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La razón del daño

Manuel Quaranta
Capítulo 1: Basilio

La semana pasada lo encontré al gordo Peralta y me contó que un par de días

antes había tomado café con Basilio en el bar del Tuerto, ¿con Basilio?, le

pregunté, sorprendido porque pensaba que Basilio estaba muerto desde hacía

por lo menos tres años, después de la depresión galopante que le atacó

cuando la esposa le dijo que no lo admiraba más. Que lo quería, pero no lo

admiraba más. Debe ser fuerte que tu mujer, o cualquiera, en realidad, pero

sobre todo tu mujer, de frente, te diga una cosa así: Te quiero, pero no te

admiro.

El gordo confirmó mi errónea convicción. Basilio sobrevivía, aunque a duras

penas. Por eso pudieron tomar café en lo del Tuerto. Cada día más miserable

el Tuerto, te cobra hasta el agua de los floreros, empezó contando el gordo,

pero como yo no tenía ganas de escuchar le retahíla de críticas en relación a la

avaricia del Tuerto, le pedí por favor que se limitara a contar cómo andaba

Basilio.

Basilio anda en una jodida. Vive en la casa de su mujer, no tiene trabajo, no

tiene un peso partido por la mitad. Cuando se levanta cerca del mediodía, para

desayunar, se mira al espejo del baño, antes de lavarse los dientes y no se

reconoce, después de cumplir cincuenta. Él pensaba que a los cincuenta las

cosas cambiarían, cobrarían un nuevo color, y si tomaron un color nuevo, fue el

negro, negro bien oscuro. En la cocina se cruza con su mujer y tampoco la

reconoce, después de veinte años de casados. Veinte años bajo el mismo

techo le hicieron olvidar que alguna vez el amor los reunió. Después del

desayuno, de vuelta acostarse.


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Basilio ignora cómo llegó a este punto. Sabe que llegó, irremediablemente. Es

empírico, una constatación vital. Piensa, entonces, imagina, recuerda, rumia

días enteros tratando de alcanzar alguna conclusión. Intuye algo, pero su

padecimiento es tan grande que la sólida intuición se evapora: a veces los

efectos preceden a las causas.

Basilio pasó los primeros años de su vida en una institución psiquiátrica. No

porque lo hubiesen internado atentos a alguna disfunción mental, sino

simplemente porque su padre era médico psiquiatra. El doctor Armando Segura

Una eminencia. El especialista más reconocido de Córdoba en la década del

60. Era dueño de una clínica privada que manejaba su cuñado (el esposo de su

hermana mayor, Claudia) y dirigió el Hospital Psiquiátrico Jorge Antonio Bonino

hasta su muerte, acaecida en octubre del 69. Justo el día después de que

Basilio cumpliera trece años.

Una década viviendo entre locos puede producir en el alma de un niño

consecuencias, como diría el Gordo, funestas. Convivir entre esquizofrénicos,

psicópatas, melancólicos, nunca redunda en algo positivo, y menos para un

niño ya de por sí débil. ¿Cómo habrá horadado la personalidad de Basilio la

relación cotidiana con personas carentes de un mínimo sentido de realidad?

¿Cómo habrá fundido su personalidad el hábito de compartir un espacio común

con gente que vive más allá del principio del placer? Alguien que se mira al

espejo del baño y no sólo no se ve a sí mismo, ni nada parecido a sí mismo,

sino que en la visión germinan monstruos, seres oscuros, bestias implacables.

Alguno de ellos, seguramente, se miraba al espejo pensado: ese monstruo que

está ahí soy yo mismo, y otros, en su desdoblamiento radical, pensarían: ese

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monstruo que está ahí me quiere comer. Y como en general nadie quiere ser la

cena o el almuerzo de nadie, el observador salía corriendo a pedir auxilio. En

una de esas oportunidades, Basilio fue el encargado de ayudar al paciente

atrapado en su delirio, y ese delirio, sin duda, comenzaba a realizar un fino

trabajo de degradación mental sobre el alma del niño, hasta hacer de él un

adulto temeroso e inseguro.

Basilio recogía los tomates del jardín del Hospital, unos tomates rojos y jugosos

que eran la delicia de lo que podría denominarse la familia toda de la

institución. Enfermos, enfermeras, médicos, autoridades. La gente se refería a

la cosecha como los “tomates de Basilio” y a Basilio se le inflaba el pecho de

orgullo. En aquellas reuniones multitudinarias en donde se mezclaban las

jerarquías y se comían tomates Basilio era enteramente feliz.

No es casualidad que uno de sus cuentos más logrados, según la crítica, se

titule “La soledad del recolector de tomates”. De corte netamente

autobiográfico, el protagonista del relato es un niño de doce años que mientras

ejecuta el encargo de su padre, sueña con volverse escritor de novelas de

aventuras. Por supuesto, todo se complica cuando le informa a su familia la

raíz de su deseo. Gritos, llantos, prohibiciones. Sin embargo, el devenir

promete una solución.

Basilio tenía tan sólo 22 años cuando obtuvo con “La soledad del recolector de

tomates” el segundo premio en el Concurso Municipal Leopoldo Lugones de la

Ciudad de Córdoba. Los jurados fueron nada menos que Jorge Luis Borges,

Martín Gainza y Severino Di Giacomo. En la ceremonia de premiación, Basilio,

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tímido como de costumbre, agradeció a su familia, y sobre todo encomió la

figura del padre.

…Mi padre me dijo alguna vez, casi como pidiendo disculpas (Basilio se

emociona): “Esta es la única manera de hacer descubrimientos importantes:

tener ideas enfocadas en un interés central”. Espero mantener vivo su legado.

Gracias.

La voluntad, no es nada nuevo, representa la base sólida de una vida anímica

mínimamente equilibrada. Y para sostenerse, aunque resulte paradójico, la

voluntad requiere obstáculos, obstáculos que le permitan ejercitar su fuerza,

tonificar sus músculos. Cuando ella nunca estuvo impedida, cuando jamás fue

necesario ningún esfuerzo para satisfacer los propios deseos, porque,

lógicamente, uno ha dirigido sus deseos tan solo sobre las cosas que pueden

ser obtenidas con sólo extender la mano, la voluntad se vuelve impotente de la

peor impotencia: ni siquiera lo intenta por temor a fracasar. Como si a uno le

hubiesen introducido un genio maligno en la conciencia que murmura cada vez

que queremos intentar algo: no, no, por ahí no, no lo hagas, mejor quedate

acostado en tu camita, afuera llueve, hay relámpagos, mirá el peligro. El genio

precisamente inhibe. Su función básica es decir no.

La otra forma de la impotencia es menos impotente, pero igual de efectiva.

Intentarlo, fracasar, y rendirse en el mismo instante. Descienden las fuerzas, se

desploman las energías, el sentido de pronto se ausenta. Difícil continuar. Lo

contrario de una voluntad de hierro. Caer y levantarse, fracasar y volver a

intentar. Fracasar una vez, fracasar dos veces, fracasar tres veces, fracasar

mejor. Dicho sea de paso, qué es la vida sino una sucesión ininterrumpida de
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derrotas, con algunos escasísimos momentos de tregua. Quien accede a esas

treguas, sobrevive. Y para eso debemos abstenernos de tomar los caminos

llanos, sencillos, así los músculos se atrofian y ante la primera elevación, el

desmoronamiento. Es verdad que estas reflexiones son trilladas, pero son

exactas en el caso de Basilio.

A los siete años Basilio tuvo la ocurrencia de tirar un gatito por el inodoro. Fue

pergeñando el plan en su cabeza, sin contárselo a nadie. Él ya sabía a los siete

años que contar un secreto era develarlo, aunque la otra persona prometiera

ser una tumba. Y develarlo implica estar en las manos de otro. Un peligro que

Basilio conocía al detalle, ya que un año atrás había ideado un plan similar,

sólo que aquella vez con un canario, y el plan falló porque la bocaza de su

hermana le advirtió al padre las intenciones de su hermano. La quiso matar,

hablando metafóricamente, y desde allí aprendió que si uno quiere lograr

determinados objetivos, mejor conviene callar.

El gatito murió ahogado, pero lamentablemente para Basilio no se lo tragó el

inodoro, por lo que las pruebas del crimen hablaron por sí solas. Además, al

atar cabos con el episodio del canario, los padres concluyeron que su hijo era

reincidente, y el castigo consecuencia de su accionar merecía también una

duplicación. O una triplicación, dependiendo de la perspectiva o el punto de

vista que se elija para evaluarlo. Un castigo ejemplar, en definitiva.

Basilio permaneció un mes encerrado en un cuarto de servicio sin posibilidad

de recibir visitas. Sólo su familia cercana, padre, madre, hermana, podían

acceder a la habitación para llevarle comida, si bien la mayoría de las veces él

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se resistía a dejarlos pasar. Fue un mes traumático que marcó a fuego el futuro

espiritual del adulto.

Muchos años después los padres de Basilio admitieron que habían cometido

excesos. Sobre todo, tomando en cuenta que ambos eran profesionales de la

salud mental y que podrían haber meditado mejor no sólo el castigo en sí sino

las consecuencias del castigo sobre su hijo. Pero con admitir un error, el error

no se enmienda, una mancha oscura en la memoria de todos.

Durante el mes de encierro Basilio fantaseaba hasta quedarse dormido. El

tenor de esas fantasías era bastante tenebroso, a tal punto que muchas veces

Basilio se asustaba de sus propios pensamientos.

Una mañana se despertó creyéndose cucaracha. Pasó dos horas mirándose

las manos como si fueran sus patas delanteras, un horror. Cuando la hermana

anunció el desayuno él le dijo que estaba indispuesto, que no tenía hambre,

que por favor volviera después. La hermana sospechó desde un principio,

porque si había un momento del día en el que Basilio tenía hambre era a

primera hora. Entonces le comentó a su madre la respuesta de Basilio y su

madre agarró la bandeja con el café con leche y las tostadas y se lo llevó. La

respuesta de Basilio a los airados golpes de la madre fue idéntica a la que le

dio a su hermana.

Tres días más tarde Basilio se despertó creyéndose cuchara. Aquí las cosas,

por un lado, se simplifican, y, por otro, se complican. Que un ser humano se

perciba insecto vaya y pase. Todos nos hemos sentido disminuidos,

apabullados por una existencia difícil de comprender, pero siempre nos

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mantenemos dentro de los límites de los seres animados. Ahora, creerse

cuchara implica cruzar una frontera de la que quizás no haya vuelta atrás.

Basilio subvertía la lógica, pasaba de sujeto a objeto. Y, según parece, nadie

está feliz con ese pasaje.

Decenas de filósofos le han dedicado su vida a reflexionar sobre el tema.

Podríamos nombrar a los más célebres, Jean-Paul Sartre, Maurice Merleau-

Ponty, Martin Heidegger; todos coinciden, a pesar de marcar diferencias de

grado, que el sujeto (Ser-para-sí, Dasein, Ser excéntrico) luchará sin

concesiones (la idea original pertenece a Baruch Spinoza, y remite a cualquier

entidad viviente) para persistir en la existencia.

La simplificación es obvia. Una cucaracha tiene ojos, cabeza, patas, alas,

antenas, abdomen. Es ontológicamente distinta a un ser humano, pero en

algún punto coinciden. En cambio, una cuchara es un elemento de lo más

simple: cuenco y mango. Y allí sí, no hay ontología que valga. Sujeto, objeto,

fin de la discusión.

La mañana que se autopercibió cuchara Basilio utilizó la misma excusa que la

vez anterior. Y todo fue un volver a empezar. ¿Qué te pasa Basilio?, le

preguntó su madre, desde el otro lado de la puerta. Y Basilio respondió que no

se sentía bien, y agregó, en voz media, para que su madre apenas oyera, me

siento cuchara.

La razón por la cual Basilio explicitó su condición de objeto y no la de insecto

quedará vedada. ¿Qué nos quiso decir con su acto? ¿En qué pensaba? La

gente se siente apabullada cuando faltan explicaciones, les gusta recibirlas,

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son como un soplo de aire fresco, una caricia al alma. A Basilio no le gustaba ni

darlas ni escucharlas.

La misma noche en que Basilio confesó sentirse cuchara los padres decidieron

tomar cartas en el asunto. Armando le dijo a su esposa que él se iba a

encargar, pero cuando terminara la condena, que el encierro le iba a hacer

bien, le iba aclarar las ideas, aunque parezca lo contrario. Paciencia, le dijo,

paciencia, tené paciencia, confía en mí, dejá todo en mis manos.

En el transcurro de los días Basilio escribió varias frases, de distinto tenor, en

un cuaderno que le habían permitido ingresar al cuarto de castigo.

Matar mi propia tara.

Estoy en guerra contra mí mismo.

¿Quién puso en mí esa misa a la que nunca llego?

Sólo yo poseo la clave de esta parada.

El duro deseo de durar.

Ese monstruo que está ahí soy yo mismo.

No soy poseedor del don.

Finalizado el mes de encierro los padres citaron a Basilio a una reunión

familiar. Ellos pretendían convencerlo de que el período le había servido y

también necesitaban alguna precisión sobre el episodio de la cuchara.

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El doctor Armando, como le decían los trabajadores del Hospital, estaba

bastante seguro de que Basilio nunca se había creído cuchara, sospechaba en

realidad, que su hijo se mandaba la parte.

Esa expresión en particular la utilizaba la madre de Armando (Basilio no llegó a

conocer a su abuela Eulogia, quien murió en un accidente automovilístico

cuando su nieto transcurría el sexto mes de vida dentro del vientre materno)

para advertirle a su hijo que renunciara un determinado tipo de conducta. La

expresión nunca lo abandonó y no sólo la empleaba para retar a sus hijos

cuando ellos, justamente, imitaban cierta conducta, sino que en no pocas

oportunidades la utilizaba para describir o certificar con los colegas la conducta

errática de algunos de sus pacientes psiquiátricos: se manda la parte.

Basilio agregó una confesión a la confesión y les dijo que había sido mentira lo

de la cuchara. Que nunca se había creído utensilio de cocina, aunque sí en

algunos lapsos del encierro se había percibido cucaracha.

Lógico, retrucó su padre, con su mejor tono. ¿Quién no se ha sentido

cucaracha alguna vez?

Cuatro años de tranquilidad se sucedieron. Los padres, especialmente

Armando, consideraron que Basilio estaba curado. Ya no debía temer por la

conducta asesina de su hijo.

Sin embargo, cuando la victoria parecía irreversible, ocurrió el desastre.

Una noche, mientras se lavaba los dientes antes de dormir, Armando sintió el

clásico olor a quemado. ¿Sentís, gorda?, le preguntó desde el baño a su mujer

que ya estaba acostada. ¿Si siento qué?; olor a quemado.


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El que se estaba quemando era uno de los internos del pabellón cinco, el de

los esquizofrénicos paranoicos. El pobre hombre era una antorcha humana, y

Basilio había sido el encargado de encenderla.

Cuando el padre llegó al pabellón el paciente era una llaga. Uno de los

guardias nocturnos, afortunadamente, conocía el procedimiento en casos de

que una persona se estuviera quemando viva: lo arrojó al suelo, lo hizo rodar y

lo cubrió con una manta.

Bueno, bueno, una cosa es que quiera matar a un gato y otra a bien distinta

que quiera matar a un loco, tiene once años, si no frenamos esto ahora no lo

frenamos más.

Un nuevo castigo ejemplar. Pasaría otro mes encerrado, aunque esta vez

atado a la cama. Lo desatarían sólo en caso de necesidad fisiológica, comer y

estirar los músculos.

La primera semana nada salió de sus carriles normales. La hermana o la

madre ingresaban con el desayuno, el almuerzo y la cena, desataban a Basilio

y si coincidía la necesidad, aprovechaba para ir al baño. De otro modo, si no

coincidía, Basilio debía poner el grito en el cielo para que alguna de ellas fuera

a desatarlo y así poder efectuarlas.

Los inconvenientes surgieron a partir del octavo o noveno día. Cuando Camila

(la hermana se llamaba Camila) ingresó con la bandeja del almuerzo, advirtió

que Basilio se encontraba en una especie de trance catatónico. Quiso saber

qué le sucedía, y por supuesto él no respondió. No podía responderle.

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Basilio ya no se creía cuchara ni cucaracha, ahora su mente transitaba por

sendas mucho más complejas, incómodas para una persona promedio: Basilio

se creía muerto.

