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Humildad y magnanimidad: Fray


Luis de León frente a Aristóteles y
Tomás de Aquino
Santiago Orrego Sánchez

«Ius et virtus» en el Siglo de Oro, Laura Corso e Idoya Zorroza eds., Eunsa (“Colección de Pensamiento
Medieval y Renacentista”), Pamplona, 2011, 107-125

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HUMILDAD Y MAGNANIMIDAD: FRAY LUIS DE LEÓN FRENTE A
ARISTÓTELES Y TOMÁS DE AQUINO*
Santiago Orrego

1. Actualidad de la cuestión e interés de Fray Luis de León

Hay ciertos ideales éticos en conflicto incluso dentro de esa vertiente


amplia llamada «ética de la virtud». En ésta, tal vez no hay contraste mayor que
el que se da entre los ideales presididos respectivamente por las virtudes de la
magnanimidad y la humildad, en las que se ha visto la mayor diferencia entre la
ética de la antigüedad pagana y la moral cristiana. Este contraste, según algunos
pensadores, las haría inconciliables en su fondo, lo que fue agudamente
expresado por Nietzsche en el binomio «moral de señores» y «moral de
esclavos». En esta última, incluye no sólo la judeocristiana, sino todas las de
signo igualitarista (democracia, socialismo, feminismo y otros)1.
En nuestros días, el tema se proyecta a cuestiones de filosofía política.
Algunos, aunque no necesariamente de modo tan radical como Nietzsche, han
valorado negativamente el impacto del ideal de la humildad cristiana. La
humildad, con su énfasis en la bajeza humana, es como un veneno que rebaja la
idea que los hombres deben tener sobre sí mismos, y anula el legítimo deseo de
gloria y de acometer grandes empresas, con todas sus positivas consecuencias
para el bien individual y común. Otros, en cambio, la valoran positivamente
como virtud política o, al menos, aprecian cierto correctivo que introduce con
respecto a la magnanimidad aristotélica: mientras ésta sería un ideal
aristocratizante y desde el cual podría justificarse el atropello de los débiles en
determinadas circunstancias, la humildad se correspondería mejor con un ideal
político igualitarista2.

*
Este estudio es resultado parcial de un proyecto de investigación financiado por el programa
Fondecyt del Gobierno de Chile (nº 11.070.028).
1
F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1997, especialmente el
tratado primero, 35-71; El Anticristo. Maldición del cristianismo, Mestas Ediciones, Madrid,
2000, especialmente el n. 43.
2
M. M. Keys, “Aquinas and the Challenge of Aristotelian Magnanimity”, History of Political
Thought 24, 1 (2003), 38-65. Debo a este excelente trabajo, entre otras cosas, varias de las
indicaciones sobre bibliografía secundaria que he considerado para el presente estudio.
Como es sabido, a lo largo de la historia ha habido diversos intentos de
conciliación entre ambos ideales, intentos que, a su vez, han recibido la crítica
de traicionar lo más auténtico de uno u otro, o de ambos3. La idea misma de
Renacimiento, con todo su prestigio, que aun domina la cultura común, se
dibuja en gran medida desde este contraste fundamental: o la grandeza y gloria
del hombre –la magnanimidad de la ética clásica– o la grandeza y gloria de
Dios –a la que corresponde el total sometimiento humano por la humildad. “No
virtud, sino valor. Virtud en el sentido del Renacimiento: virtù, virtud sin
moralina”, dice Nietzsche4. Actualmente siguen siendo ideales en pugna no sólo
entre distintos pensadores y grupos sociales o subculturas, sino sobre todo en
muchas conciencias individuales, que de un modo u otro, en diversas instancias,
son educadas en ambos modelos, sin recibir ninguna orientación sobre su
posible armonización o la necesidad de optar por uno o por otro.
¿Es verdaderamente lo uno o lo otro? El lugar clásico en que se expresa
el ideal del «magnánimo» es el libro IV de la Ethica Nicomachea, de
Aristóteles, y es significativo que la humildad, al menos aparentemente, no
figure siquiera en el elenco aristotélico de las virtudes. No obstante, desde la
recepción de la Ética de Aristóteles en el siglo XIII, se ensayaron en el
Occidente latino conciliaciones entre ambos ideales, como la de Tomás de
Aquino, que buscan hacer espacio a la humildad en el esquema conceptual de la
ética aristotélica de la virtud, procurando mantener, al mismo tiempo, los rasgos
básicos de la magnanimidad. En estos intentos de conciliación, que se proyectan
hasta nuestros días, como en el libro de A. MacIntyre Dependent Rational
Animals5, la base común consiste en reconocer la legitimidad y bondad de
emprender acciones grandiosas, de reconocer las propias perfecciones y de que
ellas sean objeto de reconocimiento y alabanza públicas, recibidas del modo

3
A favor de la incompatibilidad pueden verse, por ejemplo, J. Casey, Pagan Virtues: An Essay
in Ethics, Clarendon Press, Nueva York, 1990, pág. v: “Christianity rejects the worldliness
implicit in the ethic of the virtues, and abhors the values that go with such worldliness. Pride, the
desire for honour, and still more wealth and beauty, have nothing to do with Christian goodness”.
(Citado en M. P. Krom, “Modern Liberalism and Pride. An Augustinian Perspective”, Journal of
Religious Ethics 35, 3 (2007), 455); L. Arnhart, ‘Statesmanship as Magnanimity: Classical,
Christian, and Modern’, Polity, 16 (1983), pp. 263–83, pp. 263–7, 272–6; H. Jaffa, Thomism and
Aristotelianism: A Study of the Commentary by Thomas Aquinas on the Nicomachean Ethics,
Greenwood Press, Westport, 1979. Una réplica a las tesis Arnhart y Jaffa puede verse en C.
Holloway, “Christianity, Magnanimity and Statesmanship”, The Review of Politics 61, 4 (1999),
581-604.
4
F. Nietzsche, El Anticristo, n. 2.
5
A. MacIntyre, Dependent Rational Animals. Why Human Beings Need the Virtues, Open
Court, Chicago, 2001, especialmente el capítulo 10: “The virtues of acknowledge dependence”,
119-128.
adecuado, que es lo que caracteriza al magnánimo; pero, al mismo tiempo,
enfatizan la necesidad moral de reconocer que esas perfecciones son recibidas
de Dios y de otros hombres y, sobre todo, la importancia de aceptar la propia
limitación, dependencia e imperfección. Esto sería lo propio de la humildad,
que, así, sería la virtud propia de quien se reconoce dependiente e imperfecto.
Si en otro trabajo sobre Fray Luis de León he debido enfatizar su afinidad
con la escolástica tomista6, en este punto concreto se debe subrayar su distancia
respecto de Tomás de Aquino y destacar la originalidad de su propuesta ética
sobre la magnanimidad y la humildad, desarrollada especialmente en De los
nombres de Cristo. Su integración de humildad y magnanimidad contrasta
notablemente con la solución más habitual hasta el día de hoy, descrita en el
párrafo anterior. Creo que al maestro agustino aquélla le parece insuficiente y
lleva la reflexión un paso más allá, de modo que Fray Luis tiene algo importante
que decir acerca de esta cuestión de interés siempre actual.
Eso es lo que espero mostrar en el presente trabajo, para lo cual, además
de explicar las tesis propias de Fray Luis, intentaré señalar por qué es posible
que le haya parecido insuficiente el modo de conciliación habitual. Para eso,
deberé antes revisar sólo algunos aspectos de la caracterización aristotélica de la
magnanimidad y el modo en que son recibidos y armonizados con la humildad
por Tomás de Aquino, que es uno de los representantes más clásicos de aquel
modo de conciliación y uno de los principales referentes de Fray Luis 7.

