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RICARDO AYLLÓN

BALADAS DEL ORNITORRINCO


Selección
Baladas del Ornitorrinco
Selección
Ricardo Ayllón

Christopher Zecevich Arriaga


Gerente de Educación y Deportes
Doris Renata Teodori de la Puente
Subgerente de Educación
Margarita Delfina Zegarra Flórez
Jefe del programa Lima Lee
Editor del programa Lima Lee: John Martínez Gonzales
Selección de textos: Jerson Lenny Cervantes Leon
Corrección de texto: Katherine Lourdes Ortega Chuquihuara
Segunda corrección: Vladimir Fiori Zumaeta
Diagramación y diseño de portada: Leonardo Enrique Collas Alegría
Editado por:
Municipalidad Metropolitana de Lima
Jirón de la Unión 300, Lima. Lima.
www.munlima.gob.pe
1a. edición - agosto 2022
Depósito legal N° 2022-07141
Presentación

La Municipalidad de Lima, a través del programa


Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que
el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de
ello, una fructífera relación con el conocimiento, con
la creatividad, con los valores y con el saber en general,
que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su
entorno y con la sociedad.

La democratización del libro y lectura son temas


primordiales de esta gestión municipal; con ello
buscamos, en principio, confrontar las conocidas
brechas que separan al potencial lector de la biblioteca
física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean
nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo
como país, pero también oportunidades para lograr
ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve
a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene
nuestro país.

La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea


una reformulación de nuestros hábitos, pero también
una revaloración de la vida misma como espacio de
interacción social y desarrollo personal; debemos
repensar la cultura, siempre de la mano del libro y la
lectura, y que siga estando en esa agenda que tenemos
todos en el futuro más cercano.

En ese sentido, en la línea editorial del programa, se


elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido
amigable y cálido que permiten el encuentro con el
conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de
autores peruanos y escritores universales.

El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene


el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de
la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso
y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura
que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el
marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

A continuación, presentamos Baladas del ornitorrinco,


del escritor chimbotano, Ricardo Ayllón, quien nos
trae una serie de crónicas y estampas de la vida de
un profesor l norte del país. Narrador y editor, Ayllón
pertenece a esa gran legión de escritores norteños que
están haciendo obra en sus respectivas ciudades.

Municipalidad Metropolitana de Lima


BALADAS DEL ORNITORRINCO
Selección
PARAÍSO RECUPERADO

Mientras permanezco acostado y el sueño amenaza con


vencerme esta tarde, todo parece vivir del lejano parlante
por donde fluye la voz de un militante evangélico
notificando a medio barrio que Cristo lo ama. Fastidiado,
doy media vuelta sobre la cama y a mí nadie me libra
de recordar con violencia mis vertiginosos días como
testigo de Jehová.

Por supuesto que evangelistas y «testigos» no vienen


a ser la misma cosa; y en mis mejores días de lealtad a la
vieja deidad de los hebreos, me esmeré en esclarecer tal
diferencia; o entre adventistas y mormones, o metodistas
y bautistas... No me explico cómo es que nuevamente lo
veo todo igual que antes, como un distraído agnóstico.

Fue durante un invierno de hace varios años cuando


metieron en mi cuarto de la pensión limeña donde vivía
(con todo y su metro noventa) al bueno de Franklin
Parvina, un testigo de Jehová trujillano, estudiante —a
pesar suyo— de Ingeniería Química. Franklin fue el
inconsciente y feliz mastodonte de dieciocho años que,

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con su sonrisa de infante y la vehemencia de sus palabras,
impuso su credo en nuestra habitación, rellenándola de
revistas Atalaya, libros de estudios bíblicos de muchos
colores y otros impresos que —quién lo diría— meses
después manejaría yo mismo con destreza y aplomo.

Al gigante Parvina le bastó solo tres meses volver a


encauzar en mi endeble razón la evidencia de que Dios
existe, mientras que les había costado casi año y medio
a los viejos marxistas de la universidad (entre profesores
de filosofía y editores de separatas de materialismo
dialéctico) meterme bajo la tapa del cráneo que la religión
es el opio del pueblo.

Estaba convencido. Empezando diciembre, me sentí


preparado para acompañarlo —cual león aquietado por
el profeta Daniel— al Salón del Reino de Chacra Ríos Sur,
en Lima industrial. Semanas atrás, había emprendido
con él el estudio diario de la Biblia, o de la Traducción del
Nuevo Mundo de las Santas Escrituras, como los testigos
de Jehová han rebautizado el libro bendito.

De esta manera, me inicié en la novedosa carrera de


recuperar el Paraíso perdido.

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Al final de ese año me uní a la enana legión de
«testigos» peruanos que se rehúsan a celebrar la Navidad
«por ser fiesta mundana», y me vine a Chimbote donde
vivían mis padres, casi a la fuerza. Estaba dispuesto
a argumentar mis razones bíblicas de no comer pavo
al horno y hacerme el sordo ante los empalagosos
villancicos de esos coros infantiles que uno escucha por
esos días hasta en el baño.

En casa, mi hermano se rio de mí; mi madre


calló aguardando la reacción de mi padre; y mi viejo
imprecó al cielo y me mandó a la mierda. Pero como el
cuidadoso Parvina se había encargado de preparar mi
espíritu desguarnecido para semejantes dardos, hice
lo recomendado: callé, pisando la certeza de que ellos
estaban errados y yo en lo cierto. Es decir, que la Navidad
es la celebración que los romanos idearon —mucho
después que los primeros cristianos metieran al dios de
Israel en Europa—, camuflando sus festejos paganos al
nacimiento del sol.

El verano siguiente no fui a la playa ni me perdí en


mis viejas noches de juerga. Era un estudiante consciente
preparándome, a fuerza de lecturas, para mi inminente y
nuevo bautizo un día que aún no tenía fijado, pero que,

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estaba seguro, sería el de mi pasaporte para recuperar el
Paraíso perdido.

Con nostalgia recuerdo cómo abandoné casi a la


mitad la lectura de El túnel de Ernesto Sabato, para
afincarme (con amanecidas y todo) en La verdad que
lleva a vida eterna; la manera en que perdí interés por
el desprevenido Neruda para internarme en la reflexiva
lectura de Buenas nuevas que le harán feliz; y la forma
como renuncié a mis clásicos de cabecera, quienes no me
brindaban tanto provecho como el que obtenía de todo
cuanto el bueno de Franklin Parvina y la Watchtower
Bible and Tracy Society of New York me hacían llegar
con puntualidad y esmero.

Pasaron varias semanas para que los testigos me


permitieran predicar puerta por puerta con ellos. En
algún momento de esas lejanas reuniones en el Salón
del Reino, alguien me invitó a la jornada del domingo
para que (corbata al cuello y Biblia en mano) «predique
con nosotros y disfrute las bendiciones de anunciar los
propósitos de Jehová, hermanito». Mi primer domingo
fue un tartamudeo absoluto y una condenable torpeza
a la hora de manejar las citas bíblicas; sin embargo, los

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hermanitos, lejos de condenarme, me aseguraron que
pronto comenzaría a mostrar mis progresos.

Por su parte, mi gigantesco amigo sí que había


progresado. A partir de nuestras largas charlas nocturnas,
no tanto sobre las escrituras divinas sino más bien sobre
nuestras descoyuntadas vidas, me enteré de que era el
último hijo de un hogar trujillano rígidamente católico,
y que por eso se había venido a Lima, porque en casa
lo trataban como a un alienígena y él había hecho lo
imposible por ingresar a la Universidad de San Marcos,
huyendo así de ese hogar donde usaban sus revistas
Atalaya solo si escaseaba el papel higiénico. Por eso no
me sorprendí cuando un día lo hallé haciendo maletas
para marcharse a la selva peruana, donde predicaría a
bordo de una lancha por las comunidades ribereñas del
Amazonas durante el resto de su vida.

Pero antes —puso en claro— me dejaría bautizado y él


partiría feliz de haber cumplido con su primer estudiante
bíblico en Lima. Yo no sabía si estar orgulloso de él, de
mí, o de ambos: el hermanito Parvina brindaría ahora, y
para toda la vida, sus energías a Jehová; yo me bautizaría,
y luego lo seguiría en la tarea de dar a conocer las buenas
nuevas de Dios.

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Todo sucedió demasiado rápido. Tras una larga jornada
de oración en «El Paraíso», un enorme descampado
sembrado de césped inglés y levantado al mejor estilo
americano, casi donde termina la urbe y se filtra la sierra
limeña, me metieron en una piscina, me mojaron todito
y me aseguraron que había recuperado el Paraíso.

Sin embargo (nadie lo hubiera creído), cuando el


enorme Parvina se fue, se llevó consigo mi nueva vida.

Así como el otoño desnuda los árboles todos los


años, el del año siguiente al que Parvina partió fue
deshojándome de mis lecturas bíblicas y de las oraciones
que él me había enseñado para ahuyentar las tentaciones
mundanas. Y la tentación que más acechó fue la que
tenía más cerca: la de mis viejas lecturas interrumpidas.
Por eso, azuzado por la andanada de historias y cantos
que componen la Biblia, seguí buscando ya no las que
había escrito la diestra de Dios, sino las del hombre con
todas sus invenciones y yerros.

