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EL AVENTURERO
A Guayana fue a dar consigo Antonio José Calcañ o, ya fracasada la revuelta, sin
cumplir los veinte añ os, llamado por las selvas profundas, el clamor tormentoso de los
ríos y el cantar gangoso del aborigen. En las selvas crecía el á rbol cauchero, de sangre
blanca y generosa. En las arenas de los ríos perduraba la huella maravillosa de un dios
extrañ o que pasó por aquellas tierras trocando en oro todo cuanto pisaba.
A Guayana llegaban los hombres má s disímiles, caravanas de buscadores de fortunas,
impulsados por el coraje a la desesperació n. Allí Injusticia era una palabra vaga, cuyos
fueros residían en la presteza del revó lver y en la firmeza del pulso.
Antonio José Calcañ o, como Arturo Cova y como Marcos Vargas, se enfrentó a la
naturaleza implacable y a los hombres sin ley. Buscó la veta de oro en las minas de
nombres pueriles y esperanza- dos -"La Milagrosa", "Salva la Patria", "Lo Increíble"- y
derrochó luego los preciosos guijarros en tabernas y garitos. Se volcó su curiara en
mitad del Yuruá n o del Yuruary y ganó a nado la orilla de tensos bejucales y nervudas
raíces. Se extravió en el corazó n de la selva, donde acechan la cuaima y la mapanare, la
arañ amona y la veinticuatro, y se escucha la ronca voz de la noche que hace temblar al
arecuna.
Lo atrajo el espejismo blanco de los á rboles caucheros. Tomó el rumbo de la zona
purguera de Paragua y en ella vivió y trabajó largo tiempo. En muchos bosques
quedaron cicatrices tatuadas por los tocones de su peonada. Se defendió a tiros frente
a los bandidos de la selva. Curó a sus hombres las heridas de machete que hacen
blanquear el hueso y las picadas de serpiente que dejan una espesa sombra morada.
Finalmente, su amigo má s ínti- mo, su compañ ero de trabajo y de aventuras, Alejandro
Escobar Pá ez, fue asesinado en las espesuras del Cuyuní. Pero Calcañ o amaba tan
intensamente la selva y sus peligros que, al clamar desesperado por la muerte de
Alejandro, lo hacía de esta manera:
"mi afecto a esas mirificas montañ as piensa que a un alma diamantino y pura no hay
sepulcro mejor que sus entrañ as".
EL POETA
La poesía de Calcañ o Herrera, como la del colombiano José Eustacio Rivera, está
saturada de la selva que vivió . Desde Guayana envió Calcañ o sus primeros poemas, los
cuales fueron publica- dos en El Cojo Ilustrado y recogidos luego en el libro Versos de
juventud.
Pero su verdadero nivel poético se aprecia en la obra pó stuma Horas de Vivac. Allí
Calcañ o Herrera se revela como extraordinario, sonetista, logrando en ocasiones tanta
fuerza y soltura como Alfredo Arvelo Larriva.
La poesía de Calcañ o es esencialmente descriptiva, realista, nativista, humana. No hay
que buscar la raíz de sus versos en Pérez Bonalde sino en Lazo Martí. Su canto a la
selva - tal vez lo má s logrado de su obra poética- es un caudaloso reportaje lírico del
alto Caroní.
Independientemente de las escuelas, modalidades y tendencias, los poetas se han
orientado siempre hacia dos sistemas dispares de expresió n. Unos cantan el reflejo de
su mundo interior, de sus propios estados de alma, de sus inquietudes íntimas. Otros
se vuelcan para cantar las emociones y el dolor de sus semejantes, los paisajes y las
cosas, proyectando su espíritu en funció n de humanidad.
Estos ú ltimos, cuya sensibilidad vibra ante el paisaje, ante el suceso, ante las figuras
humanas, suelen - en la hora de la responsabilidad ciudadana o de la lucha por la
existencia- enrumbar sus pasos hacia el periodismo, Tal fue el caso de Calcañ o Herrera
y de Leoncio Martínez. Tal es el caso presente de Pedro Sotillo y de Antonio Arrá iz.
Los otros, los subjetivos, los anímicos, alcanzan con frecuencia elevadas actitudes
poéticas, pero transitan vendados ante los linotipos, las rotativas y los pregoneros.
Dicho sea sin la menor voluntad de ofenderlos.
