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INSTITUTO DIOCESANO DE TEOLOGÍA PASTORAL PARA LAICOS

Monseñor Ramón Antonio Linares Sandoval

MATERIA 02: ANTROPOLOGÍA CRISTIANA


Objetivo General:

Comprender la concepción cristiana que tiene nuestra iglesia sobre el hombre y la mujer y las
consecuencias que esto tiene en las diversas dimensiones de las relaciones sociales.

OBJETIVOS específicos:

1. Ubicar la antropología cristiana desde las características del ser humano desde el punto de vista
teológico y filosófico.

2. Tomar conciencia de los principales elementos y dimensiones de la antropología.

3. Analizar las diferencias y semejanzas entre el varón y la mujer a nivel cultural y la concepción
cristiana de nuestra iglesia.

4. Identificar y analizar las principales características de la fraternidad social a la que nos llama el Papa
Francisco hoy.

Temas a desarrollar:

1. Naturaleza y alcances de la antropología. El hombre en la naturaleza. Las ramas de la


antropología. Antropología física, cultural, filosófica, existencial, bíblica. Hombre y animal.
Varón y mujer. Características. Diferencias y semejanzas. Dignidad humana.

2. Creados a imagen y semejanza de Dios. Visión cristiana del hombre. Creación divina. Imagen
de Dios. Dignidad e identidad de la persona. Ser espiritual. Inteligente. Religioso. Racional.
Ético. Responsable. Sociable. Inmortal.

3. Responsabilidad ante los demás, sentido teológico de la fraternidad. Condición histórico


salvífica del hombre: el pecado, el dolor, la enfermedad y la muerte. El mal. La reconciliación
por Cristo. Nueva vida en el Bautismo. El juicio y la resurrección.

4. Responsabilidad ante la naturaleza, sentido teológico de ser parte de la creación. ser Co-
creadores con el Creador. Convivencia ecológica y sentido holístico de la vida.
TEMA 1
EL SER HUMANO ES UN SER COMPLEJO Y ABIERTO, SIEMPRE
INACABADO
Pregunta Fundamental

¿Qué soy yo? ¿Quién soy yo?

Desarrollo:

La Antropología designa el estudio sistemático del ser humano en su esfuerzo de


autocomprensión; tal autocomprensión está inspirada en la pregunta ¿Qué es el ser humano?;
está mediada por los elementos propios de cada perspectiva de aproximación a la misma; y está
necesitada de los aportes de cada una de estas perspectivas las cuales convergen en un necesario
esfuerzo interdisciplinario.

Se pueden distinguir tres momentos en la evolución histórica de la Antropología teológica. El


primer momento se refiere a su nacimiento, que comprende un primer tiempo de reflexión
manualística como intento de una reflexión unitaria sobre el hombre y un segundo tiempo en el
que se cuestiona esta teología del manual. El segundo momento hace referencia a las perspectivas
de renovación de la Antropología teológica, que abarca el esfuerzo por una comprensión más
profunda de la Revelación como evento y la necesidad de una articulación cristocéntrica de la
teología. El tercer momento el autor lo desarrolla retomando el asunto de la relación entre la
Antropología teológica y la Cristología, para lo cual presenta diferentes perspectivas de autores de
la segunda mitad del siglo XX.

En épocas anteriores los contenidos de la disciplina que ahora se denomina Antropología


Teológica se estudiaban en dos tratados diferentes: uno sobre la Creación y otro sobre la
Salvación. Pero en concordancia con el giro antropológico de la modernidad, también la Teología
ha sentido la necesidad de abordar de una manera más orgánica y unificada todos los aspectos del
misterio de la persona humana, pudiendo así ofrecer una respuesta teológica más directa e
integrada a las cuestiones sobre el ser humano que se plantea la sociedad actual.

El Concilio Vaticano II hace un importante aporte a la renovación de la Antropología teológica en


Dei Verbum 2 a 6, al proponer una comprensión de la Revelación como verdad y como historia en
la persona de Jesús de Nazaret, en quien se concreta la auto-comunicación de la trinidad a los
hombres. Como resultado de lo anterior, la verdad adquiere una comprensión con identidad de
evento histórico, dejando atrás su comprensión a-histórica y formalista.

El ser humano es un ser complejo y abierto, siempre inacabado. No sólo porque tiene edad y cada
edad es distinta y no puede estabilizarse en ninguna y no tiene marcha atrás, sino también porque
no nace internamente unificado, ya que, por el contrario, la cría humana es la más desvalida: un
haz de necesidades e impulsos que no puede satisfacer por sí misma, pero que normalmente
encuentra en el amor de la madre quien lo satisfaga. En ese sentido, más aún que en de ser
engendrado y gestado, somos hijos. Sólo poco a poco, a medida de nuestras posibilidades, nos
vamos haciendo cargo de nosotros mismos, nos vamos asumiendo como sujetos y en esa medida
nos vamos conociendo y habitando y desarrollando nuestras posibilidades y corrigiendo nuestras
negatividades y limitaciones.

Para hacernos cargo de nuestra condición concreta de seres humanos vamos a desarrollar
sucesivamente cada una de las tres dimensiones que nos constituyen: ante todo somos individuos,
somos eso concreto que nos constituye y que de buenas a primeras no se nos aparece de modo
trasparente y que tenemos que ir descubriendo, aceptando y optimizando. Si, en efecto, nos
hacemos cargo de nosotros, si nos tomamos en cuenta responsablemente para optimizarnos, nos
asumimos como sujetos. Y si ese camino responsable de constitución personal lo hacemos con
otros en relaciones horizontales, gratuitas y abiertas, llegamos a ejercitarnos como personas.

