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JORNADAS NACIONALES SOBRE LA FORMACION DEL PROFESORADO

“CURRICULO, INVESTIGACIÓN Y PRACTICAS EN CONTEXTO”

FACULTAD DE HUMANIDADES/UNIVERSIDAD NACIONAL DE MAR DEL


PLATA- Mayo 12, 13, 14 de 2011.

Eje: Políticas
Tema: Políticas de formación docente
Autora: Sonia Nuñez / sonianunez@filo.uba.ar
Dependencias académicas: FLACSO/ FFyL - UBA/ IFD NORMAL 7/ CePA

LAS POLITICAS DE FORMACION DOCENTE:


Tradiciones y discursos. El escenario de formación en las décadas 1990-2010.

Esta ponencia tiene por propósito presentar algunos avances de una investigación
–desarrollada en el marco de la elaboración de mi tesis de maestría1- cuyo tema aborda la
incidencia de las trayectorias de vida, particularmente aquellos recorridos no escolares, en
la configuración de los buenos docentes.2 Uno de los objetivos de dicha investigación es
indagar, del lado opuesto a aquella visión que ubica al docente como un sujeto carente, qué
peculiaridades reúnen aquellos docentes que son reconocidos por otros colegas, directores,
supervisores, formadores, como buenos docentes en el oficio de enseñar.
¿Por qué la preocupación por las características de los buenos docentes? ¿Por qué
trabajar con esta categoría? En primer lugar, porque en la práctica resulta común escuchar
decir a maestros, directores, capacitadores e incluso a formadores de docentes “fulano es un
buen docente” - aunque seguramente cada uno de ellos tenga su propia imagen construida
acerca del buen docente y desde ella mirarán al maestro en cuestión; y además,
seguramente entre ellos podrían disentir en sus definiciones acerca del buen docente o del
buen enseñante-, sin embargo, en la bibliografía no se encuentran demasiadas referencias a
los buenos docentes. Estas reflexiones me llevaron a pensar que se trata de una categoría
comúnmente utilizada en el campo de las prácticas pero no en el académico.

