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Hacia la Construcción de la Identidad Profesional Docente: algunas

consideraciones teóricas

Isabel Valenzuela Giovanetti

Instituto de Educación, PUCV

2005

El estudio del tema asociado a la construcción de la identidad profesional


docente desde las voces de los propios profesores requiere ser analizado
desde diversos ámbitos y considerando toda su complejidad. Dado lo
anterior, es necesario identificar algunas de sus características, tomando
como referente aquellas que configuran una profesión en general,
identificando su estatuto profesional y el epistemológico; la evolución
histórica de la profesión docente y la definición social que de ella se ha hecho
tanto a nivel internacional como en la historia de la educación chilena, de los
cuales se desprenden los problemas que existen para considerar a la
profesión docente como tal. Se destacarán entre esos problemas los que
dicen relación con su saber especializado, su autonomía profesional y la
colegialidad, ya que constituyen las bases de sustentación y legitimación
para la construcción de su identidad profesional que se inicia en el proceso
de formación inicial y continúa desarrollándose a lo largo de la formación
permanente.

Las profesiones: algunas de sus características

Tomando como base que profesión es un concepto ambiguo y que posee


múltiples atributos se podría decir que las profesiones se sostienen a partir
de dos estatutos: el profesional y el epistemológico. Se entiende por estatuto
profesional al conjunto de características construidas por los propios
profesionales que les permiten desempeñar una función social, posicionarse
dentro de la sociedad a partir del dominio de conocimientos específicos
adquiridos sistemáticamente a lo largo de su formación; con la exclusividad
del servicio prestado, capaces de aplicar conocimientos y criterios
especializados para la toma de decisiones, con un campo de actuación
específica, todo lo cual les permite considerarse como grupos ocupacionales
altamente especializados y con un prestigio profesional obtenido a través del
tiempo y reconocido como tal por la sociedad (Gyarmati, 1984; Prieto, 1994).
Al mismo tiempo, los profesionales cuentan con un conjunto de normas para
el autogobierno, frecuentemente objetivados en un código deontológico,
cuya finalidad es mantener y potenciar un sentido ético en el ejercicio
profesional y en las relaciones entre sus pares y comunidad (Altarejos, 1998).

El estatuto epistemológico está asociado a la identificación del dominio de


un cuerpo de conocimientos especializados que se traduce en un saber
propio. Ello les permite focalizar su saber específico en el proceso de
enseñanza y aprendizaje y dar respuesta al qué, a quienes, para qué y
cómo enseñar (Vasco, 1992). Del mismo modo, está referido a la
construcción del conocimiento disciplinario –qué enseña-, conocimiento del
contexto –a quiénes enseña-, conocimiento asociado al aprendizaje y
formación de sus alumnos –para qué enseña- y, por último el conocimiento
didáctico del contenido –cómo enseña-.

Estas respuestas son de alguna manera, respondidas por Carlos Marcelo


haciendo referencia a cuatro tipos de conocimientos: el conocimiento
pedagógico general, el del contenido, el del contexto y el didáctico del
contenido. El conocimiento pedagógico general está referido a los
conocimientos, creencias y destrezas que los profesores desarrollan a lo
largo de su formación y relacionados con la enseñanza, tiempos de
aprendizaje académico, gestión de la clase, etc. que informarán las prácticas
educativas. También incluye conocimientos relativos a cómo enseñar el
contenido disciplinario, es decir, a cómo se estructuran las lecciones, como se
planifica la enseñanza, cómo se evalúa, y cuáles son las influencias del
contexto en la enseñanza.

Del mismo modo, deben conocer el contexto donde se desarrollan sus


prácticas, es decir, dónde y a quién se enseña, entre otros aspectos. Este
conocimiento, a su vez, se articula con el conocimiento disciplinario, que
corresponde a los saberes propios relativos a las materias escolares.
Enseñar un contenido disciplinario requiere que los profesores adapten su
conocimiento disciplinario a las condiciones particulares de la escuela y de
los alumnos que a ella asisten, es decir, deben contextualizarlo. Esta
contextualización se produce tomando en consideración a los alumnos y las
escuelas reales, y por lo tanto, las prácticas docentes se constituyen en el
camino para desarrollarlo.

El conocimiento didáctico del contenido les permite reconstruir, reordenar y


simplificar los contenidos disciplinarios para transformarlo en conocimiento
enseñable a sus alumnos “que incluye un conocimiento que facilita o dificulta
el aprendizaje de temas concretos; las concepciones y preconcepciones que
los estudiantes de diferentes edades y procedencia traen consigo cuando
aprenden los temas y lecciones más frecuentemente enseñadas” (Marcelo,
1992:8, citando a Schulman,1986:9-10).

Por último, resulta indispensable mencionar el conocimiento práctico que los


profesores construyen a partir de la integración de los cuatro conocimientos
anteriormente descritos. Este conocimiento es fruto de la reflexión que ellos,
de manera individual y colectiva, realizan acerca de sus prácticas docentes, y
es el resultado de la reflexión en la acción y sobre la acción, diferenciándolo
de manera crítica del conocimiento práctico definido por la racionalidad
técnica que lo significa como un proceso de solución de problemas a partir de
la aplicación de la regla relación fines-medios para resolver los problemas de
la práctica profesional (Schön, 1991).
Es, precisamente, este saber específico el sustrato para la construcción de la
identidad profesional que le permitirá relacionarse con otros saberes, dado
que constituye un
“cuerpo de conocimientos especializados que permite
identificar, por una parte, un discurso, el que traduce
e l a b o ra ci o n e s te ó ri ca s y p ra cti ca s d e l o s su j e to s,
conjuntamente con procesos de apropiación y adecuación que
permiten la existencia de personas socialmente reconocidas
como portadoras de un saber especializado y por otra, un
campo de actuación específica” (Prieto, 1994:42).

Desde estas características surge una cultura e identidad profesional


conformada por saberes y discursos especializados, conjuntamente con un
sistema de valores, actitudes, aspiraciones, que permea y califica su
desempeño profesional y sitúan a cada profesión en su propio espacio social
(Prieto, 1994).

Un análisis de estas características llevan a preguntarse: ¿se aplican estas


características a la profesión docente?; el profesor, ¿es considerado como
profesional de la educación?; la profesión docente ¿posee un estatuto
profesional y epistemológico institucionalizado? Si bien es cierto no es fácil
obtener una respuesta, es posible identificar algunas pistas emanadas de la
evolución histórica del constructo, y del análisis de la definición social del
profesor. Este análisis permite visualizar algunos de los problemas a los que
se ha enfrentado la profesión docente y por lo tanto, conocer las dificultades
para alcanzar su propia identidad.

La profesión docente: una mirada retrospectiva

El análisis de la literatura especializada revela la existencia de una


abundante recopilación de definiciones, exigencias, tareas, roles y
características que se imponen al profesorado a lo largo de la historia. A
comienzos del siglo XX se significó la profesión docente como un
apostolado, lo que implicó definir el trabajo docente como un servicio o
vocación, motivado interiormente, sin implicaciones contractuales o
económicas: “Se le entiende con un carácter más bien voluntario. Esta
concepción, que todavía aflora entre nosotros, implicaba “deberes”
autoasignados por el educador y no requería una definición de
derechos” (UNESCO, 1990:42). Esta etapa ha sido definida por Andy
Hargreaves como la edad pre-profesional, que describe al profesor como
“persona entusiasta que conoce su material, sabe explicarlo y puede
mantener orden en la sala de clases”. (Hargreaves, 1997:7). Lo que
obviamente implica una reducción de su ser profesional, y que en el caso de
Chile se prolongó por un largo período.

La evolución histórica de la profesión docente en Chile muestra que el primer


período de profesionalización nace con la creación de las primeras Escuelas
Normales encargadas de la enseñanza básica. Esta formación no
corresponde a una formación profesional institucionalizada sino que, más
bien, a una incipiente formación en servicio. En efecto, los preceptores
adquirían su instrucción inicial en las Escuelas Normales y luego era
reforzada por los visitadores en su calidad de supervisores y asesores de la
enseñanza primaria. Así, los primeros profesionales de la educación,
egresados de las primeras escuelas normales del siglo XIX eran, en su
mayoría, personas de bajo nivel social y su desempeño se caracterizó por un
alto grado de improvisación, dado que enseñaban a sus alumnos lo que
recibían en los ejercicios de maestros dirigidos por los visitadores antes
mencionados (Núñez, 2002).

En un segundo momento, la formación profesional del profesor se torna más


exigente y queda a cargo de pedagogos alemanes contratados por el Estado
para mejorar el nivel de enseñanza en Chile. En este tiempo se establece,
junto con otros países, una relación contractual entre el Estado y los
profesores, la que definió y reguló el trabajo docente a través de la prestación
de servicios. Ello se materializó en una remuneración acorde con el trabajo a
realizar, en la delegación de la responsabilidad docente en funcionarios
especializados y significados como plenamente capaces, responsables y
autónomos (UNESCO, 1990). Esto también ocurrió con los profesores
egresados de las Escuelas Normales en Chile, aún cuando continuaron
sometidos a las reglamentaciones educacionales dadas por el poder central,
restándoles así autonomía profesional en la toma de decisiones.