Resulta imposible indagar en la mente humana a los fines de comprobar cómo

una persona viva puede llegar a la conclusión de que está muerta. Claro, la

palabra conclusión no es para nada precisa porque implicaría una serie de

deducciones lógicas que en principio están ausentes en los desarrollos

mentales de una persona como Basilio, o por lo menos de los desarrollos

mentales de una persona en las condiciones de Basilio.

Después de cuatro o cinco minutos sin obtener respuesta, Camila revisó el

pulso de su hermano y, aliviada, regreso a la cocina para contarle a su madre

lo sucedido en la habitación.

La madre se llamaba Peggy. Un nombre extraño para una mujer argentina,

aunque la extrañeza se disuelve si agregamos el dato de que el país de origen

de Peggy era Estados Unidos, y más aún se disuelve si nos enteramos de que

la mamá de Peggy se llamaba Peggy y de que la mamá de la mamá también

se llamaba así.

Peggy reaccionó mal. Y fue ella directamente a verificar la salud de su hijo. Le

tomó el pulso, le hizo varias preguntas. El pulso estaba correcto, pero Basilio

seguía sin responder. ¿Qué hacemos?, pensó. Tampoco quería fastidiar a

Armando con algo que quizás se resolvía en las próximas horas. Entonces se

abstuvo de compartir los hechos. Esperaría.

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A la mañana siguiente todo fue como si nada. Bajó Camila con la bandeja,

ingresó al cuarto y vio a Basilio atento, despabilado, según él con un hambre

bárbaro.

Camila le contó a Peggy el renacimiento de Basilio (más bien había resucitado)

y Peggy se dio una palmadita mental de reconocimiento por no haber salido

corriendo a contarle a Armando.

Para Peggy poder sola era motivo de satisfacción. Siempre muy apegada a su

marido, padecía la invisibilización de ser nombrada la esposa de. Ella no quería

ser la esposa de nadie, o mejor dicho, quería ser la esposa de Armando pero

no ser reconocida sólo por ese vínculo. Ella era Peggy, psicóloga.

La tranquilidad no duraría demasiado.

Luego de tres jornadas sin novedades, Camila, bandeja en mano, se acercó a

Basilio y Basilio, como si hubiera sido embalsamado durante el transcurso de la

noche, estaba solidificado, tieso.

El rigor mortis se define como alteración química que sufren los músculos

cuando una persona o un animal muere (nunca una cuchara, rígida desde sus

orígenes): el cuerpo muerto se encoge totalmente debido a una fuerte

contracción de los músculos que causa un estado de rigidez e inflexibilidad en

las extremidades, impidiendo mover con facilidad el cadáver.

A una temperatura normal el rigor mortis suele aparecer a las 3 o 4 horas

después de la muerte clínica y la rigidez suele tener un efecto completo

pasadas las 24 horas. Este es el tiempo necesario para que los músculos

empiecen a descomponerse.
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Camila soltó la bandeja. Ella desconocía la definición exacta de rigor mortis

pero estaba al tanto de que las personas, al poco tiempo de morir, adquirían un

grado de tensión parecido al que su hermano ostentaba en ese momento.

El ruido despertó a Basilio.

¡¿Qué te pasa, Basilio?!, le gritó Camila. ¿Estás loco?

Basilio, sereno, sorprendido por la reacción de su hermana, le respondió: Estoy

muerto.

Esa fue la gota que rebalsó el vaso. A la noche, en reunión familiar, padre,

madre y hermana acordaron la necesidad de poner punto final a la situación.

Era urgente desatar a Basilio y comenzar algún otro tipo de tratamiento, menos

invasivo, porque hasta ahora venía siendo peor el remedio que la enfermedad.

Exactamente un año después, el 29 de mayo de 1969, ocurrieron en Córdoba

una serie de levantamientos y protestas lideradas por diversos sindicalistas que

convulsionaron la ciudad, en reclamando mejores condiciones laborales y la

destitución del presidente Juan Carlos Onganía.

Armando era un fervoroso adherente del gobierno denominado Revolución

Argentina; catorce años antes, había brindado junto a sus íntimos el

derrocamiento del tirano, prometiéndose unos a otros, en el brindis, “nunca

más”. Ese fue el motor de su vida durante el período de paz que significó para

muchos ciudadanos la proscripción del peronismo.

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La pueblada resultó ser un plato demasiado abundante para el corazón de

Armando. Moriría dos semanas después del infarto en la clínica Suizo

Argentina ubicada en Barrio Alberdi.

El velorio contó con la participación de importantes personalidades de Córdoba,

desde el intendente hasta el gobernador de la provincia, pasando por

reconocidos profesionales de distintas áreas de la salud y los negocios.

Entre la pena de sus deudos se destacaba la de Basilio.

Basilio comprendía que una parte de su vida (la infancia) se evaporaba junto al

cadáver de su padre y al mismo tiempo entendía que éste quizás podría ser el

punto de partida anhelado para emprender su verdadera vocación (prohibida

tajantemente por el Dr. Armando): escritor.

Basilio, lo hemos comprobado, posee una imaginación vigorosa. Lo que de

alguna manera representa la condición de posibilidad para ejercer dignamente

el oficio literario, pero ¿es también condición suficiente? Adelantamos la

respuesta: no.

Para hacerse escritor o volverse escritor, además de cierto (cierto) talento, es

imprescindible trabajar, concentrarse, atender a lo que hay que atender. Si

tuviésemos que arriesgar un porcentaje, diríamos: 65% trabajo, 10% talento,

20% providencia. Los números no dan, nunca dan.

A los 16 años, Basilio comienza un intercambio epistolar con un reconocido

escritor cordobés que lo alienta, luego de leer uno de sus cuentos breves, pero

también le advierte: “Hay que someterse a un rigor draconiano, estudiar sin

pausa, privarse de las fiestas y de todo esparcimiento, temer la soledad y


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buscarla y, lo que es peor, recomenzar cada noche la ciclópea tarea de

perderse”.

Antes de cumplir los 27, Basilio ha publicado dos novelas (La razón del daño y

Yo era un niño de once años), un poemario (Paciencia), un libro de cuentos (La

vida de un hombre) y un conjunto de ensayos titulado Ensayos errantes. Su

carrera literaria parece no encontrar techo. Tiene dos novelas en carpeta,

varios ensayos dispersos, escribe todos los días un poema. Basilio, en los

hechos, se está convirtiendo en una realidad que nadie previó, ni siquiera como

promesa.

En su producción priman los elementos autobiográficos, pero deformados de tal

manera que sólo podría reconocerlos un lector que los haya vivenciado de

primera mano.

Las únicas dos personas capaces de reconocer el contenido autobiográfico del

material son su madre y su hermana. La primera falleció tres años después de

Armando, había logrado rehacer su vida pero un accidente fatal en la ruta 9

puso fin a los días de los recientes cónyuges. Camila, lamentablemente, tuvo

que ser internada de urgencia en una institución psiquiátrica debido a varios

intentos de suicidio.

Basilio respira.

Basilio le escribe a Aníbal B. (su amistad se ha vuelto inconmovible tras once

años de recurrente correspondencia) y le adjunta un relato breve.

Respuesta de Aníbal C.:

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Querido Basilio, por aquí las cosas van viento en popa, literariamente

hablando. Estoy a punto de publicar mi décima novela (Apuntes para un

largometraje, ¿suena bien?), y no es esa circunstancia la que me halaga, sino

la posibilidad de continuar escribiendo con entusiasmo, sin ceder a las

exigencias del mercado ni del éxito. ¿Quién decía que para un escritor era más

peligroso el éxito que el fracaso? ¿O fue una ocurrencia mía? Podrías

extenderlo también a la práctica artística, que tanto te gusta.

Los chicos están todos bien. En sus cosas. Viste que siempre fueron muy

independientes. Y eso me reconforta. Yo, que tiendo a lapidarme por el padre

que fui (o que no fui).

En relación a lo que me contás, comprendo tu angustia, comprendo

perfectamente la sensación de vacío, de enemigo invisible, de guerra sin

cuartel, lo único que puedo decirte, y sabés que prefiero cuidarme de dar

consejos, es que (ignoro el cómo) hagas de ella un aliado. Procurá hacer de tu

enemigo un aliado. Estimo que acá se juega cualquier destino.

Con respecto al relato, repito lo que seguramente te he dicho ya: tus textos

nacen corrompidos por la ironía. Es una cuestión estructural, no un aditamento,

un factor posterior, es una cualidad “esencial” de tu trabajo.

Felicitaciones. Admirable.

Te saluda con un abrazo, tu amigo A.

Una de las sensaciones de vacío más rotundas que experimenta Basilio se

relaciona con la muerte del padre. Cuando ocurrió el segundo episodio de

encierro, en realidad, cuando fue liberado y comenzó el proceso de


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reconversión subjetiva basado, entre otras terapias, en la cura del sueño,

Basilio deseó la muerte de su progenitor. La deseó con todas las letras. Muy

distinto a momentos furibundos cuando uno siente que quiere ver muerto a

alguien. En este caso, las cosas fueron deseadas, como quien dice, con

premeditación y alevosía. Esa premeditación y esa alevosía hicieron que al

producirse la verdadera muerte del padre, Basilio sintiera una culpa horrorosa

de la cual aún, casi veinte años después, no puede desprenderse. Culpa, lisa y

llanamente.

En 1976, Basilio comenzó un novedoso tratamiento psicológico. La psiquiatría

por aquellos años comenzaba a perder fuerza entre los entendidos y los

nuevos desarrollos psicoanalíticos le dieron vigor a una práctica que había

traído más calamidades que buenos resultados, al menos anímicamente

hablando.

La terapia ayudó a Basilio, le dio confianza en sí mismo, y quizás haya sido

determinante para acertar en su vocación de escritor. De todas maneras, el Dr.

Correas nunca se olvidaba de hacer hincapié en la culpa que había detectado

en su paciente. Si un objetivo tenía Correas era menos erradicar ese

sentimiento del alma de Basilio, que demostrarle el hecho palmario de que

todos somos unos miserables.

Basilio escribe noche y día. Cuando les muestra algún cuento a personas de su

entorno familiar, lo rechazan, le preguntan por qué no puede escribir algo

normal, algo que se entienda.

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Antes de cumplir los 30, Basilio se mudó a Buenos Aires. Allí conoció Rodolfo

Fogwill. En aquella época Fogwill ya tiraba con munición gruesa y era

reconocido en el ambiente literario como un faccioso, un aguafiestas. Mientras

todo el mundo festejaba candorosamente el retorno a la democracia, Fogwill

decía que no, que era una continuidad de la dictadura, y sugería que en el

ambiente artístico los participantes no la habían pasado tan mal.

Se hicieron amigos enseguida. La oscuridad de Basilio habrá prendido de

inmediato en la subjetividad de Fogwill, y lo acogió sin remilgos. Nadie duda

que en su desarrollo posterior, la amistad con Fogwill cumplió un rol decisivo.

Fue el único escritor (además de Aníbal B.) en quien Basilio confió por entero.

Y fue también Fogwill una especie de padre literario, con lo que Basilio

necesitaba una figura paterna, en todos los órdenes de la vida.

Basilio en algunos ambientes se hace llamar Basílico.

Abocado únicamente a su carrera literaria, Basilio había clausurado las puertas

para el surgimiento del amor. Sin embargo, un día conoció a Margarita, la mujer

más hermosa del mundo, y como un relámpago comprendió que amor y trabajo

podía conciliarse.

Se pusieron de novios, al año y medio se fueron a vivir juntos y al poco tiempo

se casaron. Él tenía 33 y ella 27. Se llevaban bien, compartían algunos

intereses intelectuales y sobre todo los placeres físicos. La cama era el lugar

donde verdaderamente se encontraban, aunque con el correr de los años ella

fue sumándose a las aficiones de Basilio. Había empezado a leer con cierta

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sistematicidad e incluso había arriesgado algunos versos. Él los leía y la

felicitaba, orgulloso de compartir una pasión que él le había engendrado.

El último año realmente feliz de su carrera fue 1998, en el que publicó sin

dudas su mejor novela, La fuga del tiempo. La novela tuvo una acogida notable

tanto por parte de la crítica como del público.

Aquí se produce un punto de inflexión, Basilio, con 42 años empieza a ser

tomado realmente en serio. Se especula con su nombre para algún premio

importante, le realizan reportajes, visita programas de radio y televisión. Basilio

parece que ha madurado, a pesar de su juventud. Le quedan diez o quince

años de carrera a un alto nivel; si se compromete verdaderamente, podrá lograr

algo más que un reconocimiento transitorio.

Artículos aparecidos en suplementos culturales:

La razón: Basilio escribe como sueña.

La prensa: La literatura de Basilio es un mecanismo de relojería.

La Nación: Rendido a sus pies, señor Basilio

Clarín: Basilio está llamado a ser el gran escritor argentino.

Justamente, en este punto se desinfla. Frente a la magnitud del desafío Basilio

parece derrumbarse. Ha venido sembrando con paciencia una obra coherente,

densa, inteligente, y cuando las condiciones tanto externas como internas

estaban dadas para dar el gran salto hacia adelante, Basilio se cae.

¿A qué fenómeno atribuir su caída?

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Basilio es de aquellas personalidades que fracasan al triunfar. Hacen todo bien,

se preparan, se comprometen, demuestran una convicción inquebrantable,

pero cuando urge dar el último paso hacia el nuevo nivel, hacia otro modo de

concebir el mundo y su práctica, cuando están por dar el sí para producir en

ellos y en su obra una cambio radical, se quedan petrificados, como si hubieran

clavado la vista en los ojos de la Gorgona.

El transcurso del tiempo fue desgastando notablemente a la pareja. La

convivencia hizo estragos. De hecho, Margarita tenía una fuerte inclinación a la

bebida, que el aburrimiento y la indiferencia potenciaron. Esa inclinación

sumada a los fantasmas de Basilio, fueron un coctel letal para la liquidación del

vínculo.

Tras la separación de un año, la pareja volvió a convivir. Pero ya nada sería

igual. Las heridas no se habían curado, ninguno de los dos había logrado

sanar. Nunca sabremos si por desidia personal o porque efectivamente los

vínculos, una vez rotos, ya no pueden rehacerse. Las hipótesis son varias y

quizás todas sean correctas.

Fue en ese contexto que una noche, mientras cenaban, Margarita le dijo a

Basilio que lo quería, pero no lo admiraba. Basilio la observó, apenas moviendo

su cabeza, como diciendo, lo sabía, lo vengo sabiendo desde hace mucho,

mucho tiempo.

Basilio murió en agosto del 2008. La depresión en la que estaba sumido

impidió que continuara con su carrera literaria, en declive pronunciado desde

que su esposa le confesó su falta de admiración. Pero desdeñar su carrera no

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significó el cese de su práctica. En su computadora, hallamos una carpeta

(oculta) titulada Los nombres que contenía un conjunto de relatos, a medio

concluir.

En un cajón del escritorio, la Margarita encontró una novela titulada Leer y

Escribir de Ariel Bermani, con un señalador en la página 67, y una marca de

birome negra en un párrafo cuyo protagonista se llama Basilio.

Dale, Gordo, ya está, listo, cortala. Si lo ves a Basilio, mandale saludos.

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Capítulo 2: Yo

Bienaventurados quienes desertan de sus padres.

En una balsa, en un camello, en un avión de línea.

Descalzos, con o sin fueros.

Reyes de una farsa artesanal.

Lo confieso mirándome a los ojos: nací cuando la mayoría de los hombres

alcanzan la mitad de la vida. Nací viejo. Y quizás esa sea mi gloria póstuma.

La gran avventura: no haber triunfado jamás.

Fui el hijo mayor.

El nieto mayor.

El sobrino mayor.

Hubo abuso de poder.

Y de pronto, llegaron los otros.

A patadas.

Arrebatándome el trono.

¿Qué habré hecho yo –un bebé que bebe leche nodriza porque su madre

desfallece– para merecer esto?

La vida y sus estragos.

Un litro de leche extranjera.

Leche negra para brindar por mis celos perdidos.

22
En segundo grado una amiguita me invitó a su cumpleaños, se llamaba Cecilia.

A la salida, y a escondidas de mis padres, rompí la invitación.

Fue mi primer intento frustrado de fuga.

