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I. Lo debido.
“Si no hay naturaleza humana, que es la única razón de que pueda corresponderle algo
irrevocablemente al hombre, ¿cómo será posible negarse a aceptar esta consecuencia: haced lo
que os venga la gana con el hombre? Si es cierto que hay algo que le corresponde al hombre sin
paliativo de ningún género, que el hombre posee irrevocablemente un suum, un derecho que
pueda defender contra cualquiera y que a todos obliga, al menos a no lesionarlo, ello es porque el
hombre es persona...” (p.95).
Este es, en mi opinión, el capítulo más importante, puesto que se considera el fundamento
metafísico de la virtud de la justicia. Trataremos de problematizar la cuestión.
¿Qué es la justicia? “Dar a cada uno lo suyo”. ¿Y en qué se funda el suum, esto es, aquello que le
pertenece a algo? En la creación; en el orden de esencias que pensó el Creador. Cada ente tiene
su ser y esencia, y, por eso, lo que algo es, se puede decir que “le pertenece”. Cada ente creado
tiene su esencia y sus propiedades (proprium) o accidentes propios; es propio del fuego calentar,
dar luz y quemar; es propio de la gacela ser rápida y elegante, beber agua y alimentarse de
hierbas, es propio de la piedra ser inanimada, dura y resistente… El mundo, la creación, es un
cosmos, una totalidad ordenada de entes. Esta es la razón por la que, para los antiguos, la justicia
era “la virtud cósmica”, virtud que tenía que ver con la totalidad de las cosas. Una injusticia, es,
en este sentido, una violación, un atentado contra el mismo orden del mundo, y, eo ipso contra lo
divino, fundamento del cosmos. La analogía entre las leyes humanas y las leyes cósmicas
dictadas por Dios a todas las creaturas es clara2. Este, podríamos decir, es el sentido lato de
“justicia”, entendida como el respeto del hombre por la naturaleza de las creaturas. Una cierta
veneración ante la creación. En este sentido sería injusto maltratar a un animal de modo
innecesario, descuidar el ciclo de la tierra, contaminar los mares, etc. Sería, entonces, respetar el
sentido de la creación que ha puesto en ella el Creador3.
Sin embargo, este no es el sentido propio de la virtud de la justicia. Hay justicia (en su acepción
más correcta) donde hay derecho (ius). Y sólo hay derecho donde hay persona. Es una
noción primaria, fundamental. ¿Puede decirse que una planta tenga derecho a la vida -que, por lo
demás, es una perfección que posee necesariamente en cuanto a su esencia-, o que el pájaro tenga
derecho a volar- operación ínsita en su naturaleza-?
La respuesta es negativa, pero para entenderla es preciso comprender la diferencia radical que
hay entre el ente personal y el ente no-personal. ¿Es correcto decir que la planta tiene un suum
dado por su esencia y que éste implica que sea algo propio de ella la perfección de la vida? Sí.
Pero no sería en absoluto correcto decir que la planta tiene “derecho” a la vida. ¿Por qué? ¿Por
qué hay un abismo entre arrancar una planta o asar una vaca y el aborto? Porque hay un abismo
entre la persona y el resto de los entes impersonales.
La persona ha sido querida por sí misma. Ha sido amada por Dios de modo definitivo. ¿Acaso lo
sabemos sólo por Revelación? No: lo sabemos por la misma estructura metafísica del ente
personal. La persona es “el subsistente en la naturaleza racional”4. Todo ente tiene el ser (esse)
según la medida (+/-) de su esencia, que permite una mayor o menor participación del ser (esse).
Ahora bien, la persona es el grado máximo de perfección entitativa. Podríamos indicar dos
características o propiedades de la persona: 1) Su subsistencia o incorruptibilidad 2) Su
intelectualidad o espiritualidad. Lo primero quiere decir que su forma es subsistente, posee el
esse de modo suficiente: es sujeto suficiente del acto de ser (no depende de un co-principio
material para ser) (Su estructura metafísica graficada sería: [F + esse]). No hay en la persona un
principio corruptor (materia prima), y, entonces, tiene el ser de modo necesario: no hay en ella
potencia para el no-ser5. Fue pensada y amada por Dios “para que sea siempre”. Y no con una
subsistencia ciega, como una piedra ajena al tiempo, sino con una subsistencia con ojos y con
corazón para Dios. La emergencia de la forma sobre la materia (en el caso del hombre) le
permite conocer y amar: intelecto y voluntad son las ventanas del hombre (y de la persona
creada) hacia la totalidad del ente, y a Dios, sumo Ser.
Entonces la persona fue hecha: 1) Para siempre (subsistencia) 2) Para Dios (intelecto y
voluntad).