Posteriormente se crea el Instituto Pedagógico, fundado en 1879, el que se


mantiene coexistiendo junto a las Escuelas Normales hasta finales de 1973.
Esta iniciativa define y regula el trabajo docente a través de una formación
inicial de calidad para profesores secundarios, posibilitando así la
especialización en diversas disciplinas curriculares. La formación otorgada
por este Instituto Pedagógico nacional inspiró a la Universidad de Chile y
posteriormente a las universidades privadas, a desarrollar programas de
formación de profesores cuyos egresados recibieron el título de Profesor de
Estado. Sin embargo,
“el empleo del concepto ‘profesional’ escondía un rol
propiamente técnico en la división del trabajo al interior del
campo educativo. El docente era entendido como un operador
calificado, respecto a normas o planificaciones elaboradas y
decididas por agentes situados fuera de la práctica docente. En
este sentido, el dominio metodológico se convertía en decisivo
(...), particularmente en la enseñanza primaria.” (Núñez,
2002:36).

Se asiste así, sobre la base de una relación contractual entre el Estado y los
profesores, a una progresiva profesionalización de la carrera docente, aún
cuando carece de dos elementos claves que definen una profesión: la
autonomía y la colegialidad. Sin embargo, esta etapa dio paso a una segunda
profesionalización, enmarcada por su condición de carrera universitaria y
poseedora de un estatuto profesional.

Esta segunda profesionalización en Chile, se inicia a partir la década de los


90, en que el término profesional de la educación permanece aún en
construcción y se configura como alejado de la noción “técnica” de la
enseñanza, al menos en el discurso oficial. Iván Nuñez señala que en la
actualidad hay un interés mayor por diagnosticar la realidad educativa y a
partir de allí, encontrar las respuestas a los problemas y situaciones diversas
y emergentes, “lo que supone una formación básica a nivel superior y
autonomía intelectual e institucional, al mismo tiempo que redefine el
co mp o n e n te ‘ re sp o n sa b i l i d a d ’ q u e su p o n e e l p ro fe si o n a l i smo
moderno” (Núñez, 2002: 37, citando a Fernández Enguita, 2001).

En esta etapa, el Estado chileno crea el Estatuto Docente (Decreto con


Fuerza de ley N°1, de Educación de 1997), cuyo proyecto, entregado al
Congreso Nacional en 1990, institucionaliza el estatuto profesional del
docente, a fin de dar nuevos pasos en el proceso de profesionalizar la
actuación de los profesores. Los elementos constitutivos de dicho estatuto
fueron:
“el dominio apropiado de una competencia técnica, sobre las
bases de conocimiento científico y teórico alcanzables sólo en
una formación de nivel superior; reconocimiento de la sociedad
acerca del papel de interés público que cumple la profesión y las
consiguientes retribuciones materiales; responsabilidad de los
miembros de la profesión respecto a su desempeño en el campo
que la sociedad les confía; y autonomía en el ejercicio de la
función, a partir de la confianza en la competencia adquirida y en
constante perfeccionamiento, dentro del marco de las
disposiciones legales, y de lo establecido en los proyectos
e d u ca ti vo s d e l o s re sp e cti vo s e sta b l e ci mi e n to s
educacionales” (Núñez, 2002:38, citando al proyecto de ley de
1990).
La aprobación de este proyecto de ley y su vigencia, no cambió
sustantivamente la situación del magisterio y se comprueba, una vez más,
que los profesores poseen su estatuto profesional por decreto, sin ninguna
participación en su construcción y por ende, no se identifican con él. Esta
situación del profesorado nacional se contradice con el discurso internacional
de aquellos años: la edad del profesional colegiado. En efecto, a partir de la
segunda mitad de los años 80, se comienza a hablar en otros países de la
etapa del profesional colegiado (Hargreaves, 1997). Esta colegialidad
profesional surge ante la necesidad de crear asociaciones de profesores
cuyos propósitos colaborativos estuviesen destinados a enfrentar
colectivamente las nuevas exigencias de la actual época de cambios. Así
mismo, esta colegialidad apoyaría la creación de un clima de superación
permanente y favorecería la generación de colectivos comprometidos con su
profesión, que sustituirían a los modelos individualistas, episódicos y
escasamente vinculados con las prioridades de la escuela.

Por su parte, algunos autores también enfatizan la necesidad de


profesionalizar la docencia y se refieren a los profesores como intelectuales
transformativos, es decir, como actores quienes, desde su contexto socio
cultural, pueden y deben participar y cambiar el actual sistema educativo en
la medida que se sientan comprometidos con su quehacer pedagógico. Ello
interpela a los profesores a participar efectivamente en dicho cambio,
aportando ideas, necesidades y criterios propios, producto de sus reflexiones
críticas personales y colectivas, creando una cultura profesional, y tomando
decisiones. En definitiva: un profesional cuya identidad surge de sí mismo y
del trabajo en equipo con otros profesores (Giroux, 1990; Imbernón, 1994).

Se ha recorrido retrospectivamente la construcción de la profesión docente


tanto a nivel nacional como internacional. Sin embargo, a pesar de los
intentos por profesionalizar a los profesores en los últimos años a través de la
colegialidad y la institucionalización de un estatuto profesional que los
considere como tales, pareciera que aún no es posible hablar de la
construcción de la identidad profesional docente. ¿Existen en el medio
nacional las condiciones para que los profesores construyan su identidad y
ejerzan su profesión en plenitud? La realidad indica que son muchos los
problemas que deben superar para lograr una profesionalización plena.

Algunos problemas de la profesión docente

Cada una de las etapas antes presentadas aporta dimensiones acerca de la


profesión docente que permiten identificar una definición social
comprometida con las exigencias que la sociedad ha ido demandando de los
profesores. Ahora bien, una revisión de las nuevas propuestas
internacionales para la profesión docente, permite constatar que el profesor
debe cumplir hoy nuevas funciones enmarcadas en las nuevas demandas
sociales y culturales consignadas anteriormente en los antecedentes de esta
tesis. El Informe Delors (1996) plantea la tensión existente entre lo mundial y
lo local, entre lo universal y lo singular, entre tradición y modernidad, entre el
largo y el corto plazo, entre la indispensable competencia y la preocupación
por la igualdad de oportunidades, entre el extraordinario desarrollo de los
conocimientos y las capacidades de asimilación del ser humano, y por último
la tensión entre lo espiritual y lo material.

Estas tensiones sociales y culturales afectan, necesariamente, a la educación


y por ende a la profesión docente, en la medida que la escuela debe competir
con el potencial educativo de los medios de comunicación, de la vida
profesional o de las actividades culturales y de entretenimiento que muchas
veces desvalorizan o, en el peor de los casos, intentan reemplazar el papel
de la escuela y de los profesores (Montero, 2001). Al respecto señala
Jacques Delors que “nada puede reemplazar el sistema formal de educación
en que cada uno se inicia en las materias de conocimiento en sus diversas
formas. Nada puede sustituir a la relación de autoridad, pero también de
diálogo, entre el maestro y el alumno” (Delors, 1996:21).

Estas consideraciones aumentan las expectativas de la sociedad y de los


propios alumnos hacia sus profesores, ya que son éstos últimos los que
deberán, a través de su acción pedagógica, entregar los valores,
conocimientos y estrategias necesarios para enfrentar confiadamente los
desafíos de la sociedad actual. Se radica, por lo tanto, en los profesores, la
responsabilidad de crear las condiciones necesarias para el éxito de la
enseñanza formal y la formación permanente, la participación de la escuela
abierta al mundo y a los nuevos desafíos que la afectan y buscar la forma de
transformar la escuela en un lugar atractivo y facilitador para la comprensión
crítica de la sociedad de la información (Montero, 2001; Delors, 1996). En
consecuencia, los profesores, insertos en esta escuela abierta al mundo,
deben necesariamente redefinir su papel ante la nueva realidad que les toca
vivir y responder a las nuevas expectativas y responsabilidades, aportando
así a la construcción de su identidad profesional.

