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Doctrina de la Iglesia sobre el pecado original1

Padres griegos y latinos no relacionados con la controversia pelagiana

No pensemos que la actual diferencia entre pecados personales y pecado


original aparece ya con claridad inmediatamente después de los tiempos
apostólicos. Durante un período relativamente largo, el hombre adulto es
considerado, en primer lugar, como sujeto del pecado y de la redención y como
receptor del bautismo; por otra parte, la Iglesia debe defender la bondad de la
creación contra el dualismo gnóstico. Pero cada vez de un modo más general
se administra también el bautismo a los niños, y esta práctica contribuirá a la
diferenciación entre pecados personales y pecado original. Nuestra exposición
puede, por tanto, partir de este punto. Ya a mediados del siglo II, San Ireneo
hace alusión al bautismo de los «infantes et parvuli», de los niños pequeños
(Adversus haereses, 2, 22, 4: PG 7, 784). Según la Escritura, el bautismo se
administra «para la remisión de los pecados» (Act 2,38; cf. además, por
ejemplo, 1 Pe 3,21; Rom 6); volvemos a encontrar estas fórmulas en el credo
niceno-constantinopolitano (DS 150), mientras que ya en el siglo II se
encuentran huellas de una aceptación de estas palabras en el símbolo
bautismal; por ejemplo, en Justino Mártir (D 3). Según esto, es probable que
todo bautismo, incluso el de los niños pequeños, fuese conferido para la
remisión de los pecados. Tertuliano tiene clara conciencia de esto y pregunta
por qué se apresuran tanto a bautizar a los niños inocentes (De baptismo, 18:
PL 1, 1221: «Quid festinat innocens aetas ad remissionem peccatorum?»). Su
compatriota Cipriano opina lo contrario: si aun a los grandes pecadores se les
proporciona la remisión de los pecados por medio del bautismo, «cuánto más
no debe negársele al niño, que como recién nacido no ha cometido aún ningún
pecado; únicamente contrajo (contraxit), al nacer de Adán según la carne, la
mancha de la antigua muerte (nihil peccavit nisi quod); la remisión de los
pecados se produce más fácilmente por el hecho de que a él no se le perdonan
pecados propios, sino ajenos» (Epist. Synodica, 5: PL 13, 1018). Por este mismo
tiempo, Orígenes, en Oriente, se expresaba todavía con más claridad: «La
Iglesia ha recibido de los apóstoles la tradición de administrar el bautismo
incluso a los niños pequeños (parvulis); aquellos a quienes les fueron confiados
los misterios de los sacramentos divinos (mysteriorum) sabían ciertamente que
en todos hay verdaderas manchas de pecado (genuinae sordes peccati), que
deben ser lavadas por el agua y el Espíritu» (In Romanos commentarii, 5, 9: PG
14, 1047). Aunque Orígenes no menciona aquí a Adán, escribe en otro lugar:
«Si Leví, que nació en la cuarta generación después de Abrahán, ya estaba en
las entrañas de Abrahán (Heb 7,9s), cuánto más todos los hombres que han
nacido y nacerán en este mundo estarían en las entrañas de Adán cuando
estaba todavía en el paraíso» (In Romanos commentarii, 5, 1: PG 14, 1009s).
Por lo demás, aplica las palabras 7cáv-re; fp,apTov de Rom 5,12 a los pecados

1 MS Vol. II. T 2.
personales y dice que los niños son alumnos de sus padres y «que son
impulsados a la muerte del pecado no tanto por la naturaleza como por la
educación» (In Romanos commentarii, 5, 2: PG 14, 1024). Sin embargo, esto no
quiere decir que los Padres griegos no vean en Rom 5 más que una sucesión
de pecados personales, cuyo comienzo cronológico sería únicamente el pecado
de Adán. Cirilo de Alejandría, para quien «nosotros hemos llegado a ser
imitadores (µtp~tiaí) de la transgresión de Adán en la medida en que (xa9' ó)
todos hemos pecado» (In Rom., 5,12: PG 74, 784), se pregunta cómo nos ha
alcanzado la «condenación» de Rom 5,19 a nosotros, que todavía no habíamos
nacido; y en su respuesta llega a una especie de pecado original: «Nosotros
hemos llegado a ser pecadores por la desobediencia de Adán de la siguiente
forma: Adán nació para la incorruptibilidad y para la vida... Pero como él vino
a caer en la corruptibilidad y en el pecado, los deseos impuros penetraron en
la naturaleza de la carne, y así entró en vigor la inexorable ley de nuestros
miembros. De este modo, el pecado ha hecho enfermar a la naturaleza por la
desobediencia de uno solo. Así, la humanidad se convirtió en pecadora, no
porque todos los hombres hubiesen pecado a la vez -pues todavía no existían-
, sino porque todos son de la misma naturaleza de aquel que cayó bajo la ley
del pecado» (loc. cit.: PG 74, 789). Encontramos también este concepto de
estado de pecado, que precede a los pecados personales de los descendientes
de Adán, en la segunda mitad del siglo V en el patriarca Genadio de
Constantinopla; habla incluso de los niños pequeños, y es el primero en
relacionarlos con Rom 5 (Fragm. in Rom., 5, 13: PG 85, 1672).
Frente a la exégesis de los Padres griegos, la exégesis de los Padres
latinos sigue su propio camino, al menos a partir del siglo IV. La divergencia
entre las exégesis latina y griega parece tener su punto de partida ya en la
traducción de Écp' cí (Rom 5,12) por «in quo (omnes peccaverunt)».
Probablemente esta interpretación proviene del «Ambrosiáster», un autor
desconocido del siglo IV cuyas obras fueron atribuidas durante mucho tiempo
a San Ambrosio. Pudo ser inducido a esta interpretación por las ideas antes
citadas de Ireneo sobre nuestros pecados en Adán. «Es, pues, claro que todos
han pecado en Adán masivamente (quasi in massa); él mismo fue corrompido
por el pecado; todos los que él ha engendrado, han nacido bajo el pecado;
puesto que todos descendemos de él, todos somos pecadores por su causa»
(Comm. in epist. ad Rom., 5, 12: PL 17, 92). El versículo 12, según el punto de
vista del Ambrosiáster, trata exclusivamente del pecado original; sin embargo,
exactamente igual que los Padres griegos, cuando quiere explicar más
ampliamente conceptos como «condenación» y el que «la multitud se convierta
en pecadora», recurre de nuevo a los pecados personales. Con más penetración
que los Padres griegos, el Ambrosiáster distingue entre la muerte corporal y la
muerte eterna; con esta última cargan solamente aquellos que imitan
personalmente el pecado de Adán (In Rom., 5, 15: PL 17, 97). San Agustín fue
el primero en hacer una exégesis que interpretase todo este pasaje de San
Pablo sólo desde el punto de vista del pecado original. Pero entre el
Ambrosiáster y él está la negación de Pelagio.
El pelagianismo

