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INTERPRETACIÓN DE LAS NORMAS JURÍDICAS

Extraído de “Argumentación e investigación en derechos humanos” (Guillermo Escobar Roca y


Ricardo García Manrique, P.50-P.69)

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11. Qué significa interpretar

Uno de los campos en los que tiene lugar la argumentación jurídicaes el de la interpretación de las
normas jurídicas, al que vamos a dedicar atención específica por su especial relevancia. Para
empezar, conviene recordar en qué consiste la actividad de interpretación de normas. En realidad,
en sentido estricto, las “normas” no son el objeto dela interpretación sino el producto de la
misma. Porque por “norma” podemos entender el contenido prescriptivo (mandato, prohibición,
permiso) que cabe atribuir a una “disposición” o “enunciado” normativo, un contenido que es
determinado precisamente a través del proceso interpretativo. En efecto, un enunciado normativo
es una secuencia de signos lingüísticos cuyo significado no es de por sí evidente(aunque pueda
parecerlo en algunos casos), y con frecuencia plantea dudas de menor o mayor calado.

Ser conscientes de esta secuencia (enunciado normativo-interpretación-norma) nos permite serlo


también de que el derecho no es un objeto que se nos presenta ya plenamente determinado sino
que es más bien el resultado de un proceso dinámico y abierto de construcción normativa al que
todo jurista está llamado a participar. Esto, por cierto, no significa que la norma sea “creada” por
el intérprete, puesto que la interpretación no es creación, o no sólo creación, sino más bien
descubrimiento de algo preexistente (en este caso, del sentido de una serie de enunciados que
son producto de una voluntad normativa previa; por eso, la cuestión de si en efecto las normas
son el objeto o el resultado de la interpretación sigue siendo discutible; Lifante 2018: 36-40). En
todo caso, para respetar el lenguaje habitual y para simplificar, hablaremos aquí de
“interpretación de las normas” aun cuando la norma stricto sensu pueda ser concebida, insistimos,
más bien como el resultado y no como el objeto de la interpretación). Por tanto, interpretar
consiste en dotar de sentido a un enunciado normativo con el fin de identificar la norma que
contiene.

12. ¿In claris non fit interpretatio?

Según lo afirmado en el párrafo anterior, todo enunciado normativo requiere ser interpretado
para que podamos atribuirle un contenido significativo. Contra este modo de ver las cosas cabría
invocar el aforismo “in claris non fit interpretatio”, que suele traducirse hoy día como “lo claro no
necesita interpretación” (aunque, en sus orígenes, parece ser que significó la primacía del derecho
preestablecido sobre las opiniones de los jurisconsultos; Prieto 2005: 228). Según esto, habría dos
tipos de enunciados normativos, unos que, por estar claro su contenido, no requerirían
interpretación y otros que, por no estarlo, sí la requerirían. Los primeros contendrían ya de por sí
una norma de contenido evidente para el entendimiento, a diferencia de los segundos, para los
que se reservaría la labor interpretativa, cualificada así como labor intelectualmente compleja.

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Sin embargo, esta manera de ver las cosas soslaya el hecho de que la distinción entre enunciados
“claros” y “oscuros” es en sí misma un producto de la interpretación que no es en absoluto
evidente. No sólo porque los intérpretes pueden discrepar sobre lo que está claro o no lo está,
sino también porque el paso del tiempo puede convertir en oscura una norma que antes parecía
clara. Esto es así por una sencilla razón: la aplicación de las normas es lógicamente posterior a su
establecimiento y además se extiende indefinidamente en el tiempo. A lo largo de ese tiempo las
circunstancias de la realidad que pretende regular la norma pueden cambiar de tal manera que
nos hagan dudar sobre el sentido que cabe atribuir a dicha norma. Por eso, cabe afirmar que los
propósitos de las normas son relativamente indeterminados (Hart 1998 [1961]: 160), puesto que
las nuevas circunstancias y los casos sobrevenidos nos obligan a preguntarnos qué es lo que
realmente pretendemos con la norma y en consecuencia qué significado debemos darle.

