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Mercedes visitaba a Raúl dos veces por semana. Con día y horario fijo, o sea,
cuando su marido estaba trabajando en la Fábrica Militar. Mercedes le hacía
mimos a Raúl, le decía mi amor, mi vida, mi alma. Ella no estaba segura del
motivo por el cual trataba con semejante dulzura al almacenero, lo que sí sabía
era que el almacenero respondía a sus caricias físicas y verbales con efusiones
parecidas. Sos hermosa, Mercedes, le decía apenas llegaba Mercedes, sos tan
linda como una flor. Resulta evidente que Raúl carecía de cualquier impronta
poética o entendía la poesía en su peor versión: creer que un poema debe
contar con palabras supuestamente poéticas del estilo excelso, ensoberbecer,
pupilas, luciérnaga. Quizás esta sea una de nuestras principales tragedias
contemporáneas. Y procuro no caer en la exageración fácil. Concebir la poesía
como expresión de sentimientos. Pero bueno, la gente ha decidido caminar por
el sendero de la estupidez, y quién soy yo para impedirlo o remediarlo.
Gerardo puede decirse entonces que fue producto del amor, de un amor ilícito,
fraudulento, clandestino. Por supuesto, de inmediato decidieron montar
puntillosamente una farsa. El padre del bebé sería el esposo de Mercedes.
Nadie advertiría el cambio de sujeto, a menos que una marca en el cuerpo o un
gesto evidente levantaran sospecha.
Decía que Gerardo nació cojo. La cojera congénita es una enfermedad poco
común en los países latinoamericanos como el nuestro, pero bastante
frecuente en Europa. El dato aporta una información valiosa puesto que los
padres de Raúl habían nacido en España. La madre en Tarragona, una ciudad
de la costa brava catalana donde casualmente vive un amigo de la infancia, al
que visito con una asiduidad que nadie entiende (especialmente la esposa de
mi amigo). Muchos argentinos sobreviven allí. En medio de la calma chicha y
del mar. El padre en Murcia. De Murcia no sé nada. Por eso evito inventar ya
que la historia de este hombre termina en el mismo momento en que empieza.
La de la madre de Raúl también, pero al unirme un afecto tan importante con la
ciudad que la vio nacer, necesitaba detenerme, aunque más no sea de pasada,
así cuando mi amigo lea esta historia reconocerá el guiño y se sentirá orgulloso
de aparecer nuevamente en un libro escrito por mí.
En Argentina, por esos años ganaba las elecciones un amigo del Generalísimo,
otro militar, Juan Domingo Perón. De todas maneras, conociendo ciertas
susceptibilidades contemporáneas, creo que es una decisión acertada no
hundirme en la política vernácula. Mis opiniones al respecto no valen la pena,
me considero un narrador apolítico, aunque a veces pueda parecer lo contrario.
Si uno quiere nadar en las aguas turbias del peronismo puede conseguir
decenas de libros que hablan sobre el tema y miles de libros que hablan sobre
Eva Perón. No es comodidad, temor o falta de responsabilidad ciudadana, es
que nada nuevo podría decir sobre el movimiento más allá de los lugares
comunes que han establecido los dos bandos que nacieron el día que nació el
peronismo, de cualquier forma, ya hablar de dos bandos (y antes, de aguas
turbias) es tomar una posición, así que retiro lo dicho y vuelvo al cojo.
Una vez Gerardo se citó en un bar con Silvia, la amiga de un amigo. El amigo
de Gerardo no le contó a su amiga (mal amigo) que Gerardo era rengo. La
amiga fue bien predispuesta al encuentro. Charlaron amablemente,
distendidos, gracias al efecto de algunas cervezas, y cuando llegó la hora de
levantarse para intimidar Gerardo, antes de que su compañera se diera cuenta,
le dijo, soy rengo. Fue horrible para Silvia porque primero le dijo que no le
importaba pero cuando caminaron juntos no pudo soportar el ritmo cadencioso,
digamos, de Gerardo. La relación no pasó a mayores. Cada uno se fue por su
lado, ella, cabizbaja, insultando a su amigo, y Gerardo, rengueando su dolor.