Las ideas de Pelagio tienen su origen último en su ascetismo y en su


filosofía estoica. En una carta que Pelagio escribió a la virgen Demetria hacia
el año 412 expresa bien a las claras su propio ideal. Dios, dice él, ha dado al
hombre el poder de su voluntad libre (liberum arbitrium) para que pueda elegir,
de un modo natural, el bien y el mal. Esto se puede deducir de la consideración
de las virtudes de los paganos. «Si los hombres, aun sin la ayuda de Dios,
pueden reconocer que él los ha hecho, piensa lo que pueden realizar los
cristianos, cuya naturaleza y vida fue formada por (per) Cristo para acciones
mejores (in melius... constructa est), y en las cuales son ayudados además por
el auxilio de la gracia divina» (Ad Demetriadem, 3: PL 30, 18; 33, 1101). Sigue
luego un argumento semejante en relación con el bien que era posible bajo la
ley judía. Pelagio admite la gracia lo mismo que el perdón de los pecados, pero
la gracia solamente facilita el bien que ya era posible en virtud de nuestra
naturaleza, y el perdón no es una transformación interior del hombre.
El influjo redentor de Cristo sobre el hombre se reduce, para Pelagio, al
influjo de su doctrina verdadera y de su buen ejemplo, así como Adán nos
causó daño sólo por su mal ejemplo. Esto se deduce principalmente del
comentario a la carta a los Romanos que Pelagio escribió antes de su estancia
en África. Según esta interpretación, Pablo nos muestra, en el capítulo 5, con
su comparación entre Adán y Cristo, que «nosotros, que siguiendo a Adán
(sequentes Adam) nos hemos apartado de Dios, nos reconciliaremos con él por
medio de Cristo» (loe. cit., 45). El pecado de los descendientes de Adán no es
otra cosa que la imitación de un ejemplo. A propósito de las palabras: «El
pecado ha entrado en el mundo», Pelagio anota: «A manera de ejemplo o
modelo» (exemplo vel forma). Es evidente que con la frase «todos han pecado»
alude a los pecados personales. Si los Padres griegos no entienden
frecuentemente «los muchos» del versículo 19 como «todos», Pelagio comienza
ya en el versículo 12 a hacer excepciones: Abrahán, Isaac y Jacob no murieron;
según él, Pablo habla aquí sólo de un modo general. Así, pues, Pelagio puede
decir: «Como el pecado, cuando todavía no existía, llegó por Adán, así también
la justificación, cuando apenas (paene) existía en nadie, fue devuelta por
Cristo» (ibíd.). Pelagio explica de la manera siguiente el que la gracia venga con
más profusión que el pecado: «Adán no encontró mucha justicia que pudiera
destruir con su ejemplo, pero Cristo por su gracia ha destruido el pecado de
muchos; Adán sólo dio ejemplo de un mal paso (solam formam fecit delicti),
mientras que Cristo perdonó gratuitamente el pecado y dio ejemplo de justicia»
(loe. cit., 47). Y a propósito del versículo 19 sigue: «Como por el ejemplo
(exemplo) de la desobediencia de Adán muchos han pecado, así también por la
desobediencia de Cristo muchos han sido justificados» (loe. cit., 48).
Las conclusiones que se deducen de estas ideas fueron expuestas más
claramente por su amigo Celestio. Este fue acusado por seis tesis sacadas de
sus escritos, tesis que podemos considerar como la expresión del pela-
gianismo clásico. San Agustín las cita dos veces en sus obras (De gestis Pelagii,
XI, 23: PL 44, 333s; De peccato original, XI, 12: PL 44, 390), las dos veces de
la misma manera. Puestas en estilo directo dicen así: 1) «Adán fue creado como
mortal, y debía morir independientemente de que pecase o no.» 2) «El pecado
de Adán sólo le causó daño a él, no al género humano.» 3) «La ley lleva a los
hombres al reino de Dios, lo mismo que el evangelio.» 4) «Antes de la venida de
Cristo había hombres sin pecado.» 5) «Los niños recién nacidos están en el
mismo estado en que se encontraba Adán antes del pecado.» 6) «Por la muerte
y el pecado de Adán no muere el género humano en su totalidad, como
tampoco resucita por la resurrección de Cristo.» Mario Mercátor,
contemporáneo de San Agustín, cita las tesis 1, 2, 5 y 6 textualmente y añade
lo siguiente: «Los niños, aun los no bautizados, alcanzan la vida eterna» (Liber
subnotationum in verba Juliani, praef., 5: PL 48, 114s). Es verdad que sin el
bautismo no se puede entrar en el «reino de los cielos», como dijo el mismo
Cristo (Jn 3,5), pero se puede alcanzar la «vida eterna» y de esa manera escapar
a la muerte eterna. Así como la gracia de Cristo aquí en la tierra solamente
facilita la práctica del bien, en el más allá no hace más que embellecer la vida
eterna, que el hombre puede conseguir por sus propias fuerzas (cf. Agustín,
De haeresibus, 88: PL 42, 48). Es precisamente Agustín el que con más fuerza
lucha contra esta tesis.