Cuando por fin tuve conciencia de ello, suspiré


vencido; encajoné con ternura mis libros bellamente
empastados de la Watchtower Bible..., la colección de
Atalayas que había heredado del inmenso Parvina, y

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retorné a Pablo Neruda y a Ernesto Sabato, a Rudyard
Kipling y Antonio Machado, aquellas otras lecturas
por las que me mantengo vivo y que, finalmente, me
convirtieron en el feliz apóstata de ese sueño tan humano
(e imperfecto por eso) de recuperar el Paraíso perdido.

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HISTORIA DE HISTORIETAS

Para mi tío Beto Cabrejos, en Chimbote

Algunas veces quisiera que el instante preciso me


alcanzara con todo su poderío de nostalgia, que el
recuerdo y su momento justo llegaran albergando esa
felicidad que me precipitará sobre el jardín humedecido
de la infancia.

Es que de lo único que tengo seguridad plena ahora es


que fue en algún momento de mi niñez —que no consigo
rescatar de la memoria— cuando tomé entre mis manos
la primera revista de historietas.

Y que mi personaje favorito durante muchos años


no fue esa niña de bucles negros y ojos anchos como
dos neumáticos detenidos que era la Pequeña Lulú,
protagonista distraída de la revista que lucía su nombre,
sino aquel rubiecito adiposo y lunático que siempre se
esforzó por ganarse el estelar haciendo hígado por todo
que fue el gordo Tobi. Su forma rotunda y transparente,

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sus modales groseros de mal perdedor, fueron motor
ideal de mi admiración y envidia. Porque yo fui como la
Pequeña Lulú, la fantasía y el asombro chorreándome por
cada uno de los poros, pero dando todo por parecerme
al rechoncho de Tobi, a quien le llegaban altamente las
maneritas obtusas de Lulú y de su manchita de amigas,
por lo que fundó su club de muchachos en un lugar del
bosque donde no se admitía a las niñas: un monumento
a la naturaleza machista en párvula versión.

El otro fue el ladino del Cuervo, un salvaje de primera


que a la pobre Zorra la hizo prisionera de sus notables
argucias. Desde su árbol-casa de cuatro ventanas, el
astuto Cuervo sabía vivir bien de la ingenua Zorra y de
sus holguras domésticas, arreglándoselas siempre por
ganarse alguito con el confort de su tonta vecina.

Y a la Zorra y el Cuervo los hallé en el mismo mar (o


kiosco de revistas) donde conocí a los otros personajes
de mi primera niñez prendidos con ganchos para ropa en
las paredes de lona del lugar. Archie y sus compañeros de
la escuela Riverdale; el matrimonio alucinado de Lorenzo
y Pepita; las geniales jugarretas de Tuco y Tico, las urracas
parlanchinas; la nobleza del Súper Ratón y del fantasma
Gasparín, los conocí frente a la casa de mis abuelos, en

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uno de los kioscos de revistas que rodeaban el Mercado
21 de abril de Chimbote.

Pero en ese mismo lugar no solo aprendí la aguda


sencillez de la aventura basada en virtudes humanas,
sino que en todo momento fui cautivado también por
el contrapunto de la alegría y la tristeza, del valor y el
rencor, del bien y el mal, y todo desde la secuencialidad
inagotable de Kalimán, Fantomas, el Águila Solitaria y
Tarzán de los Monos. O desde la sabiduría brujeril de la
bondojiana Hermelinda Linda y de Aniceto Verduzco.

Fueron años dedicados a una lectura casi religiosa


de fines de semana. Aquel kiosco y la dueña de todas
esas revistas aún están allí; sin embargo, los años y las
exigencias comerciales abismaron el negocio a una
anodina expendeduría de diarios. Pero todavía no quiero
volcarme a estos tiempos.

Primero quiero confesar que no fue mera casualidad


ni consecuencia de los caprichos del destino el que
me encontrara luego con revistas «más duras», como
D’artagnan, El Tony, Fantasía y Nippur Magnum; sino
que, ya se sabe, todo forma parte de esa cabalgata casi
sin montura que emprende uno cuando es llevado por la

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vertiginosa carretera de alguna pasión. Y en estas cuatro
revistas de manufactura argentina se guarda lo más
próximo de mi marcha por las mágicas hondonadas de
la historieta.

Nada en mí logrará hacerme descreer que consideré


a sus personajes, desde que los conocí, contundentes
héroes de ese universo ficticio que carcomió las flemáticas
aventuras de mi vida real.

Montados en sus caballos sobre la tundra del oeste


americano, navegando en el absoluto vacío dentro de
una cápsula espacial, blandiendo sus espadas contra las
hordas de Cartago, defendiendo el último bastión de la
libertad desde las pampas sudamericanas hasta las heladas
euroasiáticas, desbaratando todo lo que se sujete a las
duras reglas de la mafia neoyorquina, agredidos por los
escarnios de la miseria humana, estos héroes produjeron
en mí la inigualable sensación de haber descubierto una
mina de diamantes en mi vieja adolescencia y primera
juventud.

Nippur de Lagash, el tuerto solitario que se pierde por


antiguas tierras con su espada y su fama de buen rey y
mejor guerrero; Dago, el príncipe musulmán que tuvo que

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ser esclavo para recuperar su reino; Savarese, un impasible
policía que no le teme a las familias italianas que hacen lo
que Lucky Luciano ordena; Martín Toro, inspirado en ese
otro Martín al que le cantaron Borges y José Hernández;
Dax, que no necesita ver para conocer que el peligro
no duerme y acecha a cada instante; Gilgamesh, cuyos
únicos enemigos son el tiempo y la condenación de su
inmortalidad; y Pepe Sánchez, el perfecto antihéroe, espía
despistado en un mundo que admira lo que él logra de
pura buena leche. He aquí el escaparate con algunos de
mis favoritos de El Tony, D’artagnan y Nippur Magnum.
Porque el encantamiento no tiene desembarcaderos; y si
navega en forma de historieta, menos.

Por ello, pienso que jamás abandonaré este derrotero


que en unas cuantas viñetas y en el delirio de mostrar
que el mundo no se acaba cuando decimos buenas
noches o hasta nunca, prolonga la existencia a través
del juego inmaterial de la narrativa dibujada. Y es que
el arte también guarda el recurso de dejar impresa la
prueba plena de que la niñez jamás se termina, y que
la imaginación será todo el tiempo un punto de llegada
donde las aventuras del alma se reemprenden.

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Solo resta confesar que, a donde vaya, siempre andaré
tras una revista de historietas que me permita visitar
una vez más y para siempre a la nostalgia y la inocencia,
aquellas otras formas de la vida que se recuperan solo
entre las viñetas de la soledad, o en ese viejo kiosco de
revistas que aún es para mí el mundo de la imaginación.

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CRÓNICA MOROSA PARA
SANTIAGO AZABACHE

Es casi mediodía y recibo la visita de Santiago Azabache,


compañero de lides literarias. Ha llegado directo a
mi despacho en el banco, donde vivo mis días como
encargado de cobranzas con mucho de pena y poco de
gloria entre los viscosos ramajes de los refinanciamientos
inflados, las cuotas morosas y los pagarés protestados.

Me observa como a un desconocido, como si no


reconociera a este su amigo poeta detrás del incómodo
despacho de la apretada vida bancaria. Él no sabe que
también me veo igual, con los ojos de él, ajeno ante
un puesto de ejecutivo que apenas si me da respiro
para encargarme de la poesía, nuestra común amante.
Azabache llevaba a cuestas un par de premios literarios
en dos universidades chimbotanas la época en que lo
conocí. Ocurrió una tarde en que apretaba el paso hacia
el envejecido limbo del nunca jamás, que es donde
corren peligro de enlodarse los líridas jóvenes propensos
a meterse a la poesía con todo y zapatos.

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Soplaba un viento del diablo y yo conocía muy poco
el ambiente literario en Chimbote cuando una amiga,
saliendo de la Universidad Nacional del Santa, lo bajó
a tierra para «presentarte a Ricardo Ayllón, poeta como
tú, Santiago». Y no es por nada, pero el buen Azabache
llevaba la misma cara otoñal de hoja volcada (como ahora
en el banco) cuando me extendió la mano, temeroso y
abismado en la oquedad de sus ojos.

Al principio tuvimos un acercamiento desde el umbral,


con el recelo parecido al de dos ajedrecistas durante los
primeros movimientos de una partida; trance que duró
muy poco debido a que, sin darnos cuenta, dos semanas
después ya estaba pasándome la tercera botella de pisco
camino a su casa, casi al filo de nuestra primera noche
de tragos.

La amistad de dos personas que tienen mucho en


común es como una larga travesía de confesiones en la
enrevesada autopista de la inconsciencia. Y Santiago y
yo supimos rápidamente que la poesía era esa ineludible
muchacha que siempre tiraba dedo al borde de la
carretera de nuestras pasiones.