El Doctor Komar resumía la gravedad de este tema diciendo que la persona es un “absoluto
relativo”. La persona es un cierto absoluto, es un rostro, es imagen de Dios. Por eso, ella tiene
derechos. A ella le pertenecen ciertas cosas de modo irrevocable porque tiene el ser de modo
irrevocable, o lo que es lo mismo, fue querida por Dios de modo irrevocable. Luego, quien
atentara contra los derechos de la persona atentaría contra el mismo Dios.6
4 “Omne quod subsistit in intellectuali vel rationali natura, habet rationem personae” (SCG, IV, 35, n. 3725).
5 Sí la hay en Dios. Como dice Gilson, la persona es esencialmente necesaria pero existencialmente contingente. En
ella no hay potencia para el no-ser, no puede reconducirse por sí misma al no-ser. Pero sigue siendo un ente
radicalmente contingente puesto que no es el Ser por esencia sino ente por participación, ente compuesto de ser y
esencia. Por eso bastaría con que Dios dejara de darle el ser para que cualquier ente sea reducido a la nada.
6 “La persona humana, justamente por ser persona, posee un ser inferior pero semejante al Ser en acto puro: es el ser
debido o, en otras palabras, exigitivo. Todo lo que es intrínseco a su ser –fundamentalmente dos cosas: su ser en acto
y su ser en potencia, esto es, lo que es en cada momento histórico y los fines que le son naturales- no es acto puro,
pero es debido, exigitivo. Se trata de ser en grado tan alto y eminente que postula, debe ser según su condición
histórica y según sus fines. Ello proviene de su mismo quantum de ser, de su perfección o eminencia de ser, de
modo que la acción contraria o degrada la persona o la hiere; es contra su propia ontología, la cual queda
contrahecha o lesionada. En otras palabras, el ser de la persona implica inherentemente, intrínsecamente, el deber
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“Y esta es la razón de que no pueda darse la justicia formal en el caso del amor: porque la
persona amada no es propiamente «un otro» para quien la ama (...) El individuo justo es tal en la
medida en que confirma al otro en su alteridad y procura darle lo que le corresponde” (p.100).
No me queda claro la distinción entre amor y justicia que nos ofrece Pieper. Comprendo la virtud
unitiva del amor, pero no me parece que sea adecuado decir que “la persona amada no es
propiamente un otro”. La alteridad, la aliquidad es el fundamento del amor. Esto es: la
aprobación de nuestra voluntad al ser del otro, el famoso “¡quiero que existas!”. En otras
palabras; estoy de acuerdo en distinguir al amor de la justicia, pero me parece que se debe hacer
alguna ulterior distinción.
Propongo lo siguiente. La justicia consiste en querer el bien que le es debido al otro. El amor, en
cambio, consiste en querer todo el bien del otro. Una aprobación simpliciter de la voluntad,
dirigida a toda la realidad del otro.
Terrorífico texto de Pieper. Puede existir una perversión íntima que contradiga, incluso, el fulgor
de los ojos, y el esplendor que captan los sentidos. La virtud de la justicia es virtud de la
afectividad espiritual, del querer más propio del ser humano. Por consiguiente el vicio de la
injusticia es un desorden fraguado en lo profundo de la voluntad, allí desde donde brota lo
auténtico y vivo del hombre. ¿Quién no vio alguna vez -o experimentó en su fuero interno- cómo
se vuelve decididamente “malo” el hombre injusto que atropella la verdad de las cosas? El jefe
que violenta psicológicamente a sus empleados para que produzcan más, el maestro que no
respeta la verdad de sus alumnos, la infidelidad matrimonial, la deslealtad a un amigo, la crítica
oculta, etc. Veo muy emparentada la injusticia con la soberbia: implica un cierto “no querer ver
la realidad” o simplemente “no querer adecuarse a la realidad”. Pero lo que la justicia agrega al
puro y sencillo “cerrar los ojos” es la referencia al otro. Se trata de no respetar la verdad del otro.
Es, en su esencia, un acto de violencia. Cuando no respetan la verdad de nuestro ser nos sentimos
violentados, tratados de modo violento.
Permítaseme un ejemplo del Cura de Ars. Él decía que las madres no debían exigir a los chicos
ningún tipo de tareas a sus hijos cuando estos se levantasen de mañana, hasta tanto ellos no
hubieran hecho sus oraciones. El caso contrario sería un acto de injusticia, un acto violento. Iría
en contra de la naturaleza humana, para la cual lo primero es amar a Dios. Actuaría en contra de
la religio, del deber (¡dichoso!) que tiene el hombre para con Dios: deber impagable e infinito.
“No es, sin duda, la justicia, sino el hombre justo quien ordena o dirige. Y quien dice el hombre,
dice la persona individual, que es, en última instancia, el sujeto portador y realizador de las tres
formas principales de justicia” (p.124).
Tal vez no sea del todo fútil tener presente esta verdad. No es que “el estado” sea el causante de
todas las injusticias que se esparcen a lo largo y a lo ancho del país. “El estado” muchas veces
designa un monstruo abstracto, un organismo enfermo y omnipresente que todo lo devasta.
