– Bueno maestro, ¿qué pasó con el contrabajo?,
queremos oírlo–, insistió ahora Virgilio.
– Tranquilos que yo soy el mas interesado–, les
aclaré.
– El interés es tocar y cobrar bien– anima Nicola.
– Pero como aficionados–, insistía Nelson con su
temor al lógico profesionalismo.
– Por la plata baila el perro pero hay que tocar bien
la vaina, repertorio habrá de sobra–, sentenciaba Virgilio
con mucha propiedad.
Como autodidactas creativos, con un especial esti-
lo y sonoridad y buenos ensayos, un buen archivo podía-
mos lograr; el recurso del innato talento estaba presente
y eso lo sabíamos.
UN BAJISTA
Casi logrado el propósito de interesar a Virgilio
Armas, el providencial pianista, en la soledad del musi-
cal coloquio, animaba una vez más al gordo Nelson a no
decaer en ese primario entusiasmo y que muy cauto asi-
milaba.
– Yo, siendo aprendiz de brujo, si creo que pode-
mos hacer buena música, el gusto es afín–, le insistía.
– Ese Virgilio ya estuvo aquí en la casa una vez–,
– Pero hay que decirle que no le dé tan duro al pia-
no–, advertía Nelson.
– Y que Nicola le baje el volumen a la guitarra–,
agregaba.
– Coño gordo, usted me respalda y yo me hago un
bajista–, sentencié comprometiéndolo.
[56]
– Tocaríamos pero como aficionados–, insiste
Nelson.
– Sobre la marcha, hay que conseguir un contraba-
jo o un bajito eléctrico– insistí.
Era el momento, aquel en que hallaba el espacio
para la musical fantasía y la oportunidad de llenarlo no
tenía vuelta atrás; y si en realidad Rodolfo Buenaño era
músico, la ocasión de saberlo se presentaba.
La mutua comunión de armónicas quimeras nos
indicaba la obra a poner en escena. Entre bastidores y a
contra reloj me dediqué a buscar y hallar ese corpulento
guitarrón que por mí esperaba.
Con la fiel y noble compañía de Nelson Rivera,
hallamos al fin el ansiado tesoro en casa del maestro José
Mendoza, músico de la Banda del Estado y quien nos lo
cedió en préstamo con mucho recelo y luego de mil reco-
mendaciones, cosa lógica.
Expectante iniciaría el autodidacta aprendizaje; con
adhesivos en dedos índice y medio fui afincando y
vigorizando el, para mí, nuevo pizzicato. En voluntario-
so trabajo hice el estudio de escalas, precisando huellas,
ebrio de ganas de sonar y lucirme en ese ensamble en
gestación.
–No le veo la gracia a ese instrumento, es mas bo-
nito el piano– me desanimaba Maribel, la siempre ama-
da vecina.
A punto estuve para ese primer ensayo, pasados
ocho días. Iniciado el armónico andar, nutriéndonos de
una gran autoestima, el contrabajo regocijaba con básica
y esencial presencia.
[57]
– Podrá faltar el piano, la guitarra, etcétera, pero el
bajo ¡nunca!–, opiné atrevido.
– Es la columna vertical de todo grupo–, me alec-
cionaba Nelson.
– Afinque bien esos bordones, ¡déme base!–, ya
exigía Virgilio.
– Hay que amplificarlo–, advertía Nicola acostum-
brado ya a su amplificador.
PRIMARIO ENSAMBLE
Entre el “London Bar”, el sitio de nuestras raíces, y
la casa de los Rivera, iniciamos los ensayos y el ensam-
ble; hasta mi padre se haría solidario en el trasteo del
contrabajo en su Plymouth del ’52.
Allí, alrededor del piano y órgano, medio rocheleros
en el disipar del miedo escénico, iniciamos un andar.
– ¡Afínquele!–, exigía Virgilio un fuerte pizzicato.
– Mi placer será que los aturda y sin amplificación–,
exageré inspirado.
Noche de debut de un ensamble muy mío, acomo-
dando adhesivos en los dedos; mi gran noche. Había de-
moras en poner en orden el nimio repertorio; Virgilio,
para mi conformidad y beneplácito tomaba ya el liderato
y dirección del grupo.
– Nelson, ¡úju!, dale con “Baranoa”, el porrito–,
indicaba.
– O le damos con el baión “Ana”–, proponía Nicola
para su lucimiento.
– ¡Un palo pa’ los músicos!–, repetía Luis con una
euforia etílica ya “in crescendo”.
[58]
– Virgilio, agarra el acordeón y dale con “La polle-
ra colorá”–, sugería Nelson y pidiendo el piano.
– Vamos muchachos, acompáñenme un pasodoble,
fácil, por Do menor– terciaba Víctor y alargándonos el set.
Aquella, nuestra primera salida en público, sería
reveladora de una personalidad, afinidad musical y gran
versatilidad en torno a Virgilio Armas quien, desde el
vamos, ya nos sugería tocar en el idioma del jazz. En un
“síganme los buenos” experimentamos con un “St. Louis
Blues” de su repertorio pianístico.
– Qué atrevidos somos, ¡tocando jazz!–, repetía
Nelson.
– Bueeeno, poco a poco le meteremos jazz a la gen-
te–, decía Virgilio con la señal de costumbre en cámara
lenta,
– Podremos tocar de todo, ¡por lo que paguen!–,
con pragmática advertencia insistí.
– Pero como aficionados–, también insistía Nelson,
con su trauma.
Unos cuantos ensayos repetimos en casa de los Ri-
vera y con la agradable sorpresa de una tarde en que fui-
mos interrumpidos por su padre, ese gran músico, com-
positor y director de la Banda del Estado; ensayábamos
el “St. Louis Blues” cuando se acercó el maestro de maes-
tros a indicarnos algo muy elemental.
– Psssh, oigan muchachos, tienen que contar en esas
entradas–, nos advirtió.
– Ay, qué pena, el maestro estaba nervioso y quiso
ayudarlos–, se disculparía luego la dulce madre de Nelson
sirviéndonos un aromático cafecito.
– Pena la nuestra–, tranquilicé a doña Juanita.
[59]
Con aquella clase magistral, al regresar al “London
Bar”, ya nos sentíamos más confiados y acoplados y so-
nando otros temas de moda como: “Azucena”, el “Piano
merengue” del lucimiento de Virgilio y el mejorado “St.
Louis Blues”, además de la “Pollera colorá”, claro.
Grande era mi empeño y esfuerzo por el dominio
del contrabajo, haciendo callos, afincando. ¡Cuánta di-
cha! en aquellas tertulias aliviadero de fantasías y drenar
de una creatividad en flor. Pronto surgió un primer com-
promiso tarifado. Nos llegó la hora del vamos.
– Tenemos un toque pago–, alerté al equipo
– ¡Pero que paguen bien!–, ya exigía Armas.
– Trescientos bolívares, precio de promoción, de
ocho a doce de la media noche–, informé.
– Eso sí, como aficionados, nada de profesionales–,
retoma Nelson su prédica.
– Pa’ lante, veámoslo como un ensayo pago–, aupé.
Al final, acordamos ese primer toque con honora-
rios en doscientos cincuenta bolívares, a repartir parejo; se
trataba de un sarao de estudiantes condiscípulos de la nue-
va universidad. Nelson, medio remolón, se comprometió.
– ¡Cojan buches!, si el gordo se raja, le echamos
bola nosotros–, ya proponía Virgilio y sacando cuentas
de un mejor reparto.
DEBUT PROFESIONAL
Como ocultando esa realidad al quisquilloso Nelson
Rivera, hicimos nuestro debut en la música cobrando ho-
norarios, o sea, como profesionales ya del ingrato oficio.
Tres sets de breve aliento, repitiendo temas y dizque
complaciendo peticiones; nimio repertorio pero suficiente
[60]
para superar ese primer compromiso del “cuánto hay pa’
eso”. Casi un precoz orgasmo me resulta ese delicioso
debut. No podía faltar el pago del noviciado.
– ¡Ojo!, se fue la tesorera de la promoción y les
dejó los reales con Víctor–, nos alertó Granados.
Arrinconamos bártulos y fuimos en busca de esa
primera paga a nuestro arte abordando a un Víctor sumi-
do en la caja registradora.
– ¿Qué pasó muchachos, no tocan más?–, inquirió.
– Queremos los realitos que por ahí nos dejaron–,
reclamó directo Virgilio con un frotar de manos.
– Tengo que descontarles una parrilla y unas cerve-
zas–, nos sorprende.
– ¿Cómo es la vaina?, y los tragos, siempre de la
casa ¿qué?–, reclamé perplejo.
– Yo pago mi parrilla–, aclaró Nicola.
– Yo no tomo licor–, puntualiza Nelson.
– Déjenme cuadrar las cuentas y arreglamos–, ati-
nó a decir Víctor.
En una apartada mesa, algo molestos, nos aposta-
mos a libar una cerveza final y en espera del, ahora inse-
guro, pago. Disonante, desafinado y palurdo nos resulta-
ría la coda de nuestra opera prima.
– Calma pueblo, nos encargaremos de cobrarle
mañana–, sentencié pasada la medianoche y ante el apu-
ro de Nelson por irse.
– ¡Cojan buches, hay que cobrar adelantado!–, pre-
decía Virgilio fraudes.
– Veámoslo como un ensayo–, insistí.
Desafinado ese pago de noviciado, ese final de su-
bordinados sin “paganini”. Víctor, muy amigo y todo pero
[61]
nos falló y a su “London Bar” no regresamos el resto de
nuestra melódica y aleatoria existencia.
PENTAGRAMAS
Superado ese primer escamoteo de tan modesta paga,
acarreando los sonoros bártulos por las citadinas calles
fuimos, con el bálsamo del aplauso “in crescendo”, entre
serenatas, cumpleaños y demás fiesticas familiares.
– Mirá Rodolfo, ¿A dónde vais con esa canoa?–,
preguntaba con paternal humor el padre de los vecinos
Antúnez.
– A pescar males al cuerpo con su tocata–, agrega-
ba mi madre echándome sus bendiciones en la puerta de
nuestro hogar.
[62]
ordinaba varios contratos para fiestas, tanto familiares
como en clubes privados de la urbe. Emiliano y su fami-
lia eran de gran erudición; su padre el médico, doctor
Ostos llegó a ser Presidente del Instituto Autónomo
Estadal de Música; dos ensayos nos soportaron.
Eladio Porras, vendedor itinerante de maletín y pi-
chón de locutor, nos buscó un buen fotógrafo para la pu-
blicidad y venta del conjunto, en especial en el centro
social de más aceptación, el “Club Demócrata”, fungiendo
él como presentador y animador del ensamble en sus
jaranas.
CONTRABAJO PROPIO
Con el apoyo de Nelson Rivera, siempre solidario,
en el carro de su familia nos movilizamos en la búsqueda
de un contrabajo. Oyendo recomendaciones asistimos a
una retreta de la Banda del Estado en la Plaza Bolívar
Allí topamos con el maestro José Mendoza y quien,
molesto, reclamaba su contrabajo cedido en préstamo por
una semana y dos meses ya habían pasado; muy cara dura
lo abordé apoyado en Nelson.
– Véndanos su contrabajo, maestro–, casi le supliqué.
– Ya saben que no lo vendo, hablen con Yáñez que
está vendiendo uno con muy poco uso–, nos dateó.
Abordamos al maestro Yáñez allí mismo, en ese
descanso, y hablándole en plural pues Nelson era muy
apreciado en la banda por su padre director.
– Está como nuevo, con su arco, su forro de lona y
hasta su micrófono de calidad–, nos alentó Yáñez.
– ¿Y en cuánto nos lo vende?–, inquirí humilde.
[63]
– Para ustedes precio de ganga, pero tienen que
verlo primero–, dijo afectuoso y sin revelar precio.
Con optimismo, en una mañana navideña, ese día
siguiente, nos acercamos a la casa del maestro Yáñez. La
emoción me embargó cuando nos mostraba el contraba-
jo, un púrpura en excelentes condiciones, como nuevo;
sin duda fue un amor a primera vista, sin demoras ni es-
tar pensándolo, sin evalúo de calibración o sonoridad.
– Nos urge el instrumento, pero dénos un buen pre-
cio que estamos arrancando con un conjunto–, nos since-
ramos.
– Mil bolívares para ustedes–, dijo parco.
Sin regateo ni el disimular de poco interés por el
anhelado contrabajo, cerramos negocio en novecientos
bolívares y con una inicial de trescientos y el saldo a can-
celar en treinta días. Con la confianza que le inspirába-
mos, por el padre de Nelson, claro, nos permitió Yáñez
llevarnos el corpulento de mis desvelos.
Calle abajo rodamos en el “Mercedes Benz” de los
Rivera con un contrabajo ahora nuestro, acostado sobre
los hombros de los asientos. Con lo ganado en los si-
guientes bailes y la solidaria ayuda de mi padre, cumpli-
ríamos esa obligación con el maestro Yáñez.
¡Albricias! Rodolfo Buenaño ya tenía contrabajo
propio y motivos para endulzar el relato de una crónica
novelada. Devuelto el cedido en préstamo y con las pre-
vias disculpas al maestro Mendoza, me dí de lleno al re-
cién adquirido; el novel ensamble tomaba ahora mayor
interés y había que identificarlo.
[64]
EL “CONJUNTO FANTASÍA”
Cuánta riqueza en acordes, eufonía y cadencia; de
tanta fantasía fue el nombre que propuse para establecer
ese grupo de mis anhelos; un patronímico acorde con su
sonido. “Conjunto Fantasía”, por esa fecundidad armó-
nica de nuestro tecladista, Virgilio Armas.
Y era que, novedoso sonaba aquel “Conjunto Fan-
tasía”, con temas americanos de difícil armonizar y en
ese recrear, a puro oído, sin el recurso de la partitura.
Prodigiosa, la insurgente propuesta liderada por un
Virgilio Armas, pianista y polifacético creador, más, otra
era la cháchara de nuestros receptores y en cada salida a
escena.
– Por favor, toquen la “Pollera colorá”–, nos adula-
ba una matrona en familiar velada.
– Virgilio, repita ese “Piano merengue”–, pedía una
pava en el Circulo Militar.
– Maestro, ¿conoce algo de Sergio Méndes?–, nos
sorprendía alguien por ahí.
Total, con una publicidad personal, boca a boca,
sin prisa y sin pausa y con la gran ayuda de las reseñas
periodísticas, el “Conjunto Fantasía” fue imponiendo su
propuesta y su personalidad en la cordial San Cristóbal.
[65]
– Están muy bien recomendados y queremos que
toquen en Santa Bárbara–, decía González; su esposa afir-
maba con gestos.
– Tenemos la inauguración del “Club Zamora”–,
hablaba ahora la señora.
– Les damos transporte, ida y vuelta, mas aloja-
miento y comida–, complementaba González y como pre-
sidente del club.
– ¿Cuánto nos cobrarían?–, precisó la señora.
– Sería como el doble de lo que pedimos aquí en la
ciudad y libre de gastos–, exigí y con el apoyo de Nelson.
– Horario de cinco horas–, deslizó Riverita.
– Les aclaramos que no tenemos cantante, solo
música instrumental–, añadió.
– Eso si está grave–, reviró contrariada la señora.
¿Y no pueden conseguir uno para el baile y bien
pagado?–, plantea González y muy ejecutivo.
– Muy difícil sin ensayos ni repertorio–, advertimos.
Urgidos estaban ellos y muy recomendados noso-
tros, así que llegamos a un acuerdo positivo de obviar el
cantante y pago de la mitad de lo acordado al firmar un
contrato que nosotros mismos redactamos, todo esto, pre-
vio lisonjeo sobre la nobleza andina y llanera.
Entre el grupo, acordamos luego y por exigencia
de Virgilio, el reparto del adelanto recibido en dinero en
efectivo. Y en esa sana solidaridad, por propuesta mía,
Emiliano y Eladio fueron incluidos en la gira, invitación
que aceptaron gozosos los flamantes managers.
Rumbo al piedemonte andino, al alto llano, arran-
camos muy temprano en esa mañana de mayo, por suerte
muy soleada desde que abordamos los dos jeeps; a
estrenarnos fuera de la urbe y en primaria cita íbamos.
[66]
– De Santo Domingo pa’llá, es carretera destapa-
da–, nos recordaba González como guía y conductor de
nuestro transporte.
– A tragar polvo que jode y si no nos llueve–, sen-
tencia Emiliano amarrando su pañuelo al cuello.
En un alto en el camino, un refresco al ambiente y
el revisar de los amarres de instrumentos y equipaje.
Emiliano ya preparaba su “Roliflex”.
– La polvareda arreciará por todos estos camellones
y hasta el pueblo–, ahora advierte González.
– Viene un aguacerito llanero, pasajero, y los
barrialitos–, dice avizor.
Pronto vadearíamos variables caudales y apuran-
do, previendo aquellas itinerantes crecidas tras el agua-
cero. Eran vías aún sin puentes.
– Señor González, ya me duele el “chiquinái”–, se
quejaba Luis y sentado en borde no acolchado.
– Tranquilo que el equipo gana–, lo alienta Nelson
y mirándolo por debajo del ala de su sombrero “pelo e’
guama”.
Al fin alcanzamos el soleado poblado al mediodía,
sembrado allí entre el piedemonte andino y la ilimitada
llanura. Animosos socios nos dan la bienvenida a las puer-
tas del “Club Zamora” a inaugurar esa noche.
Excelentes atenciones prodigaron los personeros de
la comarca; con prestancia agilizaron el desembarco de
equipos y ayudaron en la prueba de sonido: un modesto
amplificador con parlantes de cono y unos tres micrófo-
nos; imprudente sería exigirles más.
Al río fuimos a medio lavarnos y acicalarnos al caer
la húmeda y calurosa tarde; bajo frondosos árboles espe-
ramos la hora del sarao en la Plaza Bolívar del pueblo.
[67]
Llegado el momento, 8 p.m., prestos estuvimos a ini-
ciar el set de apertura con el formato de: pasodoble de ini-
cio; un porrito; un merengue dominicano y el alternar de
éxitos al cierre para el bis. El calor, húmedo e inclemente,
no melló energías; el aplauso exigía repeticiones de “Azu-
cena” y “La pollera colorá” revitalizando místicas.
– ¡Coja buches maestro!–, advertía Virgilio a Nicola
que insistía en tocar su “Huellas” gringo o el carioca “Ana”.
Evoco aquella rústica escena y renovando mi ad-
miración por la fortaleza de Virgilio, parado allí al frente
del grupo, acordeón al hombro, arengando al gordo Nelson
que arrellanado en una silla de madera y cuero guapeaba
con mirada de apatía y perdida sonrisa.
Terminado el compromiso, iniciado a las ocho, los
directivos del club pidieron una hora extra y con la tarifa
acordada para el caso.
– ¡Estoy mamáo!, el acordeón me pesa el doble–,
se quejaba Virgilio.
– No aguanto la espalda–, se lamenta igual Nelson
allí sentado.
– Tengo los dedos ya ampollados–, me sumé al ro-
sario de lamentos.
– Echémosle bola y llevamos más reales–, nos ani-
ma Nicola y con el apoyo del muy sonrosado Luis.
En tan melódica fragua, tuvimos arrestos para dos
tandas extras. Agotados y sudorosos recogimos bártulos.
Allí mismo en el club cinco chinchorros esperaban por
mullidas humanidades; el trajín facturaba. Orden y com-
postura reinó entre los parroquianos que, luego del “Alma
llanera”, se retiraron felices, en paz, controlando eufo-
rias etílicas.
[68]
En el preámbulo de caer en brazos de Morfeo, el
bambino Nicola nos informó y sin excusas, muy directo,
que se retiraba del grupo pues tenía una buena oferta con
un combo establecido en el país; trabajaría duro, más,
necesitaba mejor ingreso.
– Así les queda más en el reparto–, agregó guiñan-
do el ojo a Virgilio.
– Consuelo de tontos pues debemos pensar en un
cantante luego de esta experiencia–, les advertí sesudo.
Tras dormir colgando, como lirones, con la nove-
dad del retiro del italianito, al día siguiente, el calor arre-
ciando a media mañana bajo un techo de zinc, nos lleva a
descolgar esas energías medio recuperadas en el breve
dormitar.
Luego de un muy ligero desayuno y una especie de
paseo cívico, recibiendo felicitaciones, marchamos a las
afueras del pueblo a disfrutar de un almuerzo programa-
do en nuestro honor.
Lo más granado de Santa Bárbara allí presente, en
aquella especie de aserradero, llegado el momento se
abalanzaron a devorar el cochino a la llanera y dejándo-
nos, de vaina, giras de tocino y huesitos para chupar con
abundante bastimento. La comilona fue de asalto.
– ¡Ay, qué pena!, a los maestros les tocó solo toci-
no–, se disculpaba el boticario.
– Qué carajo, mejor como en mi casa–, dije conso-
lándome.
– Bueno señores, ¡indio comido indio ido!–, comen-
té mirando a González y con su positiva respuesta del
vamos.
[69]
Con nuestro guía González pronto desaparecimos
de escena y luego de que Emiliano le tomara la doceava
foto a la sensualísima esposa del médico del pueblo en
vistosa y muy de moda mini falda.
Los caros amigos conductores de los rústicos, an-
siosos del retorno, nos guiaban en el grato desandar por
esos lomos de la gran llanura; en el vadear de pequeños
ríos y en el batir de arenas, con aquel collage de solita-
rios araguaneyes de amarillento ropaje.
Grata secuencia bordeando palmares sobre esos
lomos desolados y con un astro rey y su fantasmal luz
ahora entre nubarrones precediendo el chubasco llanero.
En el jeep escolta, Nicola devoraba a besos a una
de las dos llaneritas que pidieron la cola para subir a San
Cristóbal; todos gritábamos celebrando sus arrumacos.
– ¡Eso Nico, tremenda despedida del grupo!–, ati-
né a decirle.
– Jé, jé, son mis sobrinas, pero ¡muy locas!–, co-
mentaba González.
– Que la goce, ¡que tiren!–, salvaba su responsabi-
lidad.
Ya anocheciendo, empinada se nos hacía la vía e
indicadora del acercamiento a la urbe. Cuánta satisfac-
ción por tan brava y primaria excursión. Ya en mi lecho,
aquella noche proyectaba en mi mente fugaces imágenes
de la experiencia y concretando la virtual realidad del
nuevo oficio.
[70]
pás de melódica sexualidad; moza aquella que desde su
llegada a casa, y muy recomendada por una tía, mostró
un desenfado que de vaina no se metió bajo la regadera,
a compartir mi baño, en la primera tarde que quedamos
solos, intento frustrado por la aparición de mi madre.
Lascivas miradas y el contonear de su materia piel
canela sería el anuncio de entrega desde el vamos. Ella
como doméstica y fan de mi novel y mundano oficio,
frecuente haría aquel abordaje a mi alcoba reteniendo
arpegios en apretado capodastro.
VOLVER A NACER
Para lo que escrito estaba, les cuento, el destino
nos brindaría una nueva oportunidad en ese volver a na-
cer el día que, en la musical rochelita, gustosos viajamos
a un sarao en una finca de la frontera.
La invitación era de la familia Armas, atención que
aceptamos gustosos; si de tocar se trataba, el placer siem-
pre grande era. Virgilio vendría a buscarnos con el carro
de un amigo, acordamos, ese sábado a las diez de la maña-
na. Antonio Casanova nos acompañaría con sus tumbadoras
ya que el italianito se había retirado del grupo.
En el sitio y hora indicada, en casa de los Rivera,
acarreamos los instrumentos; con maña acomodamos en
el maletero del “Firelane 500”: el contrabajo, el acordeón
de Nelson, la escuálida batería incluida las nuevas
timbaletas de fabricación regional, y las tumbadoras de
Antonio. Un desteñido trapo rojo amarrado al mástil del
contrabajo advertía su sobresaliente presencia.
Sin imaginar que aquel coche, gris ataúd y notable
kilometraje, nos ha podido abreviar tan divina existen-
[71]
cia, en busca de nuevas contingencias emprendimos ese
viaje que bien pudo ser nuestra melódica gira a la eterni-
dad. Raudo nos desplazaba el “Firelane 500” al solaz
galanteo y el fantasear artístico; descendiendo por la
curvilínea carretera, un traquear seguido de un chirrido
nos estruja el espíritu.
– Coño, coño, ¡me quedé sin frenos! –, alertó
Virgilio con voz de pavor.
– ¡Tírelo a la cuneta!–, grité.
– ¡Ay!, “fuéputa”, nos volcamos–, clamé en pánico.
El carro saltó el brocal, su llanta derecha trepó el
talud y ya completamente inclinado nos ponía frente al
destino.
Pronto nos vimos abatidos, apoyados en el techo
del carro; patas arriba el “Firelane 500” se deslizaba así
unos metros, sobre la calzada, orquestando un espeluz-
nante ruido y en incidental sonoridad de vida o muerte.
Una defensa de hierro en la orilla opuesta frenó el
desplazar del auto volteado y evitando que cayera, con
nuestras humanidades, al fondo del abismo. Trastocados,
en silencio de trance, súbito reaccionamos buscando sa-
lidas.
– ¡Baja el vidrio!, ¡noó, al revés!–, gritaba Nelson.
Antonio no podía salir por su lado aprisionado a la
defensa; en segundos que parecían horas, nos vimos fue-
ra de aquel ataúd rodante, revisándonos, con una absurda
risa que bloqueaba esa otra sensación de querer llorar.
Los instantes de terror fueron diluyéndose no obs-
tante el dantesco cuadro al borde de la vía, ¡de la vida!
En el desahogo de la colectiva histeria, era general la
comidilla.
[72]
– Coño Virgilio, le sangra la mano izquierda–, de-
talla Luis.
– ¡Compren la lotería!–, exclama un curioso.
– ¡Oiga vea, volvieron a nacer!–, grita otro venido
de mas allá de la frontera.
– Qué llantas hermano, ¡se les ve el aire!–, grita
otro.
– Qué bolas, miren esos cauchos super lisos–, re-
petía Nelson con un dejo de impotencia.
– Se quedó sin frenos, no fueron los cauchos–, de-
fendía Virgilio su parte.
La noticia llegó pronto a San Antonio, desde el co-
mando de la Guardia Nacional sube un tío de Virgilio, el
sargento Rojas, en nuestro auxilio.
– ¿Qué santo los protegería?–, se pregunta el tío.
– Rodolfo invocó a una “Santa Tuta”–, recuerda
Antonio.
– A ver, acomodemos los equipos en la camioneta–,
ordena el sargento Rojas.
– Menos mal que no venían en una parrilla–, co-
mentaba el cabo.
– A la timbaleta se le rompió un cuero–, se queja
Luis.
– El coñazo nos salió barato–, comenté luego de
revisar los instrumentos.
– Definitivamente, ¡volvimos a nacer!–, rematé
santiguándome.
Superando la contingencia y callada crisis nervio-
sa, en el transporte militar arribamos al sitio del sarao,
eso sí, trémulos y magullados. Mimos maternales de doña
Ramona a su vástago Virgilio, miles de consideraciones
[73]
y admiración para con el equipo por parte de la muy que-
rida familia Armas Rojas y sus invitados y repetidos brin-
dis diluían, en algo, el percance.
En un rápido acomodo arrancamos en Fa; Virgilio,
amarrando en su siniestra herida un pañuelo poco asépti-
co, guapeando con su gran “Honner” y con el apoyo de
Nelson, a dos acordeones pronto sonaría la “Pollera
colorá” y respaldada con el ileso contrabajo, las nuevas
tumbadoras de Antonio y la averiada timbaleta de Luis.
Bajo inmensas matas de frondoso follaje fue
contagiante el deleite y alimentado con la novedad del
volcamiento.
– ¿Pero, a que santo se encomendaron?–, insistía
doña Ramona.
– A la “Santa Tuta” de Rodolfo–, igual insistía An-
tonio.
– Ay no, la Virgen del Carmen los protegió–,
pontificaba una tía de Virgilio.
Aquella, mi profana expresión, en el tétrico episo-
dio, sería tema obligado en el rememorar de ese “volver
a nacer”. Eran los días de solo el presente, sin avizorar
futuro, sin imaginar cuánto kilometraje por recorrer te-
níamos en el oficio, por lo menos, Virgilio y quien escri-
be esta historia.
.o0o.
[74]
CAPÍTULO III
[75]
Hotel El Tamá estaba al alcance de nuestra propuesta
musical. Y se llegó el día en que se iniciaría el resto de
mi vida.
En una radiante mañana finalizando el mes de ju-
lio, les cuento, en casa de Nelson Rivera finiquitábamos
detalles del virtual contrato a firmar con la gerencia del
Hotel El Tamá.
– Puchi tiene fama de malas pulgas, pero es buena
gente–, alertaba Virgilio.
– Lo conozco desde San Antonio, dimos serena-
tas–, se jactaba.
– Yo puedo firmar el contrato como director del
conjunto–, propone Virgilio, cosa en que todos estuvi-
mos de acuerdo.
– De todas maneras, el contrato debe ser refrenda-
do por la Asociación Musical–, recordé a los colegas.
En casa del profesor Rueda, presidente del sindica-
to, reconfortados fuimos por el anfitrión con su paternal
acogida en ese compartir de impresiones; con el contrato
a firmar seríamos más profesionales y respaldados por la
asociación.
– Sacar el carné es algo que han debido hacer des-
de el primer compromiso–, nos recriminaba.
– Con ese horario de 8 p.m., tienen derecho a la
cena–, nos alertó en su asesoría.
– Los felicito, rompen ustedes el monopolio de
músicos traídos de otras partes–, nos halaga.
– Casi todos son veteranos cubanos, italianos, et-
cétera–, complementó Nelson, el aún menor de edad.
Firmamos con la gerencia del Hotel El Tamá un
contrato por treinta días, aprovechando las vacaciones
[76]
de agosto; se nos presentaba, allí, la gran oportunidad de
ser oídos por gente de todo el país y el extranjero. En
casa de Nelson celebrábamos el logro en un coloquio al
que se sumó el maestro Rivera Useche.
– Psssh, oigan muchachos, ese contrato va a traer
envidias entre los músicos del patio–, nos comenta en
alusión a los de carrera.
– ¡Ojo!, pichones pero desde mañana seremos ver-
daderos profesionales de la música y bien proyectados–,
sentencié y en alusión a la predica de Nelson.
Superado el punto álgido del reparto quedamos en
que todos ganaríamos igual con la salvedad de que
Virgilio, como director, ganaría cien bolívares más y que
se le restaban, con su venia, a Luis Lacruz.
Un piano, un acordeón, un contrabajo y una escuá-
lida batería; una sutil sonoridad en la penumbra de la
boite del gran Hotel El Tamá iniciaba un largo camino y
en noches de bohemia de la pujante urbe.
Renovado fue el contrato, esta vez por todo un año,
superando diferencias en el equipo entre sutiles coloquios
de media noche; Nelson obviando un ocurrente cansan-
cio se comprometió a seguir en la dulce aventura.
Extendido el mutuo compromiso organizamos una
cooperativa logrando reunir los reales y comprar una ba-
tería segunda mano con sus implementos básicos; Luis
Lacruz, lejos de motivarse y mejorar, se nos ponía más
difícil.
– Pero bueno Luis, yo falto a la universidad y Nelson
al liceo, a veces, para cumplir aquí y usted faltando al
trabajo–, le reclamé una noche.
[77]
– Coño, anoche me sentía mal, ¡no tenía ganas de
tocar, pué!–, respondía irritante.
– Coño, échese palos después de que salga de aquí,
pero no antes–, le sugería Virgilio.
Entre otras inquietudes, del noche a noche, en esa
boite del gran hotel, estaba la idea de incorporar un
vocalista, un “crooner”, como decía Virgilio. Al fin la
gerencia nos dio luz verde para ubicarlo, antes de navi-
dad y las ferias de enero, y el hotel lo contrataría. El bási-
co cuarteto gustaba ya en grande, los turistas entre loas y
aupares nos animaban a establecernos en Caracas, pues
éramos una joya en pulimento. Buenos presagios.
En esa, nuestra primera navidad en la boite del Hotel
El Tamá, como director del grupo, Virgilio recibió un te-
legrama hasta insólito.
– “Ministerio Trabajo ordena laborar días 24 y 31
Diciembre”–, rezaba.
Aquella noche, en la terraza de la boite, fue tema
obligado la novedad del telegrama y el impasse con la
gerencia.
– Puchi nos cree ignorantes de solemnidad o ex-
tranjeros–, agregaba Nelson a la plática.
– Muchachos, lleguemos a un acuerdo de ese, su
día libre–, terció mister Bela.
El amable y muy profesional maître del hotel, mister
Bela, nos sedujo con su afable trato, llegando a un acuer-
do de tocar un martes, nuestro día libre y que coincidía
con la nochebuena.
– De acuerdo muchachos, tocan hasta la mediano-
che y seguirá una miniteca–, sentenciaba.
[78]
– Y en Año Nuevo se quedan en casa, con la fami-
lia–, remató.
Resuelto el impasse, esa noche tocamos relajaditos
y disfrutando con la audición de un cantante con mucha
opción de quedárnoslo.
Grata y animosa persona nos resultó Guido, joven
cantante venido de allende la frontera, conocido de
Virgilio por sus veladas entre Cúcuta y San Antonio. Para
esas noches navideñas y hasta las ferias y fiestas de enero
nos lo contrató la gerencia del hotel; buena presencia,
voz y afinación le adornaban. Una breve y grata expe-
riencia que nos alertó sobre la falta de un vocalista.
– “De Chiquinquirá yo vengo de pagar una prome-
sa”…–, temita con que Guido, con agrado y en ritmo de
charanguita, nos deleitaba.
– “Los hermanos Pinzones, eran unos... marine-
ros”...–, vacilón de Guido con lírica de doble sentido
Este chachachá lo archivamos luego de que un
cliente nos reclamó el gozo con que nos “vacilábamos”
el temita; era un turista español con su familia, de paso
por la ciudad.
AMANTES DE FERIA
Entre la mundana rijosidad de la urbana aventura,
entre versos y trovas, en el levitar de sucesos entre venta-
nas, puertas, zaguanes y alcobas: los amantes. Eran días
de feria en la urbe.
Y en la simple pasión concubina y el “dame tanto”
de la meretriz, en el trafico de apetencias, se abría el te-
lón de mi teatro de variedades; era el momento ferial del
requiebro con la hembra hecha para virtuales pasiones.
[79]
Aquella noche de ronda anclé mi bajel tras el pro-
caz encuentro con la bella de sensual mirada y entre tan-
to macho cabrío rondándola en la penumbra de la boite.
La pareja que la acompañaba, amigos desde el colegio,
me invitan a su mesa a compartir un trago.
– Encantada, Rosalíz–, dijo al presentarnos.
– Al fin puedo abordarte–, atiné a susurrarle cuan-
do sola quedaba.
– Nunca es tarde si tenemos el alma joven–, me
alentó poéticamente.
– Eso sí, nos repiten “Extraños en la noche”–, con-
dicionaba.
– Y la “Pollera colorá”–, contrastaba en su desen-
fado.
Su presencia copaba la escena; sobradas razones le
adornaban para tanto hechizo: fino perfil, bello rostro,
bien torneadas piernas, todo un aperitivo para la lasciva
fantasía.
Pasada la medianoche, terminado mi horario de tra-
bajo con mi eterna cómplice, la música, bailando robé de
ella un beso y que resultó altamente correspondido y como
antesala a la inevitable fuga, para mi, apasionante y pri-
maria, para ella una aventura más tal vez.
Esquivando borrachitos de feria al volante de mi
recién adquirido bólido, allá por la periferia del furtivo
escape, un volantazo y al disfrute del fruir morboso; ma-
gistral camelar el suyo cual diestra en cosas de alcoba;
con ella descubría el novel bardo una mágica sexualidad.
Mucho mundo asimilé con la sensual Rosalíz y
dejando atrás la procacidad doméstica, saliendo del cas-
carón estudiantil hacia un mundano convivir en el oficio
[80]
de la música. Tan circunstancial pasión se diluyó con los
nimios ahorros.
MI “DKW”
Logré el propósito de ahorrar un dinero y con ello
adquirí un flamante “DKW” alemán, segunda mano en
aceptables condiciones, para su precio, y de un tamaño
ideal para el traslado con mi robusto contrabajo. Un ca-
rro con motor dos tiempos, como las motocicletas; por
cada tanque lleno de gasolina, allí mismo se le agregaba
un litro de aceite; como le inclinaba la balanza la huma-
reda era grande.
– ¿Está fumigando?–, me gritaban a diario con otros
denuestos.
GUILLERMO TÁRIBA
Por la boite del Hotel El Tamá se apareció una no-
che Orlando Peñaranda, propietario del combo de moda;
le acompañaba un joven de informal vestimenta: panta-
lón short, franela y alpargatas y que contrastaba con la
del grupo harto formal.
– Muchachos, le traigo la planta “Premier” que les
ofrecí para el bajo–, dice Orlando con su difícil fonética.
– Perdón, conozcan a Táriba, también músico, buen
baterista–, agregó.
– Perdonen la facha, pero vine a caletearle la
plantica a este “toche”–, se disculpó con fino humor y
presentándose.
– Y así tiene que tocar la batería ahora, con noso-
tros–, casi exigí.
[81]
– Debe tener su buen instrumento–, indaga Nelson
circunspecto y con esa cautela propia.
– Bueno si, tengo una batería muy completa–, res-
ponde modesto no conociendo la de Luis.
– Ojo, Luis, ¡coja buches!–, soltaba Virgilio.
– Lo que pasa es que Luis está que se retira del
grupo–, informé para alentarlo.
– De repente nos quedamos con la planta “Premier”
y un nuevo baterista–, predice Nelson.
Grata impresión, así de entradita, nos brindó
Guillermo Táriba y en tan oportuno momento en que,
escépticos, planeábamos el reemplazo de un Luis siem-
pre con tragos. Guillermo decía venir de trabajar en Ca-
racas.
– Agarre la batería y tocamos algo–, apremié.
– Pero, con esta pinta y ustedes de flux y corbata–,
se excusaba.
– No le pare, no hay clientes–, lo anima Virgilio.
Haciendo sus observaciones a la batería, la acomo-
dó y nos fue dando un exquisito ritmo; bossa nova, swing,
chachachá y un mambito, hacían obvia la veteranía y es-
tudio del aparecido baterista.
– ¡Este es el hombre!, ¡machete!–, repetía Luis en-
tre sus torpes incoherencias.
Rematando aquel positivo cambio de impresiones
llegamos a un acuerdo previo y con la franca aprobación
de Luis Lacruz que sólo esperaba reemplazo. Acordamos
visitar a Guillermo en su casa para finiquitar detalles.
Definitivamente, nos quedábamos con la planta “Premier”
y su transportador.
[82]
En mi recién adquirido “DKW” alemán, nos llega-
mos, Virgilio, Nelson y el que escribe la historia, hasta la
cálida y muy acogedora residencia de la familia Táriba;
el dialogo y cambio de impresiones seguía siendo
gratísimo, como de viejos amigos.
– Muy completa su batería–, halaga Nelson.
– Coño compañero, que diferencia con esos plati-
llos–, comentaría Virgilio.
Con pertinentes demostraciones sobre el arsenal
percutivo, enriquecedor de propuestas musicales, pacta-
mos una vez más su incorporación inmediata.
– Te esperamos mañana–, insistí.
– Traje formal: flux y corbata–, recordó Nelson
super animado.
En el soleado y muy aireado balcón de los Táriba
Roche nos despedimos de Guillermo y partiendo
gratamente impresionados.
PALMIRA TÁRIBA
Les cuento; con una dulce sensación salí de casa de
los Táriba, dada la presencia allí de una hermanita de
Guillermo, ella asomando allí su rostro por la ventana de
la habitación en que planeábamos alrededor de la batería.
Compartía ella con una compañera de estudios, pi-
cardías y comentarios propios de una sana adolescencia;
reían en su ir y venir a la ventana que daba al soleado
patio. Aquella niña con sus anteojos de grueso armazón y
cristales, tocaba mi alma con una extraña sensación del
“deja vù”, de un “Begin The Beguine” desde remotas vi-
das.
[83]
Palmira Táriba me trasladó, me impactó con un
pálpito de eterna amistad y mutua comunión. Un nombre
y apellido, para el vulgo regional sorprendente, más para
mi, ¡determinante!
– Chao, cuñadito–, dije atrevido ya arrancando el
DKW.
– ¡Vaya y vuelva!–, soltó Palmira con sano desen-
fado.
– ¡Claro que volveré!–, casi grito en un último agi-
tar de manos.
Una gratificante sensación me acompañó al volan-
te del poderoso, rumiante y humeante alemán y que ya
me lucía super oportuno; calle arriba su utilidad y pres-
tancia empezaba ya a justificar su compra como inver-
sión y a costa de mínimos ahorros, ¡qué tiempos!
– Coño Buenaño, ¡impresionaste a la carajita!–,
alentaba Nelson mi “alter ego in crescendo”.
EL NUEVO BATERISTA
Guillermo Táriba, pronto sería atracción del gru-
po, como artista de los tambores y como grata persona.
El veterano barman de la boite del hotel se preciaba, por
su oficio, de ser un gran observador, innato psicólogo,
confesor y confidente de tránsfugas de la cotidianidad. A
Echeverría no se le irían los detalles en sus dominios con
el novel ‘enfant terrible’.
– Hombre, ¡qué joder el del tamborilero!–, apunta-
ba a Guillermo.
– ¡Hostia!, muy despierto el chaval y muy galante–,
decía con su ibérico acento.
[84]
Sentados alrededor de la piscina del hotel, coto-
rreando pendejadas a la luz de la luna, Guillermo nos
aportaba el chiste oportuno; una noche se las arregló para
invitarnos a comer helados, en la cocina; zafó la cadena
de la cava sin violentar el candado.
Delicia que disfrutamos por unas noches hasta que
el maître nos pidió, con paternal cariño, que no violentá-
ramos el “freezing”; irreverentes, hasta dejábamos las
copas y cucharillas sobre la cava.
– ¡Anímense difuntos!...!jodan cadáveres!–, solía
increparnos Guillermo viéndonos arrellanados en gran-
des sofás frente al televisor.
[85]
rancio mesonero, cuando cotorreábamos en la barra de la
boite y claro, sin probar licor.
– Guillermito está en la cocina brincando, imitan-
do un mono, sobre mesones y cavas–, chismeó divertido.
Irreverente, osado, trastocado, todo un collage de
tremebundo adolescente ya era el cliché del nuevo
baterista y su innata gracia; Nelson Rivera, el circuns-
pecto del grupo, zapateaba desternillado de risa en aque-
llas veladas del mundanal oficio.
La tremendura al fin topó con el gerente del hotel;
Puchi lo pescó jugando con la calculadora manual de la
cocina y su rollo de papel esparcido por el suelo ¡casi
todo!
– ¿Y usted qué hace?–, pregunta Puchi molesto.
– Perdón señor gerente, estudio ecuaciones, mate-
máticas–, sería la ocurrente excusa.
– Pero ¡mire eso!–, molesto señalaba Puchi el exa-
gerado gasto del papel allí desparramado.
– Yo le repongo ese rollo–, ofrece Guillermo y tra-
tando de ocultar el largo tiraje.
– Cuidado con los equipos del hotel–, bramó prosi-
guiendo su ronda para irse a dormir, previa alerta a
Echeverría.
– ¡Coño chaval!, en casa os darían mucho palo!–,
asumía ahora el barman su reprimenda.
– Cooóño compañero, joda pero no tanto–, susurró
Virgilio.
Guillermo desbordaba, con su rebeldía, nuestra
adusta disciplina, en un desfase con nuestra reverente
apatía; nosotros íbamos y él ya venía, mas, la comunión
era candorosa, maravillosa. Guillermo dio al grupo un
[86]
gran empujón al profesionalismo, incluida la precoz in-
cursión en el mundo del jazz.
ALTERNANDO
Nos llegó el momento, temido y anhelado, de al-
ternar con una gran orquesta y nos tocó con una venida
de Caracas, allí en el gran salón Venezuela del Hotel El
Tamá. En franco compartir, elogios no faltaron de sus
músicos y en especial de su pianista, Espinoza, y el ba-
jista a quien le facilité mi modesta planta “Premier”.
En su último set, nos invitaron a descargar con ellos
un tema estándar; “Mack The Knife” sirvió para la es-
pontánea “jam session”, incluso Nelson se sumó con su
acordeón. El muy simpático moreno del contrabajo, José
Quintero, tremendo profesional y simpática persona nos
resultó.