Todas estas presiones, demandas y expectativas hacia el profesor lo


impactan y desgarran su identidad, lo que se traduce en una significación de
profesor que oscila entre instructor y facilitador del aprendizaje; entre apóstol
y técnico, entre intelectual y trabajador, entre guía y analista simbólico
(Torres, 2001). Es decir, se torna “un personaje perfecto, un mutante
excepcional que reúne en una sola persona las cualidades del Santo Job,
Robert Redford, Picasso y Superman” (Estévez, 1995:9), capaz de asumir
todas las exigencias y muchas más que sin duda continúan apareciendo. A
esta situación se podría sumar un discurso que presenta al profesor con una
imagen ruinosa, tanto por la calidad de su práctica pedagógica, como por los
resultados del aprendizaje, reproduciendo una realidad de la enseñanza y de
la actuación de los profesores definitivamente fracasada (Estévez, 1995). Este
hecho ha provocado que la opinión pública se considere con el derecho a
opinar acerca de las decisiones que deben tomar los profesores frente a los
problemas que se presentan.

Hoy se pide a los profesores del país que sean efectivos, entendiendo por
ello su capacidad para impactar positivamente en el aprendizaje de sus
alumnos y se destaca la necesidad de investigar acerca de los factores
esenciales que inciden en el éxito pedagógico, es decir, estudiar:
“cómo logran utilizar productivamente su plataforma de
conocimientos en el aula, cómo preparan y ejecutan sus clases,
qué tipo de comunicación establecen con los alumnos, si
cuentan con guías y materiales de apoyo de buena calidad,
cómo monitorean y evalúan su progreso, a qué dispositivos
recurren para organizar el tiempo de trabajo en la sala, qué tipo
de clima de aprendizaje generan, etc.” (Brunner y Elacqua,
2003:9-10).

Este planteamiento reduce su trabajo profesional al mero aprendizaje,


descuidando o ignorando que los profesores, no sólo deben preocuparse de
que los estudiantes alcancen los objetivos de aprendizaje, sino que también
se desarrollen como personas. Estas ambigüedades respecto de la definición
de profesor llevan a considerar la necesidad de analizar algunos aspectos
que se constituyen como los referentes para su desempeño profesional y que
en la actualidad aparecen minimizados o descuidados, situación que
conspira para un desempeño profesional adecuado. Si bien es cierto son
muchos los aspectos a considerar, es necesario destacar lo que dice relación
con su saber especializado, dado que de este emana su autonomía
profesional y habilita para la colegialidad, que constituyen las bases de
sustentación y legitimación para la construcción de su identidad profesional.

El saber especializado del profesor: el saber pedagógico

El saber pedagógico está asociado a una “compleja red de temas referidos a


la educación, la didáctica, la instrucción englobadas en el gran tema de la
enseñanza y el aprendizaje. Constituye un gran conjunto de conocimientos
con estatuto teórico y práctico que conforman un saber institucionalizado
configurado por la práctica de la enseñanza y la adecuación de la educación
a una sociedad en cambio”(Prieto, 1994:43).

Este saber es construido por los profesores individual y colectivamente


respondiendo a preguntas relacionadas con qué, a quiénes, para qué y
cómo enseñar, lo que les obliga, no solamente a saber las materias que
imparten, sino que además, a conocer las etapas del desarrollo
biopsicológico de sus alumnos, el ambiente socio– económico y familiar del
cual provienen sus alumnos, sus motivaciones y los desafíos que deberán
enfrentar en etapas posteriores. En definitiva, deben conocer todo el contexto
que rodea a los alumnos, además de los saberes especializados adquiridos a
lo largo de su formación profesional (Vasco,1992).

Así mismo, los requerimientos para la educación del siglo XXI hacen hincapié
en cuatro pilares de la educación: aprender a conocer, aprender a hacer,
aprender a ser y aprender a vivir juntos (Delors, 1996), situación que obliga a
los profesores a estar preparados para ayudar a sus alumnos a encarar estas
realidades y a salir adelante en su futuro. Una base interesante para
realizarlo lo constituyen los siete saberes necesarios para la educación del
futuro, desarrollados por Edgar Morin relacionados con: las características del
conocimiento humano, la forma en que la inteligencia humana integra y
contextualiza toda la información que recibe, la compleja unidad de la
naturaleza humana, la crisis que afecta al ser humano inserto en la aldea
global, los principios y estrategias para enfrentar dicha crisis planetaria, las
comprensiones mutuas entre los seres humanos para mejorar las relaciones
humanas y, por último la ética del género humano en su triple dimensión:
individuo, sociedad y especie (Morin, 1999).

Todas estas propuestas deben ser acogidas por los profesores, reflexionadas
en el contexto de sus propias realidades e incorporadas a su saber
pedagógico para formar a sus alumnos y contribuir así al mejoramiento de la
sociedad en que viven. Sin embargo, ello requiere un desempeño profesional
autónomo que apoye y favorezca la construcción de su saber y hacer
pedagógico y, en consecuencia, la construcción de su identidad docente, la
que hoy está sumida en una profunda crisis debido a la inseguridad acerca
de lo que significa ser profesor y de lo que un profesor hace, como producto
de las ambigüedades antes vistas que le impiden construirla (Vasco, 1992).

El problema de la autonomía profesional del profesor

La autonomía, en cualquier campo profesional, representa la capacidad de


operar y desarrollarse y tomar decisiones sin ser controlado por otras
entidades o instituciones sociales ajenas a la profesión, lo que permite fijar
objetivos propios, organizar sus actividades y regirse por medio de reglas
propias, formuladas por los miembros de la profesión respectiva. De estos
elementos se desprenden las distintas atribuciones que ejercen las
profesiones haciendo uso de su autonomía para definir, establecer las pautas
de selección, de preparación y certificación de los nuevos miembros, delimitar
la esfera de competencia de la profesión (el campo dentro del cual los
miembros de la profesión se consideran técnicamente capacitados para
actuar), establecer sus propios criterios y normas de eficiencia técnica y,
establecer sus propios criterios y normas de conducta ética en el desempeño
profesional (Gyarmati, 1984). La autonomía profesional tiene dos niveles: uno
global, definido por la relación de la profesión con otras profesiones, y otra
individual, esto es, la autonomía que tiene cada profesional para aplicar sus
propios criterios que informarán las decisiones necesarias para ejercer
profesionalmente.

En el caso de la profesión docente la autonomía profesional está relacionada


con “la aplicación de conocimientos especializados y criterios profesionales
para tomar decisiones. Ello implica, por lo tanto, una relativa libertad de
supervisión y control directo sobre las decisiones que toma” (Prieto, 1994:42)
en el contexto del aula y de manera global. Ahora bien, no se puede
confundir autonomía con el individualismo propio del desempeño profesional
del profesor. Este individualismo surge de las condiciones en las que trabaja
normalmente el profesor: aulas y lugares cerrados, protegidos de las miradas
ajenas donde el profesor “es dueño de su clase” y no caben las
intervenciones de terceros (Montero, 2001).

La autonomía del profesor debe ser entendida como un proceso de


emancipación que implica rechazar el paternalismo de la autoridad que le
obliga a aplicar criterios curriculares y metodológicos impuestos desde fuera
de la profesión (Stenhouse, 1998). Ejemplos de lo anterior los ofrece la propia
Reforma Educativa en Chile a través de sus documentos oficiales. Aún
cuando los decretos N°240 y 220 de la Ley Orgánica Constitucional de
Enseñanza (L.O.C.E) de 1990 entregan la posibilidad a cada unidad
educativa de elaborar sus propios planes y programas de enseñanza con el
fin de mejorar la calidad y equidad educativa, definiendo a los profesores
como copartícipes en el desarrollo curricular, en la práctica esto no es así. En
efecto, los resultados de una investigación realizada en 2.265
establecimientos educacionales de la Región Metropolitana, que incluyen a
los diferentes tipos de dependencia, demostró que tan solo 274 colegios
(12,09%) contaban con planes y programas propios en 1998. Se podría
concluir que la autonomía profesional se experimenta sólo en el desarrollo
curricular (cómo enseñar) y no en el diseño (qué y para qué enseñar), y en
los hechos el profesor se convierte en un ejecutor o técnico, que aplica lo que
otros han diseñado (Sandoval, 1999).

Los profesores, como se puede apreciar, tienen dificultades para ejercer su


autonomía sobre la base de su saber y saber hacer especializado y, en
consecuencia, tener poder de decisión real y significativo. Lo que el profesor
experimenta es, más bien, un sometimiento a las prescripciones del poder
central, dado que en la práctica son los expertos, es decir, los profesionales
ajenos a la escuela, quienes toman las decisiones, formulan las
conceptualizaciones, proveen guías y explicaciones para desempeñarse en
el aula. En este contexto, los profesores están supeditados a simplemente
implementar estas decisiones tomadas por otros, a responder a las presiones
sociales, a las rutinas institucionales y a las exigencias de los mismos
miembros de la comunidad escolar. Esta situación permite asumir que lo que
existe es más bien una heteronomía profesional, es decir, los profesores
dependen de otros en su desempeño profesional (Santos Guerra, 2001). Este
hecho se contradice, por una parte, con lo que dice la ley N° 19.070 de 1991,
llamada “Estatuto de los Profesionales de la Educación” que otorga a los
profesores la condición de profesionales. Por otra, resulta contradictorio con
la supuesta implementación de una política de “fortalecimiento de la profesión
docente” la que, a nivel de discurso, destaca el carácter estratégico de la
profesión docente y valoriza su trabajo.