1
Maestría en Ciencias Sociales con orientación en Educac.- FLACSO.Cohorte 2008-2010. Directora de Tesis: A.Alliaud
2
Esta categoría –puesta a discusión en el marco teórico de dicha tesis- refiere a buenos docentes en términos de
enseñanza, dejando de lado las ideas asociadas a los buenos docentes en términos de conducta (ejemplo moral); a los
buenos docentes en términos de la gestión escolar (cumplidores, responsables, aplicados); a los buenos docentes en
términos de la gestión de la clase (estrictos, organizados); y a los docentes buenos en términos afectivos (cariñosos,
simpáticos). La muestra se compone con docentes del nivel primario)
En segundo lugar, mi preocupación sobre el tema tiene que ver con el discurso
dominante en las últimas décadas que coloca el acento en las limitaciones antes que en las
potencialidades de los docentes. En ese sentido, puede leerse una abundante bibliografía
que señala fundamentalmente lo que el docente no es, no tiene o no hace: no es competente,
no es profesional, no lee, no escribe, no planifica, no se capacita, no tiene autoridad, y unos
cuantos no más. Entonces, decidí alejarme de las representaciones y los discursos que
sitúan a los docentes como sujetos limitados, salir de la vereda del fracaso de los que “no
pueden”, “no saben” y, del lado opuesto centrar la atención en aquellos que sí pueden,
recuperando las historias de vida de algunos docentes que con sus prácticas difieren de lo
que el imaginario social los supone. Ahora bien ¿qué significados encierra el significante
buen docente para este imaginario? ¿Qué nuevas representaciones trajo el nuevo milenio?
Las distintas tradiciones en la formación docente fue una entrada que me permitió
comprender los distintos significados otorgados al significante buen docente: un ejemplo
moral, un ejecutor o técnico, un profesional, entre otros. Teniendo presente ese imaginario,
vale aclarar que el aspecto al que se refiere con el término buenos es a la tarea de enseñar, a
la práctica de la enseñanza. Entonces la categoría buenos docentes utilizada en este trabajo,
está ligada a la enseñanza: buenos docentes en términos de enseñanza.
En tercer lugar, mi preocupación sobre el tema se relaciona con la responsabilidad
del Estado en la formulación de políticas de formación docente, de buenos docentes. En
este sentido, la indagación del discurso oficial desde la creación del sistema formador y
particularmente durante las transformaciones operadas durante la última década de los ’90,
fue un camino seguido para observar los significados otorgados a la categoría en cuestión.
Sobre lo mencionado hasta aquí, resta decir entonces que el problema de la
investigación se inscribe dentro de los estudios del campo de la formación docente,
entendiendo que dicho campo comprende el estudio no solamente de la formación
sistemática –inicial y continua-, de la experiencia formativa acumulada durante el pasado
escolar (biografía escolar), de la experiencia formativa adquirida durante el desempeño
profesional, sino también aquella formación incorporada durante las diversas experiencias
no escolares que son recuperadas a la hora de enseñar.
La pregunta que me surgió entonces fue ¿qué aspectos mirar de las trayectorias de
vida para comprender ese plus diferencial -“ese algo que excede a la formación
sistemática, esa especie de valor agregado al trabajo, dedicación estudio, experiencia”,
(Abramowski, 2006:5) que portan aquellos considerados por otros como buenos docentes?
Algunos componentes de las trayectorias de vida que dan lugar a la configuración de la
identidad de los docentes ya han sido objeto de diferentes estudios e investigaciones en el
ámbito local, tales como el desempeño profesional en la biografía escolar (Alliaud, 2004);
la falta de conexión entre los contenidos aprendidos en la formación inicial y los problemas
de la práctica (Diker y Terigi, 1997); la profesionalización de los docentes a través de las
políticas de formación docente continua (Serra, 2004); los procesos de desarrollo
profesional durante los primeros desempeños docentes (Davini, 2002), entre otros. La
decisión fue entonces en este trabajo de investigación colocar la mirada, desde una
perspectiva biográfico narrativa, en aquellos recorridos o experiencias no escolares -
laborales, militantes, culturales, entre otros- que los mismos docentes -sujetos de esta
investigación – reconozcan como significativos en su práctica profesional3.
En esta ponencia en particular, se comentarán algunos avances conceptuales y
contextuales del marco teórico de la tesis en curso respecto de la formación docente, con el
fin de comprender aquél escenario común que vincula a los sujetos de esta investigación
como parte de un colectivo profesional. En este sentido se realizará, por un lado, un
recorrido por las tradiciones y discursos en las políticas de formación docente; y por otro,
una mirada al escenario de la formación docente en las últimas dos décadas, 1990-2010.

I-Tradiciones y discursos acerca del sujeto de la formación docente

Reconociendo que las tradiciones en la formación de los docentes se encuentran


presentes y atraviesan las prácticas de enseñanza, y que los docentes con que trabajaremos
en esta investigación no escapan a los efectos discursivos de ellas, resulta útil reconocerlas
para observar las rupturas y continuidades en las prácticas de enseñanza de aquellos
maestros considerados hoy buenos docentes. Por otro lado, el concepto de tradiciones en la

3
La muestra con que se trabajará en el campo se compone de 6 maestros de nivel primario que están siendo seleccionados
a partir de entrevistas con informantes clave –directores, coordinadores, supervisores, capacitadores- . Luego se trabajará
a partir de relatos autobiográficos y entrevistas en profundidad para reconstruir sus trayectorias de vida)
formación4 (Davini, 1995), resulta útil para indagar de qué manera han contribuido las
distintas tradiciones en la construcción de sentido del significante buen docente.
Finalmente, desde una perspectiva histórica, con el recorrido por las tradiciones en
la formación de los docentes, se pretende dar cuenta de la posición en que se situó a los
docentes como sujetos de la formación, en el discurso tanto oficial como pedagógico. En
ese sentido, se centrará el análisis en la transformación operada en el discurso en el que el
docente pasó de ser considerado un sujeto potente, con capacidad de transformación, a un
sujeto deficitario, limitado, carente, que necesita ser reconvertido. Para ello me centraré en
tres momentos históricos: fines del s. XIX, segunda mitad del s. XX y fines del s. XX.

1- El docente emprendedor del discurso normalizador.