Agustín

La actitud de Agustín en la polémica sobre el pecado original está


relacionada ante todo con su experiencia de haber estado dominado por el
pecado y haber sido liberado por la gracia de Cristo. En su exégesis está
influido por la interpretación que el Ambrosiáster da a la frase «in quo omnes
peccaverunt». Agustín atribuyó siempre a estas palabras el sentido de «en
quien» o «en el cual». Por otra parte, en su lucha contra Pelagio no le pareció
perfectamente claro desde el comienzo a qué palabra de Rom 5,12 se refería
ese pronombre relativo. El prefirió al principio la versión «el pecado... en el que
todos han pecado»; después eligió definitivamente esta otra versión: «un
hombre... en el que todos han pecado». Frases relativas a nuestros «pecados
en Adán» aparecen con frecuencia en toda la obra de San Agustín y nos
proporcionan una exégesis de Rom 5 y de su doctrina sobre el pecado original.
En contraste con el Ambrosiáster, Agustín no ve en todo este pasaje de Pablo
más que un pecado, que se transmite desde Adán hasta nosotros (cf. De
peccatorum meritis et remissione, 1, 9-15: PL 44, 114-120; Contra Julianum
Pelagianum, VI, 4, 9: PL 44, 825; Opus imperfectum contra Julianum, II, 35ss:
PL 45, 1156ss). Aun cuando Adán es denominado en el versículo 14 forma
futuri, no se alude con esto a Cristo, sino a los descendientes de Adán, a
quienes él ha dado la forma (forma) por su propio pecado (Contra jul. Pel., VI,
9: PL 44, 826; De pecc. mer. et rem., 1, 13: PL 44, 116). El Ambrosiáster
atribuía todavía a los pecados personales la «condenación» y el que «la multitud
se hubiese convertido en pecadora»; Agustín dice simplemente: «Adán, por su
único pecado, ha engendrado reos» (ex uno suo delicto reos genuit), y explica
«la gran riqueza de la gracia» por el hecho de que Cristo libera de todos los
pecados «que los hombres han cometido libremente y que han añadido al
pecado original en el que nacieron» (Depecc. mer. et rem., 1, 14: PL 44, 117).
Para Agustín, el que «la condenación pase de uno a muchos» se basa
únicamente en que «también son condenados todos los que han heredado por
su nacimiento esta única falta» («qui unum illud generatione traxerunt»: Opus
imperf. contra jul., II, 105: PL 45, 1185). Según Pablo, la muerte reina por
causa de un solo hombre, porque, como dice Agustín, «los hombres están
aprisionados con las cadenas de la muerte en ese hombre único en el que todos
pecaron, aun cuando ellos no hayan añadido ningún pecado personal» (De
pecc. mer. et rem., 1, 17: PL 44, 118). Por eso, los «muchos» de San Pablo son
para Agustín simplemente «todos», aunque no hayan pecado personalmente.
Todo el pasaje de Rom 5,12-21 trata, por tanto, del único pecado de Adán que
se transmite por generación, y no de los pecados que se cometen por imitación
de Adán. «¿No veis -pregunta San Agustín a los pelagianos- qué dificultades se
os presentan cuando en el paralelo que el Apóstol establece entre Adán y Cristo
vosotros contraponéis imitación a imitación y no nacimiento a renacimiento?»
(Opus imperf. contra jul., II, 146: PL 45, 1202).
Para Agustín, Adán se convierte de esta manera, dentro de la
humanidad, en el pecador por antonomasia. Eso ocurre ya en virtud de su
estado en el paraíso, al que Agustín describe en sus propios escritos como
altamente privilegiado: la presencia de Dios hacía que Adán fuese «justo,
clarividente y feliz» (De Genesi ad litteram, VIII, 1, 25: PL 34, 383). De ahí
proviene la lucidez, el orgullo y, por tanto, la gravedad del pecado de Adán: «La
caída (apostasía) del primer hombre, en el que la libertad de su propia voluntad
alcanzó su grado más alto y no fue impedida por ninguna deficiencia, fue un
pecado tan grande que, por su caída, la naturaleza humana cayó en su
totalidad» (Opus imperf. contra jul., III, 57: PL 45, 1275). Más aún: esta
naturaleza «no solamente se ha convertido en pecadora (peccatrix), sino que
además ha engendrado pecadores» (De nuptüs et concupiscentia, II, 34, 57:
PL 44, 471). Esto último se debe a que, cuando pecó el padre del género
humano, estaba en él presente toda la humanidad. «Por la mala voluntad de
Adán todos han pecado en él, ya que todos estaban identificados con él
(quando omnes ille unus fuerunt); de él, por tanto, han heredado todos el
pecado original («de quo propterea singuli peccatum originale traxerunt»: De
nuptüs et concupiscentia, II, 5, 15: PL 44, 444). «En Adán pecaron todos
porque todos estaban identificados con él en su naturaleza, en virtud de
aquella fuerza interior por la que podía engendrarlos» (De pecc. mer. et rem.,
III, 7, 14: PL 44, 194).
Así, pues, precisamente por el hecho de ser engendrados, todos los
hombres se convierten en pecadores. Pero de la misma manera que el pecado
de Adán no es un suceso puramente natural, así tampoco el hombre que acaba
de ser engendrado se hace pecador por el hecho de ser engendrado, puesto
que éste es un suceso simplemente natural, sino porque este hecho depende
de un movimiento culpable de la voluntad, es decir, de la concupiscencia (De
nupt. et concup., II, 21, 36: PL 44, 457).
Incluso los padres cristianos que no tienen ya el pecado original lo
transmiten también, porque ellos engendran a sus hijos en la concupiscencia
(De pecc. mer. et rem., II, 9, 11: PL 44, 158). Esta concupiscencia de la carne
que lucha contra el espíritu (Agustín se refiere sobre todo a la concupiscencia
del cuerpo, a la sexualidad, que se opone al alma espiritual) existe en nosotros
no en virtud de la creación, sino en virtud del pecado y conduce al pecado; es
hija y madre del pecado, castigo del pecado y siempre un mal, aunque en sí
misma no sea siempre pecado. Pero en el no bautizado es pecado, de tal
manera que Agustín puede decir: «Quien está bautizado está libre de todo
pecado, pero no de todo mal» («Omni peccato caret, non omni malo»: Contra
jul., VI, 16, 49: PL 44, 850s). «La culpa de la concupiscencia desaparece en el
bautismo, pero su debilidad permanece» («concupiscentiae reatus in baptismo
solvitur, infirmitas manet»: Retractationes, 1, 15, 2: PL 32, 609). «La
concupiscencia hace culpables a los niños no bautizados y los lleva a la
condenación como a hijos de la ira, incluso cuando mueren siendo niños
todavía» («ad condemnationem trahit»: De pecc. mer. et rem., II, 4, 4: PL 44,
152). El pecado de Adán es evidentemente, para Agustín, tan grande y nuestra
unión con él tan fuerte, que él mismo se imagina el pecado original de los niños
totalmente bajo el aspecto de una actitud culpable, de un pecado personal; la
concupiscencia pecaminosa en ellos es en cuanto malum un castigo, pero
además en cuanto verdadero peccatum merece ser castigada incluso en la otra
vida. El pecado original como castigo no se contenta con traer a la tierra la
concupiscencia misma y la tiniebla de la muerte, ni se contenta con excluir del
reino de Dios en la vida futura. Frente a los pelagianos, que conceden a los
niños no bautizados la «vida eterna» como un estado intermedio, Agustín los
sitúa en el infierno (Opus imperf. contra jul., III, 199: PL 45, 1333; Contra jul.
Pelag., VI, 3, 6: PL 44, 824; De pecc. mer. et rem., 1, 28, 55: PL 44, 140s),
aunque considera que sus castigos son los más suaves (Enchiridion, 93: PL
40, 275).

La escolástica

Hemos expuesto tan detalladamente la opinión de San Agustín porque


hasta hoy ha sido, sin ningún género de dudas, la opinión dominante en la
teología de la Iglesia católica (que también en este punto ha abandonado,
desgraciadamente, el diálogo con Oriente). Esta visión de Agustín ha sido
corregida por la reflexión de los teólogos posteriores sólo en algunos puntos;
así sucede evidentemente en lo que se refiere al castigo del pecado original en
los niños que han muerto sin el bautismo. Es cierto que se ha aceptado
siempre con razón la opinión de Agustín según la cual ninguno que tenga el
pecado original, aunque no tenga más pecados, puede entrar en la felicidad
del cielo. Por tanto, el pecado original lleva al niño al «infierno»; pero los
«castigos más suaves» de San Agustín se convertirán en mucho más suaves
todavía y acabarán perdiendo totalmente su carácter de castigo. También el
pecado original en sí mismo se concibe como menos activo, pero a esto se llega
muy lentamente. San Anselmo acentúa fuertemente la carencia de justicia
original (De conc. virg., c. 27); por eso aparece más claramente que en Agustín
que la concupiscencia no constituye el pecado original por sí misma y que en
los bautizados no es culpable. A pesar de eso, para Anselmo, el hecho de que
experimenten la concupiscencia los que no han recibido el bautismo debe
calificarse de culpable (De conc. virg., c. 27). Tomás de Aquino sitúa el estado
de pecado original en la categoría de habitus (S. Th., I-II, q. 8, a. 1). Según él,
no se trata de un hábito consistente en una inclinación hacia acciones
pecaminosas, sino en una disposición (dispositio) perversa, que por eso puede
denominarse «enfermedad de la naturaleza» (languor naturae). Este hábito
tampoco proviene de las acciones propias de aquellos en quienes él se da, sino
del acto de Adán. El hecho de que Tomás, en otro pasaje (In II Sent., d. 33, q.
2, a. 1 ad 2), atribuya al pecado original en los descendientes de Adán una
voluntarietas, aunque sea mínima, puede considerarse como un ejemplo de la
fórmula según la cual el pecado original es voluntarium ex voluntate Adami.

