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Fue durante diez ocasiones Presidente de México. Negoció Texas con los
Estados Unidos y perdió, en batallas mal habidas; California, Nevada,
Arizona, Nuevo México y Colorado. Casi nada. Con una autentica
desmesura sobre el ejercicio del poder político, sus amigos alabanciosos
le recitaban sobrenombres gratos a su ego: El Napoleón de América, Su
Alteza Serenísima, Visible Instrumento de Dios, el Benemérito de
Tampico. Sus detractores tampoco se quedaban atrás en inventivas:
Héroe de 40 derrotas, La Cucaracha -por haber perdido una pierna y no
poder caminar- y el Mil Patrias, por estar relacionado con medio mundo
y no pertenecer a ninguna en el fondo.
Otra vez las jaranas con sus compadres afilando las espuelas de los
gallos pendencieros y los encierros con su cohorte de mujeres en sus
casas y haciendas. Otra vez el desfile de menesterosos solicitando las
gracias económicas de su excelencia. Otra vez Santa Anna montado en
su reino tropical de mentiras en las alturas de Cartagena. Reparte
dadivas, arregla techos, reconstruye caminos, compra virgos, bautiza
ahijados de verdad e hijos anónimos en medio del regocijo popular.
Pero ese destino no pudo cumplirse. Al General otra vez lo llaman para
que, por favor, enderece esta barca errática en que se ha convertido
México y se marcha con evidente tristeza. Las autoridades de Turbaco
se desbordan en elocuencia en el excelso panegírico de despedida:
“Queda demostrado que en el corazón de Vuestra Excelencia Antonio
López de Santa Anna, se encuentra todo lo grande, todo lo bello, todo lo
sublime, todo lo heroico”.