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Conversos

Un amigo (se llama Leonardo, pero lo rebautizamos Oliver en honor a su apellido)


plantea la dificultad de comparar mi alimentación con la de cualquier otro mortal, y
añade, a modo de enmienda básica, con la de cualquier ser humano. Sostiene sus tesis
amparado en que la cantidad de comida que ingiero está al borde de la desnutrición, y
pasa a detallar: “Lentejas, un huevo y unos tomatitos cherry es la comida de un
pajarito”, y luego redobla la apuesta, no creo que con ánimo de ofenderme: “Un pajarito
come más que vos”. Por ese motivo, según él, es muy difícil comparar sus platos con
mis platos o con los platos de un hombre promedio, aunque compara, y
consecuentemente con lo dicho, la comparación definitiva la efectúa con la porción
nutricia de un pobre pajarito, queriendo simbolizar mediante la elección del espécimen
mi magra ingesta diaria. Lo sabe hasta un niño, es imposible que un pajarito coma más
que un sujeto adulto, incluso, llevando el argumento al extremo, es imposible que un
pajarito se las arregle para comer más que un recién nacido, si lo hiciera, sucedería una
de las siguientes eventualidades, o las dos; por un lado, el pajarito devendría un pajarito
gigante, de aproximadamente unos setenta kilos, peso que le impondría el abandono de
su exigua condición (se convertiría en tremendo pajarón), por otro, yo no estaría al
borde del derrumbe alimenticio, como denuncia mi amigo, sino que ya hubiese fallecido
hace unos cuantos años.

Decido entonces cambiar de tema (en la vida todo cambio es un cambio de tema)
porque no me gusta hablar de muerte y desnutrición, pero el viraje de 180 grados al que
yo aspiraba termina siendo de 360, en vista de que quiero analizar el tamaño del huevo
(duro) que acabo de consumir en el almuerzo, tema al que mi amigo, de manera lateral
pero cierta, había aludido.

En la verdulería de enfrente de casa venden unos huevos que, comparados con los del
supermercado (La Gallega), adquieren la fisonomía esencial de otro producto. Como si
dos mercancías iguales pudieran ser ontológicamente distintas. Me refiero, insisto, al
tamaño de los huevos, no a la forma ni al color. Los de la verdulería son imponentes
como príncipes escandinavos, señores robustos y abundantes, pagados de sí mismos; a
la inversa, los expuestos en las góndolas del supermercado parecen niños avergonzados,
unos meros huevitos súbditos sin poder ni autoridad. Le pregunto a Oliver a qué
atribuye la diferencia, si piensa quizás en una extracción prematura del vientre materno
o que no les permitieron crecer como correspondía después del parto (eterno dilema
metafísico, ¿qué o quién vino primero, el huevo o la gallina?). Le pongo de ejemplo la
producción industrial de pollos, justamente, parientes cercanos, sino hermanos, o
primos, de las gallinas, que, sin ninguna experiencia, son considerados aptos para
participar de las grandes comilonas familiares, cuando en realidad les falta una horneada
(en términos metafóricos) para salir a disputar el controvertido mercado de las carnes
rojas, en franca decadencia desde el florecimiento vegano.
Acotación al margen, admito mi profundo desconocimiento de la cuestión avícola,
criado, como fui, en el centro de la metrópolis, bajo la sombra ubicua de una inagotable
biblioteca.

Mi amigo, en lugar de hacerse cargo de la interpelación y meditar conmigo sobre el


fenómeno, le dice a Franco, el tercer integrante del grupo, “Manuel se confundió, en vez
de comprar huevos comunes compró huevos de codorniz”. Ambos festejan la ocurrencia
a carcajadas, y se alientan a seguir bebiendo de mi sangre como dos viejos crápulas. A
mí me molesta el sarcasmo porque demuestra que no me tomaron en serio, cuando la
intención era hablar seriamente. Esta es una de las cosas que más me irritan, querer
hablar en serio mientras el interlocutor designado me toma para la chacota. Debe ser
algún trauma infantil con la figura de mi padre, el gran bromista, para quien todo, pero
todo, era circo (salvo él). Porque es lógico que si uno se propone hablar en broma el
oyente lo tome en broma, pero darle a la seriedad el carácter de su contrario no me
parece una actitud noble o de buen amigo, que es como lo considero a Oliver. También
sucede con bastante frecuencia que alguien dice algo en serio, pero como nota en la
expresión de su interlocutor una pizca de inquietud o desasosiego, aclara, por temor o
cortesía, “¡era un chiste, che!”; excusa vana que le sirve a determinada gente para eludir
la responsabilidad de sus dichos, es decir, de sus actos.

Existe también la posibilidad de que en tren de hablar en serio nuestro interlocutor no


nos considere veraces; en este caso, el oyente desconfía de lo que estamos contando
porque el enunciado contiene elementos fantásticos, inverosímiles o resultan tan
trágicos para su cabal comprensión, que instan a la persona a parar las antenas y
sospechar, sospecha generalmente disuelta con la frase “hablo en serio”, repetida
cuantas veces sea necesario, y sumando en lo ideal una mueca solemne.