La conformación del sistema educativo argentino, ligado a la consolidación del
Estado Nacional, fue uno de los principales mecanismos para la difusión de un nuevo
orden cultural. (Allaud, 1992; Diker-Terigi, 1997) Para esta tarea el Estado necesitaba dos
cosas: escuelas modernas y maestros formados. Es así, que al mismo tiempo de
organización y expansión del sistema escolar, se crea el sistema en el cual se formarían los
maestros que se necesitaban.
Con la creación de la Escuela Normal de Paraná (1869), se comienza a definir el
perfil que debían tener los maestros. En sus orígenes, las instituciones de formación
docente están asociadas al carácter de misión social que tenía la educación y la figura del
maestro a la del apóstol, de quién se requería vocación y entrega. (Alliaud, 1992) Para
cumplir la tarea del disciplinamiento moral de la población escolar, una primera condición
que se requería para ser maestro era tener “una conducta intachable y una moralidad
probada” (Alliaud, 1992). Según esta tradición normalizadora-disciplinadora5 el docente
debía formar a las jóvenes generaciones en las buenas costumbres y por lo tanto debía ser

4
Davini (1995) define este concepto como aquellas “configuraciones de pensamiento y de acción que, construidas
históricamente, se mantienen a lo largo del tiempo en cuanto están institucionalizadas, incorporadas a las prácticas y la
conciencia de los sujeto” (Davini, 1995: 20) y que perviven en la actualidad más allá del momento histórico en el cual se
originaron, “en la organización, en el currículum, en las prácticas y en los modos de percibir de los sujetos, orientando
una gama de acciones”.(Davini,1995:20)

5
“Esta tradición no se restringe solamente a “normalizar” el comportamiento de los “niños” sino que se constituye en
mandato social que atraviesa toda la lógica de formación y de trabajo de los docentes. Ella se expresa hasta hoy en el
discurso prescriptivo que indica todo lo que el docente “debe ser”, como modelo, como ejemplo, como símbolo, sobre la
trascendencia de su función social, y mucho más “dictámenes” de actuación” (Davini, C., p. 28, 1995)
ejemplo para sus alumnos, un modelo a imitar. En esta tradición entonces, un buen docente
debía ser un buen ejemplo moral.
Pero lo normal de las escuelas normales remite no solo a la función normalizadora
en su acepción disciplinadora, sino también al saber pedagógico de estas escuelas: a la
norma en cuanto método, es decir a las maneras de enseñar. Un buen docente debía ser un
buen enseñante. Entonces para ser un buen docente, se requería otra condición, una
formación específica: “el saber acerca de la enseñanza”. (Alliaud, 1992). Este modelo de
docente se corresponde con la tradición académica6. Tradición de mucha fuerza
fundamentalmente en la escuela media.
Las Escuelas Normales se convirtieron en generadoras de oleadas de docentes
portadores de ese saber; saber que les otorgaría identidad, autoridad y legitimidad. (Birgin,
2006) En el Estado educador el magisterio se transformó en una profesión de Estado y el
docente en su representante/funcionario. El normalismo y sus deberes de funcionario,
forman parte de la matriz originaria de su identidad. La docencia fue al mismo tiempo una
institución del discurso normalista y del Estado. De un Estado “productor de futuro”.
(Fitoussi y Rosamballon, citado en Birgin, 2006) Las escuelas prometían progreso e
igualdad. Con la educación se vencería la ignorancia; se elevaría la moral del pueblo; se
alcanzaría el porvenir; se lograría el desarrollo industrial y la prosperidad general. Al
amparo de dicho Estado se han ido configurando las identidades docentes “como
identidades férreas, ligadas a la autorización estatal” (Birgin, 2006) El maestro era una
pieza clave para el montaje de un sistema nacional de enseñanza, eran la piedra angular del
sistema, tenía una misión social que cumplir. El discurso de la época los envestía de
autoridad, revestía su labor de “prestigio simbólico y valoración social”, los nombraba
como sujetos potentes, emprendedores, agentes civilizadores con quienes se combatiría la
barbarie y se construiría la Nación. (Davini, 1995)

2-El docente ejecutor del discurso tecnocrático.