2. La magnanimidad y el magnánimo como ideal ético en Aristóteles

Entre los diversos aspectos de la propuesta ética de Aristóteles, el ideal de


la magnanimidad suele señalarse como uno de los que realizan, a la vez, una
cima y un compendio de todos los demás8. De ahí que su caracterización no

6
S. Orrego, “Fundamentación metafísica de la pena. Un estudio desde Fray Luis de León”, en
Delito y pena en el Siglo de Oro, en J. Cruz Cruz (ed.), Eunsa (“Colección de Pensamiento
Medieval y Renacentista”), Pamplona, 2010, 81-99.
7
No pretendo ofrecer una explicación global y exhaustiva de las ideas de Aristóteles y Tomás
de Aquino sobre este tema, sino sólo destacar ciertos puntos relevantes para la comprensión
general de la cuestión y perfilar adecuadamente, por contraste, la propuesta de Fray Luis.
Inevitablemente caeré en simplificaciones, tal vez excesivas. Sobre la magnanimidad en
Aristóteles y su recepción por Tomás de Aquino, aparte de los trabajos ya referidos, puede verse
R. A. Gauthier, Magnanimité: l'idéal de la grandeur dans la théologie paienne et dans la
théologie chrétienne, Vrin, París, 1951, y D. A. Horner, “What It Takes To Be Great: Aristotle
and Aquinas on Magnanimity”, Faith and Philosophy 15 (1998), 415-444.
8
Entre otros pasajes que justifican esta idea, puede verse Ethica Nicomachea IV, 3, 1123b -
1124a, Ethica Eudemia III, 5, 1232a.
tenga una importancia marginal para el sentido y el espíritu de la ética
aristotélica. Al explicarlo, tanto en la Ethica Nicomachea (en adelante, EN)
como en la Ethica Eudemia (EE), Aristóteles asume una opción metodológica
que, según creo, es significativa y tiene consecuencias importantes. Afirma que
explicar un hábito y describir al hombre que lo posee son lo mismo, y el camino
que él decide seguir, en el caso de la magnanimidad, es principalmente el
segundo: describir la figura del magnánimo y no tanto la magnanimidad en
abstracto9. Como es habitual en sus aproximaciones fenomenológicas, se apoya
mucho en las concepciones comunes recogidas en el lenguaje corriente,
introducidas por expresiones como «se dice», «afirmamos», «consideramos»,
«alabamos», etc., en una primera persona plural que recoge una concepción
común y, no obstante, se dibuja a veces por contraste crítico con la opinión «del
vulgo».
Digo que este proceder es significativo porque muestra que la ética de
Aristóteles no se orienta a una reforma radical de las costumbres desde un ideal
general y ajeno a lo realmente vivido, aunque sea sólo por algunos. Así, no sería
pensable que Aristóteles propusiera ideales humanos para los que no encontrara
ejemplos reales que acreditaran que son realizables. Tal vez para otros aspectos
de la ética de Aristóteles pueden señalarse modos de justificación de tipo
kantiano, en el sentido de que apuntan a la racionalidad mínima –pura, en ese
sentido– de todo obrar humano; y, en tales casos, prima más el discurso sobre la
virtud correspondiente y menos sobre el virtuoso que la realiza. Pero no es ese
el caso de muchos de los aspectos de la magnanimidad que Aristóteles señala.
Se trata de una búsqueda de saber que parte de lo ya sabido y recibido,
cristalizado en el «decimos», «alabamos», «censuramos», que busca agudizar la
mirada, ejercitar el juicio; un saber en el que la acuñación del concepto general
se realiza de modo que casi son los casos a los que se aplicaría los que llevan la
dirección del proceso. Es como un saber algo más abstracto que la phrónesis,
pero en el que también la aplicación es integrada visiblemente como un
momento esencial de la comprensión, como ha subrayado Gadamer refiriéndose
justamente a la racionalidad práctica caracterizada por Aristóteles como modelo
hermenéutico10.
No es, pues, una razón deductiva o una filosofía autofundante. En el caso
de la magnanimidad, se asume la grandeza que brilla, por ejemplo, en Pericles o
Alejandro, justamente apodado «el Grande»; y desde ese claro abierto se aspira
a la claridad del concepto, de modo que éste difícilmente puede ir realmente
más allá de los trazos fijados por aquellos modelos reales o por un cierto sentido
común, aunque sea selecto. El concepto explícito de «magnánimo» que persigue

