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¿Quién goza, el amo o el esclavo?

, se pregunta Gerardo, mientras camina


hacia su trabajo. Le faltan doce o trece cuadras para llegar, y en ese kilómetro
restante se hará la misma pregunta sin respuesta unas cuantas veces. Otra
pregunta que también podría hacerse Gerardo (si quisiera) es ¿por qué o para
qué trabajo?, y no solamente por qué o para qué sino, por qué específicamente
ocupo un puesto administrativo en una multinacional cuando yo hablé pestes
toda mi vida de las multinacionales. Hablar pestes no significa realmente nada,
en términos empíricos, me refiero. Del mismo modo que estar discursivamente
en contra de algo. Uno puede renegar del calentamiento global, de la pedofilia,
del estado elefantiásico y sin embargo ninguno de esos deseos –porque estar
en contra de algo supone desear que algo no ocurra, se suspenda, caiga en
desuso– se verifica en la realidad. Por eso, hay tanta gente afligida como
Gerardo caminando por las calles, empantanada en la trampa de la ilusión
permanente de que sus deseos algún día podrán hacerse carne, y se ilusionan,
se entusiasman, y luego adviene la posterior decepción, porque la verdad es
que no alcanza con desear una ilusión (esa zanahoria que avanza, igual que la
tortuga, un paso adelante de nosotros, seres aquileanos), sino que lo primordial
resulta concentrarse en materializar el deseo, si bien, claro está, la mayoría de
la veces ni siquiera intuimos aquello que en efecto deseamos (¿la zanahoria o
el avance de la zanahoria?).

¿Matar? ¿Violar? ¿Seducir a la suegra? ¿Quién se atreve a ojear (como cartas


marcadas) las preguntas más dramáticas que pesan sobre nuestra existencia?,
es decir, ¿quién se atreve a preguntarse las primeras preguntas que
deberíamos preguntarnos si fuésemos honestos con nosotros mismos?

Gerardo nació un 24 de agosto en el Hospital Materno Infantil Ramón Sardá.


Su madre era un ama de casa consagrada a la familia, aunque aprovechando
de vez en cuando las mieles de una vida paralela que vivía junto al almacenero
de la vuelta, Raúl. Raúl era un tipo especial. Con especial quiero decir,
obviamente, distinto del resto. Podría haber empleado entonces la palabra
particular, pero creo que la primera le cuaja mejor.

Raúl, cuando conoció a Mercedes, acababa de enviudar. Ya en ese momento


era el viudo más codiciado del barrio, a pesar de que su esposa había muerto
poco tiempo antes de una enfermedad que la gente suele o solía llamar
innombrable. Una enfermedad innombrable o la enfermedad innombrable atacó
a la esposa de Raúl y de un día para otro su vida cambió. Un día estás, al otro
no. Y fin de la historia. Como dice el proverbio Samurai: Me levanto y estoy
muerto. Fue un proceso penosísimo e infaliblemente breve, y esto de alguna
manera terminó siendo una bendición, aunque Raúl jamás se animaría a
confesar la alegría que sintió cuando por fin su esposa abandonó (en paz) este
mundo.

Mercedes visitaba a Raúl dos veces por semana. Con día y horario fijo, o sea,
cuando su marido estaba trabajando en la Fábrica Militar. Mercedes le hacía
mimos a Raúl, le decía mi amor, mi vida, mi alma. Ella no estaba segura del
motivo por el cual trataba con semejante dulzura al almacenero, lo que sí sabía
era que el almacenero respondía a sus caricias físicas y verbales con efusiones
parecidas. Sos hermosa, Mercedes, le decía apenas llegaba Mercedes, sos tan
linda como una flor. Resulta evidente que Raúl carecía de cualquier impronta
poética o entendía la poesía en su peor versión: creer que un poema debe
contar con palabras supuestamente poéticas del estilo excelso, ensoberbecer,
pupilas, luciérnaga. Quizás esta sea una de nuestras principales tragedias
contemporáneas. Y procuro no caer en la exageración fácil. Concebir la poesía
como expresión de sentimientos. Pero bueno, la gente ha decidido caminar por
el sendero de la estupidez, y quién soy yo para impedirlo o remediarlo.