Nunca se lo conté a nadie.

En segundo grado, también, me hice caca encima. Como buen lacayo, no me

animaba ni siquiera a levantar la mano para pedir permiso. Mi lucha, no

animarse. Desanimarse. La maestra, justo ese día, dirigía el ensayo de una

obra teatral. Quaranta, pase al frente. Interpreté mi papel cagado. Este

episodio, si fuera cierto, podría explicar muchas de mis actitudes.

Soy incapaz de contar la historia completa. Puedo sí, contar fragmentos. Puedo

sí, contar que no sé contar. Puedo contar que el que cuenta la historia siempre

es otro.

La impericia es mi Beatriz.

Y Beatriz es mi madre.

Todo es circo, solía decir, asertivo, mi padre. Pero ¿él mismo participaba de las

sesiones? ¿Era un payaso, un equilibrista, la mujer barbuda? ¿El hombre

elefante?

¿Confundo feria con circo?

23
Mi padre ha vivido una vida de excepción: ni reglas, ni leyes, ni normas. Nada

que huela a Dinamarca.

Yo seré su heredero. El primogénito. El jorobadito.

Para él, circo son los demás.

Fui dos soledades en una.

Dos soledades decididas a habitarse. A cohabitar: por eso me cuesta estar

solo.

Nunca estaré solo, a pesar de mí. A mi pesar:

Esta muerte que nos acompaña de la mañana a la noche.

Mi madre juntaba pañales, clavaba puñales, bordaba pañuelos.

Se lamentaba en secreto por las inhabilidades de su hijo.

Tosco.

Burdo.

Un despropósito.

Necesito re-fundarme.

Fundirme en las letras de mi nombre.

Y morir soñando.

Principio de siglo XX, Freud cita al filólogo alemán Carl Abel: “Ahora bien, en la

lengua egipcia, esta reliquia única de un mundo primitivo, hallamos un

considerable número de palabras con dos significados, cada uno de los cuales

designa exactamente lo contrario del otro”.


24
“Solieran conectar en una suerte de unión indisoluble lo que recíprocamente se

opone con la máxima intensidad”.

“Además de las palabras que reunían en sí lo significados contrapuestos, otras

palabras compuestas en que dos vocablos de significado contrapuesto eran

reunidos en uno que tenía el significado de uno de sus miembros constitutivos

solamente”.

mamápapá, lindofeo, placerdolor, rojonegro, dada.

mamá, lindo, placer, rojo, da.

Siempre le tuve miedo a todo, salvo a la muerte.

Raro.

A todo, salvo a la muerte.

Entonces, a retorcer la historia.

Cuento la leyenda de un monstruo que se llama yo.

Escribir sin ninguna esperanza.

De ser comprendido.

De llegar a misa.

La tierna impotencia de la militancia en el arte.

La pánica chatura del artista político.


25
¿Qué se puede esperar de un profesor de filosofía?

¿Y de un artista?

¿Y de un escritor?

¿Y de un niño criado entre algodones?

Jamás ningún sobresalir.

Jamás ninguna promesa. Ni sorpresa.

Fui siempre una realidad trunca.

Corrijo: sobresalía en lo íntimo, dentro del núcleo familiar.

Un cero a la izquierda de la existencia.

Entre los amigos, las bromas, un bufón.

El bufón que bufaba:

Mi mamá me ama.

Mi mamá me ata.

Mi mamá me mata.

Fui privado del no donde comienza la cultura.

Un niño inculto. Incapaz de cultivar una flor.

Y tuve que ser yo quien estableciera los límites de la realidad.

Ponerme el no de sombrero.

Negar y asentir al mismo tiempo.

Navegar por ríos profundos.

Por mares sedientos.


26
Casi, naufragar.

Estuve a punto. En el mar morido.

¿Cómo lo conseguí? ¿De dónde obtuve las fuerzas?

¿De lo innominado?

La pregunta invisible por el deseo.

¿Qué querés?

Tarde, siempre tarde.

Pero mejor tarde que nunca.

Mejor que tarde a que no llegue nunca.

Un adulto es alguien que renuncia sistemáticamente a satisfacer su deseo.

Alguien con un hambre sin saciar.

Alguien ya sin hambre.

Actuar y equivocarse.

Dice un amigo: No aprender es más difícil que aprender.

Aprender, aprende cualquiera.

Condenado por robo a mano armada.

Yo robo a dos manos.

Con las manos en la masa.


27
Con la sonrisa fulgurante de mamá.

Ali baba y los Quaranta ladrones.

Por h, por b, por los hijos de los hijos. Amen.

Se sabe (me han acusado), toco de oídas.

Con mi oído absoluto.

Toco la melodía de un final.

Y devengo un fraude verdadero.

La reina insatisfecha lo postula.

Lo grita a los cuatro vientos.

Y yo, tratando de escribir sin humildad un libro sobre lo que no sé.

Soy el lugar de las desapariciones.

¿Cómo otorgarle a las cosas cierto espesor?

Mi voz, una sintaxis, un destino.

El tono, el atún, la tuna, la tina.

La música, la convicción.

Un pleno al negro de la impunidad.

La literatura comienza con el intento de narrar un real imposible.

La literatura es un entre.

Un espacio que se deshace. Y festeja el desasimiento.


28
Y celebra su disolución.

Y se encarniza (se hace carne) con su propia virtud.

La literatura es muda. Y muta. Como mi madre.

Lo sucedido es una creación.

Escribí reseñas verdaderas de libros imaginarios.

Escribí reseñas falsas de libros verdaderos.

La fricción del origen.

Si Borges lo tenía todo,

y Arlt no tenía nada.

¿Yo qué tendré?

¿Todo menos nada?

¿Nada menos todo?

¿Menos que nada?

Una voz me arranca del presente.

Y la novela no arranca.

Empecemos de nuevo

(las veces que sean necesarias):

soy un derrotado que vive.

29
La destrucción fue mi país.

El desatino, mi pasión.

Engendré tres hijos: el tiempo y la muerte.

Mis padres engendraron cuatro.

Nací con dos lenguas maternas sobre la espalda.

Dos lenguas que me comen.

Y más tarde, me agencié tres.

Las cinco, de manera imperfecta.

Precarias.

Mal habladas.

Lenguas de miel. De hiel.

Lenguas de Langue. El bla bla bla.

La convergencia mutua.

El bla, de blasón.

El bla, de blancor

El bla, de Blanchot.

Lenguas de hielo,

sobre las cuales descanso.

Abono el terreno donde crecen las habladurías.

Intento hacer de mi oscuridad, un aliado.

De mis fracasos, amigos.


30
Rapiña o asimilación. Víctima o verdugo

(en mí sobreviven ambos).

¿Conseguiré amar –como un poeta– la razón del daño?

Charles Dickens escribe a su amigo John Foster: “Hay que someterse a un

rigor draconiano, estudiar sin pausa, privarse de las juergas y de todo

esparcimiento, temer la soledad y buscarla y, lo que es peor, recomenzar cada

noche la ciclópea tarea de perderse”.

¿Y todo para qué?

Yo no soy otro, soy ellos.

Soy el más marginal de los centrales.

Soy el más central de los marginales.

Vine preñando en un Caballo de Coya.

Tuve una paloma llamada Paloma. Y la perdí. Perdí a Paloma, salió volando

una mañana fresca cuando yo aún no había cumplido siete años. Así conocí la

derrota. La paloma voló entre los árboles, se posó en una rama, y adiós. A Dios

Paloma debes encomendarte. Y me saludó con una sonrisa que denotaba

burla, aunque también un vaho de tristeza. Ella se liberaba de mí, e intuía las

consecuencias de cualquier liberación. Ahora podría desplegar sus alas sin que

mi deseo la abatatara.

Matar mi propia tara.

31
¿Es posible no tener miedo?

¿Y si todos mis rasgos patológicos fuesen normales?

¿Y si el monstruo que subo al ring no existe?

¿Qué sería de mi vida, estos 42 años, si advirtiera ahora mismo que todo fue

una representación, una puesta en escena para poder sufrir mejor?

Confesión falsa: Abandoné mis sueños de gloria como se abandona el combate

a la mañana siguiente de la primera derrota. Lo intuía desde el principio, la

guerra representaba un desafío inabordable para un ser póstumo como yo. El

futuro desertor. Y así me llamaron los próximos cuarenta años. Desertor, que

suena a desierto. O traidor, que suena a tradición. O converso, que suena a

conversación.

Cada cual atiende su ego,

con paciencia cartesiana.

“…Aunque los sentidos nos engañen, a las veces, acerca de cosas muy poco

sensibles o muy remotas, acaso haya otras muchas, sin embargo, de las que

no pueda razonablemente dudarse, aunque las conozcamos por medio de

ellos; como son, por ejemplo, que estoy aquí, sentado junto al fuego, vestido

con una bata, teniendo este papel en las manos, y otras por el estilo. Y ¿cómo

negar que estas manos y este cuerpo sean míos, a no ser que me empareje a

algunos insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros

vapores de la bilis, que afirman de continuo ser reyes, siendo muy pobres,

estar vestidos de oro y púrpura, estando en realidad desnudos, o se imaginan

que son cacharros, o que tienen el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos; y

no menos extravagante fuera yo si me rigiera por sus ejemplos”.


32
Tengo todos los libros del mundo a mi disposición.

Aunque no los haya leído,

Aunque los sepa de memoria.

¿Cómo lograr que la vacilación y la duda sean mis aliadas? ¿Cómo puedo

conseguir que la voz que me habla sin pausa –que soy yo mismo, ese

remolino, esa cruzada asesina de niños inocentes– me dicte una novela? ¿Y si

ya me la dicta –o ya me la está dictando– y no le presto la suficiente atención?

Necesito un tono para este ensayo.

Yo digo que el otro dice. Yo digo que el otro dijo.

Mi padre soy yo. Mi madre c’est moi.

¿Por qué me aferro a eso que me arruina, a lo que me hace mierda? ¿Por qué

quiero volverme mierda? ¿Acaso le debo algo a alguien? ¿Me resisto a pagar?

Mi madre: Quiero que mis hijos tengan un techo sobre la cabeza.

Amada madre, yo no quiero tener ningún techo sobre mi cabeza, quiero

erguirme y salir a caminar.

Oscar Abelardo Masotta: “La trampa consiste en aparentar estar en la posición

que uno solamente está en vías de conquista”.

33
Un constante rumiar.

Como las vacas.

“Y así Fogwill –cuenta el narrador de El amo bueno– me contó una segunda

historia de Charlie Parker, mucho mejor que la primera, o tal vez igual, solo que

más interesante, más acentuada, seguramente más auténtica. Cierta vez

Parker iba en auto con un amigo, por el campo. Era verano y discutían sobre

asuntos menores. Los árboles, las ardillas, el pasto seco, el alambre de púa,

las vacas. De repente el amigo dice que a las vacas les gusta la música; sí, que

a las vacas les gusta la música, que las tranquiliza, las calma, las modera y las

vuelve felices. Entonces, como un rayo, el rayo negro de la muerte, Parker

toma el saxo –un saxofón alto– salta del auto, salta una tranquera, corre unos

metros, y se para frente a una vaca. Y toca. Toca diez, quince, veinte minutos.

Casi una hora. El amigo espera en el auto como quien espera la nada. Están

en la nada: el campo. Vuelve Parker al auto. Arrancan. Hay un silencio, largo,

larguísimo. Y Parker dice: Es el mejor público que tuve en mi vida”.

Con la sensación de seguridad en mí mismo, el edificio oscuro se derrumba.

Cuando siento que puedo, ella se diluye.

Pero qué difícil es sentir que puedo.

Regodearse en la inmundicia,

revolcarse en el goce asqueroso:

Blue Velvet.

34
Me alimento del pan freudiano.

De las migajas del psicoanálisis.

Sin más tiempo para perder.

He perdido años, lustros, décadas.

Este es el momento para la audacia.

Insisto: ¿Y si las fantasías –de cualquier clase– fueran enteramente comunes

en las personas?

¿Y si esta tara que me constituye –después de haberme dado al fin una

vocación– es mi manera de explorar el mundo?

¿Qué sería peor, más grave, confirmar mis padecimientos o darme cuenta de

que eran un tenue airecillo?

La infancia dura una vida.

Es el duro deseo de durar.

Era un niño goloso de mi mamá cacarachuna.

Manuel, le debemos un libro a María Negroni, no te olvides de pagar esta

deuda.

No es nada fácil desatar un nudo.

El nudo contiene un mundo.

Mi padre es la excepción a la regla.

Mi madre, de las que fracasan al triunfar.


35
Yo, de los que por conciencia moral, roban.

Entre la política y la poética, elijo la pena.

Esta noche estoy inspirado:

Una mañana, tras un sueño tranquilo, Manuel Quaranta se despertó convertido

en un monstruoso insecto.

El protagonista de la tragedia busca en el mensaje de los dioses el sentido de

su existencia. Ese mensaje jamás se entrega de modo directo. Siempre está

mediado por el oráculo. Pero el oráculo es un juglar pecaminoso que dicta su

mensaje oscura, ambiguamente.

Padezco una enfermedad literaria incurable.

Quiero saber en qué consiste la pérdida.

Mi madre nunca lo supo.

Mi padre, menos aún.

Escribo “estoy inspirado” y automáticamente decae la inspiración.

¿Cómo sostener el deseo?

Pascal Quignard dice “escribir piensa”.

Yo digo: escribo para no pensar.

36
Surge un obstáculo. Me cuesta sortearlo.

Me distraigo, hago como si el obstáculo no existiera.

Intento saltar por la ventana,

vuelvo a entrar por la puerta.

Escribiendo se me pasa la vida. Pasan las horas.

Temo escribir porque puedo morir en el intento.

Pocas veces me dejo llevar, pocas veces me concentro con semejante

atención.

Controlo la hora como controlaría a un paciente terminal.

Mamá vino de Italia con un marido puesto. Mi papá se lo sacó de encima y así

vivieron felices y comieron perdices.

Sueño con un lector ideal –dice Héctor Libertella– que es un mono con un libro

entre las manos.

Un mono con un libro entre las manos.

Una mano con un libro entre los monos.

Muchos años mi casa fue un teatro de guerra. Mi padre componía un bando. Mi

madre y sus hijos el otro. ¿Qué se disputaba? La primogenitura. Mi padre

quería pertenecer a nuestro bando y guerreaba. Quería ser un hijo de madre

más. Lo consiguió cuando por fin desertamos.

37
Las tormentas son subversivas. Nos dan una versión del otro cielo.

El anciano oye un canto perenne. No es el canto de una sirena sádica. Es el

canto perdido de un amor.

Soy un incompetente que quiere competir.

Mis ambiciones son descomunales.

Mis herramientas nimias.

Debo entonces disponer yo mismo las reglas.

No puedo jugar el juego con las reglas del otro.

Pierdo.

Si juego con reglas ajenas, pierdo.

Y necesito ganar.

¿Con qué objeto?

¿Una pala?

¿Un martillo?

¿Una fuente?

En Sobre el arte contemporáneo escribe César Aira (Cesaria): “…De ahí sale la

fórmula ‘cualquier cosa’, que puede tomarse tanto como fórmula de libertad

como de irresponsabilidad. Yo prefiero la primera, y soy un ardiente defensor,

en la literatura que escribo y en el arte que aprecio, de la ‘cualquier cosa’ como

Sésamo Ábrete de la creación. Supongo que también es lícito verla como

38
índice de irresponsabilidad frívola, si la idea es darle alguna pertinencia social

convencional al arte y la literatura”.

Mi mamá empezó a pegarme con una raqueta de tenis porque ya había

probado pegarme con la palma de la mano y el único efecto que conseguía era

adolorar su propio cuerpo.

Parece ser que yo era inmune a los golpes.

O al contrario.

Pedía más. Más. Más.

Como cuando ingerí medio blíster de lexotanil y ella intentó que lo devolviera

mezclando mostaza y agua caliente.

Más, más.

Siempre más. Inagotable.

El deseo, que se sacia,

y se vuelve obsceno.

Tarea de vacaciones:

nunca saciar completamente el deseo.

Dejarse un margen.

Una línea de realidad intocada.

Militar una distancia.

Equivocarse es humano,

desear es divino.
39
O al revés.