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Una de esas pasiones tuvo el amparo del grupo literario
que un día compartimos en el intento de dar a conocer
nuestra voz a los cuatro vientos, y, claro, también tomar
por asalto la capital del Perú, como ha sido la obstinada
intención de muchos grupos de escritores provincianos a
lo largo de la historia.

Sobre este intento existe una anécdota endeble, para


que no se diga un día que fuimos culpables de omisión.
Recuerdo una carta, una noche en la Ciudad de los Reyes
sobre un viejo catre de pobre poeta escribiendo una carta.
Recuerdo mis propias palabras (maceradas por un trago
fuerte) en un papel de cuaderno anunciando mi estadía
en Lima y el desesperado clamor: «Debes saber, Santiago,
que la capital del Perú es solo el primer escalafón en
nuestro ascenso por el estro y la gloria. Estoy esperando
que vengas a Lima para terminar de tejer lo inevitable:
cubrir el mundo con el azul de la poesía porteña, con la
pluma de la red y el desierto...».

Pero recuerdo también a la señora que me alquiló la


habitación donde escribí esa carta, recuerdo su rostro
desencajado y la energía de su voz al lanzarme a la calle
cuando se enteró que aún no conseguía trabajo y no

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tenía el respaldo ni de medio céntimo para cancelarle los
cuatro meses que ya le debía de renta.

La misma expresión de perdedor que debí tener al


retornar a Chimbote y hacerle saber que la empresa
quedaba postergada, es la que ahora Santiago Azabache
muestra delante de mí. Aquí está, mirándome la corbata
y el saco absurdos de ejecutivo, observando cómo la vida
me trata mejor y a él nada bien ahora que ha vuelto de
Lima (adonde se fue a vivir no sé cuándo ni cómo), y
no tiene ni un cobre en el bolsillo para embarcarse de
regreso.

Pero también tenía postergada la crónica que hablara


sobre este amigo poeta (todavía inédito) y nuestra
buena amistad. Por eso ahora que lo tengo tan cerca,
dejo atrás mi morosidad con él y, entusiasmado en su
mirada extraviada de toda la vida, le pregunto si sigue
escribiendo; él me responde que tiene entre manos la
historia de un pobre poeta que sufre el infierno de no ser
leído por nadie.

Entonces comienzo a correr con Santiago Azabache


la interminable autopista de la poesía, recogiendo a la
muchacha de siempre al borde de la carretera y saliendo

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a la calle para enfangarnos en el limbo del nunca jamás,
haciendo sordos oídos a la consejera de Cobranzas que
señala a otro moroso (con la misma cara del pobre
Azabache) esperándome para seguir alargando su deuda.

Pero yo ya abandoné mi infértil escritorio bancario


con todas las ganas de no volver más, y animarme
otra vez a tomar por asalto los sueños que un día dejé
postergados en un cuartucho limeño por culpa de esos
cuatro meses de renta que nunca pude pagar.

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COMO UN ENDEBLE FORASTERO

De alguna manera, casi sin poder creerlo, había ingresado


a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Era el
otoño de 1987 y mi cubil se encontraba en la azotea de
la casa de un tío lejano que me brindó posada. Uno de
los primeros recuerdos de mi vida en la Lima de ese año
es mirarme insistentemente al espejo que colgaba detrás
de la puerta de esa habitación, tratando de salir del
desconcierto y del feliz espanto: ahora era sanmarquino,
el sueño de más de un estudiante peruano. Sin embargo,
no era el único desconcertado en ese tiempo. Otra
que vivía como sacada inesperadamente de la cama a
las cuatro de la mañana, era la ciudad: Lima respiraba
atenta a la reciente estatización de la banca, decretada
con la misma prisa y frialdad que un matarife de camal
clandestino por el impetuoso Alan García.

Yo tenía diecisiete años y me gustaba leer los


sazonados informes al respecto publicados en la revista
Sí que ese año César Hildebrandt había comenzado a
dirigir con éxito. Por eso mi pasatiempo favorito durante
los primeros días de clases en San Marcos era salir muy

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temprano de mi fortín de azotea cercano al puente
Tingo María, en el distrito de Breña, caminar hasta
el supermercado Scala Gigante de la avenida Alfonso
Ugarte, en cuya esquina abría muy temprano mi kiosco
de revistas preferido, y venirme hojeando de regreso por
la avenida Venezuela. Aquella caminata lunar de siete de
la mañana sintiendo el desperezamiento de las tiendas
comerciales, los viejos microbuses que iban al Callao y
los vendedores ambulantes, fue el más apetitoso de mis
desayunos esos días.

Para mi mal, acabé peleando con mi tío del cuarto


en la azotea y abandoné su casa. Para mi mal, sí, porque
desde ese observador lunar las calles de Breña habían
empezado a convertirse en mi pequeño reino, a donde
bajaba alucinándome un enviado de los dioses para
reportar el vértigo de sus días, una nueva forma de
oficio que empezó a adueñarse de mi vida sin la menor
clemencia.

Un dibujo a lápiz del Che Guevara que reemplazó


ese espejo detrás de la puerta, y la desaparición de una
colección casi completa de los primeros libros editados
por el sello Peisa durante el régimen de Velasco, fueron

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los recuerdos de cachimbo sanmarquino que dejé en
aquel cuarto.

Luego de ello, me sobrevino aquel mal que adquiere


casi todo estudiante provinciano en la capital: la
mutación, el cambio de piel sufrido en los traslados
incontables de cuarto a cuarto, de pensión en pensión;
cada uno más penoso, cada cual más intrincado; y más
de las veces de trámite imperioso pues llegaba fin de
mes, no alcanzaba dinero para el alquiler y la retirada
tenía que ser un sábado por la noche, cuando la dueña de
casa se encontraba en alguna parranda de fin de semana,
ajena a mis oscuros movimientos.

Lo cierto es que ese otoño de 1987, Lima me recibió


pletórica con el vértigo absurdo de su cielo desganado,
sus centenares de microbuses moviéndose hacia todos
y hacia ningún lado, sus ejércitos de ambulantes, y sus
bellos monumentos históricos carcomidos por el gris
de un designio al que había arribado como flamante
cachimbo de Derecho.

Ahora he vuelto a esta jungla. Han pasado seis años


desde que la dejé, y Lima me acoge nuevamente con
esa desmesurada indiferencia que la hace digna de mi

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admiración. Escribo estas líneas en el quinto piso de un
edificio vaporoso en San Isidro, desde una oficina de
Seguros por donde se filtra casi el mismo paisaje que me
ahogaba en las tardes de invierno los días de estudiante.
Es una pradera de cemento por la que se extiende el ruido
de miles de automóviles navegando casi sin sentido, el
valle infinito de la melancolía en el que me extravío cada
vez que —entre el humo de las combis y el ocaso de las
descascaradas azoteas— cae a mi memoria el nombre de
Chimbote como una oleada repentina.

Otra vez en Lima, donde tengo que perder media


vida para ir de la casa al trabajo, y viceversa; donde he
de acostumbrarme a hacer las compras en laberínticos
y eternos almacenes cuyas dimensiones trastornan
el sentido de la orientación; donde me ahogaré en la
angustia de ver cómo zozobran de a pocos mis recuerdos.

Otra vez en Lima que es la misma, aunque yo ya no


para ella.

Ahora la ciudad que fundó Pizarro me ha visto cruzar


el umbral por donde se llega a sus entrañas acompañado
de mi mujer traída de Chimbote y nuestro pequeño hijo
de diez meses. Lima me traga una vez más, y yo estaría

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tranquilo si la dejara eructando el recuerdo de mis años
de estudiante, cuando me veía atravesar sus avenidas
pastoreando la soledad y el desconcierto como un
endeble forastero.

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NOVIEMBRE

No hay mes más inútil que el de noviembre. Todo el tiempo


noviembre solo fue un incauto trampolín para llegar a
diciembre, ese mes excepcional cuya personalidad reside
en Navidad y su gratuita facultad de liquidar el año con
jolgorio y cuenta regresiva. Pero noviembre no sirve para
nada. Es la reunión de treinta días medio atarantados
que, de principio nomás, son degradados por la resaca
increíble de la fiesta de Halloween y el Día de la Canción
Criolla. Y si a eso le añadimos el Día de Todos los Santos,
aquella festividad estéril por la que no se ha colado
ninguna tradición en especial, al infeliz noviembre no le
queda otra salida que recibirnos con algo de estupor y
ese desencanto que le ha impuesto (sobre su cadáver) el
patético dos de noviembre, Día de los Muertos.

Cada uno de los meses posee su natural encanto,


su solícita manera de hacer más llevaderos los días e
imprimir su propia identidad. En enero, además de
recibir el Año Nuevo a todo dar, bajamos el nacimiento
con festejo en homenaje de aquel trío generoso y
democrático que es el de los Reyes Magos. Febrero, pese

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a la minusvalía innata de sus 28 días, se las arregla como
sea para hacer frente a los calores de verano con globos
de agua, talco y serpentinas. Marzo se desborda todo el
tiempo, y no únicamente desde esas fiestas excesivas que
son las yunzas y los cortamontes, sino también desde los
ríos ribereños que, azuzados por las abundantes lluvias
impuestas por El Niño, ponen al país entero en una alerta
que nos hermana tanto como la Semana Santa, aquellos
días venerables que han tomado por costumbre habitar
en abril.