En una de esas visitas estipuladas concibieron a Gerardo. Era una tarde


oscura, de pasiones abnegadas, en las que Raúl le dijo por primera vez te amo
a Mercedes y Mercedes respondió con el infaltable: yo también.

Gerardo puede decirse entonces que fue producto del amor, de un amor ilícito,
fraudulento, clandestino. Por supuesto, de inmediato decidieron montar
puntillosamente una farsa. El padre del bebé sería el esposo de Mercedes.
Nadie advertiría el cambio de sujeto, a menos que una marca en el cuerpo o un
gesto evidente levantaran sospecha.

Justamente, es lo que sucedió. En general, siempre sucede lo que no debe


suceder, me refiero a las relaciones humanas y no a nuestras relaciones con el
mundo. Con respecto a la realidad, el devenir se las ingenia para protegernos
(la maceta que demora una milésima de segundo más en caer del balcón, la
piedra cuya parábola se desvía medio milímetro, en ambos casos eludiendo
nuestra cabeza), pero con respecto a las relaciones humanas (que son, cómo
negarlo, parte de la realidad, pero de otro orden) la tendencia es
irreversiblemente equívoca.

Gerardo nació cojo. Claro, su condición recién la advirtieron al año, año y


medio (Gerardo era fiel a la demora) cuando Gerardito intentaba pararse para
dar sus primeros pasos. Fue una de esas tardes felices en que el primogénito
intentaba lo imposible, que al marido de Mercedes se le vino a la mente Raúl,
el rengo del barrio. Esto demuestra el viejo adagio freudiano de que la memoria
es selectiva y guarda para sí mundos enteros que sólo se descubren en el
momento menos pensado. Recuerde el lector, sin ir más lejos, el texto “el
olvido de los nombres propios”, en el que el médico vienés, justifica el olvido de
un pintor (Signorelli) en favor de otros dos (Botticelli, Boltraffio).

Decía que Gerardo nació cojo. La cojera congénita es una enfermedad poco
común en los países latinoamericanos como el nuestro, pero bastante
frecuente en Europa. El dato aporta una información valiosa puesto que los
padres de Raúl habían nacido en España. La madre en Tarragona, una ciudad
de la costa brava catalana donde casualmente vive un amigo de la infancia, al
que visito con una asiduidad que nadie entiende (especialmente la esposa de
mi amigo). Muchos argentinos sobreviven allí. En medio de la calma chicha y
del mar. El padre en Murcia. De Murcia no sé nada. Por eso evito inventar ya
que la historia de este hombre termina en el mismo momento en que empieza.
La de la madre de Raúl también, pero al unirme un afecto tan importante con la
ciudad que la vio nacer, necesitaba detenerme, aunque más no sea de pasada,
así cuando mi amigo lea esta historia reconocerá el guiño y se sentirá orgulloso
de aparecer nuevamente en un libro escrito por mí.

Raúl había nacido en España siete años después de la finalización de la


Guerra Civil, y en vistas de la trágica situación que se vivía en aquellas tierras,
sus padres decidieron emprender un viaje al nuevo mundo. Ellos no profesaban
ideas perseguidas en su territorio, pero notaban que algo no andaba bien con
el Generalísimo Franco (casualidad o no, mi amigo de Tarragona se llama
Franco, Franco Augusto, figura en su documento) y eso fue suficiente para que
decidieran un cambio de aire.

En Argentina, por esos años ganaba las elecciones un amigo del Generalísimo,
otro militar, Juan Domingo Perón. De todas maneras, conociendo ciertas
susceptibilidades contemporáneas, creo que es una decisión acertada no
hundirme en la política vernácula. Mis opiniones al respecto no valen la pena,
me considero un narrador apolítico, aunque a veces pueda parecer lo contrario.
Si uno quiere nadar en las aguas turbias del peronismo puede conseguir
decenas de libros que hablan sobre el tema y miles de libros que hablan sobre
Eva Perón. No es comodidad, temor o falta de responsabilidad ciudadana, es
que nada nuevo podría decir sobre el movimiento más allá de los lugares
comunes que han establecido los dos bandos que nacieron el día que nació el
peronismo, de cualquier forma, ya hablar de dos bandos (y antes, de aguas
turbias) es tomar una posición, así que retiro lo dicho y vuelvo al cojo.