EL CONSPIRADOR
En 1918, de regreso en Caracas, Calcañ o Herrera inició la labor periodística que habría
de mantener durante once añ os. Fundé entonces, en compañ ía de Francisco Pimentel,
Leoncio Martínez y José Rafael Pocaterra, el diario Pitorreos. Pitoneos, al par que
perió dico de aguda intenció n y magnífica prosa, fue vigorosa fuente de rebeldía contra
la tiranía gomecista. En torno suyo emergía la simpatía de los estudiantes
revolucionarios, el pensamiento de los intelectuales dignos, el descontento sin
canalizar del pueblo, Job Pim y Leo, quienes figuraban en el membrete como
responsables de la publicació n, vivían al borde la Rotunda, cuando no se hallaban
dentro de ella.
El movimiento insurreccionar de 191 9 estuvo tan íntimamente ligado a aquel
perió dico que en los corrillos políticos caraqueñ os se designó como "la conspiració n
de Pitorreos". Los estudiantes y el pueblo de Caracas realizaron por aquel entonces
una manifestació n sentimental de simpatía hacia la nació n belga que fue salvajemente
disuelta a planazos por las huestes de Pedro García. Elementos civiles antigomecistas
lograron establecer contacto con la oficialidad joven del ejército, a través del capitá n
Luis Rafael Pimentel y de los hermanos Andrade Mora. Alga de libertad, nacida en el
remanso verdoso del gomecismo, una nueva generació n de venezolanos estaba
resuelta al sacrificio.
Antonio José Calcañ o era de los conspiradores. En el minú sculo taller de Pitorreos se
dieron cita, la noche fijada para el alzamiento, conjurados de desemejante
procedencia: militares, estudiantes, obreros, intelectuales. Allí se editó el manifiesto
que circularía por la ciudad, una vez conquistados los cuarteles y distribuidas las
armas. Tal proclama, que un destino adverso había de dejar inédita, fue compuesta en
un linotipo de Pitorreos bajo la mirada vigilante de Calcañ o Herrera.
Calcañ o no durmió aquella noche. Sin alterarse los latidos de su corazó n, como a la
hora de arriesgar la vida bajo las selvas de Guayana, se recortaba su silueta en la
penumbra del taller mal alumbrado, entre el ir y venir de los comisionados, las
conversaciones a media voz, la atmó sfera tensa de la espera. Pasada la medianoche,
Calcañ o se tendió al pie de un chivalete, sin librarse del cuello severo ni desanudarse
la corbata negra, aguardando la des- carga que estallaría al amanecer en los patios del
Cuartel San Carlos para anunciar el triunfo de la insurrecció n.
La descarga no se escuchó nunca. La historia refiere có mo uno de los oficiales
conjurados traicionó a sus compañ eros. Aquella misma madrugada fue el punto de
partida de una etapa sombría de persecuciones y de arrestos, de torturas y asesinatos,
que constituye una de las pá ginas má s torvas en la oscura cró nica de la tiranía
gomecista.
La represió n barrió a Pitorreos, Leoncio Martínez y Francisco Pimentel fueron
sepultados en la Rotunda, engrillados e incomunicados, José Rafael Pocaterra y
Calcañ o Herrera lograron escapar de la racha inicial. Pero Pocaterra fue detenido a los
pocos días y Calcañ o Herrera optó por buscar refugio en un rincó n de la provincia,
donde se olvidase su existencia.
Ningú n torturado mencionó su participació n en el complot. Ningú n colgado pronunció
su nombre.
EL PERIODISTA
La vida periodística de Calcañ o Herrera fue una permanente lecció n de dignidad. Allí
reside la causal determinante de este reportaje.
El periodismo venezolano de este siglo era una historia vil y dolorosa. El proceso de
formació n de una prensa independiente en Venezuela, que lograra expresiones de
cimera elevació n en diversas épocas del siglo pasado, quebraba su trayectoria en el
sucederse de los gobiernos absolutistas. Con el advenimiento al poder de Cipriano
Castro, y luego con la estabilizació n de Juan Vicente Gó mez, esa evolució n se había
estancado en un fangoso tremedal de servilismo e indignidad. Don Rafael Arévalo
Gonzá lez, que pretendió salvar el concepto y la tradició n de nuestra prensa, era ya un
preso Político profesional, sin derecho a ejercer el periodismo.
Las preguntas eran rituales:
-¿Por qué no elogia usted al general "Gó mez? ¿Por qué no ataca usted a los enemigos
del general Gó mez?
Calcañ o barajaba respuestas de diverso estilo:
- Mi perió dico es estrictamente informativo. Usted sabe muy bien que yo no me
ocupo de política.