Como hilando fino se nos presentó, mas adelante,
la oportunidad de acompañar una “diva”, de esas que
rotaban por toda la cadena de hoteles a la que pertenecía
el Tamá.
– Bueno maestros, ustedes que aman el jazz, les
tengo una cantante americana–, nos alerta Puchi.
– Lisa Scott, ya cantó en el Hotel Humboldt y en el
Maracay–, detalló.
– Le echamos bolas, ¡y que cante jazz de verdad!–
, aceptó Virgilio el reto.
– Pero habrá que ensayarla bien, ojalá nos manda-
ra un cassette–, sugiere Nelson en sus cautelas.
– Eso sale con o sin partituras–, se jactó Virgilio
muy seguro.
[87]
En menos de una semana se apareció Lisa Scott;
gratos y seguros aquellos dos ensayos previos con músi-
ca estándar americana muy del dominio público, por lo
menos para nosotros.
Llegado el momento, todo salió a pedir de boca.
Grato e inolvidable aquel fin de semana en el Gran Salón
Venezuela; total, el provinciano auditorio no era tan exi-
gente como para comprometernos en esos años. Cabezas
de león éramos en nuestro patio.
– “Com tu pa–pa, com tu pa–pa”…–, repetiríamos
recordándola por muchas noches.
– Atrevidos, hemos sido con nuestro jazz–, insistía
Nelson.
– Esa Lisa, ni tan diva, ni tan jazzista–, opinaba
Virgilio, siempre ácido.
Para bien o para mal, Lisa nos dejó un buen sabor,
acrecentando esa, nuestra inquietud por el idioma del jazz.
–…”embréisbel yuú”–, repetíamos y tarareábamos
evocando el “Embraceable You” de Gershwin.
Como buenos relacionistas públicos, además de
muy aceptados y ya respetados músicos, dijimos hasta
luego a la boite del Hotel El Tamá y con la conformidad
del aprendizaje allí logrado durante mas de un año, no-
che a noche, olvidándonos de tanta festividad citadina
allá afuera y en mi caso, hasta de la universidad que me
negó ir a exámenes finales, con dos materias, por acumu-
lación de inasistencias.
Marchamos del Hotel El Tamá hechos unos profe-
sionales, calificativo que tanto adversaba Nelson, pero
que era de una gran utilidad. Olvidándome de estudios
[88]
jurídicos, a conquistar tarimas, allí y más allá, aupé a mis
colegas de equipo.
GABRIEL RUÍZ
Amigo de Virgilio, siempre nos visitaba en la boite
del Hotel El Tamá un circunspecto Gabriel Ruiz que, sin
querer queriendo, fue integrándose a nuestra nocturnal
rutina, tocando un improvisado güiro; por insistencia de
nuestro pianista al fin se atrevió a cantar, a demostrar un
callado don.
– Cántese un bolerito de Tito–, pedía Virgilio.
– Dale pué con “Fiesta de besos”–, cedió Gabriel.
– “Vida mía yo te invito, a que hagamos una fies-
ta”…–, por ahí se soltó con tremendo bolero.
– ¡Coño!, tenemos un Tito Rodríguez–, exclamó
Guillermo.
Con aquel bolerote Gabriel, definitivamente, se
incorporaba al grupo; luego vendrían unas charanguitas
tipo “Vuela la paloma”. Los, ahora, mas animados ensa-
yos no se harían esperar allí y ya fuera de la boite. Tenía-
mos cantante, ¡al fin!
Como tenía que ser, el “Conjunto Fantasía” retomó
cimera posición con un vocalista hecho a su medida. Ter-
minado el contrato con el hotel, incorporando al grupo a
Gabriel Ruiz y Antonio Casanova con sus tumbadoras,
salimos a devorar tarimas.
Un viaje a la ciudad de Mérida sería propicio para el
debut de nuestro novel solista; con ingenio acomodamos
equipos en la ranchera de los Casanova que, en alquiler,
aportó Antonio; una poderosa “Chevrolet” del ‘56. A tan
distante excursión arrancamos ufanos y expectantes.
[89]
Debutó Gabriel en fiesta privada, de un grado de
médico, y muy oportuna para el innato desenvolvimiento
con que se lució y con un repertorio bailable montado
sobre la marcha y con arreglos del grupo marcando Virgilio
la pauta; gratificante, tan excelente acople y balance in-
cluido el alternar de Virgilio y Nelson con el acordeón y
un pianito “Kawai” alquilado al colega Alberto Rey.
Ahítos de gozo, desbordando optimismo, regresa-
mos de esa primaria experiencia con un sexteto madu-
rando y muy convencidos de lo que hacíamos. La ranchera
de los Casanova, hasta los ‘teque teque’, igual rodó cum-
plidora en esa fecha tan feliz y en los frecuentes retornos
a esa estudiantil urbe.
– Púyela Antonio que quiero llegar a mi casa–, apu-
raba Guillermo.
– “Micaza”, la de la vaca–, advertía con cierto can-
dor nuestro tumbador y conductor.
– Lo mejor de la noche fue que a Nelson no le mo-
lestaron los aplausos–, observaba Virgilio.
– Gustó la vaina–, amagaba Nelson un vacilón.
[90]
Otro logro de nuestra fresca oferta musical lo fue
el tácito acuerdo con la directiva del gran Club Demó-
crata y para los llamados viernes deportivos. Se copaba
la agenda de contrataciones, siempre full en los fines de
semana,
Allí, en el Club Demócrata, en un alto recodo del
bar de la piscina, entre el tronar de “strikes” del bowling
y el boche y arrime de las bolas criollas, nos lucíamos
con el insurgente crooner, Gabriel Ruiz, cantando y bai-
lando nuestra rumbita.
– Eso, Tito, cantáte “Fiesta de besos”–, pedía un
maracucho asiduo.
– Virgilio, plíss!, la “Pollera colorá”–, insistían las
pavitas.
Lo tradicional, a nuestro gusto, y los éxitos de moda
solicitados, enriquecían el armónico catalogo de nuestro
“Conjunto Fantasía” y en ese rondar semanal por la urbe,
alternando con la festiva crema y nata de nuestra socie-
dad: alta y media.
EL ACORDEÓN VENDIDO
Se nos presentó un toque de última hora y junto a
Nelson fuimos en busca de los integrantes del conjunto
para darles aviso. Allí en su estudiantil residencia Virgilio
nos dio tremenda sorpresa siendo un toque con dos acor-
deones.
– La vaina maestros es que vendí el “bicho”–, nos
soltó sin recato.
– ¿Cómo es la vaina?, ¡la herramienta de trabajo!–,
exclamé anonadado.
[91]
– El daño está hecho, ¿el que lo compró no lo al-
quilará?–, rebobiné sin una respuesta.
Molestos fuimos Nelson y yo en busca de un ben-
dito acordeón: ya en la noche, sobre la hora, otro positivo
rebobinar de Rivera nos reanima: Jairo Duran nos podría
prestar el suyo y siendo un buen amigo a su casa fuimos
en su búsqueda. Se nos unió Guillermo Táriba.
– Ay, Riverita, el hijo anda para el cine–, nos ad-
vierte su padre.
Al indicado teatro corrimos pensando en el com-
promiso a las ocho de noche. En portería indagamos.
– Le ponemos un vidrio por la pantalla–, sugirió
Guillermo.
Positivo el procedimiento: con el mensaje salió Jairo
presuroso al hall del teatro, muy pálido él.
– Perdona la molestia, compañero, pero estamos
urgidos de un acordeón y pensamos en el tuyo–, le dice
Nelson ruborizado.
– Coño hermano, vea, ¿cómo me echan esa vaina?,
casi me infarto con ese aviso en pantalla–, nos reclamó.
– Lo que puedo indicarles es que hablen con mi
papá y de parte mía–, finiquitó el buen amigo su oportu-
na ayuda.
[92]
–Perdón don Luis, creí que usted lo sabía–, me sentí
chismoso.
– Ese muchacho loco, ¡vendió mi “Honner”!–, bra-
mó molesto.
– Bueno don Luis, ojalá se pueda comprar ese pia-
no portátil que dice le ofrecieron–, acoté y tratando de
remendar el capote.
El percance del acordeón vendido, aquel del luci-
miento de Virgilio con temas que iban desde un “Czardas”
de Monti hasta la más popular cumbia afectó en grande
mi ánimo, considerándome, tal vez, promotor y dinamo
del ensamble. Me resultaba aquel desplante como
campanazo avizor de lo cuesta arriba que resultaba el
unificar de voluntades. Por fortuna, para mis anhelos,
había talento, juventud y tiempo para logros. Virgilio se
compró un pianito eléctrico “Wurlitzer” para tranquili-
dad del equipo.
[93]
– O Nelson, o nos traemos a Cal Tjader–, senten-
ciaba con fino humor y encendiendo otro “Cool”
mentolado.
Cal Tjader, ese gran vibrafonista del jazz latino,
nos envolvía. Nelson Rivera, con el apoyo de su padre,
consigue en préstamo el vibráfono de la Banda del Esta-
do; ese privilegio de hijo del director, traería soterrados
reproches de algunos integrantes de la magna orquesta.
Con mística y cariño, Nelson se estudió el instru-
mento deleitándonos en breve con sus logros, sonando a
placer el percutivo teclado. Bajo la guía de Sansón estu-
vimos a punto, listos para el inicio de la propuesta
jazzística.
– Nos esperan en la radio, el próximo domingo en
la “Hora del jazz”–, nos anunció encendiendo su “Cool”
mentolado.
Para las delicias de un público radio oyente, que
resultaría nimio, aquel programa de los domingos al me-
diodía, por aquello de no ser comercial, sería de breve
estadía en cartelera; era aquella, sin duda, una propuesta
elitesca. En el estudio nos dábamos orondos aquella pri-
mera vez.
– ¿Y que opina don Elbano de las destrezas de es-
tos jóvenes?–entrevistaba César Maldonado, animador del
programa.
– Pues deberían tocar música nuestra que es más
sencilla y bella–, responde el entrevistado.
Aquella opinión de don Elbano, locutor publicista,
que allí laboraba, tendría su apoyo luego, terminado nues-
tro show, de un impertinente transeúnte que a las puertas
de la radio nos aborda.
[94]
– ¿Ya se acabó ese culebrón?–, nos increpó.
Franca y espontánea encuesta que teníamos que
digerir; como locos o héroes apenas iniciábamos la mu-
sical prédica a tan difícil audiencia. La prensa local se
hizo eco en positivo.
–… “un baterista admirado por su destreza y facili-
dad con que toca a un mismo tiempo tambores y plati-
llos”…–, escribía un periodista de farándula.
[95]
– Virgilio, “Cantos de mi tierra”–, insistían las her-
manitas Armas.
– ¡No se anarquicen!–, repetía el noble bardo, don
Luis, ante la indiferencia del grupo.
Un directivo del club desesperado por la negativa
de Virgilio de cambiar su jazz por porros y merengues,
luego de unos gestos grotescos, incluyendo la señal de
costumbre, pasó de las palabras a mayor agresividad.
– ¡No toquen más esa mierda!–, gritó señalando el
vibráfono.
– ¡Váyanse con esa musiquita a dormir clientes allá
en el “Hotel Tamá”–, agregaba a sus denuestos.
En el sitio y con propuesta equivocada estábamos;
cerrando el set con un “Night in Tunisia” del lucimiento
de Nelson con su vibráfono, pronto nos respondía el com-
bo del patio, full volumen, con el porro de moda, “Azu-
cena”; el soberano aplaudía a rabiar mirándonos
acusadores, como diciéndonos igual que el maestro
Virgilio, “cojan buches”.
Aquel último vilipendio del directivo del club nos
forzó al enmudecimiento del libreto y a recoger bártulos;
don Luis, con autoridad y sutil diplomacia evitó males
mayores en un virtual enfrentamiento entre sus hijos y el
palurdo socio que nos mandó con la música a otra parte.
Por fortuna la sangre no llegó al río.
– ¡De mejores taguaras nos han botado!–, repetía
Guillermo.
– A ese desgraciado lo mato–, susurraba la herma-
na mayor, la mas sentida de los Armas.
Retorno de madrugada con Nelson de copiloto; en
el humeante “DKW” alemán sería el deshilar de aquella
[96]
zigzagueante, oscura, brumosa y solitaria vía. Don Luis
nos garantizó el pago del toque y el cheque salió comple-
to. Ya regresaríamos a ese cálido pueblo a disfrutar de
inolvidables veladas musicales con esa, tan gratísima fa-
milia, Armas Rojas.
[97]
daría archivada por la directiva del estudio y por no ser
comercial, razonamiento muy lógico como empresarios.
Un año mas tarde Luis Eloy nos sorprendería con un so-
litario acetato grabado, en una emisora, de la cinta se-
cuestrada.
[98]
Muy profesionalmente arrancamos con ese tema
éxito de nuestro repertorio en la boite del Hotel El Tamá.
Los aplausos retumbaron de nuevo y con mayor énfasis
cuando les brindamos “Extraños en la noche”, otro hit
del noche a noche en el hotel.
Entre exclamaciones de regocijo en ese inesperado
reaccionar de un auditorio aplaudiendo de pie, y no por
el jazz que nos llevó allí, nos retiramos de escena. Pasada
la medianoche, luego de un brindis con los anfitriones y
comentando sobre el cambio de libreto al vuelo, regresa-
mos a casa.
BODA
Rumores de lleva y trae. Festín del cotilleo y el fa-
miliar celo fueron achicando la solvencia del “Conjunto
Fantasía”. Exceso de vitalidad y lividez de nuestro in-
quieto baterista, trajeron a escena la inesperada y muy
pronta boda.
– Agarrense de la brocha, ¡me caso!–, nos confió
Guillermo de su reparadora boda.
– Busquen un buen baterista pues me iré para Ca-
racas–, con un dejo de resignación disertó.
– El jazz, sin usted, tendrá que esperar, ¡vaya y vuel-
va!, como dijo su hermanita–, atiné a decir entre agrio y
dulce.
Aquel gesto, de nobleza y honor de un inmaduro
Guillermo, lo enaltecía. Grande fue el vacío dejado en el
equipo. Recordaríamos en esa oportunidad un sabio di-
cho de don Luis Armas: “Todos los músicos son
muérganos o todos los muérganos se meten a músicos”.
[99]
Sobre la marcha contactamos e incorporamos a un
nuevo baterista que supliría a Guillermo Táriba; sin au-
diciones, con la sencilla recomendación de músicos ami-
gos; Ernesto Contreras, un veterano, sería el elegido por
mayoría, no obstante la insistencia de Nelson en una buena
imagen, como el que suplía; Virgilio era más pragmático
y lo impuso.
– Lo importante es ¡que toque bien su vaina!–, con-
dicionaba.
Y de las amigas de siempre, apoyándonos en un
ensayo, ya vendrían las observaciones de sonoridad y pre-
sencia.
– Ese baterista parece un ratoncito colgado de las
timbaletas–, comentaba la más pícara.
– Es que su pinta no pega con ustedes, dígame ese
Guillermo tan buen mozo–, comentaba la de hermosas
piernas.
– Es una suplencia pasajera, Guillermo no aguanta
mucho en Caracas teniéndolo todo aquí, casa y trabajo–,
vaticiné ligando certezas.
NELSON SE RETIRA
Banalidades, tal vez, fueron mellando el ánimo de
Nelson Rivera; ahora me hacía comentarios de estar can-
sado de tanto trajín y de la importancia de dedicarse a
tiempo completo a sus estudios en el último año del ba-
chillerato.
Nelson nos advirtió que ya en ese próximo baile no
contaran con él; se trataba de una fiesta que nos daba
realce; la crema y nata de la citadina alta sociedad estaría
allí presente.
[100]
– Es que el gordo es muy prejuiciado–, diría Gabriel.
– Qué coño, sin su acordeón salimos adelante–,
animaba Virgilio con mucha propiedad–.
– Gabriel tendrá que cantar más a falta de temas
instrumentales–, advertí.
A nuestras criticas de harto despecho y la aprehen-
sión de no haber sonado como nos conocían, con la sono-
ridad del acordeón, la prensa de farándula nos respondía
en positivo.
–… “por todo lo alto estuvo la puesta de gala de
Pierina Lander, la elegantísima y bella damita de nues-
tros círculos sociales, en la mansión esplendorosa se dejó
oír la selecta música del gran “Conjunto Fantasía”…–,
escribió el cronista de sociales.
DIFÍCIL COMPROMISO
Con Nelson nos comprometimos, pese a su deser-
ción, a tocar en la residencia del gobernador ¡la noche de
Año Nuevo!; menudo compromiso, pero éramos una her-
mandad.
Pasado el tradicional rito del abrazo y la cena en
familia, no obstante el momento, sobrios nos presenta-
mos en la oficial residencia; la bella Marielita, hija del
gobernador con su mini falda nos atendía, sus preciosas
piernas paliaban la espera del pianista que no llegaba.
– Muchachos, el oficial de guardia en San Antonio
ya busca y nos traerá a Armas–, nos animó el gobernador.
– Nelson, toquen ustedes mientras llega Virgilio–,
nos incitaba la bella Marielita.
Engolosinados con tan cimbreantes muslos nos
apuramos a complacer a tan seductora anfitriona. Des-
[101]
granados al acordeón un pasodoble y un porrito del ini-
cio de la jarana, la única mujer que interactuaba con los
músicos, dio el alerta.
– Llegó el pianista–, gritó, como robando euforias.
– ¡Feliz año!, feliz año, coño ¡Qué peo!, qué palur-
dos esos policías, mi papá quedó arrechisimo!–, en su
retahíla se quejaba Virgilio.
– Todos los vecinos averiguando a quién buscaba
la patrulla de la policía–, contaba.
– ¡Qué pena con tu familia!–, se excusaba Nelson.
– Coño gordo, cumplo por su familia que sé, está
aquí compartiendo–, aclaraba el solidario pianista.
Sin duda que Virgilio se llevó todo el crédito de tan
singular noche con “detención policial y traslado como
indiciado”. El señor gobernador pedía disculpas por el
procedimiento y ordenaba al jefe de protocolo que no
faltara buen whisky, ni comida, a los muchachos; ino-
centes, ya nos arropaba ese viejo y lamentable estigma
del ¡palo pa’ los músicos!
– Coño compañeros, estos compromisos que no se
repitan en noches de Año Nuevo, ¡muy arrecho!–, insis-
tía Virgilio entre sorbos de escocés.
– ¡Cojan buches!–, sentencié con su decir.
[102]
CAPÍTULO IV
[103]
– Estúdiala, es de gran ayuda, así digan que a los
diez años es tarde para aprender a leer música–, aconsejó
fraterno.
– Pero bueno, ¿le echarías bolas con nosotros?–, lo
emplacé.
– Llavecita, me interesa, acérquese por mi casa con
el grupo–, invitó con positivas perspectivas.
– Coño mi llave, desde niño lo admiro con su flau-
ta, desde un paseo a la finca de los Carrillo–, le adulé
evocando.
– Tienes buena memoria–, dijo complacido.
– Claro, tocabas hasta un mambo de Pérez Prado–,
evoqué ya estrechando diestras, confirmando un virtual
pacto musical.
Aquella venturosa noche del reencuentro en la
arepera “Giacomino”, entre “reinapepiadas” y
“carnemechadas”, concertada quedó la cita para echar a
andar lo que sería, en el conjunto, una propuesta supe-
rior, de mayor mística y profesionalismo. Un nuevo y
maravilloso músico diría ¡presente!
DOMINGO MORET
Aquel vacío que dejó Nelson, ese espacio sonoro
de un acordeón y un vibráfono, llenado fue por un maes-
tro, por un Domingo Moret, el de la magistral ejecución
y la sabiduría académica.
Llegaba Domingo en las cercanías de las ferias in-
ternacionales de la ciudad; de allí que, en adelante de
enero a enero sería nuestra fiesta, con ese néctar de los
dioses y su embriagante licor: la música.
[104]
En el hogar de los Moret Duque nos apersonamos.
Una acogedora casa de corredores con un jardín central,
y en la que se respiraba mucha paz, nos acogía; un inme-
diato inicio de ensayos rompería el sosiego y con la venia
de unos padres maravillosos.
Virgilio, Gabriel, Antonio; Guillermo, que atendien-
do el llamado regresó de Caracas y el que escribe esta
historia, pronto pactamos con Domingo el echar adelan-
te ese nuevo germinar, ese ensamble rebautizado como
el “Sexteto Fantasía”.
Aquella inquietud por el jazz acrecentada con la
incorporación del vibráfono, pasó en el grupo a un se-
gundo plano y subyugado con la enérgica flauta y una
armónica guitarra puestas en nuestro camino. En esa rea-
lidad de un nuevo sonido, abstraídos fuimos con el grato
sabor a charanguita.
Disciplina, fue lo primero que exigió Domingo para
el logro de metas. Un par de uniformes, de gala y de coctel,
acordamos adquirir en Cúcuta. No faltó, por parte de
Domingo, su magistral charla y las razones para la disci-
plina y el actuar uniformados.
Domingo Moret, innato relacionista público, ya
sobre la marcha logró un primer contrato para actuar en
las ferias. Con el nuevo formato prestos estuvimos para
el grato e ingrato oficio.
FERIAS Y FRAUDES
El renovado “Sexteto Fantasía” reaparece en un
pequeño solar de ferias, en la mentada “Caseta de
Pichirílo”; se reabría al soberano el recrear de nuestro
arte.
[105]
– ¿Como que faltó publicidad?–, pregunté ante tanta
soledad.
– Mejor ¿Cómo?, si ustedes no tienen un disco–, se
defendió el amigo “Pichirílo”, como empresario de oca-
sión.
– Cualquier disco de una orquesta con flauta y
charangas ha podido servir para una cuña–, aclaré.
Corría el tiempo y tocábamos para cuatro gatos; mi
padre y el de Virgilio por allí se aparecieron a darnos
apoyo y curiosos por nuestro debut en ferias y fiestas y la
novedad del admirado nuevo integrante.
– La vaina es que “Pichirílo” está atenido a sus
amigos y relaciones públicas, ¡hay que masificar la ofer-
ta!–, disertaba Domingo encendiendo otro “Lido”.
– Es importantísimo grabar un disco y bien baila-
ble, y ¡olvídense del jazz!–, nos exhortó Gabrielito como
doliente crooner.
En la segunda noche en que nos presentamos en la
ignorada caseta “Pichirílo”, ubicada a una cuadra de la
móvil plaza de toros de la barriada La Concordia, pasa-
das las once, acordamos entre las partes, anular el con-
trato y recoger corotos. Esa noche Gabriel faltó a la cita
dejándonos desarmados ante el empresario; nos entera-
mos luego que se había quedado dormido tras libar en la
tarde con unos amigos.
– Estas ferias son peas por decreto–, decía don Luis.
– Tranquilos que ustedes tocarán todo el año–,
vaticinaba mi padre.
– Lo arrecho, llavecitas, es que el “Pichirílo” no
hizo ni para pagarme el alquiler del piano–, musitaba
Domingo y encendiendo otro “Lido”.
[106]
Acarreando bártulos, incluido el piano vertical, en
una camioneta “picó” facilitada por un amigo de Domin-
go, desaparecimos de la solitaria escena; a la “pea” por
decreto nos sumamos. Pagábamos la primera cuota de
nuestro noviciado ferial, ¿cuántas faltarían? Veamos.
[107]
Contrariado esperaba por el resto del grupo para el
trasteo de equipos; la seis de la tarde ya marcaba mi
“Tissot”
– Perdón, joven, lo llaman por el teléfono–, me aler-
ta una señora empleada del club.
– ¡Aló!, coño Rodolfo, se nos hizo tarde–, ahora si
apuraba Domingo por la bocina.
– No, llavecita, vengase para el hotel y hacemos un
solo aventón todos–, casi ordenó el teniente Moret.
Ya anocheciendo y estrenando uniforme: paltó bei-
ge, tela tipo yute, caleteamos el pesado equipo hasta insta-
larnos en el centro de la móvil plaza de toros; ocho de la
noche y ya el público lucía amenazante, protestando por la
demora de un show fijado para las siete de la noche.
Arrancamos al fin con un instrumental y coros de
abrir plaza; con gran propiedad acompañamos a las can-
tantes invitadas; positiva igual resultó nuestra incidental
música de fondo a las bobadas del parlamento de humor
entre ‘Joselo’ y su libretista.
Un limón o naranja estalló en el mástil del contra-
bajo; buena o mala puntería de uno de los espectadores
descontentos, mas, por fortuna la sangre no llegó al río; a
los empresarios ya no los veíamos corriendo
esquizofrénicos entre la tarima y la portería.
Amainó el inicial descontento con el espectáculo
en curso; un público noble reía los malos chistes y peri-
pecias de un ‘Joselo’ que salvaba la noche sobre la alta e
incomoda tarima.
Obviando penurias realizamos un nuevo trasteo de
equipos, esta vez al club, casi en tinieblas, en una oscuri-
dad que hacía mas laborioso el recoger y traslado.
[108]
Allí en el “Club Vigía”, la falla del fluido eléctrico
duró casi hasta la medianoche en que pudimos iniciar
nuestra propuesta bailable. Fatiga y hambre nos acosa-
ban. Luego de tres tandas tocadas y rondando las tres de
la mañana, un nuevo apagón nos forzó a recoger equipos
y buscar refugio, algo de alimento y cama.
En el hall del hotel, un mal presentimiento nos en-
vuelve; extenuante resulta el desasosiego ante la desapa-
rición de los empresarios contratantes; con un pago de
honorarios que esperábamos desde el Club Vigía; con la
total ausencia del medio hermano de Moret, nuestra ga-
rantía “a morir”, inevitable el terror por un nuevo fraude.
– Imposible, que Néstor nos eche una vaina–, repe-
tía Domingo.
– Que pena con las cantantes–, pensaba ahora en
su estropeado cortejar.
– Confiemos en que su hermano nos traiga los rea-
les–, comentó Virgilio poco discreto.
– Es que si no aparece, ¡Néstor es un hijo de....!,
bueno, por suerte de mi mamíta no es hijo–, me susurra
Domingo, blasfemo y consternado.
Luego de medio dormir, nos reunimos en el hall
del hotel; allí despedimos a ‘Joselo’ y su libretista que,
por tierra, partieron hacia Caracas; cobrarían por adelan-
tado como debe ser, comentamos. Las bellas cantantes
dependían ahora de nuestras diligencias.
El noble italiano, propietario del Hotel Gran Sasso,
nos liberó del 50% del pago de la deuda por alojamiento
y comida. En medio del desconcierto, Domingo, que si
sabía de eso de “apoyo logístico”, rebobina proponiendo
una salida.
[109]
– Llamaré al doctor González, presidente de la Cruz
Roja–, expuso.
– Que vengan en nuestro rescate y les retribuimos
con la actuación de esta tarde en la verbena–, explicó la
estrategia.
Dicho y hecho. Domingo logró el acuerdo; la junta
organizadora de la Gran Verbena Bailable de la Cruz Roja,
corrió con los gastos del hotel y transporte; las cuatro
cantantes fueron incluidas y sumadas al show de la ver-
bena. Ya de nuevo en San Cristóbal, en esa tarde y muy a
pesar del infeliz percance, con un intacto y juvenil opti-
mismo, superando trasnocho y natural fatiga, en el Cir-
culo Militar lo dimos todo por una causa que nos resultó
muy benéfica.
Fresca estaba aún la ingrata experiencia de El Vi-
gía, cuando nos comprometimos a tocar en una caseta,
esta vez en las ferias de Táriba, ciudad dormitorio de
nuestra gran urbe. El señor gobernador del Estado apare-
cía ahora como aval, amigo nuestro y del empresario, un
fulano zíngaro: Ramón de Loja y su tablao de vieja data.
Un nuevo riesgo a tomar por ese amor al arte.
Corría el mes de agosto en ese nuevo apostar a ga-
nador y en el recién instalado complejo ferial en Las
Margaritas de Táriba, incluidos coso taurino, juegos me-
cánicos y casetas de baile. Un rústico galpón de alto y
amplio portón, al fondo lucía su tarima ofertando rumba
calé y la fina sonoridad del “Sexteto Fantasía”. Turistas y
paisanos, curiosos se asomaban, inquirían y proseguían
su apurado paso calle arriba; la cosa era en el gran gal-
pón en que alternaban las orquestas “Billo’s Caracas
Boys” y “Los Melódicos”.
[110]
En nuestro recodo, aquel tablao flamenco ya lo
veíamos como un despojo de pasadas glorias; en la sole-
dad se esfumaba el zapateado, las palmas y el canto jondo.
Viene una segunda noche, igual solitaria. El trashumante
gitano, llorando frenético por su fracaso, nos invita a com-
partir alrededor de una fogata un energizante consomé.
Acordamos no continuar la solitaria actuación.
Abandonando soledades, calle arriba marchamos deser-
tando del tablao y tras las tónicas y dominantes de la rum-
ba de la “Billo’s” y “Los Melódicos”.
– Si no puedes con el enemigo, únete a él–, acordá-
bamos en un consuelo de tontos.
En aquella gran caseta nos engulló el bucólico des-
enfreno y sobre el maloliente lodazal. Por enésima vez,
“Los Melódicos” sonaban su éxito “El pompo”, batiendo
un record y para un público en trance, en el orgasmo dan-
zante, éxtasis al cual nos sumamos olvidando el fiasco
en la caseta con el tablao flamenco.
Con el amanecer, marchitos lucían ya los oropeles;
deslucían las coqueterías del emperifollar con finos tra-
jes y zapatillas y en el aprendizaje para futuras fiestas de
feria en que vendría la vestimenta informal, de campaña,
acorde con el desenfado ferial.
UN PRIMER DISCO LP
Como director musical del estudio de grabación
recién inaugurado en la ciudad, Domingo Moret progra-
mó la hechura de nuestro primer acetato con el sexteto,
un trabajo impostergable para un ensamble que se impo-
nía en la región, obviando ferias.
[111]
– Hay que estudiar para lo que viene con partituras,
mire que todos podemos ser músicos de planta–, nos
motivaba Domingo
– ¡A estudiar, analfabetas!–, arengaba Guillermo en
su joda.
– Mi mamita me lo dijo, “con estudio se va lejos”–,
evoqué expectante.
– Esa vaina es fácil–, agregaba Virgilio con la se-
guridad de su talento.
Con otros grupos y orquestas, medio leyendo cifra-
dos y aprendiendo sobre la marcha, participaría como
bajista en aquel estudio de grabación, incluidos ensam-
bles criollos de arpistas de la talla de Luis Lara y el
cuatrista, arpista y muy fructífero compositor, Pablo
Camacaro. Junto a Virgilio, inolvidable sería la experien-
cia del haber participado en el disco que grabó allí el
afamado cantante colombiano Tito Cortés e integrándo-
nos a su sonora.
Salido a la venta aquel primer acetato del “Sexteto
Fantasía”, ya en nuestras manos nos defraudó; obviando
la poca calidad sonora de la grabación, la carátula del
disco, su arte, fue todo un insulto a nuestra estirpe. Una
portada con la foto de una bella meretriz posando en la
habitación de su mundano oficio, con un insinuante tra-
sero vistiendo un desteñido pantalón y camisa manga lar-
ga. Nuestra protesta y reclamo no se hicieron esperar y
exigiendo una nueva carátula.
– Coño, compañeros, la directiva dice no tener di-
nero para repetir el arte–, nos informaba Domingo.
– Pero a la orquesta caraqueña si le cambiaron la
carátula que era más decente–, advertí arrecho.
[112]
– Qué carajo, ya estamos sonando en la radio–, se
conformaba Gabriel.
– Otra cuota del noviciado–, muy sentido, rematé
el reclamo.
La afrenta de aquella portada, que nos aguó la ce-
lebración y bautizo de ese primer disco del sexteto, no
obtuvo reparación alguna; difícil se nos haría la promo-
ción personal y venta del ahora, “patito feo”.
– En la radio se oye, mas, no se vé la carátula–, nos
consolaba el maracucho técnico del estudio.
LA FLAUTA OLVIDADA
En una oportunidad en que fuimos a amenizar un
baile de estudiantes en la vecina y muy visitada pobla-
ción de Rubio, a media hora de camino y sin obstáculos,
con cómoda anticipación probábamos el sonido.
– Maestro Moret, suene la flauta–, pidió, probando
micrófonos, Alberto Rey, músico de la Banda y para ese
entonces nuestro sonidista.
– ¡La flauta!, ¡coño se me quedó la flauta!–, excla-
ma Domingo perplejo.
– Corréd hombre, “hijo e’ puút” y buscad esa
“flauút”–, gritó Guillermo en su eterna joda.
Tiempo había para el desandar en busca de tan pre-
ciosa prenda, dadas las previsiones. Justo, a las diez de la
noche, iniciamos la actuación y muy motivados por el
percance superado. La joda de Guillermo con la “flaúta”
sería de largo metraje.
En otra ocasión, regresando de tocar en una de tan-
tas vespertinas bailables en el bar “Las Américas” de la
misma urbe, Rubio, el brioso DKW alemán me dejó bo-
[113]
tado; a un costado del camino logré aparcar, allí, justo frente
a una casona en que funcionaba un popular lupanar.
Hermosas meretrices, en trajes del oficio, nos invi-
taban a compartir y olvidarnos del carro averiado. Gabriel
era mi copiloto.
– Oiga vean, preciosos, “déntren” que de ahí
“naiden” se los roba–, porfiaba una catira con desborda-
das tetas.
– Mejor empújenlo para el parqueadero–, mejoró
la propuesta una bella morena, seductora como la cumbia
de su costa.
Total que allí guardé el DKW; en seguida nos al-
canzó Rey el siempre bregador sonidista; en su recarga-
da camioneta nos llegamos a San Cristóbal. Una hora mas
tarde, con el mecánico de confianza, rescataba mi carrito
sano y salvo. Con las amorosas “doncellas”, agradecido
por el oportuno alojamiento, pacté un compromiso de
volver, en especial con esa morenita, virtual éxtasis de
cumbia y sexualidad.
UN VIAJE A CARACAS
Aquellas giras por la periferia de San Cristóbal pron-
to tendrían una variante. En una de esas noches de fin de
semana en que continuamente actuábamos en la boite del
Hotel El Tamá, con la intermediación de un muy simpá-
tico nuevo gerente, José ‘Pepe’ Failache, se haría reali-
dad una vieja oferta de ejecutivos de una fundación cara-
queña.
– Maestros, cojan buches, nos vamos para Cara-
cas–, anunció Virgilio.
[114]
– Vengo de la gerencia, hablamos y de Caracas con-
firmaron el contrato–, nos alertó.
– Actuaremos en el Hotel Humboldt y haremos te-
levisión–, agregó con filosófico ademán en su levar de
cejas.
Diego Arria, presidente de la Sociedad Amigos del
Turismo y en especial dos de sus asesores, en la última
visita a la ciudad, en días de ferias, nos prometieron lle-
varnos a la gran capital y cumplían.
Como apoyo logístico a la expectante aventura con-
tábamos ya con Alberto Rey quien, a un precio razona-
ble, nos haría el sonido incluyendo el transporte para
nuestros equipos.
Un “Babe Bass”, modelo de contrabajo compacto
o bajo eléctrico que en todo el mundo se imponía, en
especial en orquestas de baile, sería mi gran adquisición
para tan oportuna expedición; incluía su planta “Ampeg”.
Otra novedad sería la oportunidad de poner a prueba, en
ese viaje, el recién comprado Renault 8, un segunda mano
con dos años de uso.
Instalados ya en el Hotel Kursaal de la mundana y
muy caraqueña avenida Casanova, nos informaron de la
agenda a seguir, detalles que intercalamos con emoción
en el hall.
– Al programa en Radio Caracas Televisión tene-
mos que llegar con dos horas de anticipación, ¡ojo!–,
alertaba Domingo.
– Y mañana temprano hay que subir a instalar equi-
pos en el Hotel Humboldt, dejar todo listo para la noche–,
advierte ahora Antonio y muy al tanto del suceso.
[115]
– Arrecho será ese caleteo por el teleférico–, ya nos
alertaba Rey.
Arrellanados en poltronas del hall, esperando la
partida para los estudios de televisión, nos entreteníamos
conociendo nuevos rostros y pintas, en especial de unos
rockeros venidos, unos del Uruguay y otros gringos de
moda y que actuaban en el gran “Show de Renny”.
Trémulos y expectantes nos llegamos a Radio Ca-
racas Televisión en Quinta Crespo; Chelique Sarabia,
director musical de la planta, nos atendió y dejándonos
instalados en un estudio, listos para entrar en acción. Es-
tábamos debutando en televisión y en el programa “El
penthouse de Abelardo”.
– Llegó la hora en que la mar se enluta…–, susurra
Guillermo cuando el director nos señala.
– Nuestros invitados, venidos de San Cristóbal–,
inició su presentación Abelardo Raidi.
– Nos tocarán “Love For Sale”…”Amor en venta”,
¿es un pasodoble?–, indaga con su cultura taurina.
– Es un gran tema americano de Cole Porter–, aclara
Virgilio.
– Lo haremos como jazz latino–, complementa
Domingo.
Sobrio se dio el desenvolver instrumental, con un
Domingo luciéndose con la guitarra y luego con la flauta
en el tema: “Mambo Terrífico”. Virgilio en lo suyo, con
gran propiedad y solvencia. Como allí el tiempo vale oro,
logramos tocar solo dos temas, de por si largos como todo
jazz; con Gabrielito quedamos en deuda.
[116]
– ¡Uyuyúi, esos gochítos tocando jazz–, nos vacila-
ba Chelique con su guasa caraqueña, pero gratamente
sorprendido.
– Ya los visitaremos en la próxima feria–, prometía
Abelardo, asiduo taurino y del noctámbulo recrear.
Nos llegó el día y el momento de abordar las cabi-
nas del teleférico; arduo resultaría aquel trasteo de equi-
pos hasta el Hotel Humboldt erigido en una majestuosa
cúspide del loado cerro del Ávila.
– ¡Arrecho el caleteo!–, se quejaba el noble Rey.
– Y que barato les cobré–, recapacitaba.
Allá arriba, entre gélidas ráfagas y pasajeros ban-
cos de neblina, disfrutamos de la impresionante panorá-
mica; un fantasmal rumor de automotores escalando el
cerro nos sobrecogía. Como artistas de fina propuesta,
compartíamos el trasteo con el grupo rockero y con quie-
nes alternaríamos esa noche.
Aquel debut a tanta altura resultó de trémulo inicio
y aplomado transcurrir, como repitiendo un libreto ya
compartido meses atrás, con esos “007”, en la boite del
Hotel El Tamá.
En el trasteo, al día siguiente, desde el Humboldt,
nuestro pianista estrella se nos fue por las ramas con su
autoestima.
– ¡Coño Virgilio, métale el pecho al caleteo–, re-
clama Domingo.
– Me perdonan pero tengo que cuidar mis manos–,
se excusó.
– Por lo menos vea de su piano–, me sumé al recla-
mo general.
[117]
Rey y Antonio resultaron, como siempre, los más
diligentes. En un aparte del amplio lobby del hotel, arre-
llanado en un sofá, Virgilio dormitaba mientras sus peo-
nes hacían la quinta de ocho estaciones, ahora bajando.
Acarreando los bártulos a las cabinas del teleféri-
co, pronto bajamos; instalado dejamos el equipaje en la
camioneta, todo a punto para que emprendieran viaje de
regreso Alberto Rey y Antonio Casanova. Nadie se ani-
mó a regresar al hotel para avisarle a Virgilio; allí ron-
cando se quedaría.
Ese sábado al mediodía degustamos el último al-
muerzo en el comedor del Hotel Kursaal y como siem-
pre, en el grato coloquio de novedades.
– Insisto en que les cobré barato–, seguía Rey en su
lamento.
– Por lo menos consíganme otros cien bolos, ¡es
justo!–, insistía devorando un buen bistec.
– Mesié, tráigame ahí carne, ¡un buen tolete!–, al
fin pidió Gabriel su comida.
– “Pardón mesié”, carne a la “toalé” no tenemos en
el menú–, aclara el maître.
– Pues no como un coño, me voy a la arepera del
frente–, rumió Gabrielito retirándose hambriento.
GIRA A CORO
No obstante lo demorada y molesta que resultó la
cobranza de la actuación en Caracas, a nivel de gerencia
hotelera nos salió un nuevo contrato para actuar, esta vez,
en el Hotel Miranda de la cálida y colonial ciudad de
Coro.
[118]
Con el juvenil optimismo allí llegamos. Instalados
ya en el ventilado hotel, programamos esa tarde un paseo
por la playa y con su escala en los médanos; Adicora nos
recibió opaca, con un cielo gris, una brisa fría y una amena-
za de lluvia persuadiéndonos al regreso. Con Gabriel que-
jándose de un malestar en su garganta abreviamos el tour.
Serían las seis de la tarde cuando un gran inconve-
niente nos trastorna en tan grande compromiso.
– Compañeros, Gabriel regresó mudo del paseíto,
¡totalmente afónico!–, nos alerta Domingo aspirando su
“Lido”,
– Llevémoslo al hospital para que lo ‘parapeteen’–,
propuse en el desconcierto.
Al cabo de una hora de espera en el vestíbulo de
emergencia, apareció Domingo con nuevas.
– El hombre se desmayó cuando lo inyectaron, no
se sabe si del susto o es alérgico–, nos pone al tanto.
– Ahí lo tienen en observación–, agregó encendien-
do otro “Lido”.
– Y el paño que siempre se enrosca en el cuello,
¿de nada le sirvió?, ¿nada le protegió?–, se pregunta
Guillermo.
Aquella noche, la versatilidad del grupo salió a re-
lucir; sin nuestro único vocalista y lo imposible de un
emergente dado nuestro singular repertorio, una propuesta
instrumental sonaríamos en tan esperada audición. Un
dilatado desfile de modas nos ayudó mucho, dándonos la
oportunidad de lucirnos con algo mas que música baila-
ble; nuestra música de fondo por dos horas, se notó, fue
muy aceptada.
[119]
– ¿Y de donde sacan ese repertorio sin partituras?–,
indagaba el director del combo alternante.
– Piano, bajo, el maestro con la flauta y la guitarra,
¡tocan todo de oído!–, se maravillaba otro corianito.
– Estudiamos, ensayamos y memorizamos–, expo-
nía Virgilio con aire muy filósofo.
– Y con muchas noches de aprendizaje en la boite
del Hotel El Tamá–, le agregué modesto.
Aquella noche el combo del patio animó con su
repertorio bailable; el “Sexteto Fantasía” con su propuesta
instrumental y uno que otro coro, y sin obviar su esencia
jazzística, salvaba su parte.
– Como diría el “chiche”: ¡qué versatilidad!–, sen-
tenció un citadino.
SONIDO PROPIO
Una inversión a nuestra dinámica actividad fue
decidida por el grupo; todos contábamos ya con carro
propio y al sexteto no lo habíamos dotado de un equipo
de sonido propio. En el almacén del gran lutier, don Luis
Eladio Contreras diligenciamos.
Este amplificador de seis micrófonos es lo mejor
que les puedo ofrecer–, decía enseñándonos un “Philips”
por él distribuido.
– Con esos ciento cincuenta vatios, vamos bien–,
opiné.
– Se arman cajones grandes, con seis cornetas cada
uno–, nos orientaba el amigo Luis Eladio.
– Y que suene gordo, no como esas columnas de
iglesias–, condicionaba Guillermo.
[120]
– Nosotros mismos armamos esos bafles en nues-
tra oficina–, comprometí al grupo.
– Lo arrecho es que nos tocará ese caleteo y del que
tanto reniega Alberto Rey con su negocio de alquileres–,
ya presentía Virgilio protegiendo sus manos.
– Y súmele a eso los atriles de hierro y que igual,
tendré que diseñar con los cajones–, añadí con poca mo-
destia de artista creador.
Obtuvimos, al fin, ese equipo de sonido con un
amplificador “Philips”; micrófonos de igual marca; cua-
tro grandes cajones equipamos y forramos en semicuero
y con sus grandes atriles; equipo que armamos en el local
en que compartí espacio para mis mesas del trabajo de
dibujante arquitectónico y la oficina taller del “Sexteto
Fantasía”.
Pronto se inició la movilización de tan pesados far-
dos y con el inevitable renegar; en la fiesta aniversaria de
“Ecos del Torbes”, la predilecta emisora de la ciudad, en
el gran Salón Venezuela del Hotel El Tamá, estrenamos
sonido de aceptable pregón.