No se pueden desconocer los esfuerzos que el Estado ha hecho por propiciar


en los docentes una profesionalización conferida, proveyendo de apoyo
material y legal desde el poder central a través de incentivos salariales,
cursos de actualización pedagógica, materiales didácticos que ayuden en sus
prácticas, etc. No obstante lo anterior, persiste un panorama de
desprofesionalización de los profesores (Núñez, 2000). Una posible
explicación a esta realidad se podría encontrar en la proletarización de esta
profesión dado que el profesor mantiene “un sueldo bajo, librado a las
fuerzas del mercado y estratificado en torno a variables tales como el tipo de
establecimiento en que trabaja, sin relación con la calidad del trabajo docente
desempeñado o a la formación recibida” (Cerda,1991:122). Otro factor que
p o d ría e sta r i n ci d i e n d o e s e l o ri g e n so ci a l d e l o s p ro fe so re s
(mayoritariamente provenientes de clase media y media baja), la feminización
de la profesión y la descalificación académica a ciertos profesores como es el
caso de los profesores de Educación Básica, a los que se percibe como de
menor estatus académico que el de los profesores de Enseñanza Media
(Montero, 2001). Por lo tanto, a pesar de los intentos por otorgar al quehacer
docente un estatuto profesional, aún se constata su semiprofesionalización al
carecer de la autonomía necesaria para gozar de dicho estatuto.

Frente a las dificultades por las que atraviesa la profesión docente surge la
necesidad de romper con las imágenes estereotipadas que existen de ella,
ajenas a los nuevos requerimientos educativos, y dar a los profesores la
oportunidad de expresarse por sí mismos al respecto, dar sus propias
respuestas a la actual crisis, y realizar sus propias interpretaciones acerca de
sus prácticas pedagógicas. Ello no será posible si se ignoran sus voces,
¿cómo saber lo que ellos piensan, si no se les pregunta?

Se ha dicho que la última etapa de la evolución histórica de la profesión


docente ha permitido a los profesores conquistar espacios de reflexión y
discusión en torno a los problemas que los afectan, sin embargo la realidad
nacional permite identificar escasas experiencias de reflexión y discusión
colectiva entre los profesores de manera sistemática y sostenida en el tiempo
que apoyen la construcción de su identidad profesional. El ejercicio de la
colegialidad profesional docente ciertamente proporciona una posibilidad
para lograrlo.

La colegialidad de los profesores: un desafío pendiente.

La colegialidad está asociada a un conjunto de personas con ciertos poderes


y derechos especiales, que implican a su vez, la realización de deberes y
compromisos con ciertos postulados, principios y valores propios de su
profesión. Es decir, el trabajo colegiado “implica la reflexión entre profesores,
de manera de lograr la identificación y reconstrucción de un cuerpo de
saberes y prácticas especializadas y tomar decisiones al respecto” (Prieto,
2003:7, citando a Fielding, 1999).

En el caso de la profesión docente, la colegialidad no se puede asociar a la


participación en reuniones o disposiciones burocráticas, sino que al ejercicio
de prácticas profesionales y sociales desarrolladas por los profesores en el
contexto de su desempeño cotidiano con otros pares. Esta cultura colegiada
permitiría romper el tradicional aislamiento que experimentan los profesores,
dado el hecho que deben enseñar en la escuela con una estructura física
compartamentalizada, que son permanentemente excluidos tanto de los
procesos de reformas como del diseño de las innovaciones y, están
constantemente amenazados por evaluaciones efectuadas por la
administración, que podrían llevar a desconfiar de sus propias competencias
(Hargreaves, 1996). Todo lo anterior ha traído como consecuencia que los
profesores “sean personas solitarias. Ni siquiera saben lo que hacen sus
colegas. Si algo les da resultado, continúan utilizándolo año tras año. No hay
tiempo para dedicarse a intercambiar ideas con personas de otras
áreas.” (Hargreaves, 1997:1 citando a Johnson, 1990:151). Este aislamiento
constituye un obstáculo para la construcción de la colegialidad, la que será
posible alcanzar en la medida que los profesores salgan de sí mismos y
acepten la mutua comprensión de sus realidades a través del diálogo con sus
pares logrando así acercarse a la construcción conjunta de su identidad
profesional (Hargreaves, 1996).

Esta noción ha dado lugar al llamado paradigma de la colegialidad (Santos


Guerra, 2001) que pone énfasis en la trascendencia de los discursos, de las
actividades y de las prácticas que se elaboran y se desarrollan desde una
perspectiva grupal depositaria de los valores, creencias y significados que
van configurando la construcción de la identidad profesional docente. La
colegialidad permite afirmar que lo que se construye en conjunto estará
fuertemente determinado por lo que otros participantes del grupo creen,
piensan, hacen y dicen y el producto que surge es el resultado de la
conjunción de todos los pensamientos (Prieto, 2001, citando a Pressley,
1994):
“Los aprendizajes compartidos implican discusión, respeto,
defensa de las propias ideas, enriquecimiento personal con las
visiones de los otros y muchos otros logros que permiten un
mejor aprovechamiento del trabajo escolar en general y de los
procesos de aprendizaje en particular “(Prieto, 2000:87),

Una manera de trabajar colegiadamente la constituye la reflexión sistemática


entre pares acerca de sus prácticas pedagógicas. Ello permitiría erradicar
ciertos supuestos arraigados en el colectivo nacional que han generado una
visión acrítica de la realidad docente, traducida en creencias tales como “el
profesor nace, no se hace”, o experiencia “es sinónimo de sabiduría
pedagógica”. Por el contrario, el profesional de la educación, concebido como
un especialista, es capaz de diagnosticar, comprender, evaluar, decidir,
comprometerse con su tarea docente y desarrollarse como profesional a
través de la reflexión rigurosa y sistemática con sus pares.

Apelando a ello, Miguel Angel Santos Guerra plantea cuatro exigencias y


ca ra cte rísti ca s q u e p o d ría n co n tri b u i r a e sta co l e g i a l i d a d : l a
Contrahegemonía (citando a Giroux, 1990) referida a la exigencia de un
compromiso de los profesores con la creación de nuevas relaciones sociales
que den espacios a nuevas alternativas de experiencia y lucha frente al poder
de la racionalidad técnica o instrumental. La Indagación: (citando a
Stenhouse y Elliot, 1990) referida a significar la práctica educativa como un
campo de investigación para la comprensión y mejoramiento de la práctica
profesional a partir de la organización y desarrollo de la enseñanza. Otro de
los aspectos está relacionado con lo que el autor denomina especificidad, es
decir, la profesión docente requiere de conocimiento teórico y práctico
especializado, asentado en sólidos fundamentos interdisciplinares, lo que
corresponde a lo que otros autores llaman el “estatuto epistemológico” de la
profesión (Prieto, 1994). Finalmente hace mención a la apertura: referida a la
necesidad de que la escuela se abra a la sociedad y a sí misma, en la doble
corriente que se establece desde ella hacia el exterior y desde ella hacia su
interior, estableciendo relaciones dialógicas entre los actores sociales que en
ella se desenvuelven con el fin de lograr los objetivos y tareas que se han
propuesto como propios. (Santos Guerra, 2001; Prieto, 2001).

En el caso de Chile, la actual Reforma Educacional en marcha, ha abierto


algunos espacios para la participación de los profesores en sus procesos de
reflexión pedagógica y lograr así una construcción de su identidad
profesional a través de dos iniciativas de trabajo docente grupal. El primero
de ellos corresponde a la constitución de Equipos de Gestión Escolar (EGE)
en el contexto del Programa de las 900 escuelas para el período 1998-2000
que
“busca acompañar a directivos docentes y profesores para
contribuir al fortalecimiento de competencias y habilidades que
les permitan asumir con mayor autonomía los desafíos
planteados por la Reforma Educacional y la necesidad de
potenciar aprendizajes más significativos en sus alumnos.
Algunas de estas competencias son: las capacidades para
trabajar en equipo y tomar decisiones en forma compartida,
proyectarse en el tiempo, evaluar y ajustar estrategias en función
de indicadores de progreso y resultados parciales, generar un
clima organizacional que facilite la circulación de información y la
comunicación efectiva entre los diferentes integrantes de la
comunidad escolar.” (Larraín, 2002:1).

