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Últimamente vengo dándome cuenta de que leo cada vez peor, o, dicho de una forma un

poquito menos bruta, he advertido (últimamente) cómo mi capacidad lectora comenzó un


lento pero seguro declive. Cuando me refiero a capacidad, eximo de la discusión, el aspecto
cuantitativo. Acá no está en juego el cuánto, acá se juega el cómo. O sea, la calidad de mis
lecturas, la capacidad lógica adquirida por cualquier lector promedio (es decir, sin taras ni
padecimientos) a medida que transcurre el tiempo. Con otras tareas sería la misma cosa. Si
alguien trabaja durante ocho, diez o doce horas en un oficio, en una profesión, en una tarea,
por más mecánica que ésta pueda llegar a hacer, inevitablemente mejorará con el correr del
tiempo su performance. Lo sabe un jugador de fútbol, un tenista, un intérprete de guitarra, a
mayor tiempo empeñado mayor nivel se alcanza. Es una ley directamente proporcional. A más,
más. A menos, menos. Después, por supuesto, entran a conspirar otros factores, de orden
subjetivo, difíciles de mensurar, el talento, la voluntad, la convicción, el denuedo, la audacia, el
control de la neurosis, etc., que terminaran definiendo el desarrollo profesional del implicado.

En mi situación, parece que ninguna ley se cumpliera. Le dedico a la lectura la jornada laboral
completa (prescindiendo de las horas en que escribo, pienso o imagino) y a medida que el
tiempo pasa detecto que mi relación con los textos se degrada, en el sentido que cada vez más
le presto atención a lo nimio, a lo superfluo, a lo banal.

Voy a dar un ejemplo concreto para ser ilustrativo. Comencé a leer con entusiasmo (y con un
retraso notorio) Cien años de historia del arte argentino, de María José Herrera, y dejando de
lado las críticas que se le puedan realizar al libro por omitir puntillosamente toda referencia (o
casi toda) a escenas artísticas por fuera de la gran capital (que quizás no existan, de ser así la
omisión se convertiría en razón), me detuve en una serie de errores que nada aportaban a un
imaginario debate. Me gustaría aclarar, de todas maneras, que la acción “me detuve” no hace
justicia a los sucesos, porque mi accionar dista de ser voluntario. Debería decir, me detiene o
se detiene, o algo del estilo que genere la idea de padecimiento o disfunción.

Son simplemente dos, en un libro de 345 páginas. Uno de los errores figura en la ficha 22,
página 258, “Florencia Molina Campos”. Cuidado, consciente como soy de poseer una
subjetividad propensa a identificar en el otro el problema (¿cómo era el dicho? ¿La paja en el
ojo ajeno?), nada tiene que ver este ejercicio con, justamente, denunciar un error en el otro
sino ver qué consecuencias suscita ese error en mí. En este caso, nada significa para mí el error
per se, lo que me moviliza, aquello que me mueve pensar (como diría el maestro Heidegger, lo
grave) es la necesidad de buscarle un sentido al error. ¿Por qué la autora escribió Florencia en
lugar de Florencio? ¿Qué simboliza el cambio de género en un artista que, justamente,
pretendió darle forma a la pampa gauchesca? ¿Cómo habrá jugado el inconsciente de Herrera
en ese instante falta en que escribió después de Florenci, la a? Es cierto que el error podría ser
tan sólo un error de imprenta, que no responda a variantes ideológicas o de género. Sin
embargo, el nombre modificado está allí, el cambio de género se ha realizado. Y Molina
Campos ni enterado.