Mayo inicia su travesía con relajo laboral, mientras


que su segundo domingo de las madres es la primera
fecha en el año que se aguarda casi con el júbilo de
nuestros grandes feriados de julio y de diciembre. De
junio, ni se diga, tiene su día de San Juan y su holgado
29 de francachela pesquera. Julio y agosto traen a los
escolares el regocijo de las vacaciones de medio pelo, que
en realidad son un asueto generoso y prolongado pues
vacacionar no se puede debido a lo dificultoso que es
recuperarse —gratificación de por medio— de los gastos
de Fiestas Patrias.

Setiembre, fecundo de esterilidad en feriados, posee


no obstante el encanto propio de la primavera que lo

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convierte en el mes de lo sublime, porque setiembre le
pertenece a la juventud, a esa especie de las pieles con
fragancia natural como dice bien mi amigo el poeta
Dante Lecca. Y a octubre, lo dejamos «moreteado» de
tanto ajetreo tras ese Cristo de Pachacamilla nacional
y multitudinario que ya tiene siglos, y por eso octubre
es más patriota que julio en 28 y se mide en fervor con
Semana Santa. ¿Pero noviembre? En este mes no ocurre
nada. Empieza con dos días ambiguos de guardar y luego
todo es como tomar aire, retenerlo en los pulmones
y exhalarlo la primera mañana de diciembre. Si su
cumpleaños es en noviembre, esté alerta, amigo mío,
estos días son tan poco interesantes que uno de estos
años tal vez se desvanezca en el aire y usted se pierda en
la incertidumbre de su edad. De una cosa estoy seguro: si
a nuestros abuelos se les hubiese escapado noviembre en
su distribución de meses en el calendario, nadie lo habría
notado.

Pobre noviembre. Estoy a punto de creer que dentro


de poco arqueólogos y necrófilos lo convertirán en pieza
de colección, o uno de esos comerciantes pintorescos
a quienes acudimos solo cuando buscamos para
nuestras casas un toque de rancia distinción que son los
anticuarios.

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MI VIEJO HERMANO MENOR

Hace unos años, cuando publiqué en un diario mi


primera crónica, lo hice para lamentar el repentino viaje
de mamá a la Argentina. Era uno de esos desesperados
viajes por alcanzar la seguridad económica, y partió
animada por mis hermanas que aún viven allá.

Ahora aprovecho la ocasión para despedir a Hernán,


mi hermano menor. Acaba de irse a Los Ángeles, en
Estados Unidos, donde también vive mi padre. Si no
fuera porque felizmente mamá retornó hace poco de
Argentina, ya me hubiese quedado huérfano de padres
y hermanos.

Hernán obtuvo visa por diez años. Entonces pescó


a su esposa y a su único hijo, metió todas sus cosas en
una gigantesca maleta y, dejando sus recuerdos y su vida
peruana a cargo de quienes lo conocimos, se fue para
siempre detrás del sueño americano.

¿Qué futuro depara a mi hermano menor allá en la


costa gringa donde conviven millones de latinos con el
mismo sueño y con las mismas pesadillas? De su futuro

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no preveo nada, pero su pasado lo tengo aquí, palpitante
como un corazón invisible que me habla de nuestra vida
en común ahora amputada.

Cada vez que alguien me pregunta cómo fue Hernán


de pequeño, no sé por qué rememoro un pasaje especial
de nuestra niñez. Hernán le tenía particular bronca a un
muchacho gordito de diez años, mayor que nosotros,
que nuestra madre siempre nos ponía de ejemplo. Aquel
gordito que vivía cerca de casa jamás olvidaba saludar,
cuidaba muy bien a sus hermanos menores, sabía cocinar,
era buen nadador y campeón infantil de marinera. El
tipo perfecto a quien envidiar porque Hernán ni yo
poseíamos esos méritos que mamá a toda costa quería
embutirnos por entre los poros.

A pesar de que jamás traté de explicarme por qué


(un porqué tácito y cómplice, ahora lo sé), un día resolví
apoyar a mi hermano cuando me confesó su deseo de
desafiar al gordito a una pelea y acabar de una maldita
vez con su buena fama. Una desventurada tarde, al
pie de una casa en construcción, vi cómo mi hermano
sacó al fresco a su rival seguro de que lo haría papilla
(el rechoncho niño era más bajo que él y se le notaba la
inexperiencia en esas lides). Pero nos equivocamos. En

34
un repentino y violento quiebre, el muchacho derrumbó
a Hernán y casi le hizo comer tierra si no fuera por mí que
intervine rápidamente en la pelea, todavía sorprendido
de lo ocurrido porque, al igual que mi hermano, también
pensaba que aplastaría al gordito.

Desde ese día fui consciente que tenía un hermano


menor además de un gran amigo y compinche, un
hermano menor por quien debía velar cada metro y
minuto de vida. Tal como ocurriera con el gordito,
defendí a Hernán hasta en cinco ocasiones durante
nuestra escurridiza niñez.

Cuando me vine a Lima a estudiar Derecho, lo traje


conmigo y lo metí en la academia preuniversitaria de San
Marcos. Pero fue aquí donde mi pequeño hermano dejó
de ser el muchachito impulsivo por quien a veces tenía
que meter el cuerpo. Se puso a estudiar Odontología,
heredó el viejo Volkswagen de papá, ejerció de taxista para
pagar sus estudios, y abismando su buena humanidad en
la monstruosa urbe olvidó que era el menor de los dos, y
comenzó a caminar solo por la vida.

Entonces creí que lo había perdido. De aquella época


data su rostro impávido, sus ademanes serenos y una

35
seguridad en sí que hizo que casi medio mundo pensara
que él era el mayor de los hermanos. Pero no, no lo había
perdido. Hernán solo había cambiado. Parecía saber
bien lo que haría con su vida y comenzó a trabajar en
ello. Entonces se hizo adulto: contrajo matrimonio aun
estudiando su carrera y le dio un nieto a papá mientras
yo me empecinaba en divagar entre los vestigios de la
adolescencia y el relajo de la juventud.

Afortunadamente ambos supimos adaptarnos a la


nueva situación. Sin embargo, pasaron los años, y cuando
Hernán por fin obtuvo su título de odontólogo y creí que
echaría raíces en nuestra patria, cometió lo imprevisible,
hizo un quiebre repentino igual que el gordito de nuestro
barrio: partir a territorios lejanos.

¿Será que ahora sí lo perdí para siempre? Quiero


creer que no, sembrar la esperanza de que volveré a ver
a Hernán muy pronto. Cuando eso ocurra, sentiré que
nada ha cambiado, continuaré andando tranquilo junto
a mi viejo hermano menor como si el tiempo no hubiese
pasado, y quizá hasta le pida buscar al gordito antipático
del barrio y pedirle la revancha.

36
OFRENDA

A mi abuela Amalia Castillo,


esta emoción insuficiente

Alfredo Cabrejos tenía setenta y cinco años cuando


falleció. Fue albañil casi toda su vida y llegó a Chimbote
desde el pueblo de Motupe, en Lambayeque, a fines de la
década del treinta, aún antes que se produjera la fiebre de
la pesca. Participó en la construcción de algunos edificios
importantes del puerto, de lo cual sentía mucho orgullo.
Es extraño, pero no lo recuerdo en esas faenas, tal vez fui
muy pequeño cuando él ya pensaba en dejar la dura tarea
de operario.

A mí me gusta recordarlo en su otra faceta, la de


gallero. Cuenta mamá que cierta tarde un sujeto le vendió
un gallo fino en la misma puerta de su casa, y desde
entonces inició esa afición que a mí me hacía verlo como
a un tipo rudo, como a un hombre formidable que sabía
aceptar con estoicismo los triunfos y derrotas de sus aves
de lidia. Mi hermano y yo pasamos horas fascinantes

37
mirándolo entrenar giros y ajisecos; amaba a esos gallos,
los engreía y a veces los trataba mejor que a sus hijos.

La verdad, fueron escasas las veces en que lo acompañé


al coliseo de gallos. Entendí muy poco aquella afición en
la que hombres y animales llegan a corresponderse tan
bien en la excitante frondosidad de la sangre y el delirio.
Quizá solo acudí al coliseo de gallos para verlo a él, para
encontrarme con su dura parquedad, con la sequedad de
su mirada detenida en los fieros contendientes. Quizá, sin
saberlo, solo acudí al coliseo para cultivar mi admiración
por él.

Lo velaron un día y medio. La casa estuvo abarrotada


todas esas horas. Llegó la familia de Lima, de Chiclayo,
de Motupe; los vecinos del barrio; sus viejos amigos
albañiles; la camarilla grandiosa de sus colegas galleros,
y nosotros, su nutrida familia de Chimbote.

