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¿Quién habla, entonces, cuando escribe el poeta? ¿El viejo, el niño, el adulto?
Habla la poesía, la tradición, el leguaje, habla el silencio, habla la voz de una
ausencia colectiva que sabe muchas cosas e ignora otras. Sabe que no somos,
ni seremos, fantasmas, sabe que somos, y seguiremos siendo, hombres y
mujeres de carne y hueso, temerosos, anhelantes, ardientes, fríos a veces
como témpanos, dispuestos a entregar casi todo, sino todo, por un minuto (¿un
segundo?) de amor, si bien es consciente, la voz, de cuánto mejor se ama en la
falta.
La mano diestra del poeta (sus versos) envuelve al lector en un ritmo, una
cadencia, una música ligera, sobre estos pilares armónicos se sostiene lo
insostenible de su escritura: en la forma, “que como forma la palabra ‘forma’ /
no quiere decir nada”, y sin embargo dice, al oído; en el espesor de un tono
doble, público e intimista, aciago y feliz, que cuenta su historia –o la de cada
uno de nosotros–, mientras por lo bajo arden, políticamente (contra la
corrección política), el sentido de las palabras y “la neutralidad de la lengua”.