9
Aristóteles, EN IV, 3, 1123b; EE III, 5, 1232a.
10
H. G. Gadamer, Verdad y método II, Sígueme, Salamanca, 2004, especialmente 108-118.
Aristóteles, con su multitud de notas, para ser significativo, no puede ser una
definición arbitraria ni algo totalmente inventado, sino que debe ser una
clarificación de esa «grandeza de espíritu» que habitualmente se reconoce en
determinados hombres, como los mencionados Pericles y Alejandro: este
reconocimiento da la medida al concepto, que será incorrecto o incompleto
mientras no dé con lo medular de aquello habitualmente reconocido. Lo mismo
vale, con ciertas diferencias que no viene al caso detallar aquí, para la
determinación de cualquier concepto filosófico, y es importante tener esto en
cuenta para la discusión posterior del concepto de humildad11.
No obstante, pueden distinguirse algunos rasgos más amplios o nucleares
en la caracterización del magnánimo y otros que, según la misma explicación de
Aristóteles, son como derivados de los anteriores. Los primeros, a su vez, se
conectan más directamente con la idea general de virtud propuesta por
Aristóteles.
Así, por una parte, el magnánimo se orienta hacia las grandes obras, hacia
las hazañas, especialmente en lo que se refiere a la fortaleza y valentía, pues
estas miran al bien arduo, y todo gran bien parece ser arduo. La magnanimidad,
además, capacita para comportarse bien respecto de los honores, que ocupan el
máximo lugar entre los bienes exteriores: pues son aquello que se debe como
premio a la virtud de los hombres o de los dioses12. La magnanimidad enseña al
hombre grande a reconocer su grandeza, sus verdaderas posibilidades y los
honores que le corresponden por sus grandes obras, pero en su justa medida, ni
más ni menos. Es un extremo en cuanto a la grandeza, a la cual aspira en la
mayor medida posible, pero está en el justo medio en cuanto al juicio de la
razón.
Por otra parte, si se mira a los aspectos más concretos del magnánimo, se
encuentran los siguientes rasgos, que son o parecen ser contrarios a la humildad
cristiana: el magnánimo se ocupa de pocas cosas, pero grandes, de modo que
desprecia lo pequeño. Es franco y abierto con los de condición elevada, pero
irónico o disimulado con los inferiores y la muchedumbre. Algo aun más
problemático: no sólo busca realizar grandes bienes y ser honorable, sino que
los honores mismos parecen motivarlo fuertemente; no busca sólo realizar el
máximo bien que esté dentro de sus posibilidades, sino también sobresalir

11
En esta línea, a mi juicio, son especialmente clarificadoras las ideas de Kant sobre la
“definición” en filosofía, expresadas en la Crítica de la Razón Pura, “Doctrina trascendental del
método”, capítulo 1 (“Disciplina de la razón pura”), sección 1, A725/B754 – A732/B760.
12
En su comentario, Tomás de Aquino distingue una materia propia de la magnanimidad, que
son los honores, y lo que hace la magnanimidad en las demás virtudes y respecto de las materias
propias de ellas. In X libros Ethicorum Aristotelis ad Nicomachum expositio lib. III, lect. 8, nº
742, y lect. 9, nº 756 (Ed. Marietti, Turín, 1964).
respecto de los demás. De ahí que oiga con agrado el relato de los bienes que ha
hecho, pero con desagrado los que ha recibido; de ahí que haga con prontitud el
bien a otros, pero reciba favores con pesar y, además, procure devolver el favor
con sobreabundancia lo más pronto posible, justamente para mantener su
posición de superioridad y no ser deudor. Para el magnánimo, finalmente, dice
Aristóteles, nada es grande y nada le produce admiración13.
Salta a la vista el contraste de este desprecio por lo pequeño con la actitud
del Dios cristiano que, justamente, “ha querido revelarse a los pequeñuelos” (Lc
10, 21) y promete el Reino de los cielos a los que se hacen como niños (Mt 18,
1-4); la contradicción entre el no querer ser deudor de nadie y el “¿Qué tienes
que no hayas recibido?” (1 Cor 4, 7), de San Pablo; entre este querer sobresalir
y el “en la humildad, considerando cada uno a los demás como superiores a sí
mismo” (Phil 2, 3), del mismo Apóstol.

3. La conciliación de Tomás de Aquino en S th II-II

Un intento de conciliación, que luego confrontaré con el de Fray Luis de


León, es el de santo Tomás de Aquino, el cual reúne muchos elementos que se
mantendrán, con diferencias de matiz, hasta nuestros días. El contraste para
santo Tomás es evidente, como lo muestra el hecho de que, contra la humildad,
presenta la objeción de que la magnanimidad es una virtud, y viceversa. Más
significativos que sus comentarios a EN, son algunos artículos de S th II-II. En
q129 a3, se pregunta si la magnanimidad es una virtud y propone las siguientes
objeciones: la primera es que no parece serlo, porque se opone a otra virtud, que
es la humildad (arg. 1). En la segunda objeción, sin nombrar a Aristóteles, se
presentan algunas de las características que el Filósofo atribuye al magnánimo,
y que parecen ser más vituperables que laudables (arg. 2).
A su vez, al tratar sobre la virtud de la humildad en S th II-II q161,
comienza igualmente preguntándose, en el artículo 1, si es una virtud. Aparte de
algunas citas de la Escritura (args. 1 y 2), se objetan tres cosas: primero, que la
humildad rehúye lo grande, a diferencia de la magnanimidad, que es una virtud
(arg. 3); segundo, que la humildad es propia de los imperfectos, lo que parece
incompatible con una virtud, y la prueba está en que Dios no se humilla, porque
no puede someterse a nadie (arg. 4); tercero, que Aristóteles no la menciona
entre las virtudes (arg. 5).

13
Ésta es una apretada síntesis de Aristóteles, EN IV, 3, y EE III, 5. Por supuesto, estos rasgos
de la magnanimidad no aparecen, en las obras de Aristóteles, clasificados ni distribuidos como
aquí los presento.
Es muy interesante que santo Tomás resuelve estas objeciones apelando a
principios presentes en la misma ética del Estagirita, tanto referentes a la teoría
general de la virtud y los bienes, como aquellos que, en este trabajo, he llamado
rasgos nucleares del magnánimo según Aristóteles14. Omitiendo aquí muchos
aspectos interesantes, puede decirse, de modo general, que la conciliación de
santo Tomás se apoya en los siguientes puntos. Primero: los honores son,
ciertamente, bienes exteriores, que es posible utilizar rectamente, al igual que
las riquezas y la fortuna; la magnanimidad se ocupa de esto en relación con los
grandes honores (q129 a1 c y a3 c). Segundo, el magnánimo no busca los
honores –según la interpretación de Tomás–, sino servirse y ser digno de ellos,
lo que equivale a buscar ser virtuoso (q129 a1 ad 3). Tercero: el tender a lo
grande debe hacerse según la medida de la recta razón, sin juzgarse más ni
menos capaz de grandes acciones y ni más ni menos digno de honores que lo
que en verdad es cada uno (q129 a3 ad 1; q161 a1 ad 3). Cuarto: explica
aquellos rasgos concretos del magnánimo, apuntados por Aristóteles, que son
aparentemente incompatibles con la virtud, como propiedades extremadamente
[superexcedenter] laudables (q129 a3 ad 5), de un modo siempre ingenioso y
profundo, pero no siempre convincente, al menos como interpretación de
Aristóteles. Quinto: si bien la humildad no puede darse en una naturaleza
absoluta o infinitamente perfecta –Dios–, sí puede y debe darse en naturalezas
racionales, incluso perfectas según su especie y según la virtud, pero limitadas y
dependientes respecto de Dios –los hombres y los ángeles–. De ahí que pueda
ser considerada verdadera virtud: una virtud específicamente criatural (q161 a1
ad 4).
El tercero de los puntos mencionados es especialmente relevante, pues
muestra una afinidad fundamental entre la magnanimidad y la humildad 15:
ambas se refieren a la recta razón respecto de la propia grandeza y limitación, y
al recto modo de comportarse respecto del deseo y recepción de los honores. La
humildad se aproxima a aquella virtud, señalada por Aristóteles, que
corresponde a quien, sin ser capaz ni merecedor de grandes cosas, tampoco
aspira a ellas: una concreción de la sophrosyne (EN IV, 3, 1023b 5). El que
tiene esta última disposición, en la medida en que obedece a una verdadera
virtud, es virtualmente o en su raíz idéntico al magnánimo, pues, si llegara a
hacerse capaz de lo grande, así lo juzgaría y obraría en consecuencia (q129 a3
ad 2). De este modo, queda implicado que Aristóteles, de algún modo,
reconoció la virtud de la humildad. En un sentido, la humildad corresponde a la