Si bien este objetivo busca sentar las bases para un trabajo de reflexión
acerca del quehacer educativo, la participación que le cabe a los profesores
se reduce a uno o dos representantes del cuerpo de profesores del
establecimiento que conforman el equipo directivo y, ocasionalmente, con
representantes del Centro de Padres y Apoderados y del Centro de Alumnos
(Larraín, 2002). A pesar de existir una voluntad política de incluir a los
profesores en los procesos de discusión y reconstrucción educativa y
brindarles así la oportunidad de constituirse en protagonistas del cambio
educativo (Cárdenas, 2000), en la práctica esto no es posible ya sea por la
forma en que se plantea en el decreto –no son todos los profesores quienes
participan del Equipo de Gestión- o bien por razones de tiempo dado que sus
múltiples actividades docentes no les permiten dedicar horas extras a este
tipo de actividades.

Otra experiencia de participación docente propiciada por la Reforma la


constituyen los Grupos Profesionales de Trabajo (GPT) enmarcados en el
Programa MECE- Media con el fin de promover y articular el proceso de
Desarrollo Profesional Docente de la unidad educativa. Este desarrollo es
comprendido “como la capacidad de autonomía profesional y de gestión
pedagógica de los profesores en el contexto del cambio educativo, a partir de
la reflexión entre pares en los grupos profesionales de trabajo” (Galaz y otros,
1999:1). El programa incluye cuatro fichas de trabajo con temas para el
desarrollo profesional en el liceo: la reflexión crítica y colectiva como base del
desarrollo profesional; el análisis didáctico como proceso que apoya la
comprensión y significación de materiales curriculares; el diseño, como
estrategia de intervención en el aula y, el registro como apoyo para la
sistematización de la práctica y la construcción del saber pedagógico. Aún
cuando estos temas tocan aspectos relevantes de la profesión docente y su
presentación y discusión invitan a los profesores a construir socialmente su
identidad profesional, no existe evidencia respecto a que si en la práctica se
destina el tiempo necesario para su desarrollo y si los resultados de este
trabajo son aplicados en el trabajo cotidiano de los docentes.

Otro ejemplo de trabajo docente colegiado, es reportado por una


investigación patrocinada por UNICEF cuyo equipo de investigadores estuvo
encabezado por Mena, Prieto y Egaña (1999). Las nueve escuelas chilenas
seleccionadas para esta experiencia, insertas en diferentes realidades
geográficas y con características socioeconómicas diversas, introdujeron
nuevas prácticas pedagógicas incorporando la reflexión y discusión
comunitaria de los problemas que los aquejaban. La metodología de trabajo
que ellas utilizaron, fue precisamente el diagnóstico de sus realidades,
jerarquización de sus necesidades, la construcción comunitaria de un plan de
acción donde toda la comunidad escolar fue incluida para luego poner en
práctica los acuerdos tomados. El éxito de cada uno de los proyectos de
mejoramiento educativo que cada escuela alcanzó, no se debió sólo a la
eficacia de su ejecución sino a la integración de todos los actores que
participaban de la comunidad escolar, liderados por sus directivos y
profesores. Desde estos resultados surge la importancia de conocer y
promover las voces de los profesores para el mejoramiento de la calidad de
los aprendizajes y condiciones de vida que cada escuela requiere.

Aún cuando estas iniciativas y experiencias son importantes


“sigue siendo necesario reclamar para la docencia un mayor
reconocimiento de su especificidad y la reconstrucción de una
identidad profesional más acorde con el papel educativo a
desempeñar en nuestras sociedades postmodernas. Es
imprescindible continuar penetrando en la trayectoria histórica
de la profesión docente desde los diferentes discursos
construidos para tratar de aprehenderlos. Probablemente la
tarea más urgente en estos momentos sea recomponer una
imagen rota y deteriorada de la profesión docente” (Montero,
2001:88)

Por esta razón se hace imprescindible la utilización de los espacios dados a


los propios profesores para que aporten con sus voces a la conceptualización
de esta profesión y a la construcción de su identidad docente. En
consecuencia, se podría deducir que los profesores deben tomar conciencia
que la colegialidad constituye el mejor camino, no sólo para reparar su
aislamiento tradicional, sino que, fundamentalmente, para construir su
identidad profesional, y facilitar su trabajo profesional, pues les permitiría
compartir experiencias, innovaciones, y dificultades, todo lo cual constituyen
el sustrato para la construcción de su identidad profesional.

La construcción de la identidad profesional docente

Dada la ambigüedad en la definición social acerca de la profesión docente,


las dificultades para un ejercicio profesional autónomo y el trabajo colegiado,
surge la necesidad de propiciar la construcción de la identidad profesional
desde los propios profesores. Ello, ciertamente contribuiría a su
profesionalización y destacaría la necesidad de significar esta profesión
trascendiendo el enfoque técnico, identificando y desarrollando la imagen
que tienen de sí mismos, su saber y hacer especializado, su discurso
institucional, sus valores, ideas, y los principios morales que guían e informan
sus prácticas especializadas.

Antes de precisar las implicancias del proceso de construcción de la


identidad docente, se hace necesario definir identidad y más específicamente
lo que se entiende por identidad profesional docente. Desde el punto de vista
sociológico, el concepto de identidad es relacionado por Pierre Bordieu
(citado por Gysling,1992) con el habitus, definido como el capital cultural
apropiado por los individuos en el curso de su socialización (primaria –
familia- y secundaria, adquirida en contextos más especializados como es la
formación profesional) y que da cuenta de la relación entre las prácticas
individuales y la estructura social, lo cual permite al individuo posesionarse
de ciertas características propias y colectivas que lo definen y lo identifican
dentro del conjunto social (Gysling, 1992). En este sentido, la identidad
constituye el reconocimiento de lo que se es y de lo que se es para otros, por
lo tanto implica un juicio clasificatorio, que permiten definir la identidad como
el “reconocimiento de pertenencia a determinada categoría ubicada en un
cierto orden social” (Gysling, 1992:20).

Otro autor señala que la identidad profesional es entendida como la entidad


individual construida en relación a un espacio de trabajo y a un grupo
profesional de referencia, al mismo tiempo que es un fenómeno social de
apropiación de modelos que se intencionan a partir de políticas sociales y
opciones políticas en un sentido amplio. Es decir, es un proceso de
construcción dinámico y cambiante, motivado por las estrategias identitarias,
entendidas como la capacidad de acción de la persona para reducir la
distancia entre lo que percibe como identidad propia, la identidad prescrita
por otros y la identidad deseada. Estas surgen de las múltiples interacciones
entre los individuos con otros significantes, en un proceso de filtro y selección
al interior del grupo social, y en estrecha relación entre las dimensiones
personales y sociales (Venegas, 2002).

En el caso de la profesión docente, puede decirse que su identidad es una


posición construida históricamente en la relación de los profesores con otros
grupos sociales. En este sentido Gysling define la identidad de los profesores
como el
“mecanismo mediante el cual los profesores se reconocen a sí
mismos y son reconocidos por otros como miembros de una
determinada categoría social, la categoría de los profesores.
Los elementos que permiten este reconocimiento son señales y
signos manifiestos, y un conjunto de orientaciones valóricas
compartidas” (Gysling, 1992:12),

Es evidente que el construir la identidad profesional del docente es

“un proceso que debe sortear los constantes dilemas,


amenazas, compromisos morales, presiones externas y
requerimientos situacionales subyacentes en la cultura escolar.
Estos problemas favorecen la configuración de profesores cada
vez más solitarios, ajenos y/o indiferentes al proceso de
construcción social de su profesión, lo que dificulta el
desarrollo de la identidad profesional” (Prieto, 2003:1).

Ahora bien, la construcción de la identidad profesional es un proceso


“complejo que resulta de la generación de colectivos críticos que articulan los
procesos subjetivos acerca de sus representaciones, experiencias y saber
especializado a partir de la reflexión sistemática conjunta” (Prieto, 2003:2), lo
que implica necesariamente alejarse de lo que se dice acerca de los
profesores para centrarse en lo que ellos dicen de sí mismos y su quehacer
profesional: la enseñanza. Esta tarea se constituye como una actividad que
crea y comparte conocimientos; que asume el diálogo como una manera de
crear conocimiento y se torna en un proceso interrelacionado, receptivo e
interdependiente (Marcelo, 1995). Presupone la construcción de una
concepción de aprendizaje como construcción social, y como proceso de
indagación y comprensión, que transforma al profesor en un iniciador,
dinamizador, guía y orientador de los estudiantes.

La construcción de la identidad docente nace, por lo tanto, del diálogo


permanente entre profesores, generando su propia significación acerca de lo
que son, construyendo su discurso, saber y hacer especializado, fomentando
valores, ideas y principios morales que orientan sus prácticas pedagógicas y
que informan, en definitiva, su desarrollo profesional, el que tiene su origen,
entre otros elementos, en el proceso de formación profesional tanto inicial
como permanente.

La formación inicial de profesores y su implicancia en la construcción de la


identidad profesional.