Veamos un ejemplo:

el artículo 32.1 de la CE establece: “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer


matrimonio con plena igualdad jurídica”. Este precepto ha estado en vigor desde 1978 y
no suscitó mayores problemas interpretativos (parecía estar claro) hasta hace unos pocos
años, cuando social y políticamente se planteó la posibilidad de permitir el matrimonio
entre personas del mismo sexo, y sobre todo cuando el gobierno español decidió
regularlo, presentando un proyecto de ley en ese sentido que acabaría siendo aprobado
como Ley 13/2005, por la que se modifica el Código Civil en materia de derecho a contraer
matrimonio. Fue entonces cuando surgió la duda de si el precepto constitucional transcrito
permitía o no permitía el matrimonio homosexual, esto es, si la citada ley era
constitucional o no lo era (en otros términos: ¿formaba parte del propósito de la norma
reservar el matrimonio a las parejas heterosexuales?). Volveremos sobre este ejemplo,
pero baste ahora constatar que fue el cambio de las circunstancias (primero la aparición y
difusión social de la pretensión de legalizar el matrimonio homosexual y después la propia
legalización) lo que convirtió una norma supuestamente clara en una que no lo era tanto.

Por tanto, parece más sensato seguir manteniendo que todo enunciado normativo requiere
interpretación y que no existen enunciados normativos claros de por sí, sino más bien enunciados
respecto de los cuales no se han planteado discrepancias interpretativas, unas discrepancias que
pueden aparecer en cualquier momento. Esto, por supuesto, no cuestiona la evidencia de que
existen normas cuyo significado resulta más controvertido y que requieren un mayor esfuerzo
interpretativo que otras.

14. Los cánones de la hermenéutica jurídica

Por “cánones hermenéuticos” se entiende una serie de criterios que pueden seguirse a la hora de
atribuir significado a un enunciado jurídico, esto es, a la hora de interpretar el derecho. La
argumentación jurídica en materia interpretativa suele ajustarse a estos cánones, que, por eso,
pueden ser considerados como “esquemas o formas de argumentos” (Alexy 2007: 235). Cada una
de estas estructuras argumentales toma en consideración algún aspecto potencialmente relevante
de la norma que haya de ser interpretada: su texto, su literalidad, su fin, sus orígenes, el contexto

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social en el que ha de ser aplicada, su ubicación en el sistema jurídico, etc., y así se habla de
interpretación textual, literal, teleológica, histórica, sociológica, sistemática, etc. Si estos criterios
no pudieran ser ordenados o jerarquizados de algún modo, y si el intérprete pudiera optar por
recurrir a unos o a otros indistintamente, su valor sería muy modesto, o mucho más modesto que
si, en cambio, pudiéramos ordenarlos de algún modo.

Por tanto, la labor de la hermenéutica jurídica tiene que ir más allá de la mera enunciación y
descripción de tales cánones, que es lo que con frecuencia se hace, para tratar de encontrar esas
pautas de ordenación que orienten la argumentación jurídica en materia interpretativa. Algo
puede hacerse al respecto, y es lo que vamos a intentar, aunque ya anunciamos que no lo
suficiente como para asignar a cada canon un rol o ubicación precisa. Ya hemos dejado dicho que
el conocimiento jurídico no es conocimiento científico en el sentido estricto del término, y desde
luego no lo es la actividad interpretativa; pero también hemos afirmado que el conocimiento
jurídico, y en particular la interpretación, ha de ser una actividad racional en la que no todo vale y
en la que es posible diferenciar lo más plausible de lo menos o incluso lo que es correcto o
aceptable de lo que no lo es.

En todo caso, y sin perjuicio del valor que pueda corresponder a las consideraciones que siguen,
conviene recordar, con Alexy: (1) que ninguna propuesta de ordenación jerárquica de los cánones
interpretativos ha encontrado un reconocimiento general; (2) que por tanto hay que tomar en
consideración todos los argumentos que sea posible proponer sobre la base de los distintos
cánones; y que (3) ninguna combinación posible del uso de los cánones es capaz de ofrecer
seguridad respecto de la corrección de la interpretación obtenida (Alexy 2007: 237 y 240).