El otro error (esa marca que logra captar mi atención y obliga a desatenderme de lo esencial)
aparece en la página 294, cuando la autora enumera una serie de artistas que la gestión de
Jorge Glusberg, al frente del Museo Nacional de Bellas Artes (1994-2003), promovió. Cito: “Luis
Felipe Noé, Luis F. Benedit, Antonio Berni, Clorindo Testa, Edgardo Giménez, Juan Carlos
Distéfano, Oscar Bony (hasta aquí vamos bien), Julio Le Parc, Marta Minujín, Clorindo Testa
(¡!), Nicolás García Uriburu, Leopoldo Torres Agüero, Julio Le Parc (¡!)…”. No hace falta que
remarque la repetición de los nombres. De nuevo. No soy quién para juzgar el desempeño del
corrector (tuve una mala experiencia unos años atrás, pero en nada incide en este recorrido) o
el descuido de la editorial al permitir la redundancia. Es evidente que aquí la autora escribió
dos veces cada uno de los nombres, no me imagino de qué otra manera si no pudieron
aterrizar allí. Ahora bien, retornamos al principio, ¿por qué?

Espero que no se entienda como el lacrimoso lamento provinciano…

Este texto representa la prueba cabal de que sólo me ocupo de lo innecesario.

En la Cronología del arte en Rosario, Isidoro Slullitel manifiesta el ánimo de configurar, a fines
de los 60, una breve historia del arte de la ciudad, consciente de que Buenos Aires viene por
todo. Tal es así la cuestión, que en el primer párrafo de la introducción, escribe: “Rosario
forma parte de la historia plástica del país; que recibió las mismas influencias que Buenos
Aires, y que en el siglo pasado…”, dictum del que luego se retracta, cuando en “La primera
generación de pintores” dice: “A principios, y hasta mediados del siglo pasado, Rosario era una
villa pequeña en la cual no había, como lo hubo en Buenos Aires, un grupo de pintores
extranjeros que hicieran sentir su influencia”. La de Slullitel es una breve y nostálgica historisa,
por un pasado de bohemia que ya no volverá y porque, a partir de la lectura, podemos
comprender que la historia del arte rosarino nace con el grupo litoral, cerca de 1950. O si nace,
empieza a tomarse en serio las cosas. Tan solo 16 años antes de que el coleccionista se sentara
a escribir. Llamativamente, el grupo litoral no es mencionado ni una vez en el libro sobre arte
argentino, y sólo uno de o de sus integrantes es rescatado de las garras del olvido. Me
detengo, entonces, una vez más, en lo secundario. El nombre de Augusto Schiavoni es
mencionado en varias oportunidades, dada la trascendencia se algunas de sus obras, pero
significativamente, todas las veces que se lo nombra, su apellido aparece con E. Schiavone,
incluido el de su hermana María Laura, también pintora. Sin dudas que la i original fuerza un
poco al hablante rioplatense, que tiende naturalmente a modificarla por una e, como sucede
con un apellido célebre de un personaje célebre que ahora no recuerdo. Pero el asunto se
pone aún más interesante cuando vemos la reproducción de una de las obras del artista, con el
pie de la imagen y su nombre escrito correctamente. ¿Cómo explicar la discrepancia? ¿Por qué
no homologar el criterio y anotar el nombre de la misma manera siempre? ¿Qué hay detrás –o
delante– de la manifestación? La obra en cuestión, por si el lector se interesa es: “Naturaleza
muerta”.

Para salir del arte y no creer que este recorrido quiere ajustar las cuentas con un supuesto
ninguneo de la ciudad que me vio nacer, damos un paso que podría ser un salto hasta la
correspondencia de Walter Benjamin con Theodor Adorno, a quien el primero llama por su
segundo nombre: Wiesengrund. Uno estaría tentado a pensar que entre dos de las más
notables inteligencias del siglo XX, las disculpas y las excusas no formarían parte del
intercambio, o por lo menos no del modo casi obsesivo con el que realizan las mil y una
justificaciones por el “largo silencio”. Yo que pensaba que el fenómeno y el temor a la ofensa
eran recientes, cuando hoy día debemos pedir disculpas porque demoramos cinco minutos en
responder un mensaje de wtsp. A veces viene bien hundirse en la historia para comprobar que
el pasado lejos estuvo de ser idílico.

Finalmente, poso el ojo en una cita de Benjamin: “Método de este trabajo: montaje literario.
No tengo nada que decir. Solo que mostrar. No me apropiaré de ninguna formulación
profunda, no hurtaré nada valioso. Pero los harapos, los desechos, estos no los quiere
describir, sino mostrar”.

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