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EL GENERAL SANTA ANNA: EL BENEMERITO DE TURBACO

Adlai Stevenson Samper

Fue durante diez ocasiones Presidente de México. Negoció Texas con los
Estados Unidos y perdió, en batallas mal habidas; California, Nevada,
Arizona, Nuevo México y Colorado. Casi nada. Con una autentica
desmesura sobre el ejercicio del poder político, sus amigos alabanciosos
le recitaban sobrenombres gratos a su ego: El Napoleón de América, Su
Alteza Serenísima, Visible Instrumento de Dios, el Benemérito de
Tampico. Sus detractores tampoco se quedaban atrás en inventivas:
Héroe de 40 derrotas, La Cucaracha -por haber perdido una pierna y no
poder caminar- y el Mil Patrias, por estar relacionado con medio mundo
y no pertenecer a ninguna en el fondo.

Llegó por vez primera en 1850 a Turbaco, Bolívar, en plan de huída. No


se había amañado, cosa rara en alguien de su talante, en La Habana. A
partir de allí recorrió parte del Caribe hasta encontrar su reducto
dorado en esa población cercana a Cartagena. Si bien en México era
considerado un autentico sinvergüenza, un general medio loco que
desbarató en sus arrebatos a medio país, por acá era visto como un
buen tipo. El amigo de los pobres, a quienes les prestaba dinero sin
papeles y les cobraba bajos intereses. El honorable que tras su
esclarecido paso es hoy recordado como prohombre por sus ejecutorias
múltiples. El pérfido caudillo que pagaba a una red de informantes en el
puerto de Cartagena para que le avisaran la llegada de extranjeros
sospechosos y galoparan, como rayos, como centellas, orale! por el
camino real que mandó a reconstruir entre esta ciudad y Turbaco.
Hombre prevenido vale por dos, diría el general.

Para el médico e historiador turbaquero Alberto Zabaleta Lombana, de


84 años, “Santana dejo mal su nombre en México. Pero en Turbaco lo
quisieron mucho y fue muy buen ciudadano. Arregló en 1852 la iglesia
Santa Catalina de Alejandría comprando los altares en Europa. La casa
del cura también la edificó y en 1853 construyó la entrada al
Cementerio con su muro de cerramiento”.

Esas perdurables obras del benemérito se perciben en la Casa de Tejas


–hoy Alcaldía Municipal-, que fuera su residencia y que en temporadas
más antiguas había sido mansión del virrey Caballero y Gongora desde
donde pensaba gobernar las nuevas tierras de España. Santa Anna,
astuto, despistaba a sus enemigos con artilugios de mago: hizo
construir en la avenida del Cementerio una casa idéntica a la de Tejas y
nunca se sabía exactamente en donde se encontraba. Aunque tales
tretas de despiste estaban construidas en función de los foráneos pues
para los turbaqueros era una autentica bendición de Dios tenerlo entre
sus mas ilustres moradores.

Hubiera podido el General seguir disfrutando tranquilo de las peleas


memorables de Cola de Plata, su gallo favorito y de sus noches
encantadas de soberbio semental con su legión de mujeres en medio del
bosque de la hacienda La Rosita, justo en el camino a Arjona, si no llega
en 1853 una comisión de notables de México a pedirle “que por favor,
general, devuélvase a su patria porque usted es el único, el increíble, la
pura esencia del crápula, el mas macho, el bienaventurado que le puede
poner orden a ese territorio de desatinos”. Santa Anna confirma la
grandeza de la misión en su autobiografía: “fueron tan insistentes y
fuertes que me vi obligado a escuchar sus suplicas”. Pero Turbaco se
encuentra de luto por la irreparable partida. “Regrese pronto, Su
Excelencia”, es la despedida triste que escucha en las calles antes de
tomar el camino del puerto de Cartagena. Lo lloran sus mujeres.