Kafka de vacaciones: “¡Todo es terrible, siniestro! Me caso, es terrible. Me

separo, es siniestro. Gozo, es siniestro; sufro, es terrible. No puedo hacer algo,

entonces lo quiero. No lo quiero, entonces lo hago. Mi cabeza está saturada…

más por menos, más… ¿qué estoy diciendo? ¿Perdí el hilo?”.

No Damián, estuviste a punto, pero no lo perdiste.

Justamente, me han acusado de “no dar puntada sin hilo”.

¿Qué querrán decir?

Como si los otros fueran margaritas.

Como si los otros cometieran actos amorosos cuando asesinan.

Como si los otros fuesen la mejor merca.

¿O me lo habré imaginado?

Seguí, Damián: “Todo es tan ambiguo…extraño lo que detesto, detesto lo que

amo…todo es tan…tan…¡como si una especie de amnesia se hubiese

apoderado de mí!...como si hubiera…como si hubiera perdido…¡perdí la

memoria!”.

Me cansa el mundo binario: sí, no.

¿Y un ni?

¿Y un so?

¿Un io?

¿Un sn?
40
¿Y una tercera posición?

¿Una tercera vía?

Combinaciones.

Afirmaciones.

Mi arte no es el arte de narrar.

Es el arte de combinar cadáveres exquisitos.

Seriamente.

A conciencia.

¿Esto que vivo qué es?

Yo había descubierto cómo enfurecer a mi abuela italiana. Era muy simple,

pronunciaba “acqua súbito” con un matiz de urgencia y ella empezaba a

perseguirme por la casa. Tenía cuatro o cinco años y había entendido el poder

de la palabra. Más tarde, me di cuenta de que ella impostaba un poco su enojo,

sin embargo, ambos representábamos nuestro papel. Y disfrutábamos de esas

andanzas. El perseguido y el perseguidor. La loba y el caperucito.

¿Qué mayor placer, que el de ser perseguido?

¿Qué mayor placer, que sufrir?

¿Qué mayor placer, que ver sufrir?

41
Cito un poema leído por un chico disfrazado de Lacan:

Ante la consecuencia

-el mandamiento-

del amor

al prójimo,

lo que surge

es

la presencia

de esa maldad

-fundamental-

que habita

en ese prójimo.

Pero, por tanto,

habita

también

en mí mismo.

¿Y qué me es

más próximo 

que ese prójimo,

que ese núcleo de mí mismo

que es

el del goce,
42
al que no oso

aproximarme?

Pues,

una vez que me aproximo

a él

-este es el sentido del mal estar

en la cultura-

surge

esa insondable agresividad

ante la que retrocedo.

Los domingos a la noche papá decía hasta luego, se iba a su habitación y

volvía, cuando menos se los esperaba, con anteojos negros, una salida de

baño y una toalla en la cabeza. Nos daba terror. Era una aparición verdadera

para sus hijos aún pequeños y para su esposa, que atinaba a decir: ¡Alfredo!

El pasado no se pisa.

El pasado sobrevuela como una mosca africana.

El pasado somos nosotros intentando olvidar.

Alejarme, ¿mi forma de mantener el deseo?

¿A quién velo en este entierro?

¿De qué clase de cadáver hablamos?


43
¿Un cuerpo presente?

¿El hombre invisible?

Una vez por semana, con pompa y circunstancia, mi papá desafiaba las reglas

del género familiar y salía a comprar helados a Santa María. El producto que

fabricaban (evaluado desde mi condición burguesa actual) era deleznable, sin

embargo, en aquella época nos resultaban los mejores helados del mundo.

Especialmente, crema cielo. Si mi papá los adquiría con fruición era porque las

distintas sucursales de la empresa ofrecían, un día específico de la semana, el

kilo a mitad de precio. Yo creo que a mi papá le gustaba más la mitad de precio

que tomar esos helados.

Elogio el aburrimiento.

Me pregunta qué pasa cuando dice que no pasa nada. Yo respondo que pasa

de todo, que entre otras cosas, pasa el tiempo. Que pasa lo que pasa dentro

nuestro. Un mirarnos. Un hacer tiempo. Un tener paciencia.

La experiencia de quedarse afuera sin querer entrar. ¿Por qué la puerta es un

obstáculo y no un motivo de alegría? ¿Por qué habría que sortearla o

derrumbarla? ¿No es verdaderamente algo –y de lo verdaderamente

importante– intentar construir una mirada a partir del novedoso punto de vista?

Después, si se entra, se entra, pero ya no se será, nunca más, el mismo.

44
Transitaba los días de preescolar. Al comienzo, según cuenta mi madre, fue un

infierno. Lloraba y pataleaba cada vez que me “abandonaba” en la puerta de la

salita azul. Luego los ataques fueron menguando. El desayuno que servían

consistía en una taza de té y galletitas. A mí el té no me gustaba, o creía que

no me gustaba porque nunca lo había probado, entonces a escondidas, me iba

a una rejilla cercana y tiraba el líquido elemento. Era mi manera de protestar y

mi manera de no crecer. Sólo aceptaba el jugo que servían una vez por

semana.

Aunque parezcan los últimos, son mis primeros destellos.

Módicos,

frágiles,

veleidosos.

Nada de este recuerdo es claro. Estábamos entrando al crepúsculo. Mis padres

me habían llevado al parque. Yo estaba jugando solo y un hombre mayor, con

barba colorada, me invitó a patear con su pelota. Acepté la propuesta. De

pronto aparece mi madre, ¿cómo aceptaba jugar con un desconocido? ¿No

comprendía lo peligroso de la situción? En el auto de vuelta a casa me fueron

recriminando mi accionar. Estimo que tendría entre seis y siete años.

Dice mi amigo: “Esa fue mi intención, un empujoncito más”.

Y agrega: “Quizás en ese empujón estén todas las fuerzas que no tuve para

poder ser lo que me hubiese gustado”.

45
Fuerza.

Potencia.

Convicción.

Tengo en mi horizonte una biblia. O quizás un simple mandamiento. La escribió

un polaco argentino. Se llamaba Witold Gombrowicz: “No soy nada, por tanto

puedo permitírmelo todo”.

No soy nada.

Puedo permitírmelo todo.

Me puedo permitir todo,

Porque no soy nada.

Por ser nada,

anidan en mí todas las potencias.

Es un precio alto.

La nada.

Ni artista,

Ni escritor,

Ni curador,

Ni filósofo,

Ni ensayista,

46
Puro inexpertitud.

Pura semblanza.

Un recién llegado al país de Alicia.

Disfruto de mi impunidad.

Y la padezco.

Salirme siempre con la mía.

Me resulta llamativo que todos los recuerdos traumáticos pertenezcan a

segundo grado. 1986. Chernóbil. El año que viajamos a Italia.

Escribí un cuento: 1979.

La inmortalidad fue un sueño animal extendido hasta los seis

decorosos años, ¡seis años!, atroz de verdad, y unánime, la derrota

sin patriada. Corría el fatídico mes de mayo o junio cuando

enajenado confundí los huesos del carpo de mi mano con una

protuberancia de origen maligno; de allí en adelante un módico

desastre: la certidumbre inexorable de la muerte. ¿Cómo era

posible, en aquella época difusa, si quiera imaginar con algún grado

de exactitud de qué se trataba la enfermedad innombrable?

Increíblemente lo presentía, tal vez, impregnado por la


47
inquebrantable hipocondría de un padre orgulloso de padecer la más

variada gama cromática de enfermedades, graves o no, verdaderas

o no, enfermedades de hecho y colusión, las de mi padre, que me

prendí, aunque no los trastornos objetivos, en sí mismos,

nouménicos, sino la creencia absurdamente real de estar enfermo

(ser un enfermo), dicho sea de paso, una de las variantes más

extendidas y patológicas de cualquier alienación eficaz, y yo, un

niño, lento y precoz, oscuro y retraído, ya me había contagiado ese

virus tenaz, asesino, cualidades infecciosas inapelables salvo que

una verdadera afección afincara concretamente sus garras en mi

cuerpo. Cuerpito dócil y grácil en junio de 1986, a un tris de cumplir

siete años. Cuerpito afectado por el viaje familiar, de tránsito por los

intrincados caminos de una Italia nativa e irreal, de regreso, sin

haber estado nunca, como Odiseo o Alberto Moravia, para morir.

Morir o soñar, tal vez, como soñaron, ciegos, los murciélagos de

Lampedusa con la tierra prometida o el paraíso perdido. Como

murieron decenas de personas en aquellos días aciagos a causa de

la explosión, ¡oh, socialismo verdaderamente existente!, en la central

nuclear de Chernóbil. Hoy Ucrania. Y luego siguieron cayendo

idénticos a cucarachas por los efectos residuales de la radiación,

aunque las cucarachas se salvaron, se sabe, o se convirtieron en

murciélagos (en aquel momento yo decía murciégalos).

¿Habrás estado verdaderamente expuesto, Manuel, a material

radioactivo?

48
La catastrófica explosión tuvo lugar el 26 de abril, apenas unos días

antes de emprender la inolvidable odisea, y mantuvo en vilo a mi

madre por los crecientes rumores de una supuesta diseminación

letal de gases mortíferos que liquidaría a media Europa, o al menos

la dejaría hemipléjica o medio coja, nosotros incluidos, y por eso

habló con su hermana y con el médico de su hermana y le dieron luz

verde, ni amarilla ni roja, de otro modo, estoy seguro (quiero estar

seguro), mi madre nunca habría arriesgado la vida de sus hijos,

quizás la propia, o la de su marido, mi papá, pero por nada del

mundo la nuestra, por nada, la de sus cuatro queridos hijos, aunque

quizás las haya arriesgado bajo el influjo de la ignorancia, pero es

tarde ahora, tardísimo, para lamentos.

Algunos pormenores de este tramo crucial de mi traumática

existencia fueron resucitados gracias a la novela Cuaderno de

Pripyat, del escritor argentino Carlos Ríos, cuyos epígrafes rezan:

1-“Le temíamos al viento, a la lluvia, al césped verde y fresco, a la

luz y al agua que bebíamos” (Yuri Andrujovitsch). 2-“Es verdad que

la cosas, durante esa primavera –la explosión había sido en abril–

eran por su tamaño, su color o su forma, un poco diferentes de lo

que siempre habían sido, como si a causa de la explosión un nuevo

mundo, colateral del primero, pero que terminaría suplantándolo por

completo, hubiese empezado a proliferar” (Juan José Saer).

Las palabras de Andrujovitsch no requieren de la menor

interpretación, dictamen que supone, evidentemente, una


49
comprensión previa; Saer, en cambio, anticipa, con su tono semi

oracular, ¡oh diosa Perestroika, loas a Ti y a tu Justicia Eterna!, la

caída estrepitosa de la URSS, sin embargo la exégesis del derrumbe

de los sueños igualitarios permanecerá postergado hasta otra

oportunidad, porque lo que ahora quiero contar es mi caída,

individual, egotista, en bandeja, si bien carezco de pruebas

definitivas para confirmar el hecho de haber estado alguna vez de

pie.

Algo de esa caída o de mi inconmovible estancamiento está ligado

estrechamente a la república tóxica de Chernóbil, porque Chernóbil

constituyó el símbolo de la presencia de la muerte en persona, lejos,

muy lejos, extremadamente lejos podrán replicar quienes crean en la

distancia, pero no tanto como a uno le gustaría, y si aquella

explosión fue devastadora para los soviéticos persuadidos, por qué

razón sería diferente para mí, niño argentino, con ínfulas de

hipocondríaco y temple de hombre resquebrajado por las

circunstancias. Circunstancias inesperadas y ocultas tras un manto

de neblina, reavivadas cuando veinticinco años después llegó a mis

manos el libro de Carlos Ríos, Cuaderno de Pripyat, un conjunto de

escritos diversos, fragmentados como un collage, dispuestos a

perforar la totalidad de una ciudad cercada desde hace décadas por

los demonios de la radioactividad. Cuaderno de Pripyat demuestra

que la explosión sigue ejerciendo su potencia a partir de pedazos

que son imposibles de juntar, “restos de mampostería verbal”,

“copias de copias” de copias que impiden gritar victoria y obligan a


50
reconocer la esterilidad de cualquier pretensión de forjar un retrato o

recuperar una historia, definida como “la reconstrucción falsa de una

experiencia”.

¿Suficiente?

Existen temas que me obsesionan, muchos, y me llevan a extremos

indeseados e inconfesables, extremos entrevistos en sueños o

pesadillas; aunque no monomanías ni delirios mesiánicos o místicos

o de persecución, como sería creer con una insistencia feroz en una

conspiración extraterrestre para robarse el obelisco. Son cuestiones

latentes, ¿infantiles? ¡oh, Doctor Freud o Freund!, dispuestas a una

activación inmediata al contacto con cualquier reactivo. Y los

reactivos son múltiples, pese a estar urdidos con los hilos de una

sola palabra: muerte.

La muerte estaba lejos presentarse en aquella época dorada, ¡oh,

Diego Armando Maradona bendita sea Tu Zurda!, de 1986, y menos

aún de presentarse en la forma letal y angurrienta del cáncer. Mi

mamá evidentemente desacreditaba cualquiera de mis supuestos

temores, quizás para no sentir temor ella misma frente al

irrepresentable deceso de su primogénito, y trataba de calmarme y

volver al calmarme, así durante semanas hasta que un día el temor

desapareció no sin antes dejar marcado mi núbil cuerpo con la

indeleble cicatriz de la finitud. Seis o siete años y ya era consciente

de que en el horizonte, tarde o temprano, la muerte escribiría mi

nombre, o el suyo, durmiendo, jugando al ajedrez o contando


51
ovejitas para conciliar el sueño. La muerte al acecho. Lamentable y

triste como triste y lamentable fue la desmesurada inquietud que

sentí cuando me enteré de la inexistencia de Papá Noel. ¿Eh?

Cierto, inquietud es una manera demasiado liviana de nombrar la

dolorosa sensación de orfandad frente al hallazgo de una

inexistencia, sensación que se fue convirtiendo en negación,

resistencia, impotencia, para finalmente abrir el tenebroso portón de

la desilusión. Papá Noel no existía y yo ya sabía que me iba a morir,

un cóctel carnicero, a contramano de lo que muchas personas me

habían jurado y recontrajurado. Así descubrí, de manera brutal,

descarnada, el poder de las palabras, existe, no existe, prende,

apaga, negro, blanco, y así también fui cediendo a la evidencia

lacerante de que la mentira era probablemente el modo natural de

negociar de los adultos, eso en lo que me convertiría alguna vez, si

la muerte fallaba en la consecución anticipada de su plan,

conversión que procuré rechazar mediante artimañas lícitas e ilícitas

hasta que un día fui incapaz de resistir los embates y me hice el

muerto, que es una mezcla de los dos descubrimientos

trascendentales de mi vida. Hacerse pasar por lo que uno no es.

Simular. Disimular. Un muertito tirado en la calle viendo la gente

pasar y pasar. Un muertito en un espacio público ignorado por el

ciudadano honesto. Un muertito de nombre tal o cual. Una

performance patética o poética. O un degollado posando en la tapa

de un libro impublicable construido por una sucesión de significantes

tanáticos que sólo llegando al final de la carrera, si el trabajo es


52
arduo y constante, quedarán atrapados en las mendicantes redes

del sentido.

Gracias a la publicación de ese libro me realizaron una entrevista vía

mail. “¿Cuál fue la mejor novela que leíste?”. Respuesta: la mejor

novela aún estaba por escribirse, pero de alguna manera soy capaz

de entrever el argumento. Se desarrollaría en un único ambiente,

una habitación de hotel, por ejemplo; todos los hechos sucederían

allí adentro y no habría desplazamientos temporales, ni pasado ni

futuro. Puro presente. El presente de un hombre a punto de quitarse

la vida, un hombre a punto de tomar la última decisión, la decisión de

clausurar cualquier elección ulterior. El método elegido resultaría

indistinto, consumo colosal de pastillas, ahorcamiento, un disparo en

la boca, martillazo en la frente o cualquier otro que el escritor

considere apropiado según el nivel de desesperación o angustia del

inminente suicida. Todo, entonces, giraría en torno de un solo

personaje, sin duda, acompañado de sus fantasmas, de sus amores

perdidos, un personaje central cuyo destino consistiría en convertirse

en su propio verdugo, y no vergudo, como escribí en el original,

corregido milagrosamente por el editor luego de consultarme y antes

de que las respuestas salieran publicadas.