Pienso en lo cojo. En alguien cojo, que cojea. En Argentina, generalmente, se


le dice rengo a alguien que padece la anomalía de cojear: “Andar inclinando el
cuerpo más a un lado que a otro, por no poder sentar con regularidad e
igualdad los pies”. La definición es tremenda. La imagen misma de la
desgracia, del señalamiento asesino. Y mientras más empeño alguien ponga
en disimular su mal, más se notará y mientras más enjundia ponga en simular
su normalidad, más aún se notará el mal. Nadie, ninguno de nosotros será
entonces capaz de esconder una cojera. Salvo en el congelamiento total. En el
frío juego de las estatuas. En la permanencia irreductible. Pero una vez que el
sujeto comienza a moverse (se levanta de la cama para ir a lavarse los
dientes), una vez que el traslado se inicia, allí la marca del padecimiento
impregna todo. Vemos al cojo llevando su cruz sin posibilidades de
desprenderse. Es todo él una anomalía, la gran falla divina, él mismo es su
cruz. Pobre cojo, decimos murmurando, pobre hijo de cojo, lo que le costará
vivir, y nos compadecemos sinceramente, aunque un sutil rastro de burla
desborda nuestra afirmación, burla que no es otra cosa que un suspiro de alivio
porque a nosotros no, nosotros caminamos con normalidad, sin que nadie
perciba nuestras miserias.
También se emplea cojear para objetos: “Dicho de una mesa o de cualquier
otro mueble: “Moverse por tener algún pie más o menos largo que los demás, o
por desigualdad del piso”. De sujeto a objeto (y nadie quiere pasar de sujeto a
objeto), las definiciones coinciden en que la cojera nace por un desfasaje entre
los elementos que sostienen el colocar un papelito doblado o un taquito de
madera o cualquier otra materia para equilibrar el desarreglo. Ojalá fuese tan
fácil en el caso del ser humano. Porque en el caso del animal sabemos que
andar rengo por la selva significa una muerte prematura. Ninguna presa tan
fácil para un cazador como un animal rengo. En nuestro caso (doy por sentado
que todos aquí somos humanos), no equivale a morir, pero sí a padecer
innecesarios desplantes.

Una vez Gerardo se citó en un bar con Silvia, la amiga de un amigo. El amigo
de Gerardo no le contó a su amiga (mal amigo) que Gerardo era rengo. La
amiga fue bien predispuesta al encuentro. Charlaron amablemente,
distendidos, gracias al efecto de algunas cervezas, y cuando llegó la hora de
levantarse para intimidar Gerardo, antes de que su compañera se diera cuenta,
le dijo, soy rengo. Fue horrible para Silvia porque primero le dijo que no le
importaba pero cuando caminaron juntos no pudo soportar el ritmo cadencioso,
digamos, de Gerardo. La relación no pasó a mayores. Cada uno se fue por su
lado, ella, cabizbaja, insultando a su amigo, y Gerardo, rengueando su dolor.