Ante todo, somos individuos. Individuo vine del latín: indivisus, que no se puede dividir. El yo es la
unidad última que nos constituye. Cada uno somos ese yo del que no podemos separarnos nunca.
Podremos mirar hacia otro lado, podemos tomarnos como meros elementos de conjuntos y vivir
en cada uno conductualmente. Podemos arrimarnos a una persona o a una institución y vivir
obedeciendo sus dictados y sentir así seguridad y vivir de la vida que nos dan. Podemos dejar que
la vida nos viva y vivir en cada momento siguiendo el pulso a lo que vaya viniendo. Pero, aunque
no queramos asumirnos como ese individuo único que somos, aunque no queramos
responsabilizarnos de nosotros mismos, de hecho, hagamos lo que hagamos, siempre nos
afectamos, de tal modo que lo que hagamos nos va configurando.

Desde este modo de procesar mi condición de individuo viene la consideración de mi condición de


sujeto. La palabra sujeto deriva del latín subiectum, que es un compuesto de sub- y el verbo iacio,
que significa poner debajo. Subiectum es el participio pasado de este verbo e indica lo que está
puesto debajo y sirve de base de algo. Si yo me responsabilizo de lo que soy y de lo que hago,
pongo en mí un principio de unidad dinámico que sirve de base a mi constitución como un yo
internamente unificado. Soy sujeto en cuanto me responsabilizo de mi vida. Si mi vida está abierta,
en constante producción, no sólo de realidad sino de mí mismo, y si los seres humanos somos
seres abiertos que podemos hacernos, pero también deshacernos, humanizarnos o
deshumanizarnos, si son nuestras acciones conscientes y libres las que nos edifican o deforman o
destruyen, nos constituimos como sujetos cuando asumimos responsablemente la conducción de
nuestras vidas, cuando nos proponemos edificarnos como seres humanos y llevamos esta
propuesta consecuentemente. De este modo llegamos a ser sujetos humanos.

El Vaticano II subraya con gran perspicacia y vigor el sentido que está adquiriendo el sujeto
humano, que no se caracteriza sólo por responsabilizarse de sí mismo sino de sus hermanos y de la
marcha de la historia: “Somos testigos de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el
hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la
historia” (GS 55). Si todos somos hermanos, todos somos responsables de todos y si la sociedad
humana no tiene unos moldes fijos, sino que los va creando y transformando, bien buscando el
provecho de grupos corporativizados, bien para lograr más eficazmente el bien común, cada uno
de los seres humanos somos también corresponsables de la marcha de la historia. No basta
quejarse de lo mal que va; es preciso contribuir mancomunadamente en su transformación
humanizadora.

SOMOS PERSONAS CUANDO ACEPTAMOS LA RELACIÓN QUE NOS CONSTITUYE Y NOS


CONSTITUIMOS EN RELACIÓN

Pero lo más hondo del ser humano es que es persona. Es persona cuando, desde su insobornable
individualidad y desde la responsabilidad asumida de echar adelante su ser, acepta la entrega de
otros, ante todo de sus padres y en el fondo de Dios, pero más generalmente de tantos que le han
dado gratuitamente y, correspondiendo, da de sí con la misma horizontalidad y gratuidad con que
otros le han dado y siguen dando. La persona se constituye por las relaciones, más aún, consiste
en ellas. No cualquier relación, sino las de entrega de sí horizontal, gratuita y abierta. Esta noción
de persona es tan ajena a nuestra cultura que en el diccionario de la Real Academia de la Lengua
Española persona equivale a individuo: “individuo de la especie humana” y en ninguna acepción
secundaria aparece la relación.

Ahora bien, lo característico de nuestro ser persona es que comenzamos recibiendo y que el dar
de nosotros y darnos es, por tanto, respuesta. En este sentido literal (responsable viene de
responsa que en latín significa respuesta), que es el más profundo, somos seres responsables. La
cría humana es la más desvalida y por eso nacemos absolutamente autocentrados y por eso Dios
la ha dotado de un arma casi invencible: el llanto, de manera que, si no quieren atenderla por las
buenas, lo hagan para que la criatura los deje en paz. Ahora bien, cuando hay amor constante, la
criatura capta, aunque todavía no sepa conceptualizarlo, que alguien que no es ella conoce tan
bien como ella sus necesidades y quiere y puede satisfacerlas y de hecho las satisface. Al hacerse
cargo de esta realidad, se pone en sus manos, se entrega a ella, vive de fe. Así pues, nuestra
entrega es respuesta agradecida a la entrega de otros que nos han posibilitado la vida y su calidad
humana. El modo más primario de ser personas es ser hijos. Luego somos hermanos y puede ser
que padres y madres y compañeros y amigos y convivientes y conciudadanos.

Esta relacionalidad constituyente se materializa en la respectividad con todos los seres humanos,
antes, incluso, de cualquier relación. Todos somos respectivos y por eso todos nos afectamos unos
a otros. Lo más elemental es la manera como camino o viajo en transporte. Lo puedo hacer
encerrado en mí o haciendo ver que no me merecen: así caminan algunos por el barrio porque,
aunque no pueden establecerse en la ciudad, piensan que nos son “tierrúos”, cerrúos” como los
demás. O puedo caminar abierto a todos, con la dignidad de hijo de Dios y con la responsabilidad
de hermano de todos.

Nos afectamos en la medida de la densidad de nuestro ser, de nuestra condición de sujeto. Ahora
bien, esa afectación puede ser positiva o negativa, porque esa respectividad está teñida de lo que
estemos haciendo con nosotros mismos, de nuestra dirección vital: si nos estamos edificando
humanamente, nuestra respectividad será positiva. Pero si nos dejamos llevar por nuestra pasión
dominante, nuestra respectividad será negativa. Desde el primer caso al estar entre los demás les
estaremos haciendo bien; en el segundo, estaremos haciendo daño 1.