Con respecto al robo del obelisco.

Un amigo psicólogo sufrió un brote psicótico en una de sus estadías

en el exterior, y cuando volvió del abismo, o de la sensación de

haber estado cayendo, o de lo que sea que haya visto o entrevisto


53
para largarse a correr entre los autos. Nadie comprendió qué le

estaba pasando. Él tampoco logró entender nunca el episodio,

aunque debido a su buen comportamiento lo liberaron del

psiquiátrico en donde aparentemente lo violaron algunos enfermeros

en reiteradas oportunidades, solos o de manera grupal, esto sin

perjuicio de la violencia cotidiana ejercida por los empleados de esta

clase de instituciones; fue allí, me dijo, que entró en pánico ante la

visión de extraterrestres invadiendo Buenos Aires para robarse el

Obelisco. Su manía tocó un extremo el día de mi cumpleaños

número 23, hace 16 años, cuando de pronto, mientras festejábamos

en casa un reducidísimo grupo de misántropos, él, Héctor y yo, nos

rogó encarecidamente que fuéramos a verificar la presencia del

obelisco. Para darle el gusto a Salvador (como si el cumpleaños

hubiese sido de él) tomamos un taxi con las botellas de whisky bajo

el brazo y le exigimos al taxista que nos llevara a la zona donde se

perpetraría el supuesto crimen. Eran las cuatro y media de la

mañana, la calle estaba desierta, y a los pocos minutos

contemplamos satisfechos la edificación más tradicional de la

ciudad. Salvador se calmó, aunque su endeble equilibrio mental fue

corroyéndose a una velocidad tal que seis meses después decidió

arrojarse por el balcón de su departamento, con los resultados

lógicos de una caída sin contemplaciones desde el décimo piso (me

lo imagino planeando a Salvador, en busca vaya a saber uno de

qué, extendiendo sus alas y dejándolas inmóviles; un ser

extraordinario Salvador, tan hábil con las palabras que le decías “a”
54
y era capaz de escribir un ensayo de cincuenta páginas). Historia

similar a la de mi otro amigo del alma, Jorge, alma quebrada, que

por la época de la escena del taxi había sido internado en un

psiquiátrico de Córdoba, de donde nunca lo dejaron salir debido a la

extrema gravedad de su padecimiento, pues confundía permanente

e irrevocablemente realidad y ficción o ficción y realidad. Una vez fui

a visitarlo y me pidió que lo acompañara a la consulta semanal. Todo

fue por carriles normales: preguntas, respuestas, delirios, visiones,

temores enfermizos, sin embargo, concluida la consulta me alejé

junto al especialista para comentarle algunas coincidencias que yo

observaba con cierta preocupación entre el padecimiento de mi

amigo y el mío; su respuesta fue tan tajante como enigmática: donde

usted nada, su amigo se ahoga. Yo quedé paralizado y aún hoy no

logró entender cómo el profesional pudo emitir semejante juicio sin

conocer absolutamente nada de mi pasado. Un pasado sombrío,

como el de cualquiera, que se inició el día en que creí estar enfermo

de cáncer, el día elegido para mi big bang personal, privado, la gran

explosión, el frenesí, que finalizará, en principio, cuando se haya

agotado la expansión de mis tejidos y todos mis órganos estén

preparados para contraerse en un big crunch ínfimo, íntimo y

silencioso, que según prevén los indicios más certeros nadie

recordará.

La historia, mi historia, entonces, comienza con ese viaje a Italia,

tierra madre donde conocí mi muerte, la verdad más propia. Pero


55
¿qué puede saber un niño de la verdad y de la muerte? Yo lo podría

saber ahora que tengo 40 años, exactamente la misma edad que

tenía mi amigo cuando se lanzó desde el décimo piso con la firme

esperanza de morir, y 18 menos que Jorge, cuya historia incompleta

concluyó el día en que se tiró por el hueco de una escalera, extraño

final nunca aclarado por los responsables de la institución (una

enfermera correntina presentó el deceso de la siguiente manera: “El

señor Jorge ha fallecido en un intento de suicidio”, Jorgito habría

sonreído frente al dislate lingüístico). La muerte, omnívora, infama y

redime, omnipresente, siglos de sumas teológicas que pretenden

entender lo inentendible, la muerte, el fin, el cese, y yo contemplo a

mis amigos muertos, lanzándose al vacío para vaciarse; qué

hubiesen dicho de la verdad postulada por un oscuro poeta, sin

rostro preciso, sin registro, un espectro francés llamado Blanchot

que en su mejor libro escribió: "Si negamos la muerte, es como si

negáramos los aspectos graves y difíciles de la vida, como si sólo

tratásemos de acoger las partes mínimas de la vida; entonces,

nuestros placeres también serían mínimos. 'Quien no consiente a lo

espantoso de la vida, quien no lo saluda con gritos de alegría, nunca

entre en posesión de los poderes indecibles de nuestra vida, queda

al margen, no habrá sido, cuando llegue la decisión, ni un vivo ni un

muerto'"; la verdad del texto, una verdad textual, sexual, una verdad

en los texticulos (“No te apenes, dijo, penes”, dijo una vez Salvador)

de seres infames, ni muertos ni vivos, seres, en todo caso,

incorregibles, hombres y mujeres que sólo ansían experimentar la


56
ciencia del recomienzo: ¡De nuevo! ¡De nuevo!, es el grito de

angustia de los incorregibles en su lucha contra lo irremediable. ¡De

nuevo!, ¡de nuevo!, clavan sus colmillos en la herida abierta del Ser.

Una vez más, suspiran, imploran. El recomienzo de la experiencia,

sienten, y no el hecho comprobado de su imposibilidad, es el

fundamento del fracaso: todo, siempre, recomienza, ahí escuchan

ellos, los incorregibles, el canto de las sirenas, el llamado mismo de

la muerte, aunque hagan oídos sordos y juren que es otro grito, otro

llamado, otro nombre, no como mis amigos que aceptaron el convite

de Marcial para firmar su propia acta de defunción, incorregibles

ellos, pero por motivos contrarios. ¿Y yo? ¿Y yo qué? ¿Y yo

cuándo? ¿Y yo cómo? Las respuestas se dilatan. ¿Hasta cuándo?

Debería tener diez años menos. Haber nacido en 1989. Diez años

diluidos en un limbo impenetrable. Diez años irrecuperables, aunque

en mi ilusión trabaje desaforadamente para recuperarlos. ¿Haciendo

o deshaciendo? Leyendo. ¿Así pretendo recuperar el tiempo? Así, a

los tumbos, en las tumbas, a lo loco. Viviendo como si efectivamente

la muerte hubiese empezado a escribir, cancina y compacta, en el

horizonte, la letra m. M de muerte, m de Manuel, m de mamá. Y por

favor nadie lea en este deseo la imbecilidad del carpe diem de Robin

Williams, no, acá se juega otra cosa, yo me juego la vida al clausurar

el recomienzo, al intentar convertirme en lo que muchas veces

vislumbré ser y que una fuerza interior y exterior me impedían, sin

certezas ni redes, ser eso que proyecté ser, a pesar de contar con

un origen tan precario, un mito de origen tan indigente, incapaz de


57
sostener nada, un invento mezquino para reclamar un poco de amor

o para alejar con esas palabras la posibilidad real de la muerte, pero

eso yo no tenía forma de saberlo a los seis años, y sin embargo lo

sabía, un saber amplificado por las circunstancias, un viaje en avión,

el acento de mi madre, la hipocondría de mi padre; no sólo eso, los

disfraces de mi padre, sus mil caras, sus máscaras, sus apariciones,

sus mensajes, sus imposibilidades; su locura, su tristeza, su alegría.

A mi madre le gusta repetir que cuando conoció a mi padre ella creía

que él hablaba en broma, con el correr de los años ella pareció

haber entendido que su estimación en realidad era incorrecta, pero

lo aguantó, presumo, porque ella quería jugar el mismo juego, y hoy,

por supuesto, resulta estéril hablar de verdad o mentira, hoy esas

categorías morales están caducas aunque no una función, el nombre

del padre, de qué padre, del padre de una memoria, de un recuerdo,

allá lejos y hace tiempo, de ese padre que da consejos, de ese

padre que más que un padre es un amigo, así como tal les digo, que

vivan con precaución, porque no se sabe en qué rincón, se oculta el

que es su enemigo; y vuelvo y voy y vengo: los amigos de mis

amigos son mis amigos, los enemigos de mis amigos son mis

enemigos, los enemigos de mis enemigos son mis amigos; es la

memoria al acecho; los hermanos sean unidos, porque esa es la ley

primera, tengan unión verdadera, en cualquier tiempo que sea,

porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera. ¿Quiénes?

¿No es uno mismo la boca devoradora? ¿Los amigos de mis


58
hermanos son mis amigos? ¿Los hermanos de mis amigos son mis

hermanos?

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Religión pura,

basta, no quiero seguir escribiendo mierda autobiográfica para

evadir mi natural incapacidad de contar lo que realmente quiero

contar. Para eso quizás debería buscarme un alter ergo, como solía

equivocarse a propósito mi difunto amigo cordobés, quien siempre

intentó violentar, y siempre terminó violentado, por la tiranía del

sentido.

Sepa lector, estoy en las antígonas de su pensamiento.

¿Me fui al carajo?

Quiero arrancar, pero sale espuma.

Quiero correr, pero estoy quebrado.

¿Esto es poesía?

¿Se va degenerando la escritura?

¿Se va quedando sin género?

¿Renuncio a descubrir la razón del daño?

Recomencemos.

59
Las palabras son gratuitas, en algún sentido.

Si escribo Mario, podría escribir María.

Si escribo Pedro, podría escribir Pierre.

Si escribo causa, podría escribir efecto.

“Sin soledad, dice Pascal Quignard, sin prueba del tiempo, sin pasión por el

silencio, sin excitación y retención de todo el cuerpo, sin titubeo de miedo, sin

errancia en algo sombrío e invisible, sin memoria de la animalidad, sin

melancolía, sin aislamiento en la melancolía, no hay alegría”.

Estamos hablando siempre del pasado.

La primera infancia es el periodo de mayor plasticidad cerebral, lo cual permite

potenciar diversas capacidades. La misma se considera como una etapa de

vital importancia en la constitución de nuestra personalidad. En dicha etapa se

consolida gran parte del desarrollo psicosocial del sujeto, es un periodo de

cambios permanentes donde se viabilizan diferentes capacidades. El niño/a va

aprendiendo a expresar sus emociones básicas, se apega y depende de

miembros de su familia. Se da un desarrollo también a nivel cognitivo,

lingüístico, y físico, empieza a desarrollar su autoconcepto, y la construcción de

la identidad. Es importante resaltar que en esta etapa se produce la

socialización, que comienza dándose entre el niño/a y su familia, luego sigue

construyéndose en otros ambientes que el niño/a se comienza a relacionar,

como por ejemplo, las instituciones educativas. Estas instituciones deben

60
promover la integración y el protagonismo, de las familias y los niños/as en la

sociedad.

No quiero ser el depósito del recuerdo de aquello que estuvo a punto de pasar.

Por eso, me voy a poner, de una vez, a narrar.

Ahora sí.

Narrá, turrito, narrá.

Era domingo, probablemente primavera, de la Asociación Cristiana de Jóvenes

habían invitado a los socios a pasar un día en el campo. A mis padres les

costaba aceptar este tipo de invitaciones, de hecho, jamás nos acompañaron a

reuniones de ningún tipo cuando excedían el círculo familiar. Según mi padre,

detestaba compartir su tiempo con desconocidos (a quienes designaba giles), y

mi madre, que según ella le gustaba, admitía sin chistar la palabra de su

esposo. El hecho es que aquel domingo, increíblemente, aceptaron. Cargamos

temprano en el auto alimentos y bebidas y emprendimos el camino hacia el

campo de deportes de la Asociación, que si no recuerdo mal, quedaba muy

lejos de la ciudad. Durante el trayecto mi padre comenzó a insinuar alguna

clase de arrepentimiento sin que mi madre opusiera resistencia. A medida que

nos acercábamos esas insinuaciones se volvieron cada vez más contundentes,

hasta el preciso instante en que mi memoria se detiene frente a un portón.

¿Qué hacemos?, dijo mi padre. Y volvimos.

61
“La enfermedad, la literatura, como la interrupción de su propio mito, como la

puesta en cuestión de su propio deseos”.

Algo aconteció, ¿de qué orden?, nadie lo sabe, suficiente.

Ya nada volverá a ser como antes.

Hasta que la puerta nos separe.

Sin serlo, me siento amigo de Pablo Katchadjian, que, quizás en su mejor

novela puso en boca del narrador (o el narrador puso en boca de él): “Alberto

me habla del enigma de la situación anterior, y es claro que con ‘situación

anterior’ no se refiere a los que nos pasó antes. Yo le pregunto, entonces, a

qué se refiere, él me dice que no puede saberlo; me dice: no puedo disolver el

enigma porque es un enigma; si lo disolviera, dejaría de serlo y entonces no

podríamos pensarlo más, y a mí me gusta pensarlo. En ese momento tengo la

certeza de que, en realidad, Alberto no puede pensar el enigma justamente

porque el enigma le gusta; entonces lo que no le gusta es pensar el enigma,

porque pensar el enigma supone intentar deshacerlo”.

Más tarde: “Alberto no para de repetir que su nombre es Alfredo”.

Mi padre se llama Alfredo.

Alfredo Raúl Agustín.

Suena bien.

El arte militante habla de las víctimas.

O les habla a las víctimas.


62
Los buenos, de este lado.

Los malos, del otro.

¿Y uno?

¿Y vos?

Incluso en situaciones dolorosas ocurre eso que el psicoanálisis llama beneficio

secundario, es decir, un rédito tangible en medio de una situación desfavorable.

Más aún, el propio psicoanálisis habla del poder absoluto de la víctima sobre su

entorno.

El pasado: “La condición del goce de la víctima es el verdugo. No cualquiera;

un verdugo que sepa estar e la altura, que se abisme en la herida de la víctima

con la misma devoción con que la víctima, si pudiera, se dejaría perder en ella”.

Los finales no existen. Son los padres.

63
Capítulo 3: El quid

Matar al quid que llevo adentro, ese enanito impúdico que desde hace un siglo

intenta (victorioso) hacerme sufrir. Utilizaría para la tarea un hacha, comprada

seguramente en algún almacén de ramos generales de los márgenes de

ciudad. Entraría (cuando me decida, y será pronto) al local y le pediría a su

dueño o al empleado circunstancial la mejor herramienta de la que dispongan

para erradicar la razón del daño. Sin duda, el empleado pensaría durante un

momento la domanda y como un clic oracular saldría disparado a buscar el

objeto. Aquí tiene, señor, el hacha. Cuesta $xxxx, ¿se la envuelvo?, no, le

contestaría, prefiero llevarla puesta.

El quid que llevo adentro es malo. Inmaduro. Caprichoso. Soez. Me reclama

tanta atención y tanto trabajo durante el día que por las noches caigo redondo

en la cama. Allí, el quid sigue haciendo de las suyas. Muchas veces no me deja

dormir. Me hace pensar en cosas horripilantes, como la muerte de mis

hermanos o en mis antiguas o presentes carencias. Yo no sé de dónde obtiene

las fuerzas para ser ubicuo. A veces desaparece, otras, o yo le digo que se

calme, pero es raro, en general, está firme, como un guardia británico en la

puerta del palacio, preparado para proteger a la reina. Cuidado, no es que me

quejo del quid, no lloro por los rincones diciendo pobre de mí, ¿qué he hecho

para merecer esto?, al contrario, trato de sobreponerme, de buscar vías de

escape, de lograr pequeños triunfos sobre su accionar, sin embargo, su pasión

por el daño es bestial.

A veces me tienta la idea de un quid tan poderoso como Dios, que emplea

todo su tiempo en destruirme, pero también es verdad que nunca (hasta el


64
momento, al menos) lo ha conseguido. Eso quizás signifique debilidad o que yo

soy más poderoso de lo que parezco. Por ejemplo, ahora mismo intenta

interponerse entre mi computadora y yo. El quid quiere hacerme levantar de la

silla, quiere distraerme, quiere mandarme a buscar algo en internet, que mire

un video en Youtube; tipo insaciable el quid, una buena palabra para definirlo.