14
Véase más arriba, pág. 5.
15
Sin embargo, aunque versan sobre la misma materia, santo Tomás afirma que no son una
misma virtud: la magnanimidad es parte de la fortaleza, mientras que la humildad lo es de la
templanza: S th II-II q161 a4 ad 3.
templanza y a la moderación (q161 a416), y en otro sentido su medida se fija en
el marco de la justicia legal (q161 a1 ad 5). Y, sin embargo, si se considera el
quinto punto, la humildad como disposición al total sometimiento, que sólo se
debe propiamente a Dios, no fue tratada por Aristóteles, por estar situado su
discurso en una perspectiva civil o política (q161 a1 ad 5).
De este modo, puede decirse que Tomás de Aquino adhiere a los
caracteres que he llamado nucleares de la magnanimidad aristotélica, que están
muy próximos a los «conceptos puros» de virtud y recta razón, sin modificarlos
en lo absoluto, mientras que los rasgos más empíricos del magnánimo señalados
por Aristóteles que parecen contrarios a la humildad son reinterpretados de
modo que no lo sean. En este sentido, parece que, si Tomás de Aquino traiciona
un «espíritu» al formular su conciliación, es el espíritu de la ética pagana y no el
espíritu del cristianismo.
Lo anterior también puede explicarse desde otro principio aristotélico,
aunque vaya más allá de la interpretación de Aristóteles por santo Tomás e
incluso más allá de la letra explícita de la Summa theologiae en este punto. Dice
Aristóteles que al pusilánime y al presuntuoso (extremos viciosos opuestos a la
magnanimidad) no se los considera malos, pues no perjudican a nadie, sino sólo
equivocados (EN IV, 3, 1125a 16-20). Así, bien puede pensarse que, acerca del
modo concreto en que Aristóteles caracteriza al magnánimo, y no en su
caracterización más general de la magnanimidad como tal, está presente el
problema de un desconocimiento o ignorancia de la propia realidad y situación
del hombre. Lo que hace la doctrina cristiana es justamente corregir esa
ignorancia en la que los hombres estaban sumidos en lo que se refiere a su
relación con Dios y el pecado o, si se prefiere seguir la conciliación de santo
Tomás, lo que hace el cristianismo respecto de la ética aristotélica es ofrecer
una mirada más amplia y radical que la completa, llevándola desde la
perspectiva civil a la perspectiva teologal (q161 a1 ad 5).
Esta perspectiva teologal es la clave última de la conciliación, pues,
según este punto de vista, el mismo hombre magnánimo debe también ser
humilde. Puede sintetizarse así: el hombre debe reconocer las grandezas y
perfecciones que posee, sus posibilidades y sus propios méritos, y hacer buen
uso de la honra o deshonra; pero debe ir a la raíz de la sabiduría y aceptar que
todo su bien es recibido de Dios, que el principio del mérito es inmerecido y
que sus fuerzas son escasas o nulas sin la ayuda divina. Debe reconocer,
asimismo, que todo otro ser humano ha recibido dones de Dios y que en cierto
modo está unido a Dios, por lo que, bajo ese aspecto, debe considerarlo como
superior, si se considera a sí mismo en cuanto a lo que tiene por sí mismo. Debe
reconocer también su limitación e imperfección, y su pecado. Así, la virtud que

16
Texto que remite expresamente al pasaje recién citado de EN IV, 3, 1023b 5.
mira al adecuado reconocimiento y aprovechamiento de las perfecciones y
capacidades de obrar el bien, que provienen de Dios, es la magnanimidad, y la
virtud que dispone a reconocer la propia dependencia, las limitaciones y los
defectos, propios de la condición de la criatura o del pecador, es la humildad:
dos caras de una misma moneda (q123 a3 ad 4; q161 a1 y a3).

4. Consecuencias e insuficiencias de este modo de conciliación

Sin embargo, con todo lo satisfactorio que puede haber en la propuesta


anterior de Tomás de Aquino y otras semejantes, no parece que para Fray Luis
sea suficiente como explicación última de la humildad. En efecto, lo dicho en el
apartado anterior implica que la humildad es esencialmente una virtud de seres
dependientes y limitados. Sin imperfección, no hay humildad. Implica, por lo
tanto y sobre todo, que Dios no es humilde, al menos según su naturaleza
propia. En efecto, según santo Tomás, la humildad puede atribuirse a Dios y
comienza a corresponderle propiamente sólo en razón de la naturaleza humana
asumida por el Verbo: “Sólo Dios es perfecto de esta manera [es decir,
infinitamente], a quien no le corresponde la humildad según la naturaleza
divina, sino sólo según la naturaleza asumida”17. Así, Dios, en su naturaleza
propia y desde la eternidad, no es humilde.
A su vez, aunque no pueda atribuirse esta consecuencia a santo Tomás,
debería añadirse que, si el cristianismo sólo corrige el ideal del magnánimo
aristotélico completándolo con la humildad que corresponde al hombre por su
imperfección, entonces puede verse en el magnánimo aristotélico un buen
«retrato moral» de Dios. Según esto, en efecto, sólo Él, por su infinita
perfección, puede reclamar, en conformidad con la recta razón, las prerrogativas
que ambiciona el magnánimo de la ética aristotélica, como de hecho parece
hacerlo según la doctrina judeocristiana: absoluta autosuficiencia que no le debe
gratitud a nadie, absoluta superioridad y excelencia para la cual todo lo demás
es pequeño y nada es admirable, y legítima exigencia de recibir las máximas
alabanzas y honores, que tampoco serán gran cosa para Él. En definitiva, habría
que decir que el magnánimo de Aristóteles provee las líneas maestras para
comprender el comportamiento de Dios respecto del poder, la grandeza y la
gloria.
Finalmente, si se considera que, según santo Tomás, el modo en que
Aristóteles aborda la magnanimidad y la humildad (con otro nombre) es
correcto si se consideran las cosas desde el punto de vista civil o político, y si el
ideal del magnánimo de Aristóteles, además, es el dibujo del perfecto