Somos nosotros -las personas- las que llevamos a cabo las tres formas de justicia. En nuestras
manos está la observancia de la justicia con nuestros hermanos próximos, es decir, la justicia
conmutativa. Pero no sólo ella, sino también, la procura del bien común mediante la justicia legal
y la justicia distributiva. Creo que -hoy día- estamos presenciando una decadencia del concepto
(y de la realidad) del bien común; tal vez sea producto de la exageración de los colectivismos del
siglo XX. Vivimos “hacia el ombligo”, arqueados hacia nuestra propia vida y círculo de personas
próximas. Debemos asumir como nuestro el compromiso por el bien común.
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Pero, es importante saber que -a instancias prácticas- debemos administrar ese bien común.
Elegir personas adecuadas para administrarlo creo que sería un buen punto de partida. Adecuadas
sobre todo moralmente, y en un segundo lugar, intelectualmente. Aunque no sólo debe repararse
en la justicia distributiva sino también en la justicia legal: ¿Queremos colaborar con el bien
común? Si estuviera en nuestras manos no pagar impuestos… ¿los pagaríamos igual?
Recordemos que pueden haber “actos justos” sin haber estricta “virtud de la justicia”, es decir, la
voluntad firme y constante de dar a cada uno lo suyo.
“El bonum commune se extiende más allá del ámbito de los valores de utilidad, que son
materiales y objeto de producción. Hay contribuciones al bien común que, aun careciendo de
utilidad, son, empero, imprescindibles y absolutamente reales. En este sentido deben entenderse
las palabras de Santo Tomás según las cuales es necesario para la perfección de la sociedad
humana que haya hombres que se consagren a la vida de la contemplación” (p.156).
Tema característico de Pieper: el ocio como componente fundamental de una vida plenamente
humana. El acierto de esta cita -en mi opinión- es destacar la importancia de una concepción
integral del bien común. En una sociedad impregnada de un brutal activismo, debemos llamar la
atención sobre la verdadera imagen del hombre. ¿Quién entiende hoy como parte del bien común
que debe ser distribuído el derecho a la contemplación, la verdad y la belleza? Es verdad que el
tema de la educación está todavía vigente en los frecuentes reclamos a la justicia del gobernante.
Pero… ¿No es esta educación una educación concebida al modo iluminista, esto es, como pura
transmisión de información y no como formación? Una educación a menudo demasiado
pragmática, dirigida hacia la posibilidad del desarrollo de una profesión que nos permita tener
asegurado el bienestar económico. ¿Somos de verdad conscientes de que “no sólo de pan vive el
hombre” (Mt.4,4)? ¿Es acaso sensato que no se permita el ejercicio religioso -las misas, etc.-
alegando que su importancia es respecto de la salud siempre secundaria?
“Hay deudas y deberes que excluyen por naturaleza la posibilidad de una satisfacción o un pago
adecuados (...) Al proceder a la entrega del debitum tiene clara conciencia de que en ese sentido
jamás llegará a hacer lo que en rigor está obligado a hacer. Esta es la causa de que se vincule al
elemento racional, que es típico de la justicia, ese otro elemento de exceso y de inutilidad, por así
decirlo, que caracteriza a la religio, a la pietas y a la observantia”. (p.169).
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Considero de primordial importancia estas tres virtudes derivadas de la justicia. Hay bienes que
nos son dados, cuya trascendencia es tal que no somos capaces de “devolver” algo de igual valor
de aquello que nos ha sido dado. ¿Qué clase de igualdad puede haber entre lo que me da Dios y
lo que le doy yo? ¿Hay alguna manera de agradecer correctamente todos los bienes que
recibimos de Dios? ¿Qué puedo hacer para corresponder al bien inaudito de haberme dado la
existencia?
Lo gratuito traspasa la igualdad de la justicia. No la contradice pero la supera creando una
fundamental desproporción. La desproporción del don. ¿Puede un sueldo “pagar” propiamente
todo el bien que nos puede hacer un buen maestro? ¿Puede un hijo “pagar” todo el torrente de
bienes que ha recibido de parte de sus padres?
Para concluir cito a Romano Guardini:
“La justicia es buena. Es el fundamento de la existencia. Pero hay algo que está por
encima de la justicia. Es la bondad de un corazón grande y libre que se abre. La justicia
está revestida de claridad, pero, un paso más, y se torna fría. La bondad, por el contrario
-cuando es auténtica, cordial fruto del carácter- reanima y libera. La justicia pone orden,
pero la bondad es creadora. La justicia se ocupa de lo que existe, mientras que la bondad
produce lo nuevo. La justicia da al espíritu la satisfacción de ver reinar el orden, mientras
que la bondad hace surgir la alegría de una vida creadora.”