Puede que haya otros (hubo, hay y habrá otros), sin embargo el único filósofo o
ensayista cojo que conozco es José Carlos Mariátegui. Luminaria ilustrada,
creador indiscutido de los famosos Siete ensayos de interpretación de la
realidad peruana, que por pereza o vaya uno a saber la razón se conocen hoy
con las primera dos palabras. ¿Residirá el motivo en que un texto de realidad
peruana no le interesaría a nadie fuera de Perú? ¿Será porque en Argentina
peruano es casi un insulto (especialmente si agregamos, de mierda)? El
primero de los ensayos comienza así: EN EL PLANO de la economía se
percibe mejor que en ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la
historia del Perú. La Conquista aparece en este terreno, más netamente que en
cualquiera otro, como una solución de continuidad. Hasta la Conquista se
desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del
suelo y la gente peruanos. En el Imperio de los Inkas, agrupación de comunas
agrícolas y sedentarias, lo más interesante era la economía. Todos los
testimonios históricos coinciden en la aserción de que el pueblo inkaico –
laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo– vivía con bienestar material. Las
subsistencias abundaban; la población crecía. El Imperio ignoró radicalmente el
problema de Malthus. La organización colectivista, regida por los Inkas, había
enervado en los indios el impulso individual; pero había desarrollado
extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el
hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social. Los Inkas
sacaban toda la utilidad social posible de esta virtud de su pueblo, valorizaban
el vasto territorio del Imperio construyendo caminos, canales, etc., lo extendían
sometiendo a su autoridad tribus vecinas. El trabajo colectivo, el esfuerzo
común, se empleaban fructuosamente en fines sociales.

¿Sería lícito escribir: “EN EL PLANO de la economía se percibe mejor que en


ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la historia argentina”? No lo
sé. Nosotros, los argentinos, como dijeron varios presidentes, descendemos de
los barcos, pero no de los barcos de los conquistadores, para nombrar tres, La
Santa, La pinta y la Niña, sino de los barcos repletos de inmigrantes españoles
e italianos que escapando de la miseria, con una mano atrás y otra adelante,
llegaron al nuevo continente para hacerse la América. Muchos de ellos lo
lograron, y hoy son los abuelos o bisabuelos de grandes industriales y
empresarios que le dieron movilidad económica a nuestro bendito país, otros
no alcanzaron una cúspide tan alta en la escala social, aunque son gente de
bien y con un apellido notable. Hay de todo. Sus nietos o bisnietos somos
nosotros. No es mi caso en particular, ya que mi madre abandonó Italia recién
en la década del 70 y creo que no se moría de hambre, sino más bien quería
encontrar, junto a su exmarido (no mi padre), otros rumbos. Lo mismo que sus
coterráneos, pero bien distinto.

De los ensayos de Mariátegui no me acuerdo de nada, pero sí recuerdo una


anécdota que viene a cuento de lo que estoy tratando de contar.

Corría en el año 1899, José Carlos se trasladó con su madre y sus hermanos a
Huacho, capital del distrito homónimo y de la provincia de Huaura en el
departamento de Lima. En 1902, el niño Mariátegui sufre un accidente en la
escuela, y es internado en la clínica Maison de Santé de Lima. Su
convalecencia fue larga y quedó con una anquilosis en la pierna izquierda que
lo acompañaría el resto de su vida. Por haber quedado inhabilitado para las
recreaciones propias de su edad, frecuentó desde entonces la lectura y la
reflexión. Desde aquel triste episodio es llamado el cojito.

¿Cómo puede ser, en qué cabeza cabe, que de la lectura de un libro


imprescindible, según los especialistas, como los Siete ensayos yo sólo haya
conservado en mi memoria la palabra cojito. O, para ser exactos, el cojito
Mariátegui? Reconozco que un airecillo de alguna de sus tesis sobre el
marxismo zumba a mí alrededor. Para Mariátegui, no era necesaria una etapa
capitalista previa para la gran revolución comunista, sino que, al menos en
Latinoamérica, puede ahorrarse esa vicisitud. Lo que sin duda contraría al
marxismo ortodoxo o a quienes levantan las banderas de un Marx purificado.

Me da gracia porque hablo de Marx como si supiera. Pero esto es lo que me


permite la escritura, hablar como si supiera de todo o hacer que sé de todo o
mostrarme en otras oportunidades como no sabiendo nada. Quizás sea esa la
verdadera magia de las palabras, si digo Marx es una palabra, si digo
Mariátegui es una palabra, si digo Gerardo es una palabra, si digo cojo es una
palabra y así sucesivamente, palabra tras palabra, vamos formando
sentencias, enunciados, oraciones, párrafos que muchos lectores después
juzgan con su vara cualitativa y con su vara de cierta ensoñación porque a
veces creen efectivamente en las peripecias de nuestros personajes. Extraño.
Palabras, palabras, palabras.