La relación entre Adán y el estado de pecado original y, por consiguiente,


la relación entre Adán y el pecado original de cada hombre en particular, se
ha entendido desde Agustín de un modo bastante constante. En la Edad
Media, la concepción que los teólogos tienen de esta relación depende
principalmente de su doctrina sobre el valor real de los conceptos universales
o universalia. En el siglo IX, Juan Scoto Eriúgena defiende una independencia
platónica extrema de los conceptos universales. Según él, la humanidad en su
totalidad existe, prácticamente en Adán de una forma actual. Evidentemente,
esta concepción no podrá sobrevivir expresada así en los siglos posteriores; y
así vemos cómo Anselmo, que por lo demás defendió también el realismo en el
problema de los universales, acepta la concepción de Juan Scoto Eriúgena,
pero con algunas reservas: «En Adán pecamos todos cuando él pecó, no porque
pecáramos entonces -pues todavía no existíamos-, sino porque íbamos a
recibir de él nuestra existencia (quia de illo futuri eramus)» (De conc. virg., c. 7:
PL 158, 441). Pero ¿cómo hemos recibido nuestra existencia de Adán? No por
el alma, ya que la creación inmediata del alma espiritual aparece cada vez más
como una verdad de fe, sino por el cuerpo, que de alguna manera mancha al
alma. Pero esta mancha compartida es una enfermedad y en sí misma no es
falta, como dice expresamente Santo Tomás (S. Th., I-II, q. 81, a. 1). Por eso
debe existir algo así como una actividad que hace culpable al hombre que
acaba de nacer. Esta actividad no proviene de Dios ni del alma misma; por
tanto, debe provenir de Adán. Según esto, Tomás no busca la solución
simplemente en una naturaleza humana común, sino en la comunidad
concreta de las personas. Todas ellas constituyen, por así decirlo, un cuerpo,
una persona colectiva. Como la mano con la que uno comete un asesinato es
culpable por la voluntad que la mueve, de la misma manera en todo hombre
el desorden es un estado culpable, porque la voluntad de Adán mueve a todo
hombre motione generationis (S. Th., 1-II, q. 81, a. 1).

Los teólogos posteriores sustituyen la explicación de Santo Tomás por


una concepción más jurídica: Dios hizo con Adán un pacto según el cual Adán
sería responsable de la salvación de sus descendientes; Adán es nuestro
representante, y por eso nuestras acciones y nuestra voluntad están incluidas
en las suyas. Esto conduce fácilmente a la teoría de que nuestra culpa no es
más que la culpa de Adán que se nos imputa a nosotros, como en tiempos del
Concilio de Trento enseñaban los teólogos Pighius y Catharinus, los cuales
establecen así un paralelo con la doctrina de la Reforma sobre la «justificación
imputada» (DS 1513). Frente a esta concepción jurídica surge más tarde una
reacción contraria, motivada en parte por un renovado contacto con los Santos
Padres. Algunos teólogos quieren ver en Adán la «cabeza», tanto «física» como
«moral», de la humanidad, y vuelven de nuevo, al menos parcialmente, a la
concepción corporativa de Santo Tomás. En este sentido reacciona Scheeben
cuando se opone a las negaciones racionalistas de Hermes. Un teólogo
relativamente reciente, Emile Mersch, siguiendo la línea fundamental más
ontológica de toda su teología, ve nuestra comunión con el pecado de Adán
como la imagen correspondiente a nuestra comunión con Cristo. Por medio de
la primera gracia sobrenatural de Adán, su unidad con nosotros y nuestra
unidad con él se hizo más fuerte y más profunda -aunque no fue tan grande
como lo sería en el hombre-Dios-, y la unidad en el pecado original es la
consecuencia negativa de esta unidad en la «gracia original» querida por Dios.
Por lo demás, nosotros hacemos constar el hecho de que los teólogos, tanto los
que ven sólo en Dios el lazo de unión entre Adán y nosotros como los que
admiten una comunidad real de tipo categorial, distinguen cada vez con más
claridad el pecado original de los pecados personales y lo describen como un
estado de pecado, evitando frecuentemente calificarlo de voluntario.

El pecado original en la teología de la Reforma

En el siglo XVI, la doctrina del pecado original se encuentra con las


corrientes de pensamiento de la Reforma y del humanismo bíblico. La crítica
humanista comienza ya con Erasmo, según el cual la doctrina sobre el pecado
original no se fundamenta en el capítulo 5 de la carta a los Romanos; y se
continúa en la actitud negativa de Zuinglio, de los socinianos y de la teología
de la Ilustración, de tal modo que la negación pelagiana del pecado original
vuelve a actualizarse. La crítica que se hace a la exégesis histórica del Génesis
y a la concepción biológica de la herencia del pecado que se da en esta corriente
influyó luego también en la línea fundamental del pensamiento reformado
sobre el pecado original. Esta línea fundamental se plantea en Martín Lutero,
que defiende la concepción agustiniana, mantenida en la escolástica sobre
todo por Pedro Lombardo, según la cual el pecado original se equipara con la
concupiscencia, de modo que en el bautismo sólo se quita el reatus culpae.
Lutero acentúa expresamente la perversidad de los hombres pecadores y su
total incapacidad para cualquier justificación ante Dios. Ambos puntos no son,
sin embargo, los más importantes, y su diferencia con respecto a la doctrina
católica sobre el pecado original puede reducirse probablemente, si la
examinamos más de cerca, a que insisten en distintos aspectos y usan
distintos términos. Es decisivo para entender a Lutero y al protestantismo
clásico el peso existencial de la experiencia del pecado del hombre, enraizado
en su vivencia de la justificación. Esta experiencia obligó a Lutero a entender
el pecado original como una actitud fundamental mala y fuente de todas las
acciones pecaminosas. Tal actitud no sólo es congénita y está presente en el
niño no bautizado, sino que permanece en el hombre incluso después de su
justificación; por tanto, la carencia de culpa significa que no se le imputa esta
culpa. El punto de controversia con la teología católica no está principalmente
en la relación entre el pecado original y la concupiscencia, sino en la
comprensión de la expresión luterana simul iustus et peccator. Esta
concepción de Lutero, también defendida por Melanchton, encontró su
expresión clásica en el artículo segundo de la Confesión de Augsburgo:
«Enseñamos que, tras la caída de Adán, todos los hombres que nacen
naturalmente son concebidos y nacen en pecado, es decir, que todos ellos
están totalmente llenos de concupiscencia y de malas inclinaciones desde el
seno materno y no pueden tener por naturaleza ningún verdadero temor de
Dios ni una verdadera fe en Dios; que la misma concupiscencia y el pecado
original innatos son verdaderos pecados, y son condenados por la ira eterna
de Dios todos los que no han renacido por el bautismo y por el Espíritu Santo»
(BSLK 53).
Lo mismo dice Calvino, que también insiste en la actitud fundamental
culpable como fuente de todas las acciones pecaminosas y piensa que el
entendimiento y la voluntad del hombre están especialmente corrompidos
(Institutiones, II, 1, 5-9). En esta concepción protestante se pone de manifiesto
particularmente la unión entre la actitud pecaminosa y el ser humano. Así se
explica que Flacio Ilírico definiese esta actitud como sustancia del hombre, en
total oposición con otros teólogos protestantes, que, en opinión de él,
entienden el pecado original como algo demasiado accidental. Esa estrecha
relación seguirá existiendo aun cuando el carácter culpable del pecado original
conduzca más tarde a una interpretación más existencialista. El pecado
original se convierte en el pecado originario, en el pecado como tal. Su
procedencia de la acción histórica de un primer hombre y su transmisión por
la generación humana fueron siempre menos acentuadas en la teología
protestante que en la católica. Más tarde, con la negación del historicismo y
del fisicismo, estos puntos pierden importancia o son negados. Así, para Karl
Barth, el concepto de pecado original es una contradictio in adiecto. Bien
entendido, este pecado no se hereda, sino que procede del sujeto mismo; es «la
acción vital de cada hombre que se ve realizando de una manera plenamente
voluntaria y responsable» (KD IV/1, 558). La teología protestante más reciente
acerca del pecado original intenta mantener, con la ayuda de categorías
personalistas y existencialistas, el pecado fundamental y la bondad de las
cosas creadas sin caer en una contradicción.