Han transcurrido siete años desde la caldeada tarde


en que lo trasladaron al pabellón San Joaquín del
cementerio Divino Maestro. La última vez que lloré había
sido a los catorce años, afianzando una tonta rabieta que
le hice a papá cuando no quiso darme permiso de ir al
cine, un recuerdo que me avergonzaba mucho y que hizo

38
prometerme no volver a soltar una lágrima más en la
vida.

El 19 de enero de 1996, a las cuatro de la tarde,


mientras metían en un oscuro y frío hoyo aquel cadáver,
el de un hombre tenaz e increíble que parecía inmortal,
lloré una vez más sin recordar mi tonta promesa.

Ahora que escribo estas líneas recién la recuerdo.

Pero recuerdo más la mirada tenaz e inflexible de mi


abuelo Alfredo Cabrejos cuando veía perder a uno de
sus gallos, aquel rostro imperturbable que se me revela
íntegro y resplandeciente cada vez que un problema
amenaza con vencerme, cada vez que la adversidad
acecha peligrosamente por mis fueros con sus patadas y
aletazos de ave de pelea.

39
O LA SINFONÍA PERFECTA
DE LA INSPIRACIÓN Y EL DELIRIO

No recuerdo que tuviésemos una máquina de escribir


en casa hasta muy entrada mi adolescencia. Tengo muy
claro en la memoria que cada vez que se necesitaba pasar
un manuscrito a limpio, recurríamos a las máquinas de
los vecinos, especialmente a la de los Álvarez, nuestros
vecinos del ala izquierda: una Triumph jurásica que
ingresaba en casa toda radiante y respingona, convencida
de saber que la plenitud de su presencia nos resultaba
indispensable.

La primera máquina de escribir de propiedad familiar


fue una enclenque Olivetti que papá compró a plazos a un
vendedor ambulante apostado en la puerta de la empresa
Siderperu, donde trabajaba. La pobre llegó a casa bajo la
lobreguez de la indiferencia, ni siquiera mi propio padre
le hizo la debida publicidad, indiferencia que para suerte
suya duró muy poco, pues bajo mis dedos la susodicha
fue convirtiéndose gradualmente en una necesidad de
vida o muerte.

40
La traje conmigo a Lima cuando ingresé a la
Universidad de San Marcos, y me sirvió noblemente
todos los años que precedieron a la ineludible presencia
de las computadoras. Fue la hermana flacuchenta que
acompañó con devoción mis primeras aventuras de
escritor.

Quizá la cúspide más penosa de su enfervorizada


misión fue pasar a limpio los veintitantos intentos de
iniciar una novela y casi trescientos poemas que escribí
entre los diecisiete y veinticuatro años... y que abismé
en la ciénaga del olvido por sensatez y amor propio. No
recuerdo el día en que abandoné a la Olivetti.

Es que no lo hice de sopetón, sino que a la pobre fui


dejándola de a pocos. Continuó escoltándome inclusive
en mi periplo de un año por la gélida Huaraz a donde
llegué como secretario de juzgado, acostumbrándose a
ser suplida eventualmente por las robustas máquinas
planilleras, aquellas veteranas displicentes de las oficinas
públicas.

La ocasión en que prescindí de ella definitivamente fue


cuando entré a trabajar en el diario La Industria, donde
«me hice» de mi primera computadora, una recia Apple

41
que supo hacerme la vida tolerable, aunque no dichosa,
pues una infortunada tarde de suprema inspiración,
cuando acudí a ella para buscar mi solapado archivo de
poemas y continuar atiborrándolo de versos, me estrellé
con el infortunio de que el archivo había desaparecido
para siempre, todo por culpa de una nueva practicante
de periodismo a quien el uso de la computadora la tenía
aún «descomputada».

La otra máquina de la que guardo un hondo recuerdo


es la IBM que me asignaron en el banco durante mis días
de ejecutivo de cobranzas. Una poderosa y velocísima
Pentium a quien supe meterle en la cabeza (y el corazón)
que no todo son cuadros estadísticos y registros contables,
sino que en la vida también hay lugar para la poesía, y
sobre todo para esta forma íntima de la escritura que es
la crónica.

Fue en esa hija consentida de la informática y el business


que conseguí escribir varios de los más entrañables
textos que conformaron mi primer libro de relatos; por
supuesto, al amparo de la ilegalidad, robándoles minutos
valiosos a las penosas tardes de obligados sobretiempos e
informes contables.

42
Y esta historia tiene su final transitorio con el arribo
a mi vida de la Pentium 2 con que escribo estas líneas.

Fue bautizada por mi esposa una tarde de otoño en


que le encontró el lado humano, le puso «Marita». No sé
por qué acepté ese nombre de buenas a primeras, en mi
vida he conocido ninguna Marita, solo una excompañera
de la secundaria que jamás desplegó la meritoria presteza
de esta mi Pentium 2 ensamblada al apuro en las estrechas
galerías de la avenida Wilson, en el centro de Lima.

Mi Marita es tan fiel como mi sombra, aunque


suele sorprenderme eventualmente cuando muestra su
capricho natural de amante consentida. Y es que ella
es mi verdadera amante, mi refugio, la manifestación
distintiva de aquel amor que encuentra su mejor lugar en
el secreto de las horas crepusculares.

Ocurre que me levanto religiosamente por las


madrugadas solo para intimar con la conmoción de
su pantalla refulgente, para conspirar con la devoción
de sus circuitos insondables, pero sobre todo para
fusionarme con el milagro de su teclado, aquel dispositivo
indispensable que para mí es el vigor de su organismo y

43
me hace buscar sin descanso, casi a tientas, la sinfonía
perfecta de la inspiración y el delirio.

44
EL SAN PEDRITO DE MI VIDA

Oriunda, nostálgica y chimbotana a rabiar, la única


preocupación indudable que mi amiga la poeta Eva
Velásquez padece la primera mitad del año en esta
Lima ajena a nuestros afanes nativos es descontarle
al almanaque los días que restan para la fiesta de San
Pedrito.

Con el arribo de la fecha, volará al puerto para fundirse


con el alma de las muchedumbres, pues es cumpleaños
del patrón de los pescadores y ella no es quién para
fallarle. Mientras tanto, yo muero de envidia porque
quisiera desbordar la misma pasión que Eva hacia el
santo, más de niño no fui hijo de pescador, ni siquiera
de estibador; fui el heredero nato de un siderúrgico, de
hombre de hierro, hierro que no flota, que se hunde, que
se oxida y se corre del mar. Mi San Pedrito es uno que no
sé cómo ubicar en el tiempo porque no guardo casi nada
de él bajo la piel de la memoria. San Pedrito, un tipo con
quien nunca hice buenas migas, y si sabía algo de él era
a través de los amigos, porque los amigos nos rellenan
los agujeros vergonzantes de la memoria, ayudan a erigir

45
la vida que nos hace falta y que un día nos salvará, por
ejemplo, en instantes como este en que quiero rescatar
al San Pedrito de mi infancia y con las justas lo consigo.

Una vez lo descubrí exhibiéndose en el viejo portón


de la iglesia que tiene su nombre, en Chimbote, y su
imagen fue decepcionante: un pescador con capa roja y
bordados de oro; y en la testa, aquel horrible sombrerito
de paja que desentonaba totalmente. ¡Huachafísimo el
San Pedrito! Hui de él avergonzado, con esa insensatez
que uno pasea de niño desde que se levanta hasta la hora
en que se va a dormir.

Lo único bueno de la fiesta de San Pedrito eran


los juegos mecánicos que llegaban a Chimbote y se
levantaban en la agreste prolongación de la esplendorosa
avenida Pardo, los tiovivos, la rueda Chicago, las sillas
voladoras y aquellos espectáculos insólitos y trucados
que peregrinaban por los pueblos del Perú: la mujer rubia
que se convertía en gorila, el hombre que tenía la cabeza
sobre un pedestal y el cuerpo embovedado en una caja de
madera, el circo de barrio, los títeres toreros anunciados
por altoparlantes desde la media tarde.

46
Pero también recuerdo a San Pedrito por los desfiles
escolares de la plaza de armas, había que marchar por
San Pedrito, ganar el gallardete que todos los años ponía
en juego la municipalidad. Desfilé dos años integrando
la banda de guerra del colegio Inmaculada, agarré
tarola y me enamoré de una panderetera a quien jamás
le declaré mi amor, vi a mis compañeros destrozar
cueros de tambores y desportillar boquillas de cornetas
en su desesperación por integrar la banda, tomarse en
serio aquello de ganar para el colegio el gallardete de la
municipalidad... y todo por el San Pedrito, ese hombrecito
de yeso estoico, capucha roja y sombrero huachafísimo.

Luego ya no lo recuerdo sino hasta mi año de


cachimbo universitario, cuando retorné a Chimbote
aprovechando que sus dos días de fiesta se juntaban con
sábado y domingo. Ese año le di la espalda al San Pedrito
de Chimbote y me fui a festejarle a uno más pequeño, al
de la caleta Los Chimus. Me llevó para allá mi viejo amigo
Memo Huamanchumo, genuino pescador peruano,
heredero de una vieja casta originaria de los legendarios
huanchaqueros que pescaron en caballito de totora…
¡todo un honor! Hasta me hice fotos con el San Pedrito

47
de Los Chimus, auténtico caletero, similar al chimbotano
pero con acervo y abolengo.