La formación inicial de profesores representa el proceso conducente a la


obtención de una credencial que habilite a los futuros profesionales de la
educación para ejercer como profesor o profesora. Les inicia en el proceso de
construcción de la identidad profesional a partir de una base común de
conocimientos especializados, generados a partir de la práctica de la
reflexión crítica y el trabajo colegiado entre pares. En efecto, Beatrice Avalos
identifica tres elementos centrales en el proceso de formación inicial de
profesores: la construcción paulatina de la identidad docente; la construcción
de una base de conocimientos y habilidades necesarias para ejercer la
docencia, y el carácter situado, colegiado y mediado de ese proceso (Avalos ,
2002).

Tanto la formación inicial como permanente deben dar inicio a la “reconquista


del estatuto epistemológico de la profesión docente, el cual está asociado a la
identificación de un saber pedagógico que le permitirá relacionarse con otros
saberes y realizar su acción de intervención en la realidad a partir de su
propio estatuto” (Prieto, 1994:43). El saber especializado que los estudiantes
de pedagogía empiezan a construir en esta etapa, ha sido organizado en los
currículum de formación superior bajo las siguientes áreas: contenidos
disciplinarios, conocimiento de las personas a quienes se va a enseñar,
temas transversales y contenidos instrumentales para el ejercicio docente y,
conocimiento del currículum de los distintos niveles y especialidades del
sistema educacional, diseño de su aplicación y procesos de enseñanza
(Avalos, 2002).

Durante el proceso de formación inicial, el alumno de pedagogía tiene la


oportunidad de construir una base de conocimientos específicos y, a lo largo
de todo el período de estudios, tanto en sus clases como durante el período
de práctica profesional en el cual participa que se expresa en “comunidades
discursivas” (Avalos, 2002). Estas comunidades permiten poner en práctica
sus conocimientos profesionales como así mismo, comprender las ideas,
teorías, conceptos y significados que esa comunidad educativa entrega
desde sus prácticas y experiencias pedagógicas.

A pesar de la importancia que reviste la formación inicial, en la actualidad


existe clara conciencia de las debilidades que presentan sus actuales
curricula respecto de su contribución a la construcción de la identidad
profesional docente. Estas deficiencias aluden a aspectos tales como:
disociación de la teoría con la práctica, aislamiento del sistema educacional y
de sus demandas, fragmentación de contenidos, formas de enseñanza
predominantemente reproductivas basadas en la comunicación oral con
escasos requerimientos de trabajo práctico, lectura e investigaciones, y por lo
tanto, con escasa atención a las necesidades de integración y de aprendizaje
activo y reflexivo. Esta situación limita la posibilidad de asumir un compromiso
más activo de los estudiantes en la gestación de sus conocimientos
disciplinarios y pedagógicos. Así mismo, detectan situaciones relacionadas
con la práctica profesional, la que les ofrece escasas oportunidades para
conocer el sistema escolar y de crecer en la tarea de enseñar a través de
procesos que favorezcan el análisis reflexivo, y la capacidad para desarrollar
una acción pedagógica pertinente a los distintos contextos y apropiada para
los diversos tipos de alumnos, entre otros aspectos (Avalos, 2002; Zurita,
1997).

Por su parte, Henry Giroux señala que la formación de profesores no debería


estar diseñada para formar intelectuales que actúan al servicio de los
intereses del Estado, dado que ello les impide desarrollar su conciencia
social y el ejercicio de la reflexión crítica para colaborar en el desarrollo de la
equidad y calidad de la educación que las mismas políticas públicas
promueven en sus discursos (Giroux, 1990).

No ha sido posible definir y asegurar altos niveles de calidad educativa en la


formación de profesores, a pesar de contar desde 2000 con Estándares de
Desempeño para la formación inicial de docentes destinados a asegurar una
mejor preparación de los futuros profesores contribuyendo así al
mejoramiento de la calidad de la educación (MINEDUC, 2000). Pareciera que
los problemas surgen del modelo de formación que ha imperado hasta ahora.

En efecto, se ha establecido que los programas de formación docente no han


podido apoyar los procesos de construcción de una identidad profesional.
Rosa María Torres esquematiza este modelo de formación docente
identificando varios aspectos entre los que se encuentran aquellos que se
han considerado (y que han resultado negativos) y aquellos que han sido
dejados de lado y que constituyen elementos fundamentales en el proceso de
formación y en definitiva, claves para su desarrollo profesional y construcción
de su identidad. Esta autora señala que se han generado políticas, planes o
proyectos de formación sin una base empírica proporcionada por los propios
profesores y se han ignorando las condiciones reales en los que se
desarrollan profesionalmente. También alude al aislamiento que sufren los
profesores en sus trabajos y que los aleja de su grupo de pares; al rol que
deben asumir como receptores de políticas y delineamientos externos, y a
una formación homogénea informada por una perspectiva instrumental
orientada a satisfacer las necesidades de una nueva política educativa o
implementar el uso de un nuevo texto de estudio. Destaca, a sí mismo, la
disociación entre contenidos y métodos, privilegiando la enseñanza de
contenidos, con un fuerte predominio academicista y teórico, centrado en
procesos directivos y transmisivos, lo que es incongruente con el modelo
pedagógico que se propone a los profesores para su práctica en el aula
(Torres, 1996).

Consciente de estos problemas, en 1997 el MINEDUC implementa el


proyecto de Fortalecimiento de la Formación Inicial Docente (FFID) con el
objeto de superar las debilidades detectadas. A pesar de los esfuerzos
desplegados, la evaluación de estos programas detectó, entre otras
dificultades, la repetición de contenidos en el currículum, unido a la
desvinculación de contenidos de las asignaturas de pedagogía con respecto
a los programas de la especialización (en el caso de las pedagogías para
Enseñanza Media); temas tratados con poca profundidad o insuficientes
ejemplos prácticos para problemas teóricos y la complejidad de la estructura
y cultura organizacional existente (Avalos, 2002). Estas dificultades afectan
no solo a la formación de los futuros profesores, sino que también se traducen
en debilidades de las prácticas docentes de los profesores en ejercicio,
quienes buscan superarlas a través de nuevas experiencias de formación
permanente.

La Formación permanente

La formación permanente constituye una instancia de construcción de la


identidad profesional docente que considera dos dimensiones: la
institucionalizada y la colegiada, sin embargo, a la hora de reflexionar acerca
de la formación permanente, se privilegia el análisis del perfeccionamiento
docente y se analiza poco el aspecto colegiado de este tipo de formación.

El perfeccionamiento docente es entendido como “como una simple actividad


q u e se re a l i za p a ra o p e ra ci o n a l i za r u n a d e te rmi n a d a p o l íti ca
educativa” (Edwards, 1992: 11) y que es desarrollada a través de numerosos
cursos de actualización a los que la mayoría de los profesores asisten
durante sus vacaciones o en horario extra. Este perfeccionamiento no es
concebido, por lo tanto, como un campo particular del saber –como disciplina
educacional- como tampoco es reconocido como un campo conceptual
específico con un objeto diferenciado y sostenido por una comunidad
profesional particular. Por el contrario, es más bien, un instrumento
reproductor de nuevas políticas educativas, pero sin la intención de introducir
cambios que mejoren la calidad de la educación: “Los profesores ‘pasan’ por
muchos cursos de formación en servicio, pero no se produce una
transferencia sostenida en el aula” (Edwards, 1992:12). Tampoco son
compartidos entre los profesores en cada unidad educativa, lo que facilitaría
una construcción de identidad profesional conjunta.

La segunda dimensión de la formación permanente y fuente de aprendizaje


de los profesores es la propia práctica docente, la cual es reconocida por los
propios profesores como la principal fuente de aprendizaje de su desarrollo
profesional. De hecho, es el espacio más importante, permanente y efectivo
de su formación y es más valorado que los cursos, seminarios o talleres, dado
que es, en la práctica colegiada, donde los profesores discuten sus
conocimientos, valores y actitudes, y perciben sus fortalezas y debilidades
(Torres, 1996). En efecto, una de las características más sobresalientes de
esta práctica es que promueve el desarrollo de actitudes y prácticas
dialógicas, tales como escuchar, opinar, proponer, colaborar, participar; junto
con el diagnóstico, el análisis y la experiencia compartida que alimentan el
perfeccionamiento del profesor y le permiten lograr un aprendizaje integrador
de dos dimensiones: afectiva e intelectual, potenciadas desde un trabajo
colegiado (Santos Guerra , 2001).

Una aplicación del ejercicio de la colegialidad en las prácticas docentes, es el


tiempo dedicado al Consejo de profesores u horas de reflexión pedagógica
con que cuentan los profesores que se desempeñan en establecimientos
educacionales. Otros ejemplos más sistematizados de este tipo de
aprendizaje son los Microcentros y los Talleres de Educación Democrática
(TED).

