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Escuché que en la fábrica abandonada vivía un león, escondido entre almacenes y máquinas
mohosas; que cazaba gacelas de metal entre sombras y despojos de otro tiempo. Algunos
juraban escuchar un rugido y luego el grito de alguien siendo devorado por la bestia.
También decían que había un demonio oculto en la iglesia vieja.
Alguien me contó que el gran muro de la presa, río arriba, fue construido sobre los
cuerpos de cientos de niños raptados por ingenieros y arquitectos; cuando la presa amenaza
con desbordarse uno puede escuchar los gritos de incontables niños que alertan a todos para
que puedan huir a tiempo.
--acorté la primera frase dividiéndola con una coma, para cambiar el ritmo y lograr mayor
fuerza expresiva e incluso un aire de misterio, evocando una narración oral; luego un punto
y coma para permitir avanzar limpiamente la trama.
--eliminé dos frases que a mi juicio no aportaban nada y volvían impreciso y vago el
texto.Son las siguientes: “símbolo del enemigo de Dios”, algo así, en el primer párrafo, para
referirte a ese demonio oculto; la otra es cuando hablas de la profesión de los arquitectos e
ingenieros “en cosas desconocidas”.
Rebeca y el autista
Cuando los misioneros Jesuitas llegaron hasta el Río Fuerte, huyendo de los indios y del
brujo que les echó la maldición, miraron un árbol gigante asomándose a la distancia.
Descansaron ahí aquella noche, acostados entre las raíces gruesas y nudosas del árbol. A la
mañana siguiente un grupo de nativos se acercó ofreciéndoles comida y agua. Supieron
entonces que aquel árbol fue una señal del Altísimo. Los misioneros decidieron fundar en el
ese valle una comuna con el nombre de Santa Trinidad del Refugio. Con el tiempo terminó
llamándose simplemente El Sabino, igual que el gran árbol.
Junto al árbol centenario uno de los misioneros construyó su casa. Con el paso de los
años fue acostumbrándose a la vida sencilla entre los indígenas. Su rígido oficio religioso
fue mezclándose entre la cosmogonía local que dotaba al hombre de una divinidad
heredada por los misterios de la tierra, las lluvias, los hielos y primaveras llenas de oro
manando desde árboles y colibríes aleteando entre ríos de flores. La arraigada fe del
misionero, sin perderse del todo, fue entrando en simbiosis con su nueva vida, hasta que
finalmente, y transgrediendo los votos de su orden, formó familia con una indígena.
Muchos años después, cuando el envejecido misionero agonizaba sumido en una terrible
fiebre, sus últimas palabras quedaron para la posteridad, como en un epitafio imaginario:
Por cierto he de decirles, mis caros amigos, que el tiempo es una espiral, una moneda
girando en un eterno juego de azar en el que siempre habrá jugadores apostando a ambas
caras. En los secretos códigos de la sangre quizá está escrita la suerte de todas las monedas
lanzadas por nuestros pretéritos, mismas que habrán de forjar nuestro porvenir. El tiempo
es un círculo de repeticiones, una espiral inacabable.
Los habitantes de la villa construyeron entonces una pequeña habitación junto al árbol,
dentro colgaba un crucifijo y en el suelo ardían sin cesar las velas y los padres nuestros.
Cada aniversario luctuoso se reunía una congregación en el altar. Colocaban regalos,
realizaban plegarias, danzaban, cantaban. La primera tradición del joven pueblo, dedicada
al santo fundador.
Pero con el paso de los años el polvo se acumuló en la memoria de la gente que fue
olvidando al misionero; la promesa del altar terminó convertida en un cuarto de cacharros.
Aquel pueblo, otrora santo, olía ahora a soledad y a orines de cantina. Olvidado por Dios,
escuchaba sólo desvaríos de borrachos y el ruido del tren que pasaba junto a la vieja fábrica
de aceite, vista desde la parroquia y la triste placita. A veces el aire traía susurros que
recorrían las callejuelas vacías y los pórticos donde los viejos se sentaban por las tardes a
repetir historias.
En una casa antigua, bañada por la sombra del árbol gigante, Clara recordaba las palabras
de su padre, hombre de semblante grave, jubilado del ferrocarril, lleno de canas y achaques
de la vejes. “Clarita, el abuelo de ese muchacho es hermano de tu abuelo. ¡Ese muchacho es
tu sangre! Mi niña, no sean tontos y tengan miedo del Todopoderoso. Ninguno se acercará
a una parienta suya para descubrir su desnudez, así dice la palabra”.
Vente pa´ mi casa, a tu papá no le va a quedar de otra que aceptarlo así, le dijo Carlos,
su novio, una tarde de mayo en el kiosco de la plaza. Aquella madrugada Clara se escapó
por la ventana de la habitación. Las palabras de su padre resonaban siempre como una
cacofonía maldita. A los diez meses de casada tuvo un embarazo fallido. Ella era hija única,
huérfana de madre, quien murió de parto. Temió que la herencia familiar la persiguiera. A
punto estaba de dejar a Carlos cuando su padre agravó. Desde entonces iba diariamente a
cuidarlo. Ya no la reprendía por su matrimonio incestuoso. El viejo pasaba sus últimos días
encerrado en el pequeño cuarto construido en las ruinas de un altar antiguo, pegado al
sabino que tanto gustaba a su difunta esposa. Ahí respiró por última vez, junto a sus
recuerdos y la Biblia abierta en un versículo redentor.
Cumplió los cinco años y aún no aprendía a hablar. El doctor dijo que el niño padecía
un trastorno del espectro autista. Doña Cata dijo que tenía el alma manchada por un espíritu
antiguo y le preparó un brebaje verdoso y amargo; cuando Carlitos lo bebió comenzó a
vomitar hasta salirle sangre viscosa por la boca. ¡No! dijo finalmente, cuando intentaron
darle otro trago.
Su madre lo llevó a la escuela, con la arrobada ilusión de que sería un niño normal. El
profesor sólo le daba palmaditas en la espalda y los demás niños lo ignoraban. Excepto
Rebeca, la hija del pastor adventista. Ella se acercaba a él, aunque sea por lastima. Le
explicaba las actividades de la clase con paciencia y entusiasmo. Con ayuda de ella Carlitos
aprendió a leer y escribir. Él, en su conciencia desorbitada miraba a Rebeca como a un
brillante astro sensual y maternal. Diariamente al salir de la escuela la acompañaba hasta su
casa, donde a veces los padres de ella lo invitaban a comer. Iban cada sábado al templo, por
eso Carlitos quiso que lo llevaran también, sólo para pasar más tiempo con Rebeca. Llevaba
bajo el brazo la Biblia de su difunto abuelo. “Me recuerdas mucho a él”, le decía su madre
constantemente.
Los años pasaron de aquella manera, llenos de paz. Clara, con ojos abatidos y sonrisa
desdibujada, realizaba trabajos de costura y horneaba pan para vender. Su cuerpo enjuto de
cuatro décadas, parecía arquearse poco a poco con el peso de la vida.
Carlos, hombre de recio físico y miembros nervudos, era leñador, albañil, borracho y
jugador. Tenía una recua de burros y los llevaba diariamente a pastar al llano junto al rio.
Pasaba mucho tiempo con ellos, quizá les tenía más paciencia que a su hijo. No estuvo de
acuerdo con que estudiara, prefería mandarlo a cortar leña.
¿Cómo has estado? Llegó a preguntarle Carlitos hasta cinco veces en una misma ocasión.
Rebeca, le torcía la boca, emulando una sonrisa. Cuando él sintió el desprecio comenzó a
vivir ya sin ganas, como cuando vino al mundo.
Doña Cata seguido iba de visita con su madre. Sabía de Carlitos tanto como que era la
partera que lo jaló a la vida. Conocía su mal de amores. Cómo buena vieja pícara quiso
aprovecharse de eso. Le dijo que Rebeca estaba enamorada de él, pero que sus padres no
querían que estuvieran juntos. Le pidió que escribiera una carta y a cambio de veinte pesos
ella iría a entregársela en secreto.
Carlitos, emocionado, escribió una misiva llena de sentimientos ardientes, con una
caligrafía que recordaba a sus años de primaria. Le pagó los veinte pesos a doña Cata y ésta
se fue. Al día siguiente regresó con una réplica escrita por ella misma, en la que Rebeca
supuestamente le declaraba sus sentimientos y le pedía que continuara escribiéndole.
Aquel engaño duró alrededor de un mes. Doña Cata se llevó las manos a la boca cuando
leyó la última carta enviada a Rebeca; entre el montón de garabatos se leía algo claramente,
como escrito con mayor esmero: CÁSATE CONMIGO.
La vieja se dio cuenta que aquello había llegado demasiado lejos y decidió ponerle fin.
Le contestó diciendo que aguardara, que aún no estaba lista, que tenía otros deberes y que
dejara de escribirle. Esperaba que simplemente pasara el tiempo y el joven se olvidara del
asunto.
Cuatro meses después Carlitos se enteró: Rebeca se casaría con su primer y único novio.
Ella misma mandó la invitación a su casa, esperando con eso que dejara cualquier interés
que tuviera en ella. Fue un golpe seco, repentino. Aún así asistió a la boda, realizada en el
templo adventista.
Los discursos ceremoniales, los adornos florales, el desfile de los novios hasta el
instante que los uniría por siempre, Carlitos presenció todo, con la vehemencia de un
soldado de plomo. Luego de aquello dejó de comer, no salía a trabajar, su madre no lograba
entender qué pasaba. Le acariciaba el pelo, trataba de confortarlo. Le llevaba la comida a la
habitación, misma donde ella soñaba en su juventud ya lejana, aquella de la cual escapó por
la ventana una madrugada de mayo. Carlitos era una estatua viviente, con la vista fija,
mirando siempre hacia el árbol gigante a través de la ventana.
Un día desapareció, nadie supo adónde fue. Su madre lo buscó en la iglesia, en el río,
entre las calles doradas por el sol. Mandó que lo buscaran entre los cerros enmontados de
las cercanías; en la fábrica abandonada, en las casas habitadas sólo por ratas y vagabundos.