Doctrina de la Iglesia sobre el pecado original

a) Declaraciones anteriores a Trento

No es necesario tratar en detalle las enseñanzas de los sínodos


posteriores a San Agustín, porque una buena parte de ellas fueron repetidas
casi literalmente por el Concilio ecuménico de Trento. Estos primeros concilios
se dirigían contra Pelagio, que fue condenado por la Iglesia romana de África,
principalmente en el Concilio provincial de Cartago el año 418; este Concilio
promulgó ocho (o nueve) cánones, en los que presentaba la concepción de la
fe católica sobre la existencia del pecado original y la necesidad de la gracia.
Hasta cierto punto constituyen una contrarréplica a las tesis pelagianas tal y
como fueron transmitidas por Agustín y por Mario Mercátor. El primer canon
declara que la muerte de Adán no proviene de su naturaleza, sino que es un
castigo de su pecado: «Quienquiera que dijere que el primer hombre, Adán, fue
creado como mortal, de suerte que tanto si pecaba como si no pecaba tenía
que morir según el cuerpo, es decir, que saldría del cuerpo (ex corpore) no por
castigo del pecado, sino por necesidad de la naturaleza: sea anatema» (DS 222;
NR 206).
Mayor significación tiene el segundo canon, que afirma el estado de
pecado en el que se encuentran los descendientes de Adán (DS 223); este
canon fue repetido en el Concilio de Trento. Los siguientes cánones (DS 225-
230) acentúan la necesidad de la gracia de Cristo para el hombre caído y
expresan con ello su falta de libertad. Citaremos ahora solamente el tercer
canon del Concilio de Cartago (DS 224), que afirma con Agustín contra Celestio
que para los niños sin bautizar no existe un medius locus, un estado
intermedio entre el cielo y el infierno en el que ellos puedan ser felices. La
autenticidad de este canon es dudosa; sin embargo, es defendida por muchos.
El papa Zósimo aprobó y ratificó la decisión de Cartago (DS 231).
Finalmente, el Concilio ecuménico de Éfeso, del año 431, añadió a sus
definiciones cristológicas un anatema contra quienes defendiesen a Celestio,
el discípulo de Pelagio mejor conocido en Oriente y que se expresaba con mayor
fuerza (DS 267s). El Concilio de Éfeso, sin embargo, no hizo ninguna
formulación dogmática con relación a este problema.
Todavía podemos encontrar en la época que va del Concilio de Cartago
al de Trento algunas declaraciones importantes del magisterio acerca del
pecado original, como los cánones del Concilio de Arausica, actual Orange, en
la Galia meridional, del año 529. Se trata de un sínodo provincial aprobado
por el papa (DS 398s). Nos remitimos a los dos primeros cánones, que afirman
una vez más, como el Concilio de Cartago, la existencia del pecado original,
considerada ahora como falta de libertad y muerte del alma (DS 371s). El
Concilio de Trento hizo también suya esta doctrina. El pecado original aparece
descrito indirectamente, con más claridad aún, como una realidad incluida en
nuestra historia terrestre, cuando la Iglesia rechaza la concepción dualista
según la cual nuestras almas habrían existido antes que nuestros cuerpos y
habrían sido unidas a los cuerpos a causa de un pecado cometido en esta
preexistencia (DS 403). El carácter pecaminoso del pecado original en los
descendientes de Adán, tan acentuado por Agustín, vuelve al primer plano
cuando, en los años 1140 y 1141, fueron condenados por el Concilio provincial
de Sens en Francia, de acuerdo con el papa Inocencio II (DS 721), algunas tesis
de Abelardo, y entre otras, las siguientes: «De Adán no contrajimos la culpa,
sino solamente la pena» (DS 728). Que el pecado original es una culpa y, por
tanto, merece un castigo, es el punto de partida de una carta del papa
Inocencio III, en la que distingue con toda claridad esa culpa y ese castigo de
la culpa y el castigo de los pecados personales: «El pecado original, que se
contrae sin consentimiento, se perdona sin consentimiento en virtud del
sacramento; el actual, en cambio (peccatum actuale), que se contrae con
consentimiento, no se perdona en manera alguna sin consentimiento... La
pena del pecado original es la carencia de la visión de Dios; la pena de los
pecados actuales, en cambio, es el tormento del infierno eterno» (DS 780; NR
434). El II Concilio ecuménico de Lyon, en el año 1274, al tratar de las
postrimerías, dice lo mismo y llama, como San Agustín, «infierno» (infernum)
a la privación de la visión beatífica. «Las almas de aquellos que mueren en
pecado mortal o sólo con el pecado original descienden inmediatamente al
infierno, donde reciben penas distintas» (DS 858; NR 843). Lo mismo leemos
en una carta de Juan XXII a los armenios (DS 926). En otra carta parecida,
Benedicto VII (DS 1002) no menciona el pecado original, pero rechaza la
opinión de los armenios según la cual los hijos de padres cristianos que
mueren sin el bautismo son recibidos en el paraíso terrenal (DS 1008);
igualmente rechaza el que el pecado original no se dé propiamente en los niños
(DS 1011; cf. también DS 1073) y el que el acto de procreación sea un pecado
de los padres (DS 1012). El Concilio ecuménico de Florencia repite, en su
decreto para los griegos, la declaración del Concilio de Lyon referente al castigo
del infierno para aquellos que mueren en pecado mortal o sólo con el pecado
original (DS 1306), y en el decreto para los jacobitas (DS 1347) insiste de nuevo
en el pecado original. Por último, el Concilio ecuménico de Trento repite
principalmente las enseñanzas de los Concilios de Cartago y Orange, pero al
mismo tiempo hace algunas precisiones sobre ellas y las sistematiza.