Hacia mediados del siglo XX, bajo ideas desarrollistas y la teoría del capital
humano, nuevas demandas se le harán a la escuela y en consecuencia a la formación

6
Esta tradición “se distingue de la tradición anterior respecto de dos cuestiones básicas: lo esencial en la formación y
acción de los docentes es que conozcan sólidamente la materia que enseñan; la formación pedagógica es débil, superficial
e innecesaria y aún obstaculiza la formación de los docentes” (Davini, C. p.29, 1995)
docente tanto inicial como continua. En un contexto discursivo de “crisis de la
educación”, la demanda del “cambio de la escuela” (Finocchio, 2009) con distintos
matices y ejes, se verá reflejada tanto en los organismos internacionales y oficiales como en
el campo pedagógico. Según las tendencias educativas de corte desarrollista o
tecnocráticas, la función del sistema escolar era atender a los requerimientos del desarrollo
económico, es así que la educación aparecía ahora vinculada a la economía, sea como
inversión o como creadora de recursos humanos para alcanzar una sociedad progresista, en
la que la escuela era el instrumento para el “logro de productos del nuevo orden social”
(Davini, 1995: 36) y el planeamiento la herramienta para asegurar un desarrollo eficiente.
En cuanto al docente, considerado un factor decisivo en la obra educativa (Serra, 2004:4)
será una figura central para lograr el cambio educativo.
Desde el discurso oficial –elaborado a partir de las recomendaciones de
organismos internacionales como la UNESCO y la CEPAL- , se destacaba hacia 1966 “la
necesidad de vincular los planes de desarrollo educativo a los planes de desarrollo
integral, de mejorar la calidad de la educación para la cual era preciso favorecer el
permanente perfeccionamiento docente, revisando planes, programas de enseñanza”
(Southwell, 1997:112). Así, bajo los fundamentos de “bajo rendimiento interno y externo,
cuantitativo y cualitativo del sistema educativo” y la “obsolescencia e inadecuación de la
estructura del sistema” (Davini, 1995), se puso en marcha una reforma de corte
desarrollista modernizador y tecnocrático: en 1969 la formación docente inicial de maestros
primarios se suprimió del ciclo superior del secundario para trasladarlo al nivel superior
terciario.
En el campo pedagógico, de una pedagogía cientificista al servicio del desarrollo
social se pasa a un modelo tecnocrático-eficientista, que concibe a la educación y al trabajo
de los docentes como una cuestión técnica. Las reformas incorporaron los enfoques
tayloristas a la escuela y a la enseñanza, introduciendo una división técnica del trabajo
escolar a partir de la cual quedarían identificados planificadores, supervisores, orientadores
educacionales, capacitadores, evaluadores y el docente como “práctico idóneo”, como
ejecutor de la enseñanza. (Davini, 1995) De este modo “el saber está puesto en “otros”,
los especialistas externos a la práctica que organizan el conocimiento y los modos en que
estos serán puestos en juego por el maestro en el aula” (Southwell, 1997: 134). El saber
legítimo adquiría ahora rasgos de corte racional e instrumental. El docente fue perdiendo el
control en las decisiones en la enseñanza. En este modelo o tradición eficientista7, un buen
docente debía ser un técnico, un ejecutor, es decir debía poner en práctica las
prescripciones del currículo. (Davini, 1995; Birgin, 2006)
A partir de lo desarrollado se puede observar que el discurso tecnicista sitúa al
docente como una figura central para lograr el cambio de la escuela. No obstante, para que
el docente fuera visto efectivamente como un motor de cambio – idea asociada con el
progreso económico, científico, tecnológico, social y cultural- él mismo debía convertirse
en un sujeto en permanente cambio. Así la dimensión de la formación permanente fue
introducida al trabajo docente, dimensión asociada ya no sólo a la práctica, sino también a
los saberes teóricos, saberes que como vimos ahora eran producidos por especialistas,
agentes externos a la práctica. Según Southwell, “la impronta tecnicista no vino a barrer
con el modelo de docente emprendedor, aquel que resguardaba los más sublimes valores
de la nación”, sino que “tomó como plafón inicial este modelo, su estructura básica; su
obsesión se convirtió en darle eficiencia, planificarlo, medirlo, controlarlo”. (Southwell,
1997: 142)
El discurso tecnocrático no eliminó a los discursos anteriores sino que se
amalgamó a la tradición moralizadora del normalismo y a la tradición academicista,
agregando a la imagen del docente emprendedor la del docente ejecutor-técnico, de quien
se espera eficiencia en la tarea. Y más que la entrega, sería ahora la enajenación respecto de
su tarea lo que comenzaría a caracterizar a esta figura.