Mientras Juan Vicente Gó mez teje los nudos del poder, los intelectuales y los
artistas buscan refugios propicios. Leoncio Martínez, escribió Enrique Planchart en La
pintura en Venezuela, publicó una nota en El Universal el 1° de agosto de 1912 que
encendió la llama, y antes de terminar el mes ya estaba fundado el Círculo de Bellas
Artes. “La fundació n de este centro es uno de los hechos má s trascendentales en la
historia de nuestra pintura”, anotó Planchart. En su biografía de Leo, Juan Carlos
Palenzuela analiza aquel momento. Leo tiene apenas 24 añ os, pero percibe con
certidumbre que deben romperse las cá scaras.
El Circulo fue una especie de revuelta contra la Academia de Bellas Artes: la
conquista de pintar una modelo desnuda en lugar de imitaciones griegas de yeso.
Leoncio Martínez dijo: “Buscando libre vuelo constituimos el Círculo de Bellas Artes
sobre bases liberalísimas…” No só lo se trataba de liberarse de los yesos, también de la
herencia heroica de don Martín Tovar y Tovar y de sus batallas artificiosamente
geométricas, o, como dijo Picó n Salas, de “la historia vestida de casaca”. “El Círculo de
Bellas Artes, escribe Juan Carlos, es el primer gran movimiento de la plá stica y de la
cultura en Venezuela. Allí hay espacio para todos los artistas… concentrados en su
trabajo creador… (…) Aquí se forman personalidades para resistir los oscuros tiempos
por venir, cuando la mínima actividad cultural será anulada”. En el Circulo militan los
que será n grandes nombres de la pintura y de las letras en la primera mitad del siglo.
Entre ellos está Ró mulo Gallegos. No es pintor, y, sin embargo, pinta como pocos. En
sus cuentos y en sus novelas alienta el paisaje venezolano y de modo obsesivo el
paisaje del Á vila que él conocía como las líneas de su mano:
De un lado, el mar era un inmenso esmalte azul, en cuyo desvanecente confín de
suaves amaneceres reposaban vagas sombras violá ceas de remotos islotes, como
ballenas dormidas hasta el alba; del otro lado, las tierras: los ríscachales de la ríspida
cresta de Naiguatá , sembrada de rocas sueltas que hacían pensar en el fragor de
gigantescos desmoronamientos; el dromedario colosal de La Silla, parado en su
marcha hacia el valle de Caracas, con una resplandeciente gualdrapa sobre las gibas; la
montañ a toda desperezando en la luz su nervura formidable, cortada de abismos
vertiginosos, á spera en los fragosos peñ ascales de los voladeros, suave en las laderas
tendidas que bajan cubiertas del raso joyante de los pajonales, arregazando la felpa
azulosa de las hondonadas, dentro de las cuales la voz de los torrentes formaba ese
fondo rumoroso de los grandes silencios de las montañ as. Abajo, en las faldas, suaves
lomas y quietas llanadas, surcadas de senderos, moteadas de cultivos; el valle, en el
fondo, cubierto de grumos inmó viles que parecían rebañ os dormidos; má s allá las
cordilleras de colinas que se metían, tierra adentro, azules con toque de sol, como un
escarceo de otro fantá stico mar; los grupos de pueblos y caseríos, pequeñ os y
dispersos a grandes trechos, en los vallecitos por donde iba el alba saltando; la remota
franja de dorados celajes de llanuras que cerraban el horizonte... Todo el paisaje de la
tierra natal, que es una embriaguez de luz y de color.
En el Círculo está Manuel Cabré, el pintor del Á vila, allí está n Bernardo Monsanto,
Pró spero Martínez, Pablo W. Herná ndez, Marcelo Videl, Armando Reveró n, Rafael
Monasterios, Federico Brandt y Luis Alfredo Ló pez Méndez, el má s joven. Está n
Gallegos y Leo, que es dibujante y escritor, y el poeta Job Pim. Son pobres y el lugar
donde se reú nen es costoso. Buscaron un local má s modesto en Pagü ita, pero en el
barrio los vecinos se escandalizaron con unos jó venes obscenos que entraban al saló n
con cartones y creyones a pintar a una mujer desnuda. Sospecharon que se trataba de
una extrañ a secta y los denunciaron a la policía.
Así fue el final el gran Círculo de Bellas Artes. Llegó la policía y se llevó a la modelo
y a algunos de los pintores. Entre ellos estaba Gallegos, pero quizá s por no tener en
sus manos los objetos del delito, cartones y pinturas, no fue hecho preso. El Círculo de
Bellas Artes, de todos modos y sin un lugar que los congregara, siguió existiendo en la
amistad y en el propó sito comú n de artistas e intelectuales que atravesaron así la
tempestad del gomecismo.
Américo Martín