Me perdí cuatro días en la fiesta de Los Chimus


delirando de felicidad, bebiendo chicha colorada,
comiendo cebiche de caballa, fascinado por unas chinas
pie descalzo que parecían salidas del mar y bailando
viejas cumbias ribereñas al ritmo de dos orquestas
«chancalatas» traídas de Casma y San Jacinto... hasta que
recobré el conocimiento cuando distinguí a mi viejita
apareciendo entre la bruma, acompañada de los policías
que habían consignado un día antes la noticia de mi
desaparición.

Pero eso no es festejar a San Pedrito, entiendo que hay


que cargarle el anda, tributar a su investidura de santo
mayor, apretujarse en esas lanchas que salen los 29 de
junio por la mañana para su procesión marina en la
bahía, asistir a su misa que debe ser masiva y a la que
nunca me atreví a asomarme.

¿Cómo reconciliarme con mi San Pedrito? Este


chimbotano desvergonzado que habita en mí se
desmorona a veces en instantes de debilidad, como ahora
en que me asalta el remordimiento y me obliga a anclar

48
una vez más en el corazón de Chimbote con estas pobres
líneas que navegan en la peligrosa brisa del recogimiento
y la melancolía.

49
EL IGNORADO NACIMIENTO
DEL CENTRO COMERCIAL

El lugar más visitado por mi familia durante los últimos


seis meses (los mismos que estamos viviendo en
Cajamarca) debe ser el centro comercial El Quinde, pues
es, qué duda cabe, el paraje que más nos recuerda a la
vertiginosa y frivolona Lima, de donde hemos venido y
donde era costumbre familiar acudir al centro comercial
hasta para ir a comprar el pan caliente del día. Pues en
este centro comercial cajamarquino se ha apostado
desde hace pocas semanas (las suficientes para que los
parroquianos que entran allí se cercioren de que estamos
en el mes más comercial del año, que es el de la Navidad),
un grandote, blancuzco y rotundo Papa Noel de carne
y hueso ofertando, a cambio de cinco accesibles nuevos
soles, una fotografía junto a su rechoncha humanidad.

La justificación parece lógica: los cinco soles no


servirán necesariamente para alimentar el bolsillo y las
bocas de los hijos de este posmoderno émulo de San
Nicolás, sino más bien para la adquisición de víveres
y regalos destinados a los niños de las comunidades

50
empobrecidas del interior de la provincia. Tocados por
la escasa sensibilidad que les sobrevive milagrosamente
entre su preocupación por la compra de regalos y el pavo
para la Nochebuena, los padres de familia no lo piensan
mucho: levantan a sus pequeños retoños, los confían a
las piernas de este viejo pascuero de fieltro y algodón,
sufragan sus cinco monedas y son felices de llevarse
consigo una imagen de sus hijos, además de haber
apoyado en esa otra felicidad anónima y lejana de los
niños de las comunidades.

Hasta allí todo bien, todos contentos. Pero lo que no


me parece correcto es que nuestro albirrojo y navideño
amigo esté apostado junto a quien pensamos que es
todavía la verdadera representación del espíritu de la
Navidad peruana: un hermoso nacimiento andino.
Créanme que se ve grotesco: el pantagruélico Papa Noel
agitando con furia su campanilla y pidiendo a medio
mundo retratarse con él, mientras que a tres metros
enmudece un Misterio (así decían nuestras mamás,
ahora todos dicen nacimiento) casi de un metro de altura
tallado en bella piedra calcárea por algún artesano de la
comunidad de Porcón.

51
Resulta embarazoso fijarse en los rostros afligidos
de ese San José y aquella Virgen María ofendidos por
la indiferencia de los viandantes. Yo los veo seguido y,
no les miento, cada vez me parecen más pequeños y
jorobaditos. Allí están: con su endeble cayado San José y
sus manos entrelazadas María, arqueados para adorar al
que llegará mañana a la medianoche, pero con una cara
de circunstancias y una mirada tan bovina como la del
preocupado buey que los acompaña en la contingencia.
Si no fueran de piedra ya habrían levantado pesebre y
animales, y se habrían largado de allí. Casi nadie se
fija en ellos, abstraídos todos en la chillona traza de
ese contundente Papá Noel y aquel impúdico árbol de
plástico de tres metros de alto que refuerza su artificiosa
escenografía.

Mañana por la noche, mientras esté en casa clavándole


los incisivos a mi pavo horneado, recordaré seguramente
aquel nacimiento de piedra y me volveré hacia el
pequeño Misterio que han armado mi esposa y mis hijos
en la esquina de la sala, junto al comedor. Entonces, para
desagraviar al bello e ignorado nacimiento del centro
comercial, nombraré al de mi casa su justo representante
y hablaré cara a cara con San José y la Virgen María, les diré

52
que aún queda gente decente sobre esta tibia tierra que se
ha fijado en ellos, ha admirado sus bellas formas pétreas
y el fino acabado alcanzado por las expertas manos del
artesano que los moldeó. Haré una oración para que el
Hada Azul que le dio músculos y tendones al inquieto
Pinocho vuelva a las andadas, y les otorgue vida. De este
modo, si en lo que resta del tiempo que se mantendrán en
ese centro comercial siguen ignorándolos, tendrán todo
el derecho de tomar el dinero recaudado por el excesivo
Papa Noel que tenían de vecino, y llevarlo personalmente
a los niños de las comunidades: justa lección para los
hombres de mala voluntad que hasta ahora se niegan a
apreciar la excelente escultura de Porcón.

53
QUEMAR EL MUÑECO DE AÑO VIEJO

Hace como treinta años por estos días mi padre empezaba


a redactar un testamento. Sus hijos éramos impúberes y él
bastante joven para que tuviera que pensar en dejar este
mundo y asignarnos una herencia; sin embargo, horas
antes de fin de año aquel documento entre sus manos
era cosa de urgencia pues no se trataba de ningún legado
suyo sino del testamento de Judas, el muñeco que los más
chicos en el barrio habíamos aprendido a armar luego
que mi padre mismo nos enseñara cómo.

Igual que cualquier muñeco que se quema los 31


de diciembre, al pobre Judas le asignábamos siempre
nuestra ropa usada: las botas de seguridad que papá había
desgastado durante el año de trabajo, los pantalones que
un vecino había dado de baja en esos días, y la chompa
de alguno de nosotros cuyo tejido dejaba traslucir
imperdonables hilachas sin el menor rubor. Embutido
de periódicos pasados, aserrín y decenas de cohetecillos,
además de aquel rostro dibujado usualmente sobre la
superficie de una vieja y descolorida pelota de fútbol,
Judas nunca se veía feliz la hora en que lo llevábamos

54
a un terreno baldío frente a la casa y lo dejábamos
esperando su hora decisiva. Por más que le delineáramos
la sonrisa más sublime, esta nos parecía siempre la mueca
encubierta de un condenado a muerte.

Sin embargo, su hora se prolongaba todavía más


cuando papá, quince minutos antes de la medianoche,
llegaba hasta donde los muchachos del barrio habíamos
cercado al muñeco para rociarle kerosene, y desplegaba
con parsimonia su inevitable testamento. Sería un
atrevido si intentara reproducir ahora el texto leído por
mi padre, más lo que recuerdo con alegre nostalgia es el
sarcasmo que imponía en él; pese a que el patrimonio
del viejo Judas era lamentable, papá se las arreglaba
para inocularle un valor inestimable a los inservibles
zapatones de seguridad, un agregado sentimental a la
chompa deshilachada y un importe incalculable a sus
infortunados pantalones.

Con la felicidad de ser sus únicos herederos,


quemábamos a Judas sin ningún remordimiento,
pues el hecho de que nos dejara alguna de sus prendas
significaba que —pese a nuestra pirómana costumbre—
había reservado para nosotros una inapreciable
flama de cariño. Luego nuestros brazos inexpertos se

55
entrelazaban con ingenua sinceridad en deseos de un
feliz año y ayudábamos a mi padre a que Judas partiera
completamente extinguido, sin dejar a la aventura
ninguna chispa peligrosa.

Así fue, invariablemente, cada trescientos sesenta y


cinco días. Hasta que empezamos a crecer y aquella magia
de fin de año se nos fue quedando rezagada en el oscuro
camino de la vida. Preocupados en la proximidad de los
estudios superiores o en la chamba ineludible ahora que
empezábamos a tener obligaciones económicas, más de
uno dejó de pensar seriamente en el pobre Judas, mientras
que Papá ya no encontró gracioso el reunirse con un
grupo de muchachos que hacía tiempo había perdido
la inocencia. Muchos dejamos el barrio, y los pocos que
quedaron prefirieron recibir el año fuera de allí, con
cotillón, corcho libre y música de moda en alguno de los
locales conocidos de la ciudad. Pero los años no dejaron
de pasar y también tuvimos nuestros hijos.