[121]
Mario Carniello, el tan veterano organista, disfrutaba cada
argumento expuesto en tarima por nuestro sexteto.
– ¡Vergación!, suenan como un “Joe Cuba” versión
gocha–, repetía Mario a sus músicos.
– Mirá mollejita, en Maracaibo no creerán lo que
oímos aquí–, nos halagaba espontáneo.
– Los instrumentales en latín jazz irán en el próxi-
mo disco–, advertía Domingo, ofreciendo y encendiendo
otro “Lido”.
– Graben comercial, “galleguito” como yo y verán
mas venta y contratos–, aconsejaba Mario con mucha
propiedad.
– ¡A tomarnos la foto!–, llamó Gabriel.
– ¡Güisqui!–, gritamos todos.
Foto estrenando uniforme, seis botones, gris y cue-
llo negro, un “Príncipe de Gales” cruzado; foto en un
blanco y negro que neutralizó las vistosas chaquetas púr-
pura, con lentejuelas doradas, que lucían los bardos ve-
nidos de la tierra del sol amada.
Noche aquella de franca camaradería; Mario nos
asesoraba en materia disquera y con mucha propiedad
como vendedor de miles de discos que era con sus dia-
mantes. Su gran recomendación de grabar música muy
comercial o popular había que tomarla muy en serio, con-
seja muy repetida por el popular Peñaranda del combo
regional.
– Yo toco gallego y cobro moderno, pero ustedes
tocan moderno y cobran gallego–, parodiaba Guillermo,
a propósito, a Orlando y su decir.
[122]
VAINAS
Vespertina bailable de sucesos y percances,
malentendidos y aclaratorias, aquella en el Circulo Mili-
tar en que Guillermo en su joda, de chinche, por acciden-
te derramó un vaso de cola negra sobre el blanco panta-
lón de Gabriel. Con aquel parche justo en la bragueta,
cohibido, el canto y el baile se replegó detrás del portátil
piano por el resto de la actuación del “Sexteto Fantasía”.
La molesta e incómoda situación tendría su agre-
gado en el momento de salir del club, ya en retirada el
grupo.
– ¿Ya se marcha el conjunto?–, interrogó un guar-
dia en el living.
Ariel, con una carpeta ocultando el manchón del
blanco pantalón de sus lucimientos, no capta la interro-
gante; el guardia trata de apartar la carpeta.
– Solo oculto esta mancha–, aclara Gabriel seña-
lándola.
– Perdón, es que hay una denuncia–, alerta el guardia.
– En el comedor dicen que un músico robó unos
cubiertos–, alerta ahora un mesonero.
– ¿Cómo es la vaina?, soy sobrino del general
Márquez Nogales–, se les enfrenta Antonio.
– Aquí en este bolso llevo los hierros de la batería–,
les aclara Guillermo en el inevitable recelo.
– Y ese joven de la camisa amarilla, ¿es del con-
junto?–, indaga el mesonero denunciante.
– Él es un visitante que nos pidió la cola–, aclaró
Antonio.
– Por favor sargento, regístrenlo–, pide el mesone-
ro capcioso.
[123]
El fulano fan del grupo sometido fue a un cacheo
en pleno hall; de entre su camisa y pantalón salieron:
cucharas, cucharillas, cuchillos y tenedores, ¡casi la vaji-
lla del club!
Aclarado el malentendido, el coronel director del
Circulo Militar se disculpó y renovando nuestra confian-
za. Pronto se olvidaría ese nuevo desconcierto y del
anecdotario musical.
OPORTUNA FERIA
Enero de ferias y del encuentro oportuno, como el
nuestro, con Federico Betancourt, el del gran Combo
Latino, allí en el Hotel El Tamá. El “Sexteto Fantasía”
tenía, ese año, un templete de feria en su cuadra y optó
por invitar a una de las orquestas venidas a la feria y como
era costumbre de la ofrenda al pueblo.
Federico, el elegido, se comprometió a tocar un set
y muy interesado en oírnos; el compromiso era también
movilizarlos en nuestros carros pues tocaban esa noche
en el “Club Demócrata”. En aquella noche de ferias y
fiestas del patrón de la ciudad, nuestro modesto templete
se dio el gran postin y adquiriendo su gran plusvalía: el
“Sexteto Fantasía” en breve mano a mano con el gran
combo Latino de Federico.
Exquisito torneo aquel de nuestro primer alternar
de feria; fortuito suceso que marcó la decisión de mudar-
nos a Caracas con nuestro arte y atendiendo el llamado
del destino.
– No pierdan su tiempo, ustedes son buenos en lo
que hacen, los espero en Caracas–, palabras aquellas de
Federico y de virtual bienvenida a la gran capital.
[124]
PARTE II
Blanca
CAPÍTULO V
A CONQUISTAR CARACAS
Esa inminente partida; esa legítima aspiración de
todo artista, ese ánimo por ir en la búsqueda del cosmo-
polita ovacionar se vio fortalecido con novedades traídas
por Domingo Moret a mi hogar.
En esa tarde de mis tardes se llegó el caro amigo
con una persona que le traía noticias de la empresita ofre-
cida a Domingo en sociedad con un antiguo compañero
de armas y quien requería de su pronta presencia; me es
presentado el alto y fornido personaje venido de Caracas
y que solo hablaba de la prisa por abrir y el mercadeo.
– Bueno chaval, hay que arrancar la empresita, ¡hos-
tia!–, insistía con acento ibérico.
– Don Dalmiro es gallego y muy trabajador, según
sus referencias–, halaga Moret.
– La misma fama de los andinos en eso del amor al
trabajo–, alabé lo nuestro.
– Y llavecita, usted será el dibujante creativo, como
le ofrecí–, me anima Domingo.
[127]
– Les tengo buena clientela en todo el país–, apun-
ta el gallego chupando aire entre sus grandes dientes.
– Todo está bien planificado, ¡vamos bien!–, insis-
te Moret encendiendo otro “Lido”.
– Ay, Dominguito, gracias por lo que pueda hacer
por Rodolfito–, interviene mi madre allí expectante.
– Los espero pronto en Caracas–, se despidió el
gallego.
Contando con la alternabilidad de mis destrezas
entre la música y el dibujo, el entusiasmo de la partida se
me hacía inmenso; mis padres aupaban esas nuevas pers-
pectivas y dándole todo el crédito y confianza a un Do-
mingo Moret que me tendía su mano solidaria y poder
decir: vamos a conquistar Caracas.
Finiquitados los trámites del dejar todo en orden,
incluida la venta del contrabajo, aquella mudanza del
bardo estuvo a punto. De largo aliento resultaría ese re-
corrido al ignoto destino. Fresca madrugada de sueños a
punto de germinar; el pequeño Renault 8 se agigantaba
cargado hasta su coronilla: la gran parrilla instalada.
Mis padres, abrazados allí en la puerta del hogar,
repetían sus consejas y bendiciones al iniciar mi rodar
cuesta abajo; en la esquina de la empinada cuadra ya me
esperaba Domingo en su Opel; unas cuadras adelante re-
cogeríamos a Gabriel y a Nelson Rivera quien retornaba
a Valencia por sus estudios universitarios. Un último
adiós, en silencio, al cruzar la esquina de mi amada
Palmira. Proa al norte partimos.
Las nueve de la mañana, calienta el sol en las ígnea
carretera panamericana, se enciende la luz roja en el ta-
blero de mi Renault; un recalentamiento que pensé era
[128]
ocasional y pasajero. Media hora de reposo al motor y
reanudamos la marcha sin sobrepasar los 90 kph.
Rondando los áridos parajes que nos aproximaban
a la ciudad de los crepúsculos, Barquisimeto, me aterra
de nuevo la luz roja señalando recalentamiento; era ya la
cuarta vez.
– Coño, ese motor atrás y el exceso de peso–, trata-
ba de precisar las causas de ese calvario.
– Paciencia compañero, mire que esta vida es un
camino lleno de avatares–, me alentaba Domingo.
– Si, pero no tan largo y caliente como esta Carre-
tera Panamericana–, renegué.
Al fin arribamos a Valencia, allí dejo a Nelson, mi
copiloto; mi “Tissot” marcaba las ocho de la noche. Con
unos noventa kilos menos de peso y el frescor de la no-
che, subimos esa larga autopista; cercana la medianoche
las luces de la reacia capital nos titilan; bajando ya por
Tazón disfrutaría del mas hondo suspiro de alivio y de la
iluminada nocturnidad que por nosotros esperaba.
Con la trémula expectativa de conducir esa prime-
ra vez en la gran capital, frente al Fuerte Tiuna, por soli-
tarias veredas siguiendo a Domingo nos acercamos a la
urbanización Santa Mónica; subimos una empinada ca-
lle deteniéndonos frente a un alto edificio de apartamen-
tos. Una patrulla policial rondando hace un alto en la es-
quina, presentíamos que éramos observados; Domingo
se apea, estira sus extremidades se acerca y llama por el
intercomunicador.
– Compañero, que tarde llegaron–, exclama el so-
cio de Moret al salir del edificio.
[129]
– Una odisea que después te cuento–, responde
Domingo.
– Vicisitudes de las que hacen historias–, filosofé.
Tras las presentaciones de rigor el socio, capitán
Yépez, nos guía hasta la urbanización Coche y a la casa
alojamiento y taller. El guachimán estaba ausente y no
hay llaves; con la ayuda de un vecino y una escalera el
capitán logra franquearnos el paso. Sendas camas en dos
amplias habitaciones esperaban por nosotros.
– Compañero, saquemos la guitarra–, insita el ca-
pitán muy fresco.
– Coño mi llave, venimos mamaos, rodando desde
la madrugada de ayer–, le recordó Domingo.
Luego de alabar la “machetísima” guitarra y abre-
viando la melódica cotorra, al fin el capitán Yépez se
retira y para nuestra dicha; ¡mi reino por una cama!
En aquella mañana de marzo un día lunes, en el
nuevo domicilio y sitio de trabajo de nuestras quimeras,
a la puerta tocan enérgicamente, Domingo se apresura en
atender al tosco llamado.
– ¡Joder hombre!, tenéis que abrir ya a los ocho de
la mañana–, dice el aparecido gallego al franquear la en-
trada.
– Levantaos como yo, con el sol–, agrega.
– Estaba por abrir, llegamos casi de madrugada–,
dramatizó Domingo.
– Ya debería estar aquí el obrero, ¿y el amigo dibu-
jante todavía duerme?–, inquirió severo el gallego.
– Tranquilo Dalmiro, recuerde que somos músicos–,
puntualizó Domingo.
[130]
– Madrugad ahora y olvidáis la música, ¡hostia!–,
profetizar quiso el gallego.
Se retiró el ibérico, maletín en mano y en el chupar
de dientes de su gran dentadura. Pronto me apersoné a
preparar el espacio para la mesa de dibujo; Gabriel con
su pañito al cuello apuraba ahora para bajar a desayunar
en el Centro Comercial. Más que pronto regresó el ibéri-
co preocupado por la tardanza del obrero estampador.
– Preparad los dibujos de motivos militares para
los primeros lotes de franelas–, me animaba Dalmiro.
– Buscaré en librerías revistas con esos motivos
castrenses, mire que soy dibujante arquitectónico–, alerté
al agreste vendedor.
– Y debéis practicar con el bisturí, tratar de no da-
ñar las costosas películas–, advertía el gallego sobre téc-
nicas del ‘seal screen’.
Ya retirado el dinámico Dalmiro comentaríamos el
incomodo suceso de ese primer día y el reclamo inicial
un tanto pernicioso.
– Mire llavecita, Dalmiro es solo el vendedor, no
hay que pararle mucha bola, y si se pone ladilla yo me
encargo de manejarlo–, me confortó Domingo.
– Pero eso si, usted es el artista jefe de taller y tiene
que levantarse primero–, apuntó el patroncito.
– Y Gabriel prepara el café, barre y riega las
maticas–, agregó con sano humor.
Ahora, de dibujante artístico, en innato aprendiza-
je como todo mi arte, tendría que especializarme igual
en el manejo del bisturí, preparando clichés en finas pelí-
culas, las del óptimo estampado. Virgilio y Guillermo se
aparecieron por Caracas dos días después y trayendo mi
[131]
mesa de dibujo. Dado que Antonio Casanova ignoró la
aventura, un nuevo conguero deberíamos captar.
En un programa de aficionados en Radio Tropical
animado por el popular Fidias Escalona, audición dedi-
cada a descubrir talentos, reclutamos al que mas nos agra-
dó, un chamo llamado Hugo Liendo y que pronto se adaptó
como nuestro conguero.
NUEVO DISCO LP
Animosos nos acercamos, como prioridad, a la ofi-
cina del amigo Federico Betancourt solicitando la ofreci-
da colaboración para ingresar nuestro sexteto en el cata-
logo de la casa disquera de su orquesta.
– Cuenten con sus horas de grabación–, se com-
prometió luego de su contacto telefónico.
– Conviene que presenten música inédita, de uste-
des, ¡inspírense!–, nos indicó la salsita a cocinar.
Sin descuidar nuestra labor en la naciente empresa
de Moret y su socio militar, nos dedicamos en ese taller a
montar temas de nuestra inspiración tal como lo sugirió
la empresa disquera. Superando una estresante espera,
sin disco y sin contratos, al fin nos instalamos, por las
noches, en los estudios de grabación del popular
Gonzalito, labor que nos llevaría un mes en ese invadir al
melódico taller.
– Paciencia gochítos que ya están montados en el
burro–, nos alentaba Gonzalito.
– La empresa está atiborrada, con ese catalogo full,
solo con palanca se graba–, comentaba.
Definitivamente, salvo dos temas, grabamos de ins-
piración propia, guaguancós, chachachás y salsitas en
[132]
general con el condimento de fina rumba. Gabriel se lu-
ció como el mayor compositor y como el gran crooner
que era; los arreglos se diría que fueron del grupo, por
aquello de tocar al sentimiento de cada quien, eso si, bajo
la dirección de Virgilio Armas. Tata Guerra, noble cuba-
no, nos reforzó con bongó y campana; un tema de su ins-
piración dio nombre al L.P.: “Estamos en algo”.
– ¡“Cómate” ese piano!–, animó Gabrielito, mon-
tando las voces y en un cruzado ‘gocho’–caraqueño.
Apuramos, días mas tarde, detalles para la anhela-
da salida de ese, nuestro segundo L.P.; y se llegó el mo-
mento de ir a tomarnos la foto para la carátula del mis-
mo. Acordamos vestir la camisa manga larga con el color
asignado a cada uno y el clásico pantalón negro.
– Coño, pero mañana mismo no puedo salir en esa
foto…miren esta vaina–, advirtió Gabriel mostrando su
mejilla inflamada.
– ¡Coño muelas pichas!–, ya jodía Guillermo.
Una semana retrasamos la foto en espera de que
nuestro vocalista estrella estuviese en condiciones de
posar con mejor rostro para lo colorida foto del flamante
long play ya a punto.
CÍRCULO MILITAR
En una tarde de abril nuevas buenas recibimos en
ese refugio de Coche, noticia que nos recompone el alma.
¡Albricias!
– Compañeros, este viernes en la noche debutamos
en la boite del Circulo Militar–, nos informa Domingo.
– El coronel me cumplirá su promesa de contratar-
nos–
[133]
– Luego vendrán las vespertinas del domingo en el
“Laguito”–.
Alborozados retomamos los ensayos y la confor-
mación de nuevos sets bailables para el sicodélico am-
biente de aquella boite; la paga era pírrica, igual a la de
provincia, pero con la piadosa promesa de quedar fijos
una temporada y posible mejoría en los honorarios. Unos
seis meses actuamos allí, los fines de semana en la boite
y en las vespertinas domingueras en el laguito y con un
repertorio increíblemente ajeno a la salsita del recién gra-
bado disco; la influencia de la bossa nova y todo lo
carioca, a lo Sergio Méndes, era grande y con un público
identificado.
UN MANAGER
La urgencia de un representante que nos vendiera
en Caracas y su entorno nos llevó a diligenciarlo y por
recomendaciones del gerente del sello disquero lo
contactamos. Rafael Sánchez, reconocido manager artís-
tico de afamados cantantes y músicos de la farándula entró
en escena.
– Los coloco en todo el país y en la televisión–, nos
repetía.
– Queremos conquistar Caracas, algo más que ese
Circulo Militar, con el perdón de Domingo–, insistí.
– Con ese disco los coloco en la televisión, prime-
ro que todo–
– Sonarán pronto en Caracas y centro del país que
es donde está sonando el disco–, nos animaba Rafael
Sánchez.
[134]
– Y otra cosa, quiero incluir a mi mujer, Alída, en
el grupo–, nos soltó esa condición.
– Alída viene de una gira en Colombia, hizo radio
y televisión–, abrevió su currículo.
– Encantados la incorporamos al grupo si nos va a
multiplicar los contratos–, advirtió Domingo con el en-
cendido de otro “Lido”.
Sánchez, el virtual manager, se nos presentaba como
el típico caza talentos, que sobrevivía con su fina labia y
su pinta farandulera; veleidoso corte de un cabello bien
tratado, con sus canas, largo y ondulado; un maquillado
de entrar en escena; zapatos estilo pachuco de cine mexi-
cano de los cincuentas; todo un simpático, agradable y
acartonado galán de esos que impresionan al vulgo, y a
nosotros que lo adoptamos.
Una ácida y muy directa crítica a nuestro look, de
conservadora apariencia, no se hizo esperar.
– Usted maestro, cambie ese corte militar del ca-
bello… y ese calzado–, me observó y criticó.
– Todos tienen que meterse en la onda, en la pinta
de farándula–, generalizó la exigencia viéndome apabu-
llado.
Sánchez, por unanimidad, fue aceptado como re-
presentante artístico del “Sexteto Fantasía” desde esa
primera entrevista, incluida su esposa como vocalista.
ALIDA JIMÉNEZ
La carabobeña que ingresa al grupo resultó media-
namente aceptable para nuestro exigente sentir y tratan-
do de no verla como una imposición. Alída Jiménez, una
catira bonita, exhibía un buen cuerpo sobre bien torneadas
[135]
piernas, ideales para sus mini faldas; su dulce y tierna
timidez desaparecía entrando en acción sobre la tarima.
Excelente camaradería logramos y respetando su
condición de señora de Sánchez, quien nos confiaba que
era de un fuerte carácter en casa; contrariados se les veía
de vez en cuando.
– Celosa siempre, se vuelve una mapanare–, nos
confiaba Rafael.
– Póngale un tronco en la cama–, le recomendaba
Guillermo.
– Si, ¡para que se enrolle!–, remataba la ocurrencia.
ENTRE BANQUEROS
Al penthouse de uno de los más afamados ban-
queros del país logró su acceso nuestro sexteto y soñan-
do un ingreso a ese mundo de la alta burguesía, una pla-
za de trabajo hasta hora inalcanzable, logro este de Do-
mingo Moret dada su amistad con la paisana esposa del
anfitrión.
A la altura del suceso nos esmerábamos en los de-
talles buscando buena impresión y futuras recomenda-
ciones en ese mercado. Deferencias y genuflexiones, cal-
culadas, lideraba Domingo y como amigo que era de la
señora Tinaco y sus “tinaquillos”, como llamó Guillermo
a sus hijos, párvulos que se divertían con sus morisquetas
y jerigonza tocando la batería.
– Coño Guillermo, no te pases de maraca–, le re-
clamé su ya etílico desenfado.
Se molestó Guillermo por mi cordial reclamo, se
enfureció iniciando una inoportuna afrenta. Previendo
[136]
males mayores Domingo dijo ¡no más!; paramos la mú-
sica y apuramos la recogida de bártulos.
– La gente estaba pillando la discusión–, me co-
menta Gabriel.
– ¡Si no le gustó, guevón, nos damos coñazos ya!–,
la agarró Guillermo con el apacible Gabriel.
– Por favor, baja la voz, hay que respetar–, rogó
Domingo.
– ¡Esta guevonada la arreglamos en la calle!–, gri-
tó Guillermo desfasado, tirando un platillo al piso.
– Por favor, ¡respétanos!–, exigió Domingo.
Rostros severos entre los rezagados y encopetados
asistentes ahora nos detallaban; Domingo sin saber qué
cara poner, ni donde ubicarse, encendía uno y otro “Lido”.
Un fraterno reclamo terminaba enfrentando y ab-
sorbiendo al dócil Gabielito; por mucho tiempo dejarían
de cruzarse palabras; aquella noche, por fortuna, la san-
gre no llegó al río. Malcriadeces que solo Virgilio y mi
persona supimos asimilar en ese tira y encoge de la pers-
picaz subsistencia.
En urgente reunión, del equipo, acordamos por una-
nimidad abstenernos de ingerir licor en horas de trabajo.
Al día siguiente de ensayo y repaso de repertorio, con la
animosidad de recibir nuevas buenas del virtual mana-
ger, es Guillermo quien nos trae adversas novedades.
– Señores, me retiro del grupo pues soy un proble-
ma para ustedes–, nos anonada.
– A mi nadie me prohíbe que beba, ¡ni mi mama!–,
sentenció.
– Guillermo, por favor–, tomó la palabra Domingo.
[137]
– Compañero, la vida es un camino interminable
de problemas…–, habló conciliador.
– …usted no puede echarnos esa vaina en esta si-
tuación en que más nos necesitamos…–, predicaba con
su grata conseja.
Sería aquella una inteligente discusión, una fraterna
terapia con tono siempre conciliador que amainó la tor-
menta; Guillermo a regañadientes pactó y sin mucha con-
vicción; como debía de ser, continuó en su sexteto. No
hubo ley seca. Alicientes para recuperar la armonía en el
ensamble pronto vendrían, como un nuevo baile en el
Circulo Militar y otros en el Guarico.
[138]
vos contratantes; Sánchez reía a placer por aquella ironía
del destino.
– Maestro, por la plata baila el perro–, advertía
Sánchez.
– ¡Tocaré bajo protesta!–, sentencia con sano hu-
mor Moret.
– No se arreche, véalo como un trabajo–, terciaba
Armas.
Era también la oportunidad para que Virgilio estre-
nara su nueva organeta y con un volumen full jamás em-
pleado; la flauta se oía disminuida.
– El volumen fue el éxito de “Orlando y su com-
bo”–, recordaba Guillermo.
Superados un par de compromisos con los políti-
cos, regresaríamos una y otra vez a tan festiva plaza
guariqueña y dado que aún Caracas se le hacía esquiva al
sexteto.
VALENCIA
La calida, industrial y señorial ciudad del Cabriales
apareció en nuestra agenda; el vetusto Hotel Carabobo
sería nuestro primario escenario y alojamiento en esos
dos días que pernoctamos en Valencia. Público muy re-
ceptivo como el común del valenciano y los turistas
enferiados, principalmente caraqueños. En aquella pri-
mera noche de actuación en la terraza del hotel, positi-
vas, para Guillermo, las relaciones públicas compartien-
do con una pareja.
– El tipo se ofreció tapizarme el Buick–, nos cuen-
ta el inquieto galán, mejor baterista.
[139]
– Ese señor le trabaja a la ensambladora de la Ford–,
le advierte Alida, conocedora del patio.
– Es muy conocido, cuidado con vainas con su
mujer–, advertía Rafael y riendo suspicacias.
Guillermo logró con su simpatía y galantería el ta-
pizado de la enorme limosina, de paseo y cargadora de
equipos.
[140]
A la mañana siguiente, dos llaneritas nos abordan
previo asedio, allí en el hall del hotel.
– Una colita para Caracas–, pidió la más osada.
Tras breve escarceo, acomodamos a Teresa y Ele-
na en el asiento delantero, único espacio libre; el procáz
maquinar rodando desvía el Buick a un costado, a la som-
bra de un frondoso ceibo.
– Acompáñame a una vaina–, invita Guillermo a la
que le clavaba una teta en su costado.
Quedando solos, mi trémula diestra buscaba armo-
nías en el pulsar de dos briosos bordones; mutuo era el
armonizar con la compañera de viaje; raudos pasaron
Domingo y Gabriel en el Opel, ignorándonos; Virgilio
les llevaba la delantera en su compacta ranchera. Una
camioneta panel con vidrios oscuros invade nuestro des-
vío y estacionando atrás, a escasos metros, detalle que
nos pone en alerta.
– Debemos irnos mire que aquí es muy peligroso–,
insiste Elena.
Controlando la panel por el retrovisor tomé el vo-
lante y movilicé el mastodonte, sonando corneta, hacia
borde de carretera; Guillermo y Teresa, con caras de con-
tradicción, aparecieron subiendo a prisa. En un cercano
paradero, una gasolinera acogotada de gandolas, invita-
mos a las pasajeras a apearse.
– Ay, muchachos, esta no era la idea–, insistía Teresa.
Con gran naturalidad ellas corrieron a pedir la cola
a un solitario en una “picó”; arrancamos en Fa sin lograr
una brillante coda y buscando darle alcance al resto del
equipo. Días adelante nos enteramos por la prensa nacio-
nal de la captura de unos atracadores y violadores condu-
[141]
ciendo una camioneta con las mismas características, y
en ese sector, de esa vía del Guárico.
[142]
con una orquesta grande y fuera de aquel dogma de que,
con Virgilio, piano y bajo hacían la orquesta. Alternába-
mos con “Los Corraleros del Majagual”.
Feria del rompimiento con la amada Palmira me
resultó ésta. Tarde gris, allí en el balcón de tantas cuitas;
tarde sin sol, de triste faena para un noviazgo sembrado
ahora de dudas; Palmira me planteaba el rompimiento.
– Con su amiguita Selena allá en Caracas y con eso
de esperar por sus treinta años para casarnos, ¡se acabó!–,
muy decidida remataba la faena.
– Te he dicho que esa niña es ajena a mis pasiones–,
insistí sin ser oído.
Inútil el querer renovar mis votos de lealtad. Mudo,
sin argumentos, sin previo guión para alargar trama algu-
na, era aquella escena la patética del último capitulo.
Deambulando ya en mi hogar, como toro rondando
burladeros, herido de muerte, postrado ya en mi lecho,
viene en auxilio mi madre, a consolar al niño del hombre
allí sollozando. Total, un patrimonio de nobleza era la
mejor dote para salir avanti, laboral, artística y sentimen-
talmente de esa, mi nueva crisis existencial.
– ¡Albertico Limonta al bajo!–, me animaba el
“goajiro” Urdaneta, vocalista de los “Astros”, enterado
de mi despecho, aquella noche de caseta.
MARACAY
Carnestolendas de escuálida concurrencia, aquellas
del “Club Cadafe”, en la ciudad jardín, Maracay. En la
segunda y solitaria noche llegamos a un acuerdo de pago
con el gerente del club; no habría una tercera actuación
del “Sexteto Fantasía”.
[143]
En esa segunda noche, Guillermo con etílica ga-
lantería, inventaba abordar nave ajena y dado que una
bella participe amiga de Alída, con una copa de más, de-
cía sentirse sola.
El galantear del bizarro “drummer” sería frontal;
dos caimanes en boca de caño; Virgilio, con su peculiar
frote de manos se recreaba lascivo en las descolgadas
piernas de una mini falda; ellos quedaron tomando la del
estribo, el resto marchamos al hotel.
Serían las seis de la mañana cuando tocan a la puerta
de nuestra habitación; despertar aquel de malas nuevas.
– ¡Coño, Guillermo casi nos mata!–, exclama
Virgilio.
– ¡Que pesadilla!, ¡quiero despertar!–, balbucea
Alída aún en shock.
– Se volvió loco, arrecho porque le exigimos venir-
nos al hotel–
– De refilón chocó un carro estacionado y ¡púyela!,
como loco–, nos va relatando Virgilio.
– Yo le imploraba que no corriera y más lo hacía–,
dramatiza Alída.
– Le pedíamos parara para bajarnos y más acelera-
ba arrecho–
– Por aquí llegando chocó otro y ¡púyela!–, narra
Virgilio.
– Y a todas estas, ¿Cómo está Guillermo, dónde
está?–, pude preguntar.
– Aporreado como nosotros–, dice Alída
quejumbrosa.
– Profundo, durmiendo la pea–, agrega Gabriel que
venía de su habitación.
[144]
Una patrulla de Tránsito Terrestre llegó hasta el
estacionamiento del hotel y siguiendo el rastro de agua
dejado por el roto radiador del camastrón. Con una grúa
se lo llevaron a un retén para las experticias del caso.
Desde lejos observamos hechos los locos.
DOMINGO SE MARCHA
El hacedor de cosas buenas con su romántico for-
mato de realidades musicales, pródiga conversa y espon-
tánea hermandad; el de las fábulas con sus consejas de
“esta vida, camino interminable de problemas”; Domin-
go Moret nos dijo adiós. Nada que ver con las tremenduras
de nuestro enfant terrible.
– Tengo planes nuevos, compañeros–,
– Me mudo para un apartamento de un gran amigo
desde la escuela militar–, nos decía, aspirando desde por
la mañana su cigarrillo.
– Respondan por el alquiler y conservarán la casa–,
nos alentó en lo que era un monólogo. Estábamos anona-
dados.
Marchó Domingo Moret con su bagaje de venturas
y desventuras, esas, las musicales compartidas en fraterna
comunión. La novedad que nos abatía pronto la llevaría-
mos, como tema obligado, a nuestro refugio en Los
Chaguaramos.
– Se sentiría incomodo por el empate de Rodolfo y
Lila–, opinaba sesudo Gabrielito.
– A mi no me metan en ese lío–, pedía la niña siem-
pre ruborizándose.
– Mamá feliz, ella que ve por los ojos de Domin-
go–, sentenciaba Sarita la cuñadita.
[145]
– Se cuadró la suegra pero no a la pava, jé, jé–,
agregaba su toque de humor.
Con la ida de nuestro gran flautista y guitarrista
nos quedaba la expectativa de un nuevo sonido para el
“Sexteto Fantasía”, de un reinventar de sobre vivencia,
sumando a ello que Gabriel amenazaba con regresar al
pueblo dado los escasos ingresos que le aportaba la mú-
sica, no obstante su gran talento y don.
Imposible en realidad vivir solo de la música y del
cuento, tan así que buscábamos alternativas; Virgilio ya
gerenciaba una tienda de pianos y órganos “Wurlitzer”
en Sabana Grande, sitio del recalar al caer la tarde.
Guillermo laboraba en una gran tienda de línea blanca y
el que cuenta esta historia ya estaba en la nómina, como
dibujante, de la Oficina de Catastro del Concejo Munici-
pal en Petare; sueldos modestos pero constantes, fijos,
para redondear con la música a destajo un ingreso con el
cual poder echar raíces en la indómita Caracas.
RAFAEL GUÉDEZ
Por la tienda de teclados que regentaba Virgilio, en
ese vértice de la bohemia caraqueña al pie de un gran
café de Sabana Grande, en uno de esos atardeceres en
que ensayábamos algo de jazz con el trío, se apareció un
espontáneo con un estuche en mano y diciendo ser guita-
rrista aficionado.
– Mucho gusto, Rafael Guédez–, se presenta.
– Cuando bajo de mi trabajo los oigo tocar y me
decidí al fin entrar–, confesó.
– ¿Te gusta el jazz y la bossa nova?–, pregunta
Virgilio.
[146]
– Toco de todo un poco–, responde con sutileza.
– ¿Dominas armonías brasileras y jazz?–, inquirió
Armas muy directo.
– Si quieres tocamos algo para que juzguen–, pro-
puso el visitante con propiedad, muy en lo suyo.
Tras un cambio de impresiones, el desgarbado im-
berbe saca su guitarra acústica presto a tan espontánea
audición; “Garota de Ipanema”, clásico universal del
bossa jazz, sería el aperitivo de un virtual menú a degus-
tar. Espontáneo resultaría su ánimo y compromiso a in-
gresar al sexteto y con nuestro beneplácito.
– Tienes buen concepto para improvisar–, observa
Virgilio.
– No tengo nada que enseñarte en armonías, la po-
nes muy bien–, nos sorprendió Armas con sus halagos.
– Coño, para que Virgilio te alabe, es porque eres
bueno–, animé al novel guitarrista.
– Bueno maestros, la idea es tocar y aprender más
con ustedes, sea bailable o sea jazz–, dijo sutil.
– ¿Y el saxofonista que tocaba con ustedes la otra
noche?–, indagó Rafael.
– Víctor Cuica es muy bueno con su tenor, él que-
ría que fuéramos sus músicos–,
– Pero resulta que, en mi grupo mando yo–, impre-
sionaba Armas jactancioso y con mucha propiedad.
Definitivamente, Rafael Guédez llegó para quedarse
en esas primeras de cambio; desde entonces iniciamos
ensayos de mucho jazz, bossa nova y la reestructuración
del repertorio bailable del sexteto.
[147]
GUAYANA
Se estrenó en grande, en el sexteto, Rafael Guédez
y su guitarra, con una gira por Guayana. Vía aérea nos
llegamos a Ciudad Bolívar. El hotel en el cual pernocta-
mos, ubicado estaba en una especie de atalaya, arriba de
una empinada calle con mucho sabor colonial; al fondo,
el majestuoso Orinoco.
En una primera actuación, en una ventilada Concha
Acústica, fue grande el lucimiento tocando a gusto mucho
bossajazz y alternado con repertorio comercial; Gabrielito,
igual se lucía codeándose con artistas caraqueños inclui-
dos por Sánchez en esa gira: cantantes como Gimeno y
Oswaldo Morales con quienes compartimos muchos es-
pectáculos, en especial en San Juan de los Morros.
A la siguiente noche, estrenando flux vinotinto y
bermeja corbata, topamos con la ígnea tarima, para el
copioso sudar, en el “Club Ítalo venezolano”. Animado
por un senil pianista, veterano de la bohemia caraqueña,
un desfile de modas sobre larga pasarela, ¡interminable!,
demora nuestra segunda intervención y con la complici-
dad de un alternante combo del patio.
– “Ciudad Bolívar ya baila el porro/ de una manera
muy pa’ culiar” –, repetía su cantante. Los bailadores reían
y coreaban el procáz arreglito de aquel interminable set.
– Pero bueno, que nos den un chancecito para to-
car–, reclamé con abatidos ánimos tras casi dos horas de
espera.
– Señor Puccini, mío caro amigo, venimos de muy
lejos, que nos den un chance–, pidió Sánchez al organi-
zador del evento.
[148]
Al fin sonamos ese, nuestro segundo set, y que se-
ría el de despedida puesto que el horario fijado en el con-
trato ya estaba rebasado siendo las cuatro de la mañana.
Sin proyectos tentativos de volver regresamos a Caracas.
INFRUCTUOSA AUDICIÓN
En la esquina de la urbanización “El Rosal” y en
que funciona la cervecería “La Burbuja”, nos dimos cita
el equipo del “Sexteto Fantasía” para una audición, bre-
gando allí un contrato.
Ocho de la noche y Gabriel no llega, su presencia
era vital para una propuesta bailable puesto que un lina-
judo sonero había dejado la gran vacante. Arrancamos
con música instrumental, recreando con sambas,
chachachás y algo de jazz latino como bossas y mambos.
– Suenan muy bien, peeéro, para este ambiente fal-
ta el cantante–, nos advierte el propietario.
– Con nuestro crooner, tocamos salsa y galleguito–,
insiste Virgilio.
– Gabriel canta como Tito Rodríguez, bueno, ¡has-
ta mejor!–, se atreve a exagerar Guillermo en ese paliar
de la espera.
Vano resultaría el intento no obstante el apoyo de
la pequeña barra de fans que invitamos al casting; Gabriel
no apareció. Luego de dos sets de música instrumental,
poniéndole alma y corazón, recogimos bártulos con gran
escepticismo. En nuestro refugio de Coche conseguí al
parsimonioso crooner.
– Se perdió el chance, exigían cantante–, solté el
inevitable reproche.
[149]
– Pregunté en la arepera, a mitad de cuadra, y na-
die me dio razón de ustedes–, fue su excusa.
– ¡Coño!, a media cuadra y no bajaste a la esquina,
¡la esquina de “La Burbuja”, pajúo!–, increpé su cachaza.
– Por pajizo perdimos la chamba–, agregó
Guillermo saliendo de guardar allí la batería.
– Ese guevón que no me joda–, advirtió Gabriel y
que aún no le hablaba.
– El grupo que dejó la vacante tenía un cantante
bajista–, le informé finiquitando el lamentable reclamo.
Oscar D’León resultó ser el sonero que con su gru-
po salía de “La Burbuja” a devorar tarimas en el mundo
de la salsa.
GABRIEL SE MARCHA
En la indómita Caracas se sobrevive con ojo avizor,
nada de apatía, con una dinámica de estar en el momento y
sitio indicado para el dejarse oír y ver, nota a nota.
Gabriel en sus soledades, palpando la disconformi-
dad del equipo, se aisló en su habitación respirando ver-
güenza propia. La pena ajena sería para el resto del gru-
po. Se llegó el momento de decisiones.
– Rodolfo, perdóneme una vez más lo de “La Bur-
buja”–, rompió Gabriel su silencio.
– Tranquilo que eso está olvidado, algo mejor ven-
drá–, lo animé.
– Eeeh!, me regreso a San Cristóbal–,
– Aquí no tengo vida, y ni reales me mandan ya de
mi casa–, agregó.
– Pero aguántate, recuerda lo que te ofreció Do-
mingo–, traté de alentarlo.
[150]
Definitivamente, Gabriel estaba muy firme en su
decisión de regresar al pueblo, sin marcha atrás; con
fraterna solidaridad lo llevé hasta el Terminal del Nuevo
Circo en donde abordaría un autobús. Aquella deserción
significaría el fin de esa melódica aventura llamada
“Sexteto Fantasía”.
[151]
Blanca
CAPÍTULO VI
[153]
brindaban doña Gisela y sus dos hijas Gisela y Marisela,
vocalistas ellas de fina estirpe, incomprensiblemente, aún
inéditas.
Amigos del entorno jazzistico iniciaron un peregri-
nar por nuestro garaje estudio; busca talentos ya nos
ofertaban presentaciones. Una primera incursión en tascas
sería, y por dos fines de semana, en la “Hawai Kai” muy
de moda, ubicada en la avenida principal de Bello Monte.
No obstante el apoyo de nuestra barra, integrada y aupada
por familiares de Virgilio y amigos de nuestro entorno, el
propietario se abstuvo de un contrato alegando bajas ven-
tas y prometiendo algo seguro para más adelante.
Roberto Todd, promotor cultural y el más asiduo
fan de nuestra nueva propuesta, concretó actuaciones.
– Cuenten con una hora en la Radio Nacional, en el
espacio del jazz–, nos informaba Todd.
– El próximo sábado grabarían, preparen un pro-
grama –, concretó.
RADIO Y TELEVISIÓN
Con aquella excelente conexión al medio cultural
metropolitano que nos brindó Roberto, pronto nos insta-
lamos en la Radio Nacional; una hora al aire de espontá-
nea promoción sería el gran inicio del nuevo orden musi-
cal. Harto gratificante aquella transición entre el sexteto
de baile y el cuarteto de jazz y con ese espaldarazo que
significó el irradiar, por una hora, nuestra nueva propuesta.
A nuestro taller de Bello Monte se acercó de nuevo
Roberto Todd y con una oferta de mayor proyección.
– Ahora, la televisión, en el canal 5, Televisora
Nacional–, nos alertó.
[154]
– Por lo menos para que los vean en todo Caracas y
en el centro del país–, nos animó.
– Con el sexteto ya nos vieron en todo el país, por
el canal dos y el cuatro–, recordé medio ingrato.
Nos instalamos una noche en los estudios del canal
del Estado en Los Rosales; tras un lento y demorado pro-
ceso se dio la grabación del programa de una hora; pasa-
da la medianoche veíamos lo hecho.
– El sonido del “Babe Bass” es muy seco y agudo–,
alerté sin respuesta.
– Mejor, no se vende–, diría Guillermo.
Diluyendo detalles negativos y con aquello de “me-
jor no se vende”, quedó plasmado el programa de una
hora. La motivación y cierto engolosinar jazzístico se-
rían buena razón para el renovar de la prédica por un so-
nido acústico.
– Coño Rodolfo, ¡consígase un contrabajo!–, exi-
gía ahora Virgilio.
– Consigamos primero un trabajo fijo–, condicio-
né, pies en tierra.
– ...“Consígueme eso, mamíta consígueme eso”...–,
canturreaba Guillermo en su eterna joda.
Mal que bien, aquel noble “Babe bass”, insepara-
ble desde la fragua con el “Sexteto Fantasía”, seguiría
dando básico apoyo a esa rica armonía del cuarteto y en
el regodear en nuevos auditorios con esos novedosos te-
mas como, “Vim de Santana”, dinámico bossa jazz y el
blues del estándar, “Blues Of The Owl Night”.
Un pentagrama de noctámbula esperaba por noso-
tros, orates y paladines del idioma universal, era cues-
tión de tiempo.
[155]
En VTV hallamos una nueva oportunidad y sería el
mismo Roberto quien nos conectaría con el gran vocalista,
José Luis Rodríguez, quien producía y animaba, junto a
su mujer, Lila, un programa en Venezolana de Televisión,
canal 8, los sábados al mediodía; días aquellos del blan-
co y negro televisar, mas, con muy colorida sonoridad.
– Los vi en el canal 5, tienen talento y se los pedí a
Roberto–, nos halagó José Luis.
– Podrían quedarse como grupo de planta de mi
programa–, nos animó.
– Tocarán lo que quieran y hagan mejor, en eso es-
tamos de acuerdo–, nos garantizaba.
No olvido a Lila, en nuestro debut, tendida sobre la
tapa del piano de cola, sensual y exótica, anunciando con
susurrante voz nuestro inmediato tema a ejecutar: “Love
for Sale” que, lejos de romántica balada, resultaba ser un
candente latin jazz.
Superados un par de programas, José Luis nos ani-
mó a que lo acompañáramos, en los próximos, unos
temitas conocidos y caribeños, previos ensayos en su re-
sidencia. Un martes y a la hora sugerida invadimos su
apartamento con los bártulos del oficio iniciando, en un
rincón de la amplia sala de recibo y comedor, el ensayo.
Nueve de la noche, hora de la tele culebra que Lila
protagonizaba; sale ella de la alcoba arrellanándose en
una poltrona frente al televisor; era el momento de la
autocrítica y dar alimento al ego.
– Ay, ¡cállense ya!, no me dejan oír la novela–, gri-
tó palurda y malcriada.
– ¿Que hagamos el favor de qué?–, susurró
Guillermo.
[156]
– Paremos la vaina–, atinó a decir José Luis.
– Me perdonan ésta–, agregó mirando a Guillermo.
Ante el quiebre de la armónica propuesta y su poe-
sía, recogimos los coroticos y sin rencores nos despedi-
mos del afable cantor. Rebobinando, en el equipo coinci-
dimos en que, desde ese último programa en VTV, algo
no congeniaba con la prístina diva; José Luis con mucha
nobleza trataba de limar asperezas y obviar desplantes.
No volvimos al show del mediodía de los sábados,
pero allí mismo en VTV, vendrían mas adelante actuacio-
nes con repertorio nacional en el show del gran Simón Díaz.
[157]
WILERMA
Ido Rafael, nos resultaba oportunisima la aparición
de aquella joven vocalista; hacía ella vida artística con
un afamado arpista y su grupo criollo, más, el sortilegio
de la vanguardista música brasilera la cautivaba. Wilerma
Ríos decía llamarse.
– Increíble, Rodolfiño, que vengas hasta mi casa a
buscarme para ir a los ensayos–, repetía.
– Atravesar Caracas de Coche a Petare y viceversa
es un placer contigo–, la endulzaba.
– Eres muy locuaz y enérgica–, le comenté quedo.
– Y tú muy galante, serio y algo penoso, jé, jé, pe-
noso de pena–, decía y aclaraba con picardía mientras
rodábamos por esa larga autopista.
Con Wilerma pronto ensamblamos, con el trío, te-
mas de fogueo como “País Tropical”; “Ese mar es mío”;
“Debut y despedida” y otros de moda rondando siempre
lo carioca. Aquellos ensayos de repente se suspendieron
sin llegar a un estreno. Ni debut ni despedida.
Años adelante Wilerma, con el nombre artístico de
Mirna Ríos, con pistas de excelentes arreglos orquestales,
se lucía en televisión, desglosando el repertorio que en-
sayaba con nuestro trío; toda una diva en el show de Renny
Ottolina.
