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GAUCHO
Eran los mestizos descendientes de los españoles con indígenas. Apareció en el curso del
siglo XVIII hasta mediados del siglo XIX, fue un habitante semi-nómada, con autoridad
personal considerable. Manejaban hábilmente las boleadoras y el lazo.
•Vestimenta: •El gaucho usaba sombrero blanco, gris o
negro. Siempre con la cabeza atada. Sobre todo
"presumiendo" llevaba chaqueta pero no andaluza sino de
cuello parado y un poco curva, pues no se podía prender.
Siempre adornada con trencilla formando picos o
eses, y en los bolsillos laterales de la chaqueta la
trencilla. Luciendo un pañuelo de seda de colores
vivos. El cuello de la camisa siempre prendido.
El chiripá generalmente, de un pañete negro o
azul celeste ribeteado con cinta y nunca pasaba
de quince milímetros de ancho, pero el gaucho
más armado llevaba chiripá de un rebozo antiguo
de colores vivos por la guarda de flores y gran
fleco de un palmo de ancho, casi arrastrando. El
pañuelo de la cabeza a veces forrando todo el
cráneo, y otras como vincha; en el primer caso
cayendo las puntas en confusión con el cabello
largo, muy comúnmente rubio en el hombre
porteño; no se afeitaron hasta que vino la
Federación de Rosas, en cuyo tiempo no se usó
más que el bigote solo o toda la barba larga. Era
uso llevar el poncho muy bien doblado sobre la
cabezada del recado por delante, y algunas veces
en. el brazo, siempre muy bien doblado el
poncho.
Algunos ponchos de Argentina:
EL PONCHO es una prenda rectangular de lana
con una abertura a lo largo para pasar la cabeza.
Los gauchos lo convirtieron en prenda
indispensable para abrigarse en sus viajes por la
extensa llanura, lo utilizaron como bolsa de
dormir y como carpa en los improvisados
campamentos de los hombres de la pampa. En
una pelea de cuchillo, el gaucho se envolvía el
poncho en el brazo izquierdo formando una especie de coraza, que le permitía parar los
tajos o puñaladas del facón enemigo.
El gaucho no abandonaba nunca el poncho, lo llevaba doblado, al hombro, o envuelto a la
cintura y anudado a la izquierda, para que el nudo no le dificultase los movimientos de la
mano derecha. Cada región de la Argentina tiene su poncho "típico", con colores y formas
características, tejiéndolos a mano y en telares primitivos.
Algunas de las variedades de esta prenda son: Apala: es un poncho de lana de color natural
o vicuña, con rayas claras y más oscuras. Calamaco: es un poncho pobre, tejido de lana de
oveja o guanaco. De color rojo y bastante amplio. Patria: es de bayeta adoptado por los
ejércitos nacionales. Generalmente el anverso es azul y el reverso rojo de lana gruesa.
Pampa: poncho que se tejía con lana de oveja o guanaco, y a diferencia de los calamacos,
raramente se usaba el color rojo.
PAISANA SUREÑA:
Al igual que para los gauchos, la ropa o pilchas de las paisanas se puede dividir en “antes
del 1900 y después”.
Camisas de Bretaña, anchas o angostas, labradas con seda Tancay o seda negra y
otras de roan labradas con hilo de algodón azul, otras de lienzo de algodón, y
también de Bretaña pero con mangas de cambray
Polleras de telas diversas y colores vivos (coloradas, verdes, etc.) y con bordados y
galones en su parte inferior
Enaguas de lienzo
Corpiños o apretadores de crea
Rebozos de bayeta de Castilla, con galones y bordados o sin ellos, en colores
verde, azul y negro
Medias de seda y de algodón
Zapatos de tela y de cuero fino.