Fue un sábado cálido de agosto el que quedaría grabado por siempre en la memoria del
pueblo. El culto adventista recién había terminado. Se escucharon gritos de mujeres, la
gente se llevaba las manos al rostro. Al salir del templo Rebeca yacía tirada en la banqueta;
de su vientre manaba un hilo de sangre hasta formar un charco espeso. No gritaba, ni
gemía, solo lágrimas tibias le recorrían las mejillas, reflejando a la distancia al hombre que
la había apuñalado. El asesino aventó el cuchillo y corrió rumbo al rio. Se tiró en la yerba,
cerca de los caballos que pastaban libres, inocentes. Ni siquiera intentó escapar cuando
llegaron los hombres del pueblo para apresarlo. Se entregó dócilmente. Rebeca murió
aquella noche camino al hospital de la ciudad.
Esa madrugada cayó un aguacero como hacía años no caía, acentuando el luto del
pueblo, que había quedado conmocionado, como si le hubieran propinado una violenta
bofetada.
--dividí el texto a partir de la historia de Rebeca y Carlos, que es la historia que realmente
quieres contar, aunque empiezas con el asunto del misionero. Lo que da sentido a que estén
juntas es que la primera sirve de trasfondo a la tragedia del infausto enamorado. Te sugiero
este título. Algunas correcciones en la sintaxis de dos o tres frases que resultaban confusas.
La biblioteca
Tenía 7 años aquel verano cuando tomé junto a mi madre el autobús que iba al pueblo de
mis abuelos. Aquella carcacha corría muy lento y rebotaba sobre una ruta de terracería
entre campos abiertos, montes y una que otra ranchería. Supe que habíamos llegado al
pueblo, por fin, cuando pude ver al árbol gigante. Fuimos recibidos con abrazos y mimos
de mi abuelo y abuela. Hasta Capitán brincaba y meneaba la cola al vernos llegar.
Recuerdo que esa tarde mi abuelo me llevó a la biblioteca, donde siempre tenía ocasión
de leerme un libro que yo no entendía, pero que hasta el día de hoy conservo con cariño.
También me narraba anécdotas escritas sólo en el libro de su memoria y yo las devoraba de
tal manera que hasta hoy las recuerdo como si fueran mías. Aquella biblioteca no era más
que un cuartucho desgajado, abundante en salitre y alacranes, con un montón de libros
empolvados en esquinas y anaqueles.
“Cuando yo ya no esté tu mamá y tus tíos heredarán las tierras y la finca vieja- me decía
mi abuelo- pero tú te quedarás con mi riqueza más grande” y estiraba el brazo, con la mano
abierta hacia las repisas llenas de libros.
Recuerdo también aquel baúl que tenía mi abuelo en la biblioteca, del cual sacó una vez
un tubo de metal extraño, me dijo que se llamaba telescopio y que servía para mirar de
cerca los puntitos blancos que brillan en el cielo durante la noche. “No todas son estrellas,
algunos son planetas y pedazos de roca flotantes, gigantescos como mil sabinos”, me decía.
Una vez lo comprobé fijando el lente hacía la luna y pude verle la superficie cacariza como
el rostro de mi tía Delfina. Dijo mi abuelo que la luna tenía también una cara que no
podíamos ver. Yo le contesté que eso no era cierto, pues no podía ser tan tímida que tuviera
que ocultarla todas las noches; yo pensaba que la luna era sólo la cara de otro sol, el cual
brillaba con la misma sustancia con la que brillan las luciérnagas o los ojos verdes de mi
abuelita.
“Hay mijo, a veces dices unas tarugadas… la Tierra se mueve siempre en su órbita
alrededor del Sol– y dibujó un circulo imaginario en la mesa– nos movemos como un
barquito de papel a través del mar sideral”. Sentenció mi abuelo y yo asentí, como
entendiendo todos los misterios del cosmos, pero en realidad no sabía lo que era elíptico, ni
mucho menos sideral, tampoco conocía el mar en aquel entonces.
“Ay mujer, qué diablo ni qué nada, lo que pasa es que el muchacho este no deja la tomadera
y encima anda de volado con la viuda de Eulogio. Lo trae tan baboso esa vieja que ya hasta
se le olvidó cómo montar”.
Cuando mi abuelo fue a ver a Martin, este se encontraba tendido boca abajo junto a una
botella quebrada; el caballo pastaba en la orilla del cerco, resoplando; el animal tenía los
ojos muy raros, profundos y acristalados, como los ojos que ponía Sofía, mi hermana
menor, cuando nos despertaba a todos en la casa vieja, luego de una de sus pesadillas. La
última vez que volví a mirar esos ojos fue cuando nos dijeron que el agua de la presa iba a
inundar el pueblo; ella soltó el llanto creyendo que todos nos íbamos a ahogar. Al final nos
cambiaron a todos de casa y de pueblo, y el lugar donde vivíamos quedó sepultado bajo el
agua. Sí, el caballo que tumbó a mi tío Martín tenía los ojos de Sofía, tristes por el agua
que sepulta hasta los años.
Un día después de que mi tío se cayó del caballo mi abuela me mandó llevar una bolsa
de naranjas a mí tía Delfina. Para llegar tenía que cruzar por el terreno de la fábrica
abandonada. A mí me daba miedo pasar por ese lugar porque ahí acampaban los
trotamundos. Decían que robaban niños para dárselos de comer a un par de leones que
vivían escondidos en la fábrica. Pero también hacía mucho calor como para dar la vuelta,
de ese calor que parece que el mundo se derrite y se mira como cuando ves tu reflejo en un
charquito de agua.
Cuando salí a la calle con la bolsa de naranjas se me acercó una niña, acaso un poco
menor que yo, y comenzó a seguirme
¿Qué? ¿Quieres una naranja? – le dije.
Ella contestó que sí y le regalé una naranja, luego seguí caminando, pero la niña siguió
detrás de mí.
Sí.
¿Cómo te llamas?
Clarita.
Ese fue el día que conocí a Clarita. Luego, mucho después la volví a conocer, pero de
forma diferente, como si fuera otra persona, porque a las personas puedes volverlas a
conocer cuando las distancias se encojen y el tiempo regresa hasta volverse un círculo,
como las órbitas elípticas que dibujaba mi abuelo en la mesa, dónde los astros se conocían
de nuevo luego de su largo viaje a través del espacio.
Aquella vez dejé que Clarita me siguiera para ir a dejar las naranjas y caminamos los
dos, uno al lado del otro. Atravesamos el campamento de los trotamundos hasta llegar a la
casa de mi tía. Tocamos la puerta, pero nadie respondió.
Cuando íbamos de regreso a casa conocí a una mujer que jamás en mi vida olvidé.
Cuando nos miró con la bolsa de naranjas se acercó y me pidió algunas. Yo no le quise dar,
por miedo a que mi abuela me regañara. La mujer se enojó. Era una mujer de mediana
edad, espigada y con profundas patas de gallo que no hacían juego con su boca redonda de
muchacha; iba en aquella ocasión con una falda floreada y blusa verde aguacate de mangas
abombadas.
No le contesté nada y me fui corriendo a casa. Clarita iba detrás de mí. Cuando llegué
dejé las naranjas en la mesa y me fui a acostar. Tenía miedo. ¿Y si de verdad me salía un
árbol de naranjas en la panza?
Al día siguiente me desperté con la noticia de que algo muy malo le había sucedido a mi
tío. Decían que por culpa de la caída quedó en estado vegetal. Pensé entonces en la
maldición de las naranjas. Fui adonde las dejé la tarde anterior pero no estaban. Me culpé.
Él se convirtió en vegetal por mi culpa. Me quedé esperando a que comenzarán a asomarle
ramas por las orejas y hojas por la boca. Pero nunca sucedió tal cosa. Poco tiempo después
mi tío murió. Hasta hoy no sé si fue por su accidente o por mis naranjas. Lo soñaba casi
todos los días después de aquello. Lo sueño aún, a veces. En el sueño lo veo caminando
alrededor del patio, con la mitad del cuerpo paralizado y moviendo los brazos de forma
mecánica, como agarrotada. Algo le impide articular las palabras y su expresión se limita a
hacer señales con un brazo y emitiendo con voz pasmosa unos remedos de palabras como
escapadas del hocico de un caballo. Hace todo esto mientras mira hacía la casa de la viuda
de Eulogio, manteniendo la vista hacia allá, balbuceando tal vez los romances que tenía con
aquella mujer. Luego sus pies comienzan a echar raíces, sus brazos se entiesan por
completo y su cuerpo se convierte todo en árbol.
Por eso algo se convirtió en vegetal también dentro de mí. Desde entonces los
recuerdos fueron tomando el tono sepia de la madera, como en una fotografía que
permanece igual, y uno muda su rostro una y otra vez, pero la fotografía, las memorias,
todo permanece igual. Así, el recuerdo de aquellos días quedó estático en mis pensamientos
de niño.
Hoy he regresado al pueblo después de tantos años. Hay un árbol de manzanas cerca del
lugar donde mi tío echó raíces; brotó y floreció a pesar de vivir en un clima que no le
pertenece. Entré de nuevo a la biblioteca de mi abuelo, fallecido ya, y comencé a ojear
algunos libros que en aquel tiempo no leí. También me volví a encontrar a Clarita; le
pregunté qué le habían dicho el día que le leyeron las cartas, cuando éramos niños. Sólo se
encogió de hombros y sonrió, igual que la primera vez que le pregunté. Tiempo después me
lo confesó, justo en el día de nuestra boda. Ahora nosotros vivimos aquí, en la casa de mis
recuerdos. Guardo la llave de la biblioteca, la cual será un regalo para nuestro hijo que está
por nacer.
--nada más una corrección en uno de los diálogos, en lugar de dije, dijiste (que si quería la
naranja).