17
S th II-II q161 a1 ad 4.
gobernante, deberá también decirse –aunque santo Tomás no lo hace– que los
paganos acertaron fundamentalmente en la concepción del ideal de rey.
Todo esto es rechazado abiertamente por Fray Luis. Obviamente, acepta
la dimensión de la humildad implicada en el reconocimiento y aceptación de las
propias imperfecciones y de la superioridad de Dios18, incluso por amor, si se
quiere, pero ésta no es, según él, como se verá, la raíz o naturaleza más íntima
de la humildad.
Creo importante señalar que no se trata, en mi opinión, de una cuestión
meramente terminológica, de modo que ‘humildad’ pueda definirse de un modo
u otro, más o menos arbitrariamente, y según ello unas conclusiones serán
defendibles o no. De modo análogo a lo dicho más arriba al tratar sobre la
magnanimidad según Aristóteles19, el trabajo filosófico-teológico de Tomás de
Aquino y Fray Luis se sitúa en una misma tradición desde la que nace el
interrogante por la magnanimidad y la humildad, encarnada en casos
paradigmáticos y, por ende, esa tradición provee una cierta preconcepción de lo
significado con esos términos que es normativa para el trabajo de clarificación y
posterior valoración.
La humildad que aquí se debe explicar ya no es, por ejemplo, la propia
del esclavo o el tullido que, con sensatez, reconoce su poquedad –el sophron de
EN IV, 3–, sino la humildad que domina en el ideal cristiano, muy próxima a su
núcleo, la caridad: la humildad de Cristo, de Francisco, de la «escondida
senda», la que debería tener el Servus servorum Dei. Lo que debe clarificarse es
la pregunta urgente –permítaseme la ficción– que alguna vez pudo formular
Carlos V a su confesor Domingo de Soto: “¿Puedo aspirar a la grandeza de
César y a la humildad de Cristo?”
Así, en relación con la caracterización de la humildad ofrecida por santo
Tomás en los pasajes citados, la pregunta se puede concretar así: ¿queda
suficientemente caracterizada la humildad de Cristo por su sometimiento, como
hombre, a la voluntad del Padre y a todo lo que de ella deriva? O bien así: lo
que hace de la humildad un ideal tan nuclear en el cristianismo, ¿es solamente
su condición de requisito indispensable para acceder a la gracia de Dios, en la
que estaría la verdadera grandeza divina participada, siendo la humildad sólo lo
que remueve el impedimento básico de la soberbia? Santo Tomás, en efecto, no
casualmente se enfrenta a la pregunta de si la humildad es la mayor de las
virtudes, y responde en el sentido dicho20. Según esto, la humildad sería una
disposición necesaria en el hombre para acceder a los bienes divinos, pero no en

18
Fray Luis de León, Exposición del libro de Job, en Obras completas castellanas, BAC,
Madrid, 1951, 1.257 (sobre Job 39, 37) y 1.262 (sobre Job 40, 1-2).
19
Véase más arriba, págs. 3-5.
20
S th II-II q161 a5 c y ad 2.
sí misma o directamente una participación de la semejanza con Dios. Sólo por
esto Cristo la recomendó y dio ejemplo de ella21. En razón de esto, santo Tomás
sitúa la virtud de la humildad no sólo por debajo de las virtudes teologales, sino
también de las intelectuales y de la justicia legal 22.
¡La humildad por debajo de las virtudes intelectuales y de la justicia
legal! Una consecuencia tal vez inevitable desde la concepción que ofrece santo
Tomás de la humildad, al menos en los textos estudiados aquí, pero que
difícilmente sirve como clarificación suficiente del lugar, del ethos y pathos de
la humildad en el espíritu cristiano y en las culturas que de él lo han recibido.

5. La esencia de la humildad según Fray Luis de León

La tesis de santo Tomás de la que Fray Luis se aparta decididamente, sin


nombrar al Angélico, es ésta: a Dios “no le corresponde la humildad según la
naturaleza divina, sino sólo según la naturaleza asumida” 23. La doctrina básica
compartida por ambos pensadores dice que, por virtud de la Encarnación y de la
unión hipostática, han comenzado a pertenecer verdaderamente a Dios, a la
persona divina del Verbo, las características de Cristo como hombre (corpóreo,
mortal, pasible, hebreo, etc.). Por eso puede decirse con propiedad “Dios murió
en la cruz” o “Dios trabajó con sus manos”. Pero estas características de Cristo
como hombre no pertenecían desde la eternidad a Dios ni llegan a pertenecer
por la Encarnación a la naturaleza divina24. En este sentido, no se discute que se
pueda decir que Dios es humilde o que se humilló, puesto que Cristo lo hizo. El
punto de controversia estaría en si, junto con la humildad que le corresponde a
Dios por virtud de la humildad de Cristo-hombre, asumida en la Encarnación, se
puede decir que la humildad corresponde formalmente –no sólo «en sentido
eminente»– también a la naturaleza divina como tal y, por tanto, desde siempre
y con independencia de la Encarnación, es decir, si la humildad es un atributo
de la naturaleza divina, como la justicia, la potencia o la sabiduría 25. La tesis de