15. El texto de las normas (la interpretación literal)

La interpretación jurídica es siempre una interpretación textual, no porque atender al texto de la


norma sea un canon interpretativo, sino porque el objeto de la interpretación es un texto, el del
enunciado jurídico correspondiente. Por eso, no cabe oponer como dos posibilidades alternativas
la interpretación textual y la no textual, dado que toda interpretación jurídica ha de ser textual, al
menos como regla general. La razón está ya dada: de lo que se trata es de interpretar un texto
determinado y no cualquier otra cosa. De otro modo, nos estaríamos apartando de la esencia de la
práctica jurídica, que consiste en regular el comportamiento humano mediante normas
predeterminadas, esto es, establecidas de antemano.

En la esencia del derecho está la generación de seguridad jurídica, esto es, la capacidad de los
ciudadanos de predecir cómo actuarán los órganos de aplicación del derecho, una capacidad que
no podría promoverse si tales órganos se apartaran del texto de las normas a la hora de
interpretarlas, lo cual, en realidad, supondría renunciar a interpretar y aplicar “las normas” (o, si se
quiere, los enunciados normativos) o, lo que es lo mismo, a abandonar la práctica jurídica
propiamente dicha.

Algo equivalente cabe afirmar de la llamada interpretación “literal” o atenta a la letra de la norma,
pues por “letra” hemos de entender el “texto”. Es decir: la interpretación jurídica ha de ser literal

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en el sentido de que ha de ser una interpretación de la letra de las normas, no en el sentido de
que renuncie a otros criterios interpretativos o a buscar, como suele decirse, el “espíritu” de la ley,
del que, con otro nombre, hablaremos a continuación. Porque, como acaba de indicarse, la
interpretación jurídica es interpretación de “textos” o de “letras”, que constituyen el objeto de la
labor interpretativa, y no tiene sentido oponer una interpretación literal a otra espiritual o
teleológica o adaptada al contexto: porque éstas son interpretaciones “del texto” en tanto que
aquella (la literal) no indica más que el hecho de que lo que se interpreta es un texto y no otra
cosa. Ahora bien: si lo que se quiere decir cuando se tacha despectivamente de “literal” a una
interpretación es que no atiende a esos otros elementos que rodean el texto normativo, bien cabe
atender dicha crítica, porque lo que suele denominarse “significado propio” de las palabras no
suele ser criterio bastante para dar cuenta del significado de una norma.

Interpretación declarativa e interpretación correctora. Sin embargo, también es cierto que hay
ocasiones, pocas y excepcionales, en que la interpretación va más allá o se sale del texto o la letra
de la norma. En estos casos, hablamos de interpretación correctora, por contraposición a la que
no se sale del texto, a la que suele llamarse declarativa o, también, literal. La interpretación
correctora sólo procede, y ya decimos que muy excepcionalmente, cuando hay razones para creer
que el texto de la norma no dice lo que debería decir.

Esta creencia supone una disociación entre la norma y su texto que sólo es posible si
consideraciones ajenas al propio texto (sea la voluntad del autor de la norma, sea el contenido de
otras normas) o derivadas del propio texto (su incoherencia o mala redacción) nos hacen pensar
que la aplicación de la norma según su texto llevaría a frustrar el propósito de la propia norma; lo
cual a su vez está suponiendo que hemos llegado a conocer dicho propósito.

16. El propósito o fin de las normas (la interpretación teleológica)

Se habla de interpretación “teleológica” o “finalista” cuando la interpretación está regida por el


propósito o fin de la norma. En realidad, no es este un criterio hermenéutico como los demás, sino
el criterio rector o supremo de la actividad interpretativa, una afirmación esta que requiere ser
justificada. La idea clave para comprender que toda interpretación normativa ha de ser teleológica
es la siguiente: el derecho es un instrumento y no un fin en sí mismo, es decir, el fin del derecho
no puede radicar en su misma aplicación sino en la realización de otros fines, cualesquiera que
estos sean (en última instancia, ya sabemos, la justicia).