Raimundo salió de cacería esa tarde, llevaba el rifle colgado al hombro y en un morral
bordado traía balas, una soga y un faro de mano. Montó un burro que pastaba libre en el
llano y se alejó del pueblo por una vereda que salía del camino viejo, dejando atrás los
últimos corrales y los dóciles pastos verdes, para adentrarse en el arisco monte de espinas
que tapizaba los cerros.
El viento olía a tierra mojada y hacía silbar los imponentes saguaros que se levantaban
como reyes entre arbustos que enverdecían, entre los palos blancos que despuntaban flores
parecidas a botones de algodón. El burro andaba lento y desenfadado. Raimundo,
impaciente, picó las costillas del animal que, no sin respingar, aceleró un poco el trote.
Junto a ellos parecía moverse el cielo, ensombrecido por negros nubarrones cargados
de agua.
Un chispazo bajó desde una nube, el aire tronó. El burro dio un brinco y Raimundo cayó
con toda la inercia de la gravedad. Alguna vez escuchó decir que duele más caerse de un
burro enano que de un caballo, dio la razón a esta sentencia. Su cuerpo se cimbró en el
suelo, los huesos le temblaron y quedó adolorido durante varios minutos antes de ponerse
de pie y sacudirse el polvo. Revisó sus cosas, había caído sobre el morral, el faro de mano
estaba roto. Luego de maldecir, alzó la vista y buscó al burro, el cual huyó entre el monte.
Decidió no ir a buscarlo, de cualquier manera, casi llegaba al estero. Estaba ya en las faldas
del Cerro Cabezón, bajó por un barranco hasta llegar a los lindes de la laguna donde solían
llegar los venados y jabalíes. La última vez que salió de cacería apareció un venado que se
acercó a beber; le disparó un par de ocasiones, errando ambos tiros. Raimundo sentía ahora
un aire de revancha.
Limpió bien el suelo, por respeto a los escorpiones y las serpientes de aquellos suelos
áridos y pedregosos; se tiró de pecho, asomó el cañón del rifle entre dos rocas, apenas
visibles en la oscuridad. Escuchaba el ulular de una lechuza, cuya silueta alcanzaba a
distinguirse sobre la cabeza redonda de un saguaro. El cielo se tapizó de nubes oscuras. Un
bulto apareció entre las sombras, era un cuadrúpedo que se acercaba a beber. Raimundo, sin
distinguir con exactitud, disparó. La presa corrió, dejando un largo hilo de sangre que
siguió hasta introducirse en lo profundo del monte; el cazador fue tras el animal, el cual no
parecía detenerse a pesar de la evidente herida, la cual juraba fue de un impacto limpio.
En unos cuantos minutos el agua comenzó a bajar de los cerros y los arroyos se
llenaron. Raimundo corrió, intentando regresar por el camino dejado por la sangre del
burro. Pero el agua había trazado ya sus propios senderos. La lluvia era densa, con gotas
gordas que azotaban como latigazos.
Escuchó de pronto el sonido de una campanilla, luego una risa que tronaba como una
hoguera. La risa venía de un hombre, un hombre venado: era un hombre con cabeza y astas
de venado. Iba desnudo y de la espalda asomaba un carcaj lleno de flechas. El hombre
venado reía a carcajadas; con su mano derecha hacía sonar una campanilla y con la otra
señalaba su propia lengua, estrecha y pálida. Luego señaló a Raimundo, quien quiso hablar,
gritar, pero sólo salió un entrecortado rebuzno. El venado frunció el ceño, sus ojos negros
de cérvido se volvieron furibundos, humanos. Se llevó el brazo a la espalda, sacó un arco.
Colocó una flecha, tensó. Apuntó a Raimundo y este corrió tanto como lo permitía su trote
apretado de asno.
Una flecha le pasó zumbando sobre las orejas; siguió corriendo hasta llegar a los límites
de un barranco. Escuchó la campanilla del hombre venado y la risa, de nuevo esa risa.
Entonces despertó y se miró a sí mismo, de nuevo hombre, tirado en el suelo, con la lengua
de fuera y la boca llena de hojas de gusto amargo. Alzó la vista. Había un venado enfrente.
Lo miró fijamente y el animal hizo lo mismo.
Los primeros rayos del sol brillaban sobre los cerros verdes, comenzaba a amanecer. A
lo lejos, más al sur, apenas perceptible, se escuchaba repicar la campana de una iglesia. El
venado se dio la vuelta y corrió por una vereda. Raimundo, guiado por el sonido de la
campana, encontró de nuevo el camino viejo que iba al pueblo. Al llegar a casa quitó las
astas de venado que colgaban de la pared y las convirtió en una máscara con la que a partir
de entonces rendía tributo y bailaba la danza ceremonial del mazoyilero.
--cambié la sintaxis en dos frases: en el primer párrafo cuando hablas del monte espinoso
“tapizado de cerros”, lo convertí en monte espinoso que tapizaba los cerros. Otra más
donde hablas de la lluvia que “amarró”, en vez de esto escribí arreció.
--También la puntuación donde hablas de los sapos, en lugar de coma separé la frase con un
punto.
--El último párrafo me parece confuso: “Al llegar a casa quitó las astas de venado que
colgaban de la pared y las convirtió en una máscara (sic)”. No sé si esto sea posible, quizá
debas decir que se elaboró una máscara con lo que completó su atuendo de mazoyilero.
Los campos de algodón
Aquella tarde de junio descubrí bajo mi puerta una hoja de papel firmada por unas
iniciales que no comprendí en ese momento. Un tiempo antes, durante las primeras horas de
la mañana, salí al campo con Julia, mi hermana menor, y Charles, el capataz de nuestro
padre y a ratos también nuestro tutor; aquel hombre de aire caucásico rondaba los treinta
años; nos ayudaba a aprender inglés y en ocasiones también nos platicaba acerca del mundo
más allá de nuestra finca, más allá de las fronteras imaginarias de lo que no éramos capaces
de vislumbrar a nuestra edad. Charles era originario de Estados Unidos y llegó a este país
como parte de una colonia que estableció una pequeña villa socialista en un puerto a pocos
kilómetros de la finca. Aquel, de hecho, fue un insólito ensayo utópico que construyó gran
parte de lo que ahora es esta región. Fue famoso por los cientos de colonos que emigraron
desde el país del norte a buscar un sueño aquí, cosa que se invertiría años más tarde. En esta
tierra amarilla y cubierta de cerros coronados de espinas, cual estatuas de la libertad, los
colonos socialistas construyeron un idílico punto en el mapa, libre de las supuestas ataduras
del dinero; pero por el mismo peso de aquello que los puso en la historia también cayeron.
Luego de deudas y disputas con el gobierno, y con ellos mismos, los colonos regresaron a
sus tierras de origen, pero otros se quedaron a buscar suerte aquí, como Charles.
Aquella mañana de junio fuimos con Charles hasta la ribera del río. Ahí solían ir
nuestras criadas y jornaleros para lavar ropa o bañarse. Cabalgamos un rato hasta llegar a
un claro repleto de ciruelos cuyos brazos caían por el peso de cientos de frutos amarillos.
Luego de cortar ciruelas montamos de nuevo para regresar a casa. En el camino nos
salieron tres hombres al paso. Eran dos rubios y un hombre mayor, de rasgos indígenas.
Uno de los rubios gritó algo a Charles.
“Señorita Vega, permítame visitarla como un amigo el día de mañana por la tarde. Hay
asuntos de suma importancia que quisiera tratar con usted y su familia, entre ellos alguno
concerniente a Charles. Diga que soy amigo suyo y que amablemente me invitó a cenar
hoy. Envíe la contestación con su criada de más confianza. Si no recibo su respuesta lo
tomaré por un sí”.
¿Pero quién era este August Clayton? Evidentemente no me sentía cómoda con él, pero
también era enorme la curiosidad que me provocaba ese extraño mensaje. ¿Qué sería eso
tan importante que deseaba decir? No contesté la nota, lo cual significaba que aquel hombre
estaría en casa mañana por la tarde.
II
August Clayton se presentó en la finca, tal como prometió; la nuestra, he de decirlo, era
la finca más grande de todas las que había en el valle, contaba con centenares de peones y
no bastaban las manos para abarcar el linde de nuestras tierras vistas en el horizonte. La
casona, rodeada por arcos cubiertos con enredaderas, era un descanso delicioso durante el
atardecer; me gustaban aún más que los atardeceres de la Borgoña, en casa de mi abuela
paterna. Clayton llegó hasta los arcos y ahí lo recibí, junto a mi madre, quien observaba con
curiosidad al extraño “invitado”. Clayton era un hombre rubio, de espeso bigote y barba
rojiza. Tenía un aspecto juvenil, aunque curtido de tal forma que daba un aire de gravedad
en su aspecto y su voz dura; debía rondar la misma edad que Charles, repartida en una
generosa estatura. Yo tenía 18 años entonces y para mirar a Clayton debía levantar la
cabeza como quien mira una estatua.
Se presentó ante todos y dijo que era amigo mío. Yo asentí, siguiéndole el juego. Mi
madre lo invitó a cenar en la mesa familiar. En ese momento Charles, ausente desde el día
anterior, entró al comedor y se sentó con nosotros. No dio ninguna explicación sobre sus
actividades de ese día, algo extraño en él, pues solía ser bastante comunicativo. Lucía algo
ansioso y constantemente lanzaba miradas a August, también a mí. Comíamos todos en
silencio, asintiendo solamente a los comentarios y cumplidos de rutina que August profería
a nuestra comida, a nuestra casa, a mí. Hasta que mamá comenzó a hacerle preguntas más
personales, y este las contestaba con tal naturalidad y candidez que no parecía un
desconocido, sino un viejo amigo que regresara a casa. August trabajaba en la compañía de
su familia, la Clayton Cotton Company, que estaba negociando con los dueños de tierras en
el valle, donde planeaban construir una fábrica de aceite de algodón. Charles parecía
disgustado, lo cual podría entenderse como el hecho de que ese hombre representara las
causas del por qué su antigua colonia fracasó. O quizá sólo estaba celoso. Charles
interrumpió.
Sería una desgracia que estas tierras cayeran en manos amantes del dinero, que
consumen lo que tocan – volteó a verme a mí.