b) El Concilio de Trento y las declaraciones postridentinas

Esta ordenación más estricta de los elementos que el Concilio de Trento


toma de los cánones de Orange se manifiesta ya en el hecho de que el primer
canon habla solamente de Adán, y los siguientes, de sus descendientes. Llama
la atención el hecho de que el estado de Adán antes de su pecado sea
presentado como un estado de «santidad y justicia», lo cual indica el carácter
sobrenatural de tal estado. Esta formulación sustituye la declaración del
Sínodo de Orange sobre la pérdida de la libertad después de la caída (DS 371);
el Concilio de Trento precisará en seguida tal declaración. En conformidad con
las declaraciones precedentes, no sólo se habla de la muerte corporal como
una consecuencia del pecado para Adán, sino también de la «esclavitud bajo
el poder del demonio»: «Si alguno no confiesa que el primer hombre, Adán, al
transgredir el mandamiento de Dios en el paraíso, perdió inmediatamente la
santidad y la justicia en que había sido constituido, e incurrió por la ofensa de
esta prevaricación en la ira de Dios y la pérdida del favor divino y, por tanto,
en la muerte con que Dios antes le había amenazado, y junto con la muerte,
en el cautiverio bajo el poder de aquel que tiene el imperio de la muerte, es
decir, el diablo; y que toda la persona de Adán por aquella ofensa de
prevaricación fue mudada en peor, según el cuerpo y el alma: sea anatema»
(DS 1511; NR 221).
El segundo canon amplía lo dicho sobre Adán haciéndolo extensivo a
sus descendientes. Adán perdió para la posteridad la santidad y la justicia
antes mencionadas y la llevó a un estado de muerte y pecado: «Si alguno afirma
que la prevaricación de Adán le dañó a él solo y no a su descendencia; que la
santidad y justicia recibida de Dios, que él perdió, la perdió para sí solo y no
también para nosotros; o que, manchado él por el pecado de desobediencia,
sólo transmitió a todo el género humano la muerte y las penas del cuerpo, pero
no el pecado, que es muerte del alma: sea anatema, pues contradice al Apóstol,
que dice: ... (y cita a Rom 5,12 en la versión de la Vulgata)» (DS 1512; NR 222).
Siguiendo la misma línea de las antiguas declaraciones doctrinales, el
tercer canon determina que el pecado original sólo puede ser perdonado por
los méritos de Cristo, que se nos aplican por medio del bautismo. Hay en este
canon una nueva descripción del pecado original en la que se ponen todavía
más de relieve algunos elementos de los dos cánones precedentes, a saber: la
relación del pecado original con la propagación y su existencia en cada uno de
nosotros: «Si alguno afirma que este pecado de Adán, que es por su origen uno
solo y es transmitido a todos por propagación, no por imitación, y que está
como propio en cada uno, se quita por las fuerzas de la naturaleza humana o
por otro remedio al margen del mérito del solo mediador, Nuestro Señor
Jesucristo, el cual, hecho para nosotros justicia, santificación y redención (1
Cor 1,30), nos reconcilió con el Padre en su sangre; o niega que el mismo
mérito de Jesucristo se aplique tanto a los adultos como a los párvulos por el
sacramento del bautismo, debidamente conferido en la forma de la Iglesia: sea
anatema. Porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que
hayamos de salvarnos (Act 4,12). De donde aquella palabra: He aquí el cordero
de Dios, el que quita los pecados del mundo (Jn 1,29). Y la otra: Cuantos fuisteis
bautizados en Cristo os vestisteis de Cristo (Gál 3, 27)» (DS 1513; NR 223).
Tras haber hablado de Cristo y del bautismo cristiano sigue un cuarto
canon, que trata del pecado original en relación con el bautismo de los niños.
Su formulación está tomada casi totalmente del Concilio de Cartago,
añadiendo, sin embargo, algunas precisiones más concretas: aun los niños
nacidos de padres cristianos están afectados por el pecado original; el
bautismo es necesario no sólo para alcanzar el reino de Dios, sino también
para conseguir la vida eterna; además de Rom 5,12, se cita Jn 3,5, y se
fundamenta el bautismo de los niños en una tradición apostólica: «Si alguno
niega que hayan de ser bautizados los niños recién salidos del seno de su
madre, aun cuando procedan de padres bautizados, o dice que son bautizados
para la remisión de los pecados, pero que de Adán no contraen nada del pecado
original que necesite ser expiado en el lavatorio de la regeneración para
conseguir la vida eterna, de donde se sigue que la fórmula del bautismo `para
la remisión de los pecados' se entiende en ellos no como verdadera, sino como
falsa: sea anatema. Porque, como dice el Apóstol: `Por un solo hombre entró el
pecado en el mundo, y por el pecado, la muerte, y así a todos los hombres pasó
la muerte, por cuanto todos habían pecado' (Rom 5,12), no de otro modo ha
de entenderse, sino como lo entendió la Iglesia católica, difundida por doquier.
Pues por esta regla de fe procedente de la tradición de los apóstoles hasta los
párvulos que ningún pecado pudieron aún cometer en sí mismos son
bautizados verdaderamente para la remisión de los pecados, para que en ellos,
por la regeneración, se limpie lo que por la generación contrajeron. Porque `si
uno no renaciera del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de
Dios' (Jn 3,5)» (DS 1514; NR 224).
En estos cuatro cánones se expone de nuevo toda la doctrina de los
antiguos concilios de una manera más precisa y más sistemática. El quinto
canon toca un punto que alcanzó nueva y resonante actualidad gracias a
Lutero, a saber: la relación entre el estado del hombre antes y después del
bautismo con respecto a la concupiscencia y a su culpabilidad: «Si alguno dice
que por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo que se confiere en el bautismo
no se remite el reato del pecado original; o también si afirma que no se destruye
todo aquello que tiene verdadera y propia razón de pecado, sino que sólo `se
rae' o no se imputa: sea anatema. Porque en los renacidos nada odia Dios,
pues nada hay de condenación en aquellos que verdaderamente `por el
bautismo están sepultados con Cristo para la muerte' (Rom 6,4), los cuales `no
andan según la carne' (Rom 8, 1), sino que, desnudándose `del hombre viejo y
vistiéndose del nuevo, que fue creado según Dios' (Ef 4,22ss; Col 3,9s), han
sido hechos inocentes, inmaculados, puros, sin culpa e hijos amados de Dios,
`herederos de Dios y coherederos de Cristo' (Rom 8,17); de tal suerte que nada
hay en absoluto que les pueda retardar la entrada en el cielo. Ahora bien: que
la concupiscencia o `materia inflamable' permanezca en los bautizados, este
santo Concilio lo confiesa y siente; la cual, como haya sido dejada para el
combate, no puede dañar a los que no la consienten y virilmente la resisten
por la gracia de Jesucristo. Antes bien, `el que legítimamente luchare será
coronado' (2 Tim 2,5). Esta concupiscencia, que alguna vez el Apóstol llama
pecado (Rom 6,12ss), declara el santo Concilio que la Iglesia católica nunca
entendió que se llame pecado porque sea verdadera y propiamente pecado en
los regenerados, sino porque proviene del pecado y al pecado inclina. Y si
alguno sostiene lo contrario, sea anatema» (DS 1515; NR 225).
De este modo queda expuesta toda la doctrina sobre el pecado original.
El Concilio declara en un último canon «que no es intención suya incluir en
este decreto, en que se trata del pecado original, a la bienaventurada Virgen
María, Madre de Dios» (DS 1516). La sexta sesión del Concilio de Trento,
celebrada en 1544, recuerda en su decreto sobre la justificación la doctrina
sobre el pecado original, de la que hace un resumen en el primer capítulo. Es
digna de tenerse en cuenta la declaración de que aun en los hombres caídos
«de ningún modo está extinguido el libre albedrío (liberum arbitrium), aunque
sí atenuado en sus fuerzas e inclinado (al mal)» (DS 1521, 1555): también con
esto se rechaza de nuevo una tesis luterana.
En la época posterior al Concilio de Trento es importante la doctrina de
Bayo sobre el carácter culpable del pecado original en el niño. Declara que lo
«voluntario» (voluntarium) (DS 1946) no pertenece ni a la esencia ni a la
definición del pecado; por eso el pecado original en el niño lleva consigo la
esencia del pecado, prescindiendo de toda relación de la voluntad de que
procede (DS 1947). Por otra parte, Bayo dice que el pecado original es querido
voluntariamente por el niño en virtud de una actitud habitual de la voluntad
(DS 1948) que hace que el niño odie a Dios en la otra vida si se muere sin ser
bautizado (DS 1949). Aquí se declara pecaminoso el mismo elemento natural
de la concupiscencia, sin que para ello sea necesaria ninguna voluntad libre,
ni siquiera la de Adán. Estas tesis, con otras muchas, fueron rechazadas el
año 1567 por el papa Pío V. Más tarde fue condenada también la tesis
jansenista que dice que «el hombre debe hacer penitencia por el pecado original
durante toda su vida» (DS 2319). Después se habló del pecado original
incidentalmente en una condenación de los escritos de Georg Hermes por el
papa Gregorio XVI (DS 2739). El Concilio Vaticano I no llegó a dar definiciones
doctrinales sobre el pecado original, aunque las había preparado. El papa Pío
XI nos recuerda el pecado original de una manera práctica en su encíclica
sobre la educación. Pío XII nos previene contra los peligros que lleva consigo
una nueva concepción teológica del pecado original. En la encíclica Humani
generis dice que <se deforma el concepto de pecado original cuando se
desatienden las definiciones trídentinas» (DS 3891). En la misma encíclica se
declara además que no se ve cómo se puede concílíar la doctrina católica sobre
el pecado original con la concepción de que la humanidad desciende de más
de una pareja originaría (DS 3897).