Desde el punto de vista cristiano las relaciones personalizadoras son las de hijo y hermano: hijos
de nuestros padres e hijos de Dios en el Hijo y hermanos de todos en el Hermano universal. Son
relaciones trascendentes. Ante todo, porque el amor, del cual son expresión, lo es, porque Dios es
amor y quien ama le vive a Dios (1Jn 4,8.7); pero también porque nosotros no somos hijos de Dios
por ser sus creaturas ni hermanos por ser seres humanos, incluso si provenimos de un mismo
tronco. El Creador da a la criatura el ser de la creatura; el Padre da al Hijo su propio ser. La
diferencia entre que Dios nos dé nuestro ser a que nos dé su ser es infinita. Nosotros somos hijos
de Dios porque Jesús, su Hijo único y eterno, se ha hecho nuestro Hermano y nos lleva realmente
en su corazón2. Por eso somos hijos en el Hijo y hermanos en el Hermano universal. Éste es el
sentido más hondo de la sacralidad de la persona. Esto no significa que sólo los cristianos somos
hijos de Dios y hermanos entre nosotros, porque Jesús al morir/resucitar derramó sobre todos a
su propio Espíritu (Jn 19,30; Hch 2,17), Espíritu de hijos y de hermanos.

Eso explica que en el primer artículo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948)
se nos exhorte a comportarnos fraternalmente: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales
en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse
fraternalmente los unos con los otros”. Se puede mandar observar los derechos humanos y
sancionar incluso penalmente a quien no lo haga. Pero no puede mandarse que en nuestro
comportamiento con los demás seamos fraternos. Es un deber comportarnos fraternamente
porque en realidad de verdad sí somos hermanos. Pero el fundamento de esta fraternidad no es
otro que el que Jesús se haya hecho nuestro Hermano y nos lleve realmente en su corazón y que
así nos haya hecho a todos hijos de su Padre. Como se ve, no es un fundamento que esté en
nuestra naturaleza humana sino en nuestra historia, una historia que no es patrimonio de todos.
Pero de la que todos pueden participar, porque todos hemos recibido el Espíritu de hijos. Por eso
tantos líderes, la mayoría no cristianos, pudieron aceptar este primer artículo y les pudo sonar
bien y les pareció que era el único modo de superar lo que había conducido a la guerra más
mortífera y destructiva de la historia. Por eso les pareció bien colocarlo como el primero ya que es,
en verdad, la condición de posibilidad de que se observen los demás.

Aplicación Pastoral:

EN LA COMUNIDAD NOS ENCONTRAMOS FORMANDO UN NOSOTROS,

PRIMERA PERSONA DE PLURAL

En la comunidad se da una puesta en común manteniéndose cada quien con su nombre y rostro
propio. En esta puesta en común se da el paso de los yos al nosotros, un nosotros que es un
1
Este es el fundamento objetivo, más allá de lo que tiene de elaboración cultural, del “mal de ojo” ya que el niño
es el ser más desvalido y por eso influenciable
2
Trigo, Jesús nuestro hermano. Sal Terrae, Maliaño 2018, 40-41
verdadero cuerpo en el que los yos se conservan, pero trascendidos, por eso el nosotros es
también primera persona, pero de plural 3. Es imprescindible que los miembros se consideren
nosotros4. Si se conservan como individuos con relaciones muy cordiales se da la convivialidad,
pero no comunidades. Esto pasa así incluso en el caso en que se viva abierto habitualmente a los
demás, pero en el entendido de que cada quien sigue siendo un individuo y no se forma un
cuerpo, un nosotros.

Este cuerpo nunca es totalitario, es decir, nunca pretende absorber todos los aspectos de los
sujetos que lo componen. Siempre respeta la soledad de cada quien consigo mismo e incluso la
pertenencia a otras comunidades. Y además puede tener muchos grados, ya que puede girar en
torno a un aspecto de la existencia, por ejemplo, una comunidad educativa o una comunidad
vecinal, o puede ser más global, por ejemplo, la comunidad familiar o una comunidad cristiana
cuando se concibe como comunidad de vida.

No hay comunidad cuando las personas se intercambian con su rostro y nombre, pero sin llegar a
ponerse en común de un modo estable, creando un verdadero cuerpo. En ese caso lo que se da es
la convivialidad y el modo de relación es el ajustarse. Así pueden convivir los vecinos sin formar
comunidad o incluso las parejas sin casarse, aunque convivan establemente y se quieran
sinceramente.

La Iglesia es sacramento de la unidad del género humano 5, no automáticamente, como si


dijéramos, por definición, sino en la medida en que somos miembros unos de otros y formamos el
cuerpo de Cristo. Si no nos llevamos mutuamente en la fe, en el amor fraterno y en la vida
cristiana, no hay Iglesia. Y no está presente Jesús que está entre nosotros, en medio de nosotros,
en lo que nos media. Y tenemos que confesar con dolor que la mayoría de las parroquias no sólo
no son comunidad, sino que no se lo han planteado siquiera. Porque no pocas veces el párroco se
entiende como el pastor que pastorea al rebaño, no como el que, como está con los demás como
cristiano, haciéndose hermano con ellos, puede ser pastor para ellos 6.

La vocación del hombre es a formar una sola familia, en la que los hombres se traten como
hermanos. Por eso el mandamiento del amor es el más importante. Esta es una aspiración que
está en lo más profundo del corazón humano y que aflora en tantos mesianismos contemporáneos
que hablan de la solidaridad y la fraternidad. La unión entre los hombres ha de asemejarse a la
que mantienen entre sí las personas divinas (GS 24).

3
Trigo, La enseñanza Social de la Iglesia. Gumilla, Caracas 2018,182-195
4
Así lo asienta con toda claridad el documento de Medellín: “La comunidad se formará en la medida en que sus
miembros tengan un sentido de pertenencia (de "nosotros") que los lleve a ser solidarios en una misión común, y
logren una participación activa, consciente y fructuosa en la vida litúrgica y en la convivencia comunitaria”
(Pastoral popular n°13).
5
“la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de
todo el género humano” (LG 1)
6
Así lo asienta el Concilio: “dice hermosamente San Agustín: ‘Si me aterra el hecho de lo que soy para vosotros,
eso mismo me consuela, porque estoy con vosotros. Para vosotros soy el obispo, con vosotros soy el cristiano.
Aquél es el nombre del cargo; éste de la gracia; aquél el del peligro; éste, el de la salvación’” (LG 32).
El desarrollo de la persona y el crecimiento de la sociedad están íntimamente relacionados. No se
da el uno sin el otro. «La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona
humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados.

Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona
humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social
no es, pues, para el hombre una sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás,
de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre
en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación» (GS 25).

Esta interdependencia entre individuo y comunidad lleva consigo el empeño por procurar el bien
común y la construcción de una sociedad en la que cada persona tenga los medios necesarios para
realizar su propia vocación (GS 27).

Creado a imagen y semejanza de Dios: Génesis 1, 26

La expresión a imagen y semejanza de Dios indica una clara distinción entre el hombre y Dios y al
mismo tiempo una semejanza. El hombre no es Dios. Una cosa es la imagen y otra aquello de lo
que es imagen. Por otra parte, el hombre tiene un parecido a Dios que ninguna de las demás
creaturas posee. Al afirmar que el hombre es imagen de Dios se afirma a la vez la trascendencia y
la inmanencia de Dios en la existencia humana.

Cuando insistimos en decir que el ser humano es imagen de Dios, eso no debería llevarnos a
olvidar que cada criatura tiene una función y ninguna es superflua. Todo el universo material es un
lenguaje del amor de Dios, de su desmesurado cariño hacia nosotros. El suelo, el agua, las
montañas, todo es caricia de Dios. La historia de la propia amistad con Dios siempre se desa rrolla
en un espacio geográfico que se convierte en un signo personalísimo, y cada uno de nosotros
guarda en la memoria lugares cuyo recuerdo le hace mucho bien. Quien ha crecido entre los
montes, o quien de niño se sentaba junto al arroyo a beber, o quien jugaba en una plaza de su
barrio, cuando vuelve a esos lugares, se siente llamado a recuperar su propia identidad.

La función de la imagen es la de reflejar a quien es el modelo, la de reproducir el propio prototipo.


El hombre llega a ser imagen de Dios no tanto en el momento de la soledad cuanto en el momento
de la comunión. Él, en efecto, es desde el "principio" no solamente imagen en la cual se refleja la
soledad de una Persona que rige el mundo, sino también, y esencialmente, imagen de una
inescrutable comunión divina de Personas» JUAN PABLO II, Hombre y mujer los creó, o.c., 99.

Hecho eco de él, sobre todo en la constitución Gaudium et spes. El hombre es imagen de Dios, en
cuanto capaz de conocer y amar a Dios, y en su señorío sobre el mundo (12). A él le compete por
ser imagen construir el mundo en colaboración con el Creador (34).

En esta característica fundamental del hombre está el fundamento de la dignidad humana sin
distinción de razas y pueblos. Todo hombre, por ser imagen de Dios, es objeto de derechos y
deberes, que han de ser tenidos en cuenta por todos sus semejantes. El hombre aparece así a sus
semejantes como algo sagrado (34).
Esta imagen ha sido afectada por el pecado. Ha quedado disminuida. Cristo, imagen perfecta del
Padre y del hombre, ha restaurado lo que había borrado o debilitado el pecado (22).

La condición humana de ser imagen de Dios es considerada en la teología actual como el centro de
toda la antropología cristiana. A partir de ella pueden estructurarse todas las verdades que la
teología afirma acerca del hombre tanto en su relación a Dios, dimensión vertical del hombre,
como en su relación a sus semejantes y al mundo, dimensión horizontal del hombre. La perfección
de la imagen en el seguimiento de Cristo descubre la dimensión histórica del hombre, en la que
cada uno ha de realizar la gran tarea de su vida.

Ser imagen de Dios es en el hombre, más que una cualidad, la determinación estructural. Todo
hombre en cuanto persona es imagen de Dios. Hay una referencia desde lo más profundo de su
ser a Dios como fundamento y figura de su existencia. Abierto al mundo y en él al Absoluto, hay
una predisposición radical en el hombre a entablar un diálogo con ese Absoluto, que se le muestra
en la misma creación. Su capacidad de respuesta a esa palabra de Dios en la creación le pone
frente a Dios como un «tú», a quien Dios en su bondad quiere comunicarse y hacerle feliz.

La semejanza del hombre con Dios apunta, desde un primer momento, a esa plenitud de vida y de
imagen que se le comunica por la gracia de Cristo. El Verbo es el que está delante del Padre y por
eso es la imagen perfecta, al darle la respuesta completa, en el reflejo total de la esencia divina en
su propio ser. Como hombre se declara el obediente, que mira al Padre y cumple en todo su
voluntad (Jn 4,34).

Por eso Cristo descubre la grandeza del hombre y es el camino para llegar a ella. En su
conocimiento y seguimiento se logra que el reflejo de Dios sea lo más perfecto posible en cada
uno de los hombres.

De todo lo dicho se deduce que «el ser con los demás y para los demás pertenece al núcleo mismo
de la existencia humana» n . Existe ciertamente una relación muy profunda entre el individuo y la
sociedad.

El peligro de la armonización acecha por ambas partes. El individuo no puede diluirse en la


sociedad. Ha de seguir siendo él con sus derechos y deberes. El individuo es anterior a la sociedad.
Sus derechos no pueden ser conculcados por la comunidad. Pero al mismo tiempo el individuo no
puede caer en un solipsismo esterilizante.

Sería su propia muerte. La relación auténtica destruye el egoísmo alienante y abre de par en par
las puertas al amor. El hombre tiene que vivir un doble movimiento: el de darse y el de recibir. Es
el único camino para llegar a la realización plena de su personalidad.