Sí – confesó Charles- nos conocimos en Montana hace varios años… Yo mismo les
contaré la historia en su momento. Pero por qué no explicas realmente lo que harán aquí, lo
que sucederá con todas las tierras y con la gente– señaló con el dedo a August.
¿Qué hay que explicar? Cultivaremos algodón para la fábrica de aceite que
construiremos. Emplearemos a cientos de las personas en la región, con mejores sueldos y
condiciones que en fincas como esta, con todo respeto- hizo una reverencia a mi madre.
Luego Clayton se quedó pensativo, como conteniéndose de decir algo más.
¿Y con qué autoridad dice usted eso? ¿Podría decirme a qué hora llega su señor patrón? –
preguntó August a mi madre, ninguneando a Charles.
¿Extranjeras? Pues yo lo veo a usted tan rubio como yo... pero cuéntame, Charles – hizo
énfasis y una breve pausa al decir el nombre- ¿Qué sucedió con su “sociedad igualitaria”?
Es natural – dijo Charles, casi riendo – La justicia absoluta es imposible. Los demonios
no nacieron para vivir en el paraíso.
Prefiero mil veces la libertad de un mundo imperfecto pero perfectible, a vivir dentro de
una burbuja, dentro de una igualdad forzada.
¡Basta ya! Guárdense sus discusiones para otra ocasión, gritó mi madre. Charles,
apreciaría por favor que nos cuentes de dónde conoces a August. Esa rivalidad suya parece
venir de alguna parte.
Charles asintió.
Lo haré, en cuanto esté aquí el patrón.
Pasó al menos una hora y algunos silencios incómodos hasta que August, al ver que no
llegaba mi padre, se despidió de todos y prometió volver al día siguiente. ¿Por qué dijo
venir a verme a mí cuando en realidad venía a hablar de negocios con mi padre? Eso le
pregunté en los arcos, justo antes de que se marchara.
Mi padre no regresó a casa. Fue asesinado por un grupo de bandoleros que lo asaltó en
el camino. La noticia sacudió todo y a todos. Se olvidó el asunto de Charles y Clayton.
August llegó al día siguiente a darnos las condolencias, y por respeto al luto no se habló
más de negocios.
II
Durante las noches pequeños resplandores aparecían sobre los cerros. De repente
escuchábamos los estallidos de fusiles. Poco después comenzó el infierno. Los campos
comenzaron a arder; las luces de las casas se encendieron una noche y el pueblo se
convirtió todo en un grito. Un grupo insurgente comenzaba a tomar los pueblos y caminos
de la región. Nosotros abandonamos la finca y nos fuimos con mi abuela. Charles se quedó
en la finca, con los rurales que patrullaban la zona. Supe de varios enfrentamientos. Un
grupo de bandidos comenzó a tomar fuerza hasta convertirse en una guerrilla que asaltaba
las fincas, quemaba propiedades y desterraba a los señores que mandaban en ellas. Los
rebeldes eran en su mayoría campesinos y empleados de las fincas. Pero también entre las
filas de este grupo pululaban oportunistas que aprovechan el caos para saquear y asesinar.
Esa fue su perdición. Fueron diezmados poco a poco por el ejército, incluido al grupo que
asesinó a mi padre.
Todo estaba muy cambiado cuando regresamos, no sólo por el hecho de que muchos
lugares que conocíamos antes no estaban ya, sino porque todo era más solitario. Las
personas que solían trabajar para mi padre y también en otras fincas, se mudaron a la
ciudad, a las grandes fábricas extranjeras. La más grande era el ingenio azucarero, que llenó
los campos con caña de azúcar y el aire se impregnó con un olor empalagoso. La fábrica de
aceite también llegó a nuestro pueblo. Clayton continuó frecuentando nuestra casa hasta
hacerse un gran amigo de la familia.
Charles estuvo celoso de August durante algunos años más. Pero al final se casó con una
prima mía. Yo me casé con August en los Estados Unidos. Charles abandonó la finca y se
mudó a una casa en el pueblo. Supe que trabajaba en el ferrocarril.
Los techos de la finca ahora están derrumbados, los arcos cubiertos de moho. Me cuesta
creer lo diferente que era este lugar durante mi infancia.
Ahora el pueblo está tan cambiado. Hay muchas personas, caras nuevas. La fábrica trajo
una prosperidad que no imaginé posible; las arterias del ferrocarril tomaron aquí su
corazón. En la estación del tren la gente va y viene; las calles, antes de tierra, ahora están
cubiertas de piedra y adoquín. Los negocios prosperan, las casas se multiplican. Los
enormes álamos y la brisa del río soplan de tal modo que la aridez que hay apenas unos
kilómetros más lejos, detrás de los cerros, no parece existir. Los frutos brotan todo el año.
Es difícil describir el verdor del que se llena todo esto con las primeras lluvias. La belleza
oculta durante los meses áridos estalla de pronto, como un botón de primavera, y la
locomotora del tren ruge a la distancia, desde los cerros verdes, pasa luego junto al gran
árbol del pueblo, que parece sonreírle a estos tiempos tan prósperos.
Entiendo ahora todo lo que decía Clayton, y lo que visualizaron los primeros colonos
que llegaron a esta región, los de la colonia socialista de Charles. Ambos tenían esa
sensación de vivir siempre sobre un diamante en bruto, por más inhóspito que parezca a
simple vista. La gente autóctona de estas tierras lo sabía también, pero prefería conservarlo
tal cual y para siempre; hasta que los tiempos cambiaron y se vieron obligados a trabajar en
fincas como las de mi padre. Ahora esas personas están en fábricas como las de mi esposo.
No sé si sean ahora más libres, o más felices. Tampoco sé si esto durará por siempre, si
fracasará o si la tierra se va a cansar. ¿Qué seguirá después? ¿Quién llegará cuando se
vayan los que están ahora? Tal vez nadie. Quizá esta tierra un día se harte de pasar de una
mano a otra y los únicos que reinarán son esos enormes zopilotes que vuelan en círculos,
como si esperaran nuestra caída de la misma manera que esperan la caída de una res. En un
futuro es posible que todo esté cubierto por sus penetrantes heces blancas y a nosotros lo
único que nos quede sea el hilo plateado de la memoria, cada vez más lejano.
--di los espacios que faltaban al inicio de algunos párrafos y diálogos; corrección de algún
error de dedo. El orden de la frase final del primer apartado, “fue asesinado por un grupo de
bandoleros que lo asaltó en el camino”, la puse al principio.
Un viejo amigo
Esta historia me la contó un amigo, quien a su vez la escuchó de labios de otra persona
durante una tarde de cervezas junto a una fogata, allá en mi pueblo. Resumo aquí la
historia.
Me encontraba cierto día en un velorio, y yo siempre que voy a un velorio intento notar
algo curioso, algo misterioso que me haga notar la presencia del difunto en el lugar o entre
las personas. Así lo hago siempre – comentaba aquel amigo mientras se remojaba los labios
con un trago de cerveza–. Resulta pues que la difunta en cuestión tenía fama de santera en
el pueblo.
La difunta santera era parienta de mi mujer, tía o algo así. Pero el chiste es que ahí
estaba yo, en el velorio, que “esque” entre mirando a la gente que iba y venía, a los
familiares que tomaban café, a las doñas y señores. Ahí andaban los perros entre la gente,
buscando los platitos desechables con sobras de menudo. En esas estaba yo, mirando todo,
cuando de pronto se me deja venir una paloma desde un mezquite en el patio de la casa.
¡Casi me atropella la fregada paloma! Me pegó un aletazo en la mano y se regresó al
mezquite. ¿Ah? Qué raro, dije yo, condenada paloma.
Eso mismo me decía la gente que se dio cuenta. Pero no ¡óyeme, que iba yo a traer!
Nomás se escuchaba el arrullo de la paloma arriba del mezquite. Pues ahí tienes que al rato
de eso se me acerca una señora de las que estaba en el velorio, y me dice: “¡Eh! ¿Te
acuerdas de mí?” Yo ni conocía a la señora, no era ni del pueblo. “No pues, la verdad no
me acuerdo de usted, me va a disculpar”. Así le contesté. Se le miraban los ojos raros a la
señora, como de trasnochada. “Soy Eulogio, - me dijo la señora. ¿apoco no te acuerdas de
mí? tú eras mi amigo, sigues siendo mi amigo” ¡Uf! cuando me dijo eso, se me puso la piel
chinita.
Pérame, déjame y te cuento lo demás. Yo, siguiéndole la corriente le hice una pregunta:
“¿Y qué, Eulogio, ya vienes tomado verdad? Se me quedó viendo la señora y me contestó:
“¡Aaa! Es que vengo del baile, sí, ya vengo pedísimo”. Después que me dijo eso yo me
quedé callado, no sabía si creerle o tirarla a loca. Luego ella me siguió hablando: “Por nada
del mundo andes prestando dinero, por nada del mundo andes prestando dinero a nadie, ni
ropa, mucho menos ropa ni nada de lo que te pidan prestado. Quien te pida es alguien que
quiere hacerte un daño” Luego se fue la señora, no me di cuenta pa´ dónde. “Cuídate”, fue
lo que me dijo antes de irse. Pues en esas me quedé tiempo después, intentando recordar
que no debía prestar dinero a nadie. Pero pues uno tampoco puede estar con el pendiente
siempre, al fin y al cabo, y a final de cuentas, como luego dicen, nunca pude saber quién era
esa señora, ni mi mujer ni nadie supo decirme.
“Oye pero ¿Quién era ese mentado Eulogio, como decía llamarse la señora?”
¡Aaaa! Pues ahí tienes lo interesante del asunto. Figúrate que Eulogio hace mucho
tiempo falleció. En efecto, era amigo mío. Fue en la noche de un baile en el pueblo cuando
lo encontraron muerto; unos dicen que lo mataron de una pedrada en la cabeza, otros que se
cayó del caballo por ir borracho. Yo estaba joven todavía en aquel entonces. Y resulta que
se murió debiéndome el dinero que me pidió prestado pá emborracharse ese día.