Resumen

Para una recta interpretación y comprensión de las declaraciones del


magisterio hay que tener siempre en cuenta que a estas declaraciones van
unidas unos presupuestos determinados. Si éstos son necesarios para
expresar el contenido de la definición, debemos considerarlos como algo que
llevan consigo tales definiciones. Pero sí esos presupuestos pertenecen
únicamente a la imagen histórica del mundo y del hombre en la que se da una
definición determinada, entonces hay que distinguirlos de la definición misma.
A la luz de este principio vamos a examinar en algunos puntos el contenido de
las citadas definiciones doctrínales sobre el pecado original.

a) El Concilio de Cartago dice (DS 223), y lo repite el Concilio de Trento


(DS 1515), que se puede encontrar la doctrina sobre el pecado original en Rom
5,12; y los dos Concilios citan el texto de la Vulgata, adoptando, por tanto, la
traducción que hoy es criticada: «ín quo omnes peccaverunt». Estas palabras
no pueden ser entendidas sino como «las entendió siempre la Iglesia católica,
difundida por toda la tierra». Se puede notar, en primer lugar, que ambos
Concilios dicen esto en un «canon», pero en ambos casos después del
anathema sit. Evidentemente, se trata, por tanto, más bien de la justificación
de la condenación precedente que de una interpretación auténtica impuesta
bajo anatema. Posiblemente, los padres de ambos Concilios pensaban que la
Iglesia universal aceptaba la interpretación agustiniana del «ín quo omnes
peccaverunt» (en este caso no habrían conocido la exégesis griega). Pero lo que
ellos dicen expresamente se reduce a afirmar que en Rom 5,12 (que se puede
considerar como un resumen del pasaje comprendido entre los versículos 12-
21) se contiene una enseñanza sobre el pecado original. No se toma ninguna
decisión sobre sí tal enseñanza aparece precisamente en la frase subordinada
«ín quo omnes peccaverunt», sobre si San Pablo enseña explícita o
implícitamente la doctrina del pecado original, o sobre si esta doctrina se
encuentra solamente en el capítulo 5 de la carta a los Romanos.

b) En las declaraciones del Concilio de Trento, como en todas las demás


decisiones del magisterio, se presupone siempre que la caída y el pecado
original están situados en el plano religioso-moral; por tanto, allí donde entra
en juego nuestra libertad. No se trata aquí de un presupuesto que pueda
separarse de las mismas declaraciones, sino de una implicación esencial sin
la cual el lenguaje de la Iglesia sobre el pecado, la culpa, la redención, la
justificación, etc., estaría desprovista de contenido. La teología clásica ha
prestado gran atención a todos los cambios que, según ella, se han podido dar
en la «naturaleza» del hombre, aun sin su intervención, como consecuencia de
la caída. Así se comprende que estos cambios hayan determinado, gracias a la
predicación ordinaria, y sobre todo al modo de entenderla los creyentes, una
visión unilateral del dogma del pecado original. Y por eso sucede que aquellos
que, bajo una concepción evolucionista, ven estos cambios como propios de
un mundo que se está haciendo quieran reducir también el mismo pecado
original a una imperfección de nuestra naturaleza en evolución. La sobriedad
con la que el Concilio de Trento habla de los dones del paraíso y de su pérdida
puede enseñarnos a fijar toda nuestra atención en el carácter religioso-moral
de la caída y del pecado original.

c) El Concilio de Trento, en los cánones 2, 3 y 4, al estado de pecado


original lo llama «pecado», y en el canon 5 lo llega a llamar «culpa». De lo dicho
en el párrafo *) se puede concluir que la palabra peccatum no tiene en este
caso el significado de «carencia de belleza», «malformación» o algo semejante;
ya desde los tiempos de Agustín, al pecado original se le llama en latín teológico
no sólo malum, sino también (en los no bautizados) peccatum. El concepto de
«culpa» hace que nos fijemos en que el pecado original no puede ser reducido
simplemente a un castigo por una acción culpable ni a una consecuencia de
esta acción culpable, sino que él mismo pertenece al orden moral (cf. Sínodo
de Sens, DS 721).

d) Por otra parte, el carácter pecaminoso y culpable del pecado original


se distingue del de los pecados personales. El Concilio de Trento acepta en
esto la doctrina expuesta por el Concilio de Cartago y en una carta del papa
Inocencio III (DS 780). Por tanto, según el Concilio de Trento, no se puede
atribuir al estado de pecado original del niño, al menos según su esencia
individual, el carácter de un acto o de un «hábito activo» o de una
«voluntariedad» propia. Queda sin solucionar el problema de la estrecha
relación existente entre el estado de pecado original y la decisión libre de los
hombres, así como las categorías que hay que emplear para explicar esta
relación; lo único que no podemos negar es la conexión que se da entre el
pecado original y la caída y la existencia de dicho pecado en el niño (ambos
puntos serán tratados con mayor detalle más adelante).

e) A1 estado de pecado original están asociadas la muerte y la


concupiscencia del hombre. La existencia de la concupiscencia no es objeto
inmediato de enseñanza por parte del Concilio de Trento, sino que más bien es
un presupuesto, ya que lo que pretende es distinguirla del pecado original
(adecuada o inadecuadamente); la concupiscencia permanece después de que
el pecado original ha sido perdonado (c. 5). En el canon, la «muerte», o el hecho
de que el hombre sea mortal, se presenta como una consecuencia inmediata
de la caída y, por tanto, unida al estado de pecado original. Del canon 2, en el
que se contrapone la muerte «al pecado mismo, que es la muerte del alma», se
deduce que aquí la palabra «muerte» no se entiende en el sentido amplio que
le da la Biblia, sino en el sentido concreto de «muerte corporal». El Concilio de
Trento está así de acuerdo con el primer canon del Concilio de Cartago, al que
hemos aludido antes (DS 222). Sin embargo, es necesario notar que el Concilio
de Trento, al hablar de la naturaleza inmortal y mortal de Adán, no menciona
otros detalles más concretos del primer canon del Concilio de Cartago. No se
presentó a debate una explicación detallada de los dones correspondientes a
la inocencia primitiva y a su pérdida. La investigación teológica sigue abierta
a la discusión sobre este punto todavía en nuestros días.

f) El pecado original es un pecado propio del sujeto y existe también, por


tanto, en el sujeto como un estado propio de él: «Omníbus ínest unicuique
proprium» (c. 3). Esto va contra la doctrina de Pighíus y de otros que afirman
que el pecado original sólo es imputado por Dios. Si hoy alguien defendiera
que el pecado original está sólo en el medio en que vivimos, no se vería
condenado directamente por esta declaración del Concilio de Trento, ya que
no se trató en él de ese problema. Pero se puede decir que este modo
puramente extrínseco de considerar el pecado original va contra una de las
implicaciones esenciales del Concilio de Trento y de toda la doctrina de la
Iglesia, pues de lo contrario el pecado original no tendría ninguna
consecuencia para la otra vida. Pero cuando los teólogos consideran el «estar
situado» como una determinación intrínseca y explican el pecado original de
esa manera, no se oponen a la doctrina del Concilio de Trento, que piensa del
mismo modo, al menos en lo referente a la relación entre el pecado original y
aquel a quien afecta.