«Se da así una interdependencia y reciprocidad entre las personas y la sociedad: todo lo que se
realiza en favor de la persona es también un servicio prestado a la sociedad, y todo lo que se
realiza en favor de la sociedad acaba siendo en beneficio de la persona [...] Ahora bien, la
expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la familia»
12. Por eso, puede afirmarse, sin ninguna duda, que la familia es la célula fundamental de la
sociedad, en ella se forma el hombre y experimenta su sociabilidad desde el primer momento de
su vida.

Ejercicios para el Estudiante:

¿De qué manera puedo alcanzar mi autonomía y al mismo tiempo mi actitud de


solidaridad?

¿Qué necesitamos para pasar del yo al nosotros?

TEMA 2
DIGNIDAD E IDENTIDAD DE LA PERSONA

Pregunta Fundamental

¿Cómo alcanzo mi ser espiritual, Inteligente, Religioso, Racional y Ético?


Responsable. Sociable.
Desarrollo:

En el tema del hombre como persona, ha aparecido ya su dimensión social. La dependencia del
hombre de su entorno es manifiesta. Tanto por su cuerpo como por su espíritu está tan
intrínsecamente relacionado con el mundo, que no podría subsistir sin esa relación. Su cuerpo es
fruto de una larga gestación en el seno materno, que tiene su origen en una unión marital
motivada por el amor. Puesto ya en la existencia, sigue dependiendo de los cuidados maternos, y a
lo largo de toda su vida necesita de las cosas creadas para su alimentación y desarrollo biológico.

Su dimensión espiritual necesita de la sociedad como de un nuevo seno materno para la formación
de la propia personalidad. Es en la sociedad donde el hombre participa de la cultura de su época,
mediante la cual entra en el dinamismo de la historia. La cultura es la savia de la personalidad.
Como por osmosis todo ser humano recibe la rica herencia de los que le precedieron. Hace suyos
los hallazgos de la ciencia, se beneficia de las adquisiciones del pensamiento y goza de las
manifestaciones artísticas creadas en el pasado.

En el orden sobrenatural el hombre está dentro de un plan de salvación, ideado por Dios desde
toda la eternidad. La relación de Dios con cada hombre es personal y comunitaria. La fe es la
respuesta personal del individuo a la llamada de Dios. Dios se relaciona con cada uno de los
hombres, pero dentro de una comunidad. El destino del hombre es participar en la misma vida de
Dios en comunión con sus semejantes.

La Escritura refleja este aspecto social del hombre abundantemente. El yavista subraya
fuertemente la relación del hombre con Dios, con sus semejantes y con el mundo. La soledad de
Adán, en medio de la frondosidad del jardín y dominando todos los animales, es una bellísima
expresión de la sociabilidad. La alegría de Adán, al encontrarse con Eva, expresa que la naturaleza
del varón es algo inacabado hasta que aparece a su lado la mujer. La atracción mutua es tan
grande, que se unirán tan estrechamente como para formar una sola carne.

La elección del pueblo como signo del amor gratuito de Dios y la pertenencia a él como garantía de
salvación son una manifestación elocuente de la solidaridad humana en el plan de salvación.

Hay un concepto en el AT que expresa intensamente la solidaridad entre los hombres: la


personalidad corporativa 10. La unión entre los miembros que forman el grupo es tan estrecha
que el pecado o mérito de uno de ellos, sea o no el jefe o padre de familias, tiene repercusiones
para bien o para mal en todos los demás.

El Nuevo Testamento no es ajeno a estas ideas veterotestamentarias. Pecado y salvación son


incomprensibles sin esta solidaridad en Adán y Cristo.

Cristo no sería salvador, si los hombres no tuvieran una comunión con él. En los tratados sobre el
pecado original y redención se analizan más detenidamente estos temas.
La Iglesia, sacramento universal de salvación, es el nuevo Israel, la comunidad de los hijos de Dios,
a la que queda incorporado el creyente en su bautismo. La unión entre sus miembros es tan
perfecta, que Pablo la llama el Cuerpo Místico de Cristo (Rom 12,5; 1 Cor 12,27).

El Vaticano II recoge la doctrina tradicional y la hace suya. La constitución acerca de la Iglesia, en el


capítulo sobre el pueblo de Dios, declara que «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los
hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo,
que lo confesara en verdad y le sirviera santamente» (LG 9).

La constitución sobre «La Iglesia en el mundo actual» interpreta la creación de Adán y Eva como
signo de la sociabilidad humana, sin la cual el hombre no puede realizarse. «Pero Dios no creó al
hombre en solitario. Desde el principio los hizo hombre y mujer (Gen 1,27). Esta sociedad de
hombre y mujer es la expresión primera de la comunión de personas humanas. El hombre es, en
efecto, por su íntima naturaleza, un ser social, y no puede vivir ni desplegar sus cualidades sin
relacionarse con los demás» (GS 12).

La vocación del hombre es a formar una sola familia, en la que los hombres se traten como
hermanos. Por eso el mandamiento del amor es el más importante. Esta es una aspiración que
está en lo más profundo del corazón humano y que aflora en tantos mesianismos contemporáneos
que hablan de la solidaridad y la fraternidad. La unión entre los hombres ha de asemejarse a la
que mantienen entre sí las personas divinas (GS 24).

El desarrollo de la persona y el crecimiento de la sociedad están íntimamente relacionados. No se


da el uno sin el otro. «La índole social del hombre demuestra que el desarrollo de la persona
humana y el crecimiento de la propia sociedad están mutuamente condicionados.

Porque el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona
humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social. La vida social
no es, pues, para el hombre una sobrecarga accidental. Por ello, a través del trato con los demás,
de la reciprocidad de servicios, del diálogo con los hermanos, la vida social engrandece al hombre
en todas sus cualidades y le capacita para responder a su vocación» (GS 25).