3-El docente no profesional del discurso eficientista.

Hacia mediados de los ´80 y principios de los ´90 la situación económica, social y
política sufre un profundo cambio en América Latina, la presencia de un escenario
neoliberal regido por un nuevo imperativo universal: la globalización de los procesos
productivos, comerciales y financieros a escala mundial y la obediencia a la lógica del
mercado. Este período se caracteriza por políticas de ajuste, el redimensionamiento del

7
En esta tradición “el profesor es visto esencialmente como un técnico. Su labor consistiría en “bajar a la práctica”, de
manera simplificada, el curriculum prescripto alrededor de objetivos de conducta y medición de rendimientos” (Davini,
C. p. 36, 1995)
Estado, la libertad de los mercados de las trabas estatistas y por promover la eficiencia y la
competitividad en todos los ámbitos de la vida social.
Los sistemas educativos y la formación docente no escaparán a estas lógicas. Y el
docente comenzará a ser considerado “un actor clave en la transformación educacional”.
(IIPE-Tedesco, s/f: 3) En los documentos de la época tanto de los organismos
internacionales como en el discurso académico, “es frecuente encontrar los términos
profesión docente, docente profesional, profesionalidad, profesionalismo, profesionalizar,
profesionalización.” (Southwell, 2007: 15) Desde una perspectiva histórica al significante
“docente profesional” se le han asignado diferentes sentidos, pero a fines del siglo XX será
interpretado a partir de nuevos códigos y de nuevos sentidos otorgados a la labor docente,
remitiendo principalmente a “una cualificación del trabajo en la enseñanza.” (Southwell,
2007:8) En este sentido, en la retórica de la profesionalización de las reformas de los ´90
“la utilización del término profesional para interpelar a los docentes da cuenta de un
cierto estilo de razonamiento y modo de presentación, que lo construyeran como un sujeto
portador de ciertas cualidades y disposiciones” (Southwell, 2000:4)
Entre algunas de las cualificaciones que el discurso eficientista de la época
señalaba o requería para este docente profesional se encuentran las aptitudes de liderazgo,
trabajo en equipo, compromiso con los proyectos institucionales, capacitación permanente
Estas características pueden resumirse en el concepto de competencia, que “se refiere
concretamente a desempeño”, a “la capacidad de actuar en situaciones profesionales,
poniendo en juego para ello, conocimiento y habilidades”. (Avalos, 2005:4)
Bajo el discurso eficientista de los ´90, que asociaba fuertemente la
profesionalización con el problema de la calidad educativa, un buen docente entonces
debía ser un buen profesional. Y un buen profesional era “aquél que, en virtud de sus
condiciones personales, se responsabilizaba por la calidad de la enseñanza que ofrecía a
sus alumnos” (Southwell 2007:13) En este contexto, la transformación de la formación
docente radicaba en cómo aumentar la calidad de la formación profesional, en preparar
para actuar en forma competente, ya que el pasaje al nivel superior y el aumento de los años
de estudio no habían mejorado el desempeño de los docentes. Los diagnósticos de la época
elaborados por los organismos internacionales señalaban que “el problema más
significativo es la enorme separación entre la formación recibida y las exigencias de un
desempeño eficaz e innovador”. (IIPE- Tedesco, s/f: 11,) En esta dirección algunos debates
giraban en torno a la formación que debía reunir un docente competente para lograr una
enseñanza eficaz. Por su parte, las agencias internacionales –PREAL entre ellas- señalaban
el deterioro de la profesión docente, producto de las precarias condiciones laborales y de
las formas de reclutamiento que no seleccionaban personal de excelencia, como uno de los
principales obstáculos que debían afrontar los sistemas educativos latinoamericanos.
(Southwell, 2007) En el mismo sentido, diversos estudios internacionales mostraban que
“la enseñanza es una actividad poco atrayente desde el punto de vista social: no muchos quieren
ser maestros. Los estudiantes más brillantes y con mejores resultados optan por otras profesiones; (…) un
número reducido de estudiantes exitosos quieren ser docentes; (…) muchos estudiantes optan por la
formación docente como última instancia luego de haber intentado ingresar a la universidad; (…) la
docencia era una alternativa ocupacional para los jóvenes de bajos ingresos y bajo rendimiento académico”
(Tedesco, s/f:7)

Comienza así a producirse sobre


“algunos grupos de jóvenes que buscan ser maestros se les adscriben otras características que
básicamente los construyen como deficitarios, como carentes de aquello imprescindible para ser docente
(vocación, perfil académico, etc). ¿Desde donde se produce este discurso? Desde los organismos
internacionales, desde las gestiones políticas, desde las propias instituciones formadoras, desde la
producción académica.” (Birgin, 2000: 11).