El Mesías de cobre
Con el verano próximo iban a ser dos años que no llovía. Las heladas del invierno anterior
destruyeron todas las cosechas y quemaron la mayoría de huertos. Era ya primavera y como
flores malévolas brotaba una ola de viruela en la piel de los niños del pueblo. En la iglesia
comenzaban a organizarse las representaciones de pascua. Un muchacho, moreno y
gallardo, se ofreció voluntariamente para hacer el papel del cristo crucificado. Pero no lo
hizo ante el padre ni la iglesia, sino entre los vecinos, a espaldas de la autoridad
eclesiástica.
“El Mesías sangró en la cruz por todos nosotros, para limpiarnos de nuestros pecados.
Pero son tantos hoy en día, que ya nos está castigando. Se necesita un chivo expiatorio que
absorba el sufrimiento de todos. Yo nací para ser ese chivo expiatorio. Clávenme en la cruz
como de verdad lo manda Dios y no como en las representaciones mundanas. Así llore e
implore, no me bajen de la cruz, que el diablo estará hablando a través de mi boca. No me
bajen hasta que esta sequía termine y los cerros se pongan verdes de nuevo. A quien atienda
mis súplicas y me baje de la cruz lo tendré siempre por cobarde y será la ruina de todos.
Llevo aquí la marca que da fe a lo que estoy diciendo” - y mostró en la palma de su mano
una marca de nacimiento en forma de cruz.
“Está loco el indio ese”. “Sí, la verdad que sí, está mal de la cabeza”. Murmuraba la
gente, mientras comenzaban a preparar el templo y la cruz de madera donde clavarían al
muchacho. “Está loco”. “se le fundieron los cables”. La gente del pueblo organizó el
viacrucis a espaldas del padre, en el antiguo centro ceremonial de adobe, donde compartían
espacio el Santo Niño de Atocha y la Santa Muerte.
II
Los hombres desprenden alabanzas desde el fondo de sus gargantas quemadas por
alcohol barato. Las mujeres cuchichean como gallinas; los niños, ignorantes criaturas,
miran al joven a punto de ser crucificado; escuchan que un dios lo eligió para pagar por la
gente del pueblo. Ahora también están en deuda con ese muchacho.
Un martillazo entierra el primer clavo en la palma abierta del chivo expiatorio; penetra
la carne y la sangre salpica entre los suplicantes que miran con ojos de perro.
El dolor es real. Sus ojos, proyectan una mirada patética. Mira su sangre manchar el palo
de la cruz. Sus manos se retuercen con los dedos entumidos. Nervios y carne violados por
el hierro mojoso.
El segundo clavo penetra, se escucha un murmullo que ahoga un grito. La cruz se
levanta. El dolor de los clavos aumenta con el peso. La sangre escurre y riega la tierra del
templo.
“Aaaay”
“Que se vaya el diablo y venga Jesús. Que se perdonen nuestros pecados durante otro
milenio más”.
“Cómo me fui a meter en esto… ¡Hijos de su puta madre! ¡Animales! ¡Salvajes! Si les
hubiera pedido que se mataran entre ustedes ¿lo habrían hecho? Cometí un error, sólo soy
un muchacho, de carne y hueso. Duele, duele, duele. Por favor, bájenme, el dolor es real”.
“Qué dice”, pregunta la anciana sorda. “Puras pendejadas” contesta la hija. “¿Puras
qué? “¡Puras pendejadas!” y se talla el dedo con la sangre que mancha la cruz. La unta en la
oreja de la anciana. “¡Puras pendejadas” grita de nuevo y más fuerte! “Ah, pendejadas”,
dice la sorda, al fin.
Llega para tallar la cruz ensangrentada la del dolor en el pecho, ahí se pone la sangre.
Un quejoso tras otro, toma un poco de sangre y la ponen en su dolencia. Hasta que el
palo se seca. Entonces de nuevo el cuchillo rajando la piel del cordero de Dios. Rasgado de
tajo el muslo. Se abalanzan todos, como moscas al moribundo. La víctima convulsiona.
“No saben lo que hacen”, murmuró dolorosamente antes de dar el último aliento.
III
El sacerdote fue llevado a declarar, junto con un puñado de pueblerinos manchados de
sangre. En tanto, los demás levantaron una escultura rústica en una cruz de palo blanco y la
marcaron con la sangre seca del crucificado. La noticia del linchamiento trascendió, llegó
hasta los altos mandos eclesiásticos. La fotografía del indio crucificado, del mesías moreno,
figuró en todos los encabezados. Una vez absuelto de toda culpa, el padre regresó a la
iglesia del pueblo y convocó a una misa de urgencia.
“El salvajismo y la crueldad son prácticas que han quedado abolidas ya del corazón
cristiano; en nuestra Santa Iglesia condenamos toda práctica que empañe lo que en verdad
simbolizan los sacramentos. Dios nos pone a prueba para templar nuestro espíritu. No se
puede esperar que alguien más sangre para salvarnos. Cuando lo que debemos es mirar en
nuestro propio corazón. Aquel que cause el sufrimiento ajeno como camino para poder
expiarse a sí mismo, le convierte en ser sombrío; y aquel que así lo permita, es el diablo”.
“El dolor no es moneda de cambio para nadie”, sentenció el párroco, dando punto final a
un cortísimo sermón condenatorio.
--eliminé el último párrafo, de dos líneas, del segundo apartado, porque creo que salía
sobrando eso de la llegada de la policía y el cura. También hice un pequeño cambio en la
frase final.
Corceles
¡Ah! Pero qué bonita la potranca, aquella que alegre corre por lo verde. Qué bonitas sus
largas crines, sus ancas de campeona. Sublime es contemplarla beber del río y que el río
beba de ella; qué deleite cuando las flores la idolatran. Ardientes son mis deseos de
montarla.
Esa potra es orgullosa, el mundo es de ella. ¡Ah! ¡Pero qué soberbia la mula esa!
La miré corriendo el otro día cual usualmente hace y como usualmente la veo yo. Bebí
agua con ella y pastamos juntos durante el atardecer. Todo hicimos juntos, sin que ella lo
supiera.
– Hola – Me recibió con su voz–. Me miré por primera vez en esos dos lagos abismales
que tenía por ojos.
– Sí – dijo con una sonrisa y un resoplido– Me encanta este lugar, la paz, el viento, la
libertad… aunque a veces me siento muy sola.
– Yo puedo acompañarte si quieres, para que no te sientas sola (para estar juntos).
La potra movió la cola y giró la cabeza, nerviosa.
– Gracias…
– Oh, no quise apenarte, disculpa, es sólo que en verdad deseo ayudarte para que no
estés tan sola (para estar juntos).
Me mató, pero de esas muertes que hacen sentir vivo. Di un saltito aquí, un suspiro allá;
dediqué un soneto al viento, al sol, al pajarillo que relataba con su algarabía la fiesta de mi
alma.
– Hola, me alegra que hayas venido – Corría en círculos alrededor de mí, como una
potrilla.
--Ven, sígueme.
Ella se tiró y se revolcó en el pasto; alegre jugaba y reía como juegan y ríen los caballos.
– No te pongas triste– me dijo, interrumpiendo mi silencio– Ven, sube a mí, ahora estás
conmigo, te llevaré lejos de todo lo que duele.
Pensé en darme un pellizco para comprobar que no fuera un sueño, pero corría el riesgo
de descubrir que en verdad lo era y despertara ahí. Mejor hice lo que me pedía.
Subí a su espalda ancha, gruesa, purasangre. Me sumergí en el mar de sus crines negras,
donde me hubiera gustado ahogarme. Corrimos a trote lento primero, corrimos frenéticos,
fuerte y sin descanso luego. Me perdí en la fuerza de sus zancadas de mula. Visité lo ancho
y largo del paisaje, contemplé todos sus horizontes, lugares que sólo ella conocía y donde
refugiaba su alma.
En las tardes salía a buscarla a la misma hora y lugar. Jugábamos y reíamos, corríamos
hasta morir. Mirábamos, extasiados, el rojo aurora boreal del atardecer.
Algo extraño comenzó a sucederme después de unos días. Las carnes de pronto me
suscitaban un asco vomitivo. Salí al exterior de la oficina, con ansiosa curiosidad tomé un
puño de hojas de un árbol que adornaba la acera y me las llevé a la boca. Como la
sensación fue agradable tomé otro, como me seguía gustando tomé otro y otro y otro…
hasta que percibí al portero mirándome con ojos abiertos de tecolote. Al caminar de regreso
a casa tuve cierta inquietud: me era incómodo andar erguido. Me aseguré que no hubiese
nadie viendo y apoyé mis manos en el suelo: llegué a casa andando en cuatro patas.
Una tarde de aquellas fui a buscarla cual usualmente hacía, pero no la encontré. Me
pareció por demás extraño. Quizá estuvo ocupada ese día, pero ¿En qué pueden estar
ocupados los caballos?
Comía yo de aquel pasto delicioso, bebía las frescas aguas del río. Pero estaba solo.
Un día, por fin, apareció de nuevo, pero no venía sola. Me dolía a mí el bozal con que
sujetaban su boca, las espuelas que picaban sus costillas. Sentí su indiferencia, padecí el
dolor que transmitían sus ojos. El hombre montado en su lomo la dominaba con las riendas.
Ella, en su nobleza de caballo, no sabía decir que no.
– ¡¿Por qué?! ¡¿Quién te dio derecho a lastimarla?¡ ¡¿quién te dio derecho a ser su
dueño?!
Dicen que los hombres, en su complejidad de hombres, sólo saben que aman cuando
pierden. Él lo comprendió. En su dignidad de hombre le desató el bozal y le quitó la silla.
--di espacios, agregué Se levantó, que creo le faltaba antes de que el jinete derrumbado
intentara correr.
Corazón de manzana
Mi corazón es una manzana, una manzana roja y redonda del tamaño de un puño. Mamá se
asustó y lloró mucho cuando nos lo dijo el doctor.
