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Este escrito surge a partir de una serie de preguntas que rondan mi pensamiento y quehacer como
docente, las cuales han estado presentes durante mi ejercicio profesional. Preguntas como: ¿La
educación de hoy es útil, necesaria y con objetivos claros para la actualidad y el futuro de
nuestros niños y niñas?, ¿Los contenidos son adecuados?, ¿Existe un aprendizaje real de los
mismos o solo estamos repitiendo?, ¿Es importante ver al estudiante como persona, incluso en
donde como maestros nos vemos involucrados emocionalmente, o es conveniente solo verlo
como un individuo al que se le transmite el conocimiento?. Nuestra labor docente se sumerge en
una cotidianidad donde tal vez nos acostumbramos a pasar por alto este tipo de interrogantes y
nos acomodamos a una escuela que ya está dada, la cual mantiene elementos que se
fundamentaron en sus orígenes y se han nutrido con el paso del tiempo.
Nos hemos habituado a una escuela con pocos cambios a través de su historia, la cual ha
evolucionado aparentemente de una manera lineal y determinada, ubicándola en medio de una
burbuja que no es permeada por la evolución de nuestra cultura , como lo explica Martínez
Boom en su texto “la escuela es un acontecimiento histórico difícil de fotografiar, los azares de
su comienzo la muestran plagada de porosidades y rarezas”, es decir , su presunta evolución
depende de las circunstancias y las necesidades del momento, construida a partir de retazos que
conforman lo que somos como sociedad.
De manera general hemos estado convencidos que la educación en Colombia busca los más altos
estándares de calidad, que a los niños que se encuentran en las diversas instituciones educativas
se les ha garantizado durante mucho tiempo su derecho a la educación y su reconocimiento como
seres capaces e integrales. Sin embargo, estos planteamientos se quedan cortos en la realidad de
la práctica educativa, arrastrando vicios de los orígenes de la educación en el país como la
utilización de la escuela para el posicionamiento de poder, la inequidad, la segregación y el
menosprecio por el rol docente.
Eso de lo cual estamos tan seguros, no es más que una utopía, la realidad de muy pocos. Todo lo
que vemos como “escuela” es solo el medio para el seguimiento de unas normas creadas para
controlar las masas y mostrar una máscara de integralidad y eficiencia; algo que al final de todo
el proceso académico dará como resultado un individuo preparado para seguir las reglas sin
cuestionarlas, dejando de lado su creatividad y su capacidad innata de confrontar su contexto.
“Las pocas niñas que tenían cómo educarse lo hacían en conventos de monjas. Ingresaban a
los cuatro años de edad y no podían salir de ellos salvo con permiso de sus padres para casarse
o completar sus estudios. La instrucción que recibían era sobre todo religiosa, aunque
también aprendían a leer y a escribir. Los varones comenzaban su educación a la misma edad
y aprendían a escribir, leer, memorizar y a recitar un buen número de oraciones en latín” (EL
DESARROLLO DE LA EDUCACIÓN EN COLOMBIA 1820-1850. Evelyn J. G. Ahern).
La escuela surge como la opción para mantener el orden y controlar a los pobres, una extensión
de las “prácticas de policía”. Considero que la escuela actual perpetúa la intención de mantener
el orden establecido, viendo al estudiante como un sujeto de conocimiento y no como un ser que
en su individualidad puede tener su pleno desarrollo. El salón, el uniforme, el manual de
convivencia, el estar quieto, son rezagos históricos de lo que siempre hemos pretendido que sea
el buen estudiante, dejando de lado el desarrollo integral del niño.
El niño de la colonia, era considerado en ser moldeable en cuerpo y Espíritu que podía ser la
semilla de ciudadanos ejemplares, “los niños desde la “tierna edad, debían formarse una idea de
la diferencia entre el bien y el mal. Para ello, los padres estaban obligados a dar noticia al infante
de los principales preceptos religiosos, proponiéndole amables los actos virtuosos y pintando con
“colores horribles todo mal moral”. (Hervás y Panduro, 1798: 282). Aún en nuestro tiempo
consideramos al niño una hoja en blanco, que recibe un conocimiento dado por el adulto,
opacando su innata curiosidad, su creatividad y capacidades propias de la infancia.
Es en ese momento de la historia en donde el niño comienza a ser impregnado con tradiciones de
origen español y los padres al tratar de encajar en la sociedad, siguen los preceptos dados por las
autoridades civiles y eclesiásticas, es así que en este contexto varios eruditos de la educación se
contradicen entre sí, mientras unos defendían el buen trato hacia el infante, otros sugerían que
debían ser corregidos con mano dura. La Sociedad colonial tiene como objetivo convertir esos
pequeños niños en hombres útiles, que a manera personal, considero que fueron “formados” para
ser buenos soldados, para continuar un oficio, para la sociedad colonial; transformándose en
seres bondadosos y moralmente superiores, ejemplo vivo para sus pares, o para la corona
Española. Trabajadores, lacayos, simples ciudadanos del común. “se define, entonces, en
palabras de Scherer y de Hocquenghem, al infante en términos precisos “el niño: base y futuro
del hombre del mañana” (Martínez Boom, 1992: 58).”
En esta etapa el maestro, el gestor de tantos buenos individuos, vive una de sus mayores luchas,
tratando de ser reconocido por la sociedad, convirtiéndose, casi con las uñas, en un personaje
indispensable en la cultura social, un empleado, que rogaba ayuda de sus vecinos para poder
mantenerse, humillado al punto de la mendicidad “La dotación del salario del maestro fue quizá
uno de los fenómenos que más claramente puso de relieve la precariedad de su oficio. La
continua fluctuación e inestabilidad de su asignación, trabada las más de las veces a los avatares
de las arcas, al capricho de los funcionarios o a la misericordia de los vecinos, mantenían al
maestro (y con él a la escuela) al borde de la desaparición.”(Martínez Boom, 1992:230).Desde
mi punto de vista se ha avanzado en algunos aspectos, como la formalización de la profesión y la
capacitación, pero a nivel del estado seguimos siendo profesionales de segunda clase, y ante la
sociedad existen imaginarios errados acerca del docente que desprestigian la labor.
Iván Ilich (1973). En América Latina para que sirve la escuela. Ediciones Búsqueda