En la misma dirección, los docentes comienzan a ser señalados como los


responsables del deterioro de la calidad educativa y a la vez como los principales
obstáculos para mejorarla.
Como síntesis puede decirse que la tradición que comienza a instalarse en la
década de los noventa, se construye sobre un discurso que intenta barrer con lo que el
docente era para las tradiciones anteriores y que ahora lo señalaba por lo que supone no es,
no es eficaz, no es competente, por lo tanto no es profesional. Y sobre la base de este
discurso se irá componiendo una imagen de los docentes como sujetos deficitarios,
limitados, carentes, a partir de la cual se montará la transformación de la formación docente
tanto inicial como continua.

II- El escenario de la formación docente en las últimas dos décadas: 1990-2000

El recorrido por las tradiciones y los discursos acerca de la figura del docente a lo
largo del siglo XX muestra cómo fue interpelado en cada momento: como ejemplo moral,
apóstol del saber; como técnico, ejecutor; como no profesional; como sujeto deficitario,
carente, limitado, que no sabe.
En este apartado, se expondrán algunas reflexiones en torno a una matriz
discursiva deslegitimizante y desautorizante de la figura y rol docente que envolvió -
fuertemente durante la década de los noventa y en gran parte de la primera década del
nuevo milenio- el paso por la formación inicial de muchos de los que hoy son maestros en
ejercicio y que ha colaborado en la construcción de un imaginario educativo que presenta
una figura estigmatizada del docente: “sujeto despolitizado, inerme y desinstrumentado,
que busca protección”. (Finocchio, 2009: 206)

1. De la pedagogía del optimismo a la pedagogía del déficit


¿Qué ocurrió para que el docente pasara de ser visto como sujeto potente,
emprendedor, agente civilizador, como factor decisivo y motor para lograr el cambio de la
escuela, a ser visto como un sujeto limitado, carente, deficitario, que necesita ser
reconvertido? ¿Cómo fue que los docentes pasaron del elogio social a los reproches de la
sociedad? ¿Cómo se pasó de aquella pedagogía optimista a una pedagogía del déficit?
¿Qué discursos y representaciones sociales acerca del docente operaron en la base de esta
transformación?