El historiador Zabaleta sostiene que por ahí quedó regado su apellido,


pero su descendencia tiene otros pergaminos en los nombres. Un legado
de sangre igual que en el gusto de los turbaqueros por las peleas de
gallos y por el culto a la tierra mexicana: justo donde quedaba la casa
de Tejas –no de Texas, la pérdida provincia-, de Santa Anna, la avenida
ostenta el nombre de México. En esa misma calle, otro turbaquero
sostiene con vehemencia que lo que hizo Santa Anna; Su Alteza
Serenísima, en los escasos cinco años que vivió en esa población, no lo
ha hecho ningún político 170 años después. Por eso, cuando se
enteraron que el egregio general regresaba en 1855 a su “Palacio de
Turbaco”, como colocó pomposamente en una hipoteca que firmó en
Jamaica, el pueblo entero, sus mujeres, los peones de la hacienda con
sus arrieros y trapicheros, salieron en masa a aplaudir su llegada.

El memorial con el que lo reciben las autoridades en la entrada de


Turbaco enfatiza que ese singular momento histórico se debe, sin duda
alguna, a “un don de la divina providencia”. Santa Anna también lo
afirma: “El cura párroco apareció primero, el pueblo entusiasmado me
vivó, la banda del pueblo llenó el aire con su música. No hubo quien no
quisiera abrazarme al bajar del caballo”.

Otra vez las jaranas con sus compadres afilando las espuelas de los
gallos pendencieros y los encierros con su cohorte de mujeres en sus
casas y haciendas. Otra vez el desfile de menesterosos solicitando las
gracias económicas de su excelencia. Otra vez Santa Anna montado en
su reino tropical de mentiras en las alturas de Cartagena. Reparte
dadivas, arregla techos, reconstruye caminos, compra virgos, bautiza
ahijados de verdad e hijos anónimos en medio del regocijo popular.

Se encuentra en un clima muy parecido al de su hacienda Paso de


Varas en Veracruz. Pero con una ventaja: sin conspiradores a su
alrededor. Disfruta ese frío delicioso que según los viejos turbaqueros
“sube hasta las rodillas en las mañanitas y hace preveer agua al filo del
mediodía”. Antes, en México, había decretado honores militares con
duelo nacional para una pierna perdida en la batalla de Veracruz
propiciada por la artillería de los barcos franceses. Mala cosa para la
integridad de un héroe de la patria. Vislumbra su sepelio por la calles
de Turbaco llorado como el Gran Benemérito y para ese fin construye su
mausoleo.

Pero ese destino no pudo cumplirse. Al General otra vez lo llaman para
que, por favor, enderece esta barca errática en que se ha convertido
México y se marcha con evidente tristeza. Las autoridades de Turbaco
se desbordan en elocuencia en el excelso panegírico de despedida:
“Queda demostrado que en el corazón de Vuestra Excelencia Antonio
López de Santa Anna, se encuentra todo lo grande, todo lo bello, todo lo
sublime, todo lo heroico”.

Sus mujeres y los menesterosos lo lloran. Los gallos cacarean


quejumbrosos su despedida. Esta vez, en la bajada a Cartagena, tiene
la certeza de la ausencia definitiva. Atrás quedan casas, haciendas y su
fama de hombre generoso. Deja una fama de benemérito, de paso de
hombre ilustre en Turbaco. Pero de malas Su Alteza Serenísima que
desterrado otra vez en Saint Thomas, en plenas Bahamas, sufre un
atentado artero de parte del general, caudillo y Presidente de Colombia
Tomas Cipriano de Mosquera, alias “El Mascachochas”, amigo de Benito
Juárez, que ordena a sus subalternos confiscar La Rosita, esa inmensa
hacienda con el nombre de su hija y a propiciar un castigo cruel al alma
de gallero de Santa Anna en el exilio, degollando en sacrificio colectivo a
sus preciados gallos uno por uno.

Si no fuera por López de Santa Anna, Turbaco no sería el entusiasta


pueblo que es hoy en día. Por obra y gracia de sus auspicios, de 1851 a
1856, en cinco años, la población creció – en parte gracias a las
hazañas de cama generadora de una incontable prole-, de 2 mil a 4 mil
habitantes. Hizo de todo, dejando la imagen del buen hombre que
nunca fue y que es en suma el gran argumento para que en Turbaco se
trate su recuerdo con respeto. Todavía la memoria colectiva de la
población anhela la noticia: Regresa el Benemérito, retorna el General!

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