MÚSICA EXPERIMENTAL
En esa Caracas, ciudad imán de un raudal de géne-
ros musicales, les cuento, se formó un movimiento cul-
tural llamado de “Música Experimental Venezolana”.
Sin obviar la influencia jazzística en arreglos de
renovación, los armónicos aportes fueron determinantes
[158]
para el lucimiento. Junto a cosmopolitas agrupaciones,
muy representativas, nos dimos la gran oportunidad de
alternarnos por dos noches en el Aula Magna de la Uni-
versidad Central.
Domingo Moret, ese exquisito flautista de añoradas
vivencias, incorporado al cuarteto, sería la trinante voz
en tan selecto auditorio; un “Barlovento” de Serrano y
un “Río Manzanares” de López, marcarían la pauta. El
premio al mas destacado grupo participante y que con-
sistía en un viaje a Europa, y en gira cultural, quedó en
veremos. El soberano dejó constancia de que éramos los
merecedores.
NUEVO LP
Un disco logramos grabar con temas trabajados para
ese festival, honor que logramos al ser escogidos, entre
los participantes, por el sello disquero “Basf–León”. De
aquel agradable disco L.P. y de insurgente propuesta, luego
recibiríamos noticias.
– Maestros, el disco se ha vendido más en Europa,
en especial en Alemania, que en nuestro país–, nos infor-
maba Freddy León, gerente propietario de la casa disquera.
Unidos a la promoción del disco, con esa llamada
música experimental venezolana, repetimos algunos re-
citales, entre la UCV y otras universidades capitalinas.
Igualmente hicimos algunas presentaciones en Venezo-
lana de Televisión en el criollísimo programa de valores
nacionales aupado por Simón Díaz.
Luego de aquel alternar con músicos de la noctám-
bula, la oportunidad de sumárnosles era evidente; adere-
zada nuestra propuesta con la floritura del reencuentro,
la misma no logró positiva respuesta de Domingo Moret.
[159]
– Coño compañero, tascas y piano bares, estamos
hechos, son trabajos fijos–, animé al gran bardo.
– Nooo, llavecita, mi vida tiene otros rumbos y sin
olvidarme de la música–, me decía Domingo y con una
razón valedera que el tiempo nos lo diría: su ensamble
“Raíces de Venezuela”.
MI ETERNA PALMIRA
Se apareció por Caracas la que aún era, mi viejo
amor, bella y radiante en grata e incómoda sorpresa justo
allí, por Los Chaguaramos, donde se agitaría el avispero;
era el año de mis treinta eneros y del todo o nada.
– Pero Rodolfo, disimula que ahí está Palmira–, ya
ponía orden Lilita.
– Pero bueno, ¿y no eres tú ahora mi noviecita?–,
le recordaba.
– Estoy confundida, insegura, con la aparición de
ella, ¡entiende carajito!–, me decía Lilita con ternura.
Dado el aún adolescente intelecto y los agoreros
presagios de la suegra, Lila se alejaba ahora del mutuo
compartir; insistía ella en un compás de espera y ante el
acoso de su madre.
– Miren que donde hubo fuego…–, insinuaba la
querida suegra.
– Miren que Rodolfo y Palmira se tocan un dedito
y seguro son novios de nuevo–, sentenciaba profecías.
Sopotocientos aguaceros de displicencia habrían ya
caído sobre aquellas cenizas de pasiones, mas, el nuevo
encuentro nos llevó, en breve tiempo, a ser esos apasio-
nados amantes; se avecinaba el desdoblar de mis pasadas
cartas de amor.
[160]
Descartada la relación amorosa con Lilita, retomé
el camino de la íngrima existencia junto a mi eterna
Palmira; éramos la soledad en pareja entre la multitud y
con fuego de juventud para el pasional disfrute. Caracas
se nos hizo el paraíso y con sus consecuencias.
– Gordo, estoy embarazada–, me dijo una noche
con esa placidez tan de ella.
– Coño, ¿voy a ser papá? ¡Albricias!–, creo fue mi
reacción con tan embriagante noticia.
Pronto vendrían los preparativos del espontáneo
acuerdo: nuestra boda, la lógica de esos años. El más fe-
liz de los hombres me sentía con la novedad de un vásta-
go, sangre de mi sangre, en camino. Boda, civil y ecle-
siástica, con todas las de la ley fue consumada, sin peros;
no podían faltar los respectivos saraos con la familia y
los más allegados amigos.
La noticia de un hijo en camino vendría acompa-
ñada de un oportuno premio del juego a los caballos del
domingo y el inicio de un trabajo nocturno con la música
el cual compartiría con el de dibujante, ahora en una
empresa de catastro privada en que era el único emplea-
do, el utility.
“LA MOROCOTA”
Les cuento que, con el anuncio de mi primogénito,
se dio la afortunada consolidación de la modalidad del
piano–bar; el talento vivo volvía por sus fueros; un piano
en un bar dentro de una cálida barra sería el toque ideal,
“fashion”, para una clientela adulta contemporánea, ávi-
da de retomar la plática y el placer del diálogo; compartir
más era la idea, en negocios, romances, banalidades, etc.
[161]
– Nos salió un tigrito a matar en “La Morocota” y
todas las noches–, nos alertó Virgilio de algo muy espe-
rado.
– Será un cuarteto con un viejo saxofonista que
consiguió la chamba–,
– ¡Machete!, que nos meta en el medio, que nos
conozcan–, animé el planear de nueva vida.
Efectivamente, acompañando a un veteranísimo
venido de los Balcanes y mentado Joseph Cash inicia-
mos definitivamente nuestro currículo de la noctámbula.
Cash con su saxo tenor y su violín, así de entradita nos
valorizaba, dado su gran performance; él mismo nos pre-
sentó en el sindicato de músicos e inscribió. Concreta-
mos las actuaciones en “La Morocota” con el cuarteto y
alternando con el popular “Nagüe”, pianista y cantante
de singular simpatía.
Evoco aquella cosmopolita nueva realidad, rondan-
do la esquina del Teatro Altamira y los exteriores de clu-
bes nocturnos con añeja tradición, incluidas las areperas
de la avenida Miranda y El Rosal.
– Mira gochos, tenemos que acompañar una can-
tante portorriqueña–, nos advirtió Cash una noche.
– La llaman Lira Dí, ella cantará boleritos–, aclaró.
– Ya la conozco y no canta nada brasilero–, nos
alertó y escéptico, Virgilio.
Con soltura y un innato profesionalismo, y con el
apoyo de Joseph Cash, pronto ensamblamos con la
vocalista un repertorio de boleros caribeños. Lira Dí, fí-
sicamente era una en escena y otra en los ensayos, tras de
bastidores; una peluca champaña y grandes pestañas pos-
tizas, metida en un traje amarillo largo, de lentejuelas, la
[162]
diferenciaban grandemente de la flaca desaliñada, sin
maquillaje, rondando por esas calles capitalinas.
Obviando chismes de posible virtud sáfica, muy
amorosamente, Lira compartió con nosotros esa primaria
y caraqueñísima noctámbula de apertura a los setentas.
En una de esas festivas noches en “La Morocota”
acompañábamos a Lira Dí su éxito “Mi viejo San Juan”
cuando un galán, motivado como muchos, invitaba insis-
tente a bailar a una dama presente.
– ¿Bailamos señorita?–, se le oía proponer.
– ¡Sólo ésta le pido que bailemos!–, insistía.
La cosa era ¡con mi mujer!, allí sentadita de medio
lado en la alta banqueta de la barrita del piano. Mi
Palmirita insistió en conocer el novedoso y primario si-
tio de trabajo nocturno y la complací llevándola.
Luciendo su estampa de preciosa hembra preñada,
con aquel camisón ancho y dobladillo alto luciendo sus
piernotas, con su carita de ángel sorprendida, tenía allí
su inoportuno galán. Se abrevió el show para calmar al
inquieto bailarín que era invitado a retirarse por el meso-
nero mayor; a todas estas, mi mujer tranquilaza, riendo
el absurdo, sosteniendo su barrigota. Debut y despedida,
aquella incursión de mi Palmirita a sitios de mi laborar
nocturno y en plena preñez.
– Mira gocho, deja la mujer en casa, ¡siempre!–, me
aconsejaba el viejo Cash, veterano del mundanal oficio.
“La Morocota” pasó al cuido de un nuevo propie-
tario y quedándome sin trabajo musical. Virgilio y el vie-
jo Cash se fueron con un dúo de piano y violín, a un pia-
no bar en la, ahora comercial, Urbanización El Rosal.
Guillermo quedó en “La Morocota” con su batería, pues
[163]
el nuevo propietario tocaba el órgano, un corpulento
“Hammond” de la época. Una noche lo visité.
– ¡Final sinfónico Guillermito, final sinfónico!–,
indicaba el patrón organista a su baterista.
– Coño, toco a placer con el mejicano–, confesaba
el cuñadito en el entre set.
– La vaina es la droga y el brandy que se mete–,
– Hasta me ha ofrecido la administración del nego-
cio–, me confió no muy convencido.
– Virgilio me pidió paciencia para rearmar el trío
sin Cash–, le animé.
– Virgilio que se vaya pal’ coño, ¡aquí me quedo!–,
increpó molesto aún por la ida de Armas sin nosotros.
En realidad, la posibilidad de reagrupar el lógico
ensamble como lo era el trío, me la confiaba Virgilio cada
vez que por El Rosal pasaba en busca de nuevas y junto a
mi barrigona próxima ya a parir.
EL “NICOL’S 70"
Definitivamente, un hijo nos cambia la vida, el rit-
mo, el arreglo orquestal. Y ese, mi primer vástago, me
significó el inicio de una nueva condición, física e inte-
lectual.
Con el nacimiento de ese, mi primogénito, la ven-
tura me arropa logrando el ingreso al “Nicol’s”, piano
bar y restaurante en que labora Virgilio con el viejo Cash.
Embriagante regocijo el de aquellos días, un novel padre
con trabajo de dibujante y ahora, por las noches acomo-
dado allí en una reducida tarima.
Aquella rutina instrumental, muy europea con la
dulzura de un violín y el toque americano del saxo tenor,
[164]
acompañando en su momento la bizarra voz de Pietro, el
propietario del “Nicol’s” y su romántico e italianisimo
repertorio, aquella propuesta tenía su público cautivo,
mas, Virgilio no se sentía muy a gusto.
– Ese violín me tiene obstinado, ya le pedí a Pietro
que me deje retomar el trío con Guillermo–, me confió
Virgilio, ya mandando en su tarima.
Logrando al fin el propósito, dándonos Pietro luz
verde para traernos a Guillermo, retirado Cash, la hora
de hacer música a su gusto y placer le llegaba a Virgilio;
nos llegaba. Corrimos con la nueva buena a “La
Morocota”.
– No me interesa tocar con ustedes, estoy muy bien
aquí con el mejicano–, nos sorprende.
– Coño Guillermo, le exigí a Pietro sacar a Joseph
para meter la batería y me sale con esta–, se queja Virgilio.
– Y no es reconcomio, pues es posible que me en-
cargue del manejo del negocio–, argumentó sin mucha
convicción.
CARLOS BASSI
Ante la negativa, un tanto necia, de Guillermo, el
mismo Pietro nos recomendó, como baterista, a un vete-
rano uruguayo que recién había regresado del sur y era
muy de su confianza. Con Bassi armamos un trío de fina
propuesta ofertando mucha batucada y bossa nova; exce-
lente era Carlos en la música brasilera y guiándonos con
mucha propiedad.
– Ché, Rodolfo, tocá notas graves, los armónicos
más adelante, en las improvisaciones–, fraterno me indi-
caba.
[165]
Venido de una patria en crisis y en que el dinero no
alcanzaba para nada, sus críticas eran frecuentes al des-
enfado criollo.
– ¡Que lo parió!, ¡flor de auto!–, exclamaba obser-
vando las “naves” a la puerta del “Nicol’s”.
– Ché, y esos atorrantes ¿tendrán cómo pagarlos?–,
se preguntaba incrédulo de nuestro estatus saudita “in
crescendo”.
[166]
– Nos irá bien como en la oficina que compartimos
con el sexteto en San Cristóbal–, me animaba con gratas
añoranzas.
El retomado socio Rodrigo, topografo, dibujante,
maestro constructor, en todo excelente trabajador, un día
sábado me invita a compartir su faena de campo y como
ayudante de su levantamiento topográfico. Parado al borde
de un terraplén el piso de relleno cedió; en segundos me
vi en el fondo, con los pies clavados en la fangosa y mal
oliente orilla del Río Guaire.
Acordándome de los santos, arañando subí la pen-
diente, patinando, como en un levitar de espanto. Con
esos empapados pantalones, al compadre Rodrigo le re-
petía sobre aquella sensación de pánico que me embargó
allá abajo, metido en el pútrido río.
– Dios mío, yo tan citadino, ¿y qué hago aquí en el
monte?–, me preguntaba.
– ¡Basirruque!, me regreso a lo mío, a las bondades
del mundano oficio–, decidí allí mismo.
No obstante estar trabajando nuevamente de no-
che, en el “Gipsy Club” con Guillermo, Cash y el pianis-
ta José Calatayud, rescatar mi plaza como bajista del
“Nicol’s” me propuse y con el aliciente de la posibilidad
que me confió Miguel Silva, el simpático “Cantinflas”,
gran bajista que me reemplazó y que planeaba ahora irse
a Los Andes a un trabajo no musical. Idas y retornos, cada
loco con su tema.
Nació mi segundo retoño, una preciosa niña que
vendría a ser como la rubrica a esa sentencia del sumiso
laborar con la música, ese don imposible de obviar. Al
[167]
sitio de mis desvelos me llegué con novedades de ese
renovar como padre y en busca de, otras, nuevas buenas.
– ¿Otra vez?–, sería la displicente ocurrencia de
Virgilio viendo mi alborozo.
Del resto de los presentes recibí las oportunas feli-
citaciones y congratulaciones, aderezadas con la confir-
mación de Miguel Silva de poder retomar allí mi oficio
desde la noche siguiente.
GABRIEL DISCAPACITADO
Nos visitó en el “Nicol’s 70" el noble crooner del
otrora “Sexteto Fantasía”; realizaba Gabriel Ruiz diligen-
cias, en Caracas, propias de su futura actividad como lo-
cutor. Grata sorpresa y reencuentro de evocaciones y sin
obviar el tema de la muerte, ese mismo año, de su mode-
lo el inolvidable Tito Rodríguez. La cotorra de despedida
sería larga a las puertas del piano bar, ya amaneciendo.
– Se van a dormir, nada de coger carretera a esta
hora–, insistía Virgilio.
– Cualquiera de los tres podemos manejar, nos tur-
namos–, decía un compañero de viaje, autosuficiente.
No valieron recomendaciones; nos enteraríamos
luego de su atrevimiento de amanecer devorando kiló-
metros por esa vía llanera, apurando un regreso a la des-
ventura.
Dos noches adelante nos visitó Domingo Moret con
una novedad demoledora; Gabriel Ruiz copaba la escena
con una dramática realidad.
– Coño compañeros, me llamo mi hermano Orlando
desde el hospital de Guanare, allí él hace pasantías–,
[168]
– Me informó que atendía a unos heridos, ¡y vaya
sorpresa!–, dramatizaba Domingo.
– El más lesionado y que quedará en silla de ruedas
resultó ser Gabriel, el mismo Gabriel del sexteto–, rela-
taba anonadándonos.
– Se volcaron, se salieron de la carretera ¡y del ca-
rro!–, insistió ante nuestras caras de incrédulos.
– Era su destino–, susurré evocando nuestro
volcamiento.
– Bastante le insistimos que no cogieran carretera
esa madrugada–, se lamenta Virgilio.
Aquella noche de desalientos y tristezas termina-
mos pronto el compromiso con el “Nicol’s”; Pietro estu-
vo muy de acuerdo con nuestra retirada antes de la hora
acostumbrada y dado el abatimiento por tan triste noti-
cia. Tomar unos tragos, de más, no paliarían la aflicción,
ni el seguir evocando pasadas vivencias con el “Sexteto
Fantasía” devolvería la salud al crooner de la excelencia.
[169]
co para esa navidad y con la oferta que noche a noche allí
hacíamos, Pietro con sus románticas italianas, el trío con
la versatilidad de Virgilio y el piano solo de Rubén Cas-
tro, gran maestro uruguayo que deleitaba en otro ambiente
del “Nicol’s 70".
El disco fue el regalo de Pietro a los habitúes y como
presente navideño en que destacaban, entre otros: “Cora-
zón gitano”, el éxito de Pietro; “Quinta Anauco” de
Aldemaro Romero con el trío y el “Alfonsina y el mar”,
piano solo, los temas más solicitados a Virgilio y a Rubén.
UN CONTRABAJO
En una de esas noches, en la muy acogedora barra
del “Nicol’s”, en amena conversa con músicos del gene-
ro folklórico, uno de ellos me comenta tener un contra-
bajo sin uso, por ahí arrumbado en un rincón de su casa
pues había dejado la romántica actividad musical para
dedicarse al comercio.
– Pues justo lo que yo ando buscando, un acústico
para un trío de jazz–, le dije sorprendiéndolo.
– Está descuidado, le faltan cuerdas, habrá que ha-
cerle algún reparo, reacondicionarlo–, me dice
desvalorizándolo, más músico que comerciante.
Cuadrada la cita, me aparecí por su casa en la
populosa barriada de Catia. En una habitación de la azo-
tea, allí arrinconado, sucio de polvo y excremento de pa-
lomas, hallé el contrabajo de marras. El previo alerta de
su dueño ya me favorecía para hacerle una oferta que
apenas superaba el equivalente a los cien dólares gringos.
– Está de llevarlo a un lutier y para que lo ponga a
punto–, dije remolón, disimulando poco interés.
[170]
– Ofrezca compañero, y se lo lleva–, dijo decidido.
– Comparado con otros vistos, y al “ojo por cien-
to”, le doy quinientos bolos así como está–, ofrecí displi-
cente.
– Se lo regalo en quinientos bolos, pué!, y eso por
ser tan buen bajista y sé que le sacará provecho–, dijo, y
muy noble cuando me cedía esa joya.
– Espero ponerlo a valer–, musité.
– Mándale hacer un forro de lona–, recomendó
mientras lo limpiaba con un pañito húmedo.
En compañía de Frank Di Polo, gran amigo de la
Orquesta Sinfónica Juvenil, lo llevé a un afamado lutier;
pronto estuvo a punto el robusto armonizador: puente y
cuerdas a la altura deseada para ese pizzicato ajeno al
arco de mis posibilidades.
– Tiene usted un gran contrabajo, es un “Framus”
alemán–, sentenció el maestro Sansone.
NUEVA TARIMA
Entre los asiduos al “Nicol’s”, un quinteto de em-
presarios, y aspirantes al negocio de la noctámbula, pi-
dieron su opinión o recomendación sobre el tema en dis-
cusión, a Virgilio Armas.
– Pero bueno, yo puedo ser el pianista que buscan,
me interesa el concepto del sitio que abrirán–, propuso
Armas.
– Coño, nos mata Pietro si nos llevamos su pianista
estrella–, advierte Eleazar, portavoz del grupo empresa-
rial.
– Nada firmado me ata con Pietro, ¡por la plata baila
el perro!–, aclaró Virgilio muy coloquial y muy decidido.
[171]
– Eso si, les ofrezco un trío de jazz–, reafirmó.
El negocio en cuestión, y próximo a inaugurarse,
estaba ubicado en el mismo sector. Muy decididos, en la
tarde del día siguiente, en la promisoria esquina del Rosal,
nos reunimos con sus promotores. Inminente sería la con-
tratación de Virgilio Armas y su trío, cosa que percibimos
desde el primer cruce de ideas y en positivo coloquio.
Un enorme piano ¾ de cola que hacía nimia la tari-
ma, definitivamente, engolosinó a Virgilio, copó expec-
tativas; éste que cuenta la historia, con pragmatismo plan-
teaba la necesidad de correr el piano, abrir espacio a la
batería y el contrabajo y en un disertar consiente de nues-
tra valía en ese momento de nuestras vidas.
– ¡Que horror!, ese piano luce ahí, ¡solo!, en el cen-
tro–, chilló mariquísimo alguien allí presente acicalando
el lugar.
– La cola tiene que quedar fuera de la tarima, ¡si
quieren el trío!–, insistí.
– Maestros, ustedes se acomodan a su gusto–, terció
Eleazar y muy convencido de nuestra virtual propuesta.
– Bueno, así será, y ¡ojo!, bajo protesta–, aceptó, el
alguien con un mohín.
Venturosa aquella tarde, aderezada con el apoyo de
Guillermo ya decidido a reintegrarse al ensamble. Allí
nos anocheció degustando exquisitos vinos y quesos; in-
menso era el pálpito de estar en el sitio indicado y en el
momento exacto de nuestras vidas.
Eleazar López, voz cantante del grupo propietario,
selló un pacto de caballeros con Virgilio, un tácito con-
trato oral, de buena fe y muy convencido de un positivo
futuro.
[172]
UNA DE PUTAS
Como despedida del “Nicol’s”, vivimos un
amotinamiento de la “Tongo” y la “Lupe”, caminadoras
que siempre rondaban esquinas y cuadras del Rosal. Y
fue justo allí, al frente del piano bar en que formaron un
zafarrancho; desde la barrera, Virgilio y Carlos Bassi
miraban los toros. Me uní al grupo como un curioso más.
– El peo es con el portero y el barman que querían
cogerlas–, comentaba Carlos, mas informado.
– ¡Salga italiano “ifue” puta!, ¡salga pa’ joderlo!–,
gritaba “La Lupe” y lanzando otra gran piedra que no dio
en el ventanal pero sí en la pierna de Pietro que se aso-
maba de improviso.
– Las emborracharon pa’ cogerlas allá atrás del es-
tacionamiento–, comentaba otra meretriz no involucrada.
– Coño, fíjate tú, los policías no se atreven a meter-
las en la patrulla, fíjate tú–, denunciaba un cliente se-
diento.
– Les tienen culillo por lo drogadas que están,
¡vergación!–, comentaba el maracucho Rincón.
Virgilio pretendió entrar al piano bar y la “Tongo”
se le fue encima agarrándolo por la corbata; el sorprendi-
do pianista le soltó un derechazo a la mandíbula que hizo
caer hacia atrás a la puta sin que le soltara la corbata; en
forzada inclinación, un segundo derechazo surtió efecto,
la puta soltó al confundido bardo quien corrió adentro
del local con su rostro arañado.
– Me pagan la falda, ¡coño e’madres!–, la “Tongo”
gritaba en pantaletas, su falda en mano, el top torcido y
con una teta desbordada.
[173]
Al fin la policía dio cuenta de ellas metiéndolas en
la jaula y ante la presión del numeroso público ya con-
centrado en el sitio; arrancaron hacia la gran avenida Li-
bertador, por ahí las soltarían. Iván y Eberto, barman y
portero quedaron advertidos de un despido.
[174]
CAPÍTULO VII
[175]
pañoles, todos con fama de muy trabajadores, eso que en
criollo llamamos con egoísmo: explotadores.
Nos visita Pietro en compañía de Bassi; en el entre
set, obligado era el coloquio sobre el novel piano bar.
– Dos meses, tal vez tres, les doy de vida con esa
música y sin una pistica de baile–, vaticinaba Pietro.
– Guillermito, ¡ché viruta!, me dejaste sin trabajo,
¡que lo parió!–, bromeaba Bassi.
El noble uruguayo entendió razones de nuestra pre-
ferencia por Guillermo, era además, la hora de una con-
sagración musical y profesional. Un trabuco, “La maquina
del tiempo” se contrató Pietro para paliar la pérdida de
Virgilio Armas.
Aquel “Juan Sebastián Bar”, definitivamente, des-
de el vamos auguraba un éxito de largo aliento; que lejos
estaba Pietro con sus predicciones negativas; en contra-
peso, la creciente clientela nos alentaba en positivo.
– Bien balanceada la música, bossa novas, jazz, y
esos bolerotes de estirpe–, discernía el periodista Emilio
Santana.
– Batería y congas a la vez, ¡como se defiende!–,
admiraba a Guillermo su partenier, igual periodista.
– Están ustedes en vitrina de lujo–, nos halagaba
Santana.
La chispa caraqueña se hacía presente con otra pa-
reja involucrándonos con un “gocho” aspirante a ser el
próximo presidente de la República; la comidilla y dia-
triba política estaban en la palestra.
– ¡Eso!, “gochítos de oro”, ¡mandando con su mú-
sica!–, nos adulaba la hermosa Doria y su parejo, un sim-
pático ex ministro.
[176]
– Eso de “gocho” es un término despectivo dado a
los andinos en los días de Gómez–, advierte Virgilio.
– Pero en este momento es un término de cariño y
hasta de admiración–, aclaraba el ex ministro.
– Ay ¡nooó!, les decimos “gochítos de oro” con
mucho amor–, apuntalaba la bella Doria.
– Dejemos la política y vayan a tocar que es lo que
mejor hacen–, nos anima el ex ministro.
– ¡Vamos maestro, piano a diestra y siniestra!–, un
veterano músico plantado frente a la tarima alienta a
Virgilio.
– ¡Que técnica!–, comenta otro maestro extasiado
frente al piano.
– Virgilio, por favor, “Casablanca”, y repite
“Alfonsina y el mar”, pero como samba argentina–, pe-
día la mujer del embajador gaucho unos de esos temas
tan solicitados noche a noche.
La gran virtud que llevó a Virgilio Armas a un sitial
casi sin competencia en la noctámbula capitalina, lo fue
ese variadísimo repertorio, su prodigiosa memoria, inte-
lecto que admiré desde que nos conocimos en el “London
Bar” una década atrás.
Frecuentes y diarias eran las peticiones del cautivo
habitué conocedor de cosas buenas, de temas como: “As
time goes by”; “Misty”; “Chica de Ipanema”; “Quinta
Anauco” y “De repente”, entre otros.
Más allá de subir a diario a una tarima con la exce-
lente propuesta, en el “Juan Sebastián Bar”, la culta cor-
dialidad nos hacían exquisitos anfitriones y relacionistas
públicos, compartiendo con lo más pintoresco de la fatua
cosmopolita.
[177]
Intelectuales; artistas de la plástica; gente de radio,
teatro y televisión; diplomáticos y oficiantes del diario culto
a la política; ejecutivos empresarios; todos esos consecuen-
tes habitúes, deleite y alimento eran de nuestro ego. Del
recuerdo, aquellos intelectuales del frecuente compartir,
pontificando en la magna barra del piano bar.
– Los invito a degustar carabinas y picantes
trujillanos–, invitaba el poeta David Alizo y enroscando
su bigote.
– Verán desde mi balcón un espectacular amanecer
del Ávila–, nos animó. Invitación que disfrutamos los
bardos hablando de la poesía del bolero con Densíl Ro-
mero, escritor, historiador e impenitente fumador.
Adriano González León, profesor universitario y
muy completo intelectual, escribiendo sobre una servi-
lleta o adormecido allí en la barra, alzaba su copa para el
grato saludo, pleno de sano humor y afecto.
– ¡Vil bajo!, jé, jé–, me increpaba.
– ¡Búho diurno!–, complementaba.
Manuel Quintana Castillo, gran artista de la plásti-
ca, evocando las playas de Chirimena, su edén, y ofre-
ciendo diligenciarnos un terrenito cerca del mar y en el
alimentar de una amistad.
– Virgilio, por favor, “Aguas de marzo” y “Até segun-
da feira”–, era la predilecta petición de tan grato pintor.
Renny Ottolina, el animador No. 1 de la televisión
nacional, dejaba afuera del “Juan Sebastián Bar” su pro-
sapia y linaje de la fama para compartir con lo sencillo y
cotidiano en el coloquio de lo humano y lo divino. Sen-
tarse allí junto al piano a pedir temas americanos, era su
placer.
[178]
– Acérquense muchachos–, nos invitaba al bajar de
tarima.
– ¿De qué hablamos hoy?–, preguntaba francote y
eludiendo impertinentes.
Aldemaro Romero, ese gran músico, polifacético
como el que más, para mí el primero del país, sentado
allí en primera fila con fino humor tenía sus peticiones.
– Maestro, un valsecito “tochirense”, algo como
“Pluma y lira”–, solicitaba.
– No me lo sé, tóquela usted, maestro–, respondía
Virgilio entre malcriado y respondón.
“Joselo”, el primer cómico del país, brindó una
muy espontánea amistad y admiración a Virgilio, com-
partiendo noctámbula desde el “Nicol’s” junto a su car-
nal Napoleón Deffit y por los predios del Hipódromo de
“La Rinconada”.
– Virgilio, pliiíss, mi bolerito–, sugería y era compla-
cido con ese tema inédito de su inspiración: “Enamorado”.
Entre las figuras del gremio musical, el catalogo
era extenso; los más allegados y que compartieron tari-
ma ya irán apareciendo en esta melódica crónica
APARTAMENTO PROPIO
En venturosa noche visitó el “Juan Sebastián Bar”
un amigo, desde el colegio, y su pareja; en animado colo-
quio les abordo con el tema de mi deseo por tener casa
propia puesto que ellos laboraban en el Banco Obrero,
hoy Instituto Nacional de la Vivienda.
– Mirta, ¿no queda un apartamento de los de Co-
che para asignarle uno a Rodolfo?–, indaga Luis Ernesto
con su pareja.
[179]
– Quedan unos para miembros de junta–, soltó pren-
da la amorosa Mirta.
Aquel maravilloso y espontáneo diálogo me sona-
ba a bienaventurada gloria; al siguiente día me presenté
en el despacho de la licenciada Mirta recibiendo de ella
instrucciones que seguí y en ese papeleo de rigor para la
obtención del inmueble.
Por la noche me visitaron en el piano bar con la
nueva buena de la adjudicación de un apartamento. La
magia de la música, que ayer me creo un cargo de dibu-
jante en un gran ministerio, ahora me ponía al alcance de
una vivienda propia.
Llenos los requisitos y cancelada la cuota inicial,
de por sí mínima, me fue entregada la bendita llave de
tan oportunismo apartamento ubicado en la gran avenida
Intercomunal de Coche, entre una arboleda de pinos y
eucaliptos y con un grato vecindario clase media.
[181]
– El trío solo era lo indicado con lo que tocamos
noche a noche–, machaqué con las disculpas a Domingo.
Aquel excelso y ahora desconcertado flautista,
quien lo diría, ensamblaría en un cercano día, un grupo
con venezolanísimo repertorio, sus raíces, y que sería a
corto plazo orgullo de la región andina y el país todo,
disciplinado y bien acoplado, como magnos profesiona-
les que eran.
DE NUEVO UN CONTRABAJO
El éxito llevó a la remodelación y ampliación del
“Juan Sebastián Bar” lo que significó la ampliación de
nuestra tarima y con ello el espacio para reactivar mis
destrezas con el contrabajo. La señorial prestancia del
“Framus” alemán sería novedad entre la asidua clientela
y músicos visitantes.
El noble instrumento había desaparecido de esce-
na entre tarimas de la noctámbula caraqueña; pasado el
tiempo, salvo músicos extranjeros de visita en el país,
ninguno del patio se atrevía a desglosar destrezas y que
me aportaran sabiduría; yo, si que estaba solo ante el pe-
ligro, como decía el pianista solitario del mediodía, el
guarito Soteldo.
Rompiendo el paradigma del “Babe Bass”, me es-
meraría en la recuperación de habilidades y en la íntima
jactancia de ser, en el medio, el único contrabajista acti-
vo en su género. Paciencia le pedía a Virgilio en ese reto-
mar de huellas, hacer callos y el afinque; luego vendrían
los halagos como aquello de ser el Ron Carter del subde-
sarrollo, cumplido de una bella vocalista amante del jazz.
[182]
Amplificado con un mini micrófono, de contacto,
aquel sonido placentero, reinventándome como bajista
acústico de jazz, fue trascendental, en sonoridad, afinque
y el jazzista caminado o “walkin bass”.
Un reportaje para la revista mensual del ministerio
en que laboraba se sumó a las novedades. En tan grata
impresión leeríamos de mi labor como dibujante del mi-
nisterio y el alterno oficio de músico.
…“Sorpresa de hallarme a las ocho de la mañana
en el ascensor del ministerio como un madrugador fun-
cionario mas”…, comentaba la amiga periodista y sobre
mis destrezas como contrabajista de un trío de jazz por
las noches en un restaurante del este de la ciudad y en el
día, con mi arte sobre un tablero.
…“Me gusta entre lo clásico, Bach, fuente básica
para el estudio del jazz”…, respondía a la bella reportera.
RECITAL EN PROVINCIA
A San Cristóbal marchamos a recitar ese repertorio
de la noche a noche en el piano bar. Tratándose de regre-
sar al pueblo, las exigencias monetarias fueron menores.
Humberto Cavalin, presidente del Colegio de Ingenie-
ros, precisó nuestro programa.
– El recital será el viernes en la noche, en nuestra
sede, con entrada libre, será novedad un grupo de jazz en
la ciudad–, nos animaba Cavalin.
– Le recuerdo, ingeniero, que nosotros fuimos allí
pioneros con Nelson Rivera al vibráfono–, le aclaré.
– Bueno, el sábado podrán matar su “tigrito” en la
cervecería “Las Vegas”–, nos reconfortó.
[183]
Orondos, vía aérea, nos trasladamos al querido pue-
blo. Llegado el momento, con un lleno total, viene la
puesta en escena con una primera parte de música de prin-
cipios de siglo, luego, estilos pianísticos discurrió Virgilio
Armas con el siempre firme apoyo del bajo y la batería.
En una segunda parte incluimos temas brasileros,
de esa vanguardia latinoamericana de gran influencia
jazzística por sus elementos rítmicos y armónicos. Ter-
minado el recital, vendrían los parabienes y críticas.
– Mijo, tocaron algo muy bello, como un valse–,
comentaba mi madre junto a papá.
– Debió ser el “Waltz for Debby”–, le respondí con
un beso.
– Rodolfo, el que tocaba el bajo no era usted, era
un salsero y no el jazzista que vinimos a ver–, criticaba
ácido, Luis Eloy Sansón, guía de nuestros inicios en ese
idioma universal.
– Ha debido traer su contrabajo–, me reprochaba.
– Movilizar ese gigantón en avión es dificultoso,
más práctico es el “Babe bass”–, busqué excusas a tan
válida crítica.
Extrañamos si, la poca atención del comité organi-
zador del evento al finalizar el concierto; ni brindis ni
canapés para el cruce de comentarios sobre el acto y tan
grato reencuentro. Mi padre me llevó a matar el hambre
en una popular arepera.
En la noche siguiente, actuamos en la “Cervecería
Las Vegas” previo acuerdo con el amigo de siempre, Billo
Porras, su propietario y quien adquirió un piano vertical
para la ocasión. Podría ser el sitio de moda de la urbe,
pero nosotros nos sentíamos, en el discurrir, como cuca-
[184]
rachas en baile de gallinas; sin duda, el libreto expuesto
era el equivocado, el sitio no era para hacer jazz.
Musiquita bailable pronto exigió el patrón. Damiron y
Noro Morales se posesionaron de Virgilio Armas.
CAMERATA
Contratados fueron para actuar al mediodía en el
“Juan Sebastián Bar”, un ensamble de cámara venido del
Uruguay. Los viernes coincidíamos con ellos en esa hora
del almuerzo; con solidaria camaradería facilité mi con-
trabajo dado que no cabían dos en la tarima y aliviando
el trasteo diario al colega uruguayo.
Venían los sureños, cual tránsfugas del destino,
buscando seguir a los Estados Unidos, vía México. Violi-
nes, chelo, contrabajo y piano, hacían de las delicias con
esa divina música, desde extractos de “Las cuatro esta-
ciones” de Vivaldi hasta una estilizada versión de “La
cucaracha” como toque de humor.
Una noche llegué a laborar y consigo una cuerda
reventada; me desentendí del contrabajo recurriendo al
“Babe bass”, el noble siempre a la mano. El uruguayo se
las arregló remendando la cuerda, un ‘la’ y así continuó
usando el contrabajo por una semana.
– Perdoná ché, pero por una, tendría que comprar
todo el juego–, se excusó ese viernes.
– “Cama e’ratas”, es lo que son–, renegaba un soli-
dario mesonero mientras me dedicaba a instalar un nue-
vo encordado.
– Recuerda que el Camerata viene huyendo de la
crisis del “coño sur”–, filosofé.
[185]
Y al norte marcharon los errantes uruguayos del
Camerata lograda la visa para su escala en México; su
pianista desertó quedándose en Caracas y atendiendo ofer-
tas de trabajos para el día y la noche.
PUERTO RICO
Invitado fue el trío del “Juan Sebastián Bar” a for-
mar parte de una delegación artística que viajó a la isla
del encanto, Puerto Rico, invitación recibida de su go-
bernador y a través de un gran amigo de dicho mandata-
rio. Guillermo se nos unió en el calido San Juan proce-
dente de New York y de donde se trajo una batería a es-
trenar.
El venezolano, receptor de toda expresión musical
universal, daba pie a Virgilio para, con natural desenfa-
do, comentar al director de cultura de la gobernación
borinqueña, sobre el poco interés y conocimiento, entre
los asistentes, por nuestra propuesta muy en la onda
carioca.
– Lo brasilero tiene muy poca difusión en la isla–,
comentaba el funcionario.
– “Guantanamela” plísss–, se atrevía a solicitar una
nativa; sin duda mas bella que “curta”.
Sin ocultar escépticos pareceres, cumplimos todos
los integrantes. Retornamos en el mismo avión Hércules
que nos llevó y aportado por la Fuerza Aérea. Lamenta-
ble el percance en el terminar aéreo internacional cuan-
do otros “amigos” invitados, ya secuestraban la planta de
sonido del “Babe bass” dizque por equivocación.
[186]
UN DISCO DE JAZZ
Dado el constante requerimiento de los habitúes al
“Juan Sebastián Bar”, apuramos el trabajo de un disco
L.P. y en el cual grabamos algunos de los más solicitados
temas, en tiempo record, sin doblajes ni montajes, como
en vivo, solo faltaron los aplausos, el ruido de copas y el
murmullo de la seducción entre los asiduos a la barra de
nuestra tarima.
Dada la premura por el bajo presupuesto para la
producción, el disco tuvo sus fallas; difícil estar repitien-
do tomas.
– El contrabajo se oye desafinado–, acoté.
– Mejor no se vende–, parodiaba Guillermo a
Peñaranda, el del combo.
Virgilio con piano acústico y su Rhodes; Guillermo
con su batería y congas y al contrabajo éste que cuenta la
historia, logramos un aceptable objetivo. Apuré el mer-
cadeo de la muy limitada producción, “Armas &
Buenaño” y el recuperar de mis ahorros allí invertidos,
ese 90%, luego de haber acordado con Armas un “fifty–
fifty” de aportes.
Para satisfacción nuestra, en la página de espectá-
culos del diario “El Nacional”, salió un preciso comenta-
rio con la fotografía impresa en el L.P. de Virgilio Armas
y su Jazz Trío.
Leíamos: …“los que tocan de noche, para hacerse
oír escogieron al azar cuarenta minutos de brava rumba
para publicar su disco; mitad improvisación, mitad des-
carga, un poco de música seria, otro dejarse oír por la
nota–nota del ambiente, ¡el mejor!, con Armas y su
Trío”…
[187]
Compartido con el pragmático y positivo reseñar,
no faltaron las críticas, incluidas las propias.
– Le faltó dirección musical–, comentó alguien en
la mesa en que compartían, en el comedor, Aldemaro con
Eleazar López y sus socios.
– Se oyen como asustados, muy arrebatados–, sería
la observación de Freddy, ese excelente vibrafonista que
recién se iniciaba en nuestra tarima.
FREDDY ROLDÁN
¡Excepcional!, este gran percusionista que se apa-
reció una noche, con sus congas, por el “Juan Sebastián
Bar” y restaurante. Freddy Roldán, integraba y el alma
era del mejor sexteto latino del país, el “Grupo Mango”;
salidos de las barriadas caraqueñas, ellos si sabían de
‘saoco’ y salsa brava.
Admirado por los propietarios del lugar, pronto
entró en nómina y dando gran plusvalía a nuestra tarima
puesto que, de las congas pasó súbito a ejecutar el
vibráfono, ese percutivo instrumento que caracterizaba
al “Grupo Mango”.
En breve tiempo, Virgilio y Freddy montaron un
rico repertorio de jazz latino devorando en mágica co-
munión, piano y vibráfono, temas de gran lucimiento
como aquel “Mister Magic” de McDonald. Cuanta falta
nos hizo Freddy, comentábamos, en ese reciente disco
con el trío.
Freddy Roldan, músico autodidacta, con una gua-
taca sublime, nos resultaba noble y de sana camaradería;
era él tan informal que, en innata rebeldía, en par de ve-
[188]
ces vestido con su mono de trotar llegaba directo a la
tarima del piano bar. Su trago preferido era el ron.
– Hey, Pérez Gil, mi cubalibre, ¡doble!–, era un fre-
cuente saludo al barman.
JENNY
En ese trastocar del noviazgo harto dilatado y as-
fixiante por el cotidiano trasiego de la metrópoli, Jenny
debería sentirse perturbada en ese errante y nómada de-
jar pasar la vida.
Jenny, emotiva, buscó en la penumbra del piano
bar, una copa más para el efímero olvido y, en la oportu-
na compañía, el auto estima salvador de soledades. Jenny
y Catherine, copando perspectivas, sentadas en esa má-
gica barrita de nuestra tarima nos prodigaban, con píca-
ras miradas, sensual simpatía.
Abreviado el set, inevitable sería el abordaje. Cru-
zada la frontera de la media noche y la prudencia, acor-
des en inquieto digitar sobre voluptuosas formas ya prac-
tica el pianista estrella. Mi sensual compañera en ese
chocar de copas y caricias, hace contagiante el cachon-
deo; la esbelta delgadez bajo el leve acariciar, trepita.
Jenny, superando despechos, acrecentaba la lasci-
va oferta en el alertar de un carnal final.
– ¡Salud compañera, y a sacarse ese clavo!–, inci-
taba Catherine.
– ¿Con clavos a mí que soy carpintero?–, advertí
precipitando el resuelve.
Con normal discreción marchamos, invitados al del
estribo, en un bello apartamento en Los Palos Grandes;
un arreglo musical con mucha creatividad romántica.
[189]
Virtual éxtasis truncado, roto el encanto por el temor de
los carros, recién adquiridos, en solitaria calle.
HÍPICOS
Inevitable el relacionar del arte pianístico con adi-
nerados hípicos. Asiduo al hipódromo capitalino, Virgilio
Armas porfiaba por hallar allí su resuelve desde los días
en el “Nicol’s” en que hizo gran amistad con propietarios
de pura sangre.
Un simpático logro de nuestro pianista, allí en “La
Rinconada”, lo sería su compadrazgo con Noguera Mora,
afamado preparador hípico y propietario de caballos, re-
lación que propició frecuentes contrataciones para ame-
nizar saraos en su gran mansión.
Don Pedro Vargas y su inseparable pianista engala-
naron una de esas noches con un exquisito recital y en la
que Noguera Mora ilusionaba a su admirado pianista, Ar-
mas e indirectamente, a nosotros sus compañeros de arte.
– Pronto abriré mi bar restoran en Las Mercedes–,
informaba con desenfado.
– Escríbanlo, Virgilio será mi socio, y compadre–,
vaticinaba.
– Pero eso sí, me tocan ya–, condicionaba.
Aquellas jaranas duraron hasta que Virgilio hizo
realidad su compadrazgo; Noguera Mora inauguró su bar
restaurante en sociedad con un cantante del montón, más,
se olvidó del compadre.
GUILLERMO A EUROPA
Soñador, marchó con su romántico anhelo
Guillermo Táriba y muy molesto porque no lo acompa-
[190]
ñamos en la aventura; en mi caso, muy cuesta arriba me
resultaba dejar cosas tan preciadas y en consolidación
como mi hogar y trabajos estables. Una noche nos con-
firmó, durante la cena, su inminente viaje a Europa.
– Tu eres libre, soltero y sin compromiso, ¡échale
bola!–, lo animé francote.
– A mí lo que me interesa es que deje un buen re-
emplazo–, decía lacónico Virgilio y retirándose de la
mesa.
– ¡Coño!, ni una palabra de estimulo–, se quejó
Guillermo con lagrimas en los ojos.