Insaciable. No se cansa, y una vez que llega la noche, que logro quedarme

dormido finalmente a pesar de sus jugarretas, se entromete en mis sueños.

¿Cómo hará? ¿El quid será más yo que yo mismo? Son preguntas sin

respuesta. Por eso llegué a la conclusión de que la única forma de liberarme de

él era asesinándolo. Espero que asesinarlo no sea asesinarme.

Con el hacha cargada sobre mis hombros me doy un nuevo nombre,

comenzaré a llamarme el Señor del Hacha. Un placer contar con ustedes para

ensayar esta historia. Yo, a diferencia de mi interior, soy bueno. Un hombre

afable, procurando vivir tranquilo los veinte o treinta años que le quedan de

vida. ¿Podré lograrlo?

65
Capítulo 4: Gerardo

¿Quién goza, el amo o el esclavo?, se pregunta Gerardo, mientras camina

hacia su trabajo. Le faltan doce o trece cuadras para llegar, y en ese kilómetro

restante se hará la misma pregunta unas cuantas veces. Otras preguntas que

también podría hacerse Gerardo (si quisiera) son, ¿para qué trabajo?, ¿por qué

específicamente ocupo un puesto administrativo en una multinacional cuando

yo hablé pestes toda mi vida de las multinacionales? Hablar pestes no significa

realmente nada, en términos empíricos, me refiero. Del mismo modo que estar

discursivamente en contra de algo. Uno puede renegar del calentamiento

global, de la pedofilia, del Estado elefantiásico y sin embargo ninguno de esos

deseos –porque estar en contra de algo supone desear que algo no ocurra, se

suspenda, caiga en desuso– se verifica en la realidad. Por eso hay tanta gente

afligida como Gerardo, empantanada en la trampa de la ilusión permanente de

que sus deseos algún día podrán hacerse carne, y se ilusionan, se

entusiasman, y luego adviene la posterior decepción, porque la verdad es que

no alcanza con desear la concreción de un deseo (esa zanahoria que avanza,

igual que la tortuga, un paso adelante de nosotros, seres aquileanos), sino que

lo primordial resulta concentrarse en materializar el deseo, si bien, claro está, la

mayoría de la veces ni siquiera intuimos aquello que en efecto deseamos (¿la

zanahoria o el avance de la zanahoria?).

¿Matar? ¿Violar? ¿Seducir a la suegra? ¿Quién se atreve a ojear (como cartas

marcadas) las preguntas más dramáticas que pesan sobre nuestra existencia?,

66
es decir, ¿quién se atreve a preguntarse las primeras preguntas que

deberíamos preguntarnos si fuésemos honestos con nosotros mismos?

Gerardo nació un 24 de agosto en el Hospital Materno Infantil Ramón Sardá.

Su madre era un ama de casa consagrada a la familia, aunque aprovechando

de vez en cuando las mieles de una vida paralela que vivía junto al almacenero

de la vuelta, Raúl. Raúl era un tipo especial. Con especial quiero decir,

obviamente, distinto del resto. Podría haber empleado entonces la palabra

particular, pero creo que la especial le cuaja mejor.

Raúl, cuando conoció a Mercedes, acababa de enviudar. Ya en ese momento

era el viudo más codiciado del barrio, a pesar de que su esposa había muerto

poco tiempo antes de una enfermedad que la gente suele, o solía llamar,

innombrable. Una enfermedad innombrable o la enfermedad innombrable atacó

a la esposa de Raúl y de un día para otro su vida cambió. Un día estás, al otro

no. Y fin de la historia. Como dice el proverbio Samurai: Me levanto y estoy

muerto. Fue un proceso penosísimo e infaliblemente breve, y esto de alguna

manera terminó siendo una bendición, aunque Raúl jamás se animaría a

confesar la alegría que sintió cuando por fin su esposa abandonó (en paz) este

mundo.

Mercedes visitaba a Raúl dos veces por semana. Con día y horario fijo, o sea,

cuando su marido estaba trabajando en la Fábrica Militar. Mercedes le hacía

mimos a Raúl, le decía mi amor, mi vida, mi alma. Ella no estaba segura del

motivo exacto por el cual trataba con semejante dulzura al almacenero, lo que

sí sabía era que el almacenero respondía a sus caricias físicas y verbales con

67
efusiones parecidas. Sos hermosa, Mercedes, le decía apenas llegaba

Mercedes, sos tan linda como una flor.

Resulta evidente que Raúl entendía la poesía en su peor versión: creer que un

poema debe incluir palabras supuestamente poéticas del estilo de excelso,

ensoberbecer, pupilas, luciérnaga. Quizás esta sea una de nuestras principales

tragedias contemporáneas. Y procuro no caer en la exageración fácil. Concebir

la poesía como expresión de sentimientos. Pero bueno, la gente ha decidido

caminar por el sendero de la estupidez, y quién soy yo para remediarlo.

En una de esas visitas concibieron a Gerardo. Era una tarde oscura, de

pasiones ciegas, en la que Raúl le dijo te amo a Mercedes y Mercedes

respondió con el infaltable, yo también.

Gerardo puede decirse entonces que fue producto del amor, de un amor ilícito,

fraudulento, clandestino. Por supuesto, de inmediato decidieron montar

puntillosamente la farsa. El padre del bebé sería el esposo de Mercedes. Nadie

advertiría el cambio de sujeto, a menos que una marca en el cuerpo o un gesto

evidente levantaran sospecha.

Fue lo que sucedió. En general, siempre sucede lo que no debe suceder, me

refiero a las relaciones humanas y no a nuestras relaciones con el mundo. Con

respecto a la realidad, el devenir se las ingenia para protegernos (la maceta

que demora una milésima de segundo más en caer del balcón, la piedra cuya

parábola se desvía medio milímetro), pero con respecto a las relaciones

humanas (que son, cómo negarlo, parte de la realidad, aunque de otro orden)

la tendencia es irreversiblemente equívoca.

68
Gerardo nació cojo. Su condición recién la advirtieron al año y medio (Gerardo

era fiel a la demora) cuando Gerardito intentaba pararse para dar sus primeros

pasos. Fue una de esas tardes felices en que el primogénito intentaba lo

imposible, que al marido de Mercedes se le vino a la mente Raúl, el rengo del

barrio. Esto demuestra el viejo adagio freudiano de que la memoria es selectiva

y guarda para sí mundos enteros que sólo se descubren en el momento menos

pensado.

Decía que Gerardo nació cojo. La cojera congénita es una enfermedad poco

común en los países latinoamericanos, si bien bastante frecuente en Europa. El

dato aporta una información esencial puesto que los padres de Raúl habían

nacido en España. La madre en Tarragona, una ciudad de la costa brava

catalana donde casualmente vive un amigo mio de la infancia, al que visito con

una asiduidad que nadie entiende (especialmente la esposa de mi amigo).

Muchos argentinos sobreviven allí. En medio de la calma chicha y del mar. El

padre en Murcia. De Murcia no sé nada. Por eso la historia de este hombre

termina en el mismo momento en que empieza. La de la madre de Raúl

también, pero al unirme un afecto tan profundo con la ciudad que la vio nacer,

necesitaba detenerme, aunque más no sea un segundo, así cuando mi amigo

lea la historia reconocerá el guiño y sentirá orgullo de aparecer nuevamente en

un libro escrito por mí.

Raúl había nacido en España siete años después de la finalización de la

Guerra Civil, y en vistas de la trágica situación que se vivía en aquellas tierras,

sus padres decidieron emprender viaje al nuevo mundo. Ellos no profesaban

ideas perseguidas en su territorio, pero notaban que algo no andaba bien con

69
el Generalísimo Franco (casualidad o no, mi amigo de Tarragona se llama

Franco, Franco Augusto) y eso fue suficiente para que decidieran un cambio de

aire.

En Argentina, por aquellos años ganaba las elecciones un amigo del

Generalísimo, otro militar, Juan Domingo Perón. De todas maneras,

conociendo ciertas susceptibilidades contemporáneas, creo que sería mejor no

hundirme en la política vernácula. Mis opiniones al respecto no valen la pena,

me considero un narrador apolítico, aunque a veces pueda parecer lo contrario.

Si uno quiere nadar en las aguas turbias del peronismo puede conseguir

decenas de libros que tratan el tema y miles de libros que hablan sobre Eva

Perón. No es comodidad, temor o falta de pasión ciudadana, es que nada

nuevo podría esgrimir sobre el movimiento más allá de los lugares comunes

que han establecido los dos bandos que nacieron el día que nació el

peronismo; de cualquier forma, hablar ya de dos bandos (y antes, de aguas

turbias) supone haber tomado una posición, así que retiro lo dicho y vuelvo al

cojo.

Pienso en lo cojo. En alguien cojo, que cojea. En Argentina, generalmente, se

le dice rengo a quien padece la anomalía de cojear: “Andar inclinando el cuerpo

más a un lado que a otro, por no poder sentar con regularidad e igualdad los

pies”. La definición es triste. La imagen misma de la desgracia, del

señalamiento asesino. Mientras más empeño ponga alguien en disimular su

mal, más se notará, y mientras más energía aplique en simular su normalidad,

más aún se notará el mal. Nadie, ninguno de nosotros será entonces capaz de

esconder una cojera. Salvo en el congelamiento total. En el frío juego de las

70
estatuas. En la permanencia irreductible. Pero una vez que el sujeto comienza

a moverse (se levanta de la cama para lavarse los dientes), una vez que el

traslado se inicia, allí la marca del padecimiento impregna todo. Vemos al cojo

llevando su cruz sin posibilidades de libertad. Es todo él una anomalía, la gran

falla divina, él mismo es su cruz. Pobre cojo, decimos murmurando, pobre hijo

de cojo, lo que le costará vivir, y nos compadecemos sinceramente, aunque un

sutil rastro de burla desborda nuestra afirmación, burla que no es otra cosa que

un suspiro de alivio porque a nosotros no, nosotros caminamos con

normalidad, sin que nadie perciba nuestras miserias.

También se emplea cojear para objetos: “Dicho de una mesa o de cualquier

otro mueble: “Moverse por tener algún pie más o menos largo que los demás, o

por desigualdad del piso”. De sujeto a objeto (y nadie quiere pasar de sujeto a

objeto), las definiciones coinciden en que la cojera surge de un desfasaje entre

los elementos que sostienen el andamiaje. Debemos entonces colocar un

papelito doblado o un taquito de madera para equilibrar el desarreglo. Ojalá

fuese tan fácil en el caso del ser humano. Porque en el caso del animal

sabemos que andar rengo por la selva significa una muerte prematura. Ninguna

presa tan fácil para el cazador furtivo como un animal rengo. En nuestro caso

(doy por sentado que todos aquí somos humanos), no equivale a morir, pero sí

a padecer dolorosos desplantes.

Una tarde Gerardo se citó en un bar con Silvia, la amiga de un amigo. El amigo

de Gerardo no le había contado a su amiga que Gerardo era rengo. La amiga

fue bien predispuesta al encuentro. Charlaron amablemente, distendidos,

gracias al efecto de algunas cervezas, y cuando llegó la hora de levantarse,

71
Gerardo, antes de que su compañera se diera cuenta, le dijo, soy rengo. Fue

horrible para Silvia porque primero le dijo que no le importaba, pero cuando

caminaron juntos no pudo soportar el ritmo cadencioso, digamos, o cauteloso,

de Gerardo. La relación no pasó a mayores. Cada uno se fue por su lado, ella,

cabizbaja, insultando a su amigo, y Gerardo, rengueando su dolor.

Puede que haya otros (hubo, hay y habrá otros), sin embargo el único filósofo o

ensayista cojo que conozco es José Carlos Mariátegui. Luminaria ilustrada,

creador indiscutido de los famosos Siete ensayos de interpretación de la

realidad peruana, que por pereza o vaya uno a saber la razón se conocen hoy

con las primeras dos palabras. ¿Residirá el motivo en que un texto de realidad

peruana no le interesara a nadie fuera del Perú? ¿Será porque en Argentina

peruano significa casi un insulto (especialmente si agregamos, de mierda)?

El ensayo inaugural comienza así: EN EL PLANO de la economía se percibe

mejor que en ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la historia del

Perú. La Conquista aparece en este terreno, más netamente que en cualquiera

otro, como una solución de continuidad. Hasta la Conquista se desenvolvió en

el Perú una economía que brotaba espontánea y libremente del suelo y la

gente peruanos. En el Imperio de los Inkas, agrupación de comunas agrícolas y

sedentarias, lo más interesante era la economía. Todos los testimonios

históricos coinciden en la aserción de que el pueblo inkaico –laborioso,

disciplinado, panteísta y sencillo– vivía con bienestar material. Las

subsistencias abundaban; la población crecía. El Imperio ignoró radicalmente el

problema de Malthus. La organización colectivista, regida por los Inkas, había

enervado en los indios el impulso individual; pero había desarrollado

72
extraordinariamente en ellos, en provecho de este régimen económico, el

hábito de una humilde y religiosa obediencia a su deber social. Los Inkas

sacaban toda la utilidad social posible de esta virtud de su pueblo, valorizaban

el vasto territorio del Imperio construyendo caminos, canales, etc., lo extendían

sometiendo a su autoridad tribus vecinas. El trabajo colectivo, el esfuerzo

común, se empleaban fructuosamente en fines sociales.

¿Sería lícito escribir: “EN EL PLANO de la economía se percibe mejor que en

ningún otro hasta qué punto la Conquista escinde la historia argentina”? No lo

sé. Nosotros, los argentinos, como dijeron varios presidentes, descendemos de

los barcos, pero no de los barcos de los conquistadores, para nombrar tres, La

Santa, La pinta y la Niña, sino de los barcos repletos de inmigrantes españoles

e italianos que escapando de la miseria, con una mano atrás y otra adelante,

llegaron al nuevo continente para hacerse la América. Muchos de ellos lo

lograron, y hoy son los abuelos o bisabuelos de grandes industriales y

empresarios que le dieron movilidad económica a nuestro país, otros no

alcanzaron una cúspide tan alta en la escala social. Hay de todo. Sus nietos o

bisnietos somos nosotros. No es mi caso, ya que mi madre abandonó Italia

recién en la década del 70 y creo que no se moría de hambre, sólo quería

encontrar, junto a su exmarido (no mi padre), otros rumbos.

De los ensayos de Mariátegui no me acuerdo de nada, pero sí recuerdo una

anécdota que viene al dedillo para lo que estoy tratando de contar.

Corría en el año 1899, José Carlos se trasladó con su madre y sus hermanos a

Huacho, capital del distrito homónimo y de la provincia de Huaura en el

departamento de Lima. En 1902, el niño Mariátegui sufre un accidente en la


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escuela y lo internan en la clínica Maison de Santé de Lima. Su convalecencia

fue larga y quedó con una anquilosis en la pierna izquierda que lo acompañaría

el resto de su vida. Gracias a ella, frecuentó tempranamente la lectura y la

reflexión.

Desde aquel triste episodio lo llaman el cojito.

¿Cómo puede ser, en qué cabeza cabe, que de la lectura de un libro

imprescindible, según los especialistas, como los Siete ensayos yo sólo haya

conservado en mi memoria la palabra cojito. O, para ser exacto, el cojito

Mariátegui? Reconozco que un airecillo de alguna de sus tesis sobre el

marxismo zumba a mí alrededor. Según Mariátegui, no era necesaria una

etapa capitalista previa para la gran revolución comunista, sino que, al menos

en Latinoamérica, puede ahorrarse esa vicisitud. Lo que sin duda contraría al

marxismo ortodoxo o a quienes levantan las banderas de un Marx purificado.

Me da gracia porque hablo de Marx como si supiera. Pero esto es lo que me

permite la escritura, hablar como si supiera de todo o hacer que sé de todo o

mostrarme en otras oportunidades como no sabiendo nada. Quizás radique

aquí la verdadera magia de las palabras; si digo Marx es una palabra, si digo

Mariátegui es una palabra, si digo Gerardo es una palabra, si digo cojo es una

palabra y así sucesivamente, palabra tras palabra, vamos formando

sentencias, enunciados, oraciones, párrafos que muchos lectores creerán

referidos a una realidad exterior. Extraño. Somos solo palabras.