Esta interdependencia entre individuo y comunidad lleva consigo el empeño por procurar el bien
común y la construcción de una sociedad en la que cada persona tenga los medios necesarios para
realizar su propia vocación (GS 27).

Pasa luego el concilio a subrayar las consecuencias prácticas, que se derivan de la solidaridad:
amor a los adversarios, igualdad entre los hombres, superación de la ética individualista,
responsabilidad y participación. Cierra el capítulo con el recuerdo del sentido social de la vocación
humana, que se perfecciona y consuma en la obra de Jesucristo. «Primogénito entre muchos
hermanos, constituye, con el don de su Espíritu, una nueva comunidad fraterna entre todos los
que con fe y caridad le reciben después de su muerte y resurrección, esto es, en su cuerpo, que es
la Iglesia, en la que todos, miembros los unos de los otros, deben ayudarse mutuamente según la
variedad de dones que se les hayan conferido» (GS 32).
No es nueva la doctrina enseñada por el Vaticano II. Tampoco era intención suya innovar, sino
recoger lo que habían enseñado los papas anteriores. «Como el Magisterio de la Iglesia en
recientes documentos ha expuesto ampliamente la doctrina cristiana sobre la sociedad humana, el
Concilio se limita a recordar tan sólo algunas verdades fundamentales y exponer sus fundamentos
a la luz de la revelación.

A continuación subraya ciertas consecuencias que de aquéllas fluyen, y que tienen extraordinaria
importancia en nuestros días» (GS 23).

De todo lo dicho se deduce que «el ser con los demás y para los demás pertenece al núcleo mismo
de la existencia humana» n . Existe ciertamente una relación muy profunda entre el individuo y la
sociedad.

El peligro de la armonización acecha por ambas partes. El individuo no puede diluirse en la


sociedad. Ha de seguir siendo él con sus derechos y deberes. El individuo es anterior a la sociedad.
Sus derechos no pueden ser conculcados por la comunidad. Pero al mismo tiempo el individuo no
puede caer en un solipsismo esterilizante.

Sería su propia muerte. La relación auténtica destruye el egoísmo alienante y abre de par en par
las puertas al amor. El hombre tiene que vivir un doble movimiento: el de darse y el de recibir. Es
el único camino para llegar a la realización plena de su personalidad.

La tradición antigua reconoce que el Dios trino es un único principio de la creación, pero matiza las
diferencias en la actuación de las personas.

San Ireneo habla del Hijo y del Espíritu Santo como las dos manos con las que Dios ha
hecho todas las cosas (no explica como pero son dos medios).

San Basilio en su “Tratado del Espíritu Santo” dice que El Padre es la causa que prepara y
dispone, el Hijo es la causa que realiza y el Espíritu Santo la causa que culmina la creación.

San Atanasio dice que el Padre ha creado todas las cosas por medio del Hijo y del Espíritu
Santo. Es el testimonio de una mediación. El Concilio I de Constantinopla dice: “Un solo Dios y
Padre del que todo procede. Un solo Señor Jesucristo por medio del cual todo fue hecho, y un solo
Espíritu Santo en el que todo existe” (Denzinger 421).

«Se da así una interdependencia y reciprocidad entre las personas y la sociedad: todo lo que se
realiza en favor de la persona es también un servicio prestado a la sociedad, y todo lo que se
realiza en favor de la sociedad acaba siendo en beneficio de la persona [...] Ahora bien, la
expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el matrimonio y la familia».
Por eso, puede afirmarse, sin ninguna duda, que la familia es la célula fundamental de la sociedad,
en ella se forma el hombre y experimenta su sociabilidad desde el primer momento de su vida.

Aplicación Pastoral:

Conservación del mundo como continuación de la creación.


La idea de creación de la nada, reformulada en una cosmovisión evolucionista, ha llevado a la idea
de creación continua, y esta idea de creación continua subsume (integra dentro de ella) las
nociones clásicas de conservación, providencia y concurso divino.

Dios las crea, las conserva y las gobierna (las cosas), es la pretensión de Dios en la Biblia de que
Dios hace todo, y santo Tomás dice que es la causa universal, (se explicaba así, de modo sensato,
pero ha cambiado un poco). Hay otra idea en la Biblia más adecuada: la fidelidad de Dios a su obra.

Creación continua: hoy los autores coinciden (la mayoría) en que creación y conservación se
identifican, son lo mismo, a ello se opondría el hecho de que a veces vemos las acciones de Dios
con categorías excesivamente antropológicas. En la obra humana, una vez hecha una cosa, no
depende para nada del que la hace. Pero este no es el caso de la acción de Dios creador, la criatura
depende del creador de igual modo en todos los momentos (no es que una vez ya hecho dependa
menos, depende igual, Dios está creando continuamente de la nada). Su esencia depende sólo de
la voluntad de Dios.

Hay muchos elementos que han influido en esto, por ej.: en el evolucionismo dijimos que influye
no sólo la creación sino la trascendencia a otro ser, la autotrascendencia del mundo. Hay una
visión histórica de la realidad, la relación progresiva de Dios, (la historia de la salvación).

La conservación del mundo en su existencia presupone que el mundo existe ya, pero no tiene en sí
la razón de su existencia, ni es el dueño incondicional de su propio ser. Mejor que la idea de
creación continua es por tanto la de fidelidad de Dios a su obra (santo Tomás dice “fidelidad de
Dios a sí mismo, a sus propios compromisos”).

En el Antiguo Testamento habla muchas veces de la fidelidad de Dios a su obra, a pesar del pecado
del pueblo por el que merecería la destrucción. Dios lo sigue conservando en su existencia como
pueblo, y en lo que es más, en su amistad. Dios cumple siempre lo prometido, aunque a veces
(siempre) de manera inesperada, Is 49,7.

El hombre no siempre acaba de entender todo lo que Dios le promete, porque Dios no deja nunca
de ser el Señor, ej.: a Abraham le promete la tierra prometida.