g) Este estado de pecado original es universal. El Concilio de Orange


hablaba ya de la posteridad de Adán y de «todo el género humano» (DS 372).
El Concilio de Trento se adhiere a esta idea en el canon 2 y da más detalles
sobre la universalidad del pecado original, dejando, por una parte, abierta la
posibilidad de la concepción inmaculada de María (c. 6), y por otra, enseñando
que el pecado original existe también en los niños, «aun en los nacidos de
padres bautizados» (c. 4). ¿Se habla aquí de una universalidad absoluta del
pecado original? Tal vez se pueda decir que toda la doctrina sobre el pecado
original está definida en función del bautismo: así, el canon 4 dice que los
niños nacidos de padres cristianos deben ser bautizados para obtener el
perdón de los pecados. Esta declaración, según algunos, no dice nada sobre el
tiempo en que no existía el bautismo. Pero contra esta opinión es preciso notar
que el pecado original existía, ciertamente, en el tiempo de María, porque de lo
contrario su concepción inmaculada no hubiera sido una excepción. Sin
embargo, es evidente que la universalidad del pecado original está delimitada
por la caída tanto en el Concilio como en todo el pensamiento de la Iglesia. Lo
mismo que Adán, Eva entró en el mundo sin mancha: nadie interpreta esta
afirmación como una negación de la universalidad del pecado original. Por
tanto, sí alguien concibe el pecado original de otra manera -por ejemplo, como
un desarrollo histórico progresivo- su opinión no puede ser rechazada sin más
a causa de la universalidad del pecado original tal como la enseña el Concilio
de Trento (ni tampoco a causa del fundamento que pueda encontrar en el
capítulo 5 de la carta a los Romanos). Es muy posible que tal afirmación esté
en conflicto con el dogma del pecado original por otros motivos, pero no porque
vaya contra la universalidad del pecado original, al menos directamente, ya
que ha sido concebida siempre como una universalidad que siguió a la caída.

h) El hombre contrae el pecado original generatione (c. 4); por tanto, es


<propagatione, non imitatione transfusum> (c. 3). Se transmite, pues, por la
procreación. Aunque en el canon algunas palabras, como, por ejemplo, la que
acabamos de citar, «transfusum», tienen un matiz bastante físico, el Concilio
de Trento no enseña formalmente que exista un influjo físico y, por tanto,
tampoco una causalidad directa del acto de la procreación. Se habla de la
procreación para explicar la existencia del pecado original como anterior al
influjo de los malos ejemplos y anterior a toda decisión personal: en la
procreación comienza el hombre a existir. Afirmar que la procreación sólo trae
consigo un nuevo ser humano, pero que su estado de pecado original hay que
atribuirlo a una determinación concreta de la humanidad histórica, es una
opinión que ciertamente discrepa con la de muchos autores escolásticos, pero
que no está en contradicción con la doctrina del Concilio de Trento, porque
éste no ha determinado con más precisión la dependencia causal que se da
entre la procreación y el pecado original.

i) El pecado de «Adán» es la fuente del pecado original. En las enseñanzas


del Concilio de Trento no se encuentra ese tipo de especulaciones escolásticas
según las cuales solamente el primer pecado de Adán -no el pecado de Eva ni
los que después cometió Adán- es la causa del pecado original. Es verdad que
el Concilio habla sólo de Adán. El problema de si existieron una o más primeras
parejas no se discutía en aquel tiempo; por eso sigue siendo posible que la
existencia de un solo primer padre no sea nada más que una suposición
disociable de la doctrina que defiende que los niños vienen al mundo con la
mancha del pecado y con la necesidad de ser redimidos. Pero ¿no dice el
Concilio de Trento algo más, en virtud de lo cual el monogenismo se convierte
en un elemento esencial del pecado original? ¿Cómo se deben entender las
palabras origine unum (uno en su origen) que se mencionan en el canon 3 al
hablar del pecado original? Con estas palabras el Concilio quiere rechazar la
teoría de Pighius, que defendía que el pecado original era uno numéricamente,
y no múltiple, porque en los descendientes de Adán no tiene ninguna realidad,
sino que a ellos solamente les es imputado. «En el canon 3 únicamente se
condena... la doctrina defendida por Pighius sobre la unidad numérica del
pecado original». «La fórmula dice: el pecado original no es numéricamente uno
en los distintos hombres; su unidad está más bien en su origen. El Concilio
no habla sobre la naturaleza de esta unidad de origen». Por tanto, la afirmación
de que también los pecados de otros antepasados ha influido en el pecado
original de los niños --opinión que, según creían los padres del Concilio de
Trento, se encontraba en Agustín- no está de ningún modo en contradicción
con el origine unum. La influencia de más de un primer padre y, por tanto, el
poligenismo queda fuera del campo de visión de los padres conciliares; pero,
puesto que sólo querían decir que la unidad del pecado original debe buscarse
únicamente en su origen, no proponían como un dato estricto de fe la imagen
que ellos tenían de este origen. Cuando la encíclica Humani generis cita la
doctrina de Trento como claramente favorable al monogenismo, no menciona
textualmente la fórmula origine unum; además, se limita a concluir que no se
ve cómo puede conciliarse el poligenismo con la doctrina del pecado original
del Concilio de Trento (por tanto, no dice que ambas doctrinas sean
abiertamente irreconciliables). No se encuentra en el Concilio de Trento
ninguna razón directa para hacer del monogenismo una doctrina de fe.
Tampoco encontramos ninguna razón en las declaraciones del siglo
pasado, época en que surgió por primera vez la cuestión del «monogenismo» y
«poligenismo». El Concilio Vaticano I había preparado un canon que condenaba
sin más el poligenismo: «Si quis universum genus humanum ab uno
protoparente ortum esse negaverit: anathema sit.» Este canon no llegó a
promulgarse, de modo que el magisterio extraordinario no se expresó tampoco
en aquella ocasión contra el poligenismo Consideremos ahora el texto de la
encíclica Humani generis: «Mas cuando se trata de otra hipótesis, la del
llamado poligenismo, los hijos de la Iglesia no gozan de la misma libertad.
Porque los fíeles no pueden abrazar la sentencia de los que afirman o que
después de Adán existieron en la tierra verdaderos hombres que no
procedieron de aquél como del primer padre por generación natural, o que
`Adán' significa una pluralidad de primeros padres. No se ve, en efecto, cómo
puede esta sentencia conciliarse con lo que las fuentes de la verdad revelada
y los documentos del magisterio de la Iglesia proponen sobre el pecado original,
que procede del pecado verdaderamente cometido por un solo Adán y que,
transmitido a todos por generación, está presente en cada uno como pecado
propio» (DS 3897; NR 205b).
En este texto se prohíbe, ciertamente, considerar el poligenismo como
una opinión libre; pero, por otra parte (quizá a causa de una posterior
modificación del texto en este pasaje), no se da como razón que el poligenismo
y el pecado original sean irreconciliables, sino que se expresa con una fórmula
que deja abierto el problema: no se ve cómo pueden conciliarse ambas cosas.
De hecho, existe la posibilidad de que lleguen a aparecer como irreconciliables;
pero es igualmente posible que el monogenismo llegue a verse como un
elemento no esencial del pecado original. Ciertamente, la presunción está en
favor del monogenismo, ya que desde siempre estuvo íntimamente relacionado
con la doctrina de la Iglesia sobre el pecado original. El que quiera separar
ambas cosas debe enfrentarse con la dificultad de probarlo; pero no es
imposible que se pueda llegar a presentar tal prueba, y no hay ninguna razón
para impedir de antemano a nadie que realice esta tarea.

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