21
S th II-II q161 a5 ad 4.
22
S th II-II q161 a5 c.
23
S th II-II q161 a1 ad 4.
24
Fray Luis expresa su parecer sobre el modo y sentido en que pueden o no pueden atribuirse
las propiedades de la humanidad de Cristo a Dios y viceversa en su Tractatus de incarnatione
(lecciones sobre el Libro III de las Sentencias según Durando), en Mag. Luysii Legionensis
Opera, Colegio Episcopal de Calatrava, Salamanca, 1891-1895, vol. IV, d4 q2 (138-144) y dd 7 y
8 (209-223).
25
Sobre los atributos divinos y el modo en que las diversas perfecciones de las criaturas se
pueden atribuir a Dios, véase Fray Luis de León, Dios y su imagen en el hombre. Lecciones
Fray Luis es que sí. Esto exige definir o caracterizar la humildad de una forma
distinta, de manera que no implique de suyo imperfección alguna, pero de un
modo que aquella caracterización no sea arbitraria, sino que recoja bien o
incluso mejor el sentido de la palabra en el lenguaje cristiano corriente, en su
uso y en su espíritu.
La corriente cultural, la motivación y la experiencia pre filosófica que
motiva esta reflexión sobre la humildad es claramente religiosa y teológica,
como ya se ha dicho; y, sin embargo, Fray Luis ilustrará la humildad de Dios,
por un lado, desde un concepto de esta virtud perfectamente comprensible para
la razón humana y, por otro lado, desde las propiedades y acciones de Dios que
considera alcanzables por la razón natural 26. Por eso, aunque añade otras
características que se conocen sólo por revelación, lo anterior basta para que sus
propuestas sobre la humildad puedan considerarse filosóficas o, si se quiere, de
razón natural, lo mismo que aquéllas sobre su vinculación con la
magnanimidad.
Según Fray Luis, entonces, la humildad es una de las perfecciones o
grandezas de Dios, según este significativo párrafo, que reproduzco in extenso:
“Y no miramos siquiera que la misma naturaleza divina, que es emperatriz sobre
todo, y de cuyo ejemplo han de sacar los que reinan la manera cómo han de reinar,
con ser infinitamente alta, es llana infinitamente, y si este nombre de humilde puede
caber en ella, y en la manera que puede caber, humildísima, pues, como vemos,
desciende a poner su cuidado y sus manos, ella por sí misma, no sólo en la obra de
un vil gusano, sino también en que se conserve y que viva, y matiza con mil
graciosos colores sus plumas al pájaro, y viste de verde hoja los árboles, y eso
mismo que nosotros, despreciando, hollamos, los prados y el campo, aquella
majestad no se desdeña de irlo pintando con hierbas y flores, por donde, con voces
llenas de alabanza y admiración, le dice David: ‘¿Quién es como nuestro Dios, que
mora en las alturas, y mira con cuidado hasta las más humildes bajezas, y él mismo
está juntamente en el cielo y en la tierra?’ (Psal 112, 5-6)”27.

inéditas sobre el libro I de las Sentencias, Eunsa, Pamplona, 2008 (también lecciones en la
cátedra de Durando en Salamanca), d2 qq 2 y 3 (79-102).
26
A saber, que Dios obra, con conocimiento y libertad, inmediatamente y por sí mismo en la
creación, conservación, gobierno y operación de cada criatura. Estas tesis están afirmadas o
implicadas directamente en Fray Luis de León, “De creatione angelorum” (lecciones sobre el
Libro II de las Sentencias según Durando), en Reportata theologica, Ed. de José Rodríguez Diez,
EDES, San Lorenzo del Escorial, 1996, d1 q1, 275-276 y q5, 289-296.
27
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo, ed. de Cristóbal Cuevas, Cátedra, Madrid,
1986, libro II, nombre “Rey de Dios”, 360-361. En esta transcripción, he normalizado la
ortografía y añadido cursivas. He tenido presente también la excelente edición crítica y anotada de
Este texto, inserto en un discurso sobre la humildad de Cristo, de algún
modo remonta a la raíz de esta humildad, de manera que, la de Cristo, no sólo es
una condición humana asumida, sino también una manifestación de lo que ya
había en Dios, en la naturaleza divina y es, en cierto modo, reconocible
naturalmente. Es cauteloso al atribuir la humildad a Dios, como concediendo
que es dudoso que se pueda predicar de él sin más o, en todo caso, señalando
que se le puede atribuir de algún modo. Se adivina aquí la doctrina sobre las
perfecciones divinas y el modo en que las perfecciones creadas pueden
predicarse de Dios habitual en la tradición escolástica y explicada por él
mismo28. Es consciente Fray Luis de que el término humildad está muy
vinculado al reconocimiento de la propia bajeza, por lo que puede dudarse de
que pueda atribuirse a Dios “formalmente”. Pero no quiere entrar en
disquisiciones teológicas: él lo hace, y dice que la naturaleza divina es humilde
en grado superlativo.
Ahora bien, al dar ese paso, ciertamente audaz, caracteriza la humildad de
un modo que es consistente con el sentido corriente de la palabra y que, al
mismo tiempo, sin duda corresponde también a Dios en sentido propio: la
humildad consiste en descender a mirar y poner el cuidado en las realidades más
pequeñas, sin desdeñarlas. Dios es más humilde que nosotros, pues se ocupa
incluso de lo que nosotros despreciamos. Nuevamente, se deja ver en el texto,
entramada perfectamente con la belleza poética, la matriz de pensamiento
escolástico: no sólo produce al gusano, sino que lo conserva; y no obra de modo
indirecto sobre lo vil, sino que su acción de creación o conservación, y su
presencia activa en la naturaleza, sin eliminar las causas segundas o
subordinadas, es directa e inmediata: pone en ella “sus manos, ella por sí
misma”29. Si la acción y mirada de Dios no tocara directamente y por sí misma
hasta lo ínfimo de la creación, sino sólo mediante el movimiento de los cielos o
a través de otras hypóstasis que hubiesen emanado de él, Dios no podría ser
llamado humilde.

6. La raíz de la humildad

Fray Luis, además, ofrece motivos para comprender este modo de obrar
humilde de Dios, conectándolo con aquellas perfecciones que más
indudablemente se deben atribuir a Dios, y dando otras pistas acerca de la