Últimamente, cada vez que vuelvo al barrio a fin de


año, veo otra vez un muñeco listo para ser quemado el 31 a
medianoche. Sé que un amigo de la infancia ha enseñado
a sus hijos y sobrinos la vieja costumbre de mi padre,
pero nunca me he quedado con ellos para compartir su

56
ritual, las convenciones sociales me persuaden de ir y
saludar a mis familiares a otro barrio.

No tengo idea exacta de cómo es la tradición de quemar


muñecos en estos tiempos, más por lo que he podido ver
sé que existe la costumbre de implantar en la cabeza del
muñeco el rostro de un personaje público y con gusto
se le prende fuego, pues se trata de la representación de
un político aborrecido o de un insoportable personaje de
farándula. ¡Qué manera pavorosa de ver violentada mi
niñez!

Horas antes de la quema de muñecos este año, pasearé


por las avenidas y reconoceré seguramente muchos
rostros, pero en ninguno de ellos hallaré la faz entrañable
y esférica del viejo Judas. Entonces volveré a mi barrio
decidido a acompañar a mi amigo de infancia, a sus
sobrinos y a sus hijos. Ellos quizá mantengan encendido
el ritual iniciado un día por mi padre y no hayan cambiado
la personalidad de nuestro querido Judas, quien, estoy
seguro ahora, en comparación con la gente angurrienta e
impopular que quemarán el 31, pueda hasta recuperar su
añorada y vieja condición de apóstol de Jesús.

57
EL PRIMER LIBRO

Aún me acompañas, amigo, arriba, en la columna de


literatura universal, en la parte más alta de mi biblioteca,
flanqueado por Ivanhoe y Moby Dick, anónimo entre el
resto de tus compañeros, asaltado por mis dedos cada
vez que me visita la nostalgia y vuelvo a ti para hojearte
con afecto, recordar que fuiste el primero y repetirte que
jamás dejaste de ser especial.

Te llamas Los tigres de Mompracem y fuiste el regalo


navideño de mi padre cuando yo tenía siete años. Ahora
estás muy gastado porque me fascinaste tanto que te
recomendé y presté con gusto a mis camaradas de
infancia, y aunque siempre me aseguré de que me fueras
devuelto, no todos tuvieron el mismo cuidado que yo te
prodigué: algunos te traían con la pasta desgarrada; otros,
con manchas de comida en tu interior, y la mayoría, con
orejas en las esquinas de tus hojas. Es que ellos te leían
con el mismo deslumbramiento que yo, hablábamos
mucho sobre ti e inventábamos juegos a partir de tus
historias donde lo más difícil era elegir quién sería el
pirata Sandokán, el protagonista de ellas.

58
Aquí estás ahora, nuevamente conmigo, como si
recién te descubriera. Te he traído a mi escritorio para
que inspires estas líneas y me concedas la fidelidad
que necesito en esta confesión de amistad tantas veces
postergada. En pésima caligrafía, tu tercera página lleva
mi nombre y el año en que llegaste a mis manos: 1976.

Papel tipo cebolla, tipografía de grandes caracteres,


ilustraciones en tonos sepia. Tu olor a nuevo se fue con
el tiempo y sin embargo aún sigue impregnado en mis
narices como un adalid de la memoria.

Mi hermano y yo compartíamos en la habitación la


misma mesa de noche, y allí te conservé al principio,
seguro entre las canicas y los álbumes temáticos que
coleccionábamos en ese tiempo. De ese modo aprendí a
amarte, a conferirte un lugar especial, llevarte como un
talismán en todas mis mudanzas y designarte Quijote
entre los libros de cada biblioteca nueva.

Fui niño, adolescente y luego adulto; pasé de ser


colegial a universitario, luego me casé y tuve hijos, y jamás
desistí de tu hermandad. He retornado a Lima hace tres
meses y sigues junto a mí, camarada, flanqueándome en
esta saga de vivencias del mismo modo en que tú fuiste

59
concebido; porque Emilio Salgari, tu autor, te escribió
como parte de esa estupenda serie bibliográfica llamada
Piratas del sudeste asiático, una colección que nunca
pude completar y que ahora sé —gracias a Internet— que
lo conforman once títulos. Solo llegué a cuatro y fueron
suficientes, porque lo que en realidad hiciste conmigo,
compadrito de mi alma, fue provocarme el primer y más
grande vicio en esta vida: el de la lectura. Y francamente
te agradezco, pues leer fue el inicio de mi razón de ser en
este mundo, las respuestas a casi todas las preguntas y el
percutor de las más importantes interrogaciones.

Te sujeto ahora con mis dedos adultos y me parece


escuchar el dulce ronroneo de tu lomo felino y remoto,
la voz silente de tus preceptos imborrables. Porque eres
animal sabio, porque eres el rugido del discernimiento,
la aventura y el ensueño, y porque en ti encuentro la
fortaleza y el descanso cada minuto de mi vida, doy las
gracias en tu nombre a todas las lecturas que pasaron por
mi vida, querido libro amigo.

60
NOVISSIMA VERBA

Para Teófilo Villacorta Cahuide, el escritor

Novissima verba, expresión con que los historiadores del


planeta conocen a «las últimas palabras», y que muchos
se empeñan en adjudicar a sus seres queridos a la hora
de su muerte para convertirla en emblema de posteridad.

El autor de la Novissima verba más célebre es, qué duda


cabe, Jesucristo, quien antes de dar el último respingo
se permitió un par de segundos para prorrumpir el
conocido: «In manus tuas, Domine, commendo spiritum
deum» o, en buen cristiano: «Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu».

De magnicidios y conjuras

Sin embargo, la historia siempre registró las más


escalofriantes frases en la hora crucial de los magnicidios.
Nunca ha dejado de estremecerme, por ejemplo, la
resignada ironía de Flavio a su verdugo cuando este
apareció en su gabinete para cumplir órdenes de Nerón:

61
«A ver si puedes matar tan bien como yo alargar el
cuello». Y no menos inquietante, el impasible desafío
de Cicerón al tribuno Pompilio Lenas que llegó a
asesinarlo por orden del emperador Antonio: «Acércate,
veterano, muestra cómo sabes apuñalar». El estoicismo
de Agripina, madre de Nerón, es igual de sorprendente;
luego de desnudar su vientre con vehemencia, le pediría
al centurión que había llegado para liquidarla: «¡Aquí,
aquí es donde hay que herir, pues ha engendrado tal
monstruo!», comprendiendo que su propio hijo acababa
de ordenar su muerte.

La oscura y agitada historia romana es sin duda la que


mayores conspiraciones registra, y a cada cual, palabras
más célebres: «¿Tú también, hijo mío?», infructuosa
reprimenda de Julio César a Bruto, su hijo ilegítimo con
la hermosa Servilia, al ver que este engrosaba la camarilla
de conjurados para asesinarlo. Las últimas palabras de
Nerón, el más insufrible de los emperadores romanos,
son las del orgullo más estúpido y absurdo; creyéndose
un virtuoso de la lira y de la poesía, se la mentó
convencido: «¡Qué artista va a perder el mundo!». Pero
Nerón no fue eliminado por manos ajenas; casi dudando
de lo que hacía, él mismo se rebanó el vientre mientras

62
oía aproximarse los ágiles cascos de los caballos de sus
perseguidores.

Conjuras, intrigas, complots, la historia del mundo


está plagada de traidores, asesinos a sueldo y fanáticos
que quisieron liberar a su pueblo o a la nobleza de
gobernantes incapaces y de cortesanos incómodos.
Durante el siglo XVI, Enrique III de Francia, tras recibir
una puñalada mortal del dominico Jacob Clement,
reaccionó horrorizado: «Malvado monje, me ha matado.
¡Que lo maten!»; pero fue el propio rey quien, en plena
agonía, arrancó el cuchillo de sus entrañas para herir de
muerte con la misma arma a su asesino.

Por esa misma época vivió en España, Francesillo de


Zúñiga, el bufón más virulento del rey Carlos V.

Célebre por sus crónicas mordaces contra los


cortesanos españoles, una de sus víctimas planificó y
logró su muerte en su etapa más esplendorosa; mientras
agonizaba, Pedro de Ayala, juglar como él, le encargó que
una vez en el cielo intercediera por su alma; a Zúñiga no
se le ocurrió mejor payasada que descubrir una mano
por debajo de la manga y pedirle: «Átame un hilo al dedo
meñique, no vaya a ser que se me olvide».

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Con cicuta, fusil o guillotina

Incongruente o no, la lista de ajusticiamientos a lo largo


de los siglos es tan penosa como interminable.

De hecho, la cicuta fue uno de los primeros métodos


decentes que el mundo civilizado concibió para ajusticiar.
La muerte por cicuta más célebre es la de Sócrates, quien,
tras el proceso que le hiciera la Asamblea ateniense por
«corromper» a la juventud con sus doctrinas, debió esperar
treinta días para la consumación de su sentencia. Pero lo
hizo con estoicismo, dilucidando sobre las posibilidades
de una vida más allá de la muerte con amigos y parientes
que llegaban todos los días a su celda. Cumplido el plazo,
se despidió de su mujer y sus tres hijos, bebió el veneno,
y cuando empezó a sentir sus efectos, se dirigió a uno de
sus prosélitos con este sarcasmo: «Critón, debemos un
gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esa deuda».