Puede que haya otros (hubo, hay y habrá otros), sin embargo el único filósofo o
ensayista cojo que conozco es José Carlos Mariátegui. Luminaria ilustrada,
creador indiscutido de los famosos Siete ensayos de interpretación de la
realidad peruana, que por pereza o vaya uno a saber la razón se conocen hoy
con las primera dos palabras. ¿Residirá el motivo en que un texto de realidad
peruana no le interesaría a nadie fuera de Perú? ¿Será porque en Argentina
peruano es casi un insulto (especialmente si agregamos, de mierda)? El
primero de los ensayos comienza así: EN EL PLANO de la economía se
percibe mejor que en ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la
historia del Perú. La Conquista aparece en este terreno, más netamente que en
cualquiera otro, como una solución de continuidad. Hasta la Conquista se
desenvolvió en el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del
suelo y la gente peruanos. En el Imperio de los Inkas, agrupación de comunas
agrícolas y sedentarias, lo más interesante era la economía. Todos los
testimonios históricos coinciden en la aserción de que el pueblo inkaico –
laborioso, disciplinado, panteísta y sencillo– vivía con bienestar material. Las
subsistencias abundaban; la población crecía. El Imperio ignoró radicalmente el
problema de Malthus. La organización colectivista, regida por los Inkas, había
enervado en los indios el impulso individual; pero había desarrollado
extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el
hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social. Los Inkas
sacaban toda la utilidad social posible de esta virtud de su pueblo, valorizaban
el vasto territorio del Imperio construyendo caminos, canales, etc., lo extendían
sometiendo a su autoridad tribus vecinas. El trabajo colectivo, el esfuerzo
común, se empleaban fructuosamente en fines sociales.
Corría en el año 1899, José Carlos se trasladó con su madre y sus hermanos a
Huacho, capital del distrito homónimo y de la provincia de Huaura en el
departamento de Lima. En 1902, el niño Mariátegui sufre un accidente en la
escuela, y es internado en la clínica Maison de Santé de Lima. Su
convalecencia fue larga y quedó con una anquilosis en la pierna izquierda que
lo acompañaría el resto de su vida. Por haber quedado inhabilitado para las
recreaciones propias de su edad, frecuentó desde entonces la lectura y la
reflexión. Desde aquel triste episodio es llamado el cojito.
Basta de citas porque parece que me estuviera haciendo el vivo. Que estuviera
jactándome de mis conocimientos, por favor, nada más lejos de mis intenciones
que alardear un saber que no poseo ni pretendo poseer, porque lo que a mí me
interesa no es del orden del saber, saber es fácil, una pavada, uno se sienta,
estudia, se concentra unos minutos y sabe, yo quiero otra cosa, algo mucho
más complejo, más arduo, más oscuro: no saber.
Decía, Gerardo nació cojo y camina hacia su trabajo con una pregunta cuya
procedencia ignora. ¿Quién goza, el amo o el esclavo? También se podría
preguntar, ¿quién goza más? Porque seguramente ambos gozan. Todos
gozamos siempre. Yo gozo, tu gozas, el goza, nosotros gozamos, ustedes
gozan, ellos también. Escribir, hablar, morderse los labios, tocar el piano,
comer papas fritas, llorar desconsoladamente, rumiar qué hacer. Todo es
motivo de gozo. Incluso podrían modificar la terminología, ¿quién goza, la
víctima o el verdugo? ¿El golpeador o el golpeado? ¿El bárbaro o el civilizado?
Responder estas preguntas requería un desarrollo excautivo del tema y una
energía ensayística inexistente en mí. Podría impostar, podría calzarme el traje
de pensador, devanearme los sesos, fumar en pipa. Podría ejecutar
malabarismos verbales, hacer que invento alguna idea original y todo para qué,
para concluir (siempre llega el momento de concluir) que la víctima goza tanto
como el verdugo, o quizás más, o quizás lo tiene a su merced. El verdugo a
merced de su víctima. Hermoso. ¿Y el cojo Gerardo en qué libro está? ¿En el
libro de los verdugos o en el libro de las víctimas?
Sin duda habrá gente que ponga el grito en el cielo, sobre todo hoy, o habrá
sido siempre así, que nadie quiere perderse el compromiso con las buenas
causas, pero lo paradójico es que esa defensa es en realidad una defensa del
goce, no del placer, del goce, que es algo bien distinto, todos queremos ocupar
el lugar de la víctima por la simple razón de que la víctima tiene un poder
mucho mayor que el verdugo, y la demostración empírica del fenómeno reside,
justamente, en el anhelo de ser víctima, anhelo de poder, anhelo de prestigio,
anhelo de reconocimiento.