Y como el derecho es un instrumento, una herramienta social, hemos de ponerlo al servicio de los
fines que le son propios. Por eso, y con carácter general, podemos decir que la interpretación de
una norma es textual o literal, porque su objeto es un texto, y es teleológica porque su objetivo es
que la aplicación de la norma satisfaga el fin que justifica su existencia. Esta idea está reflejada,
por ejemplo, en el artículo 3.1 del Código Civil español, que establece:

Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el
contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que
han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas.

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Obsérvese que el canon espiritual o finalista no figura como uno más de la lista, sino que todos los
demás cánones han de ser puestos al servicio de la búsqueda del “espíritu y finalidad” de la
norma, lo cual es expresado por la fórmula “atendiendo fundamentalmente”, que quizá no es del
todo feliz, pero sí muestra a las claras que el fin o finalidad de las normas ha de regir todo el
proceso interpretativo.

Esto tiene sentido, vale reiterar, porque la norma tiene un carácter instrumental y todo
instrumento encuentra su justificación en el fin al que sirve. Por eso, una interpretación no
finalista no tiene cabida en el derecho o está condenada a fracasar. Veamos un ejemplo clásico y
sencillo y volvamos de paso sobre la interpretación correctora.

En una estación de ferrocarril de Polonia colgaba un letrero que decía: “no está permitida
la entrada de perros en los trenes”. El texto de la norma, desde luego, parecía bastante
claro. El problema surgió cuando un viajero (seguramente integrante de algún circo)
pretendió subir al tren en compañía de un oso. El jefe de estación dudó a la hora de tomar
una determinación al respecto, pues resulta claro que un oso no es un perro, y que nada
dice la norma de osos. Y volvió a surgir cuando otro viajero, en este caso un invidente,
pretendió subir al tren acompañado por su perro lazarillo, que, sin duda, era un perro.

Una interpretación declarativa de la norma que, además, no tuviese en cuenta su


propósito, hubiera llevado a admitir al oso y a no admitir al perro lazarillo. Ahora bien:
¿sería correcta esta interpretación? Muy probablemente, no, y esta negativa deriva de la
toma en consideración del propósito de la norma. ¿Para qué existe la norma? ¿Qué fin
busca? La incomodidad que sentimos al permitir subir al oso y no al perro lazarillo deriva
de que hemos identificado el fin de la norma y de que creemos que se está frustrando en
ambos casos. Bien cabría pensar que el fin de la norma es evitar molestias a los viajeros y
que se ha considerado que los perros pueden ocasionar molestias. Pero resulta evidente
que esas molestias también pueden ser causadas, y en muy superior medida, por un oso; y
también resulta evidente, aunque quizá no tanto, que los perros lazarillos no suelen causar
tantas molestias como otros perros, porque están mejor educados (dejemos aquí de lado
la consideración, también relevante, de que, incluso si el perro lazarillo es causa de
molestias para los demás viajeros, quizá éstas habrían de soportarse a cambio de que los
invidentes que se guían por ese tipo de perros puedan viajar también). Pues bien: en estos
casos cabe argumentar a favor de una interpretación correctora de la norma, extensiva en
el primer caso (tampoco los osos pueden viajar) y restrictiva en el segundo (los perros
lazarillos sí pueden viajar).

La interpretación correctora está suponiendo que la norma ha incurrido en uno de estos dos vicios
o defectos: el de la infrainclusión (la norma ha incluido en el supuesto de hecho menos de lo que
debería en nuestro ejemplo, no ha incluido a los osos cuando hubiera debido hacerlo) o el de la
suprainclusión (la norma ha incluido en el supuesto de hecho más de lo que debería: en nuestro
ejemplo, ha incluido a los perros lazarillos cuando no hubiera debido hacerlo).

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Por supuesto, afirmar que la norma incurre en uno de estos dos vicios supone haber identificado
previamente el fin de la norma y haber llegado a la conclusión de que, de acuerdo con ese fin, la
norma está mal formulada.