2. Los docentes bajo la lupa


En la década de 1990 en la Argentina, como en muchos países de la región y con
una importante presencia y apoyo de los organismos internacionales a través del
asesoramiento y financiamiento de programas, se puso en marcha una reforma de corte
neoliberal atravesada por la lógica de la eficiencia y de la eficacia y por las exigencias de la
competitividad del mercado global, cuyo eje fue la transformación del sistema educativo
bajo el supuesto de su mejoramiento.
Dos cuestiones atravesaron las discusiones y políticas vertebrales de esta reforma.
Por un lado la transformación del sistema educativo. Por otro, la transformación de los
docentes. (Tedesco, s/f; Serra, 2004) La primera se inició con la sanción de la Ley
Federal de Educación (1993), que reemplazó el modelo de escolaridad elemental de 7 años
de duración por la EGB de 10 años. La segunda se inicia con los acuerdos respecto de la
formación y capacitación docente tratadas en el seno del Consejo Federal de Educación
(diciembre 1992).
La transformación se instituyó sobre un discurso que esgrimía profesionalización
y jerarquización de los docentes y que los consideraba actores principales para la
instrumentación de la reforma y para la innovación de los modelos de enseñanza, por lo
cual apelaba a la formación docente la necesidad de suministrar competencias técnicas y
metodológicas. Por otro lado, “la consideración de la educación no sólo como derecho
sino como inversión social, hace que el tema docente como condición para la calidad
educativa aflore con fuerza y con ello la retórica de la profesionalidad” (Southwell, 2007:
9) En esa dirección, uno de los problemas más graves a resolver era sintetizado en la
“desactualización del saber docente casi como el factor principal en la explicación de los
bajos resultados escolares”. (Birgin, 2006: 278) Así, la calidad y la formación de los
docentes como cuestiones claves para su transformación colocaron a la formación docente
inicial y continua en el centro del debate de la agenda de la política educativa. (Davini y
Alliaud, 1995; Birgin, 2000; Litwin, 2001)
Por su parte, la formación continua también contó con una política nacional de
profesionalización de los docentes con la creación de la Red Federal de Formación Docente
Continua (RFFDC). (Serra, 2004) La capacitación docente fue un dispositivo central en la
retórica del cambio vinculado con el fortalecimiento de las competencias y profesionalidad
de los docentes. Desde la cabecera central de la RFFDC se realizó la selección de los temas
y contenidos de la capacitación. Esta centralización, en un contexto de descentralización,
no sólo administrativa y financiera sino también pedagógica, que ponderaba el saber
producido por los especialistas y bajo un discurso desautorizante de “la posición de los
docentes con su propio saber” (Birgin, 2006: 277), sería coherente con el concepto de
capacitación como reconversión: “el docente “no sabe”; el que sabe, “el especialista”
debe ocupar un lugar en las definiciones sustantivas”. (Serra, 2004: 134) Así, bajo el
supuesto del fortalecimiento y jerarquización de la profesión docente, las políticas de
capacitación docente ocultaban una concepción de capacitación “como reconversión”
(Serra, 2004), como “reparadora de las carencias” (Finocchio, 2001). Y bajo la figura del
docente como “capacitando”, se escondía la noción de “el que no sabe” (Serra, 2004),
colocándolo en una posición de déficit, de desconocimiento, de incompetencia.
En este contexto la vieja figura de los docentes como sujetos potentes, se polariza
entre dos extremos: culpables o víctimas. “Culpables” por ser los responsables de los
malos resultados del sistema educativo. “Víctimas” de las malas condiciones de trabajo y
de las carencias materiales, que desprofesionalizan su trabajo. (Tedesco, s/f, Medraza y
Composto, 2008). En ambos casos, podría decirse que estas representaciones situaban al
docente como un sujeto carente, como un sujeto del déficit.
A lo largo del siglo XX, el paulatino corrimiento de un discurso que embestía a los
docentes de autoridad y prestigio y que los consideraba potentes, hacia un discurso que los
cuestiona y desautoriza, junto con el desplazamiento de la posición social de portadores de
un saber legítimo a reproductores de un saber producido por otros, fue tejiendo hacia el
final del siglo un imaginario educativo que presenta una figura estigmatizada del docente
como un sujeto desinstrumentado, con una imagen social devaluada. (Finocchio, 2009,
Soutwell, s/f )
Así con los docentes bajo la lupa y bajo la sombra de discursos que subrayaban su
incompetencia y que resaltaban su carencia, se fue componiendo una imagen acerca de los
docentes como sujetos limitados, deficitarios, desautorizados. En esta perspectiva
proliferaron en el campo pedagógico, los discursos centrados en una pedagogía del déficit:
los maestros no saben, no poseen los conocimientos necesarios para enseñar, no se
comprometen, no trabajan, no planifican, no leen, no escriben, no se forman,
desconociéndolos de este modo como agentes legítimos y responsables de la tarea de la
transmisión cultural. (Vezub, 2007)

3. Formados bajo la desautorización


Durante la última década del siglo XX y primera del nuevo milenio, (1990-2010),
en medio de un discurso político, social y pedagógico que inhabilita a los docentes y critica
a las practicas docentes, no obstante, una gran cantidad de jóvenes continuó eligiendo la
docencia como trabajo.
En su paso por la formación inicial en los IFD estos aspirantes a la docencia se
formaron bajo una paradoja discursiva. Desde la retórica reformista se consideraba al
docente como un “actor clave para el proceso de transformación educacional” (Tedesco,
s/f: 3). Desde las instituciones formadoras estos futuros docentes se alejaban del patrón
cultural y social que consideraban valioso y pertinente para la docencia. Eran vistos como
sujetos deficitarios a los cuales había que compensar ya sea por sus bajos rendimientos
académicos o porque eran portadores de tradiciones, culturas, experiencias de vida y
saberes no reconocidos como legítimos para la enseñanza. (Birgin, 2000) Si a esto se le
agrega que en su paso por la formación “se forman con teorías que critican la práctica que
el profesional debe ejercer” (Tedesco, s/f:), los futuros maestros enfrentarían la tarea de
transformar la educación desinstrumentados para la acción de enseñar. Esta paradoja
atravesó la formación de los docentes durante una buena parte de las últimas dos décadas.
Bajo estas representaciones, la de sujetos deficitarios que ejercerían una práctica
desacretidada, el siglo XXI enfrentaba sus expectativas educacionales. Muchos de aquellos
aspirantes hoy son maestros. La valoración recibida en su paso por la formación tanto
acerca de ellos mismos como portadores pobres de una cultura pobre, así como la
valoración acerca de las prácticas pedagógicas frecuentes en las escuelas como prácticas
desacreditadas, constituyen parte de una matriz discursiva que contribuyó a configurar la
identidad docente de estos maestros que hoy se desempeñan profesionalmente.