Ese hermano del alma, hacedor de quimeras, un
gran vacío dejó en nuestro entorno. Tres meses quizás
duraría ese periplo por Europa con su base de operacio-
nes en Londres. En solitario, difícil resulta establecerse
en esos países en que la escena está copada, salvo, el es-
tudiar con una beca o llegar allí con un grupo contratado
y previo programa.
BATERISTA SUPLENTE
En la escogencia de un baterista suplente, un casting
llevamos a cabo por las noches. Más que cacumen y es-
tudios, Virgilio buscaba alguien afín a nuestra escuela de
la existencia, innata y espontánea, un veterano sin ínfu-
las de estrella.
Bateristas varios se barajaron, entre colegas del
oficio: Iván Velásquez, muy dado al estudio de su instru-
mento: Alfonso Contramaestre, el fraterno “cabezón”; el
querido “caballito”, Torres, siempre recordándonos el
pago mensual al sindicato; el novel y muy avanzado
Eleazar Yáñez; Germán Suárez, el entrañable “cara e’
[191]
jaca”, músico de Maggi; todos ellos en alguna ocasión
habían hecho suplencias a Guillermo. Nos agradaban
veteranos que, por razones obvias, declinaban ofertas
como el “pavo” Frank Hernández o el Marcelo Planchard
de las artes marciales.
Mario Ramírez resultó elegido y con el visto bue-
no de los involucrados en la magna tarima; venía él de
una gran orquesta
– Toqué con “Los Melódicos” muchos años, pero esa
viajadera durmiendo en autobuses jodieron mi salud–,
– La artritis en banda “muele músicos” ¡es una vai-
na arrecha, oiga!–,
– ¡Aaah!, y mal pagado, mire que aquí ganaré más
y sin joderme tanto–, remataba su, casi, monólogo.
Mario Ramírez, venido de Colombia, afable y se-
reno, algo introvertido, sin la echonería y el desenfado
del bardo caraqueño, nos resultó muy profesional y a la
medida de Virgilio Armas.
– Oiga Rodolfo, ¿y no viste al “Chavo del ocho”?–,
me preguntaba con frecuencia.
Un simpático médico argentino radicado en Cara-
cas, rondaba siempre nuestra tarima, regocijando su ego
sureño cuando le invitábamos a descargar en el piano esos
‘boggie woogies’ de su nimio repertorio. Al doctor Eduar-
do Lacoste le divertía la pinta del enjuto baterista con su
encrespado cabello. Una noche se me acercó mientras
tocábamos y observando a Mario en acción.
– Ché mirá, ese baterista parece un pollo mojado,
¡y con ese copete!–, me susurraba.
– Feito pero gran músico, muy preciso, ¡que lo pa-
rió!–, suavizaba la critica al look.
[192]
– Si vino de Colombia a esa gran banda, traería
buenos estudios para imponerse en este medio–, comen-
tó con propiedad.
– Es así, la guataca se queda para los del patio, li-
mitados, como nosotros a esta noctámbula–, sinceré mi
caso.
– Pero bien pagados–, me alentó.
Aquella franca amistad con el amable Eduardo
Lacoste, daba pie para ser su paciente, incluidos mi mu-
jer e hijos, en consultas de cortesía y abarcando cirugías
ambulatorias o de bajo costo con médicos de su clínica.
LLANO ADENTRO
Duilio Tani, gran amigo, mejor arquitecto, frecuen-
taba nuestra tarima como músico aficionado tocando un
saxo alto o el clarinete y con el apoyo de Frank Di Polo,
ese otro asiduo, violinista de la sinfónica juvenil que se
unía a descargar con una trompeta.
Duilio Tani nos embarcó en una aventura llano
adentro, lejos del mundanal ruido. Un domingo tempra-
no, trasnochados abordamos una Ram de duros asientos
y ruidoso aire acondicionado; pronto alcanzamos la vía
llanera rumbo al sur. Chancleta a fondo, el conductor
devoraba solitarias carreteras.
[193]
– ¡Coño pana, las llevo de corbata, baja la veloci-
dad–, pedía Virgilio, su ocasional copiloto.
– Tranquilo maestro que conozco la ruta–, decía el
joven conductor contratado con su panel para el viaje.
– Dejamos atrás El Sombrero y Chaguaramos, ¿aho-
ra que viene?–, pregunta Freddy.
– El río Orinoco–, deduje.
Un alto en el camino para un posible último full de
gasolina; Virgilio cede el puesto de copiloto a Freddy
Roldán.
– Bueno pana, ¡púyela!–, exige Freddy con frágil
risa.
– ¡Cuidado con vainas!–, alerta Virgilio.
Hartos de tanta carretera en la ilimitada llanura, el
hirsuto conductor que resultó conocedor del sitio de re-
unión, nos varía el repertorio de interminables rectas y
soledades. Por un camellón de arenosa capa nos llega-
mos al sitio de concentración.
Era aquel un lugar virgen; la casa llanera de corre-
dores que imaginé no existía; sarao al aire libre. Bajo
discretos árboles, los invitados ya se habían instalado
desde el día anterior, en carpas y motor homes. Turismo
de aventura.
Siendo naturaleza pura, super agradable resultaba
el paisaje no obstante lo desolado, en medio de la vasta
llanura; a un costado nos invitaba el río Manapiare, afluen-
te del Orinoco. Duilio y su bella prometida nos dieron la
bienvenida aupados con pitos y aplausos de los presen-
tes, habitúes del “Juan Sebastián Bar”.
Mario Ramírez me miraba con cara de paciente en
sala de espera, ajeno a la emoción del momento; Freddy
[194]
reía con el refunfuñar del frágil baterista armando su ins-
trumento.
– “Matas”, llaman estos sitios aquí, pocos árboles
pero con su orla de arbustos en la periferia–, nos ilustra-
ba el arquitecto Tani.
– Allí está la improvisada pista–, nos señalaba el
sitio y tres avionetas allí estacionadas.
– Pueden colgar chinchorros donde puedan, la car-
pa grande amarilla está a la orden por si llueve–,
– Cuando se laven a la orilla del río, tengan cuida-
do con los caribes–, nos alertaba de las pirañas asesinas.
Una brisa venida a ratos, del Manapiare, refresca-
ba el sombreado lugar. Llegada la noche, disfrutaríamos
del singular sarao bajo un manto de estrellas, lo planea-
do; fino escocés y parrilla a la llanera; música alrededor
de una hoguera sería la nota.
Fogata y luceros iluminaron el resonar de sempi-
ternas melodías y olvidando, por momentos, el cansan-
cio de la larga travesía y el acarreo de equipos. Breve
sería el esperado cantar de un saxo en la íngrima llanura;
Duilio se perdió con su bella prometida bajo la carpa ver-
de; Virgilio desmotivado igual tiró la toalla; desertores
de tan autentico escenario.
– Permiso maestros para tocar el piano–, dijo Enri-
que Lander, amigo y presidente del aeroclub capitalino.
Habiendo desertado también Mario y con su cara
de paciente en sala de espera, con el apoyo de Freddy en
la batería, tuve arrestos para acompañar al simpático in-
dustrial, piloto y pianista aficionado, allí, bajo el manto
de estrellas. Al borde de la medianoche, el cansancio hace
mella. Toque de retirada, de recogimiento. La “mata”
[195]
ofreció su espacio como glorieta para el concierto de ron-
quidos y flatulencias. A las siete de la mañana siguiente,
con su amenazante artritis, Mario nos insita al pronto re-
greso.
– Oiga vea, que abuso, regresemos ya–, insiste.
– No hombre vea, que falta de consideración, ¡que
no se repita esta vaina, carajo!–, repetía afligido.
– Ni que me invite a su club de playa, le atenderé –,
remató Mario su disgusto con Duilio. “Marina Grande”,
propiedad de los Tani, era nuestro sitio de esparcimiento
preferido y como eternos invitados de honor.
Prestos al regreso, Virgilio decidió quedarse pues
tenía colita de regreso en una de las avionetas. Rumiando
la poca solidaridad con el equipo, arrancamos. Ocho ho-
ras de desandar nos esperaban.
RETORNA GUILLERMO
Breve resultó la estadía de Guillermo Táriba en
Europa; el hermano del alma pronto nos recrearía con
narraciones de su atiborrado anecdotario. Complacidos
urgimos su reincorporación al grupo. Despejando asomos
de pasadas molestias le reiteramos nuestra admiración
por el intento de superación.
– Difícil estudiar y trabajar en solitario –, nos co-
mentaba de su ensayo.
– Tan solo ligando una beca en el Plan Ayacucho–,
acotaba Freddy.
Fueron los años de aquellas pensiones para nove-
les estudiosos de la música que viajaban becados al exte-
rior, formándose esa generación de excelentes profesio-
[196]
nales esparcidos y multiplicando sabiduría por el país y
el mundo y como académicos del clásico y lo popular.
[197]
instalaran un punto de electricidad y el sonido, y obser-
vados por una media docena de parroquianos, con Ralph
vacilándose en un solo de trompeta “Cuando los santos
marchan”, recogimos bártulos iniciando el nuevo tras-
teo, esta vez hacia el gran Liceo Militar.
Ya en el magno sitio, un policía militar nos apoyó
en el acarrear e instalación de aperos sobre el amplio es-
cenario. El Gran Salón ya lucía repleto de asistentes, como
si todo el soberano hubiese dejado solitario el pueblo de
angostas y desoladas calles por las que subimos.
Se inicia el gran sarao; desde el fondo del gran sa-
lón la orquesta Los Melódicos inicia el tan esperado bai-
le. Finalizado ese primer set, casi a hurtadillas, proba-
mos el sonido asignado y aprestándonos para el inicio de
nuestra actuación que, por el ambiente, sería breve.
– Cojan buches, ahí en las mesas del centro está el
presidente de la República–, nos advierte Virgilio.
Con un blues estándar iniciamos el show; ahora con
volumen real el piano “Rhodes” distorsionaba; Virgilio
gritaba exigiendo mejor ecualización y el técnico del so-
nido hacía gestos de no saber que pasaba.
– Bájale al piano y que le suba en la consola–, grité.
– Por favor maestro, facilítenme un micrófono–,
pedía un personaje del pueblo, favor que le negamos.
– ¡Pendejos!–, bramó despidiéndose con la señal
de costumbre.
A todas estas, rostros severos en el atiborrado sa-
lón nos incomodaban mas que la pifia del sonido; al fin
mejoró la sonoridad cuando Ralph recitaba con su trom-
peta y sordina el dulce tema “Tangerine”.
[198]
El colmado auditorio lucía ajeno a nuestra propues-
ta, pendientes de la gran atracción del momento, el ciu-
dadano Presidente de la República. Los músicos de “Los
Melódicos”, acercándose a un costado del escenario,
aplaudían y nos aupaban solidarios.
Abreviado el difícil recital, rompió de nuevo la gran
orquesta con magnifica sonoridad; pronto nos sumamos
al enemigo invitando al baile a bellas y muy
emperifolladas gritenses; entre tanta belleza andina nos
olvidamos pronto de la frustrante audición de locos o
héroes.
Regresando del periplo por La Grita, en una gasoli-
nera del camino y en la periferia de San Juan de Colón,
me topé con Nicolás Porras, amigo baterista y bregador
de noctámbulas con el pianista Cristo Mendoza.
– Del Santo Cristo yo vengo…–, abrí el coloquio
canturreando.
– “De pagar una promesa”–, completó.
– “Soy del Tolima, soy del Tolima, soy tolimense”–,
rematamos el bambuquito.
– Coño, entonces alternaron con “Los Melódicos”–,
indagó detalles.
– Un breve recital de jazz, y en sitio equivocado
pues se trataba de un baile con tremenda banda–, le co-
menté.
– Ya que estás aquí entre al pueblo, acompáñeme
que tengo servicio–, me animó.
– Así saludas a Cristo que está de director de la
banda–, insistió con la invitación.
Olvidando prisas quedamos en vernos en la Plaza
Bolívar, sitio al que llegaría el desfile cívico de la Banda
[199]
Municipal. La idea de saludar a Cristo Mendoza, pianis-
ta amigo y con el recuerdo de aquellas ferias y fiestas
con “Los Astros”, me estimuló a esperar allí en una es-
quina de la plaza mayor y sin descuidar mi valioso equi-
paje.
Sin duda que disfruté del arribo de la banda del
pueblo y de algo tan singular: su director Cristo presidía
la marcha montado en un Plymouth Fury, desde allí y con
la mano izquierda asomada por la ventanilla, dirigía la
marcial orquesta y con aquella, su eterna sonrisa. Singu-
lar estilo y simpático hecho, del móvil pedestal, para el
anecdotario del entorno musical.
UN CRUCERO
De la andina cordillera, ahíto de cerros y neblina
paramera, regresé al litoral guaireño y a embarcarme,
junto a mi amada Palmirita, en una motonave de la inter-
nacional Línea “C” que nos llevaría a un paseo por el
Caribe que incluía media docena de islas y tres días per-
noctando en puertos de la mágica Florida, entre
mayameros bulevares y la fantasía de Disneyworld.
Crucero de quince días, de sol y mar, lejos del mun-
danal fragor, ajenos a noticias, prensa, radio y televisión,
y hasta de los músicos del barco. Por esencia, en los tra-
mos de un día y dos noches de navegación, trataba de
sonar un viejo piano vertical en un rincón de estribor y
junto a un primo con su sonoro cuatro y los parientes
canturreando. Inolvidable crucero compartiendo con mi
Palmirita, la irreemplazable compañía en tantos años de
aviesas correrías en la musical bohemia.
[200]
PENTAGRAMAS
Irremediablemente, engullido de nuevo en la capi-
talina noctámbula; de nuevo en ese trajinar entre notas y
copas. Por muy ingrato que se nos hiciera, a veces, el
oficio, de nuevo me hallé disfrutando pentagramas y del
privilegiado relacionar con figuras del ocasional peregri-
nar por el “Juan Sebastián Bar”, su restaurante y nuestra
modesta pero insurgente tarima.
El “Zimbo Trío”, vanguardista ensamble brasilero,
luego de un concierto, fueron invitados a cenar por el
empresario poseedor de la mayor colección de jazz del
país, Jacques Braunstein. Como músicos de carioca es-
pontaneidad, no se hicieron rogar para subir a escena; a
pata de mingo disfrutaría del mejor bajista latinoameri-
cano, Luis Chaves, quien al agarrar el “Babe bass”, que
era mi herramienta cuando la aún reducida tarima, le pe-
día a Amilton Texeira, el pianista, un previo para buscar
huellas en el eléctrico; con el magistral apoyo de Rubinho
en la batería, el breve recital significó un prolongado evo-
car de tan magno Zimbo Trío.
Con mi admirado Luis Chaves, él tocando una gui-
tarra, compartiríamos en una oportunidad y en casa de los
Abreu en que frecuentábamos, el grupo de Virgilio, hacer
grabaciones caseras con músicos amigos incluidos María
Teresa, los “cuñaos”; el compositor César Prato, etc.
[201]
El desenfado carioca se hizo presente con el guita-
rrista Castro Neves sentado al piano; Claudio Slon, el
zurdo argentino en la batería y el simpático Octavio Baily
con mi contrabajo. Una secuencia en blues iniciada por
Oscar al piano sería deleite de largo aliento y para el gra-
to lucimiento. Sergio Mendes disfrutó a nuestro lado,
como observador, riendo y haciéndoles chistes.
[202]
atrás y del que Leslie era integrante. Vueltas que da la
vida; lo que ayer fue un sueño de estudiante era ahora
una realidad compartiendo tarima con tan exquisito
jazzman.
Decenas de músicos, del patio y venidos del exte-
rior, descargaron su adrenalina jazzista, como aquel di-
rector de una sinfónica centroamericana y como ese otro
pianista de una banda francesa que disfrutaba de mis re-
cursos.
– Ese pedal estuvo “fantasticó”–, me diría el galo
al finalizar un “All The Things You Are”.
[203]
a Virgilio; Moisés Deubeterre, el popular “ajo porro” del
infaltable sombrerito, cantante y pianista salsero del “Gru-
po Mango y quien obviaba los puentes de “Samba de una
nota” y la tan solicitada “Chica de Ipanema.
Ante tanta interrogante, en la administración de la
empresa nos sinceraron la deserción de Virgilio, echando
por la borda tan codiciada plaza con un salario mensual
equivalente a dos mil dólares USA y toda una labor, una
estable carrera de lo que se sabía hacer como profesión.
– Armas pidió su liquidación–, nos informó
Márquez, el contador.
– Dijo que se iba de paseo por el norte; pidió no
dijéramos nada de su retiro–
– Y les advierto que este negocio está casi vendido
a unos portugueses y que planean una tercera amplia-
ción–, nos confió Márquez.
Definitivamente, con su natural desenvolver, del no
tener nada que perder, Virgilio se alejó; seis años allí de
trasnocho a la deriva quedaban. Ante la nueva realidad
de “a rey muerto, rey puesto”, me propuse tomar muy en
serio la propuesta que compartiría con un nuevo pianista.
Por ahí se nombraban como reemplazos a otros
colegas que en alguna oportunidad descargaron en au-
sencia de Virgilio o invitados por él, como un Gerry Weil,
–cosa imposible–; el júnior Romero; el veterano zuliano
venido de México, Julián Romero, quien muy sutil me
decía: “maestro, toque como lo sienta”; el ducho Willy
Pérez, siempre visitándonos y contando de sus andanzas
en España; hasta el guarito Salvador Soteldo, el “solo
ante el peligro” de los viernes al mediodía, se asomó en
broma y en serio. No faltaron las propuestas de cuartetos
[204]
con saxofonista como Santiago Baquedano y Víctor Cuica.
Muchos querían esa plaza del “Juan Sebastián Bar”.
Oscar Maggi, lideraba con su piano un trío con
Gustavo Carmona, hoy bajista de la gran banda de Oscar
D’León; y en la batería Germán Suárez, el popular “cara
e’ jaca”; tocaban en uno de los sitios mas populares de El
Rosal: “Las cien sillas”, sitio de grandes ‘jam session’
latinas.
Oscar Maggi era el pianista indicado para suplir a
Virgilio. El querido ‘negro’ –que en realidad es un blan-
co de 100 o más kilos– en una oportunidad me hacía re-
clamos con gran afecto.
– Rodolfo, ustedes tienen que profesionalizarse más,
salir de aquí a otros sitios y ¡tocar con otros músicos! –
OLEGARIO DÍAZ
Dado que Oscar Maggi no pudo cumplir el com-
promiso con Virgilio de suplirlo en ese codiciado trabajo
del “Juan Sebastián Bar”, esto por un accidente que le
fracturó una mano, nos envió, y muy recomendado, a un
novel pianista que se presentó como Olegario Díaz y con
un voluminoso “Real Book” bajo el brazo.
Sobre la marcha y en solvente compartir con Freddy
Roldán retomamos la rutina del nocturnal oficio. Olegario
venía de estudiar en la afamada academia “Berklee
Collage Of Music” de la ciudad de Boston, USA. Vinien-
do de tan memorable conservatorio, me honraba tenerlo
de pianista.
Grande, la diferencia sonoro digital de Olegario y
muy interesante la nueva experiencia con su estilo, aca-
démico, pausado, sutil y de estricta armonía en la lectura
[205]
de su “Real Book”. Grande, además, la diferencia con el
innato y muy propio estilo de Virgilio, caracterizado por
una ejecución fuerte y efectista.
– Ese piano suena ahora, muy débil y vacío–, deta-
llaba el maître Jimmy y que se decía tocar órgano.
– Le falta comunicación piano–público–, detallaba
el cajero.
– Sonoro y contagiante si era el piano de Virgilio–,
añoraba Jimmy.
– Ya se pulirá, está en buenas manos. Ya agarrará con-
fianza y repertorio con Freddy–, vaticiné con propiedad.
Con el pasar de las noches, disfrutando fui del esti-
lo académico de Olegario; la libertad que daba a la línea
del bajo ya me comprometía a estudiar el cifrado del “Real
Book” y con un solfeo practico, sobre la marcha. De una
copia fotostática me hice de esa biblia del jazz. Los vasos
comunicantes funcionaban.
De aquel ensamble guardo un cassette grabado con
mi deck y dos micrófonos a discreción, con la variante
del novel baterista, Eleazar Yáñez, dado que esa noche
Guillermo desapareció por sus predios de “La Florida”.
Grato recuerdo, con el tiempo, oír a un Freddy con su
vibráfono, plasmando la poesía de cada noche con temas
del estándar como: “Night and day”; “Saint Thomas”; la
cantarina “De repente”, etc.
Y del recuerdo también, en esa barra de la tarima,
las ocurrencias de un trío de féminas que me aupaban
desde el vamos.
– Ese gochito ahí dormidito todas las noches, aca-
riciando ese guitarrón–, decía la morena.
[206]
– Eeéso, gordo, con ese bajo ¡lo tuyo es un orgas-
mo! –, exclamaba la deseada Soria, como precipitando
diferidos logros.
En una noche cualquiera me enteré de cierta debi-
lidad del novel pianista.
– Olegario, ¿por qué te metes al baño cada vez que
vamos a tocar?, ¡que manía!–, pregunté curioso.
– Coño, “montanita”, es que sufro de almorroides
y tengo que prepararme–, fue su incoherente respuesta.
Lo de “montanita” era por mi parecido con el personaje
de la valla de pinturas “Montana”.
Otro músico asiduo me aclaró una realidad muy
generalizada de casi todos los venidos de estudiar o labo-
rar en USA y sus manías antes de subir a escena. En una
de esas noches con ‘notas’ de exaltación, Olegario me
dedicó un vacilón, una mamaderita de gallo tal, cuando
hacía mi solo de contrabajo, que ¡me saco de casillas!
– ¡No me jodas!, yo no me embasuro antes de subir
a la tarima–, con afecto y cariño le hice doble reclamo.
– Tranquilo “montanita”, no lo joderé de nuevo–,
afirmó besando sus dedos en señal de la cruz.
– Coño Rodolfo, usted es como mi papá, yo lo res-
peto como persona y como buen músico, ¡perdóname
esa!–, recalcó en el estrechar de diestras.
EL INGENIERO LIANA
Habitué y gran amigo, ejecutivo de una empresa en
Guayana, el ingeniero Liana nos había comprometido para
realizar dos recitales en Puerto Ordaz. Con el dinero ade-
lantado, Virgilio adquirió un vibráfono nuevo para Freddy.
[207]
No obstante esta responsabilidad adquirida, nues-
tro impredecible pianista desapareció de escena deján-
donos aquel dilema, aquel bacalao al hombro.
– Les compré tres cajas de discos, treinta acetatos
para promocionarlos y hasta dinero les adelanté–, recla-
ma el ingeniero por enésima vez.
– ¡Tienen que cumplirme!...!no me interesa el nue-
vo pianista, iré hasta la policía judicial para que ubiquen
a Armas!–, amenazaba.
–Virgilio se cansó de esperar fecha –, argumenté
en una de ‘abogado del diablo’.
– Es verdad, no fijamos plazo, pero me sorprendie-
ron en la buena fe–, se lamentaba.
Cansado tal vez de nuestras evasivas y convencido
de la definitiva desaparición del pianista estrella, el inge-
niero Liana no regresó más por el piano bar, diluyéndose
aquel karma que nos acogotaba. Freddy sería el gran ga-
nador con nuevo vibráfono.
INESPERADA PROPUESTA
Lo que escrito está. En septembrina noche, en un
alto a su retiro, Virgilio Armas se aparece por el Juan
Sebastián Bar, y como gran casualidad, coincide con
Nelson Rivera y Anselmo Villasmil, de visita en Caracas
con motivo de sus actividades bancarias y en que se inau-
guraba una agencia de un banco hipotecario; ellos llevan
al “consulado del Táchira”, el “Juan Sebastián Bar”, una
inquietud compartida con gente de la banca regional.
Una propuesta surge del grato coloquio que, así de
entradita, lucía hasta disparatada para un Rodolfo y un
Guillermo aún allí, en la melódica brega.
[208]
– Un negocio como este piano bar sería algo muy
novedoso en San Cristóbal–, anima Nelson.
– Le informo que la ciudad tiene muchos bancos,
señal de crecimiento económico, además de nuevas uni-
versidades–, argumenta su apoyo Anselmo con propie-
dad. Ellos se las traían.
– Claro que podemos montar un piano bar restau-
rante en San Cristóbal–, se plegó Armas a la ocurrencia.
– Sería nuestro centro de operaciones para dar con-
ciertos por todo el país–, complementa Virgilio.
– Volver al pueblo luce a derrota–, apunta
Guillermo.
– Todavía nos queda camino por recorrer aquí en la
capital...la idea es buena para unos años adelante–, traté
de reajustar el libreto.
– ¡Para atrás, nunca!, de aquí pa’ “jolivu”–, decía
Guillermo en joda y en serio.
– ¡Conmigo no cuenten! –, sentenciaba tajante.
– Piensen que allá serán cabezas de león y no colas
de ratón como en esta gran capital–, reflexionó Nelson.
Con todo y lo disparatada que en esas primeras de
cambio resultaba la inesperada propuesta, la misma iría
acaparando mi atención y en ese expectante dilema del
“to be or no to be”; en criollo, correr o encaramarse, pues
se trataba de renunciar a trabajos estables día y noche.
Inevitable, esa eterna sensación de tener, yo, que
perder más que el impredecible Virgilio, más, como buen
acuariano me dediqué a cocinar, a fuego lento, la salsita
para ese virtual menú de incertidumbres.
Descartada ya la idea de un posible negocio allí en
Caracas y con Virgilio motorizando coincidencias y nues-
[209]
tro natural aporte, pulsando la lira de la creatividad, fui
haciendo propio el planteamiento de tan grande casuali-
dad y en ese reencuentro con mis caros amigos, Armas,
Rivera y Villasmil. Disponga usted de sus artes, sería el
etéreo mensaje de tales coincidencias.
[210]
PARTE III
Blanca
CAPÍTULO VIII
“LA TOCCATA”
Les cuento que, con el apoyo de la fiel amada, tomé
la nueva gran decisión de mi subsistencia, con reservas
por el gran riesgo, pero procedimos. Critico y álgido el
determinante momento, dejando una senda ya enrumbada
y consolidada, para ir a la aventura del incierto futuro.
Buscando oxigenar ideas y fortalecer el proyecto,
con mi familia viajé a San Cristóbal; allí en la casa ma-
terna de mi Palmirita, en el balcón de mil fantasías, me
reuní con Virgilio Armas y Nelson Rivera.
Mi elemental condición para esta aventura fue la
inclusión de Rivera como socio de la virtual empresa;
era Nelson el confiable amigo, el fraterno de inquietudes
musicales desde los días del “Conjunto Fantasía”; virtu-
des compartidas con Anselmo; a esto le agregaría la con-
dición de eternos solterones, conocedores actualizados
de la noctámbula provinciana. Grato, el coloquio del
reencuentro.
[213]
– Mundo pequeño éste, de nuevo elucubrando
musicalidades–, dije abriendo la sesión.
– En este pueblo no hay pianista que destaque–,
nos confiaba Nelson.
– Se fue Cristo Mendoza a Caracas y no ha tenido
reemplazo–, agregaba en ese pulsar de oportunidades.
– Claro que hay talento vivo como el de la cervece-
ría “Las Vegas”, pero nuestro estilo será de hacer historia
en la ciudad–, advertí presumido.
– Lo ideal es que acepten el jazz–, condicionó
Riverita.
– El público se adapta a todo si es buen talento vivo–,
porfiaba Virgilio.
– Lo primordial será: ubicación del local y un buen
estacionamiento–, insistí.
Estructurada la idea, en el ínterin, Anselmo
Villasmil plantea el incorporar a la novel sociedad a un
posible socio capitalista, afecto al jazz y a la buena músi-
ca en general. Al fin conoceríamos al virtual socio.
Concertamos y nos reunimos con, Manuel
Fuentes,”Manel” para sus amigos, persona que me resul-
tó agradable, culto, muy de mundo, de abierto diálogo,
no obstante la abultada fortuna que lo ornaba. En su ofi-
cina disertamos en positivo.
[214]
20% de aporte en efectivo de cada uno de los socios; a
Virgilio se le aceptaron sus dos pianos, vertical y eléctri-
co, como aporte a falta de un dinero que no tenía, dados
sus meses de inactividad.
– Esperamos que justifiquen ese 20% del capital–,
advertía Fuentes.
– Lo que vale es su aporte artístico, motivo de la
empresita–, justificó Nelson.
Virgilio Armas, promotor y esencia del proyecto,
imposible que quedara fuera de la empresa, no compro-
metido; tenerlo de simple empleado sería como alzar
vuelo con plomo en el ala; aceptar sus pianos como valor
accionario era elemental.
[215]
gran amigo y mejor abogado, Pío Gil Moreno, gerente de
la inmobiliaria arrendadora.
– Definitivamente, por su ubicación ¡Este es el si-
tio!–, sentencié.
– Ya puedo finiquitar el plano arquitectónico te-
niendo las medidas del local a remozar–, advertí.
– Ya puedes hacer la mudanza–, insistía Virgilio.
– Dios mediante, pasado el Año Nuevo–, tranquili-
cé a los socios.
Esa aventura empresarial tras un músico y su pia-
no, gran riesgo representaba; la empresa aun no estaba
registrada con todas las de la ley como posible asidero
legal; solo con las ganas de innovar y con nuestro único
capital, el humano, tomamos la gran nueva decisión de
dar ese paso adelante.
– Qué atrevidos, ¡qué locura!–, entre dulce y agrio
digería mi Palmirita las posibilidades.
– Tomar riesgos es vivir la vida–, la animaba.
La mudanza se haría inminente en ese enero de
mis eneros; solo contábamos con las buenas intenciones
de Virgilio y Nelson, hermanos del alma que inspiraban
toda la esperanza para algo en grande.
Adiós diría a esa Caracas del amor y el odio; inne-
gable la nostalgia y el temor al abandonar un destino la-
brado, más, como buen orfebre, con esbozos, fantasías y
quimeras, pronto reiniciaría la nueva obra a esculpir en
ese recodo de la explorable San Cristóbal. Palmira Táriba,
la madre de mis hijos, con ese sexto sentido de fiel ama-
da, y fiera cuidando sus dos cachorros, no podía disimu-
lar inquietudes. Uno piensa y ellas sienten como criatu-
ras del corazón que son.
[216]
– Me angustia mudarnos así, ¡en el aire!–, insistía.
– Tranquila mamíta, mire que los andinos son len-
tos, somos, antes de dar un paso hay un reflexionar–,
– Andar pausado, de montañas, que contrasta con
el fugaz del caraqueño, el costeño o el llanero sin serra-
nías–, le disertaba buscando su sosiego.
– ¡Coño gochos!–, blasfemaba.
– Y ése Virgilio tan impredecible que es–, reflexio-
naba.
– Inteligencia y demencia siempre van de la mano–,
filosofé sobre los desatinos del eterno compañero.
– Está Nelson que es de mi confianza y para una
emergencia–, le recordaba sobre el pianista de mis previ-
siones.
– Dios proveerá–, se confortó.
Llegado el momento, en un gran camión cava, en
que me esmeré en montar primero que todos mis instru-
mentos, incluido el pianito vertical “Wurlitzer” que tanta
musicalidad brindaba a nuestro hogar, hicimos la mudan-
za. Entre nimias omisiones, una grave aparecería años
mas tarde como lo fue el haber dejado alquilado, indebi-
damente, nuestro hipotecado apartamento del Inavi, vir-
tual patrimonio de mis hijos. Desprendimientos e impre-
visiones, más, la suerte estaba echada.
Que grande y acogedora casa, la conseguida para
fijar nueva residencia, allí en Palmira, frente a la frondo-
sa Plaza Bolívar de ese bello pueblo dormitorio, y en ade-
lante ¡vaya enredo con el nombre de mi mujer! Inolvida-
bles y alentadores resultarían, entre aquella casona y la
casa de campo “La flautera” con Manel de exquisito an-
fitrión, los ensayos del trío pre “Toccata”, veladas con
[217]
mágica musicalidad, escoceses y placentera camaradería
comulgando un mismo sueño; evocar éste, siempre com-
partido con mis socios Rivera y Villasmil.
MANOS A LA OBRA
En ese recomenzar casi desde cero, un fajo de bo-
cetos con el proyecto a construir sería lo único tangible
en mis manos; todo en innata creatividad como el musi-
cal arte; arquitectura, decoración, diseño de mobiliario y
croquis de servicios básicos; lo esencial para nuestro club
de jazz.
Llegado el momento, expuse planes y planos, dise-
minando copias de dibujos en el improvisado mesón de
trabajo, allí en el local a remozar.
– Socios, este es mi proyecto y a muy bajo costo–,
exhibí con propiedad.
– Medidas de mobiliario tomadas del “Juan
Sebastián Bar”–, aclaré franco.
– Cinta en mano, sin mamadera de gallo, en la pe-
numbra recabé información de espacios–, les confié sin
rubor.
– Igual, ya vendrán arquitectos y diseñadores a lle-
var ideas de nuestro piano bar–, vaticinó Riverita.
Mucha esperanza y buenas intenciones se desgra-
naban en estos coloquios, propósitos a mediano y largo
plazo, y sin obviar bemoles.
– La idea es de un ambiente como el “Juan Sebastián
Bar” –, insistía Virgilio.
– Este espacio frente a la tarima, se copará de me-
sitas y puff, de fácil despeje, allí se podría bailar llegado
el caso–, detallé en el plano de arquitectura.
[218]
– ¡Nada de baile!, se trata de un club de jazz –,
bramó Virgilio.
– Yo insisto en la pistica de baile y desde la apertu-
ra–, casi exigí.
– Estoy de acuerdo con Virgilio, ¡nada de
bailadera!–, opinó Manel.
– ¡Coja buches!–, alardeó nuestro pianista.
– Eso de la pistica de baile, lo decidirá el “ring” de
la caja registradora–, sentenció Villasmil, profesor que sí
sabía de pérdidas y ganancias.
Llegado el momento, sin mucha fanfarria ni colo-
cación de primera piedra, en una mañana en que un so-
cial cristiano se juramentaba como nuevo presidente de
la República, con mi equipo daba inicio a tan romántica
y excelsa creación. Manos a la obra, dije.
No obstante el bonachón trato hacia Posada el con-
tratista y obreros que laboraban en el acondicionamiento
del local, las contradicciones no faltaron en esa fragua
creativa.
– Don Rodolfo, el plomero dobló con candela el
bajante de un lavamanos–, se quejaba Patrocinio Peñuela,
el futuro administrador.
– Al “dotor” Fuentes no le gustó esta pared, dijo
que la tumbaran–, me advertía el maestro albañil y com-
placía al socio.
– Esas cerchas del techo lucen muy endebles–, ad-
vertía Posada.
– ¡Ojo!, puede que estén robando cemento por las
noches–, me alertaba Riverita en ese rosario de quejas.
Al finalizar la diaria faena, en especial la del vier-
nes, frecuentábamos la pizzería y cervecería del vecino
[219]
centro comercial; allí hacíamos el recuento de lo hecho y
por hacer, con Patrocinio, Posada el contratista y el maes-
tro de obra.
Y algo más que la excusa de las “birras”, la pizza y,
de lo hecho hacer su balance, lo que le balanceaba a la
bella pechugona encargada de la caja era lo que más nos
atraía al sitio. Guiños comprometedores en mutuo com-
partir eran apoyados por el equipo de müérganos que se
desvivía para que la apetecida hembra entrase en nuestro
redil, logro que sólo esperaba el oportuno momento.
INSTRUMENTAL IMPORTADO
Uno de los postines que nos daríamos en “La
Toccata” para su apertura y excelso funcionamiento, lo
[220]
sería el instrumental importado. Por iniciativa de Manel
se comisionó a Virgilio, el más indicado, a viajar a Flori-
da, USA, para la adquisición de instrumentos musicales
y equipos de sonido. Un muy alegre encargo con un fajo
de dólares americanos, unos treinta mil de esos verdes
tan apetecidos hoy día.
Inevitable, las consecuencias de una deuda de lar-
go aliento y que descapitalizaba la novel empresa; pron-
to vendrían las interrogantes de Breda, el contador de la
empresa, y sin respuestas concisas.
– ¡Dígame eso!, un piano de cola, mas dos tecla-
dos–, repetía.
– Mas una batería y otro bajo eléctrico–, le agregué.
– ¿Y dónde están las facturas, los soportes?–, in-
quiría el contador.
– Ustedes están locos–, agregaba.
– Ese gasto como que fue un error, una gran ligere-
za–, comentaba Nelson parsimonioso.
– ¡Claaáro, licenciado!, cada músico debe traer su
instrumento, el gasto de un piano y el sonido era sufi-
ciente–, remató Breda el válido reclamo.
“TOCCATA” EN MARCHA
Estando todo a punto, como en un soterrado miedo
colectivo algo demoraba la apertura; a última hora nos
enteramos de que el socio Villasmil había descuidado su
misión de conseguir la licencia de licores en el transcur-
so de esos casi nueve meses. Fuentes se encargaría, muy
ejecutivamente, de un permiso provisional para poner, al
fin, “La Toccata” en marcha.
[221]
Definitiva noche de apertura, de cosmopolita so-
noridad con un trío de jazz venido del más emblemático
sitio de Caracas, con un Virgilio Armas engolosinado entre
alabanzas y el siempre primoroso regodeo del aplauso.
Cajas de fino escocés, opípara comilona. Todo un
derroche de provisiones, ¡otro gran gasto!; lo previsible
era un breve brindis y poner a funcionar desde la media-
noche la caja registradora; un derroche como si de un
“open house” privado se tratara y no de una empresita
con socios dolientes.
Muchos invitados, empresarios y gente de la alta
sociedad, resultarían personajes noveleros y egoístas que
jamás volvieron; disfrutar un par de copas con talento
vivo de lujo les significaba un oneroso gasto.
Definitiva noche del renovar artístico; entre nota y
nota disfrutábamos del deshilar jazzistico, esculpiendo
éxtasis entre románticas baladas y el blues estándar, esa
cantera para la improvisación del piano, el contrabajo y
la batería.
– Nos sentimos como en Nueva York con esa músi-
ca–, repetía presuntuosa una bella señora.
– Que divino ese negro con los tambores–, agrega-
ba otra con mayor desenfado.
– ¡Esto ya huele a putas!–, irrumpía por ahí, con
negro humor, el dueño de la discoteque “Las Vegas”,
amigo de siempre, desde el colegio La Salle.
– Billo, ¡deja el reconcomio!–, le reprochaba una
dama de su entorno.
–Tocayo, tócame “Stardust”–, pedía ahora el caro
amigo y diluyendo sarcasmos ya complacido con su tema
preferido.
[222]
Definitiva noche del sortilegio; novedad de candi-
lejas y augurios, ciertos y falsos. Noche de buenaventu-
ras y medias verdades; del buen vestir o la facha irreve-
rente. Noche de mis noches, de vanidades en flor, del
embriagante perfume del engreimiento y en ese jardín de
triunfadores. La prudente humildad, en la lisonjera y efec-
tista atención al habitué, venía ya anexa y en el
forjamiento de la cautiva clientela.
LLOYD WELLINGTON
De apoteosis sentía cada noche y en ese eufórico
vibrar de bordones, en el justo balance, entre la sonori-
dad de un piano y la rítmica de un impetuoso baterista.
Lloyd Wellington, quien suplió a Guillermo en los tam-
bores, imponía su arte de impacto, robándose el show
con una elegante ejecución y aquella regia estampa de
negro fino.
Lloyd Wellington, el importado, basaba su maes-
tría en una habilidosa mano izquierda, dado que era zur-
do; no obstante su destreza, me atreví a recordarle obser-
vaciones como la del gran bajista Mingus a su baterista.
– …“tocar es conversar, no entras a un lugar dando
gritos”…–, cité.
Consejas para que suavizara la fuerte ejecución, en
especial, en aquellos solos de batería en que hacía retum-
bar tarima y cielo raso, frenesí apoyado por femenil
fanaticada que lo aupaba. Retumbar percutivo que no ter-
minábamos de asimilar acostumbrados a un Guillermo
que, mas que golpear, acariciaba su instrumento y sin
perder sonoridad y la exacta rítmica.
[223]
Ya se hablaba del antes y después de “La Toccata”
con tan pródiga oferta musical y en tan novedoso sitio. El
lucimiento de la creatividad era total como el estremeci-
miento de corazones y en la fascinación por la melódica
propuesta desde ese inicio.
Y bajando de esa tarima atraído fuipor el embrujo
desbordado de un hermoso torso. Esmeralda, la cajera de
la vecina pizzería y cervecería, bella y voluptuosa, por
ahí, algo esperaba en la barrita de la música; veíamos en
ella solo el inicio de lo por venir y en el introito a la ópera
prima de las “mil y una noche” en tan mundanal teatro.
CHEFF DESERTOR
A la oficina de nuestra “Toccata”, y en pleno arran-
que, se presentó el tan recomendado chef de cocina con-
quistado en el Hotel Tonchalá de Cúcuta; el maestro
Hernando nos trajo malas nuevas.
– Oiga vea, licenciados, me retiro, no les trabajo más–
, nos sorprendió, apenas quince días tenía con nosotros.
– Es que don Virgilio ya es un problema–, acusó.
– ¿No le gusta la música del socio pianista?–, me-
dió Nelson con su toque de humor, limando asperezas.
– No hombre, ¡que jartera!, por estar arrancando
trabajo horas extras, pero estoy mamáo, renuncio–, sen-
tenció muy decidido Hernando.
– Que otro le saque sopas de cebolla después de las
dos de la mañana a ese señor–, remató su determinación.
Ante la inesperada renuncia, ¡cruel deserción!, sin
alternativas, tendría que encargarse su ayudante de la
cocina, iniciando ese karma, en busca de un nuevo chef.
[224]
NORMAS Y FORMAS
Normas, era lógico que estableciéramos como esa
mínima petición de prestancia, la exigencia al uso del
paltó o chaqueta en “La Toccata”. Muchos citadinos se
negaron a visitarnos o retornar así trajeados; como gran-
des “cacaos” se sentían ofendidos por tal exigencia del
portero; norma criticada hasta por un artículo de prensa
en que su autor escribía, entre líneas, que el jazz “había
llegado a la ciudad de flux y corbata”.
Como sitio privado, para bien o para mal, nuestra
norma filtró la clientela en cuerpo y alma, esa noble cla-
se media que respondió a la musical oferta y servicios de
entretenimiento en general. Sobre el tema, el coloquio
era pan de cada día.
– Les digo una cosa, los ricos no cagan en pendien-
te–, discernía Peñuela.
– Vinieron como invitados y ¡chao!, qué va mis
socios, la clase media es la que cuenta, la que mueve un
país–, filosofé.
– ¡Y los furtivos!, los que mueven las carajítas–,
agregaba Nelson con cara de solterón no cómplice.
– Y a propósito, ya se llevaron los cuatro sacos que
aportó don Rodolfo para prestar a los clientes–, alertaba
Patrocinio.
– Algún día entrarán en camisa o en franela–,
vaticiné.
“TOCCATA” AVERIADA
A un mes de actividades, tanta influencia negativa
rondando tan envidiado sitio averió nuestro bajel de ilu-
siones, lastimoso percance que vino a ensombrecer el irra-
[225]
diar de entusiasmos. A mi “Toccata” arribo al mediodía
de un martes y me encuentro de porteros, con desencaja-
dos rostros, a Virgilio y Peñuela.
– Don Rodolfo, cerramos hasta nuevo aviso–, me
dice Patrocinio.
– Nos pasó una gran vaina compañero–, habla
Virgilio trémulo, aterrado.
– ¿Licencia de licores?–, pregunto.
– ¡Se hundió el techo!–, exclama Virgilio.
– El cielo raso, querrá decir–, dije optimista, aún.
– Cielo raso y techo de asbesto–, aclara Patrocinio
con gran desazón.
Montándome en la gran barra del piano bar, entre
los escombros del cielo raso observé aterrado el derrum-
bado techo con esas cerchas retorcidas que no aguanta-
ron tanta carga, incluidos los pesados ductos del aire acon-
dicionado.
– Qué desgracia, y ¡qué suerte! que no sucedió un
viernes por la noche–
– Hubiese sido nuestro debut y despedida–, rematé
el quejoso coloquio.
“Cerrado por reparaciones”, fue la sutil excusa a
los extrañados clientes. Por precaria fortuna, el acciden-
te no trascendió ni escándalo fue.
– Los envidiosos estarán ligando el cierre definiti-
vo, ¡cabrones!–, rezongaba Patrocinio.
– Los que tiran piedras al techo desde la plataban-
da del centro comercial–, acusa alguien.