La interpretación extensiva suele guiarse por el argumento a fortiori, que puede considerarse
como una variante del argumento analógico. Según el argumento a fortiori (que podría traducirse
como “con mayor razón”), si un supuesto X merece una cierta consideración deóntica (está
prohibido o permitido o mandado), un supuesto Y merece esa misma consideración “con mayor
razón” si la razón que justifica dicha consideración deóntica para X está presente en mayor medida
en Y. Obsérvese que, como ya notábamos al analizar el argumento por analogía, es necesario
saber cuál es la razón que justifica la consideración deóntica de X, y esa razón no es otra cosa que
el fin o propósito de la norma, o está íntimamente conectado con ella. En nuestro ejemplo, si los
perros no pueden subir al tren “porque molestan” (razón de la prohibición) y porque el fin de la
norma es “evitar que molesten”, a fortiori tampoco podrán subir los osos, porque molestan aún
más. A su vez el argumento a fortiori tiene dos variantes típicas, que suelen enunciarse así: “si se
prohíbe lo menos, también se prohíbe lo más” (a minori ad majus); y “si se permite lo más,
también se permite lo menos” (a majori ad minus).

La interpretación restrictiva suele guiarse por el argumento “disociativo” (así llamado, por carecer
de otro nombre canónico, por Guastini 1999: 39). Según este argumento, el intérprete distingue
donde el autor de la norma no lo ha hecho, esto es, disocia el supuesto de hecho en dos sub-
supuestos, y restringe la aplicación de la norma a uno de ellos, siempre, recuérdese, a la vista del
propósito de la norma.

En nuestro ejemplo, el jefe de estación disocia el supuesto de hecho de la norma (perros) en el


sub-supuesto de los “perros lazarillos” y en el de los “perros no lazarillos” y restringe la aplicación
de la norma al segundo, dejando fuera el primero. En estos casos, y para proceder a una
interpretación correctora, sea extensiva o restrictiva, hay que ponderar de qué manera se hace
mayor justicia: si interpretando la norma sin ceñirse al texto pero satisfaciendo su propósito, o si
interpretando la norma ciñéndose al texto pero frustrando su propósito. Obsérvese que en ambos
casos está en juego la justicia (y no puede ser de otro modo porque la justicia es el valor rector de
la práctica jurídica), y para ello hay que recordar que la seguridad jurídica, que queda garantizada
en mayor medida por una interpretación textual no correctora, es también una forma de la justicia
(en particular, la que consiste en la satisfacción de las expectativas que el texto de la norma
genera entre sus destinatarios).

Por eso, la interpretación y subsiguiente aplicación correctora requiere no sólo la constatación de


la inadecuación del texto al fin de la norma, sino además la convicción de que así alcanzaremos
una mayor justicia que compense la injusticia causada por la lesión de la seguridad jurídica (sobre
la seguridad jurídica como justicia, véase García Manrique 2012). Sea como sea, la interpretación
correctora ha de mantener un vínculo significativo con el texto, es decir, no puede divorciarse
completamente de él, si es que queremos seguir hablando de “interpretación”. En el ejemplo que
venimos glosando, es evidente que un oso no es un perro, y que un perro lazarillo sí lo es; pero la

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cuestión es que no es irracional, ni radicalmente distanciado del texto, afirmar que, a los efectos
de la norma, los osos serán considerados como perros (porque molestan como ellos) o que los
perros lazarillos no serán considerados como perros (porque no molestan como ellos).

Una vez sentado el carácter textual y teleológico que ha de tener toda interpretación jurídica,
demos cuenta de tres cánones interpretativos cuya función es precisamente la de contribuir a
encontrar el fin de la norma y así darle a su texto la interpretación más conveniente de entre las
que el texto permite (sin perjuicio de que excepcionalmente quepa una interpretación correctora
o no textual). En este sentido, cabe aventurar que los tres cánones que examinamos a
continuación están subordinados al canon teleológico y al canon textual, o incluso que la palabra
“canon” no designa la misma cosa cuando lo aplicamos a unos y otros parámetros de la
interpretación.

17. El contexto normativo de la norma (la interpretación sistemática)

Toda norma jurídica forma parte de un conjunto de normas (el sistema jurídico) y habitualmente
también de algún subconjunto específico de dicho conjunto. La interpretación sistemática llama a
tener en cuenta este rasgo de las normas, que podemos calificar como dependencia o como
interdependencia, o también como falta de autonomía. Que la norma forma parte de un conjunto
más amplio no significa sólo que existen otras normas sino que la regulación jurídica es llevada a
cabo por el conjunto como tal y no por cada una de las normas por separado. Por eso, para
determinar el significado de una norma es necesario tener en cuenta el significado de otras
normas, podemos decir que de todas, pero sobre todo, lógicamente, de aquellas que, por su
contenido y ubicación, están más cercanas.