Una última referencia al ensayista peruano. Termino de escribir peruano y

pienso que bueno, que peruanos sí, pero si uno dijese ensayista boliviano o

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ensayista ecuatoriano, en quién pensaría. Nombremos mentalmente un

personaje de la cultura de Bolivia que no sea Evo Morales, nombremos

mentalmente un personaje de la cultura ecuatoriana que no sea Correa. ¿Y de

los países del Caribe? ¿El Salvador? ¿Guatemala? (Asturias) ¿Cuba? De Cuba

sí, pero hablar de Cuba, como estoy capacitado para hablar de cualquier cosa,

implicaría escribir una historia interminable, desde la tardía Independencia

hasta la Revolución. Ahora sí, una última referencia al ensayista peruano. En

algún momento se comienza a hablar de él en los pasillos del periódico La

prensa. La frase que lo resalta, con la que sus nuevos compañeros se refieren

a él, es esta: "¿El cojito Mariátegui? Es inteligentísimo". El cojito inteligente.

Casi pienso en el Cogito Cartesiano, pero me abstengo. Cojito ergo sum. Así

se había impuesto la inteligencia del cojito Mariátegui en Lima. Parece

entonces que el accidente le permitió al niño Mariátegui volverse un erudito.

Existe en este sentido toda una tradición de personajes con padecimientos

físicos o mentales que se vuelven poseedores de una fina inteligencia. El caso

paradigmático (es paradigmático porque es el único que conozco; me arruino

mi propia fiesta al confesar, pero quiero ser honesto con el lector y no tener

ninguna concesión conmigo mismo) es el del Licenciado Vidriera, de

Cervantes, novelita corta que narra la historia de Tomás Rodaja, un joven

enjuto que desairó amorosamente a una mujer y ésta en son de venganza

prepara un membrillo envenado. Al ingerirlo, Tomás comienza a creer que tenía

el cuerpo de vidrio, en virtud de lo cual le reclama al público que se reunía a su

alrededor para ver con sus propios ojos el prodigio, no acercarse demasiado.

Tomás se había vuelto un ser frágil, con una inteligencia ilimitada: “Seis meses

estuvo en la cama Tomás, en los cuales se secó y se puso, como suele


75
decirse, en los huesos, y mostraba tener turbados todos los sentidos. Y,

aunque le hicieron los remedios posibles, sólo le sanaron la enfermedad del

cuerpo, pero no de lo del entendimiento, porque quedó sano, y loco de la más

estraña locura que entre las locuras hasta entonces se había visto. Imaginóse

el desdichado que era todo hecho de vidrio, y con esta imaginación, cuando

alguno se llegaba a él, daba terribles voces pidiendo y suplicando con palabras

y razones concertadas que no se le acercasen, porque le quebrarían; que real

y verdaderamente él no era como los otros hombres: que todo era de vidrio de

pies a cabeza. Para sacarle desta estraña imaginación, muchos, sin atender a

sus voces y rogativas, arremetieron a él y le abrazaron, diciéndole que

advirtiese y mirase cómo no se quebraba. Pero lo que se granjeaba en esto era

que el pobre se echaba en el suelo dando mil gritos, y luego le tomaba un

desmayo del cual no volvía en sí en cuatro horas; y cuando volvía, era

renovando las plegarias y rogativas de que otra vez no le llegasen. Decía que

le hablasen desde lejos y le preguntasen lo que quisiesen, porque a todo les

respondería con más entendimiento, por ser hombre de vidrio y no de carne:

que el vidrio, por ser de materia sutil y delicada, obraba por ella el alma con

más promptitud y eficacia que no por la del cuerpo, pesada y terrestre.

Quisieron algunos experimentar si era verdad lo que decía; y así, le

preguntaron muchas y difíciles cosas, a las cuales respondió espontáneamente

con grandísima agudeza de ingenio: cosa que causó admiración a los más

letrados de la Universidad y a los profesores de la medicina y filosofía, viendo

que en un sujeto donde se contenía tan extraordinaria locura como era el

pensar que fuese de vidrio, se encerrase tan grande entendimiento que

respondiese a toda pregunta con propiedad y agudeza”.


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Esta novelita ejemplar de Cervantes (casi escribo Quijote) fue publicada en

1613 según informa Wikipedia, dato que permite corroborar la hipótesis que el

recién aludido Descartes conocía de primera o segunda mano la historia de

Rodaja, si alguien duda, lea las Meditaciones Metafísicas: “Y ¿cómo negar que

estas manos y este cuerpo sean míos, a no ser que me empareje a algunos

insensatos, cuyo cerebro está tan turbio y ofuscado por los negros vapores de

la bilis, que afirman de continuo ser reyes, siendo muy pobres, estar vestidos

de oro y púrpura, estando en realidad desnudos, o se imaginan que son

cacharros, o que tienen el cuerpo de vidrio? Mas los tales son locos; y no

menos extravagante fuera yo si me rigiera por sus ejemplos”.

Basta de citas, parece que estuviera haciéndome el vivo. Que estuviera

jactándome de mis conocimientos, por favor, nada más lejos de mis intenciones

que alardear un saber que no poseo ni pretendo poseer, lo que a mí me

interesa, en realidad, no es del orden del saber, saber es fácil, una pavada, uno

se sienta, estudia, se concentra unos minutos y sabe, yo quiero otra cosa, algo

mucho más complejo, más arduo, más oscuro: no saber.

Decía, Gerardo nació cojo y camina hacia su trabajo con una pregunta cuya

procedencia ignora. ¿Quién goza, el amo o el esclavo? O en su defecto podría

redoblar la apuesta y preguntar, ¿quién goza más? Seguramente ambos

gozan. Todos gozamos siempre. Yo gozo, tu gozas, el goza, nosotros

gozamos, ustedes gozan, ellos también. Escribir, hablar, morderse los labios,

tocar el piano, comer papas fritas, llorar desconsoladamente, rumiar qué hacer.

Todo es motivo de gozo. Incluso se podría tentar un cambio de terminológico,

¿quién goza, la víctima o el verdugo? ¿El golpeador o el golpeado? ¿El

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bárbaro o el civilizado? Responder estas preguntas requería un desarrollo

exhaustivo del tema y una energía ensayística inexistente en mí. Podría

impostar, calzarme el traje de pensador, devanarme los sesos, fumar en pipa.

Podría ejecutar malabarismos verbales, hacer de cuenta que invento alguna

idea original… Y todo para qué, para concluir (siempre llega el momento de

concluir) que la víctima goza tanto como el verdugo, o quizás más, o quizás lo

tiene a su merced. El verdugo a merced de su víctima. Hermoso. ¿Y el cojo

Gerardo en qué libro está? ¿En el libro de los verdugos o en el libro de las

víctimas?

Sin duda, habrá gente enojada con el comentario, sobre todo hoy, (¿o habrá

sido siempre así?), cuando nadie quiere perderse el compromiso con las

buenas causas, pero lo paradójico es que esa defensa termina siendo una

defensa del goce, no del placer, del goce, que es algo bien distinto, todos

queremos ocupar el lugar de la víctima por la simple razón de que la víctima

tiene un poder mucho mayor que el verdugo, y la demostración tajante del

fenómeno reside en el anhelo de ser víctima, anhelo de poder, anhelo de

prestigio, anhelo de reconocimiento.

Gerardo llega a la puerta de su trabajo con la pregunta caliente sobre el goce.

Quiere entrar, pero no puede. Se acuerda de que en una película los

personajes quieren salir y se ven imposibilitados y la trama se vuelve absurda,

como absurdas son todas las tramas. En su caso, al revés, quiere entrar,

necesita entrar para marcar tarjeta, ocupar su puesto y comenzar la jornada. Y

no puede. No sabe si no puede por la materia de lo que vino pensando. No

sabe si no puede porque se convenció de que no debe. Pretende dar un paso y

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el paso se le veda. Cojo y todo, amaga. Desde adentro, lo observa la

recepcionista. Ve que Gerardo está haciendo algo parecido a un paso de baile.

Ella piensa que Gerardo no puede estar bailando en la puerta de la empresa,

que de ser así sería irremediablemente removido de su trabajo. Ella lo

contempla con candor, con algo de fe, y se levanta aguijoneada por una fuerza

que ni siquiera comprende. Camina hacia la puerta, y mientras camina advierte

algo extraño en su andar, cojea, ella también cojea, se asusta, no entiende los

sucesos en los que está envuelta y cuando alcanza la posición del supuesto

baile de Gerardo se pone a bailar, junto a él, aunque no bailen, y así todo el

mundo alrededor, bailando, cojeando, feliz.

79
Capítulo 5: Piedra y Pierre

Ella se llama Piedra, él se llama Pierre. Se conocieron una noche estrellada en

las costas letonas del Mar Báltico. Un mar realmente inhóspito, que para ellos

terminó siendo un lugar hermoso. Dicen que fue amor a primera vista. Cruzaron

una mirada con sus ojos azules y supieron en ese instante que eran el uno

para el otro. El primer beso duró un mes, o dos, o tres. Ya ni se acuerdan. En

aquel momento eran incapaces de separarse. Vivían abrazados, temiendo que

la distancia diluyera la pasión. Los amigos los llamaban, les mandaban

mensajes, los invitaban a cenar, pero ellos parecían haberse olvidado del resto

del mundo. Con el transcurso del tiempo, y apagado el fervor inicial, volvieron a

tratar con otras personas.

Cuando los amigos de Piedra le preguntaban por Pierre ella respondía que a

veces era un poco testarudo, pero en general era un hombre tierno que le

regalaba caricias, aunque ahora menos que antes. Cuando los amigos de

Pierre preguntaban por Piedra, les confesaba estar perdido de amor, si bien en

la intimidad nunca lograban arder. Ella es testadura, decía, con un temple de

ánimo firme, mucho más firme que el de él.

Los dos son individuos con hábitos peculiares, criados como fueron a las orillas

del mar. A pesar de esa educación, imaginan la vida igual que la mayoría de la

gente. Formar una familia. Comprarse un auto, una casa. Vivir juntos para

siempre. Es cierto que en los últimos tiempos ha surgido una desavenencia: el

nombre de los hijos. Proyectan engendrar tres. Uno no porque seguramente

sería una persona demasiado egoísta. Dos tampoco porque les desagradan las

simetrías. Entonces, decidieron el número mágico. Y han empezado a


80
buscarlos. De a uno, claro, aunque no les desagradaría matar tres pájaros de

un tiro.

Piedra coincide con Pierre en que el mayor debe llamarse Pierrot, en caso de

que sea hombre. Y Petra, en el caso de que nazca mujer. Hasta allí todo va

bien. Con el segundo comenzaron las discusiones. A Piedra le gusta el nombre

Piedrita, si el recién nacido fuera mujer, y Pedrito, si fuese varón, nombres que

a Pierre le desagradan por el exacerbado protagonismo del diminutivo. Pierre

estudió lingüística en su juventud y sabe que los diminutivos tienden a

menospreciar la dignidad de las personas, más allá de que en ciertas

oportunidades puedan emplearse cariñosamente, como cuando él le dedicó a

Piedra un poema para el cumpleaños número treinta y dos:

Piedrita

Te quiero mucho

Mi más bella flor

Puesta en el mundo

Sos vos

Tan vos

Vas siendo

Creciendo

Sabiendo

Sintiendo

Amor

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Piedra utiliza justamente ese poema para defender su postura. Si él la llamó

Piedrita por qué razón no podrían llamar ellos Piedrita a la hija o Pedrito al hijo.

Pierre se planta en su posición sosteniendo que los niños sufrirían

innecesariamente, cosa que ocurrirá de todas maneras. Si ella le preguntara

cuál es su propuesta, Pierre no lo dudaría: Pedro en el caso de un varón y

Pietra en el caso de una mujer.

A Piedra los nombres elegidos por su compañero le generan una indisimulable

incomodad, ya que sus padres se llamaban así y murieron en un terrible

accidente automovilístico del que ella preferiría no recordar nada, a pesar de

que lo recuerda todo. “C’est la vie”, le dice Pierre, en su rústico francés

aprendido en la academia, “nos acordamos de lo que no queremos y nos

olvidamos de lo que queremos recordar”. Pero Piedra nunca se conforma. Ella

quiere que el tren pase a tiempo. Ni antes ni después.

La discusión por el momento se encuentra bajo control. Piedra y Pierre son

plenamente conscientes de que los excesos jamás conducen a buen puerto.

Con respecto al nombre del último de los hijos el debate se ha enfriado, aunque

prevén una disputa encendida de no mediar acuerdo. Por ahora, siguen

viviendo juntos, en las costas letonas del Mar Báltico, el mar donde se

conocieron y donde les gustaría pasar el resto de sus días.

82
Capítulo 6: Papito y mamita

Como Papito tenía el sueño de vivir afuera decidimos viajar por un tiempo a las

Islas Galápagos. Son unas islas muy hermosas ubicadas en la costa oeste de

Centroamérica, donde viven un montón de tortugas gigantes. En aquella época

Papito no era Papito y Mamita no era Mamita. ¿Pueden creerlo? Ustedes

estaban seguros de que Mamita había nacido Mamita y que Papito había

nacido Papito, pero no, alguna vez Papito fue Papá y Mamita fue Mamá, Mamá

y Papá de los bebés que se nos murieron. ¿Les conté cómo? Una vez Papito

había querido nadar en la parte más honda del mar y me pidió por favor que los

cuidara. Cuidar cuatro bebés no es nada fácil, y menos para una Mamita

manca como yo. Eso lo sabía Papito, pero fue igual, confiando en que Mamita

iba a poder. Pero no pude. Se me ahogaron los cuatro bebitos a unos pasos de

la costa. Cuando Papito volvió vio los cuerpos flotando y puso una cara de

tristeza que le dura hasta hoy. ¿No se la han visto? Lloramos mucho, fueron

días enteros sin hacer otra cosa. Y de tanto llorar casi nos morimos nosotros.

Pero bueno, el dolor pasó, como pasa todo en la vida, y un día nos levantamos

y volvimos a nadar. Nadamos y nadamos hasta que después de varios años

llegaron ustedes, los nenes más buenos del mundo. Por eso ahora los

cuidamos mucho, no vaya a ser que les ocurra una desgracia. Sepan que de

los cuatro bebés nos acordamos siempre. No hay noche en que Papito no me

diga algo sobre ellos, algo lindo, aunque a veces insiste con el tema de la

culpa. Esa insistencia me duele porque yo no quise matarlos como él dice, y

además, si ellos no se hubiesen muerto ustedes no estarían acá. Es muy raro.

83
Ustedes viven porque ellos se murieron y nosotros somos Papito y Mamita

gracias a ustedes.

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Capítulo 7: Frau Gurland

Seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno, ¡acción!: sale Henny a escena. Lleva puesto

un sombrero marrón, de tela espesa, y un impermeable del mismo tono, ideal

para la clase de invierno que se aproxima lentamente a la ciudad de Berlín.

Frío, terso, áspero. Cubre su falda una pollera escocesa, roja y negra, con

bordes azules y pintitas blancas, bastante más corta de lo recomendado por las

costumbres teutonas. El cardigán color crema se lo regaló su padre para el

antepenúltimo cumpleaños. Los veintisiete. Veintisiete primaveras, le dijo,

embargado por una emoción inusual y le entregó el paquete. Los zapatos, son

de niña bien, a pesar de que Henny ya es toda una mujer. Acaba de casarse

con un hombre doce años mayor. Quizás esa diferencia le otorgue el aire

juvenil que conservará hasta sus últimos días. Desde el principio, la relación no

funciona, no avanza. Ella imagina causas: no es la edad, no es la falta de sexo,

¿y entonces cuál es el motivo? Estamos ahora en el living de su casa. Una

especie de teatro de guerra. Henny sentada en el sillón Luis XV de su abuelo,

cómoda, aunque tensa; su marido de espaldas, contra la pared, cruzado de

brazos, con un vaso de whisky en la mano. ¿Sos o te hacés?, le pregunta en

un alemán rudimentario, el alemán clásico de un campesino sin instrucción, si

bien en su currículum figuran dos carreras de grado, médico e ingeniero, y una

tesis de doctorado a medio hacer. Soy, le responde ella. Soy, hijo de puta.