De los nombres de Cristo de Javier San José Lera, Círculo de Lectores - Galaxia Gutenberg,
Barcelona, 2008.
28
Véase más arriba, página 11.
29
Una referencia a algunas de las lecciones teológicas en que Fray Luis trata sobre esto puede
verse más arriba, en la nota 26.
centralidad de la humildad en el espíritu cristiano. Una de las claves está en el
mismo De los nombres de Cristo: “Mas es propiedad de todo lo que es de veras
amor, ser humildísimo con aquello a quien ama” 30. En este pasaje, Fray Luis
está glosando el himno de san Pablo a la caridad en 1 Cor 13, 4-7. Añade que,
quien está movido por la caridad, “no se desdeña ni tiene por afrentoso o
indigno de sí ningún ministerio, por vil y bajo que sea”31. Ésta es ciertamente
una descripción nuclear de la humildad –no tendríamos en castellano otra
palabra para describir esa actitud–, descripción que, además, permite
comprender mejor que la vista en los textos de Aristóteles y santo Tomás por
qué esta virtud es tan nuclear en el cristianismo, pues muestra su estrechísima y
casi inmediata conexión con el amor. En efecto, Fray Luis añade la razón de
este modo de obrar, interpretando a san Pablo: donde el Apóstol dice “no busca
su interés”, el agustino glosa “toda su inclinación es al bien”32.
Así, la actitud de sumo cuidado y servicio hacia lo pequeño por amor, y
no el reconocerse pequeño o indigno, se pone como el núcleo más genuino de la
humildad en su sentido cristiano, radicalmente novedoso en comparación con la
simple sensatez y mesura [sophrosyne] de quien sabe que no puede aspirar a
grandes hazañas ni honores, y así lo reconoce. La humildad, entendida desde
ese núcleo fundamental, no entraña de suyo ninguna imperfección según el
pensamiento de Fray Luis: ya no es sólo una actitud propia de un inferior
respecto de un superior, sino sobre todo la de un superior respecto de su
inferior, por lo que puede atribuirse a Dios sin restricciones, sobre todo si se
muestra su vinculación con otros atributos divinos y con el fin de la creación,
según lo que se acaba de decir y otros pasajes de la obra Fray Luis33. Dios es el
bien mismo, y el bien es difusivo de sí –“toda su inclinación es al bien”–,
aunque no le reporte ningún beneficio –“no busca su interés”–. Ahora bien, todo
posible beneficiario de los dones de Dios es infinitamente inferior a Él, y por el
sólo hecho de crearlo, conservarlo y gobernarlo, Dios lo sirve, concurriendo a
cada una de sus acciones. Así, creación, conservación, gobierno y providencia
son actos de humildad de Dios.
Fray Luis nos da otras pistas para profundizar en este mismo tema. En el
trabajo señalado en la nota anterior, señalé el modo preciso en que, según Fray
Luis, se produce esta comunicación de la bondad divina de modo consumado:
consiste la manifestación de las perfecciones divinas acompañadas de alabanza

30
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo III, “Amado”, 605.
31
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo III, “Amado”, 605.
32
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo III, “Amado”, 605.
33
Sobre el fin de Dios al crear y el modo concreto en que Fray Luis lo entiende, con referencias
a sus obras latinas y castellanas, remito a S. Orrego, “Fundamentación metafísica de la pena”, 81-
91.
amorosa. Es la gloria, clara notitia cum laude, el máximo honor,
correspondiente a las grandes obras de virtud, a las hazañas, que son lo propio
del magnánimo. Pues bien: Fray Luis también da cuenta de la humildad de Dios
explicándola desde la máxima manifestación de su grandeza, a la que se debe la
mayor alabanza. Esta es la perspectiva de la conciliación de humildad y
magnanimidad en Fray Luis de León, que se proyecta desde su teología
filosófica hacia su ética y pensamiento político, como espero mostrar a
continuación.

7. La magnanimidad verdadera y la humildad

Es muy significativo que Fray Luis se ocupe de la humildad al glosar los


nombres de Cristo que más pueden asociarse a la potencia y a su posición de
encumbramiento como hombre: “Brazo de Dios” y “Rey de Dios”, mucho más
extensamente que en los que implican humildad o mansedumbre, como
“Cordero” y “Príncipe de Paz”.
Se llama a Cristo “brazo de Dios” por ser aquél por medio del cual Dios
realiza sus “hechos hazañosos”34, merecedores de suprema admiración y honor.
Dios, entonces, ciertamente es magnánimo: no sólo “pinta las plumas de los
pájaros”, sino que también, para conseguir el fin supremo que se ha propuesto,
derroca imperios e instaura su reinado contra las mayores dificultades desde el
punto de vista humano. Pero Fray Luis se opone al error de creer que las
hazañas de Dios corresponden literalmente a las del mesías potente y belicoso
prometido en numerosos pasajes del Antiguo Testamento, y advierte:
“Entre los demás inconvenientes que tiene este error, es uno grandísimo que los
que se persuaden de él, forzosamente juzgan de Dios muy baja y vilmente. No tiene
Dios tan angosto corazón como los hombres tenemos”35.
¿Qué es este no tener Dios “angosto corazón”, sino fundamentalmente lo
mismo que ser “magnánimo”? Pues bien: la gran hazaña de Dios, realizada por
medio de Cristo, consiste en haber vencido al mundo desde la humildad,
logrando victorias mayores que las que los demás hombres sólo pueden alcanzar
por la potencia casi inevitablemente violenta. El núcleo de la argumentación
que recorre el texto de “Brazo de Dios” es éste: es propio de un poder y
sabiduría limitados, como el que han tenido muchos gobernantes humanos, el
alcanzar un fin –sea alto y recto, sea bajo y desordenado– haciendo violencia,
tal vez conservando lo principal y grande, pero sin cuidarse de lo pequeño y,
muchas veces, suprimiéndolo. Es así como brilla el poder humano: por la

34
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo II, “Brazo de Dios”, 329.
35
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo II, “Brazo de Dios”, 328.
aniquilación de lo que le es inferior. En cambio, es propio de un poder infinito,
acompañado de una igual sabiduría, llegar a sus fines más altos sirviéndose del
modo de ser de lo inferior, no suprimiéndolo, sino rescatándolo. Estar sólo en lo
pequeño sería despreciable, pero estar en lo más alto y lo más bajo a la vez, es
una grandeza mayor que estar sólo en las alturas, como atestigua el salmo citado
por Fray Luis36. Así, la humildad no es sólo la contracara de la magnanimidad,
como virtud en cierto modo opuesta a ella, sino un requisito de la verdadera
grandeza.