– Los mesoneros del restorán de allí–, agrega el
mozo que nos pedía trabajo.
[226]
Tras severas experticias, amigos de Fuentes y pro-
pietarios de una gran empresa metalúrgica, reforzando
vigas y apuntalando reconstruyeron el techo con láminas
livianas de acerolit. Ni el que cuenta la historia, ni los
técnicos del aire acondicionado, previeron el sobrepeso
que se colgó de las frágiles cerchas.
Manel actuó en positivo, una vez más, en su papel
de socio capitalista, logrando el pronto apoyo de la em-
presa Pellizzari; trabajos de reconstrucción a crédito, pa-
gable con facturas de consumo; deuda esta que jamás se
cubrió pues sus ejecutivos no eran dados a las francachelas
y comilonas en grande.
“GUATAQUEROS”
Visité Caracas diligenciando el pago demorado de
mis prestaciones, tanto del trabajo nocturno de músico,
como el de dibujante, en el día, en el ministerio. En com-
pañía del cuñado Guillermo nos acercamos en la noche
al “Juan Sebastián Bar”.
Sentados en la barrita de la rancia tarima, disfruté
de añoranzas oyendo al “negro” Oscar Maggi, su ahora
pianista, allí sonando con su trío temas de la molienda;
nada nuevo, ni música ni actores, salvo el tocar con el
alma, virtud de nosotros los músicos de bares.
– ¿Y no preguntan por Virgilio?–, inquirí al cuñado.
– ¡Mierda es lo que hablan de él, de nosotros!, cla-
ro, la comidilla de los músicos–, me confía Guillermo.
– Hasta un periodista de espectáculos escribió que
la “guatáca” se fue del “Juan Sebastián Bar”–, comenta
molesto.
[227]
– Guatáca ¡pero valíamos!, y vendíamos–, advertí
garboso.
– Y con tan poco estudio, bastantes satisfacciones
que nos ha dado esa guatáca–, rematé certezas.
Guatáca o tocar de oído, ese don con el que hici-
mos del “Juan Sebastián Bar” el punto de referencia de
la buena música, con un Virgilio Armas y su dominio
pianístico aún no superado en fortaleza y sonoridad; y el
haber sido su bajista me honrará siempre.
Guatáca privilegiada que llevó a que compararan a
Virgilio con un autodidacta Erroll Garner; con un técni-
co como Oscar Peterson; con un Noro Morales, recreán-
dose con esa inmensa gama de boleros, chachachás y
guarachas; tocar a lo Damiron era pan comido si la opor-
tunidad lo exigía para sonar un “Piano merengue”.
Guatáca, don divino con el que hicimos carrera
musical, dejando funcionando y produciendo elitescos
sitios en esa difícil y epicúrea Caracas, y para pasar a ser
amos del mejor sitio nocturno, en su clase, de nuestra
comarca andina.
SISMOS
Cual “Ave Fénix”, “La Toccata” retomó vuelo tras
sanar de sus heridas y para enfrentar una nueva prueba
de fuego en menos de quince días con sus noches. En
pleno lucimiento, 11 p.m., Lloyd Wellington retumbando
sus tambores estaba ante la ávida audiencia cuando aquel
resonar se multiplica con el tétrico y aterrador bramar de
un remezón; un sismo de esos que dejan huellas.
La embriaguez del solo de batería, ese repiquetear
de la prodigiosa zurda trepidando tambores se trunca tor-
[228]
nándose lo ameno en ambiente de pánico. El chillido de
las fans, estalla.
– ¡Calma señoras, tenemos construcción
antisísmica!–, atiné a improvisar por el micrófono tan
piadosa mentirilla.
– Salgamos en orden al estacionamiento–, pedía
Virgilio.
Aquel cielo raso crujiendo y un polvillo cayendo
sobre el auditorio, arreciaba el caos; despavoridos clien-
tes brincaron sobre butacas y puff, tumbando mesitas con
sus vasos y botellas, todo en histérica desbandada.
– Patrocinio, coño, vaya afuera con las cuentas y
cobre de una vez–, pedía Nelson con otro motivo de terror.
Retomamos la sonoridad del trío en busca de rela-
jar la gran tensión; de repente, un nuevo temblor de me-
nor intensidad alejó a los más valientes rezagados para
“el del estribo”.
Montados en aquella tarima, en su bamboleo, lo
recuerdo como aquellas escenas de algún film sobre el
barco “Titanic”, con sus músicos tocando en plena trage-
dia. Igual, estoicamente soportamos los socios las perdi-
das, las cuentas por cobrar de clientes que desaparecie-
ron en la estampida.
Al filo de la aurora subí al apacible pueblo dormi-
torio, Palmira; aquel fuerte remezón, entre la gélida ne-
blina no fue suficiente para profanar la rigurosa soledad
de sus calles. La fiel amada reclamó por mi álgido des-
cuido de no llamar o subir para saber de ellos.
[229]
insistir en la consolidación de nuestra “Toccata” y ante
esa realidad en el pulsar de certezas y superado el “boom”
de la novelería.
Se trataba de un negocio no de feria, que debía ser
de atracción todo el año. Sincerar gastos fijos sería prio-
ridad y manteniendo nuestra esencia: el talento vivo, cosa
atrevida para colegas empresarios del espectáculo.
– Qué desperdicio de tan exquisita música–, repe-
tiría Nelson Gotera, ese gran amigo propietario, junto a
su hermano Néstor, de restaurantes y una popular
discoteque.
“MENEATA”
La “meneata”, como lo sugería un gran habitué, se
hizo una exigencia ya frontal y permanente. Tras un dila-
tar de lo inevitable llegó el festivo ambiente con la insta-
lación de una pistica de baile; imprescindible para
reactivar la facturación lo era ya, la fulana “meneata” y
sin obviar el beneficio a los furtivos y al arrime en el
penúltimo compás de tocatas y fugas.
Amos de la nocturnidad nos sentíamos en esa luju-
riante bohemia, más ahora, estrenando tablao de
[231]
bailadores y ese diferido sonido de rumba brava. En el
rondar de noches, prestos al requiebre y rijosidad de la
hembra, cual dandis de parroquia estábamos y en averno
grande.
El socio Villasmil me pide hacerle la segunda con
una de sus acompañantes. El desenfadado coloquio di-
luía el hielo.
– Quisiera bailar–, sugiere Nellyda.
– Echa una monedita aquí–, le enseño el bolsillo
bajo la solapa.
Baile y estrechar de materias, cachondo efecto su-
man. Otro chocar de copas, susurros baladíes y la procáz
sugerencia.
– Bebimos, comimos, bailamos, ¿y ahora, nos fu-
gamos?–, propuse no muy convencido, como pulsando
eventualidades.
– Vamo pué, y antes que me arrepienta–, fue la po-
sitiva y hasta inesperada respuesta de aquella Nellyda,
de armas tomar.
Mi socio y Emma, su otra invitada, mudos y con
cara de sorpresa quedaron con la obra en escena: “Meneata
con tocata y fuga”. Tan popular y espontánea pieza, para
dos instrumentos, tendría sus variantes cuando de una
“prima donna” se trataba.
En el transcurrir, en esa polichinela, cual protago-
nistas del teatro de la vida, por nuestro redil se aparece, y
al vaivén de unas “Aguas de marzo”, la hembra revela-
ción para muchos soles y lunas. En este, mi cavilar de
ermitaño, es de añorar su cálida apostura, con esa sensa-
ción de paz al dialogar y en su inteligente parlamento.
Anakarina, la enigmática mirada, el hermoso y fresco
[232]
rostro, las marmóreas piernas para el pernoctar de la sen-
sual fantasía, resultaría, ella, todo un bolerote imposible
no ser tocado por un músico de linaje.
Anakarina, la del refinado toque de estirpe andino
con su sortilegio del recato y la sensatez, un pausado y
romántico enamorar a fuego lento se merecía. Como can-
ción de moda de mis cuarenta eneros, cuando la vida co-
mienza, llegó ella con la tentación de un embriagante
comulgar de intimidades y en el sumar de confidencias,
de esas que comprometen. Robando soledades, cual
furtivos ladrones del sol y la luna, armonizamos.
DÍSCOLO PIANISTA
Con ese despilfarro de exquisita música y servida
por un trío fuera de serie, se nos fue año y medio así
como por inercia, en esa secuencia de soledades, con una
economía de la supervivencia y en el diario añorar de los
colmados aforos de la gran Caracas, en donde debería-
mos estar.
Asperezas y reclamos no faltaban, entre los socios
de oficina y los del mundano oficio; esta vez, Virgilio,
cual díscolo pianista, iniciaba ya su desgano, su descuido
a la magna obra, motivando reclamos en la noche de un
viernes y con un lleno a reventar.
– Increíble que abandone el negocio en una noche
como ésta–, se quejaba Nelson Rivera en el colmado es-
tacionamiento.
Retornó al rato el bizarro galán; allí mismo, entre
el fragor de motores, es abordado por Rivera y Villasmil.
– Coño Virgilio, o las carajitas o nuestro negocio–,
lo emplaza Nelson.
[233]
– Coño, esa música y la bailadera me arrechan–,
una excusa al desvarío argumentaba el galante bardo.
– Pues esa rumba ha multiplicado el ingreso por
caja–, advierte Anselmo y muy catedrático.
– Tarde, pero el baile ha mejorado las ventas y sin
quitarle méritos al trío de jazz–, remata Rivera y retirán-
dose.
Lamentablemente, para Virgilio, la permanencia en
“La Toccata” se dificultaba entre líos de faldas, propios
del procáz oficio. No obstante la experiencia de tantos
años de noctámbula, la procesión marchaba por dentro
hasta que salió afuera con su séquito de inoportunos con-
flictos.
– Nelson me tiene arrecho, ya estoy viejo para que
me estén regañando–, se quejó Armas compartiendo un
trago del estribo.
– Coño Virgilio, con carajitas todos tendremos un
enredo, ¡pero no tan notorio!–, advertí sabio.
– Uno se jode y no toman eso en cuenta–, reclama
Armas.
– Si a eso vamos, bastante me he jodido yo desde el
primer bloque que pegamos–, le advertí.
– Además, la idea es quedarnos solo tres con el ne-
gocio, con Nelson podemos consolidarlo–, lo animé.
Había sido aquella noche, y de luna llena, otra de
gran trajín y en que, en los descansos de entre sets, ayu-
daba al portero en el acomodo de vehículos; por mi
“Toccata”, por esencia, estaba en todo, pendiente entre
talento vivo, baños, depósito, estacionamiento; y corrien-
do entre tarima y caja registradora, años adelante.
[234]
VIRGILIO SE MARCHA
Limitadas nuestras aspiraciones monetarias, dado
el pesado fardo de la deuda desde el arranque, Virgilio
llegó a su llegadero desapareciendo de escena, de la obra
en cartelera.
Entre “dimes y diretes”, larga resultaría la retahíla
de comentarios en la oficina de “La Toccata”, entre los
involucrados socios, al ir palpando las consecuencias de
tan desagradable deserción; anonadado me sentía, y como
siempre, con esa sensación de que siempre tenía yo más
que perder que Virgilio, no obstante, tuve arrestos para
motivar el inmediato resuelve.
– Bueno, Nelson Rivera, el show debe continuar,
agarre ese piano como en sus buenos tiempos–, exigí al
inactivo músico.
– Ya hallaremos reemplazo o refuerzo–, vaticiné
en positivo.
Pasados unos días don Luis Armas, con su gran
nobleza, nos visitó pidiendo disculpas por las
intemperancias de su hijo, confortándonos y con la pro-
mesa de que pronto nos lo traería.
A seis meses de su partida reapareció Virgilio con
noticias de su nuevo trabajo, no musical y de éxito, lu-
ciendo un costoso vehiculo. Un noble gesto fue el ceder-
me sus acciones, su 20%; valores que distribuí entre los
socios avales de obligaciones por él no honradas. Cance-
ladas sus deudas con parte de las acciones, todos felices
y contentos quedaron sin más amenazas de enquerellarse
con Armas. La vida y el show continuaron.
[235]
NELSON RIVERA, PIANISTA
Les cuento que Nelson Rivera, el imprescindible so-
cio en esa aventura llamada “Toccata”, pudo haber sido un
músico fuera de serie, de altos quilates, con ese su excep-
cional talento y trato de fino pedigrí en el labrar de arpegios.
Nelson como reemplazo de Virgilio, con mesura y
buen gusto, piano piano iría lontano, con esencial y me-
lódica prosapia. Nota a nota disfrutaba la expectante ex-
periencia en esa escuela de la vida, la del noche a noche
sentado al piano y en club propio. Positiva revelación la
de Nelson como exquisito pianista, realidad que disfruté
palpando progresos y en breve lapso, todo ello gracias a
sus básicos y académicos conocimientos; pulir aquella
gema no llevaría mucho tiempo.
Definitivamente, músico compositor, arreglista y
director de respetada batuta ha podido ser Nelson, suma-
do a su sólido y casi tiránico carácter para enfrentar dis-
posiciones.
– Lo mejor de Nelson en “La Toccata” ha sido su
desempeño como pianista–, sentencié en más de una opor-
tunidad.
Nelson Rivera llenó el vacío en el justo momento y
en el sitio indicado, esa tarima de mis desvelos. Wellington,
baterista estrella que decía sufrir al comienzo, luego reco-
nocería los progresos de un Nelson con tanto linaje.
GRITOS Y SUSURROS
–¡Ahí están, desgraciados!–, gritó la joven señora a
su compañera.
Corriendo hacia la mesita del fondo, del piano bar,
arremetieron contra el par de galanes y sus acompañan-
tes de furtivéz. Mi inspiración en un solo de contrabajo,
[236]
truncada fue por tan imprevisto alarido; a Wellington cedí
los siguientes compases para un solo de batería que ani-
mara el jaleo. A carterazos les cayeron, volando anteojos
y hasta un peluquín. Las bellas acompañantes lograron
correr hacia la puerta de salida; al estacionamiento lleva-
ron el zafarrancho.
En otra festiva noche, al borde de la gran barra, el
tocayo Carreño disertaba de política y matizada su aren-
ga con el volumen del equipo de sonido.
–Porque los adecos son unos “coño e’madres”–, gri-
taba en el justo momento en que enmudeció la música.
–¡Y los copeyanos también!–, añadió para el remen-
dar del capote.
Miradas de aprobación y reproche sobraron en el
entorno; el oportuno voltear del cassette por Villa, el siem-
pre competente mesonero, y el reinicio de la música di-
luyó el percance, un “se me chispoteó” que celebramos
por lo simpático del caso.
Y, como de festiva nocturnidad se trata nuestro
anecdotario, en otro acostumbrado e irreverente operati-
vo policial, amenazaban con llevarse detenida a una lin-
da adolescente, menor de edad, allí en la barrita de la
tarima.
– Señor agente, ellas son mis hijas y estamos en el
restorán–, intervine con aplomo y en un virtual salvamento.
Acomodé a las mozuelas en el comedor mientras
mis socios cotorreaban al cazurro policía hasta la salida
y con el cuento de que el señor gobernador frecuentaba
nuestro restaurante.
– Ay, señor Rodolfo, usted si que es el padre que
nunca tuve–, insistía la bella y espigada gacela,
agradecidísima por mi oportuna intervención.
[237]
– ¿Hija putativa o “puta viva”? –, insistiría
indagante el socio Villasmil.
– ¡Sátiro!–, me llamó Nelson luego que despedí,
con mil besos, a las carajitas.
Pasada una de tantas medianoches, regresábamos
de cumplir en la Toccata, Nelson y yo; en el edificio resi-
dencial vivíamos repartidos en pisos tres, cinco y seis.
En el pasillo oímos un equipo full volumen; un disco de
Jaime Llano González y su órgano saturaba escaleras.
Obvio, todos los socios, incluido Villasmil, estábamos
involucrados y dedicados, de algún modo, a la misma
amante: la música.
–Que vaina, Anselmo ahora le ha dado con ese vo-
lumen tarde de noche–, se queja Riverita.
– Y campaneando su penúltimo “on the rock”–,
agregué.
– Ah!, y le da por tocar su acordeón–, complemen-
ta Nelson
– Será que se entrena para reforzarnos en la tari-
ma–, agregué, irónico.
Acordamos echarle una vaina al socio Villasmil.
Redactamos, desternillados de risa, un oficio a nombre
de una supuesta ‘junta de condominio’ reclamando por
escándalo y alterar la convivencia y buenas costumbres
en el edificio. En un sobre, deslizamos bajo la puerta de
su apartamento el “reclamo”.
No más música con alto volumen ni ensayos con el
acordeón; solo susurros. Como a los dos años le conta-
mos al querido socio la muerganada. Reímos por largo
tiempo.
[238]
CAPÍTULO IX
PRIMA DE COCO
En la constante brega por superar aquel karma de no
tener en “La Toccata” un buen chef de cocina, por una
ventura del destino, Anselmo Villasmil contactó a una afa-
mada cocinera italiana que recién había retornado a la ciu-
dad y que vendría a nutrir con creces este capitulo de nue-
vas novedades en tarima y cocina, la esencia del club.
Un breve pero fructífero cruce de impresiones so-
bre los pro y contras del negocio, nos llevó a un virtual
acuerdo; doña Prima de Coco se comprometió a encar-
garse de la cocina de “La Toccata”; sus condiciones fue-
ron aceptadas no obstante lo leoninas que resultaban. Toda
una regalía, renta muy baja, un comedor con el talento
vivo del piano bar; los licores serían, eso si, exclusividad
nuestra. Bueno o malo, era para gritar ¡albricias!
– Hasta de gratis le hubiéramos dejado ese karma–,
– Ese desaguadero nos estaba descapitalizando–,
– Y eliminarlo, ni pensarlo–,
– Ese comedor es el toque de decencia del sitio–
[239]
Entre otras, éstas serían nuestras asociadas expre-
siones.
Sopesando certezas a mediano plazo, nos recon-
fortaba que el repunte de “La Toccata”, tras años dando
tumbos con ese restaurante, fuera esperanzador con su
gran recuperación; ese nuevo menú italiano resultaba, para
propios y extraños, exquisito y de precio solidario.
Con Prima, esa luz al final del túnel hallábamos,
ese éxito un tanto diferido; nuestras arcas tomaban un
segundo aire. Hasta en los días domingos abrimos
alternándome con Nelson en la caja registradora, com-
partiendo ahora el disfrute de ese constante “ring”.
– Don Rodolfo, estos son mis mejores días con este
trabajo–, confesaba sin egoísmo ni recelos, doña Prima.
– Igualmente para nosotros, ¡maravillosos!–, reco-
nocí, igual francote.
Toda una antología podría escribir sobre la enérgi-
ca madonna y su positiva labor. Prima, vigorosa, dando
órdenes en su cocina, era un alegre trinar; su energía,
agilidad y prestancia hacían honor a su fama.
JOHNNY BENEDETTI
En la medianía del fructífero año con Prima, nos
visita un personaje de la noctámbula caraqueña; refinado
moreno de sutil hablar buscando refugio en Los Andes.
– Les dejo este “demo” para que lo oigan–, nos dio
su cassette.
– Contratamos en base a presupuesto–, advirtió
Riverita.
– Les hago hasta imitaciones–, especificó con su-
surrante dicción.
[240]
– Raphael, Julio Iglesias, Sandro, etc., todo por el
precio de uno–, ofreció con simpatía.
Dado que Nelson decía necesitar un descanso como
pianista, luego de oír el cassette, unánime fue la decisión
de contratar a Johnny Benedetti. Dimos vacaciones lar-
gas a Nicolás Porras, nuestro baterista desde la ida de
Wellington.
Se inició Johnny, con lo que resultó un exquisito show,
tocando de jueves a sábado; en ocasiones lo acompañaba
con el contrabajo y para mantenerme en forma. Johnny co-
paba la escena con gran profesionalismo en ese tránsito de
gran bonanza con doña Prima de Coco en la cocina.
Aquella primera estadía de Johnny en “La Toccata”
fue corta; difícil le resultó consolidar otros trabajos
alternantes y a pesar de las oportunidades que le dimos,
siempre que no descuidara nuestra tarima, por aquello de
asar dos conejos a la vez.
– Retorno a Caracas, pero si regreso, espero que
sea a “La Toccata”–, nos prometió.
Meses mas tarde retomó nuestra tarima el seductor
vocalista, mejor equipado, con varios teclados y equipos,
arsenal que le permitiría matar dos y tres tigres por no-
che. Los conejos empezaron a quemársele.
A pesar del esmero que poníamos en mantener el
talento vivo como esencia del sitio, nuestra economía se
lastimó con la apertura de una lujosa y privada discoteque;
no escapó a la novedad. La sofisticada “Chanel” arrastró
mucha de nuestra clientela. Dura, se ponía la cosa.
Fuentes, en su fatuidad monetaria, nos amenazó
con buscar nuevos socios y convertir “La Toccata” en
otro club privado; ya éramos su compañía equivocada.
[241]
– ¡Qué vaina, asociarse con limpios!–, se quejaba
con sutil humor negro.
“GRUPO TOCCATA”
Con esa riqueza del talento que nos legó la madre
natura, retomamos la actividad musical; con el estimulo
de Prima de Coco y su éxito gastronomico, un nuevo aire
tomamos ensamblando el que llamamos “Grupo Toccata”.
Comprometiendo a un gran músico, Julio Flores,
sonando un saxo tenor que enaltecía la prestancia de una
tarima de lujo; contando con el siempre voluntarioso Ni-
colás Porras en la batería; con un Nelson Rivera al piano
y este que cuenta la historia al contrabajo, el “Grupo
Toccata” se hizo sentir.
– Nelson, le cuento que nos quieren contratar para
unos tigritos–, nos animaba Nicolás.
– Nada de matar tigres fuera de casa–, advertía
Riverita en su prudencia.
– Bueno, ¿y si nos pagan bien?–, asomé la opción.
– Que vengan a celebrar aquí y con descorche a
buen precio–, sentenciaba Nelson con gran lógica.
Innegable que el éxito del grupo descansaba en su
solista estrella, Julio Flores y quien llegaría tan lejos con
su sabiduría; Julito, en esos días que enriqueció nuestro
piano bar, iba y venía, una puerta tenía siempre abierta.
Con frecuencia reforzaba nuestra propuesta ese otro
gran talento, el guitarrista y gran jazzista Carlos Eduardo
Arellano, fructífero insurgente de la música impresa pu-
blicitaria y con mucho éxito.
[242]
GRABACIONES
Plasmar en vivo la agradable sonoridad del “Grupo
Toccata” fue idea requerida para un especial en una emi-
sora local. En común acuerdo con el entonces director de
la Radio Cultural, vinieron sus técnicos para forjar, en
cassette, un programa de una hora.
En aquella tarde de grabación, Riverita nos sorpren-
dió con sus habilidades, de saltar raudo la barrita del pia-
no y para ir a sentarse, muy galán, junto a la bella locuto-
ra y animadora del programa radial que nos proyectaría.
Anabel, de apasionada expresión y sortílego roman-
ticismo en su aura, toda esa hipnosis de mujer ideal, da-
ría al traste, mas adelante, con el pragmatismo de un sol-
terón alérgico a logros nupciales.
– Señoras y señores, ¡Toccata en concierto!–, anun-
ciaba la seductora voz.
El irradiar de aquella, nuestra música, con aplau-
sos incluidos al final de cada tema, en la programación
de la Cultural se repetiría en horarios nocturnos; una opor-
tuna publicidad y sin costo alguno. Indudable que la ra-
dio nos significaba un pretencioso alternar del “Grupo
Toccata” con afamados del idioma universal, todo ello,
honrados con la exquisita sonoridad del saxo de Julio
Flores.
Pasados unos meses Carlos Eduardo Arellano, ese
genial guitarrista que se iniciaba con su estudio de graba-
ción, tomó la iniciativa para una nueva impresión en vivo,
y dado el éxito del primer cassette que obsequiamos a los
más asiduos habitúes. Carlos Eduardo movilizó lo portá-
til, incluida su guitarra, logrando un trabajo de muy ati-
nada ecualización de digital sonido.
[243]
El virtuosismo de Carlos Eduardo; el arte de la ex-
celencia de Julio Flores; un Nelson Rivera bruñido cada
noche mas con su piano; un Lloyd Wellington que por
casualidad nos visitaba y tomó la batería; otro gran ami-
go, el ingeniero Antonio Narváez de regreso del Brasil,
con su melodiosa voz; tan espontáneo “collage”, plas-
mado quedó.
Oyendo aquel cassette, entre criticas y elogios, re-
tuve el halago y viniendo de un gran músico.
– Rodolfo es un muro, no deja pasar nada–, comen-
taba Carlos Eduardo sobre mi acertado acompañamiento.
CARIOCAS
Visitaron nuestra ciudad excelentes músicos que
acompañaban a la famosa vocalista brasilera Eliana Pitman
en ese fin de semana. Del Hotel El Tamá los movilizamos
a nuestro piano bar, invitados y casi secuestrados; la diva
dizque quedó furiosa en el hotel cuando se enteró del esca-
pe de sus músicos a un club de jazz de la urbe.
El baterista, uno de los tres músicos cariocas que
se animaron a acompañarnos, hablaba muy fluido el cas-
tellano; por casualidad tocayo era de su paisano, el gran
Milton Banana.
– Maestro Milton, así sea en una servilleta, me deja
escrito un ritmo muy brasilero–, pidió Nicolás.
– Ese del “Magdalena” del Zimbo Trío, a dos o que
llaman balance–, insistió.
Compartimos un par de horas con los cariocas; Ri-
vera apuró el regreso al hotel cuando uno de ellos sugi-
rió algo tóxico. Eso si, Nicolás pudo disponer, en im-
provisada partitura y sobre una servilleta, del ritmo ‘ba-
[244]
lance’ que vendría a enriquecer su trashumante rebaño
de parches.
OPERACIÓN CÉDULA
En otra de esas batidas, llamadas ‘operación cédu-
la’, razzias de las que no se salvaba nuestro club con todo
y lo elitesco que podía ser, el socio Riverita fue sorpren-
dido y mancillado en su estirpe al llegar de dar clases y a
cumplir con su misión pianística. Ingresaba Nelson al
piano bar cuando allí, en la penumbra fue empujado ha-
cia la pared por estar circulando, en su derecho, entre el
piquete de policías.
– ¡Ciudadano, su cédula!–, le exige un agente.
– ¿Por qué me empuja y me grita?–, reclama Nelson.
– Mi capitán, éste como que está ‘alzao’–, acusa el
policía, mas susceptible que su victima.
– Pues métalo en la patrulla–, ordena el burdo oficial.
– Que en el comando nos enseñe cómo hacer un
operativo–, argumentó el desafuero.
Sin poder mediar los presentes, Nelson fue intro-
ducido en una patrulla policial; Marco Aurelio, hermano
de Riverita, despotricaba del oficio de su fraterno, más
que del operativo. Dos diputados amigos que llegaban
iniciaron contactos con la gobernación del estado.
– Calma que el coronel Carrizo ya está al tanto de
la situación–, nos serena un diputado.
Pasaron como dos horas de espera hasta que retor-
nó la ‘jaula’ policial con tan preciado pasajero; eufóri-
cos, entre vítores y aplausos, recibimos al noble socio.
– ¡Que bolas!, me enjaularon con putas y
malandros–, narraba Nelson entre sorbos de escocés.
[245]
– Me identifiqué como profesor universitario y las
puticas decían que me cuidarían–, detallaba.
– ¡Ay, tan lindas!–, agrega Nicolás al negro humor
en pauta.
– Por instrucciones desde el comando, y que oímos
por la radio, me pasaron al puesto junto al conductor–,
– El policía chofer me decía que ese capitán de la
guardia estaba loco, que era un “coño e’ madre”–, narra-
ba Nelson entre sorbos y suspiros.
– Nelson debería vender esta vaina–, insistía Mar-
co Aurelio como urgido de un socio para sus proyectos.
Un famoso y muy leído poeta, en su columna de un
diario local, escribió sobre el suceso del abuso policial y
sobre el oficial generalizó como “aves de paso”, mas, sin
completar mi dictado:…”regando su estiércol por tierras
de noble estirpe”.
[246]
apoyando la idea de buscar otro chef y como socio. Con
Prima de Coco se irían, virtualmente, las mejores factu-
raciones del piano bar; matábamos la gallinita de los hue-
vos de oro.
CHEF FRANCÉS
Se logró contactar un chef de alta cocina en Cara-
cas, un bueno por conocer y de nacionalidad francesa. El
galo interesadísimo viajó a nuestra urbe y en esa primera
visita, captando el positivo movimiento del comedor, se
comprometió con la empresa incluyendo a su esposa e
hijos en el convenio.
En un acuerdo de altura, sin retaliaciones, sin dimes
ni diretes, como muy buenos amigos, Prima entregó la
cocina.
Simón Antón, el francés, inició su función de chef
apoyado en su mujer y una hermosa hija; una novedosa
‘cousine’ de sofisticado menú y rimbombantes nombres.
Altos precios alejaron, de entradita, a parroquia-
nos acostumbrados al solidario menú de bajo costo de
Prima. Novedoso igual, con esa luz tenue y romántica,
nuevos manteles y presentación, con una lamparita de
corto velón de centro mesa, lucía ahora el comedor a sus
comensales.
– ¡Está putísimo!–, comentó un asiduo galán.
– ¡Uy!, ordinario, precioso es lo que está–, corregía
su pareja.
– “S’il vous plait, mesié”–, llamaba ahora el galán.
En la fragua de las delicias, los gritos italos de Pri-
ma serían suplantados por la tosca jerigonza de acento
galo.
[247]
– ¡Coño, merde!–, retumbaba ahora en ese pasillo
a la cocina.
Nueva sazón, presentación, sofisticado ámbito, el
alza de costos y algo de miedo escénico, reducirían la
clientela.
PINTOR
Pinceles, oleos y lienzos completaron el arsenal de
la inquietud artística y en esos días de fecunda creación;
en aquella innata incursión en las artes plásticas para el
oportuno drenar, con solo mis recursos de dibujante arqui-
tectónico, una docena de pinturas al óleo elaboré, paisajes
e incluyendo dos desnudos que despertaron la intriga.
–¿Y quién es la modelito? –, ya era la curiosidad de
Anselmo.
– ¡Que vida tan dura mi socio!–, en su momento
exclamó Manel.
Y fue que allí en el comedor, donde funcionaba la
galería de “La Toccata” cual rincón de Montmatre y en la
que se ofrecieron constantes exposiciones de artistas re-
gionales y nacionales desde la apertura, me atreví a col-
gar algunas de mis “obras de arte”; el socio capitalista
ironizaba sobre mi pasatiempo y estilo de existencia.
– Muy ocupado te tiene “La Toccata”–, decía soca-
rrón Fuentes.
– Arte a tiempo completo, mi naturaleza–, le aclaré.
– Además, otras ocupaciones son regalía para la
empresa–, le puntualicé mis compromisos.
– ¿Con la modelito? –, insistía Anselmo con fino
humor.
[248]
¡MERDE!
Gran admiradora de nuestra música y de mis in-
quietudes ahora por las artes plásticas; toda ella bella con
sus ojos verdes, su piel canela y una dulzura a discreción.
Se rompió el hechizo en aquel recodo del piano bar y
truncando mi galante inspiración cuando en la penumbra
entre el bar y el comedor oímos un ¡merde!
– Rodolfiño, tengo que hablar con el francés, voy a
la cocina a cobrarle–, dijo Laura recordando que era la
proveedora con el frigorífico de su tía.
Cual impenitente galán la acompañé; lo que que-
daba de encanto, se tornó en fragua y trajín de comandas
con un chef ofuscado.
– Mesié Simón, le traigo las facturas–, dice Laurita.
– ¡Merde!, no es el momento para eso–, espetó su
enamorado francés.
Furiosa y presurosa, Laurita se retira; por el pasillo
seguí el empinado “pompis” que en fina sincopa se con-
toneaba tentador. Con Laura compartí solo un beso y dán-
dole casquillo al galo; era ella mujer para dedicársele a
tiempo completo, algo para mi imposible.
ALTA Y BELLA
Hilando fino en el evocar de la inseparable musa
de nuestros arcanos, la mujer, cómo olvidar la tórrida tar-
de en que por el tortuoso pavimento del estacionamiento
dos hembritas se acercan; la más alta, delgada y bella,
bregando con sus empinadas sandalias; la otra, poco de-
tallamos. A las puertas de “La Toccata”, con Nelson com-
partía curiosidades cuando hasta nuestro lado se acercan.
[249]
– ¿Será candidata a la feria?–, nos habíamos pre-
guntado.
– Buenas tardes, ¿el señor Rodolfo?–, me sorprenden.
– Venimos de parte de la licenciada Odalis, a ofre-
cerles publicidad en la prensa local–, explica la más baji-
ta y poco detallada.
– Por favor, pasen a la oficina–, invitamos.
Ante tanta belleza, no dudamos en encargarles la
ofertada publicidad. Al bar las invitamos. Riverita se sien-
ta al piano, galante, dando inicio al requiebre y mientras
un trago les ofrecía.
– “Gintonic” tomamos nosotras–, alertó la alta y
bella.
– Ayúdame a prepararlo–, busqué atraerla a mi lado.
Riverita al piano motivaba el histrionismo; ellas de-
clamaban y hasta cantaban desafinando sin recato alguno;
la alta y bella permanecía cordializando a mi lado en la
alta banqueta de la gran barra; música muy excelsa para
duras de oído; detalles que desanimaban. Nelson abrevió
cerrando el piano y dando por terminada la audición.
– Tenemos que ir a comprar licores–, fue la oportu-
na excusa para la despedida.
Impresionados quedamos con la alta y bella, con
su franelita, un hombro descubierto y esos pechitos que
decían desconocer un corpiño, salpicando como agua de
manantial. Una semilla a germinar esparcida quedó en
nuestro jardín. Minalba, como dijo llamarse, aceptó la
invitación para compartir allí, detalle que ignoraba
Riverita.
La noche es reina en el silencio del gravitar urba-
no; suave luz de luna alumbra ese, mi diario desplazar
[250]
por citadinas barriadas. A la hora de la cita, con el fres-
cor de una adolescencia en flor, acercándose a mi fordcito
lucía aquella niña, primorosa, toda ella en un collage de
esbelta gacela, fina yegua o simple hembra, destinada para
el compartir de la bohemia.
– Nos quedamos mudos–, atiné a decir con una
expectativa de adolescente.
– No sé de qué hablar apenas conociéndonos–, dijo
con el nácar de su sonrisa resplandeciendo en la penum-
bra de la cabina.
Apoteósico, aquel acceso por la pasarela natural
del piano bar; la bella con el sensual contoneo de sus
largas zancadas sobre altas zapatillas y una mini falda
que alargaba más esas piernas, en inesperada atracción
tornáronse. Portero, barman, mesoneros, y habitúes, un
alto hicieron para el pícaro y cómplice gesto de aproba-
ción. La muda comidilla y congratulación pronto
retomaron la palabra.
– Rodolfiño, ¡déjenos algo!–, bromea ya Nicolás
acomodando su batería.
– Coño “Goodyear”, ¿cómo lo hizo?–, pregunta
quedo el sorprendido Nelson y presto a sonar el piano.
– Con los coroticos del pesebre no se metan–, les
advertí con términos muy de Nicolás.
Lo que pudo ser algo de rutina, resultó toda una
novedad. En tarima todo era interrogantes con gestos y
observando a mi bella invitada; Minalba, con seductores
mohínes, sentada allí en nuestra barrita de tarima,
embelezaba el entorno con ese sortilegio renovador de
cuerpo y alma.
[251]
Contrabajo en mano, éste que escribe la historia,
orondo sonreía; tan especial noche me convertía en due-
ño del mundo, presto a una virtual obra maestra en esce-
na. Apurando la festividad, el bajo me sonaba con espe-
cial sonoridad.
– “Cuarenta y veinte”…–, con José José repetíamos
tan oportuna balada en el coloquio de nuestra barrita.
– ¿Y tienes mucho tiempo casado?–, indagó
pulseando posibilidades.
– ¿Y cuántos hijos tienes?–, se interesa en mis res-
ponsabilidades.
Con seductora franqueza respondí a sus
interrogantes y para que supiese a que atenerse, teniendo
en mi sólido hogar a la mujer ideal: esposa, madre y aman-
te. No obstante, en ese teatro de pasiones furtivas, sería
aquella como la primera noche del resto de otra vida.
Como dice la canción: “Ella pasó por ahí...”.
MARÍA MANUELA
A nuestra tarima arribó una grata bolerista, de cáli-
da y sensual fonética. En los ensayos nos hablaba María
Manuela de su vida y abrazando su bebé de dos años.
– Este carajito lo parí en una comuna “hippie”–,
confesaba de lo mundano.
– Fue mi pasantía saliéndole a la vida–, nos revela-
ba con nobleza.
– ¿Y las drogas, y las venéreas “hippie”?–, inquirí
impertinente.
– Nada de vicios y siempre fui sanita–, aclaró algo
incómoda.
[252]
María Manuela, con sus ojos de miel, un cutis aje-
no al maquillaje, nos embelezaba con su voz y sin obviar
aquellas portentosas piernas de oferta bajo ceñido panta-
lón licra y en un inevitable agitar de lascivias desde ese
primer ensayo.
Contratamos a la sensual bolerista para actuar los
fines de semana; el trío de planta: Nelson, Rodolfo y Cheo
Cárdenas, itinerante en la batería, apoyó el lucimiento de
su romántica propuesta. Meses adelante, el regreso de
Virgilio a la ciudad, y a nuestra tarima, abreviaría la esta-
día de María Manuela, dado que no congeniaron o musi-
calmente no se entendieron, cosa que lamentamos, por ella.
– ¿Cómo ensayarla?, si sólo estaba pendiente de su
carajito jodiendo debajo del piano–, salvaba su parte
Virgilio.
EL AMAZÓNICO
Con circunspecto humor llamó así Nelson Rivera
al menudo moreno proveniente del Brasil, vía Colombia:
el “amazónico”. Por “La Toccata” se apareció en su mo-
mento, Aldo D’Lima, quien nos sorprendió con una pri-
vilegiada voz de extraordinaria extensión.
De itinerante y tránsfuga destino era su superviven-
cia. Aldo y María Manuela coincidieron animando la ta-
rima de “La Toccata”, magnificando con boleros y bossa
novas la prestancia del sitio. Por lógica artística, Virgilio
si congenió con Aldo, en repertorio y carácter.
– Busco novia para casarme y quedarme acá–, in-
sistía el carioca en su jerigonza.
– ¿Y qué pasó con María Manuela?–, indagué datos.
[253]
– ¡Uuhh!, jé, jé, buenota pero no quiere matrimo-
nio–, nos confiaba pícaro sus fantasías.
Nelson Rivera, tiránico, por no soportarlo en pan-
tuflas de baño, al mediodía, allí, entre el bar y el restau-
rante, despidió de su trabajo en “La Toccata” al simpáti-
co amazónico.
DESLEALTADES
Ampliar el local y a riesgo de eternizar el déficit de
nuestro presupuesto, decidimos los socios de “La
Toccata”; esto, para un nuevo comedor y cocina, com-
placiendo sugerencias de Simón Antón el chef. En ese
perenne afán de novedades, ya con el acondicionamiento
del nuevo local casi a punto, se paraliza el finiquitar de
detalles y la pronta apertura.
– Está muy demorado el préstamo del banco–,
– Manel anda con evasivas para ese financiamiento–,
– Algo trama el socio–, comentaba y alertaba
Riverita.
– El señor Fuentes está endeudando el negocio con
el francés–, nos confía Wilermina, la muy competente
secretaria.
– Se lo lleva para sus fiestas privadas y el señor
Simón exige que le paguemos por aquí–, detalla.
Hilando rumores nos enteramos que la soterrada
traba para conseguir capital fresco y con el cual finiqui-
tar el anexado local, estaba en que el Manelito montaba
un nuevo restaurante con el francés.
– ¡Esos limpios no me dejan gerenciar, ni presidir,
ni dirigir, mis funciones en la directiva–, excusa, hasta
simpática, de Fuentes para la deslealtad.
[254]
Adelantándonos a los acontecimientos, con apoyo
de Anselmo y éste que cuenta la historia, Rivera encaró
al francés.
– Simón, por favor, previo inventario, ¡nos entrega
el restorán!–,
– Cerraremos el comedor hasta nuevo aviso–, sen-
tenció Nelson con su genio y figura.
Una señora cocinera muy recomendada, dejó su
cargo de chef en el “Tennis Club”” para encargarse de
nuestra cocina y con la condición de que era en calidad
de prueba; el habitué, bueno o mal gourmet, diría la últi-
ma palabra.
Imposible tapar el sol con un dedo; Manel nos hizo
daño, pasajero, con su nuevo restaurante; de aquella que-
rella dadora de enemistades, Nelson absorbería con ma-
yor frenesí el enfrentamiento. El refugio de la música
paliaba mis incertidumbres.
En un mediano plazo, veríamos pasar frente a nues-
tra “Toccata” el cadáver del fulano sitio personalizado,
craso error del Manelito, con el nombre de su chef estre-
lla. Los limpios aún gerenciabamos. En mis añoranzas,
sin un ápice de encono, guardo gran estima por el socio
infiel que un día nos brindó tan grande aporte para hacer
realidad nuestro club.
INTEMPERANCIAS
No faltaba por la mañana el “ring” “ring” que es-
tropeaba el relajar de la brega nocturna; Rivera, con au-
tócrata genio, desde su tempranero laborar de oficina,
nuevamente reclamaba.
[255]
– ¡Coño Rodolfo, párele bola al negocio!–, brama-
ba por ese auricular.
– ¿Y ahora qué?–, le preguntaba medio dormido.
– Siguen firmando facturas y otros se van sin pa-
gar–, me reclama.
– Coño, yo no cuadro caja ni cierro el negocio–, le
recordaba la obligación de su primo cajero.
En ese mediodía y como era mi norma, en esa ex-
tensión de la nocturna labor, me presenté molesto y sen-
tido por las intemperancias del querido socio; la muy
competente secretaria tenía que ser el fiel de la balanza.
– ¿Usted cree posible que yo esté saboteando el
negocio, como dice Nelson?–, planteo a Wilermina.
– ¡Ay, nooo!, qué ocurrencias señor Rodolfo–, ex-
clama nuestra secretaria.
– Es verdad que el karma de las deudas, con tanto
despilfarro, ha sido desde el arranque estresante–, recordé.
– Pero eso no le da derecho a Nelson a descargar su
impotencia ofendiendo sin querer queriendo–, agregué
pesaroso.
– Ay, es que, hasta don Luis lo ha estado llamando
del banco por esos pagarés, ¡que pena! –, advierte la fiel
secretaria.
– El licenciado vive nervioso con esas deudas de
nunca acabar–, casi lo justifica Wilermina.
– Dizque me tiene vigilado, ¡qué bolas!–, alerté.
– ¡Uy!, es que el licenciado se pone ladilla–, co-
menta Malula, la señora de la limpieza y con prístina in-
gerencia.
– Ni se acabarán los borrachitos y malas paga, ¡ni
las carajitas!–, sentencié con propiedad.
[256]
La sabiduría de tantos años en el ingrato oficio ayu-
daba a obviar quisquillosas situaciones como esa de la
tajante y torpe acusación de Riverita. ¿Conspirar contra
mi creación y sustento?; definitivamente, qué absurda
observación. El genio, la templanza y mesura de un sóli-
do carácter como el de mi querido socio, trastabillaban
en sus momentos de intemperancia y paranoia.
EXCELENTE ENSAMBLE
De la excelencia, aquel ensamble que armó Cheo
Cárdenas, uno de los más estudiosos bateristas que com-
partieron, ya con Nelson, ya con Virgilio, en nuestra va-
liosa tarima. Cheo, junto a Julio Flores al saxo tenor;
Miguel Chacón en el bajo y el novel pianista, Javier
Mendoza, nos deleitaron con una exquisita propuesta de
instrumentales y voces, incluyendo el acompañamiento
a María Manuela.
Tan portentoso grupo musical, con mucho pesar lo
retiramos, dado que, al enterarme de la inconforme si-
tuación de Virgilio en Barquisimeto, no obstante tener
allí un gran ensamble, lo llamé e invité a regresar con su
familia y a reincorporarse una vez más a nuestro sitio. La
única condición ‘a priori’ y por sugerencia de Rivera y
Villasmil, era la de menos jazz y nos hiciera un ambiente
de música comercial dado su extenso repertorio. Retor-
nó Virgilio.