Fui la segunda hija (mi hermano Hugo murió de neumonía al mes de nacer) del

matrimonio formado por Augusta y Leopold Meyer. Ingresé a un colegio

religioso y tras un periodo de educación administrativa, lento pero seguro,

conseguí un empleo de oficinista en Berlín donde comence a involucrarme

85
activamente con grupos de jóvenes afiliados al Partido Social Demócrata y me

comprometí con el sionismo. Un sionismo que hasta ese momento no contaba

con ningún Estado, a pesar de ser una visión estatal del mundo. En Berlín te

conocí a vos, el magnánimo Otto Rosenthal, y nos casamos. Yo estuve muy

enamorada, Otto, muy enamorada, aunque desde el comienzo tuve plena

conciencia de que las cosas entre nosotros jamás iban a funcionar. Por eso no

dejo de preguntarme, de día y de noche, llueva o truene, para qué, para qué

respondí sí aquella tarde de verano a la orilla del rió Rin. Tu pregunta fue

improvisada, ni vos mismo estabas seguro de la proposición. Sin embargo,

intentamos, y ya ves, un rotundo fracaso.

El fracaso, mi querida Henny, o la sensación de fracaso, representa una de las

experiencias más comunes de los seres humanos. La padecemos todos, sin

distinción de raza o género. Tampoco la edad es definitoria, ni el umbral

educativo o profesional. Abogados, médicos, escritores, artistas, pobres y ricos.

Se podría asegurar que en el transcurso de una vida estamos fracasando sin

cesar, y el secreto, entonces, consistiría en nuestra capacidad para soportar

esa sucesión indiscriminada de derrotas. Porque el fracaso es una derrota, o el

fantasma de una derrota. Y sabrás, los sabés, que los fantasmas no nos están

acechando, sino que somos nosotros los responsables de no dejarlos

descansar en paz. ¿No te parece una idea notable, de una sutileza mayúscula?

¿Henny, me escuchás? ¿Estás dormida?

¿Una sutileza mayúscula? ¿Cómo sería eso Doctor Fromm? Usted conoce mi

historia, vengo de una familia judía por parte de padre y católica por parte de

madre que me trajo al mundo para ocupar el lugar de mi hermano mayor. De

86
ahí mi falta de libertad, las cadenas que impiden un desarrollo normal de mi

existencia. Quiero pero no puedo, Doctor Fromm. ¿Se ha dado cuenta? Quise

estudiar y quedé a medio camino. Quise casarme y me equivoqué de hombre.

Quise abandonarlo y seré una madre miedosa. Tengo miedo de quedar

prendada a los designios de un hijo ilegítimo y renunciar a cualquier esperanza

de ejercer mi profesión. ¿Por qué, Doctor Fromm, he cometido tantos errores?

¿Cuál es la explicación? ¿Hay expiación? ¿La hay? ¿Y si no la hay, cómo

puedo seguir viviendo en el desamparo y el desasosiego?

El desasosiego siempre vence, Henny. Lo sabes mejor que nadie, o deberías

saberlo. Te bautizaron así por tu abuela y por la madre de tu abuela y esa

marca de la desgracia persistirá hasta los albores del nuevo mundo. Persistirá

como persisten las luciérnagas frente a la oscuridad amenazante. Ahí radica el

verdadero poder. No mirar nunca hacia atrás, no ceder al deseo de los otros.

Estaremos juntos, Henny, por los siglos de los siglos, mientras el mundo, en su

entero pesar, aloja, en más de un sentido, la flor del último día, el día en que

renacerán, por fin, y sin culpa, nuestras ilusiones.

En 1918 el padre de Henny se mudó con su familia a una cómoda vivienda que

se encontraba junto a la Universidad. Leopold tenía la esperanza de que la

proximidad de tanta erudición despertara en su hija el fervor por adquirir una

porción para sí misma. Lamentablemente, como en general sucede, no fue el

caso de Henny. Ella desde el principio rechazó la cultura libresca y se introdujo

en el oscuro mundo de la fotografía. Tanto Leopold como su madre resistían la

pasión de Henny, el fundamento era el temor inveterado a que ella jamás

pudiera concretar una carrera de verdad. Además, la única foto del niño muerto

87
les generaba tanto malestar que el sólo hecho de pensar que su hija se

dedicaría a captar el alma de los muertos les arrasaba el espíritu.

En la foto, Augusta, acostada, sostiene en brazos al recién nacido Max. En el

rostro de la madre pueden identificarse las marcas del doloroso esfuerzo que

significó para ella parir. Y extrañamente en sus ojos brilla una tristeza profética.

Profética sólo leída desde el futuro. Porque Augusta desconocía en aquel

momento la enfermedad congénita que su hijo padecía. La desconocía en

aquel momento y murió desconociéndola, por eso resulta erróneo leer en sus

ojos el brillo de una tristeza filial anticipada. Quizá la tristeza se debiera a otra

razón. Por ejemplo, el desamor de su marido. Ese es el inconveniente de las

fotos, son susceptibles de interpretaciones varias, alocadas, y nadie tiene el

derecho a negarnos la libertad de leer en ellas lo que nos plazca.

En términos estrictos, Augusta difícilmente haya obtenido placer de su marido.

La rígida moral victoriana que gobernaba los destinos del país, y que ellos

obedecían sin concesiones, era un impedimento insalvable para dejarse llevar

en el acto amoroso. Un acto siempre idéntico a sí mismo. Siempre ajeno a las

fantasías del otro. Sin embargo, Augusta, bastante más perspicaz que el

marido, intuía de vez en cuando la existencia de otro mundo, un mundo donde

tan solo existiera la oportunidad de vislumbrar un nuevo mundo, y esa intuición,

alegre en algún sentido, en otro la dañaba. Y la dañaba de una forma tan vil

que ella prefería abstenerse de ahondar en la intuición. Prefería vivir en la

desdicha, y no en la plena desdicha.

Henny acaba de decirle hijo de puta a Otto. Él no atina a nada, consciente de

que el insulto de la mujer es merecido. Bebe dos tragos seguidos de whisky


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para cobrar fuerzas y dejar casa. Él no quiere dejarla, pero tampoco la quiere.

Se mueve en esa ambivalencia radical. Lo vemos allí, apoyado en la pared, y

somos incapaces de discernir si es la pared la que sostiene su humanidad o es

su humanidad la que sostiene el decorado. La tenue luz cálida refuerza el clima

tenso. El hijo de puta continúa resonando. Nunca le había proferido semejante

insulto. Otto sabe que han puesto punto final a una relación desecha desde

hacía tiempo. Otto lo sabe y deja pasar la oportunidad de desplegar su versión.

Se le ocurren varias. Pero se abstiene. Dice bueno, bebe un trago más, se va

al cuarto, prepara las maletas y abandona a su mujer embarazada de cuatro

meses (era cinco y medio).

El devenir jamás volvió a reunir a Henny con Otto. Otto se mudó a Austria. Allí

desde el comienzo alentó el ascenso del Furher al poder. Primero desde una

acción marginal, y luego, comprometido en la causa nacionalsocialista,

mediante acciones más efectivas. Fue director del departamento médico del

campo de concentración de Buchenwald, en el período 1942-1944. Por ahí

pasaron varios amigos (entre varios, la historia recuerda a Daniel Paul

Schreber, nacido el 25 de julio de 1889 en Leipzig, con fecha de deceso

estimada entre el 10 de junio y el 12 de octubre de 1943. Jurista honorable,

presidente de la Corte de Apelaciones de Dresde y escritor. Se le conoce en la

actualidad por la descripción de sus propios delirios psicóticos, denominados

dementia praecox; su autobiografía póstuma llevó por título Memorias de un

enfermo de nervios). Auxilió a algunos, a otros los vio y los dejó morir. Otto

nunca comprendió la magnitud de su trabajo. Él estaba convencido de estar

haciendo lo mejor para Alemania. Y en eso puso su empeño. En agosto de

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1944, cerca de cumplir setenta años, fue atropellado por un camión de la

empresa Krupp que transportaba materiales para experimentación.

Henny conoció a Walter Benjamin en febrero de 1922 en un encuentro de

europeo de fotografía llevado a cabo en Düsseldorf. En aquel momento Walter

estaba casado con su primera esposa, Lina, sin embargo, cedió a los encantos

de la joven fotógrafa y terminaron en una cama de hotel. Para Walter fue un

episodio inédito, nunca había engañado a Lina, y mucho menos Henny, cuya

experiencia en el amor se reducía a un solo hombre: Otto. Meses más tarde

Walter le enviaría una carta que lamentablemente se ha perdido. En ella

recurría a sus destrezas literarias para convencer a la fotógrafa de volver a

encontrarse. Henny rechazó la invitación sin ambigüedades. “Estoy

enamorada”, le escribió, es un hombre íntegro, nos casaremos el próximo

verano. Por favor, decía en la carta, no vuelva a escribirme.

Escribir para Walter era un quehacer cotidiano. Era su vida. Existe una vasta

correspondencia con su círculo íntimo en donde puede leerse la relación

obsesiva que mantenía con la tarea. Tomando sólo el intercambio epistolar con

Theodor Wiesengrund-Adorno podríamos apreciar dos constantes, por un lado

la escasez de dinero, que obligaba a Benjamin a mendigar becas o subsidios y

a entregar textos de ocasión para poder alquilar algún tugurio y meramente

comer. Por otro, la necesidad de reconocimiento. Benjamin le escribe a su

amigo Teddy decenas de cartas en las que leemos sin forzar la letra sus ansias

de darle a la filosofía un giro, y en ese giro, escribir su nombre. Teddy colabora

para eso: “El libro de los pasajes, le dice, es la obra capital del siglo XX”.

90
Madre, no habrá modo de que te enterés, pero yo escribiré, a muchos años de

transcurrida tu muerte un libro sobre vos, The Story of My Mother: Henny

(Meyer) Gurland, 1900-1952. Lo escribiré en inglés porque estaré viviendo en

Estados Unidos, el único país propicio para continuar luego de una guerra

infame. ¿Te emociona saberlo? ¿No te emociona madre, saber que tu único

hijo le dedicará 200 páginas (las únicas, por otra parte, que podrá escribir en su

vida fuera del ámbito científico) a comentar pormenorizadamente los pasos que

fuiste dando en tu corta pero valiosa existencia?

Henny nunca fue una hija justa, nunca será una heredera justa. La herencia no

es en ella una reconquista vital, sino tan solo una demanda eterna. Todo, lo

que se dice todo, está ya escrito desde el principio para Henny. El transcurrir

del tiempo es sólo la expiación de una condena previa (previa incluso a su

nacimiento). Su tragedia es la tragedia de la Ley de un destino inmodificable. Y,

sin embargo, precisamente por esta razón, acarrea en su cuerpo las huellas de

una cuestión ética decisiva: ¿Podemos hacer algo con respecto al porvenir que

el otro ha preparado para nosotros? ¿Somos capaces de imaginar un destino

singular diferente del escrito en nuestra nunca? ¿Podemos ser una desviación,

una herejía, un desplazamiento del destino que los otros han fabricado para

nosotros?

Extracto del obituario: El 12 de diciembre del 2002, Joseph Gurland murió a la

edad de 79 años, inesperadamente después de haberse recobrado de un

ataque cardíaco unos años antes. Su muerte fue un verdadero shock para la

comunidad científica, en particular para sus amigos y discípulos en los

91
diferentes campos a los que él tanto contribuyó. Ni su vida ni su carrera

científica siguió por un camino simple: Joseph (Joe para los amigos) Gurland

nació en Alemania y de niño abandonó Europa, cuando su madre se convirtió

en una víctima de la situación política. Estudió en la Universidad de New York y

luego de recibirse en su carrera de grado y posgrado en ciencia se unió al

Instituto de la Memoria de Columbia en 1948. Su primera contribución al ámbito

científico publicada fue innovadora: “La preparación y las propiedades del

titanio de alta calidad”.

Henny está sola en Zürich. Acaba de soñar con su madre muerta. Lleva años

soñando con ella, como si alguna de las dos, o las dos, se empeñaran en

retener los despojos de un vínculo. Henny mira el techo con espíritu filosófico,

mira el techo tratando de obtener de él una respuesta a la pregunta que su

madre, en el marco de ese sueño real, acaba de hacerle: ¿Cuándo será el

momento propicio para el rapto? De pronto golpean. Es Joseph, llorando, se

hizo pis encima.

Ilusionada, contra toda evidencia, Henny lleva bajo el brazo un portafolio

rectangular de piel negra perteneciente a su amigo Walte. Dentro del portafolio

viaja un texto fundamental para la filosofía del siglo XX. Ella lo ignora, Walter lo

sabe, aunque no sabe que recién cuarenta años después, mediante

operaciones de corte netamente político, alguien rescatará esas páginas y dirá:

“Benjamin, el pensador luz del siglo XX”. Pero nadie se acordará de Henny, al

contrario, sospecharán de su existencia, sospecharán de su accionar, Henny

será el centro de todas las miradas maliciosas, será señalada como culpable

de un crimen que no cometió, quedará o caerá, unánimemente, en el olvido.

92
Henny, además del portafolio, lleva de la mano a su hijo Joseph, de 13 años.

Joseph es un niño mimado, incapaz de dar un paso sin la anuencia de su

madre. Los nazis los tienen en la mira, los siguen de cerca. Son un blanco fácil

para la inteligencia nacionalsocialista. Y por eso a veces sospechan el motivo

por el cual aún no los han atrapado. Es decir, los nazis son antiintelectuales,

odian el pensamiento, la expresión sofisticada, pero no lo persiguen a Walter a

causa de eso, si no, lo hubiesen perseguido, por ejemplo a Heidegger.

Todo el mundo acusa a Heidegger de no haber pedido disculpas por su

participación en el régimen de hitleriano. Fue rector de la Universidad de

Friburgo, el día de su asunción lanzó el discurso criticado por todo el mundo

pero que nadie escuchó, obtuvo su carnet del partido, militó a favor del Führer y

jamás se desdijo. El público alemán y la sociedad filosófica mundial le reclaman

una retractación pública, un pedido de disculpas, un perdón. Pero ¿de qué

valdrían las disculpas? ¿A quién le serviría más?

En 1955 Heidegger reflexionó sobre los efectos anímicos de la innovación

técnica. La conferencia se llama Serenidad (Gelassenheit).

Günther Anders, de la escuela heideggereana, reflexionó sobre los efectos

políticos y psíquicos de esa innovación tecno-militar. A diferencia de su

maestro debió emigrar a América por su condición de intelectual judío.

El nieto de Gurland no, porque su hijo no tuvo descendencia.

Günther Anders y Walter son extrañamente parecidos. Quizás el parecido se

relacione con la moda de la época.

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El Tercer Reich obtuvo la victoria, según Anders, a pesar de mostrarse

derrotados.

En libros de escasa circulación, Günther Anders dijo que el problema mayor no

eran los nazis sino las generaciones futuras, los hijos, los nietos, los bisnietos

de los nazis. Ahí radicaba el verdadero terror, sin embargo pasó sus días sin

pena ni gloria y sus pensamientos no fueron escuchados y así estamos ahora,

pero el presente no tiene ninguna injerencia en esta historia, porque esta

historia es la historia de una mujer llamada Henny o Jenny Gurland, apellido

que en alemán significa tierra prometida o algo parecido, nunca exactamente

algo igual, porque no existe equivalencia entre las lenguas.

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Esta es la historia de Gurland. Desde su nacimiento, el 27 de septiembre de

1900, exactamente con el nuevo siglo, hasta su muerte, acaecida en 1952. No

sabemos con exactitud la fecha, se supone octubre, el 12.

Henny era por naturaleza una mujer triste. Pero padecía una tristeza clara,

transparente, no envidiosa. Ella jamás soñaba con estar en un lugar distinto al

que estaba, jamás pensaba por qué yo no y el vecino sí. Esa clase de tristeza

envidiosa, dañina, era para ella un pecado capital, el octavo, si pudiera

introducirlo a la lista. Una tristeza que impide vivir en paz con uno mismo o con

los otros.

Henny necesitaba con premura escapar a Estados Unidos, pero no contaba

con dinero suficiente ni apoyo de ninguna índole. Una noche, a la salida de un

casino, distingue a un hombre, pelo al ras, bigote corto, su figura es más bien

deshilachada, parece que acaba de perderlo todo. El extraño le dice de pronto

yo te voy a dar tu billete, lo tengo aquí, pero el precio es… (Henny pensó lo

peor) que me tienes que escuchar…Te voy a contar mi vida.

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