De hecho, de muchos enunciados o preceptos jurídicos ni siquiera podemos afirmar que


contengan una norma, sino sólo un fragmento de la misma, cuya integridad sólo puede ser
aprehendida a partir de un conjunto más o menos numeroso de preceptos. Así sucede típicamente
en los códigos (civil, penal, mercantil, procesal, etc.), donde la interpretación sistemática es
indispensable y de mayor relevancia que la histórica o la sociológica, porque las normas, o los
preceptos que las contienen, han sido establecidos de acuerdo con un plan sistemático
predeterminado que no cabe ignorar; pero también con las normas de derechos humanos o
fundamentales, que forman un subsistema particular del que luego tendremos ocasión de hablar.

La interpretación sistemática está orientada por los dos rasgos característicos de los sistemas
normativos: la coherencia y la plenitud. De lo que se trata es de que las normas sean interpretadas
de manera que unas no contradigan la regulación contenida en otras (coherencia) y de manera
que el conjunto de las mismas ofrezca una regulación para todos los casos posibles (plenitud o
integridad). Por eso, el recurso a la interpretación sistemática no es facultativo, sino obligatorio: el
intérprete jurídico no es intérprete de preceptos aislados sino de todo el conjunto de preceptos
que regulan una determinada materia. Las relaciones entre las normas son muy diversas, y la
interpretación sistemática ha de ocuparse de todas ellas. Cuatro relaciones muy características son
las siguientes:

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a) Remisión expresa a otra norma: Así, el artículo 17.3 CE establece: “Se garantiza la asistencia de
abogado al detenido en las diligencias policiales y judiciales, en los términos que la ley establezca”.
Por tanto, para interpretar correctamente la norma habremos de acudir a la ley que establece
dichos términos, que es la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que se refiere a la cuestión en varios de
sus artículos.

b) Uso de un concepto indeterminado que resulta determinado por otra norma: Por ejemplo, el
artículo 27.4 CE establece: “La enseñanza básica es obligatoria y gratuita”. Si queremos saber qué
ha de entenderse por “enseñanza básica” (por ejemplo, cuál es su duración), habremos de buscar
otra norma que lo determine. En particular, el artículo 4.2 de la Ley Orgánica 2/2006, de
Educación, establece: “La enseñanza básica comprende diez años de escolaridad y se desarrolla,
de forma regular, entre los seis y los dieciséis años de edad. No obstante, los alumnos tendrán
derecho a permanecer en régimen ordinario cursando la enseñanza básica hasta los dieciocho
años de edad, cumplidos en el año en que finalice el curso, en las condiciones establecidas en la
presente Ley”.

c) Existencia de una norma especial que limita el alcance de otra más general: En este caso, lo
que hacemos es guiarnos por un criterio general de la razón práctica según el cual “lex specialis
derogat legi generali”, esto es, una regulación general no rige para un caso concreto en principio
incluido en ella cuando éste ha sido regulado por una regulación especial o particular. Así, el art.
33 CE establece: “Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia”. Dado que no
establece nada más, uno podría pensar que el derecho a la propiedad privada puede ejercerse
sobre cualesquiera bienes.

Sin embargo, no es así, dado que existen otras normas en el mismo sistema jurídico (el español)
que limitan los bienes sobre los que puede ejercerse propiedad privada. Sin ir más lejos, el art.
132.2 CE señala: “Son bienes de dominio público estatal los que determine la ley y, en todo caso,
la zona marítimo-terrestre, las playas, el mar territorial y los recursos naturales de la zona
económica y la plataforma continental”. Este ejemplo nos permite también comprender que la
remisión (explícita o implícita) de unas normas jurídicas a otras suele tener la forma de cascada,
esto es, una primera norma se remite a una segunda que a su vez se remite a una tercera, etc. En
este caso, el art. 132.2 señala sólo algunos bienes de dominio público (que, por tanto, no pueden
ser objeto de propiedad privada) y se remite a la ley para los demás. Por ejemplo, al art. 5.3 de la
Ley 33/2003, del Patrimonio de las Administraciones Públicas, según el cual: “Los inmuebles de
titularidad de la Administración General del Estado o de los organismos públicos vinculados a ella
o dependientes de la misma en que se alojen servicios, oficinas o dependencias de sus órganos o
de los órganos constitucionales del Estado se considerarán, en todo caso, bienes de dominio
público”.