La Alianza no es un mero recuerdo histórico, sino una realidad viva que hace a Dios siempre
presente en medio del pueblo. Esta fidelidad siempre renovada aparece en el nuevo testamento,
unida al amor de Dios manifestado en Cristo. Dios confirma su fidelidad en la entrega de su hijo
para la salvación de todos. Puesto que la única creación existente recibe de Cristo su sentido más
profundo, esa misma fidelidad de Dios manifestada en Cristo es la que mantiene en el ser todo lo
que ha hecho.

¿Cuál es la fidelidad que mantiene en el ser todo lo que ha hecho? Santo Tomás dice que todo
existe porque Dios está queriendo que todo exista, pero eso que está pensando y queriendo en la
creación se ha manifestado en la fidelidad de Dios manifestado en Cristo, y de ahí ya no puede
llegar a más.
Su amor salvador actúa desde el primer instante de la creación, hasta la consumación del mundo y
la historia. Esa misma fidelidad de Dios es la que le lleva a mantener en el ser todas las cosas. Se ve
así, que la idea de fidelidad de Dios a su obra es más rica y fecunda que la idea estática de la
conservación. Dios no sólo conserva lo realizado sino que en virtud de su fidelidad lleva a término
lo iniciado. La obra de Dios no ha terminado, la creación es sólo un primer paso, (el inicio de un
proceso) que se consuma en la escatología.

Cuando Dios piensa algo quiere hacer algo con ello y hay que ver hacia donde lo quiere orientar, lo
quiere orientar hacia la consumación escatológica.

El hombre es criatura de Dios, pero la creaturalidad no es el único aspecto de su relación con Dios.
Inseparablemente unida a ella se halla la vocación divina, la única vocación del hombre según
enseña el concilio Vaticano II en GS 22.

«La vida es el arte del encuentro, aunque haya tanto desencuentro por la vida». Reiteradas veces
he invitado a desarrollar una cultura del encuentro, que vaya más allá de las dialécticas que
enfrentan. Es un estilo de vida tendiente a conformar ese poliedro que tiene muchas facetas,
muchísimos lados, pero todos formando una unidad cargada de matices, ya que «el todo es
superior a la parte». El poliedro representa una sociedad donde las diferencias conviven
complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente, aunque esto implique
discusiones y prevenciones. Porque de todos se puede aprender algo, nadie es inservible, nadie es
prescindible. Esto implica incluir a las periferias. Quien está en ellas tiene otro punto de vista, ve
aspectos de la realidad que no se reconocen desde los centros de poder donde se toman las
decisiones más definitorias.

El encuentro hecho cultura

La palabra “cultura” indica algo que ha penetrado en el pueblo, en sus convicciones más
entrañables y en su estilo de vida. Si hablamos de una “cultura” en el pueblo, eso es más que una
idea o una abstracción. Incluye las ganas, el entusiasmo y finalmente una forma de vivir que
caracteriza a ese conjunto humano. Entonces, hablar de “cultura del encuentro” significa que
como pueblo nos apasiona intentar encontrarnos, buscar puntos de contacto, tender puentes,
proyectar algo que incluya a todos. Esto se ha convertido en deseo y en estilo de vida. El sujeto de
esta cultura es el pueblo, no un sector de la sociedad que busca pacificar al resto con recursos
profesionales y mediáticos.

La paz social es trabajosa, artesanal. Sería más fácil contener las libertades y las diferencias con un
poco de astucia y de recursos. Pero esa paz sería superficial y frágil, no el fruto de una cultura del
encuentro que la sostenga. Integrar a los diferentes es mucho más difícil y lento, aunque es la
garantía de una paz real y sólida. Esto no se consigue agrupando sólo a los puros, porque «aun las
personas que puedan ser cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe
perderse». Tampoco consiste en una paz que surge acallando las reivindicaciones sociales o
evitando que hagan lío, ya que no es «un consenso de escritorio o una efímera paz para una
minoría feliz». Lo que vale es generar procesos de encuentro, procesos que construyan un pueblo
que sabe recoger las diferencias. ¡Armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo!
¡Enseñémosles la buena batalla del encuentro!

El gusto de reconocer al otro

Esto implica el hábito de reconocer al otro el derecho de ser él mismo y de ser diferente. A partir
de ese reconocimiento hecho cultura se vuelve posible la gestación de un pacto social. Sin ese
reconocimiento surgen maneras sutiles de buscar que el otro pierda todo significado, que se
vuelva irrelevante, que no se le reconozca algún valor en la sociedad. Detrás del rechazo de
determinadas formas visibles de violencia, suele esconderse otra violencia más solapada: la de
quienes desprecian al diferente, sobre todo cuando sus reclamos perjudican de algún modo los
propios intereses.

Cuando un sector de la sociedad pretende disfrutar de todo lo que ofrece el mundo, como si los
pobres no existieran, eso en algún momento tiene sus consecuencias. Ignorar la existencia y los
derechos de los otros, tarde o temprano provoca alguna forma de violencia, muchas veces
inesperada. Los sueños de la libertad, la igualdad y la fraternidad pueden quedar en el nivel de las
meras formalidades, porque no son efectivamente para todos. Por lo tanto, no se trata solamente
de buscar un encuentro entre los que detentan diversas formas de poder económico, político o
académico. Un encuentro social real pone en verdadero diálogo las grandes formas culturales que
representan a la mayoría de la población. Con frecuencia las buenas propuestas no son asumidas
por los sectores más empobrecidos porque se presentan con un ropaje cultural que no es el de
ellos y con el que no pueden sentirse identificados. Por consiguiente, un pacto social realista e
inclusivo debe ser también un “pacto cultural”, que respete y asuma las diversas cosmovisiones,
culturas o estilos de vida que coexisten en la sociedad.