¿Cómo, entonces, estar seguros sobre la veracidad (o falsedad) de un enunciado, si ésta


depende, en última instancia, de la reacción del receptor?

Esquivemos sutilmente el bulto de la respuesta para introducir otra situación interesante


dentro del campo lingüístico: mentir con la verdad.

¿Cómo es esto? Mentir con la verdad significaría emplear enunciados que describen
correctamente el mundo exterior si bien marcados por un tono o una inflexión de la voz
que les otorguen un tinte falso. Tengo presente un ejemplo autobiográfico revelador.
Hará tres o cuatro años participaba en una reunión de cátedra con mis compañeros
docentes de la Facultad de Psicología y en un momento dado le comenté a una colega,
en relación a un asunto polémico que estaba en boga por aquellos días, “sí, voy a sacar
los 30.000 dólares de abajo del colchón”; su reacción automática fue una risita
socarrona queriendo denotar un “no te creo” o “no me mientas”, pero no es que ella no
creyera en la factibilidad del retiro de los dólares de abajo del colchón, sino más bien su
recelo versaba sobre la posesión efectiva de la moneda extranjera. Valga la aclaración,
no reviso retrospectivamente el episodio y pienso, ah…mentí con la verdad, qué bien,
soy un vivo bárbaro, para nada, en aquel momento era plenamente consciente de mi
accionar, considerando, entre otras circunstancias, el contexto académico, un contexto
en el cual difícilmente algún profesor de filosofía pueda llegar a ahorrar 30.000 dólares,
y menos aún si es joven y prefiere trabajar lo indispensable, como es mi caso. Pronuncié
la frase y sólo generó risa y desconfianza en el entorno, y era específicamente la
reacción buscada. La anécdota mueve a preguntarse, ¿cómo saber cuando una persona
está diciendo la verdad?, ¿cómo saber cuando alguien miente?; formas repetidas de
volver sobre lo ya examinado, aunque con diferente terminología. ¿Hablar en serio
equivale a decir la verdad? ¿Mentir supone hablar en broma? Nada es equivalente en la
vida, nada supone nada, un término nunca puede significar lo mismo que otro, sin
embargo, hacemos como si fueran iguales, semejantes, homólogos.

Todo este fascinante debate surgió cuando le dije a Oliver, después de que él dijera que
había almorzado un menú “recontra sano” (pata muslo con papas, comprado en la
rotisería de la esquina), que su menú no era tan sano como lo pintaba o no era tan sano
como las lentejas con huevo y tomatitos cherry que iba a almorzar yo (hay foto del
plato). Fue ahí que él se refirió a la desnutrición y yo al tamaño de los huevos. Entre esa
maraña de frases y comparaciones, Franco, atento a la charla, quiso meter un bocadillo
y, con pose reflexiva, comenzó su diagnóstico pseudofreudiano sugiriendo una
proyección de mi culpa con la comida hacia los demás, y que “ellos (ignoro las razones
del pronombre plural), que no demuestran ninguna culpa”, comen tranquilos, pero vos,
o sea yo, los sanciono como me sanciono a mí mismo, y no dejo comer tranquilo a
nadie, y ejemplifica, tajantemente, con la cuestión objeto de debate: “Te comiste un
pollito con papas, que es la cosa más sana del mundo, y te quiere llevar al cadalso”
(Franco es más exagerado que Oliver, o igual, pero uno exagera para arriba y otro
exagera para abajo). Así finaliza la segunda intervención, burlona de sus dos amigos, a
uno por exceso y a otro por defecto; pero antes, como yo había tenido la delicadeza de
referirme al personaje de una novela tan goloso que concebía la comida como un simple
trámite previo para llegar por fin a los postres, Franco había traído a colación a Rosa, la
madre de sus dos hijos, Milos y Lluc, declarando que ella viviría comiendo solamente
postre, y no contento con incorporar a su esposa a la conversación introdujo al padre,
cuyo nombre olvidé, quien padece una predilección enfermiza por lo dulce, y promete
que más tarde nos brindará el dato concreto de cuántos turrones (mi amigo vive en
Tarragona desde el 2011) se puede llegar a comer su suegro para las navidades, y
también durante el año, y arriesga un número preciso; “compra ciento cincuenta
turrones y los termina él solo”; y yo, o sea él, concluye, todo lo contrario, se conforma
con una porción minúscula de tiramisú. Minúscula o mayúscula, mientras Franco
pronuncia, pausadamente, ti-ra-mi-sú, una pregunta relacionada con las anteriores
vuelve a capturar mi endemoniado cerebro, desde el hipotálamo hasta la glándula
pineal, para ya no soltarlo, ¿y si las bromas contienen un grano de verdad?

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