No sé por qué llora ¿Qué hay de malo en tener una manzana en el pecho? Mi manzana a
veces me hace cosquillas. Tal vez mi manzana tiene un gusano y está creciendo dentro de
mí. Quizá eso mismo le sucedió al manzano que está afuera de nuestra casa, ese árbol
que nunca he visto echar flor y está siempre muy triste y seco, igual que el rostro marchito
de la tía Bertha.
He escuchado que ese árbol comenzó a morir desde el día que yo nací, que todas sus
hojas cayeron y no volvió a dar fruto nunca más.
Recuerdo que una vez arranqué uno de sus palos secos y le di una probadita ¿Por qué los
árboles no saben igual que sus frutos? Como si los niños no fuéramos igual que nuestros
padres.
Quizá el árbol murió y renació en mí, o dejó uno de sus hijos en mi corazón. ¿Me
saldrán ramitas por las orejas? ¿Colgarán luego frutos de mis brazos?
No le he querido contar a mamá, para que no se asuste, pero a veces me sale un líquido
amarillento y dulzón por la nariz. Parece miel y hasta le pongo a los hot cackes que prepara
la nana.
El doctor me va a dar algo para dormir y poder examinarme. Ahí viene ya. Puedo
escuchar sus pasos…
Tenía razón el doctor. Sólo sentí sueño, mucho sueño, como si hubiera saltado la cuerda
durante toda la tarde. Veo la luz que entra a través de un agujero en la ventana. Se siente
una presión en mi cuerpo con aquella luz intentando llegar a mí, como si se atrajeran
mutuamente.
Esa ventana... justo frente al manzano marchito. ¿Será que mi verdadero corazón está
llamándome?
Es un hilito de luz el que escapa ahora de mi pecho y sale por la ventana; puedo
moverme a través de la luz, como una araña por su red.
Salí por la ventana andando por el hilo de luz hasta llegar al árbol y comenzar a
escalarlo por la corteza rugosa de su tronco; sus ramas crujían y chillaban, como
quejándose.
Ahí estaba, adentro de un hueco, como una lechuza acurrucada en sí misma, mi corazón,
mi corazón que arrojaba luz con cada latido.
Pude ver también la manzana que salió del mi pecho hacia el árbol, como un bebé que
extrañó a su mamá. Yo también extrañé a mi corazón.
Lloré, lloré por la parte de mí que volví a encontrar, lloré por aquello que no era mío
pero que estuvo conmigo durante tanto tiempo que aprendí a quererlo y sentirlo como parte
de mí.
Algunos días después, luego de muchos años sin mostrar signos de vida, del manzano
brotó una corola con cinco pétalos blancos.
--di espacios.
Santo Julián
En un pequeño pueblo olvidado por el mundo sucedía una procesión religiosa. Era uno de
esos ritos que se confunden entre lo pagano y la ortodoxia cristiana; bailes y cánticos
dispersándose entre el olor a humo y el sonido espeso de las voces guturales entonadas en
lenguas autóctonas. Era un ambiente místico donde lo sobrenatural volaba disperso por el
aire y la mente de los indios que bailaban y rezaban ante la cruz, ante Dios y ante la
hoguera que simbolizaba el destello de un relámpago sobre el corazón de una serpiente.
Y como toda divinidad, esta también tenía su predilecto en la Tierra: Julián era el Santo
del pueblo, la representación del espíritu invocado. Los niños mandaderos le llevaban ollas
con atole, mezcal y tamales recién cocidos en ceniza. Las mujeres iban de un lado a otro,
atareadas. Los hombres vociferaban y exaltaban con júbilo mientras tomaban aguardiente
de tres pesos. Aquella era una simbiosis extraña entre lo ancestral y la frivolidad del mundo
moderno. Todos comían pozole o tamales acompañados con una cosmopolita Coca cola.
Pero antes que alguien probara nada, primero era el santo: Santo Julián aquí, Santo
Julián allá. Que si se acababa la comida, Santo Julián señalaba a alguien y le decía: saca tu
chivo más gordo para rajarle la garganta. Que si se acababa la bebida, a algún otro
infortunado le tocaba ultimar sus reservas personales de tepache, o cualquier otra cosa que
despertara los ánimos y durmiera las razones. Al lado de él – y por orden suya– se
sentaban las dos vírgenes más bonitas, las abrazaba, les pasaba las manos por las piernas
con inocencia de santo. Julián dictaba y el resto obedecía, sumisos ante la autoridad
celestial manifestada en la Tierra.
Pero ¿de dónde venía tanto poder? Se preguntaban algunos, a quienes el alcohol les
suscitaba la curiosidad más que el desvarío. Eran pocos quienes conocían el origen de
aquella divinidad, sólo alguno que otro viejo: tuvo una aparición, fue elegido, es la
voluntad del santísimo cristo de cobre; sólo menciones fugaces aquí y allá, como simples
espasmos de tos, como si de hablar les fuera a caer el mal de ojo.
Pero en cierta ocasión, ajena a cualquier menester religioso, Julián se reunió con algunos
amigos para beber cerveza. Fue una noche de enero, de esas en que el frío ajustaba los
huesos. Julián y otras personas se reunieron junto a una fogata. Entre trago y trago a Julián
le brotaban las palabras como el agua de una tubería rota. Las pláticas iban y venían: la
pesca, el rifle veintidós, mi mujer, mis hijos, esto, lo otro… hasta que finalmente alguien
preguntó:
Oye Julián ¿Y tú cómo te hiciste Santo? Si aquí mesmo estás tomando con nosotros,
muy a gusto.
Los demás aguardaron, haciendo la misma pregunta en silencio. Julián le dio un trago
largo a la cerveza, hondo. Se escuchaba sólo el sonido viviente de la garganta moviéndose
de arriba a abajo.
Comenzó con un profundo suspiro, señaló luego un día de algún año, en una remota
circunstancia de su vida, como si no fuera la suya. Los demás escuchaban atentos, como
niños. La historia que Julián relató aquella vez ha pasado de boca a boca, como un secreto a
voces.
Julián Gómez siempre fue un buen hombre, común y corriente, de esos que quieren
todo y tienen nada. Hijo de nadie. Fue en sus años de adulto joven, más o menos la fecha en
que se robó a una muchacha de un pueblito cercano, cuando Julián sufrió el incidente que
lo convirtió en santo.
Podría decirse que su vida siempre estuvo marcada por el río: se hizo hombre
aprendiendo a nadar en las aguas chocolatosas, al lanzarse desde los álamos, a
zambullirse y aparecer en la otra orilla. Cruzaba para ver a su enamorada, y el río mismo
proveía su recién fundado hogar. Julián salía desde muy temprano a pescar, cuando los
pájaros y los árboles apenas se desperezaban, cuando el silencio sólo era interrumpido por
el bostezo fugaz del viento y el crujir de las ramas de guamúchil. Julián tiraba la red o se
sumergía con el arpón en mano para cazar a los peces como un depredador natural. Era su
costumbre, casi un rito.
Pero una de aquellas mañanas se quedó dormido, quien sabe por qué. Le pareció
extraño, aún más a él, tan acostumbrado que estaba ya. Salió de su casa cuando los palos en
los cercos ya casi no proyectaban su alargada sombra matutina, cuando el sol no daba
tregua sino bajo techo.
Julián se quedó hasta tarde ese día. Los peces le rehuían. El río, su gran amigo, le dio la
espalda. Apenas y llevaba para la cena de esa noche. Culpó al río, culpó a la suerte, culpó al
chillante trisar de los zanates. Su habilidad en la pesca no tenía nada que ver con aquello,
por supuesto.
Regresaba a casa con el morral y con la decepción a cuestas, ya cuando el sol proyectaba
una sombra alargada en los palos de los cercos, opuesta a la de la mañana.
Entonces la luz desapareció de repente. Un nubarrón hizo desvanecer todas las sombras
del atardecer. Se hizo de noche en un instante. Un haz de luces blancas pareció surgir desde
el suelo y se elevó en forma de tres figuras romboides; un deslumbrante teseracto cobró su
angulosa forma sobre las nubes; cambió luego a un dodecaedro, luego a formas angulosas
que descendían como arañas de metal.
Entonces comenzó a hacer un viento y un frio que se metían hasta la medula. Las formas
lumínicas penetraron el espeso nubarrón. A Julián le abandonó el frio. Comenzó a sentir
calor, como brotándole una llama desde el pecho.
Miró un bulto bajando desde las nubes.
Era un hombre (o eso parecía) vestido de gabardina blanca y con dos grandes bules de
agua que le asomaban por la espalda. Debajo de la barbilla le salía un racimo de tripas que
se le ocultaban luego en alguna parte del pecho. Su cabeza, grande y redonda, brillaba
como el áurico halo de los santos.
Aquel ser lumínico, menudo y extraño, invitaba a Julián, no con palabras, sino
con voces que le susurraban dentro de la cabeza. Julián, temblando como hojarasca,
permanecía inmutable. Finalmente, como hipnotizado, le acompañó hacia la luz. Se paró en
una superficie plana que hizo un sonido metálico al pisarla. La plancha se elevó
suavemente con él y el de los bules en la espalda. Llegaron hasta las mismísimas nubes.
Fue ahí cuando se desmayó.
– No tengas miedo – Le dijo aquel ser, sin boca que se moviera ni labios que arrojaran
palabras. La voz rebotaba desde algún lugar –. Estás aquí porque has sido elegido para
llevar nuestro mensaje; porque ya nadie recuerda, nadie pronuncia nuestros nombres y eso
fue la ruina de los primeros muñecos de palo. Pero ahora se acercan tiempos donde las
tinieblas cósmicas dejarán paso a los pulsos áureos.
– Allá donde la figura alada te dijere, tú profesarás. Sanarás a los enfermos, guiarás a los
confusos; los sabios hablarán a través de tu boca. Arrancarás los gusanos que pervierten el
alma y pudren la carne. Nosotros te enseñaremos.
– Porque está escrito. Porque así nos llamaste y nosotros vinimos. Pero, así como
decidiste una cosa, puedes otra. Hemos venido a constatar tu elección.