A modo de cierre
En este trabajo realicé por un lado, un recorrido por las tradiciones en la formación
de los docentes y por los discursos de cada época acerca de ellos, con el fin de dar cuenta
de la transformación operada en dichos discursos desde la creación del sistema formador.
Este recorrido histórico permite reflexionar acerca de los legados en términos de su peso
simbólico, con que cuentan los docentes en ejercicio hoy y los que reciben durante su
formación los estudiantes de los profesorados. Por otro lado, acerqué una mirada a la
formación docente durante las últimas dos décadas, con el fin de brindar un panorama del
escenario en el que se moldeó a una buena parte de los docentes que actualmente
desempeñan sus cargos como maestros y con los que nuestras escuelas están enfrentando la
tarea de enseñar en y para el siglo XXI.
Antes de finalizar, quisiera recuperar el sentido de trasmisión en la enseñanza. Si
“transmitir es ofrecer a las jóvenes generaciones que nos suceden un saber vivir”
(Hassoun, 1997) entonces, para que la transmisión sea posible, la construcción de la
autoridad docente y de un vínculo pedagógico son fundantes. Surgen pues algunos
interrogantes, ¿cómo pueden los jóvenes futuros docentes construir autoridad si las
referencias a ellos están hechas en términos de falta, de carencia?, ¿cómo pueden construir
autoridad formados bajo la desautorización?
Bajo un panorama desalentador, de “puro déficit” (Birgin y otros, 2003) en estas
dos décadas muchos jóvenes continuaron eligiendo la docencia haciéndole frente a las
huellas o marcas que les dejó el discurso público, pedagógico y oficial que envolvió su paso
por la formación inicial; y asumieron la tarea de enseñar, intentando construir otro lugar de
autoridad, diferente a la figura docente antes reconocida legítima por su función ordenadora
y disciplinadora, ahora basado en un vínculo pedagógico sostenido fundamentalmente en la
presencia, en la escucha y en el cuidado. (Soutwell, Zelmanovich y otros, 2005)
De modo preliminar, puedo arriesgar que, entre tanta duda y desconfianza, uno de
los desafíos de las políticas y de las prácticas de formación docente actuales es romper con
el discurso deslegitimador de la figura de los docentes. Es preciso recuperar la confianza en
ellos y comenzar a construir nuevos discursos –en los espacios de discusión de los IFD, en
el campo académico y en el discurso oficial- que los reposicionen social y
pedagógicamente en la tarea que tienen a su cargo. No se intenta desconocer aquí la
realidad educativa en cuanto al perfil de los estudiantes que ingresan a las carreras
docentes, ni dejar librado a la voluntades individuales la construcción de estos nuevos
discursos, sino por el contrario se piensa que tanto la formulación de políticas de
formación de formadores así como la formulación de políticas integrales –pedagógicas,
sociales y culturales- para la docencia y futuros docentes -que pongan en valor otros
recorridos o experiencias no escolares- pueden ser un camino que permita la construcción
de nuevas identidades docentes “no desde su “debe” sino desde su “haber” social,
cultural, educativo, político, etc, que permita reconocer, comprender y rescatar sus
experiencias, derechos y saberes para desde allí pensar una eficaz y relevante propuesta
pedagógica de formación a partir de los alumnos reales y no de los ideales” (Birgin y
otros, 2003: 3) Y en este sentido, el Estado como “productor de futuro” debe asumir un rol
principal.

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