En grande disfruté el retomar del oficio y con un
trío que me sonaba a gloria, a resurrección de pasiones;
sin duda que, con Cheo Cárdenas en la batería ¡que a
gusto tocaba mi contrabajo!, su soltura y seguridad de
metrónomo me brindaba gran confianza. Admiradores
[257]
como éramos del gran Stephane Grappelli, difícil me re-
sultó montar un programa especial de jazz con un novel y
muy talentoso violinista. Johnny Mendoza, con su eterna
y candorosa sonrisa, se excusó siempre.
JAZZ Y BOLEROS
Contratado fue el trío de Virgilio Armas para parti-
cipar en dos recitales en el “Teatro Juárez” de Barquisimeto.
Jazz y boleros sería la propuesta incluyendo una bolerista
de vieja data y organizadora del evento. En la calida ciu-
dad de los crepúsculos nos hicimos presente.
Previo ensayo, abordaríamos escenario con Lesbia
Espinosa, amiga y compañera de tarimas de nuestro pia-
nista desde su estadía allí en Barquisimeto y en que armó
un cuarteto de jazz con Santiago Baquedano en el saxo
alto; Gerardo Chacón al bajo y Lloyd Wellington en la
batería; y no dudo en la apreciación de Virgilio de que
fue su mejor grupo. Programamos y expusimos una pri-
mera parte de jazz y luego acompañábamos a Lesbia. El
trío estuvo a la altura de sus recursos, igual la bolerista y
la guitarra, todo excelente.
– Maestro, primer contrabajista que me impresio-
na y con esa música–, me halagó el excelso guitarrista de
Lesbia, un virtuoso compositor muy estimado por su pue-
blo larense.
Dos noches de escasa concurrencia y su descalabro
económico. Al final de tan especial compromiso, injus-
tamente terminamos pagando, con la chucuta paga reci-
bida, el hotel incluida la alimentación; dado que el com-
promiso era con gastos pagos de alojamiento y comida;
la de Cheo fue opípara.
[258]
Muy adelantado el retorno por la ígnea carretera,
al fin, una arepita de resuelve apuramos en Socopó;
Virgilio, molesto, siguió de largo y esperándonos en una
rústica venta de pescado, bajo frondosa arboleda y a ori-
llas del gran río Caparo.
Kilómetros adelante del desandar, a cornetazos espa-
bilé, desde mi fordcito, la modorra de Virgilio cuando su
Renault 30 ya mordía el borde de calzada rumbo a la cune-
ta; un hervido de pescado y el sopor, en acción estaban.
LA DETENIDA
En la cotidianidad en que furtivos actores éramos
del picaresco vaudeville, en la barra del piano bar, entre
escoceses del almuerzo, me confía un amigo profesor,
habitué del club, un telegrama recibido esa mañana.
– “Urge su presencia punto estoy detenida”–, reza-
ba la nota.
– ¿Será que me puedes acompañar al cuartel de
policía?–, invitó cauto y trémulo el profesor.
Nos recorrimos, indagando, los sitios indicados in-
cluido el Hospital Central. Negativo el procedimiento.
Insistí, y venciendo temores, fuimos hasta la residencia
de su intima amiga; allí apareció Martiña.
– Ay papi, al fin apareces–, exclamó.
– Como detenida te busqué desde la policía hasta
en el hospital–, advierte ya molesto el profe Villasana.
– ¡Ay nooó!, papi, detenida pero de la regla–, acla-
ra Martiña.
A nuestra barra retornamos y con la excusa de ce-
lebrar la feliz aclaratoria y reflexionando, entre el lúdico
[259]
tema, que son millones de posibilidades los que fluyen
en cada orgasmo.
– Y usted, “peluchito” del piano bar, cuídese de las
carajitas–, me advirtió el profesor.
Eso de peluche fue una observación como testigo
cuando una fan me abordaba melosa y comentando que,
tocando el curvilíneo contrabajo, ahí dormidito, acari-
ciándolo, lo mío era un orgasmo, observación muy co-
mún en la noctámbula caraqueña y ya citada.
BENNY RODRÍGUEZ
Tras la nueva retirada de Virgilio en busca de nue-
vos horizontes, esta vez en el oriente del país, contactamos
a un muy recomendado showman de la región. Benny
Rodríguez vendría, por suerte, a encumbrar nuestra regia
tarima.
– Siempre he querido cantar en “La Toccata”–, con
nobleza nos confesaba.
– ¡Cuenta con eso!–, finiquitó Rivera.
– No se arrepentirán, se los prometo–, se compro-
metió el bardo.
Benny, cantante y guitarrista de vieja data, nos re-
sultó espectacular, duplicando la asistencia en sus noches
de fin de semana y con ello, el consumo y la facturación.
Al fin nos regodeábamos, los socios, apostando a ganador.
Acompañado al bajo por su hermano Reinaldo y
en la batería, Carlitos Becerra, el popular “capilla”, otra
sonoridad invadió nuestro piano bar; la rumba se prendió
en grande. Benny ponía a bailar al más apático habitué
con una variedad que iba desde el “kasatschok” hasta el
último hit de moda.
[260]
La norma de los músicos, me incluyo, es cumplir
un horario y desaparecer de escena y con mayor razón no
siendo doliente de la empresa; Benny pudo ser la excep-
ción de la regla cuando me sorprendió con su propuesta.
– Perdón, Rodolfo, ¿puedo tocar otro set?–, inquirió.
– Usted es el artista y manda en esa tarima–, le re-
cordé.
– Es para complacer a unos amigos que ya pidieron
otra botella de güisqui–, advierte el noble bardo.
– Pa’ lante es pa’ llá, vamos que te apoyo con las
congas–, me uní a esa tanda extra.
– Rodolfo, te rebajaron del contrabajo a la
tumbadora–, detalló una bella e indecisa partenier sobre
ese, mi frecuente pasatiempo.
Al día siguiente, uno de esos sábados con sabor a
gloria y resurrección, no podía faltar el positivo coloquio
sobre la grata anécdota con el excepcional showman.
– Con Benny hemos tenido, en el bar, las mejores
facturaciones–, sentenciaba Wilermina, la fiel secretaria.
– Si Armas le hubiera puesto así, otro pudo ser el
cantar–, filosofaba Nelson.
– La vaina es que en ese trío, ninguno cantaba–,
defendí mi parte.
– Me refiero a horarios y repertorio comercial–,
sentenció el socio sobre lo indefendible.
[261]
rente de la inmobiliaria administradora de nuestros loca-
les, nos propone un socio para montar allí una tasca.
Don Ponciano Pena, simpático gallego, nos fue pre-
sentado; sobre la marcha dimos luz verde a su idea de
una taberna al mejor estilo de las instaladas en la Cande-
laria, Caracas. En ese gran salón anexo planificamos.
– Rodolfo puede encargarse del diseño y nueva
remodelación–, me compromete Nelson.
– Aquí en este lado iría la gran barra con acabados
de tasca–, ya les proponía mis ideas.
– Este arco central quedó ideal para el ambiente
que buscamos–, agregué.
– Lo invito amigo Rodolfo a Caracas para que trai-
ga ideas–, propone de nuevo don Ponciano.
Sin recelos acordamos poner manos a la obra y por
insistencia de Rivera, la taberna funcionaría en horario
diurno hasta las diez de la noche, cuidando nosotros los
intereses de “La Toccata”.
A Caracas viajé en unión de mi Palmirita; allí coin-
cidimos con don Ponciano quien nos guió por tascas y
sitios afines, de La Candelaria, en que era muy conocido
nuestro socio gallego. En una libreta tracé rasgos de lo
que podría ser la barra y el techito, las neveras, mobilia-
rio, el detalle de embutidos y cuentas de ajos y cebollas
colgando.
Nos fue presentado por Pena un mesonero, su gran
amigo y candidato a manejar la virtual taberna y con su
mujer de cocinera ayudante. Silvio Ramírez trataba de
asesorarme mientras compartíamos vinillos y bocados
propios del lugar.
[262]
– Ese señor Silvio habla muy confuso y parece un
robot–, en susurros ya detallaba mi Palmirita.
– Y que no llegue allá con su “sobaquina”–, advertía.
Pronto regresaría a casa, a poner en marcha mis
planos y dirección de la nueva remodelación; de nuevo
en otro reto la febril creatividad y el fino arte. El nombre
que propuse para el sitio fue aprobado: “La Taberna del
Sol”. En un alarde de confianza para con mi persona,
Pena me impuso como administrador.
– Podría armar aquí en la tasca un grupito–, co-
menté.
– Olvídese de la música, usted administrará ahora–,
casi me ordena, tirano, Riverita.
– Saldremos del paso con el socio Pena–, me co-
mentaría con precaria convicción.
– Todo quedó sobrio, pero, algo negativo ronda la
tasquita–, mordaz le confío.
– Negativo si llega a perjudicar el piano bar–, ad-
vierte Rivera.
– Es que ya siento que será como el patito feo–,
sentencié en directa alusión a esas reservas del socio.
[263]
validad entre los dos locales, y solo existente en la febril
imaginación de Riverita, hacía delicado mi cargo de ad-
ministrador, presionado.
– Hay que recuperar la inversión–, alegaba Nelson
en el arañar diario de la escuálida caja.
– Pero, Silvio pide reales para insumos, ¿y qué
hago?–, recordaba a mi socio.
Estirar el horario de la tasca hasta la medianoche
era mi exigencia desde el vamos, siempre en esa capta-
ción de clientes, mas Rivera nunca aceptó la propuesta
con ese temor de perder la cautiva clientela de “La
Toccata”.
– Nelson, sin querer queriendo, juega al fracaso de
la tasca–, advertí a Anselmo buscando apoyo.
– En cualquier momento entrego esa administra-
ción, Pena presiona a diario por las quejas de Silvio–,
advertí.
Definitivamente, Villasmil no terció para que
Riverita rectificara en su tozudo recelo que ya rayaba en
paranoia. Presintiendo el virtual cierre de la tasca, hice
contacto con Virgilio como en busca de esa tabla de sal-
vación y eterna amante: la música.
Nelson insistía en que me olvidara del mundano
oficio y pensara ahora como gerente, pero, ¿para gerenciar
qué? Recurría a Armas consiente de que sería cosa pri-
mordial, hasta mi puesta de sol, la música y el contraba-
jo; inútil me sentía fuera de una tarima.
[264]
renuncié a mi regencia. Las partes convenimos en cerrar
y poner en venta esa joya por pulir. Pena se asoció con
empresarios de su confianza.
Un veterano del ramo se encargó de la tasca y como
socio industrial; con un horario de once de la mañana a
dos de la mañana del día siguiente; incluso contrataron
talento vivo. Con creces duplicaron las ventas de “La
Toccata” y arriesgando mucho con créditos a discreción;
en nada menguó nuestra cautiva clientela y facturación
con ese horario nocturno al que tanto temía Riverita.
Vendida nuestra participación en la “Taberna del
Sol”, Nelson cambió el libreto con que me animaba ne-
gándose a cristalizar la compra de acciones a los socios
Fuentes y Villasmil, mi propuesta, y planteando alquilar
“La Toccata”.
– Coño Nelson, el piano y el bajo hacen la orques-
ta–, le recordé.
– Estoy cansado de esta vaina–, se excusa sin ocul-
tar desconfianzas.
– Pero usted me decía que deslastrados le veríamos
el queso a la tostada–, casi lo emplacé.
Con desfasado argumento, evasivas, machacando
sobre mi bohemia, las carajitas y más papista que el papa,
desarmó mi planteamiento de un Rivera & Buenaño.
Como por arte de magia habían desaparecido los positi-
vos vaticinios de un radiante mañana post tasca; Rivera y
Villasmil, deciden alquilar nuestro club
Arrendada fue “La Toccata”, y con opción a com-
pra, a doña Prima de Coco; vieja aspiración de la madonna
y como eran sus logros, con una renta nimia. Como pre-
mio de consolación, comisionado fui por los socios para
[265]
estar allí a diario, en la retenida oficina, como justificando
y como celoso guardián de la prestancia de esa “Toccata”
que inexorablemente veía perder, rondando por allí con
nimio salario, como haciendo menos traumático el des-
prendimiento de la cara creación. Todo se me iba. Amarga
verdad, del más al menos, de príncipe a mendigo.
– Y pensar que has despreciado virtuales socios–,
se lamentaba mi Palmirita, sentados allí en la barra y como
en un penúltimo degustar de un fino escocés.
– Lo que me queda es regresar a Caracas para olvi-
darme de “La Toccata”–, sentencié convencido.
Y era que Virgilio Armas, de su periplo por el oriente
del país había regresado una vez más. Propuse al eterno
compañero de oficio, retornar a la gran capital; a tiempo
estábamos de recobrar esa gran plaza caraqueña.
– No, compañero, traigo otros planes–, dijo cortan-
do mi inspiración.
– Me vine arrecho, obstinado de Gerardo y
Guillermo–,
– Muy buenos músicos pero ¡malcriados!, hasta
agresivos estaban–,
– Exigían ganar igual que yo–, remató su versión.
– Ya me enteré que los dejaste abandonados, que
¡desapareciste!–, sinceré mi información.
“FILO’SS”
Convencido de que Virgilio se quedaría en el pue-
blo, me llegué a un singular sitio del novel sector comer-
cial de la urbe, el Barrio Obrero; el “Filo’ss” resultaba
ser todo un collage de tasca, pizzería, rincón taurino, pia-
no bar, etc. Henry Sánchez, su propietario, estuvo de
acuerdo en una entrevista con Armas.
[266]
– Dígale que tengo ese piano cuarto de cola espe-
rando por un pianista y puede ser él–, ya vaticinaba.
Acordaron Virgilio y Henry, piano solo todas las
noches y un trío de jueves a sábado, incluyéndome con el
contrabajo y Ricardo “Richard” Wagner en la batería;
acuerdo que nos facilitó tarima por año y medio, para
hacer jazz y algo más, esto, hasta que oyéramos una me-
jor oferta.
Grata, la estadía en Filo’ss” con un auditorio más de
pueblo; noble por tratar de asimilar nuestra propuesta
jazzística; muchas parejas encopetadas se asomaban y no
entraban pues les resultaba muy chusma el sitio; a otros les
molestaba aquel olor a fritanga en el ambiente, aromita que
llevamos a nuestros lechos por muchas noches; no obstante,
obviando pareceres, que a placer nos sentíamos allí.
– “Señora bonita, yo siempre la sueño... y usted tie-
ne dueño”–, cantaba don Chucho Corrales y Virgilio to-
cando molesto con “Richard” por su modo irregular de
acompañar algo tan latino y básico como el bolero.
El repunte y estabilidad de la tasca “Filo’ss” fue
notorio con la presencia de Virgilio, su piano y gran ver-
satilidad, esto, para beneplácito de su propietario, siem-
pre solidario con sus artistas, virtud innegable. Las
féminas, siempre en noches de ronda tras sus bardos, no
podían allí faltar, claro. Duro pero llevadero, con el elixir
musical, ese devenir y sus contingencias. Dogma del acer-
bo. Lacerante a veces, el evocar del desbocado convivir
en el cachondo laborar.
Diferente teatro esa tasca “Filo’ss”, mas, el mun-
danal coexistir continuaba; aquella musical propuesta,
otrora de sofisticados auditorios, llegaba ahora al común
[267]
de la comarca. Sumando despechos a la pérdida de mi
magna obra, ahora, una de las locuras de mil desenfre-
nos, su dueño tenía.
En ese nuevo y pasajero refugio musical y de la
infaltable cuita, toda una madonna se acerca, allí en la
barra de las frivolidades. Minalba, con toda su hermosu-
ra bajo un traje de maternidad, sin perder su briosa pres-
tancia me aborda.
– “Señora bonita, yo amándola tanto y usted tiene
dueño”…–, le susurré, del bolero, ese fragmento.
– Te quiero mucho–, musita abrazándome.
– ¡Cuidado carajita!, recuerda que tienes marido–,
advertí, más por ella que por virtuales complicidades en
una ilícita e irrenunciable felicidad.
–¡Pá! –, me alertaba Henry, acusador sobre su pre-
ñez.
[268]
mejores postores y quienes continuarían su explotación
con ese ambiente de discoteque. Mi socio Nelson Rivera
lograba, en su derecho, ese gran objetivo como lo era el
recuperar un capital por cobrar allí acumulado.
ADIÓS
Adiós decía a mi obra como sabio utility; adiós a la
magra adversidad y el renacer de entre las cenizas.
Adiós teatro de polifonías jazzísticas, inveterado
sueño de la eterna renuncia; adiós candilejas del munda-
no vaudeville entre bardos y dueñas del plenilunio reno-
vando vidas en lechos de estrellas.
Adiós luciérnagas de otoño y mariposas veinte abri-
les en ese camelar de la bohemia; adiós locuras y el con-
cupiscente coloquio. Adiós a la miel y a la hiel, al agua y
el fuego, a sortilegios y certezas copartícipes de aquel
edén.
[269]
Blanca
CAPÍTULO X
EXPECTANTE MAÑANA
Un nuevo capítulo se abre en el deshojar de la va-
porosa y volátil supervivencia, vida ahora en la mareja-
da, al garete, con las reservas de un idealismo conformis-
ta y el romántico sentido de la amistad y lealtad y muy a
pesar de la tacaña reciprocidad humana.
Rematada “La Toccata” en ese mercado del
titirimundi, me enfrento ahora a una nueva crisis
existencial del expectante mañana. Dos décadas pródi-
gas de justa ventura para el sobrevivir, se esfuman con
las oportunidades.
Cincuenta eneros me arroparán pronto, dejando atrás
toda una bagatela de experiencias habidas con artesanía
propia, innata y productiva. Echar el resto en el etéreo
improvisar, cual tema de jazz, será el nuevo reto en escena
y con esa providencial frase del ¡Dios proveerá!
“GRUPO EMBAJADOR”
Con esa música nuestra de cada día nos instalamos
en la tarima del nuevo piano bar, área de diversión del
[271]
restaurante “El Embajador”, otrora “Chez Simón”, aho-
ra propiedad de la dinámica Prima de Coco. Como de
música bailable se trataba y por exigencia de la patrona,
atendimos su sugerencia y casi condición ‘a priori’ de
ensamblarnos con Johnny Benedetti.
Con el apoyo ahora, de Nicolás Porras en la bate-
ría, Virgilio Armas y quien escribe esta historia, se inicia
una grata experiencia. Como Prima dijo ¡nada de jazz,
solo popular, de baile!, archivé el contrabajo y adquirien-
do un bajo eléctrico Dixon, económico para el aprendi-
zaje sobre la marcha.
– Don Rodolfo, esa guitarra se oye mejor que el
guitarrón–, me animaba Prima, ella siempre en todo.
Difícil decidir a cual de las estrellas poner primero
en la marquesina y publicidad; salomónicamente decidi-
mos llamarnos “Grupo Embajador” honrando el sitio de
la fusión. De aquellas tardes de ensamblaje, recuerdo
como nos pegó el montar el “Jala jala”, jalando entre las
versiones de Richie Ray y Sergio Pérez.
– Maestros, los admiro desde que les habría la puerta
del “Juan Sebastián Bar”–, nos sorprende Johnny.
– ¿Cómo es la vaina?–, inquirí.
– Los viernes al mediodía en que ustedes tocaban,
yo era portero de día–, nos confía.
– Coño negro, en “La Toccata” no me hablaste de
ese detalle–, le reclamé afectuoso.
– No me convenía, habrían desconfiado de mis pro-
gresos–, justificó.
Pronto fue amplio nuestro repertorio y proyectán-
donos en una publicidad boca a boca. Grata fusión y
receptividad del soberano, tanto así que, corrida la voz
[272]
de la sólida propuesta, no tardaron en visitarnos los nue-
vos propietarios de “La Toccata”.
William y Manolo Guerrero vinieron decididos con-
tratándonos con una paga superior. Feliz retorno a la tari-
ma de la añoranza y mil anécdotas.
– Bueno maestros, ¡como en los buenos tiempos!–,
nos anima Manolo.
– “La Toccata” de anoche es completamente dife-
rente a la de hoy–, nos halaga el arquitecto Vivas, cono-
cedor de cosas buenas.
– ¡Uy, señor Rodolfo, a ustedes los conocen todo el
mundo!–, descubre William en su caja de Pandora.
– Ustedes le devuelven el caché al sitio–, sentencia
Rubén Darío, asiduo de ayer y hoy.
– Johnny, repitan ese “Buscando guayaba”–, pedía
un salsero.
Con aquella nueva propuesta, impactando a pro-
pios y extraños, obviando aquello de que si, “Johnny &
Virgilio” o viceversa, disfrutamos la estadía en ese sitio
de nunca olvidar, incluyendo el deleite de las ‘favoritas’
de un rey ya sin trono.
ARMANDO MANZANERO
Se hizo presente en la ciudad para engalanar un
show de beneficencia y en que tendríamos la oportuni-
dad de alternar con ese gigante cantautor mexicano, Ar-
mando Manzanero. Noche de lluvia que obligó a suspen-
der y posponer el espectáculo dado que era al aire libre
en la casa de gobernadores.
Al siguiente día, en horas del mediodía, bajo un
ardiente sol, ofertamos un muy escogido repertorio en
[273]
que se lucieron Virgilio con su piano y Johnny con su
exquisita voz y teclado; propuesta de casi una hora para
dar paso a la gran gala del insuperable Armando
Manzanero.
– El problema de mi país es el estar más cerca de
los gringos que de Dios–, recordaba entre bastidores y en
grato coloquio, el gran artista, un decir muy mexicano.
BIENES RAÍCES
Topé con una amiga, encuentro muy providencial
en esa, mi búsqueda de un alternar de habilidades para el
paliar de carencias.
– Pues véngase a trabajar en mi oficina–, me ofrece.
– Me interesa, podría aprender el oficio–, razoné.
– Mientras “haiga” ganas de trabajar, hay mercado
para todos–, me animó.
– ¡Bienes raíces!, promotor inmobiliario, ¿por qué
no?–, reflexioné.
– Usted conoce mucha gente y tiene buena pinta–,
me anima.
– Me gano a la idea de ese nuevo oficio–, rematé
conciliando.
Llegados a un acuerdo, me inicié como promotor
inmobiliario en la modesta oficina de Edilia y en calidad
de socio. Una comercial relación de amor y odio, por la
mutua supervivencia, resultaría aquella singular sociedad.
A mediano plazo, tan prístina socia me resultó un
modelo de insensatez; cierto atrevimiento propio de su
existencia me coloca a la defensiva. Mi noble Ford resul-
tó un gran aliado para aquel oficio y como coparticipe
del inevitable pago de noviciado; en uno de esos días de
duro trajín fundí su maquina.
[274]
Por siempre agradecido estaré con Edilia; esos dos
años iniciales con ella serían mi escuela. Interactuando
con el básico oficio de la música, esa profesión inmobi-
liaria se quedaría, espero, para el resto de mis días, acti-
vidad que un día retomaré.
MARIO ZAMBRANO
Un capitulo aparte podría escribir sobre el currícu-
lo vital de tan virtuoso músico. Mario Zambrano, acadé-
mico clarinetista y saxofonista de la excelencia. Aque-
llas reiteradas y entusiastas recomendaciones de Nicolás
Porras, nuestro voluntarioso baterista, tenían sobradas
razones y confirmadas desde la noche en que lo trajo a
nuestra tarima en “La Toccata”.
– Bueno maestro, ¿trajo el “jarro”?–, apuró Armas,
ya presentados.
– Sí maestro, traje el tenor–,
– ¡A sonarlo pues!, ¿y qué le damos?–, invita
Virgilio.
– Será “Muchacha de Ipanema” que ya toqué con
ustedes ocho años atrás y ustedes no se acuerdan–, aso-
mó Mario modesto.
– Pero de jazz, ¿conoce algo estándar?–, insiste
Virgilio.
– De vaina “Ipanema”–, aclaró Mario incomodo.
– Bueno, como buen lector y músico que es, maes-
tro, ya montaremos un buen repertorio–, vaticinó Armas.
– Y ya verá como montaremos temitas con el clari-
nete, y tiene que oír mucho a Eddie Daniels –, advirtió.
– ¿Y qué dijo el maestro Virgilio?– indagó Mario
ya en la despedida.
[275]
– Que le suena bien el “jarro” pero que de jazz no
sabe un coño–, le confió Nicolás sin tapujos y con la in-
evitable hilaridad del momento.
En realidad, mucho talento, buen sonido y concep-
to para jazzear observamos en esa primera de cambios.
Mario insistía en su incomodidad por no tener repertorio
para una oferta por ahí rondando. Captando virtudes y en
especial como clarinetista, Virgilio dio prioridad a los
ensayos que nutrirían ese nuevo archivo del idioma uni-
versal de locos o héroes.
Grande currículo vital, el que enaltecía a Mario
Zambrano, como músico académico entre sinfónicas na-
cionales y extranjeras y como interprete popular, con or-
questas caraqueñas y del patio, incluidas las típicas. Te-
niendo esa preciosa gema a pulir en el jazz, ese apasiona-
do y tozudo empeño de su esencia, Virgilio Armas nos
planteaba lo inmediato.
– La movida es así: nos vamos para la tasca del
Hotel “El Castillo”–,
– ¡Cojan buches!, quieren jazz–,
– ¿Quieren, o los convenciste?–, pedí certezas.
[276]
– Me da cosa con Johnny que quedó fuera del gru-
po–, insistía Mario.
– Nada de que se le hizo el cajón, aquí quieren jazz–,
– Él entendió razones y se sabe defender solo, ade-
más, seguirá allá en “La Toccata”–, aclaró Virgilio.
Pronto estrenamos tarima; la excelente lectura de
todo un maestro sacó a relucir recursos y esa estirpe de
sabidurías que nos revaloraba y con esa prestancia que
nos honraba. Unidas academia y escuela de la vida, ex-
quisitos instrumentales del dominio público ofertamos,
dado que, imposible era ignorar las sugerencias y peti-
ciones del nuevo auditorio.
Al lado de temas del jazz estándar y bossa novas de
elitesca audiencia, bordeábamos lo comercial con tona-
das como “Llamé para decirte que te quiero”; “Feeling”;
“Europa” y mosaicos de boleros o baladas.
Todo marchaba de maravillas, para el cuarteto y su
porfiada propuesta, gratificado por la tan positiva respues-
ta del gordo Mario; embriagante era la excelencia del
clarinete en temas con sabor a dixieland y si del saxo
tenor se trataba, desde ‘bebop’ a un son caribeño, su fuerza
arrollaba.
Poco dura la dicha en casa del pobre; aquel progra-
ma ofertado, previo y espontáneo acuerdo, según Armas,
pasaría a la reserva, casi a la clandestinidad.
– Virgilio, dejemos el jazz, tocá musiquita baila-
ble, ¡entendé!–, nos sugirió el mortificado contratante.
– Lo que usted mande, patrón–, masculló con
inocultable contrariedad nuestro pianista,
– ¡Ay, tan lindo!–, agregó Nicolás con sano humor
negro.
[277]
Los propietarios del hotel, honorable familia, según
el barman, reclamaron por lo fastidioso de esa música y
exigieron correctivos. Con pasodobles y porros medio im-
provisados, a punta de recursos, echaríamos el resto.
Tras aquel reacomodo del jazz al porro, nos llega
la navidad; el gerente contratante nos seduce para que
toquemos ese 24 de diciembre que caía en un día martes,
no laboral, como el inmediato 31, fin de año.
– Le echamos bola, pero eso sí, con una mesita y
un frasco de escocés a compartir con nuestras esposas–,
condicionó Virgilio.
– Cuenten con eso, ¡trato hecho!–, se comprometió
el administrador.
Vapores de la fantasía aquel acuerdo; ni la mesita,
ni la botella; ni el gerente se hacía presente aquella no-
che navideña que prometía ser de gran audiencia con
mucho cliente arribando. Mario ya se quejaba de ese tra-
bajo que retomaba. Estando a punto el inicio de un se-
gundo set, ¡la rebelión!
– Bueno maestros, ni pagando nos atienden la mesa–
, inicié el motín.
– Tranquilos, en casa ya brindamos y cenamos–,
nos aplaca mi Palmirita junto a Nery de Armas y Verónica
la esposa de Mario.
– Si no somos atendidos como acordamos, ¡reco-
gemos y nos vamos!–, propuso Mario, encendiendo otro
cigarrillo.
– Para muchos, los músicos somos ‘perraje’–, de-
nunciaba Nicolás, desde entonces gremialista.
– Está bien, ¡no tocamos más, recojamos!–, deci-
dió Virgilio
[278]
Motín a bordo. Desertores éramos. Caso único en
cinco lustros de brega en el ingrato oficio y desde aquel
impase mejor llevado en la boite del hotel “El Tamá”.
Armas sería el más perjudicado ya que, en consecuencia,
sería retirado de su labor del mediodía en el comedor.
Atrevida decisión la nuestra.
– Se largaron por una botellita–, dirían entre
manoletinas y chicuelillas.
Minimizando e ignorando aviesas interpretaciones
echadas a rodar para ocultar certezas, a la siempre seduc-
tora tarima de “La Toccata” regresamos. Johnny
Benedetti, en lógica secuencia, nos reemplazó en el Ho-
tel “El Castillo” y un Mario Zambrano estrenaba nuestra
vieja y leal plaza.
MUÉRGANOS
En un coloquio de añoranzas, evocamos aquella
invitación –años atrás– de Nicolás Porras, como
percusionista de la Banda de Conciertos del Estado, y en
que me hice presente en el concierto que ofrecían; se tra-
taba de un homenaje en mi pueblo natal, Santa Ana. Lue-
go del recital, los acompañé en un grato ágape en el club
social del terruño.
– Maestros, ¡me levanté dos palomitas!–, nos ani-
ma el gordito del clarinete.
– ¡Si!, las catiras de la mesa del fondo–, nos las
señala orondo.
– Coño maestro, vamos y nos las presenta–, dice
Nicolás adelantándose y a quien seguimos animados.
– ¡Mucho gusto, Nicolás Porras!–, las catiras reían
su irrumpir.
[279]
– ¡Coño maestro, tremendas palomitas!–, exclamó
Nicolás y besando a la catira de ojos de miel. Vaya sor-
presa.
– ¡Ñor pingo!, ella es mi mujer y la cuñadita–, aclara
ante el estupor y rubor del gordito llamado Mario.
Anécdotas para el recrear de sucesivos coloquios y
recordando a don Luis Armas con aquello de que, “todos
los músicos son muérganos o todos los muérganos se
meten a músicos”.
[280]
para ir, con esos nimios realitos, a rematar la etílica ron-
da en la taberna vecina.
Un médico ginecólogo, muy amigo de los bardos,
allí presente en el pasillo del hospital, motivó una vieja
observancia a Gerson.
– Éste amigo doctor es como los músicos, trabaja
donde los demás se divierten –, filosofó el “mono”.
[281]
Ensimismado en su curda, Károl se instaló en la
barra, cerca de la caja, apurando sus reales; allí quedaría
dormido.
Károl, no obstante su excelente musicalidad, fue
retirado del grupo dada su agresividad etílica y las ame-
nazas físicas; rasgos de personalidad que desconocíamos.
Para inmediatos compromisos, acá y allende la frontera,
el grato afinque de sus congas perdió su oportunidad con
nosotros.
PREMIO GORDO
Recompensa grande la que recibió, en venturosa
noche, nuestro saxofonista y en un ineludible reto que
retumbó, muy oportuno, en ese loco ambiente de “La
Toccata”.
– Mario, me tocas un blues bien arrecho y te regalo
un saxofón–, lo retó Ramón Matos.
– Músico que no toca blues, ¡no es jazzista!–, repe-
tía su casquillo.
Cuan oportuno, si, aquel ‘fly’ al pitcher cuando, con
nuestro apoyo, Mario derrochó clase recreándose sobre
la pródiga secuencia armónica de un tradicional blues, el
ideal para la improvisación. El noble Ramón se retiró y
regreso con un gran estuche que guardaba un tremendo
saxo tenor “Yamaha”. Mario Zambrano, afortunado por
tan gordo premio, no salía de tan gratísima sorpresa y
alabando el costoso regalo.
–Eso si, donde me veas me tocas mis favoritas, así
sea en mi velorio–, exigió con negro humor el querido
gordo. Mario le cumplió con “My way” en su sepelio.
[282]
GERSON CRUZ
En una de esas noches de fin de semana, Nicolás
me confía lo incómodo y molesto que se sentía por la
insistencia de Gerson Cruz en que le diera mas oportuni-
dades, algo más que suplencias con la batería.
– Está bien, el “mono” se compró su batería, entre-
gué la de “capilla”, ¡pero coooño!–, se quejó.
– Le cedí el último “tigre” de Cúcuta porque me lo
exigió–,
– Ahora exige un mes seguido dizque para pagar su
batería–,
– Le dejo la chamba al “mono”, ¡que la disfrute!–,
finiquitaba el caro Nicola lo que fue su monólogo de des-
pedida.
– ¡Ay, tan lindo!–, remató con su genio y figura.
Para bien o para mal, y con la venia de Virgilio
Armas, se instaló en nuestra tarima, y con su recién ad-
quirida batería, Gerson Cruz; para sus numerosos ami-
gos, el popular “mono”. Aquel rondar por “La Toccata”
desde su apertura, daba su fruto, un logro de largo alien-
to, una porfía de vieja data y ahora cristalizada.
Virgilio, con un callado beneplácito, argumentaba
ahora que Gerson, en sus espontáneas participaciones,
asomaba un inédito ‘feeling’ para el jazz. Y el tiempo
daría la razón a nuestro pianista, sin desmeritar la sabi-
duría de Nicolás; el cazurro macaco resultó competente
no obstante su artesanía propia, poco estudio y práctica
del instrumento.
– Quince años atrás toqué con bandas de rock, si, y
‘mariguana’–.
[283]
– Hasta Bogotá fuimos en gira rockera y de
fumadera, jé, jé, de la que totéa–, nos contaba con singu-
lar toque de humor.
Nato baterista, Gerson compartía el percutivo ofi-
cio con el de vendedor itinerante de maletín, de materia-
les ferreteros y entre misceláneas, hasta pantaletas. El
fino humor que ornaba su presencia era muy natural.
JANETH GÓMEZ
Hermosa, como moldeada sobre briosos corceles,
muy llanera, como mandada por el destino Janeth Gómez
se apareció por “La Toccata”. Imponente, sentada sobre
la alta banqueta de la festiva barra, nos impactó.
Toda ella, ¡un delicioso bolero! con su angelical
rostro, reteniendo la frescura de eterna juventud entre halo
y materia; con su cabello recogido en un atirantado moño
y aquel lacito multicolor orlando encantos, hacía ella in-
olvidable el encuentro.
Definitivamente; casada, viuda, divorciada o solte-
rona, nos resultaba la delicia de una “Garota de Ipanema”.
Insisto, a flor de piel, una personalidad electrizaba, con
ese no se qué, que no da pie al devaneo y fácil sugerencia
a la aventura. Venero ese momento del panal y la miel con
esa Janeth y esos días de mis añoranzas.
– ¡Oiga Virgilio, mi amiguita canta divino!–, alertó
Cirabel, hermana de nuestro pianista.
– ¡Albricias! bella y cantante–, exclamé garboso.
– Canta de todo–, agregó Cirabel.
Animamos a la hermosa visitante llevándola hasta
la tarima de los armónicos placeres, improvisando su
debut.
[284]
– “Noche de ronda”, maestro–, propuso la bella y
susurrando el tema.
– A ver a ver, el tono, ¡ajá!, re menor–, indicó
Virgilio e iniciando un prólogo.
Vocalizados unos tres temas, embeleso, entusias-
mo, fantasías nos embargaban; se trataba del hallazgo de
una fonética afinada y vibrante, muy a la medida del gru-
po; voz y hermosura para rato.
Espontánea resultó la invitación de todo el grupo y
los planes para un inmediato ensayo. En mutua comu-
nión, Janeth estaba allí para enriquecer la musical pres-
tancia.
“CASA PUEBLO”
Se dio la apertura de un restaurante en un gran gal-
pón, acondicionado con una arquitectura y decoración
mediterránea, prometiendo mucho éxito y con un menú
preparado a la leña. Contratados fuimos por Delmiro
Villar, su propietario, a la inauguración y para actuar los
fines de semana.
Presentes nos hicimos allí en el novel restaurante
bar “Casa Pueblo” y con nuestra nueva vocalista, ya en-
trenada en el piano bar “La Toccata”. Con la exquisita
Janeth jugábamos, una vez más, a ganador. Todo mar-
chaba de maravilla hasta que el socio industrial encarga-
do nos espabiló.
– Maestros, toquen hasta esta noche–, nos sorpren-
dió.
– Pero, el acuerdo era por tres meses renovables–,
recordó Virgilio.
[285]
– El capital de trabajo no alcanza y Delmiro se de-
mora en España–, nos precisó el gaucho.
– Delmiro insistió en que su palabra era un docu-
mento firmado y notariado–, tercié circunspecto.
– ¡Que lo parió!, en un mes se agotaron los cheques
que dejó para pagarles–, remató el socio.
Con aquella ausencia de Delmiro y que sería lar-
ga, el abogado y amigo común, Pío Gil Moreno nos ani-
mó insistiendo que al regresar su compadre, procuraría
nuestro retorno. Esperando quedaríamos; eso sí, sin ren-
cores; Delmiro tenía mi afecto desde que fuimos socios
en la “Taberna del sol”.
Confortándonos con igual guión, el sempiterno de
tontos, cotorreábamos de nuevo en la barra del perenne
enamorar de “La Toccata”.
– De mejores ‘braseros’ nos han corrido–, cité tan
gastado confortamiento.
– ¡Ay, hasta mejor así!, llegaba a dormir con ese
olor a leña–, se consolaba Janeth.
– Como aquel olor a fritanga de “Filo’ss”–,
rememoré ingrato.
MARÍA PILAR
– ¿Aló, el señor que vende apartamentos?–, una
dama indaga.
Un oportuno ‘ring’ y para un grato coloquio enta-
blado sobre el ramo inmobiliario; el piano de Bill Evans
musicalizaba. En el fino y sugestivo hilar de novedades
concretamos la cita. María Pilar resultó ser una bella y
apretadita gordita, de fonética afectada, sensualísima,
amorosa y vivaracha. Sin mucho protocolo acordamos
[286]
trabajar juntos en el oficio inmobiliario. Pronto nos vi-
mos, calle arriba, calle abajo, captando y ofertando
inmuebles.
– Qué suerte la mía trabajar con usted, fuera de esa
oficina que me desesperaba–, repetía tras un primer lo-
gro.
– Suerte, ¿sólo por eso?–, le inquiría libertino.
– Müérgano, mire que no trabajamos en un piano
bar–, me aclaraba.
María Pilar, irreverente, dinámica, espontánea, con
gracia y salero; impertinente a veces, ella me contagió
optimismo, un diligente accionar, férrea voluntad y cer-
tezas en el alterno oficio.
– Increíble, Buenañito, en mi vida aún no me he
trasnochado, ni donde usted toca–, comentaba pasado el
tiempo y en un ensayo del grupo.
– Papá es muy jodido y así esté divorciada– confe-
saba.
– Y tan divino que bailas–, evoqué el compartir en
casa de un cliente.
– Y tan rico que tocas bajo–, halagó pícara.
Definitivamente, la mejor comisión compartida con
María Pilar lo fueron esos tres años en mutua comunión de
todo un collage inmobiliario de alegrías, decepciones,
intemperancias, moderaciones, indiscreciones, ingenuidades
y madurez.
[287]
Blanca
CAPÍTULO XI
[289]
Codazos y guiños maliciosos no faltaron al siguiente
día, reunidos allí en el hall, prestos a ir a desayunar. Del
grupo, el “mono” Gerson me miraba resabiado, por el
rabo del ojo, era mi impresión.
– Pizca andina con arepitas y natilla–, ya sugería
Mario.
– ¡Bofe y chinchurria!–, proponía el “mono” en su
tosco parlamento.
– Después de anoche, ¿habrá algo mejor para mi
paladar?–, dije con malicia calculada.
– ¡Dejen esas chancitas, nada pasó!–, innecesaria
aclaratoria de Janeth y ante la joda del equipo.
– Ay, muchachos, antes de ir al desayuno quiero ir
a un médico–, nos alertó la bella de un malestar.
– ¡Y ahora no sigan pensando mal!–, alertó ante el
pícaro vacilón ‘in crescendo’.
– Te acompañamos, Gerson y yo, como “indiciado”
que soy–, sentencié señalando comillas.
A una pequeña clínica privada nos llegamos. Un
¡ay! algo infantil nos preocupó; una enfermera que sale
nos tranquiliza al indagar el motivo del ¡ay!
– Si, con un leve desmayo cuando se le puyó el
dedito para una muestra de sangre–, nos aclara.
– Coño, y tan brava llanera ¿se acobarda por eso?–,
comenté al “mono”.
Al rato, recuperada la hermosura, corrimos a desa-
yunar y en busca del resto del grupo, allí, en el comedor
del gran mercado central; en un gran mesón comparti-
mos novedades.
– ¿Y qué le diagnosticaron?–, indaga Mario en su
galanura.
[290]
– Una cistitis, pué–, confesó Janeth.
– Coño, Rodolfo, ¡la dejó bien malita!–, jodió el
“mono” con una confianza muy de su esencia.
Mudados fuimos al gran hotel “Don Juan” en que
Janeth dispuso de su alcoba con baño, como debía ser.
Cumplido los compromiso con la gente de la
“Alianza Francesa” en esa “Feria del Sol”, jazz en su sede
y bailable en la fiesta privada en el Hotel “Don Juan”, el
gerente de este nos compromete para una noche más en
su tasca; inesperado compromiso sin publicidad, dizque
para sus huéspedes que resultaron pocos.
Un 40% logramos cobrar, libre de gastos de aloja-
miento y alimentación; fiasco soportable puesto que es-
tábamos allí por el convenio con los franceses y la excur-
sión, como todas a Mérida, nos resultaba gratísima.
REENCUENTRO CARAQUEÑO
Contratado fue el Cuarteto de Jazz de Virgilio Ar-
mas para un reencuentro en el “Juan Sebastián” bar y
con motivo de celebrar sus veinte años; Guillermo Táriba
se nos uniría como baterista protagonista de esos inicios,
dos décadas atrás, en tan emblemático sitio.
Noble respaldo nos brindaron viejos y nuevos ha-
bitúes en un local ahora con doble espacio. Gratísimas
esas cinco noches en que no faltaron los bemoles como
la del viernes de gran asistencia. En plena actuación Mario
Zambrano se retira de escena truncada su inspiración so-
bre un “Blues Monk”; un clarinetista en la penumbra
haciendo un contrapunto le molesta.
El intruso espontáneo corrió a disculparse junto a
otro acompañante; eran ellos músicos, antiguos compa-
[291]
ñeros de Mario en la Orquesta Sinfónica Venezuela
(OSV).
– Coño Mario, perdónanos, siempre venimos a des-
cargar–, decía uno.
– Y desde los tiempos de Virgilio–, apuntala otro.
– Discúlpanos, no estimamos lo formal de tu ac-
tuación–,
– Estás maravilloso y exigimos que continúes–, lo
halagaban y exhortaban.
En el ínterin del retiro de Mario, Virgilio improvi-
saba repertorio, muy suyo, ajeno a lo ensayado y pulido
por el cuarteto o el trío. En tal desconcierto entre pianista
y bajista, que lo hubo por lo menos para mí, se aparece
otro espontáneo pidiéndole el piano a Virgilio.
– Maestro, un chance y le enseño cómo se toca el
jazz–, decía impertinente.
El maître pronto retiró al intruso, seudo pianista
nada profesional, borracho o drogado que, junto a los
amigos de la sinfónica, casi nos dañan la noche, el gran
arreglito del lucimiento.
Retomado el dominio de la escena, esa noche del
viernes, Mario sacó clase y prestancia llevando el resto
del show a una apoteósis, goloso, pródigo con la sonori-
dad de un clarinete a lo Benny Goodman; con un saxo
tenor como emulando a un Lester Young en afortunados
momentos de sus vidas. Todos le poníamos en ese sueño
jazzistico que algún día se iría al carajo, como diría Monk.
– Maestros, aplaudidos de pie en este lugar, ¡solo
ustedes, el Zimbo Trío y María Rivas!–, nos halagaba
eufórico el maître.