Años más tarde, y mientras ingería la poción letal, su


verdugo le reclamó al filósofo Foción las doce dracmas
que costaba el trabajito de machacar la planta venenosa.
Impasible, y sintiendo a la muerte trepar dentro de él,
Foción encargó a uno de sus amigos: «Dale ese dinero, ya
no se puede morir gratis en Atenas». Séneca, en cambio, se

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mostró solemne, aunque su muerte resultó muy penosa.
Facultado de elegir la forma de irse de este mundo, el
filósofo romano decidió cortarse las venas; pero como se
desangraba con demasiada lentitud, cambió de opinión
y prefirió beber un trago de cicuta. Antes de hacerlo,
brindó con orgullo y serenidad: «Ofrezco esta libación a
Júpiter libertador».

La competitividad del verdugo fue un elemento que


preocupó siempre a los condenados. El ejecutor que se
encargaría de ahorcar al obispo español Antonio Osorio
de Acuña le pidió perdón por el acto impío que iba a
cometer; sabiéndose perdido, al obispo solo le quedó
exhortar: «Te perdono si aprietas fuerte». La misma
inquietud se apoderó de Ana Bolena, la segunda esposa
de Enrique VIII, quien, condenada a morir decapitada,
apenas alcanzó a comentar camino del cadalso: «He oído
decir que el verdugo no sabe bien su oficio, y tengo un
cuello tan estrecho...».

Resignación, valentía, consternación e indiferencia,


reacciones distintas ante un mismo final. La guillotina,
prestigioso e infalible invento de muerte, fue inspiradora
de las más memorables y sugerentes frases. «¡Pueblo vil,
cuánto siento haberte servido!», palabras amargas del

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sanguinario terrorista Juan Bautista Carrier. La última
voluntad del célebre Dantón, quien no pudo eludir el
frenesí de Robespierre durante la Revolución Francesa,
reproduce un honor ganado que la historia no puede
objetarle. Antes de tumbarse sobre la báscula, el político
francés le pidió a su ejecutor sin palidecer: «Enseñarás
mi cabeza al pueblo, bien vale la pena». Y el verdugo
cumplió. Luego de hacer su trabajo, llevó la cabeza de
Dantón hacia las cuatro esquinas del cadalso mientras
el gentío tributaba con lágrimas y aplausos a uno de los
personajes más venerados de la época.

Dos siglos antes, las palabras de María Estuardo,


reina de Escocia, condenada por su prima Isabel I,
fueron realmente dignas; ayudada por un cortesano
a subir al patíbulo, mantuvo la honorabilidad hasta el
último segundo, diciéndole: «Gracias, este será el último
trabajo que os ocasionó y el más agradable servicio que
me habéis prestado». Menos locuaz, la cortesana de Luis
XV, madame Du Barry, dudando de la suerte que corría
y mirando con escepticismo la hoja que amenazaba su
cuello, apenas alcanzó a preguntarse: «¿A mí?, ¿a mí...?».

Las muertes por fusilamiento no dejan de registrar


frases llenas de valor e hidalguía, como la del mariscal

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Ney condenado a muerte por la restauración borbónica
en Francia. Con envidiable serenidad, Ney se atrevió a
ordenar su propio fusilamiento: «¡Soldados, al corazón!».
En cambio, Murat, cuñado de Napoleón, temeroso de
que uno de sus ejecutores fallara el tiro e incapaz de
imaginar su rostro destrozado por las balas, fue claro en
solicitar: «¡Soldados, apuntad al corazón, no tiréis a la
cara...!». Ambos fueron afortunados, porque el pelotón
de fusilamiento acertó en el primer intento; sin embargo,
el marino español Montes de Oca, quien luego de que el
pelotón le asestara tres balas en el vientre y no llegara a
matarlo, aun tuvo fuerzas para precisar: «¡Qué desgracia,
es necesario repetir!».

¿Y cómo interpretar la actitud del peruano Leoncio


Prado en Huamachuco? Condenado a fusilamiento por
el ejército chileno durante la Guerra del Pacífico, pidió
beber una taza de café antes de su muerte, los soldados
chilenos dispararían a su cuerpo cuando él golpeara
por tercera vez la taza con la cucharilla. Esta señal ha
sido entendida como un intento de Prado por salvar
su pellejo, pues los golpecitos de cuchara entre la logia
masónica serían un desesperado recurso de absolución;
infortunadamente, no hubo masón alguno entre sus
ejecutores que descifrara su código secreto.

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Genio y figura, hasta la sepultura

Alejémonos de muertes tan violentas y revisemos las


ingeniosas agonías de pensadores y artistas. Una de las
más originales, la del escritor francés Francois Rabelais,
quien, sarcástico como en sus libros, alcanzó a exclamar
ante de dar el último suspiro: «¡Bajad el telón, se acabó
el sainete!». Y Jean-Philippe Rameau, el más grande
compositor franco de la primera mitad del siglo XVIII,
tuvo fuerzas para reprochar al desafinado cura que hería
sus tímpanos con el salmo de extremaunción: «¡Oh, señor
cura, que voz más desentonada!». Solemnes e inquisidores
hasta el último minuto, más de un filósofo fue realmente
ingenioso con su muerte: «¡Amigos míos, voy a dar un
gran salto en la eternidad!», palabras de Tomas Hobbes
ante sus colegas que lo rodeaban en su lecho de muerte.
Y contrario a la creencia de que Aristóteles murió de un
cólico, gran parte de historiadores asegura que se suicidó
arrojándose al Euripo, un estrecho canal que separa la
isla Eubea de las costas de Grecia, cuyo flujo y reflujo
el filósofo jamás pudo explicar. «Trágueme el Euripo, ya
que no puedo entenderlo», alcanzó a decir.

Hay dos versiones para las últimas palabras de Goethe,


el inmortal poeta alemán. La más conocida, la célebre

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«¡Más luz!», de connotaciones espirituales y filosóficas;
la otra, la vertida por la señorita Seidler, amiga íntima de
la familia Goethe, quien, en una curiosa carta del 23 de
marzo de 1823, narró que segundos antes de sucumbir,
el poeta le pidió a su hijastra: «Dame tu manita rica» (¿!).

He dejado para el final una de mis frases favoritas, la


del escritor español Marcelino Menéndez Pelayo, a quien,
víctima de una cirrosis atrófica y viendo que la parca
le pisaba los talones, se le ocurrió decir. «¡Qué lástima
morirse cuando me queda tanto por leer!».

En la comedia La entretenida, Cervantes escribe que


«el que está para morir siempre suele hablar verdades»; si
esto es así, vaya pensando, mortal lector, en las palabras
que dejará antes de dar el último suspiro. Piense que no
solo deben ser ingeniosas, sino unas que subsistan en la
posteridad como muestra de su verdad. A no ser que viva
con el consuelo de dejar la misma interrogante que se
llevó al otro mundo el pensador francés Pierre Gassendi:
«Nací sin saber por qué, he vivido sin saber cómo y
muero sin saber cómo ni por qué».

Usted «dirá».

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Índice

Presentación 04

BALADAS DEL ORNITORRINCO

Paraíso recuperado 07
Historia de historietas 14
Crónica morosa para Santiago Azabache 20
Como un endeble forastero 25
Noviembre30
Mi viejo hermano menor 33
Ofrenda37
O la sinfonía perfecta de la inspiración y el delirio 40
El San Pedrito de mi vida 45
El ignorado Nacimiento del centro comercial 50
Quemar el muñeco de Año Viejo 54
El primer libro 58
Novissima verba61
Ricardo Ayllón

Nació en 1969 en Chimbote, Perú. Fue Primer Puesto en el certamen El Poeta Joven
de Chimbote del Instituto Nacional de Cultura y la Comisión de Semana Cívica
de Chimbote (1993), Primer Puesto en el Concurso Nacional de Narrativa Tercera
Cuentatón de Lima (2003) y Primer Puesto en el Premio Internacional de Novela
Infantil Altazor (2014). Es director del sello Ornitorrinco Editores.

Es profesional en Derecho y Ciencias Políticas por la Universidad Nacional Mayor de


San Marcos. Con estudios de maestría en Literatura Peruana y Latinoamericana, y
Complementación Pedagógica, por la misma universidad.

En poesía, es autor de los libros: Almacén de invierno (1996), Des/nudos (1998),


Un poco de aire en una boca impura (2008) y Húmedo tacto del fuego (libro digital,
2020). En narrativa, ha publicado los volúmenes de crónicas y cuentos: Monólogos
para Leonardo (2001), Baladas del Ornitorrinco (2005) e Imberbes (2005), los libros
infantiles Barrio de mascotas (2015) y Una cometa azul (2021). En periodismo,
entregó los libros Solo el puerto lo sabe. 8 escritores chimbotanos conversan (2005), Las
preguntas del Ornitorrinco. Diálogos con la literatura peruana (2010), Viajar con libros.
Andanzas literarias por el Perú (2017) y ¡Chimbote, Chimbote, Chimbote! Identidad y
cultura porteñas (libro digital, 2020).

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