Los Microcentros corresponden a una experiencia de perfeccionamiento


docente destinada a la organización del trabajo escolar surgida en Colombia
en 1984 y desarrollada en Chile a partir de 1992 como Microcentro Rural en
el marco de la Reforma Educativa. Estos representan una modalidad
alternativa a la formación permanente, y propicia el encuentro reflexivo entre
profesores más que la asistencia a cursos o charlas. Se definen como “un
espacio de encuentro, intercambio y formación continua de los maestros.
Maestros de escuelas cercanas se reúnen una vez al mes para analizar y
compartir los problemas y logros de su práctica y aprender unos de
otros” (Torres, 1996:45, citando a Vera y Parra, 1990).
Esta experiencia colegiada gira en torno a dos ejes: los talleres pedagógicos,
que tienen por finalidad la discusión y búsqueda colectiva de soluciones para
los problemas encontrados en la práctica pedagógica y el proyecto educativo,
que corresponde a la secuencia de tareas planificadas que debe lograrse a
través del trabajo cooperativo en el taller (Torres, 1996). Ambas actividades
fueron adaptadas a la educación rural chilena con la variante de reunir una
vez al mes a los profesores de dos o más escuelas rurales cercanas, con el
fin de intercambiar experiencias pedagógicas, elaborar materiales de apoyo y
recibir la asesoría técnica por parte de los supervisores ministeriales.

La otra experiencia de participación colegiada entre profesores corresponde


a los TED (Talleres de Educación Democrática) que surgen en Chile como
propuesta de perfeccionamiento docente a ser asumida por organizaciones
gremiales y sindicales. Fue diseñada por Rodrigo Vera y Ricardo Hevia,
investigadores del PIIE y se plantearon como instancias permanentes de
perfeccionamiento participativo, los que han continuado consolidándose en el
tiempo, a pesar de que el programa terminó formalmente en 1993, después
de siete años de funcionamiento (Torres, 1996). En ellos, los profesores se
reúnen “a reflexionar sobre sus propias experiencias educativas, con el fin de
revisar cómo asumen el rol docente, en la perspectiva de transformar las
prácticas pedagógicas hacia formas más eficientes y democráticas de
enseñanza y aprendizaje” (Assael, 1992:92).

Estos procesos de reflexión conjunta tienen la virtud de poner al profesor


como protagonista del proceso de cambio, pretendiendo con esto modificar
algunas características de la cultura escolar asociadas al autoritarismo, el
dogmatismo, el burocratismo y el tecnocratismo. Para ello se plantean tres
objetivos de aprendizaje: la transformación desde el rol de técnico hacia uno
de carácter profesional; la transformación desde un trabajo aislado hacia uno
cooperativo y la transformación desde un modo de aprender dependiente
hacia uno autónomo (Assael, 1992).

Tanto los Microcentros como los Talleres de Educación Democrática permiten


constatar la existencia de avances en materia de formación permanente
colegiada que posibilita a los profesores avanzar en su desarrollo profesional
de manera autónoma; al mismo tiempo que permiten crear espacios de
discusión y reflexión crítica que favorecen la construcción de la identidad
profesional tanto personal como colegiada.

En este contexto, se hace necesario pensar la formación permanente como


una estrategia que integre lo que tradicionalmente se ha separado: la
formación inicial de la permanente, el conocimiento general del
especializado, el saber la materia del enseñar la materia, la teoría de la
práctica, los contenidos de los métodos, las modalidades presénciales de las
modalidades a distancia. Para lograr dicha integración se requiere de una
serie de condiciones que involucran directamente a los actores del proceso
de formación: conocer las demandas de los profesores para avanzar sobre
ellas, considerar la formación docente como educación de adultos, ampliar y
combinar las modalidades de enseñanza, destacar la importancia de “ver” el
cambio operado, considerar y desarrollar la práctica pedagógica como fuente
de reflexión, análisis y aprendizaje, propiciar el encuentro entre maestros, y,
por último, promover el autoestudio y autoaprendizaje (Torres, 1996). Todos
estos aspectos deben fortalecer el desarrollo profesional de los docentes en
ejercicio, con el fin de tomar en cuenta sus propias inquietudes profesionales
y de desarrollar las competencias profesionales docentes, lo que contribuirá a
iniciar procesos de construcción de la identidad profesional docente de
manera personal y colectiva.

Esta misma autora identifica algunos aspectos esenciales a desarrollar: la


participación de los profesores en la identificación de sus necesidades y la
coherencia entre el currículum docente y el currículum escolar de tal manera
que las áreas de conocimiento respondan a las preguntas ¿para qué se
enseña? (fines, objetivos y sentidos de la educación), ¿a quiénes se enseña?
(conocimiento de los alumnos y su contexto), ¿dónde se enseña? (la
institución escolar, el ambiente de enseñanza y aprendizaje), ¿qué se
enseña? (conocimientos, habilidades, valores y actitudes), ¿cómo se
enseña? (competencias pedagógicas tanto a nivel general como de cada
asignatura o área específica-) ¿con qué se enseña? (medios y materiales)
¿cómo se evalúa? (competencias evaluativas), ¿cómo se mejoran la
enseñanza y el aprendizaje? (autorreflexión, estudio, investigación,
sistematización, trabajo colectivo entre pares, etc.).
A las anteriores competencias, esta autora une las competencias que
tradicionalmente se han considerado como obvias, pero que dentro del
proceso de formación tanto inicial como permanente no siempre han sido
consideradas: capacidad de innovar, que supone conocimiento, información,
todas estas competencias específicas habilitantes para comprender y
participar activamente del cambio educativo (Torres, 1996 citando a Gimeno
Sacristán, 1992). Así mismo, sostiene que los aspectos relacionados con el
trabajo en grupo; las tareas en casa; la adaptación del currículum; la
elaboración de pruebas, la promoción; participación de la comunidad,
organización de actividades extra-escolares, etc. que han realizado los
profesores de manera intuitiva, al no contar con una formación lo suficiente
sólida como para enfrentarlas con profesionalismo (Torres, 1996). Lo anterior
lleva a reflexionar sobre la necesidad de cambios urgentes en el proceso de
formación de los profesores que vayan en ayuda de su desarrollo profesional
y por ende contribuyan a la construcción de su identidad profesional.

Necesidad de un cambio en la formación inicial y continua de profesores

Con respecto a la formación continua, Rosa María Torres señala que no es


posible encararla de manera aislada sino como parte de un paquete de
medidas dirigidas a levantar la profesión docente en el marco de cambios
sustantivos en la organización y la cultura escolar. Estas medidas deben estar
orientadas a mejorar los aprendizajes de los alumnos, lo que implica
asegurar a los profesores las condiciones y oportunidades para desempeñar
profesionalmente su tarea, y comprometerse con los alumnos, los padres de
familia y la sociedad, como uno de los objetivos de la formación de profesores
(Torres,1996).

Así mismo, es necesario que la formación de profesores integre de manera


eficiente y efectiva sus contenidos curriculares con las prácticas pedagógicas
que implementarán los futuros profesores; y contribuyan a la construcción de
la identidad profesional docente a través de la configuración de una base de
conocimientos y habilidades necesarios para ejercer la docencia (Avalos,
2002). No obstante, el lograrlo exige una transformación profunda del
modelo convencional de formación docente (tanto inicial como permanente),
el cual ha empezado a mostrar claramente su ineficiencia e ineficacia, tanto
desde el punto de vista de los profesores, su crecimiento y desempeño
profesional, como del escaso impacto de dicha formación sobre los procesos
y resultados obtenidos en la sala de clase (Torres, 1996).

Sin duda que el problema del mejoramiento de la formación tanto inicial como
permanente de los profesores es aún un tema no resuelto y junto a él pervive
también la ausencia de identidad profesional docente que necesariamente
debe ser construida por los propios profesores desde el inicio de su
formación tomando en consideración todas las características antes
enunciadas. De entre muchas otras acciones, se requiere que los profesores
investiguen sus prácticas y luego contrasten sus conclusiones con las teorías
educativas o construyan sus propias teorías apoyados por la investigación
conjunta.

La investigación sobre y entre profesores

Una actividad que puede fortalecer la construcción de la identidad profesional


es el desarrollo de investigaciones por parte de los profesores dado que
“Las profesiones no sólo se nutren de los avances disciplinarios
sino que interpelan de manera crítica a los profesionales a
acrecentar su saber especializado de manera de implementar
prácticas más informadas. Por lo tanto, el desarrollo profesional
representa un proceso de construcción y reconstrucción de
saberes específicos lo que fortalece las condiciones del ejercicio
profesional. Este ejercicio requiere, entre otros aspectos, operar
aplicando un cuerpo de conocimientos teóricos y técnicos
construidos sobre la base de los avances propios de sus
disciplinas específicas generados por la investigación” (Prieto,
2003:3).