8. La Idea de Rey: grandeza, humildad y gloria

Con las consideraciones anteriores, Fray Luis deja abierto el camino para
explicar el nombre “Rey de Dios”, donde expone lo más medular de su
pensamiento político. Nuevamente, dilucida el ideal de “rey” desde la causa
más radical, que es a su vez el fin último de la creación. Desde éste, el hombre
puede vislumbrar la concepción divina y eterna de lo que es verdaderamente ser
rey: la Idea de Rey en el sentido propio de la palabra, desde la cual se procurará
explicar por qué el ser Rey le conviene señaladamente a Cristo. Es la expresión
de Fray Luis: “Quiso hacer de él un rey de su mano que respondiese
perfectamente a la idea de su corazón”37.
Ahora bien, en la tradición de pensamiento de Fray Luis, las Ideas divinas
no son otra cosa que la esencia de Dios y sus perfecciones en cuanto
participables o comunicables ad extra38. Por eso, la Idea de Rey –el modelo
para todo gobierno– debe corresponder, por derivación, al modo en que Dios
mismo gobierna, por el que alcanza el fin de los gobernados de la mejor
manera posible39. Desde la perspectiva de este fin o bien universal de la

36
Salmo 112, 5-6. Véase más arriba, página 12.
37
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo II, “Rey de Dios”, 359.
38
Aunque no se han conservado lecciones de Fray Luis que tuvieran como tema principal la
ciencia de Dios y las ideas divinas (en el comentario conservado sobre el libro I de las Sentencias
esas lecciones fueron dadas por un sustituto), esta doctrina fue afirmada por él en relación con
otros temas; por ejemplo, en Dios y su imagen en el hombre, 199-208, 355-361. Ahí afirma que el
Verbo mismo es el ejemplar de toda criatura (204) y la misma tesis puede verse más
extendidamente en De los nombres de Cristo III, “Hijo de Dios”, 519-524.
39
Véase Fray Luis de León, De los nombres de Cristo II, “Brazo de Dios”, 342-343, donde hace
explícita la derivación por imitación del buen gobierno humano respecto del gobierno divino,
contrastándola también con el mal gobierno humano, de un modo crítico con el gobierno de su
tiempo. En este texto se presentan ya casi todos los elementos de la vinculación que procuro
mostrar en este trabajo entre la magnanimidad y la humildad según Fray Luis, más expresa en el
capítulo “Rey de Dios”.
creación, la humildad cobra una función muy relevante y se engarza
orgánicamente, sin contradicción ni tensión, con la virtud del magnánimo tanto
en relación con las grandes proezas como con la búsqueda sabia de honor y
gloria.
En efecto, según el modo en que Fray Luis comprende la gloria de Dios
como fin de la creación, aquélla comprende dos elementos esenciales: por un
lado, la manifestación de las perfecciones de Dios; por otro, su alabanza, la que
implica, a su vez, una afirmación y aceptación amorosa de esas perfecciones
conocidas. Ambas dimensiones de la gloria –clara notitia cum laude– son
indispensables y, en este caso, la búsqueda de la gloria no sólo es algo legítimo,
sino imperativo, pues constituye por sí misma la máxima comunicación de la
bondad divina a las criaturas, la difusión consumada del bien –prescindiendo de
la «comunicación por unión» de Dios con la criatura, propia del Verbo
encarnado40. Si se mira bien, los honores y la fama como bienes externos en el
plano humano, en la medida en que les corresponde una función recta, tienen la
misma raíz metafísica: que alguien sea honrado y glorificado por su virtud
verdadera y grande equivale a que el bien que estaba como encerrado en el
interior de esa persona se haga común por el conocimiento y la celebración, que
implica una afirmación amorosa. De ese modo, además, se hace imitable. Puede
entenderse, así, que el honor y la gloria sean buscados rectamente y, más aun,
desinteresadamente, pues son un bien no tanto para quien es glorificado, sino
para los que glorifican. Y esto está en el núcleo de la magnanimidad: realizar lo
grande según todas las virtudes y comportarse rectamente con respecto a los
honores y la fama que de ello derivan.
Pues bien: en el apartado anterior ya se ha explicado por qué y en qué
sentido la humildad implica y, por ende, manifiesta un poder y una sabiduría –
virtudes del gobernante– mucho mayores que las que no se acompañan de esa
“pequeña” virtud. La humildad, entonces, contribuye a la gloria, primero, en
cuanto al aspecto de la manifestación plena de las “grandes” perfecciones. Pero
también, muy especialmente, lleva a su culmen la gloria en cuanto al aspecto de
la alabanza, de la aceptación amorosa de la grandeza y majestad, porque la hace
verdaderamente amable e invita a la unión con ella. Éste es precisamente el
motivo por el cual, según Fray Luis, es un error juzgar “que la humildad y
llaneza es virtud de los pobres”41:
“(...) cosa sabida es que la majestad y grandeza, y toda la excelencia que sale
fuera de competencia, en los corazones más bajos no engendra afición sino
admiración y espanto, y más arriedra que allega o atrae, por lo cual no era posible

40
Fray Luis de León, Commentaria in Tertiam Partem Divi Thomae, en Mag. Luysii
Legionensis Opera VII, Salamanca, 1895, q1 a3, 256.
41
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo II, “Rey de Dios”, 360.
que un pecho flaco y mortal, que considerase la excelencia sin medida de Cristo, se
le aplicase con fiel afición (...) si no le considerara también no menos humilde que
grande, y si, como su majestad nos encoge, su inestimable llaneza y la nobleza de su
perfecta humildad no despertara osadía y esperanza en nuestra alma”42.

9. Conclusiones

Por todo lo dicho, creo que puede afirmarse que la perspectiva de la


conciliación de la humildad y la magnanimidad en la línea de santo Tomás
queda asumida por Fray Luis, pero también radicalmente superada. En la
concepción de Fray Luis, la humildad no comienza a corresponder a Dios sólo
desde la encarnación y abajamiento de Cristo, aunque estos acontecimientos nos
la manifiesten con una hondura inimaginable. La humildad es un verdadero
atributo divino, pues no implica ninguna imperfección, mientras que la
magnanimidad aristotélica –tal vez lo mismo que la concepción de Dios de
Aristóteles– lleva el lastre propio de la «pequeña grandeza» humana, que no
puede ocuparse de todo ni puede tratar delicadamente lo pequeño cuando se
orienta con energía a la realización de un gran fin.
Si el magnánimo, para Aristóteles, termina siendo “aquel para quien nada
es grande” y “no se admira de nada”, para Fray Luis, en cambio, es aquel para
quien todo es grande y todo es digno de admiración, porque “las obras de Dios
son perfectas” (Deut 32, 4). Pero esto no es propio del pequeño, sino también
del verdaderamente grande, porque sólo él es capaz de orientarse con energía y
eficacia al mayor de los bienes de un modo que no suprime nada y asume todo.
Así, a la hipotética pregunta de Carlos V a su confesor Domingo de Soto, el
discípulo de éste, Fray Luis, podría responder: “Si quieres ser más grande que
César, gobierna con la humildad de Cristo”. “César con alma de Cristo” 43: ¿Fray
Luis y Nietzsche de la mano?

42
Fray Luis de León, De los nombres de Cristo II, “Rey de Dios”, 360.
43
F. Nietzsche, The Will to Power, Vintage Books, Nueva York, 1960, n. 983.

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