d) Normas potencialmente contradictorias: En materia de normas que establecen derechos,


podemos encontrarnos con normas potencialmente contradictorias, esto es, que atribuyen
estatutos deónticos (permiso, prohibición, obligación) distintos para un mismo supuesto de hecho,
generando conflictos normativos. Así, y en cualquier ordenamiento constitucional, la norma que

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establece la libertad de expresión puede entrar en contradicción con la que establece el derecho
al honor (o a la intimidad), pues ciertas expresiones cubiertas por la primera pueden violar el
segundo. Es decir, ciertas expresiones están, en principio, permitidas por la libertad de expresión y
prohibidas por el derecho al honor. De aquí tenemos que inferir que el significado (en este caso, el
“alcance”) que haya de atribuirse a la norma que establece la libertad de expresión vendrá
determinado en alguna medida por el significado que atribuyamos a la que establece el derecho al
honor (o a la intimidad), y viceversa.

Más allá de todo esto, suele suceder que el significado más apropiado que haya de corresponder a
una norma suele venir condicionado por el contenido de otra norma. Un ejemplo, al que ya hemos
hecho referencia, es el siguiente:

A la hora de determinar si el matrimonio homosexual está permitido por la Constitución


Española, la norma a priori más relevante parece ser su artículo 32.1, que ya sabemos que
establece que “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena
igualdad jurídica”. Sin embargo, un buen argumento a favor de la constitucionalidad del
matrimonio homosexual puede encontrarse en otra norma distinta, el artículo 14 CE, que
establece el principio de igualdad en estos términos: “Los españoles son iguales ante la
ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo,
religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Pues bien:
de este precepto cabe deducir que la prohibición del matrimonio a las parejas
homosexuales sería discriminatoria, porque se establecería una desigualdad ante la ley
basada en una “circunstancia personal” como es la orientación sexual. Quizá este
argumento no sea suficiente, pero, al margen de otras consideraciones, sí parece que una
interpretación sistemática del artículo 32 (en este caso, teniendo en cuenta el artículo 14)
parece abonar la constitucionalidad del matrimonio homosexual.

18. Los antecedentes de la norma (la interpretación histórica)

Conocer la “biografía” de una norma jurídica puede ayudar a dotarla del significado más
adecuado. A estos efectos, quizá el momento más relevante de la vida de una norma sea el de su
origen o nacimiento. Por eso, la interpretación histórica suele identificarse con la “voluntas
legislatoris”, esto es, la voluntad con la que la norma fue creada, aunque la interpretación histórica
tenga, en realidad, un alcance más amplio, que incluye también las vicisitudes por las que ha
atravesado su interpretación y aplicación a lo largo del tiempo y, muy especialmente, la
interpretación de la norma que pueda considerarse “tradicional”. Esto último es relevante porque
el derecho es un sistema de seguridad y la seguridad que proporciona (la seguridad jurídica) viene
determinada en alta medida por el respeto de las expectativas que genera.

Por consiguiente, si una norma ha venido siendo interpretada de cierto modo, debemos reunir
muy buenas razones para interpretarla de otro, dado que con mucha probabilidad el nuevo
significado que le atribuyamos lesionará algunas expectativas. Se trata aquí, como ya puede
adivinarse, de la regla de respeto a los precedentes, que es una regla fundamental de la aplicación
de normas (Gascón 2014: cap. 12). En general, puede decirse que existe una presunción a favor de

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la interpretación de una norma que sea conforme con los precedentes relevantes; por tanto, a
quien proponga una interpretación alternativa le corresponderá la carga de la prueba.