En consecuencia, la investigación educativa permitiría a los profesores


profundizar la teoría; ampliar su autonomía profesional, al poder participar
legítimamente en las decisiones que se toman sobre el trabajo educativo y
asumir las responsabilidades de los profesores con el objeto de incluir, no
sólo las que les conciernen dentro de la escuela, sino también aquellas que
forman parte de la comunidad en general (Stenhouse,1998; Carr y Kemmis,
1988). Este esfuerzo conduciría a la construcción social de la profesión
docente y con ella al desarrollo de una cultura profesional que les permita
significar su propia identidad (Imbernón, 1994).

La investigación de los profesores “es una expresión de la conciencia de un


colectivo que busca prospectar la construcción de nuevas realidades, las
cuales se configuran a partir de nuevas práctica y nuevos saberes” (Prieto,
2003:3 citando a Orozco, 1998:65). En consecuencia, permite el
fo rta l e ci mi e n to d e l cri te ri o d e l p ro fe so r y co n se cu e n te me n te a l
perfeccionamiento autogestionado de la práctica” (Stenhouse, 1998:24). Es
decir, si los profesores investigan sus prácticas contribuirán a desarrollar
criterios pedagógicos, confirmar o refutar las teorías existentes y construir
conocimiento nuevo al respecto.

Sin embargo son muchas las dificultades que deben sortear los profesores
para investigar: una de ellas es la falta de tiempo para desarrollar estudios
dentro de los propios establecimientos educacionales, dadas sus múltiples
tareas. Otra de las dificultades es el factor económico ya que investigar sigue
siendo costoso y los financiamientos para investigar la educación son
escasos (Stenhouse, 1998). A lo anterior se suma la falta de autonomía del
profesor, lo que dificulta la apertura de espacios de investigación para que
puedan realizarla y quedan reducidos a aplicar lo que otros han investigado
o diseñado (Prieto, 2001). Por último, es necesario mencionar que los
investigadores externos descalifican y desconocen la experiencia y
conocimientos de los profesores, lo que provoca la generación de
conocimiento educativo “poco significativo, de escasa resonancia en el
campo profesional y de escaso aporte al desarrollo de la profesión docente”.
(Prieto, 2001:12). Este conocimiento construido sin los profesores y de
carácter positivista se contrapone con el paradigma mediacional, de reciente
aparición.

El paradigma mediacional está centrado en el profesor y ha tenido un gran


desarrollo en los últimos 20 años, dado que ha permitido penetrar el mundo
i n te rn o d e l o s p ro fe so re s me d i a n te e stra te g i a s d e i n d a g a ci ó n
preferentemente cualitativas y enfoques interpretativos, que ayudan a generar
un nuevo tipo de conocimiento más cercano a la complejidad, singularidad,
incertidumbre y conflicto de valores que caracterizan la práctica pedagógica
(Montero, 2001). Desde ese tipo de investigación es posible reconocer el
saber de los profesores, buscar intencionalmente el diálogo con ese saber y
construir conocimiento válido sobre la enseñanza. Ello, porque permite
conocer y comprender las concepciones, creencias, dilemas, teorías que
informan las prácticas docentes con los propios profesores al interior de sus
escuelas. En definitiva, este paradigma les reconoce su calidad de
profesionales capaces de reflexionar y construir conocimientos validos y
legítimos sobre la realidad educativa y con ello apoyar sus propios procesos
identitarios.

Existen algunas evidencias de esta actividad investigativa de los profesores


en estudios latinoamericanos que dan cuenta de incipientes, pero
significativos intentos de construcción de identidad profesional a partir del
trabajo en equipo. El estudio de Mariano Herrera (1996) plantea la necesidad
de la apropiación de los saberes especializados y responsabilidades
culturales propias del quehacer pedagógico por parte de los profesores como
una de las bases en la construcción de la identidad profesional. El estudio de
Marcotela, Flores y Seda (1997) considera la importancia de conocer las
voces de los profesores para identificar desde ellos mismo, sus creencias
acerca del valor de la escuela y de los maestros. Establecen que existe la
tendencia a significar la escuela como una instancia proveedora de
conocimientos donde el profesor ocupa un papel reproductor y los alumnos
un rol receptor de lo que la escuela provee. Reconocen el aporte insustituible
que entrega la expresión de las creencias de los profesores respecto de sus
prácticas pedagógicas y de su ejercicio profesional y sostienen que este
reconocimiento es fundamental para efectos de la construcción de identidad
profesional docente.

Importancia de las voces de los profesores

Luego de constatar la importancia de la investigación educativa llevada a


cabo por los propios profesores y las múltiples dificultades para lograrlo, se
hace necesario fundamentar el enorme valor que la pedagogía crítica le ha
asignado a las voces de los profesores en la investigación educativa,
entendiendo por ellas la difusión de los significados y perspectivas más
profundas de las personas. El aporte de la pedagogía crítica, no sólo da
cuenta de los problemas prácticos del aula y de las creencias implícitas de los
profesores, sino que también orienta la acción transformadora de dichas
prácticas. De este modo las voces de los actores –los profesores- que
participan en el problema de estudio revelan y reflejan las propias
comprensiones que tienen acerca de sus prácticas y de la realidad educativa
en que están insertos.

Estas voces han sido dejadas de lado por los investigadores externos que
han estudiado la realidad educativa como un objeto estático, utilizando para
su análisis el método científico naturalista, reificando la realidad al incorporar
a los profesores como fuentes de datos, interpretándolos y sacando
conclusiones sin considerar las complejas redes de significados existentes en
la escuela. ¿Con qué derecho se atribuyen estos investigadores la calidad de
voceros y/o traductores de lo que expresan, los profesores? Con justa razón
los profesores descalifican e ignoran las conclusiones que los estudios
hacen sobre ellos, pero sin ellos. Este hecho surge como consecuencia de
que ellos son marginados y excluidos, aún cuando son los que mejor
conocen los procesos de construcción de significados sobre la escuela y sus
procesos. Alfred Schutz define el conocimiento como una construcción
negociada socialmente y de significatividad personal. Cada persona instituye
en su conciencia un mecanismo conformado por una serie de pasos que
terminan en la configuración de una autointerpretación de las vivencias de
cada uno. La clasificación que la conciencia hace de cada vivencia, la refiere
a los esquemas cognitivos disponibles, fija su esencia específica y le confiere
un significado. Debido al complejo proceso de conciencia descrito
anteriormente, resulta imposible que otra persona logre la misma
comprensión de un significado pues
“este significado es esencialmente subjetivo y se limita al de la
persona que experimenta la vivencia a interpretar. Al estar
constituido dentro de la corriente única de la conciencia de cada
individuo, es esencialmente inaccesible a todos los demás
individuos... el significado que doy a las vivencias del otro no
puede ser exactamente el mismo que el significado que les da el
otro cuando procedo a interpretarlas” (Fielding y Prieto,
2000:108 citando a Schutz, 1993:129).

Dicha subjetividad hace imposible que un investigador externo al contexto


educativo, pueda interpretar los significados que los profesores hacen de sus
prácticas y saberes pedagógicos. Los únicos que pueden dar cuenta de sus
contextos, sus interpretaciones, sus problemas y necesidades surgidos de la
realidad educativa son los propios profesores, dado que construyen
conocimiento especializado socialmente junto a sus colegas, el que es
legitimado desde la experiencia y la reflexión compartida (Vasco, 1992). Este
hecho contribuye a dar a conocer las imágenes que los profesores tienen de
su profesión docente, su saber pedagógico, sus marcos de referencia, sus
atribuciones, significados, interpretaciones y pensamientos que dan forma a
la identidad profesional y que sin ellos y sus expresiones la investigación
educativa queda vacía y sin sentido. Como lo ha dicho Stenhouse (1998),
investigar en educación sin considerar las voces de los profesores es como
asistir a un concierto donde no hay músicos y a una exposición de arte donde
no hay cuadros. Por tanto, desconocer las voces de los profesores implica
desconocer la importancia del campo social y las particularidades de los
actores sociales involucrados.

Finalmente, este marco de referencia ha relevado los principales problemas


que afectan a la profesión docente en la actualidad y que dicen relación, por
un lado, con las múltiples demandas que la sociedad impone a los
profesores, que han generado una ambigüedad en la definición de profesión
docente. Por otra, aluden a la ausencia de ciertas características que definen
a una profesión: la institucionalización de un saber especializado, el
desarrollo y ejercicio de la autonomía profesional y la colegialidad, tareas
aún pendientes que permitirían la construcción de la identidad profesional. Se
han revisado también las implicancias de la formación de profesores en el
proceso de construcción de identidad profesional, los intentos de
investigación sobre y entre profesores y las dificultades que existen para
conocer desde sus voces los planteamientos que ellos hacen de su profesión.
Estos problemas, si bien son una realidad, también constituyen un desafío
para la profesión docente, la que debe asumirlos con compromiso y
responsabilidad a través de su propia expresión y quehacer pedagógico. Se
destaca entonces, la necesidad de conocer desde las voces de los
profesores, lo que piensan acerca de su profesión y como significan los
elementos que configuran su identidad profesional.

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