Una última referencia al ensayista peruano. Termino de escribir peruano y


pienso que bueno, que peruanos sí, pero si uno dijese ensayista boliviano o
ensayista ecuatoriano, en quién pensaría. Nombremos mentalmente un
personaje de la cultura de Bolivia que no sea Evo Morales, nombremos
mentalmente un personaje de la cultura ecuatoriana que no sea Correa. ¿Y de
los países del Caribe? ¿El Salvador? ¿Guatemala? (Asturias) ¿Cuba? De Cuba
sí, pero hablar de Cuba, como estoy capacitado para hablar de cualquier cosa,
implicaría escribir una historia interminable, desde la independencia hasta la
Revolución. Ahora sí, una última referencia al ensayista peruano. En algún
momento se comienza a hablar de él en los pasillos del periódico La prensa. La
frase que lo pone de manifiesto, con la que sus nuevos compañeros se refieren
a él es esta: "¿El cojito Mariátegui? Es inteligentísimo". El cojito inteligente.
Casi que pienso en el Cogito Cartesiano, pero me abstengo. Cojito ergo sum.
Así se había impuesto la inteligencia del cojito Mariátegui en Lima. Parece
entonces que el accidente le permitió al niño que era Mariátegui volverse un
erudito. Existe en este sentido toda una tradición que desconozco de
personajes con padecimientos físicos o mentales que se vuelven poseedores
de una fina inteligencia. El caso paradigmático (es paradigmático porque en
realidad es el único que conozco, me arruino mi propia fiesta, pero quiero ser
honesto con el lector y no tener ninguna concesión conmigo mismo) es el del
Licenciado Vidriera, de Cervantes. Una novelita corta que narra la historia de
Tomás Rodaja, un joven enjuto que desairó amorosamente a una mujer y ésta
en son de venganza preparó un membrillo envenado. Al ingerirlo, Tomás
comenzó a creer que tenía el cuerpo de vidrio, por eso le reclamaba al público
que se reunía a su alrededor para ver con sus propios ojos el prodigio, no
acercarse demasiado. Tomás se había vuelto un ser frágil, con una inteligencia
ilimitada: “Seis meses estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se
puso, como suele decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los
sentidos. Y, aunque le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la
enfermedad del cuerpo, pero no de lo del entendimiento, porque quedó sano, y
loco de la más estraña locura que entre las locuras hasta entonces se había
visto. Imaginóse el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta
imaginación, cuando alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y
suplicando con palabras y razones concertadas que no se le acercasen, porque
le quebrarían; que real y verdaderamente él no era como los otros hombres:
que todo era de vidrio de pies a cabeza. Para sacarle desta estraña
imaginación, muchos, sin atender a sus voces y rogativas, arremetieron a él y
le abrazaron, diciéndole que advirtiese y mirase cómo no se quebraba. Pero lo
que se granjeaba en esto era que el pobre se echaba en el suelo dando mil
gritos, y luego le tomaba un desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y
cuando volvía, era renovando las plegarias y rogativas de que otra vez no le
llegasen. Decía que le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que quisiesen,
porque a todo les respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio
y no de carne: que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella
el alma con más promptitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y
terrestre. Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía; y así, le
preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente
con grandísima agudeza de ingenio: cosa que causó admiración a los más
letrados de la Universidad y a los profesores de la medicina y filosofía, viendo
que en un sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el
pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento que
respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza”.

Esta novelita ejemplar de Cervantes (casi escribo Quijote) fue publicada en


1613 según informa Wikipedia, dato que permite corroborar la hipótesis que
recién el mencionado Descartes conocía de primera o segunda mano la historia
de Rodaja cando en las meditaciones metafísicas escribió: “Y ¿cómo negar que
estas manos y este cuerpo sean míos, a no ser que me empareje a algunos
insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de
la bilis, que afirman de continuo ser reyes, siendo muy pobres, estar vestidos
de oro y púrpura, estando en realidad desnudos, o se imaginan que son
cacharros, o que tienen el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos; y no
menos extravagante fuera yo si me rigiera por sus ejemplos”.