[292]
Y fue que, entre la sutil “American Way” de Armas
y el fórte “Penth Up House” de Rollins, se magnificó el
lucimiento tras casi tres lustros de ausencia de tan magna
tarima.
Una segunda presentación en el inolvidable “Juan
Sebastián Bar” finiquitó Virgilio Armas meses más tar-
de, excursión a la que me abstuve de asistir dado que,
junto a mi socia, María Pilar, casi coronábamos una ope-
ración inmobiliaria que me significaba diez veces, o más,
de ingreso monetario.
– Coño ¡me fallaste!–, reclamó, sentido, Virgilio
por mi deserción.
– Siempre hay una primera vez–, me disculpé sin
retórica.
Aquella gira de romántica y tozuda jazzmanía, les
resultó como de relleno, por cumplir, con más pena que
gloria y de conflictos entre los colegas invitados; se me-
nospreció el rancio abolengo del sitio; me lo contaron.
MARTINICA
Mario Zambrano, el de la magia de un sortílego
clarinete, con la euforia propia del artista que sueña cru-
zar fronteras, nos iluminó el día con el anuncio de un
nuevo viaje a la Isla de Martinica. Aquella primera vez
en que asistimos, con pernoctar de dos días, poco disfru-
tamos comparando con esta segunda visita y con estadía
de una semana, en que la experiencia daba para una larga
crónica.
Retornábamos al Festival Internacional del Clari-
nete, nueva invitación de la Alianza Francesa en Vene-
zuela. Un programa de música nuestra o folklórica era
[293]
exigencia y para ello invitamos nuevamente al excelente
músico y compañero de Mario en la Banda de Concier-
tos del Estado, Javier Rosales, como cuatrista y
percusionista.
– “Mesié Marrió”, no olvide llevar el ‘cuatró’–,
insistió el invitador.
Llegado el momento, de nuevo abordábamos, en
Maiquetía, el Boeing de “Air France”. En la paradisíaca
isla disfrutaríamos ocho días y gracias al magno arte de
un Mario Zambrano. En media hora de escena, lo asigna-
do, llenando de regocijo a un público culto, sorprendien-
do de nuevo a músicos invitados de todo el mundo, Mario
lucía fuera de serie.
Obvia, la cultura musical del pueblo martiniqueño
cuando, a las puertas del teatro, observamos a un parroquia-
no que llegó con sus implementos de barrendero, acomo-
dando en un aparte la carretilla con su tonel; un añejo estu-
che bajo el brazo lo identificaba como músico popular; com-
partiendo en escena lo vimos luego con su clarinete.
– Mucho aficionado entre los criollos–, observa
Javier.
– Y entre los invitados del mundo, igual parece–,
opiné.
– Pero hay cosas muy buenas, en especial los grie-
gos con esa música monódica–, nos explicaba Mario so-
bre aquello de solo melodía y del principio de la música.
– El show de los gringos venidos de New Orleans
es muy bueno–, agrega.
– El gringo ofreció conseguirnos invitación al fes-
tival de jazz de su ciudad–, advierte Armas, único bilin-
güe del grupo.
[294]
De regreso al hotel, luego de esa nueva noche de
gran lucimiento en el Ateneo de Lamantine, triunfado-
res, incisivos y con arropante galanteo de señas y gestos,
seducir a las chicas de la delegación canadiense, vecinas
de cabaña, nos proponíamos. Javier resultaría el más con-
vincente cuatro en mano.
– ¡Rodolfo, la carajita me para bola!, váyase a dor-
mir en el ‘bungalow’ de Virgilio–, me exigía elucubrando.
Dicen que los músicos adictos somos al sexo. Lo
apoyé cómplice; pasadas las dos de la madrugada, con
Virgilio y Mario en vigilia, suponemos negativo el pro-
cedimiento sexy musical por lo cual regreso a mi habita-
ción, a mi camita y sin asomo de buscar una promiscua
situación. Ya amaneciendo se aparece Javier, molesto por
no haber pernoctado en la otra cabaña ¡en un sofá!, lo
acordado.
– Yo no entrar, su amigo dormir allí, “am sorry”–,
dizque decía la canadiense.
– Coño chamito, me jodió el ‘arreglito’–, sería la
queja de Javier por días.
Invitados fuimos a un tour por la isla; el guía, un
criollo que había vivido en nuestro país se presentó como
Luis Rosé. Atravesando parte de la bella isla de Martinica,
apertrechados en puerto de: pollo ahumado, pan francés
y un vino tinto “última cosecha”, abordamos una lancha.
Mar adentro detenemos el navegar en un punto en
que turistas retozaban; nimia era allí la profundidad; nos
tiramos al agua imitando a los presentes y acercándonos
a una de las lanchas allí ancladas en que una de las cuatro
morenas con desenfado ofrecía licor, botella en mano,
con sus tetas al aire bamboleándose al ritmo del mar. Allí
[295]
mismo, a pleno sol, devoramos el avío y el ‘Beaujolais’
nuevo.
Al atardecer regresaríamos a “Trois ilots”. En la
playa del hotel, entre dorsos desnudos de bellas turistas
evocamos que, tres años atrás, topamos allí con el gran
Willie Colón y que, tras un breve coloquio de coinciden-
cias, política fue su despedida.
– ¿Y, ya tumbaron al hombre? –, con humor
caribeño dejó al aire esa interrogante que siempre recor-
damos. Año aquel, de frustrados golpes de estado.
Ocho días, de dulce espera al nuevo vuelo de re-
greso, quedarían impresos en nuestro universo y por la
gracia de Mario Zambrano.
COLOMBIA
Cúcuta sería uno de los objetivos con nuestro jazz
peregrino. Ya sobrevivíamos en una forzada holgazane-
ría y que fue alterada por nuevas buenas.
– ¡Cojan buches!, iremos a tocar jazz en el Hotel
Bolívar de Cúcuta–, se jactó Armas, elevando cejas y
nuestra aporreada auto estima.
– Dos noches, jazz el viernes y para el sábado bai-
lable–, informó.
Llegado el momento, sonamos con el cuarteto de
jazz en el cóctel de un “Festival de Industrias”; una pro-
puesta jazzística para un auditorio frío e indiferente.
– ¿Y estos “manes”?, que jartera–, se quejaba un
calvito mirando de reojo.
– Nos ven como bichos raros–, comenté.
– Ay, maestro, ¡toquen algo bonito!–, exhortó la
ingeniero contratante.
[296]
– Si ala, algo de Clayderman–, pidió su bella asis-
tente.
Cambio de libreto. Con sobrados recursos Virgilio
les soltó “Amor se escribe con A, “Balada para Adelina”
y nota a nota nos fuimos con instrumentales del dominio
público, lo que muchos entienden como jazz.
– ¡Buenos, estos “manes”!–, exclamaba ahora el
calvito antes molesto.
Y fue que el rictus de expectantes rostros cambió a
gestos de aprobación y aplaudiendo; algo parecido a lo
sucedido allí, años atrás, en el “Teatro Zulima”.
“Noche tropical”, llamaron la siguiente del sábado
en que actuó nuestro combo, sumados Alban Santamaría
al saxo; Iván Moreno, voz y conguero y el veterano Chu-
cho Ramírez como líder cantante. En aquel aparte, bajo
un bohío a orillas de la piscina, cumplimos el horario
acordado para escasos bailadores.
– Mario, ¿sol mayor con fa sostenido?–, indagó Alban,
comenzando un tema y motivo para un vacilón de músicos
y de largo aliento. Aquella noche Janeth no asistió a la cita,
marcando su retiro del grupo, su definitivo adiós.
“TOCCATA JAZZ”
En el ínterin de estas excursiones de tan expectan-
tes días, una novedad nos estimula cuando se aparece
Carlos González, profesor jubilado poseedor de cinco
doctorados; viejo admirador de nuestra versátil propues-
ta y siempre amigo. Un contrato para hacer jazz nos ofre-
ce el doctor González en su visita al piano bar de “Casa
Pueblo”, sitio en que actuábamos, de nuevo, para esos
fines de semana.
[297]
– Serán mi grupo de planta, ¡carajo!–, nos animaba.
– Compré “La Toccata”, ya iniciamos la
remodelación total–, se jactaba.
– Tocarán jazz, ¡nada de baile!–, recalcaba el ami-
go Carlos.
– Podemos contactar a Janeth para que haga un
show de boleros–, propuso Gerson.
– ¡Ay, nooo!, a esa mujer no la quiero allá–, senten-
cia la esposa de González.
– Jé, jé, no le gustan las mini faldas de la cantante–,
amaga Carlos.
Como “Toccata Jazz” rebautizaron el remozado si-
tio de mis desvelos; precioso, sofisticado, muy ilumina-
do, mas, el original encanto se había esfumado; un revol-
tijo de bar y comedor alejaba ese calor humano del cho-
car de copas, principio de diez años en mis manos.
La respuesta del común citadino fue fría; visitas de
novelería sin retorno y con quejas esperadas, mas de mi
que de los nuevos patrones.
– Bello todo, pero, bajen la luz–, frase muy repetida.
– Doctor González, reclaman su original intimidad,
sus espacios–, alertamos.
– Aquí ahora ¡nadie hará “cebo”!–, replicaba.
– Por lo menos separar bar del comedor–, les insis-
tí, como “doctorado” en noctámbula que me consideraba
y conocedor de la esencia.
– Y si piden bailable ¡les ponemos Beethoven,
carajo!–, sentenciaba confundido el amigo Carlos.
– Virgilio igual, no quiere música comercial–, co-
mentaba quedo Juancito, el cajero y administrador.
– Virgilio no tiene mucho que perder–, advertí.
[298]
Aquella robusta figura del amigo Carlos, rascando
su hirsuta barba o sobando su abultada panza, jarra de
cerveza en mano pavoneándose y despotricando
intemperancias por el iluminado salón, fue granjeándose
una callada antipatía que los pocos parroquianos nos co-
mentaban.
– Estos gochos no saben de buena cocina ni de bue-
na música–, repetía imprudente.
El experimento de la “Toccata Jazz” fracasó; tres
meses no logramos tocar allí, salvo Virgilio que, en soli-
tario, quedó un mes más. El doctor González remató el
sitio a gente joven que le devolvieron el estatus de
discoteque.
En ese año de mis once lustros, salvo los viajes por
y fuera del país, y que dejaban algo de dinero, la activi-
dad urbana mermó en grande. El oficio como promotor
inmobiliario se me vino abajo con el robo del que fui
victima, de mi utilísimo fordcito, pérdida esta que me
inutilizó de una manera tal que mi Palmirita, la fiel ama-
da, se haría cargo de obligaciones.
TUNJA, COLOMBIA
Al magno Festival Internacional de la Cultura en
Tunja, capital del Departamento de Boyacá, nos invita-
ron. Fue el año dedicado a Venezuela; honrados fuimos
con tan deferente invitación a través de la Dirección de
Cultura de nuestro estado. De nuevo el ensamble de
Virgilio Armas representaba al país. Javier Rosales con
su cuatro y percusión nos acompañaría, no obstante la
asistencia, ya justa, de Gerson Cruz en la batería.
[299]
Vía aérea, acercándonos al aeropuerto internacio-
nal de Bogotá, El Dorado, una emergencia a bordo. Háli-
to replegado, esperando tocar tierra, de repente la nave
retoma altura con el tronar del tren de aterrizaje que bre-
gaban por bajar. El piloto nos alerta.
– Les habla el capitán, tranquilos que haremos un
nuevo intento–, nos serenaba.
– ¡Santo niño de Atocha!–, oraba una elegante y
muy piadosa dama.
Trémulos admiramos la inmensa llanura bogotana
extendida a más de dos mil metros de altura sobre el ni-
vel del mar. Veinte minutos luego la nave rodaba por la
pista. Rostros desencajados tornaronse felices; el aplau-
so fue espontáneo.
– Ay, su merced, gracias por charlarme y darme tran-
quilidad–, repetía a Mario la elegante dama.
En la aduana aérea de “El Dorado”, enfrentábamos
ahora su burocracia. El profesor Luis Hernández
Contreras, guía y jefe de nuestra embajada artístico cul-
tural, les explica aquello de la visa colectiva. Superado
el engorroso trámite, abordamos una ‘Van’ que nos lleva-
ría al destino pautado.
Rumbo a Tunja, al vuelo detallábamos, de Bogotá,
sus avenidas, el citadino escenario inmobiliario de tan
ponderada capital, preciosa y cosmopolita, con los pro y
contra de toda metrópoli. Tras disfrutar de la inmensa y
alta llanura de Cundinamarca, entre suaves laderas y des-
censo, un alto hacemos en el camino al topar con el sitio
que conmovió nuestra fibra bolivariana: Puente Boyacá,
precioso y mágico lugar con esa llama perenne
eternizando la memoria de nuestros libertadores.
[300]
Tunja, con el orgullo de su riqueza cultural y de ser
dadora de trece presidentes de la República, cansina se
yergue sobre vetustos caserones e iglesias, inmensas reli-
quias coloniales. El más extenso balcón del continente
se estira a un costado de la gran Plaza de Bolívar, la más
amplia de Suramérica.
En el Teatro Boyacá sería nuestro gran debut y en
una noche de “Gran encuentro con el jazz”. Grata expe-
riencia con un público identificado con nuestra propues-
ta y que, de pie, aplaudiendo pedía repeticiones, incluido
el gobernador del Departamento, allí en primera fila, a
quien ofrecimos un bis de “Venezuela en fiesta” de
Aldemaro Romero y agregándole un toque costeño con
“Fiesta de negritos” del prolífero Lucho Bermúdez; onda
nueva y cumbia, estilos que ligaron armónicamente, muy
oportunos, junto al jazz estándar en tan magno recital.
– Tan rico todo, ¡pero tan poquito!–, reclamaba al
final la esposa del gobernador.
– Han sido toda una sorpresa–, repetía el director
del festival y eminente músico boyacense.
Como participantes invitados al Festival de la Cul-
tura, teníamos el compromiso de realizar un tour al inte-
rior del Departamento. El recorrido que nos asignaron
nos resultaría insólito y tortuoso. En autobús, por cami-
nos ajenos a un rastro de asfalto, descendimos y compar-
tiendo viaje con nativos que transportaban sus mercados
y aves de corral.
– Hormigas de una misma cueva–, recordé las pa-
labras del profesor Luis Hernández la noche anterior.
– ¡Retén!–, alertó el ayudante del chofer.
[301]
– Y que no vaya a ser la guerrilla–, comentó al-
guien.
– Son del ejército–, nos sosegó el chofer.
Darío Vargas, profesor universitario y guía asigna-
do a tan folklórica excursión al fin se levantó de su asien-
to dirigiéndonos una palabra de estímulo.
– Tranquilos que la guerrilla es amiga, ellos me
respetan y ayudan en las actividades culturales–, nos con-
fía y dándonos ánimo en el tumultuoso rodar.
– Les llevamos títeres y textos escolares a las al-
deas bajo su dominio–, contaba.
– Todos quieren al poeta, ¡que barraquera este
“man”!–, decía su auxiliar.
Darío se fue compenetrando con nosotros; ya en
sus querencias nos sentíamos como en casa, confiados
en su afirmación de que los guerrilleros no bajaban de la
montaña a guerrear.
Entre descensos y ascensos cruzando el poblado de
Ramiriquí, arribamos al otro agrícola lugar, Zetaquira;
allí, frente a la iglesia, en alta tarima de su atrio, hicimos
una breve actuación; un arriero con sus vacas se detuvo
seducido por la magia del clarinete en un típico bambuco.
En un par de rústicos vehículos continuamos viaje
y en más rápido desplazar. Anocheciendo llegamos al
pueblo de Miraflores.
– ¡Carajo!, llegamos muy tarde, suspendieron el
concierto–, nos advirtió Darío resignado.
– Será mañana en la noche, bueno, estarán descan-
sados–, nos alentó su auxiliar.
Nos instalamos en una posada turística, en la alta
periferia del poblado, estancia atendida por una hermosa
[302]
y muy gentil bogotana y con la ayuda de su esposo, pilo-
to civil de helicópteros y quien dijo ser nuestro admira-
dor luego de vernos y oírnos en el Teatro Boyacá.
Alegre despertar con una polifonía canora; apetito-
so desayuno dio apertura al quehacer de ese día; recorri-
do por el pueblo, curiosear en ventas de esmeraldas y el
tema inevitable observando barricadas en el entorno de
un cuartelillo militar. Sobre una amplia terraza de la po-
sada platicábamos, luego del almuerzo, con el poeta Darío
Vargas.
– Unos músicos alemanes si que disfrutaron esta
excursión, algo inédito para ellos–, contaba Darío.
– Asfaltan esas carreteras y el acceso de turistas se
haría enorme–, comenté.
– No tenemos urgencia del asfaltado, nos dañarían
las morales y buenas costumbres–, sentenció el poeta.
Invitados fuimos por la primera autoridad del pue-
blo y su séquito; brindis y almuerzo. En la bodega bar de
una esquina brindamos con el emblemático aguardiente
del departamento, su “Líder”. Dos circunspectos parro-
quianos abordaron el tema del golfo y se retiraron como
molestos.
Álgida materia, aquella vieja querella, que sabía-
mos había que tocar con mucho tacto; por instinto de
conservación dejamos que solo opinara Virgilio.
– Nadie ganaría una guerra–, insistía el abogado y
primera autoridad del lugar.
– Esos berracos que se retiraron se oponían a que
ustedes vinieran con su música–, nos confiaba un anfi-
trión.
– Si, por la vaina del golfo–, agregaba otro lugareño.
[303]
El mal olor a orina en el sitio, también propiciaba
nuestra retirada; los urinarios funcionan allí dentro de
los salones, detrás de tabiques y cajas de cerveza. Apura-
mos el recorrido hasta un pintoresco restaurante.
El recital allí en Miraflores, resultó agradable, con
un auditorio juvenil, tocando muy a gusto con su apoyo y
el de un excelente sonido manejado por su dueño, el cura
del pueblo, y quien decía tener un grupo de música
norteña. Acusando cansancio, válida excusa, entre
copitas de “Líder” acordamos con el poeta Vargas retor-
nar desde allí, Miraflores, a Tunja; seguir cuesta abajo,
otro día, el pueblo que aún faltaba por visitar se nos ha-
cía muy cuesta arriba; un negativo pálpito nos apremiaba
al regreso.
Tempranero sería el retorno a Tunja y en raudo des-
andar cruzando el Páramo del Vijagual; atrás quedaba el
sendero recorrido como hilo desparramado entre abismos,
melódico deshilar del arenoso encaje por el cual rodába-
mos. Con un chirrear mecánico de repente se frena la
“Van Express” en su veloz descenso.
– Tranquilos, es una zapata que se está pegando–,
dice el conductor.
– Una curva más y estamos en el pueblo, aquí nada
podemos hacer–, repetía el chofer tras otra frenada sin
control.
– ¡Maestro, por favor, yo me bajo aquí!–, gritó
Gerson; rostro desencajado, abriendo la puerta se apea.
– Se cagó el “mono”–, jode Javier.
– ¡Que “man” tan nervioso–, comenta el ayudante
del chofer.
[304]
En un tercer frenazo, Virgilio nos aúpa a bajarnos y
no dejar a Gerson en su solitaria caminata en tierras tan
lejanas. En improvisada romería llegamos al pueblo, de
Ramiriquí, directo a la iglesia, a dar gracias a Dios por
seguir ilesos. Era un día domingo, desde un banco de la
plaza mayor oíamos, por un altoparlante, la prédica del
sacerdote oficiante que nos hacía participes de una reali-
dad entre su feligresía.
– “Todos somos hermanos, hijos de un mismo Dios,
exijamos el fin del exterminio y aniquilación entre her-
manos, ¡que cesen los odios!, reconciliación y amor pe-
dimos al Sagrado Corazón de Jesús para salvar almas y
vidas”–, implora el cura en su homilía.
Reparado el daño de la Van, pronto nos vimos ara-
ñando una nueva pendiente; montaña arriba al fin coro-
namos el altiplano de la culta urbe. A propósito de la ex-
periencia que vivíamos y esos reportajes testimoniales
que preparaba la periodista acompañante, hice mis vati-
cinios.
– Ligia, con tu asesoría espero escribir un libro so-
bre nuestras pericias en la música–, comprometí a la
amiga periodista y con su venia.
De nuevo instalados en el hotel, aquel autismo en
que se refugió Gerson, dada la mamadera de gallo desde
que se bajó de la camioneta, desapareció; en la habita-
ción reinició su natural cháchara y a propósito del lasci-
vo programa del canal, por tele–cable, “Play Boy”.
En el lobby del hotel, esa noche de nuestro último
pernoctar, nos acercamos a compartir el coloquio que
Pedro Angel, guitarrista concertista integrante de nuestra
delegación, mantenía con músicos participantes del fes-
[305]
tival y con su show de tangos; nuestro coterráneo, con
modestia hablaba de sus logros, estudios y escuelas.
– Pues estudié en España y Austria–, comentaba
Pedrito, muy comedido.
– ¡Macanudo ché!, pero enteráte, yo estudié en Ar-
gentina, ¡lo máximo!–, se jactaba el gaucho arreglando
su colita de caballo y en la innata pedantería del sur.
Entrevistas de última hora de Luis Hernández
Contreras, Director de Cultura del Táchira, con directi-
vos de la educación boyacense y un intercambio de acer-
vos musicales, demoró la salida del retorno dando al traste
con los planes de visitar y tomarnos las fotos de rigor en
la Plaza de Bolívar de Bogotá y recorrer sus alrededores.
No obstante el raudo desandar, llegamos al aeropuer-
to “El Dorado” justo a tiempo a entregar equipaje; en el
arreglar del papeleo nos vimos en la necesidad de hacer
una colecta para pagar el impuesto de salida y demás im-
previstos. En el Boeing de ida, gran casualidad, retorna-
mos a nuestra patria. Ya en el hogar mi “Seiko” marcaba la
seis de aquella tarde cargada de novedades musicales, de
esas que, vividas lejos de casa, hacen historia.
[306]
Michael Berti en el bajo. En el pueblo, sus allegados es-
perábamos el total éxito sacando a relucir su gran talen-
to, sacudiéndose ese marasmo y holgazanería, ese con-
formismo que era ya un lamento del entorno familiar.
Armar sin Armas; rearmar un nuevo ejército de
melódica salvación sería mi misión. Como tabla de auxi-
lio me aferré a las oportunidades con Paco Colmenares,
tecladista y vocalista de vieja data, poseedor de un archi-
vo musical de grato compartir dado su concepto y vetera-
nía en el campo del piano bar y la influencia jazzística;
esto sin obviar el buen uso, en su teclado, de las nuevas
‘secuencias’ o pistas pregrabadas para amenizar bailes.
Era el inicio de esta acogotante recesión en que no
sale la más sencilla inspiración o argumento para una
animosa melodía; ni para un porrito en tónica y domi-
nante nos llega un arrebato. Una virtual propuesta por
ahí rondando pude atrapar; al taller musical de Paco co-
rrí por novedades.
– En el club “Ciudad Zero” quieren jazz en vivo–,
me comunicó.
– Me han hablado del sitio como “zona roja”–, agre-
gué capcioso.
Visitamos el sitio noticia; un gran corralón, frío,
impersonal, siglo veintiuno y con una gran tarima identi-
ficada ya como rockera y para un juvenil auditorio.
– Armen su banda y tocan los jueves como “noche
de jazz”, algo para imponer–, nos anima el amigo
Giordanelli su propietario y músico.
En positivo armamos un ensamble incluidos: Paco
en los teclados; Mario, saxo y clarinete; Carlos Eduardo
Arellano, guitarra y Anita su mujer, vocalizando; Gerson,
[307]
el popular “mono”, en la batería y éste que cuenta la his-
toria en el bajo.
“American Way”, llamamos al ensamble, honran-
do al ausente líder y a su más emblemática composición.
Carlos Eduardo tomó la dirección del grupo muy volun-
tarioso; Mario, poco motivado, faltando a los ensayos se
desentendió del natural liderazgo que Gerson y yo espe-
rábamos y con ello el libreto se desvió del guión. Carlos
Eduardo tácitamente impuso un repertorio a su gusto, cosa
que nos agradó por lo moderno comparado con lo tradi-
cional y muy del estilo de Virgilio.
– Ala Gerson, la cantante parece agitar un “saco de
gatos” chillando–, blasfemaba alguien.
Aquel vocalizar jazzista de nula prosa, resultó un
estilo que no caló entre el soberano; la hermosura de Aníta
paliaba las burdas comparaciones de palurdos clientes.
Cuatro recitales realizamos en esa experiencia de rock y
reagge.
Olvidada la breve vida de la “American Way Band”,
de una manera muy irregular maté mis tigritos con Paco
Colmenares y su repertorio secuenciado, disfrutando eso
si, de la cálida voz de tan exquisito crooner y en sitios de
sus dominios, como el Tennis Club, el Hotel El Castillo y
en fiestas familiares.
“SONORA UNIVERSAL”
Nicolás Porras, colega y siempre buen amigo, me
invitó a formar parte de la que llamamos “Sonora Uni-
versal”, reto que acepté previa aclaratoria de mi condi-
ción de músico autodidacta. Su pianista Rafael Porras,
igual me animó a apoyarlo por aquello de que ya éramos
[308]
dos para la brava guataca. El ensamble incluía una her-
mosa vocalista que se defendía bien.
Discurriendo alquimias, matanceras y el pastoreo
de modalidades, una media docena de bailes animamos
en sitios, para mi, inéditos y con horarios de nunca aca-
bar. Serían nuestros escenarios, desde una tarima en pla-
za pública, con políticos en campaña electoral, hasta en
una caseta de feria, aratoso corralón en que casi me elec-
trocuto por un piso anegado y en que se olvidaron de una
modesta tarima.
– Coño Nicolás, solo me falta tocar donde las putas
para redondear esta inédita experiencia–, comenté a un
veterano de tantas plazas.
– Ay, tan lindo–, me vaciló.
La noche en que nos lucíamos, al fin, en un selecto
sitio, el Club Demócrata, y compartiendo tarima con otro
grupo de la región, secuenciado pero de calidad, nuestro
vocalista, el veterano “Caraota”, enredó el papagayo.
Una sobria introducción instrumental y entra Omar
con la lírica del coro, saltando la estrofa inicial del solis-
ta, provocando un cruce de armonías, un dilema entre
lectura y guataca; piano y bajo siguen la voz, mas, las
trompetas de Marcos y Moisés se ciñen a sus papeles;
sobre la marcha cuadramos la coda y, ¡fuera! Se diluyó la
sonora sin dolientes; opaca y fugaz partitura. Aquella
“Sonora Universal” adoleció de, un líder musical o de
química de grupo.
RECITAL EN CARACAS
Tras un año de ausencia, de la capital del país re-
gresó Virgilio Armas, oxigenando la inerte actividad
[309]
jazzística. Con renovado optimismo ofrecemos dos reci-
tales en teatros de la ciudad. En la tasca “Filo’ss” repeti-
mos éxitos de años atrás. El don y la sabiduría de
Mario Zambrano con ese clarinete que nos llevó allende
las fronteras, nos guía ahora al Ateneo de Caracas; pres-
tancia de magna entidad que se renovó con la invitación
a Mario al “Festival Nacional del Clarinete”.
Se trató de una invitación muy especial y para un
acto de agasajo a los músicos, estudiantes y profesores,
participantes del festival. En una Sala de Usos Múltiples
del ateneo caraqueño, ante una selecta y muy calificada
audiencia, Mario Zambrano tendría su nueva oportuni-
dad de disertar con musical sapiencia.
En la antesala del recital y ejercitando con su clari-
nete, allí en la habitación del hotel, Mario estaba más
excitado que nunca.
– ¡Y no me fallen, carajo!–, nos exhortaba.
– Estoy muy nervioso, el auditorio será selectisimo–,
advertía encendiendo otro “Belmont”.
– Tranquilo maestro, somos veteranos–, lo calma
Virgilio.
– Y será un ambiente festivo, un brindis, un cóctel–,
tercié más realista.
Llegado el momento, Javier Rosales al cuatro y la
batería; Virgilio con su teclado y éste que cuenta la histo-
ria al bajo, dimos el sólido respaldo al músico del rego-
deo y grandes satisfacciones. Un novel y excelente
clarinetista venido de Colombia, se nos unió cuando les
brindamos el rompe hielo “Fiesta de negritos” de Lucho
Bermúdez; igual Frank Di Polo con su trompeta nos re-
cordó las jam session en “Juan Sebastián Bar”.
[310]
En el hotel “Anauco Hilton” pernoctamos cuatro
noches, compartiendo con aquellos músicos, entre nove-
les y veteranos académicos; días de franca comilona y
descuidando dieta y el diario medicamento hipertensivo.
No obstante estar en el año de mi ingreso al club de
“sexigenarios”, bajé la guardia al “enemigo silencioso”.
Aquel mi diario caminar, el control médico, la die-
ta y previsiones, lo tenía todo engavetado y en dañino
receso, ignorando las altas lecturas de hipertensión
arterial, autosuficiente.
– Mira que te juegas un “ACV”–, me advertía una
médica amiga.
– Le da una hemiplejia, Dios no lo quiera y a la
pobre Palmira le tocará esa carga–, agregaba.
– ¡Que carajo!, lo bailado ya nadie me lo quita–,
llegué a decir con absurdo conformismo.
ETÉREO MENSAJE
En venta fue puesta la casona de mi niñez y propie-
dad de la hermana mayor, Mary Graciela. Ya desocupa-
da, encargado de su transacción, pasados los ensayos de
la que fue “Sonora Universal”, allí solía relajarme en el
chinchorro, en solitarias tardes. Caigo en un letargo y mi
difunto padre aparece, cigarrillo en mano, y me habla.
– Mijo, cuidado con eso–, dice señalando mi mano
en la que veo semen y mientras orino en sitio público.
Salgo del retrete y pregunto a un bedel a dónde fue
mi padre.
– Debe estar por ahí, por el limbo–, me responde.
Impactado por el etéreo recado retorno al conciente
cuando llaman a la puerta. Al abrir, una espigada mujer,
[311]
pelo al garzón, con mini falda, un bolso aferrado como
su patrimonio, allí estaba, tras el encanto musical.
– Estoy curiosa, ¿aquí es donde toca siempre una
orquesta?–, pregunta mirando al interior.
– ¡Darcy!, desde “La Toccata” que no te veo–,
– ¿Buscando músicos o comprando casa?–, inquirí
quizás con mal gusto.
– ¡Que coño!, jodida buscando trabajo es lo que
estoy–, se queja.
– ¿Sigues en el oficio callejero?–, indagué perverso.
– Qué mas hago, ¡hasta me rezó un brujo en Cúcuta
para dejar esa vida!–, confesó.
– A falta de orquesta, ahí está mi chinchorro, com-
partamos soledades–, invité lascivo.
– Que coño orquesta, lo que me urge es lavar mi
ropa, bañarme y comer algo–, imploró favores.
Con impudicia post orgásmica del nada que tapar,
se dedicó a lavar sus trapos. La detallé en su desnudez
cuando colgaba su pantaleta negra, última prenda lava-
da. Santos y profanos instintos martillaban mi testa. Me
impresionaba su curtida piel, una tez de muchos soles y
lluvias; de su belleza de sensuales formas y bien torneadas
piernas, algo quedaba de los días o noches en que engala-
naba mi club.
La seguí al baño principal disfrutando la firmeza de
nalgas y bien formados muslos, producto de las largas ca-
minatas en sus desvaríos; igual firmes, sus pechos lucían.
– Ay, páseme el jabón del lavamanos–, pide ya bajo
la regadera.
– Claaáro, y me deja enjabonarla–, dije cachondo.
[312]
Lúbrico, sin perder el compás ni esperar en el cal-
derón, mi diestra toca bajo en un suave pizzicato. Darcy
disfruta un instante y me rechaza.
– ¡Déjemela quieta, le dije que estoy enferma!–,
dijo retirando la mano ejecutante.
Aquella melodía “calle real” sin sonoridad quedó
retirándome a recapacitar; ¿insania del cuerpo o del alma?
El etéreo mensaje de mi padre frenó el procáz desenfreno.
Castamente compartí nuevas visitas, con el mismo guión
de un macho cabrío obviando la tentadora desnudez.
[313]
Blanca
CAPÍTULO XII
AL BORDE DE LA VIDA
Alegatos ilógicos y disparatados abonaban la incu-
ria de cuidar la hipertensión de vieja data que me
acogotaba. Soldado intocable me sentía de “enemigos
silenciosos” en esa guerra avisada.
– ¡Que carajo!, para mi ya es normal esa tensión
alta–, respondía a Fulano.
– La pastillita diaria me protege de algo peor–, opi-
naba a Zutano.
– Ese medicamento me controla la hipertensión,
mas, nunca la eliminará–, comentaba con Mengano.
– Nunca tengo síntomas, y si es que los hay, del tal
“enemigo silencioso”–, alegaba a Perengano.
Aquella lluviosa noche de junio, Mario Zambrano
pasó buscándome por casa; el clima solo inspiraba que-
darse en cama; al sitio de la cita arribamos húmedos. Se
trataba del ensayo con un trompetista gringo de paso por
la ciudad y el cuarteto de jazz de Virgilio Armas fue lla-
mado para escoltarlo en un recital.
[315]
En el previo ensamble de un repertorio ágil y muy
estándar, la comunicación fue excelente. Aquella cita en
casa de un noble músico resultó muy especial, más sarao
que ensayo; un frasco de fino escocés libamos y con los
del estribo esperando el amainar de la lluvia; exquisitos
quesos y pastelitos no faltaron y para la imprudente co-
milona ignorando aviesos males.
[316]
dándome aliento dado que no perdí el conciente, salvo unas
lagunas. De un accidente cerebro vascular se trataba.
– Mi amor, sufriste un “ACV”–, me susurra, mas
informada de mi mal.
– Un posible derrame cerebral–, agrega.
– ¿Mucho trasnocho?–, indaga un galeno.
– Toda una vida, ¡con su música!–, se lamenta mi
Palmirita.
– ¡Bastante vaina que ha echado con ella!–, detalla
el cardiólogo, un amigo desde “La Toccata”.
– No siento mi mano, ¿dónde está mi mano?–, era
mi gran inquietud; la tragedia del orfebre.
Dada aquella hemiplejia en extremidades izquier-
das y leve lesión sensitiva del rostro, constancia, perseve-
rancia y mente positiva, serían las palabras de aliento reci-
bidas desde ese primer momento en emergencia. En ese
atolondramiento de las primeras horas post “ACV”, ya en
hospitalización, no podía faltar la solidaria compañía.
– Ala, Rodolfo, ¿accidente vaginal o “vasculiar”?–,
jodía el “mono” Gerson, ya con chistes de velorio.
– Tocar fue mi placer, genial y sexual, anótelo ahí
“mono” para mi epitafio–, me sumé al humor negro.
– Catire, ¡genio y figura hasta la sepultura!–, ob-
servó la fiel amada.
Un hasta luego le diría al divino y profano desan-
dar, bajando el telón tras una función mas. Un hasta lue-
go diría al magno escenario del vaudeville y el galanteo
sin rostro de la profana nocturnidad.
Hasta luego al compartir con ese espectro cultural
de mi región y su gran policromía de actores. Un hasta
luego y pidiendo a Dios, en el desenfado de mi existen-
cia, una muy lenta puesta de sol.
[317]
La crónica de esos momentos, entre el recital y el
regreso a casa fue, en parte, asesorada por Palmirita y
mis hijos. Además de tomografías que indicaban otro
anterior y muy leve ‘ACV’ sin secuelas, me realizaron
una delicada angiografía de cuatro vasos para descartar
posible cirugía. Copada la cobertura del seguro en dos
días, póliza de Palmira como educadora, me trasladan de
la clínica privada hacia el Hospital Central; allí perma-
nezco ocho días hasta que soy dado de alta por el exce-
lente galeno, Dr. Delgado.
– Amigo Rodolfo, cuídese y paciencia, mire que el
“mamorrazo” fue duro–, diría muy coloquialmente el
doctor Elpidio al despedirme.
INCAPACITADO
A quince días de mi mal, bregando con las penu-
rias del caso estando incapacitado, al fin sería la amiga
María Pilar quien consigue una muy esperada
fisioterapeuta graduada, presta a laborar a domicilio y
que iluminó mi habitación con su llegada; una voz, una
sonrisa, su rubio y encrespado cabello, sus ojos de dulzu-
ra me reaniman; una figura fresca veinte abriles aparece
energizando condiciones de la vida que me queda por
vivir. Sandra Henríquez decía presente.
– Dos ángeles por el precio de uno–, acoté con aque-
llo de “genio y figura”.
– No señor, ella me acompaña solo por hoy a cono-
cerlo y a su familia, lo atenderé yo sola, Sandra–, aclaró
la catirita.
– Bienvenida seas, ¡y párame de esta cama a una
tarima!–, programé mi rehabilitación.
[318]
Se inicia una rutina de ejercicios de una hora, dos
días a la semana y administrando los escasos recursos. A
quince días de la balsámica terapia, ya Sandra me ayuda
a levantar del lecho con una propuesta, audaz para mi.
– Rodolfiño, vamos a caminar hasta el balcón, yo
te llevo de las manos–, me indicó.
– Vamos amarraditos, como en el vals peruano–,
agregué el toque melódico.
– ¡Coño catirrucia!–, por ahí grité cuando, proban-
do la estabilidad, medio soltaba ella mis manos.
– Vamos bien, señora Palmira, y entreguen esa silla
de ruedas para que se esfuerce–, exigía Sandrita.
– Hay que corregir patrones, necesita un temporal
para que levante el pie–, insistía con sus indicaciones.
– Para Navidad ya estará en lo suyo ¡bailando!–,
vaticinaba.
Que lejos estábamos de esa realidad, más era el gran
estimulo para rescatar mis capacidades; recursos de mente
y solidaridad allí estaban. Invalorable igualmente las pala-
bras de aliento, con llamadas telefónicas desde su lecho,
del querido Gabriel Ruiz, otrora crooner de nuestro “Sexteto
Fantasía” y obviando su condición de discapacitado.
En breve tiempo, tras unas ocho terapias, una tar-
de bajamos esas gradas de acceso a la casa y disfrutando
del citadino movimiento. Una semana adelante daríamos
la vuelta a la manzana; las manos de Sandrita, sanadoras
y tan llenas de gracia, dejé marchitas.
La magia de mi catirrucia, se trasladaría a un nue-
vo escenario y al que me había resultado difícil asistir
por vivir en un primer piso y sus impedimentos de movi-
lidad en la silla de ruedas. El voluntarioso Nicolás Po-
[319]
rras, ahora presidiendo el sindicato de músicos, logra un
pase de cortesía para mi acceso a la Unidad de Fisiatría
del Hospital del Seguro Social, sitio al que llegué ya ca-
minando, muy frágil y con la ayuda del bastón cuatro
puntos y mi fiel amada.
No obstante estar allí atendido por Sandra y su
empeño por alargar el trabajo de mi recuperación, tacaño
resultó el número de sesiones, unas quince terapias; mi
caso, un “ACV”, ese terrible derrame cerebral, tenía allí
igual prioridad que la atención a un lumbago o cualquier
dolor muscular. Triste aquella última consulta con la
médica de la Unidad de Fisiatría de ese Hospital.
– Aquí, nada más podemos hacerle–,
– Continuará con una Terapia Ocupacional en su
casa–, indicaba la doctora.
– Resígnese al bastón ¡de por vida!–, sentenció
crudamente.
Ante el desamparo en que me halle, urgido de
fisioterapias, dado el precario servicio y seguridad social
que aún padecemos en este, nuestro millonario país pe-
trolero, obligado me vi a vender ese valioso contrabajo
que tantas satisfacciones y alta estima dieron a este cul-
tor popular en décadas pasadas.
TERAPIA OCUPACIONAL
Esa única realidad, ese reto a enfrentar, lo he ma-
nejado con la santa paciencia de mi esencia y por tres
años, con caminatas en el Parque Metropolitano, siem-
pre apoyado en el bastón cuatro puntos y en mi Palmirita.
Ya en solitario, desde que me atreví a conducir de nuevo
el carro de la familia, secundado por la voz de aliento de
[320]
numerosas personas que en el parque realizan caminatas,
por esa avenida central hago de nuevo el camino al andar.
La terapia ocupacional la he dedicado más que todo
al bajo eléctrico, ejercitar con método propio que se inten-
sificó cuando Virgilio Armas me retó y animó a reintegrar-
me a su banda. Como gran prueba, cumpliendo justo dos
años de haber sufrido el “ACV”, en cuatro bailes intervine
y sin morir en el intento; un capodastro en el primer traste
del bajo me sería de gran ayuda en cada baile superando
aquella adversidad de la pesadez del brazo y del
engarrotamiento o rigidez de la mano, sintiéndola oprimi-
da por un finísimo alambre que envuelve los dedos. Media
docena de veladas familiares redondean mis logros.
En el oficio de los Bienes Raíces, hice el intento y
con la ayuda de mi Palmirita, a ratos, ella manejando y
mostrando un par de inmuebles; ¡palo! me dieron con
sus transacciones dada mi imposibilidad de estar, como
sabueso, tras propietarios y compradores para el cobro
de comisiones.
A más de tres años del “ACV”, en franca recupera-
ción me siento, contando con mis recursos físicos y men-
tales, más cerca de realcanzar metas. Igual, me siento
recuperado en un 50% en el accionar del bajo; evalua-
ción ésta de mi parecer y como sabedor de lo que fui
capaz y esperando el momento de la verdad, del retorno
a un auditorio a participar en un recital.
Rehabilitación de gran aliento; todo con el apoyo
hermoso y calido de mi Palmirita, hijos, nietos y el entor-
no familiar. Desde el más crucial momento, salvo excep-
ciones, tal vez por aquello de que “la masa no está
pa’bollos”, somera ha resultado la solidaridad de los co-
legas de ese mundano oficio, la música.
[321]
Blanca
EPÍLOGO
[323]
Blanca
– CONJUNTO FANTASÍA –
Club Demócrata (1963)
[325]
– CONJUNTO FANTASÍA –
Hotel El Tamá (1964)
[326]
– SEXTETO FANTASÍA –
Foto en estudio Prodansa,
San Cristóbal (1965)
En cuclillas: Rodolfo Buenaño, bajo; Virgilio Armas, piano:
Antonio Casanova, tumbadoras; de pie: Domingo Moret, flauta y guitarra;
Gabriel Ruiz, cantante; Guillermo Táriba, batería.
[327]
– SEXTETO FANTASÍA –
Club Los Cortijos, Caracas (1969)
Rafael Guédez, guitarra; Virgilio Armas, piano; Rodolfo Buenaño,
bajo; Alida Jiménez, cantante; Hugo Liendo, congas; Guillermo Táriba,
batería; Gabriel Ruiz, cantante.
[328]
– VIRGILIO Y RODOLFO –
Nicol’s 70, piano bar. Caracas (1972)
[329]
– VIRGILIO ARMAS TRÍO –
Juan Sebastián Bar, Caracas (1973)
[330]
– VIRGILIO ARMAS TRÍO –
La Toccata, piano bar–restaurante.
San Cristóbal (1979)
Virgilio Armas, piano y teclados: Rodolfo Buenaño, contrabajo;
Lloyd Wellington, batería.
[331]
– GRUPO TOCCATA –
La Toccata, piano bar–restaurante
San Cristóbal (1983)
Nelson Rivera, piano; Rodolfo Buenaño, contrabajo;
Nicolás Porras, batería; Julio Flores, saxo tenor.
[332]
– VIRGILIO & JOHNNY –
La Toccata, piano bar–discoteque
San Cristóbal (1991)
Nicolás Porras, batería; Johnny Benedetti, teclados y voz;
Virgilio Armas, piano y Rodolfo Buenaño, bajo.
[333]
– VIRGILIO ARMAS Y SU CUARTETO –
Tasca Filos’s, San Cristóbal (1992)
[334]
– Velada familiar–
(2004)
[335]
Blanca
ÍNDICE
PARTE I ............................................................................... 17
CAPÍTULO I ....................................................................... 19
CAPÍTULO II ...................................................................... 45
CAPÍTULO III ..................................................................... 75
CAPÍTULO IV .................................................................. 103
[337]
Este libro se terminó de imprimir en Mérida, Venezuela
en los talleres de Producciones Editoriales C. A.
produccioneseditoriales@yahoo.com
Telf. 0274-4170660 / 0416-6743557 /0414-3746747
usando papel Tamcreamy
Se imprimieron 500 ejemplares