– Tendrás que tomar esta decisión Julián. Volverás a casa en cuanto así sea. No estás
aquí cautivo.
Julián negó con la cabeza, con los ojos bien abiertos, como platos.
– ¿Seguro?
– Sea en efecto tu libre albedrio. De aquí en más no podré ayudarte. Dejaré que
recuerdes esto. Ese será el único el servició que te dejaré. Pero volveremos a
encontrarnos…
A Julián se le nubló la vista. Lo último que pudo recordar de aquello fue haber aparecido
en mitad del camino, justo donde se había quedado la última tarde. Todo le era conocido
nuevamente: los cercos, las piedras, el gran sabino que se miraba a la distancia. No sabía si
sólo durmió, o si en verdad todo aquello sucedió.
“¡A donde andabas Julián! – Gritaba su mujer, al verlo llegar a casa –, te anduvimos
buscando por todas partes. Llevas tres días desaparecido. ¡Pensamos que te había tragado el
rio!”
Julián estuvo serio los días aquellos. Meditabundo, abstraído. Apenas y comía. Tanto se
pasaba por la mente el qué hubiera pasado de haberles dicho que sí; y tanto se dijo a sí
mismo, tanto se figuró elegido, qué, quijotescamente, al final terminó creyéndoselo, a
fuerza de tanto pensarlo. Dibujó su revelación al pueblo con la alegoría y el folclore de
santos y divinas providencias fusionadas con elementos totémicos y supersticiones. Desde
entonces Julián se postró a sí mismo en un altar y los demás se lo concedieron. Fingió
sanaciones, pues siempre había un pretexto, una razón por la cual la Santa Trinidad obraba
a través de su cuerpo y le permitía conceder o negar. Se volvió un orador que convencía
fácilmente a los supersticiosos. Y de tal manera siguió muchos años después de la
aparición, hasta los días de tamales y vírgenes del pueblo.
Pero conforme pasaban los años el pueblo iba quedándose solo. Los jóvenes se fueron a
la ciudad y los que se quedaron no creían ya en viejas tradiciones. Desde entonces se le fue
acabando la suerte de santo y comenzó la de brujo panteonero, la del viejo de mala suerte.
--mínima corrección, un acento y espacio; un cuento que empieza rulfiano y adquiere tintes
fantásticos. Este santo Julián es una especie de Anacleto Morones, pero con una
experiencia metafísica singular. En tanto que el personaje de Rulfo es un bribón casi a
secas, pero quién sabe.
El infierno
El campo de béisbol, con llantas enterradas en la tierra a manera de gradas y trazado por
disparejas líneas de cal, era un espacio abierto, un llano junto al camino que lleva al rio. Era
sábado y estaba a punto de comenzar un partido entre el equipo de El Sabino contra otro
pueblo local. La gente salía de sus casas y el solitario campo de pronto se volvía todo
alboroto: hombres de sombrero y a caballo, camionetas con música estridente, botellas de
cerveza; las muchachas pasaban perfumadas y con el pelo recién lavado, mirando
discretamente desde la distancia, como si no quisieran estar en aquella diversión de
hombres, pero ahí estaban.
- Tampoco es que paguen gran cosa, – dijo Rodrigo mientras exhalaba el humo de un
cigarrillo – pero no hay más. El pueblo está muerto. Aunque uno quiera trabajar
bien no hay de qué. Y la ciudad no me gusta, prefiero quedarme aquí, aunque sea en
la mala vida.
Rodrigo se levantó la gorra y sacó otro cigarrillo. Guardaron silencio por un rato,
mirando el juego, sentados bajo la sombra de un eucalipto.
– Bien por ti que te gusta el estudio, pero yo desde chico tuve que andar en la vida
dura, partiéndome el lomo. Además nunca me gustó la escuela, la verdad.
– ¿Y cómo está la cosa para arriba? – preguntó Fabricio.
– Está caliente. El ejército ya anda como avispero. A nosotros nos tocará
defender. Me van a mandar para allá en estos días. Ni modo.
– Creo que a mí también.
– ¿Y eso?
– Pues me inscribí de maestro comunitario ahora que mucha gente está
renunciando y me tocó trabajo para aquel lado. Me van a mandar a la sierra.
– La verdad hacen bien los que se salen de ahí. Y harías bien tú en no ir. Yo
porque no me queda de otra, pero tú no tienes necesidad.
– Necesito la beca.
– Estoy igual que tú, no me queda de otra. Tengo que arriesgarme o nunca saldré
de este pueblo polvoriento.
– Pues tú sabes. Si te veo por allá voy a tratar de que no te molesten. Pero también
andan los otros, los contrarios, y esos no se van a tentar el corazón con nadie.
II
Fabricio habló con su novia la última noche antes de partir, casi no la había visto
últimamente. “Ya me voy, tomo el tren de las 10”, le dijo en el último mensaje de texto.
Se despidió de sus dos hermanos pequeños y de su madre. Todos lloraban como si fuera
un hecho que no lo volverían a ver.
Fabricio subió al tren e iba pegado a la ventanilla, mirando el paisaje con los cerros
amarillos del otoño. La torre de la iglesia, resplandeciente en la mañana, se miraba ahora
como un distante punto en el paisaje, como si fuera ahora lugar de un mundo distinto.
III
El guía y Fabricio caminaron toda la mañana por una vereda en el bosque, atravesando
arroyos y rodeando barrancos. En el camino Fabricio le platicó por qué había aceptado ir a
esa comunidad. El guía, por su parte, se notaba tenso, volteaba atrás y a los lados de forma
casi obsesiva. En lo poco que habló, dijo que se dedicaba un poco a la agricultura, otro
tanto al turismo y el resto a lo que surgiera, como servir de guía a los forasteros. Fabricio se
quedaría en casa de un matrimonio de ancianos que se dedicaban a la ganadería. Al
atardecer detuvieron la marcha.
– De aquí en adelante puedes continuar tú solo. Sigue por la misma vereda sin
tomar ninguna desviación y en una hora más o menos vas a llegar.
Pasó más o menos una hora cuando miró un cerco y algunas casas de adobe. Había
llegado, por fin, justo al ponerse el sol. Había niños flacos con barrigas hinchadas,
andaban descalzos por las calles que más bien eran meros surcos marcados a fuerza de
tanto pisarlos; las mujeres eran tímidas y llevaban rebosos coloridos; los hombres
apenas y volteaban a ver al forastero. Fabricio se dirigió a casa de los ancianos quienes,
según le indicaron, vivían junto a la escuela. Encontró la casa. Una mujer rolliza y de
facciones duras le recibió con toda la hospitalidad y las comodidades que la humildad
puede ofrecer. Era un lugar rústico y muy solitario; el esposo no se encontraba en casa y
los hijos hacía tiempo que se habían ido.
Fabricio preguntó acerca de la situación en el pueblo, la señora le contestó que más valía
no hablar de eso. En toda la tarde y parte de la noche miró y escuchó únicamente a la
señora, probablemente su esposo anduviera aún en el monte, entre los cerros o los campos,
aunque todo eso sólo eran suposiciones, pues la mujer no había dado detalles de nada. El
cuarto donde Fabricio se instaló no tenía ventanas y la puerta era una sábana casi
transparente. A pesar de todo, aquella noche tuvo un sueño tranquilo. Al despertar preparó
su material y acudió a la escuela para el primer día de trabajo. Había apenas cinco niños,
mal vestidos y muy callados, cohibidos como si Fabricio fuera un extraterrestre y no un
hombre. El salón de clases era una habitación cuarteada, con logos del gobierno de hacía
una década atrás.
Pasaron de esa manera aquellos días, sin preocuparse de mayor cosa que el trabajo, el
cuál era básicamente enseñar a leer y escribir español. Sorprendía seguido a los locales
hablando en voz baja, cuidándose de todo oído, pared o roca, aunque no comprendía lo que
decían.
Durante las mañanas contemplaba el rubor del sol al asomarse entre la escarpada
serranía, por las tardes se sentaba en el pequeño pórtico de la casa mientras la señora
preparaba atole y tortillas. Preparaba la clase del día siguiente y luego dormía. Las noches
eran frescas, a veces gélidas.
Fabricio entró y dejó sus cosas, luego se acostó en el catre. En ese momento sintió como
le temblaba el pecho, como si anteriormente hubiera contenido el miedo y ahora saliera
todo de pronto.
IV
Fabricio la miró durante un momento, algo sucedía, aunque quizá eran solo sus nervios.
– ¿Dónde estará el señor? – preguntó a la señora por primera vez todo el tiempo
que llevaba ahí– No me ha tocado verlo ni un día.
Fabricio se acostó, sin dormir en absoluto. No podía ver la hora, pero era de madrugada,
lo sabía porque hacía mucho que había empezado la noche. Alguien golpeó la puerta. Un
escalofrío le recorrió la espalda. Seguían golpeando, cada vez más fuerte. La señora abrió.
Entraron tres hombres armados, llevaban la cara cubierta con pasamontañas. Ya sabe a
lo que vinimos, dijo uno. ¿Está ahí el maestrito? Preguntó otro, señalando la habitación
Fabricio.
De pronto el estallido de una granada sacudió las paredes. Le siguieron luego las ráfagas
de más rifles de asalto. Fabricio se metió debajo de la cama y se tapó los oídos. Los de
adentro respondían al fuego con ráfagas intermitentes. Otra granada entró por la ventana de
la cocina. Después de eso la respuesta se escuchaba cada vez menos. De pronto se
escuchó un grito penetrante que se desvaneció como un eco. Luego el fuego cesó.
Los de afuera entraron a la casa. Fabricio se hizo tan pequeño debajo de la cama que le
era imposible encogerse un poco más. Se escucharon tres disparos. Los hombres
encapuchados comenzaron a inspeccionar los cadáveres.
Luego los pasos se acercaron a la habitación. Hubo un silencio y del silencio siguió a
una cabeza asomándose abajo de la cama. ¡Aquí hay otro! Fabricio sintió un frio
recorriéndole la espalda, un malestar de estómago.