Basta de citas porque parece que me estuviera haciendo el vivo. Que estuviera
jactándome de mis conocimientos, por favor, nada más lejos de mis intenciones
que alardear un saber que no poseo ni pretendo poseer, porque lo que a mí me
interesa no es del orden del saber, saber es fácil, una pavada, uno se sienta,
estudia, se concentra unos minutos y sabe, yo quiero otra cosa, algo mucho
más complejo, más arduo, más oscuro: no saber.

Decía, Gerardo nació cojo y camina hacia su trabajo con una pregunta cuya
procedencia ignora. ¿Quién goza, el amo o el esclavo? También se podría
preguntar, ¿quién goza más? Porque seguramente ambos gozan. Todos
gozamos siempre. Yo gozo, tu gozas, el goza, nosotros gozamos, ustedes
gozan, ellos también. Escribir, hablar, morderse los labios, tocar el piano,
comer papas fritas, llorar desconsoladamente, rumiar qué hacer. Todo es
motivo de gozo. Incluso podrían modificar la terminología, ¿quién goza, la
víctima o el verdugo? ¿El golpeador o el golpeado? ¿El bárbaro o el civilizado?
Responder estas preguntas requería un desarrollo excautivo del tema y una
energía ensayística inexistente en mí. Podría impostar, podría calzarme el traje
de pensador, devanearme los sesos, fumar en pipa. Podría ejecutar
malabarismos verbales, hacer que invento alguna idea original y todo para qué,
para concluir (siempre llega el momento de concluir) que la víctima goza tanto
como el verdugo, o quizás más, o quizás lo tiene a su merced. El verdugo a
merced de su víctima. Hermoso. ¿Y el cojo Gerardo en qué libro está? ¿En el
libro de los verdugos o en el libro de las víctimas?

Sin duda habrá gente que ponga el grito en el cielo, sobre todo hoy, o habrá
sido siempre así, que nadie quiere perderse el compromiso con las buenas
causas, pero lo paradójico es que esa defensa es en realidad una defensa del
goce, no del placer, del goce, que es algo bien distinto, todos queremos ocupar
el lugar de la víctima por la simple razón de que la víctima tiene un poder
mucho mayor que el verdugo, y la demostración empírica del fenómeno reside,
justamente, en el anhelo de ser víctima, anhelo de poder, anhelo de prestigio,
anhelo de reconocimiento.

Gerardo llega a la puerta de su trabajo con la pregunta caliente sobre el goce.


Quiere entrar pero no puede. Se acuerda de que en una película los personajes
quieren salir y se ven imposibilitados y la trama se vuelve absurda, como
absurdas son todas las tramas. En su caso, al revés, quiere entrar, necesita
entrar para marcar tarjeta, ocupar su puesto y comenzar la jornada. Y no
puede. No sabe si no puede por la materia de lo que vino pensando. No sabe si
no puede porque se convenció de que no debe. Pretende dar un paso y el paso
se le veda. Cojo y todo, amaga. Desde adentro, lo ve la recepcionista. Ve que
Gerardo está haciendo algo parecido a un paso de baile. Ella piensa que
Gerardo no puede estar bailando en la puerta de la empresa, que de ser así
sería irremediablemente removido de su puesto. Ella lo contempla con candor,
con algo de fe, y se levanta aguijoneada por una fuerza que ni siquiera
comprende y camina hacia la puerta, mientras camina advierte algo extraño en
su andar, cojea, ella también cojea, se asusta, no entiende los sucesos en los
que está envuelta y cuando alcanza la posición del supuesto baile de Gerardo
se pone a bailar, junto a él, aunque no bailen, y así todo el mundo alrededor,
bailando, cojeando, feliz.

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