En ocasiones, las circunstancias en que una norma fue creada pueden contribuir mucho a
determinar su correcto significado, no ya porque sea obligatorio respetar la voluntad del legislador
(si es que se trata de una ley), que no lo es, sino porque tales circunstancias nos ayudan a
comprender por qué una norma se expresa como lo hace, y por tanto el sentido que hay que
atribuir a tal expresión. Un ejemplo, al que ya hemos hecho referencia anteriormente, es el
siguiente:

El artículo 32.1 de la CE establece: “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer


matrimonio con plena igualdad jurídica”. Con ocasión de la regulación del matrimonio
homosexual, se prestó atención especial a esa “y” que contiene el precepto. Así, hubo
quien adujo la presencia de dicha conjunción para deducir que todo matrimonio ha de
serlo entre un hombre “y” una mujer. En este caso, la interpretación histórica y, en
particular, el contexto en el que fue aprobada la norma, es de mucha ayuda. En efecto,
hay buenas razones para pensar que el legislador constituyente pretendía erradicar la
posibilidad de discriminación de la mujer en el seno de la institución matrimonial, porque
el derecho civil español la había discriminado hasta muy pocos años antes (hasta 1974,
cuando la reforma del Código Civil igualó a los cónyuges en derechos y deberes; téngase
en cuenta que la Constitución Española fue aprobada en 1978,sólo cuatro años después de
dicha reforma). Por eso la norma dice lo que dice, esto es, que el hombre “y” la mujer
contraerán matrimonio “con plena igualdad jurídica”, de manera que la conjunción “y” lo
que pretende es afirmar dicha igualdad entre hombres y mujeres en el seno del
matrimonio. Es decir, el hecho de que el artículo 32 atribuyese el derecho al matrimonio a
“el hombre y la mujer” en vez de a un sujeto indiferenciado, como sucede con los demás
derechos, no es una razón para creer que el matrimonio haya de ser heterosexual, porque
nada tiene que ver con esto, sino con la intención de evitar la discriminación de las
mujeres. En consecuencia, la “y” presente en el artículo 32 no puede constituir un
argumento contra el matrimonio homosexual. Acaso puedan encontrarse otras razones
para su inconstitucionalidad pero, desde luego, no esa. Y es la interpretación histórica la
que nos ayuda a comprenderlo.

La interpretación histórica, en fin, puede ayudar a determinar el significado de las normas pero no
lo determina, ni compromete con una orientación interpretativa específica, por ejemplo, como
podría pensarse, con una más tradicional o conservadora frente a una más actualizada o
innovadora (Rodríguez-Toubes 2013: 630).

A este respecto cabe aludir a una polémica de contenido hermenéutico que tuvo lugar en la
doctrina constitucional norteamericana durante los años setenta y ochenta. Se discutió sobre si las
normas constitucionales han de ser interpretadas de acuerdo con la voluntad del constituyente o
si, por el contrario, han de prevalecer otras consideraciones. A los que sostenían la primera opción
se les llamó “originalistas” (entre ellos destacó Robert Bork, y también los jueces del Tribunal

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Supremo Antonin Scalia y Clarence Thomas). Contra el originalismo, y proponiendo una
interpretación más libre y actualizada de los preceptos constitucionales, destacó Ronald Dworkin.
No podemos entrar a valorar con detalle esta polémica (véase Beltrán de Felipe 1989 y De Lora
1998), pero sí podemos decir que cuanto más antigua sea una norma, menos peso deberemos
asignar a la voluntad de su creador, porque el trascurso del tiempo ofrecerá muy probablemente
razones para dotar a la misma de un significado más acorde con el tiempo presente. Además, una
actitud hermenéutica que no obligue a permanecer fiel a la voluntad del creador de la norma
ayudará, y mucho, a la pervivencia de las normas, que podrán ser adaptadas a las necesidades y
creencias del presente; en cambio, si no pueden ser adaptadas de este modo, las normas deberán
ser derogadas y sustituidas por otras. Hay, pues, buenas razones para creer que la longevidad de la
Constitución norteamericana acaso se deba a que la interpretación constitucional en ese país no
ha seguido fielmente el criterio originalista.

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