Fabricio salió de abajo de la cama, con los brazos extendidos y las manos abiertas.
Los soldados lo llevaron hasta la estación de tren. Luego de llamar a su familia subió al
tren de regreso al pueblo. Durante el camino recordaba cada momento, le costaba asimilar
que estuviera vivo y se dirigiera a casa. Y cada vez que caía en cuenta de ello le sobrevenía
una especie de alivio, pero a la vez una carga, como si tuviera ahora una responsabilidad
mayor y un deber hacía la vida.
Habían pasado ya varias semanas. Era día de béisbol en el pueblo. El campo lucía
mucho más grande y silencioso ante los ojos de Fabrico, como dentro de un océano
dormido. Había una que otra bicicleta, algún borracho montado a caballo. Sólo se
escuchaban los gritos e indicaciones de los jugadores. Allá, bajo un eucalipto y al lado de
una motocicleta vieja, estaba un joven con un cigarrillo en la boca, brillante y colorado
como una luciérnaga. Los gritos de los jugadores y las carcajadas resonaban con un humor
especial, como si la muerte no tocara nunca a los amigos, como si el infierno fuera sólo un
sueño más.
--acentos y espacios
La cruz y el cascabel
De alguien escuché una vez, en una noche de invierno, al calor de una fogata y cervezas, la
historia de aquel vaquero que bajo un mezquite se echó a dormir, cansado de pastorear
reses toda la tarde; sin pensarlo ni advertirlo, durante su sueño fue visitado por una víbora
de cascabel, a saber, si ya estaba ahí o sólo pasaba, para desgracia del vaquero que fue
mordido a la altura de una de sus manos que temblaban durante el sueño, probablemente
por tirar las riendas de algún caballo astral. El patrón fue a buscarlo al día siguiente, luego
de notar la ausencia de su empleado en el rancho. Lo encontró ahí, bajo el mezquite; y se
escuchaba inquieto el cascabel de la serpiente, enrollada sobre si misma entre las piernas,
rígidas ya, del hombre que parecía aún dormido. Ese mezquite sigue ahí, sombreando una
cruz de cedro enrollada con el esqueleto de la víbora, cuya cabeza clavaron en la punta; y el
cascabel, a la altura del INRI, aún resuena con el viento, rompiendo como un murmullo el
silencio del monte.
No podía esperar para comenzar mi búsqueda. Cuando salí a recorrer el pueblo y entrevistar
a los locales, estos me advertían una y otra vez que uno nunca debe mirar a los ojos a “La
cosa”.
“Todo aquel que la mira a los ojos nunca jamás vuelve a ser el mismo”. He viajado
desde muy lejos para eso precisamente
Pregunté una y otra vez, alegando que necesitaba encontrarla. Tan sólo me miraban y
luego se miraban entre ellos, con gesto no sé si de incredulidad o de burla, negaban con la
cabeza. Según escuché, el ser que estaba buscando se paseaba por debajo de las calles
polvorientas, entre las casas abandonadas, por los alrededores en el monte, en el llano, en la
ribera del río, sobre los cerros áridos y espinosos.
La leyenda afirma que poco antes de la colonia española una luz blanca y brillante cayó
del cielo directo en esta zona (y tal imagen pude corroborarla en una pintura rupestre que
encontré en una cueva no muy lejos del pueblo).
Se dice que algunas personas se han vuelto locas de un día para otro, sin ninguna razón
aparente; que de pronto les cambiaba el temperamento o la forma de ser. Como si de
repente una persona distinta habitara el cuerpo de alguien que conoces de toda la vida. Y
todo lo relacionan con esta misteriosa presencia.
Otros dicen que la criatura es producto de los rituales paganos realizado en tiempos
lejanos, antes de los misioneros Jesuitas que fundaron este pueblo.
Hay una estatuilla de barro en una casa que, irónicamente, se encuentra junto a las ruinas
de la iglesia vieja, la cual fue derrumbada por los cañonazos de la revolución. La estatuilla
representa a un niño, es decir, pequeño y de forma humanoide; de la cabeza resalta una
pequeña protuberancia en forma de cuerno; de la espalda le brotan unas incipientes alas de
murciélago.
“El inmortal”, le llaman los dueños de la figurilla, la cual aseguran haber encontrado sus
antepasados justo en el cráter donde cayó un meteorito siglos atrás (y que hoy es una laguna
a donde bajan a beber los venados).
Pero todas son leyendas, nadie puede relatarme algo de primera mano. Soy yo el único
obsesionado seriamente con este ser, imaginario o no.
Por eso el día que por fin logré verla fue la segunda impresión más impactante de mi
vida (la primera vino luego de eso).
Me encontraba conviviendo con unos locales, quienes me invitaron a una carne asada y
posteriormente a pasar la noche bebiendo cerveza junto a una fogata. Ya estaba
amaneciendo, estaba muy borracho y me levanté a orinar. Me fui a la parte trasera de la
casa y me alejé hasta la orilla del cerco, con la vista hacia el monte espeso y mis orines
salpicando un racimo de choyas.
Comencé a preguntarme cómo sería el rostro de la criatura que estaba buscando. ¿Me
daría miedo si la viera? En casa solía pararme frente al espejo y mirarme el rostro surcado
por la edad. Las arrugas, la cabeza calva, el lunar en el claro del ojo izquierdo; quizá al
final sería la criatura la que terminaría asustándose de mí.
Ahí fue cuando apareció, escabulléndose entre los cactos y arbustos. Es un ser menudo y
encorvado, con una cabeza alargada en la parte de la nuca, cubierta con sólo algunos
mechones de pelo. La seguí por el monte, sin importarme las espinas y piedras. Se metió
por la abertura de dos grandes rocas en la falda de un cerro.
No pude entrar hasta ahí. Entonces empecé a asomarme a través de los pequeños
agujeros en la pared rocosa. Brillaba cada vez con mayor intensidad la primera luz del día.
Escuché un ruido en el interior de la hendidura y me quedé mirándola fijamente. Noté
entonces dos grandes ojos que me parecieron conocidos. Creí estarme reflejando en el
espejo, pues era imposible que aquel ser tuviera exactamente el mismo lunar en el ojo que
yo.
Descubrí entonces mi nuevo cuerpo, sentí las escamas, las alas de murciélago, el hedor que
salía de mi boca, la ausencia de voz. Yo estaba ahora dentro de la criatura.
Al anochecer salí y me refugié entre las ruinas de la iglesia vieja. Comencé a palpar a
conciencia mi cuerpo menudo: ahora yo era el monstruo.
Al entrar a este cuerpo comencé a sentir cómo mi lucidez iba siendo devorada poco a poco
desde adentro. El cuerpo de esta criatura es como si estuviera cargado con el germen de la
desesperación, del luto.
Por eso no importa cuán fuerte sea la voluntad que acabe atrapada en él, este cuerpo, por
más inmortal que sea, encuentra el punto débil de la cordura que lo habite. Como si esta
carne quedara impregnada con todos los fantasmas y angustias de quienes quedaron
atrapados en ella.
Quienquiera que estuviera aquí dentro antes que yo, se ha llevado mi cuerpo viejo y
agotado. A cambio yo me he quedado con esta inmortalidad horrible.
Sabrá Dios quien sería la otra persona y cuánto tiempo tuvo que esperar para lograr salir.
¡Cuánto tiempo tendré que esperar yo!
--dos intersecciones que faltaban y una letra para completar una palabra
El té de la loca
¡Si tanto te quieres ir, pues lárgate Moisés, pero no te llevarás a los niños, ni un centavo,
ni una vaca, ni siquiera un ladrillo de la casa!
Blanca agarró una piedra y se la aventó con la suficiente fuerza para descalabrarlo. El
niño salió corrió espantado por la pedrada que pasó zumbándole por las orejas.
Siguió caminado, balbuceando una conversación en la que ella era todas las voces: aquí
está su té, señora. Ahora no, Catalina, espera afuera. Déjaselo, que se lo tome en paz, yo ya
me voy, murmuró con voz más gruesa. No se puede entrar en razón con esta pinche vieja,
no sé a qué se quiere quedar en este pueblo mugroso, al rato vengo. Tómate tu té, déjaselo,
Catalina.
Llegó a otra casa y pidió de nuevo una taza de té. Esta vez sí se lo dieron.
Salió a la calle, pateando piedras como si fueran cabezas de serpientes mientras daba
delicados sorbitos al té servido en vaso desechable.
Llegó andando hasta la finca abandonada y se sentó junto a los arcos mohosos del
pórtico.
Frente a la finca abandonada iban un viejo y su nieto que venían de cortar leña y vieron a
Blanca sentada junto a los arcos. Ahí está la loca gritona otra vez, murmuró el niño. Ella
vivía ahí hace muchos años, contestó el viejo, cuando estaba cuerda y este rancho
funcionaba. ¿Apoco antes no estaba loca? No hijo, ella era la dueña de la casona, hasta
estaba casada y tenía hijos. ¿Y dónde está su familia? Se fueron pal otro lado. ¿Y por qué la
dejaron aquí? Porque no se quiso ir. ¿No se quiso ir porque está loca? Sí. ¿Y por qué se
quedó loca? El viejo se encogió de hombros.
Podría yo decir: amo a este pueblo y por eso de ahora en adelante lo declaro mío. Pero bien
sé que, aunque quisiera, no podría pretender que me pertenece.
Incluso puedo cercar con alambre de púas y poner un letrero que diga “no pasar,
propiedad privada”, mas sé que algún día desapareceré y mis huesos se evaporarán, pero el
pueblo y su valle seguirán estando aquí, con su árbol gigante, su viento y los pájaros
violando mi ley imaginaria.
Y así te amo yo, como al árbol en el que estoy recargado al escribir esto, como a este
páramo con su río transparente, como al pasto verde y las flores que aquí placen, como a
estos cerros que llenan de paz y que exhalan un viento soporífero.
Así me regocijo, con tu sola existencia, criatura indomable en la que Dios derramó su
pensamiento y que ahora yo puedo contemplar a la distancia, tomada de la mano de ese que
te llama “mía”.