De todo lo hasta aquí dicho y trascrito, creemos que podemos dar muy claramente, una idea
del carácter, vestuario, peinado, etc., de nuestras mujeres de campo, estancieras, paisanas y
aun chinas, en el período que estudiamos, de 1780-1820
Maquillaje y peinados
Sin otro maquillaje que un buen lavado con agua pura y fría, de aljibe o de cachimba, con
los cabellos trenzados en una o dos trenzas, y estas o sueltas a la espalda o al frente, o
apretadas en rodetes, o muy bien peinados, siempre con raya al medio, en un moño, más o
menos bajo, no llevaban otro adorno para alegrar su cabeza, que una o dos peinetas, o,
menos frecuentemente, un peinetón (ver imagen) y un par de sencillos zarcillos de plata o
de oro en las orejas; a veces alguna cinta de color para ayudar a sujetar el pelo, y, también a
veces, una flor.
El vestido negro
Nuevamente hay que destacar la diferencia con las mujeres del campo y/o clases bajas,
quienes usaban alpargatas o directamente andaban descalzas dependiendo de la zona
geográfica y de la época del año. Sin embargo, en su afán por emular a las damas de alta
sociedad, estas solían bordar sus alpargatas y usar medias blancas de algodón en ocasiones
especiales como en misa de domingo o alguna fiesta particular.
Los accesorios
Al vestido negro, para la boda, se agregaba una mantilla blanca.
Al de todos los días, un rebozo, o a veces una chalina o ponchillo; en el primer caso de
bayeta o de punto, con o sin bordados y/o galones; las chalinas o ponchitos, de telar, con
una o dos franjas y flecos. Siempre de colores vivos: azul, verde.
La pollera, generalmente para el caso de bayeta, era obligada, sobre la camisa, para
cabalgar y entonces la cabeza cubierta con un sombrero de hombre, gacho o pajilla, con
todo y barbijo, a veces sujeto con un gran pañuelo para mejor protegerse del sol y el polvo
y, casi siempre adornado con plumas, las más comunes de avestruz, a veces de pavo real.
Los pollerones, de montar a mujeriegas, hechos en forma de cartera, con presillas de cuero,
para fijarlos a la montura, se confeccionan de telas encorpadas y de colores más sobrios,
como azul marino, marrón, bordó, verde oscuro.
Siempre seguirán usándose varias enaguas. Y en los percales blancos, el azul, el almidón y
el lustre, con las planchas de hierro calentadas con brasas o en las “cocinas económicas”,
serán un lujo especial de nuestras paisanas.
Hasta el “maquillaje” llega a la campaña, y en los bailes la harina empalidece los rostros
(bastante tostaditos naturales); el carmín para labios y mejillas se obtiene mojando algún
papel colorado, como el papel “crepé” que se usa para forrar y hacer las guirnaldas y
farolitos con que se adorna la sala, el alero y el patio, en tales ocasiones. Un poco de hollín
dramatiza ojeras, que la salubridad campesina hace inexistentes y sombrea ojos, que de
puro negros y brillantes no lo necesitan.
Pero digamos que…
Desde el siglo XVIII y hasta casi los albores del presente, fueron las auténticas
“colonizadoras y civilizadoras de un medio rural áspero, rudo, primitivo y hasta brutal.
Pusieron siempre su cuota de gracia, de ternura, de belleza, para desarrugarle el ceño a una
sociedad de hombres casi bárbaros, altivos y groseros, a despecho de su natural hidalguía,
sobriedad y paciencia, no exenta de pachorrienta filosofía.
Supieron amar y ser fieles, sin tener como contrapartida más que deseo sexual, costumbre,
muchas veces malos tratos y borracheras, cuando no frialdad e inconstancia, en los mejores
casos amistad y respeto, unido a la apetencia pasional; nunca romanticismo; casi nunca una
lisonja o piropo; muy pocas veces ternura, que, de una forma u otra, alimentaran su espíritu,
su sensibilidad natural.
Supieron ser madres y ¡qué madres!, que durante casi dos siglos no hicieron más que parirle
cachorros de tigres a una tierra que vivió engordada por la sangre ardiente de aquellos
jóvenes, en perpetua guerra, reclamando víctimas a cada generación que aquellas heroicas
mujeres concebían y amamantaban. No hablemos de su abnegación. De su espíritu de
sacrificio, de su frugalidad -sólo comparable a la de sus hombres- de la entereza de su
carácter semejante al viril valor de ellos