El Papa Francisco invita a “Recuperar la amabilidad” (Fratelli Tutti, 2020)

El individualismo consumista provoca mucho atropello. Los demás se convierten en meros


obstáculos para la propia tranquilidad placentera. Entonces se los termina tratando como
molestias y la agresividad crece. Esto se acentúa y llega a niveles exasperantes en épocas de

crisis, en situaciones catastróficas, en momentos difíciles donde sale a plena luz el espíritu del
“sálvese quien pueda”. Sin embargo, todavía es posible optar por el cultivo de la amabilidad. Hay
personas que lo hacen y se convierten en estrellas en medio de la oscuridad.

San Pablo mencionaba un fruto del Espíritu Santo con la palabra griega jrestótes (Ga 5,22), que
expresa un estado de ánimo que no es áspero, rudo, duro, sino afable, suave, que sostiene y
conforta. La persona que tiene esta cualidad ayuda a los demás a que su existencia sea más
soportable, sobre todo cuando cargan con el peso de sus problemas, urgencias y angustias. Es una
manera de tratar a otros que se manifiesta de diversas formas: como amabilidad en el trato, como
un cuidado para no herir con las palabras o gestos, como un intento de aliviar el peso de los
demás. Implica «decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que
estimulan», en lugar de «palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian».
La amabilidad es una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la
ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros
también tienen derecho a ser felices. Hoy no suele haber ni tiempo ni energías disponibles para
detenerse a tratar bien a los demás, a decir “permiso”, “perdón”, “gracias”. Pero de vez en cuando
aparece el milagro de una persona amable, que deja a un lado sus ansiedades y urgencias para
prestar atención, para regalar una sonrisa, para decir una palabra que estimule, para posibilitar un
espacio de escucha en medio de tanta indiferencia. Este esfuerzo, vivido cada día, es capaz de
crear esa convivencia sana que vence las incomprensiones y previene los conflictos.

El cultivo de la amabilidad no es un detalle menor ni una actitud superficial o burguesa. Puesto


que supone valoración y respeto, cuando se hace cultura en una sociedad transfigura
profundamente el estilo de vida, las relaciones sociales, el modo de debatir y de confrontar ideas.
Facilita la búsqueda de consensos y abre caminos donde la exasperación destruye todos los
Puentes.

Ejercicios para el Estudiante:

¿Para qué hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios?

¿Qué responsabilidades me da el texto de la creación como hombre y mujer sobre


esta tierra?

TEMA 3
CONDICIÓN HISTÓRICO SALVÍFICA DEL HOMBRE

Pregunta Fundamental

¿Qué es el pecado, el dolor, la enfermedad, la muerte y El mal? ¿Cómo vivir la


reconciliación por Cristo?

.
Desarrollo:

En la narración sobre Caín y Abel, vemos que los celos condujeron a Caín a cometer la in justicia
extrema con su hermano. Esto a su vez provocó una ruptura de la relación entre Caín y Dios y
entre Caín y la tierra, de la cual fue exiliado. Este pasaje se resume en la dramática conversación
de Dios con Caín. Dios pregunta: « ¿Dónde está Abel, tu hermano? ». Caín responde que no lo
sabe y Dios le insiste: « ¿Qué hiciste? ¡La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde el
suelo! Ahora serás maldito y te alejarás de esta tierra » (Gn 4,9-11).

El descuido en el empeño de cultivar y mantener una relación adecuada con el vecino, hacia el cual
tengo el deber del cuidado y de la custodia, destruye mi relación interior con migo mismo, con los
demás, con Dios y con la tierra. Cuando todas estas relaciones son descuidadas, cuando la justicia
ya no habita en la tierra, la Biblia nos dice que toda la vida está en peligro. Esto es lo que nos
enseña la narración sobre Noé, cuando Dios amenaza con exterminar la humanidad por su
constante incapacidad de vivir a la altura de las exigencias de la justicia y de la paz: « He decidido
acabar con todos los seres humanos, porque la tierra, a causa de ellos, está llena de violencia »
(Gn 6,13).

En estos relatos tan antiguos, cargados de profundo simbolismo, ya estaba contenida una
convicción actual: que todo está relacionado, y que el auténtico cuidado de nuestra propia vida y
de nuestras relaciones con la naturaleza es inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a
los demás.

Aunque « la maldad se extendía sobre la faz de la tierra » ( Gn 6,5) y a Dios « le pesó haber creado
al hombre en la tierra » (Gn 6,6), sin embargo, a través de Noé, que todavía se conservaba íntegro
y justo, decidió abrir un camino de salvación. Así dio a la humanidad la posibilidad de un nuevo
comienzo. ¡Basta un hombre bueno para que haya esperanza!

La tradición bíblica establece claramente que esta rehabilitación implica el redescubrimiento y el


respeto de los ritmos inscritos en la naturaleza por la mano del Creador. Esto se muestra, por
ejemplo, en la ley del Shabbath. El séptimo día, Dios descansó de todas sus obras. Dios ordenó a
Israel que cada séptimo día debía celebrarse como un día de descanso, un Shabbath (cf. Gn 2,2-3;
Ex 16,23; 20,10). Por otra parte, también se instauró un año sabático para Israel y su tierra, cada
siete años (cf. Lv 25,1-4), durante el cual se daba un completo descanso a la tierra, no se sembraba
y sólo se cosechaba lo indispensable para subsistir y brindar hospitalidad (cf. Lv 25,4-6).

Finalmente, pasadas siete semanas de años, es decir, cuarenta y nueve años, se celebraba el
Jubileo, año de perdón universal y « de liberación para todos los habitantes » (Lv 25,10). El
desarrollo de esta legislación trató de asegurar el equilibrio y la equidad en las relaciones del ser
humano con los demás y con la tierra donde vivía y trabajaba. Pero al mismo tiempo era un reco -
nocimiento de que el regalo de la tierra con sus frutos pertenece a todo el pueblo. Aquellos que
cultivaban y custodiaban el territorio tenían que compartir sus frutos, especialmente con los po-
bres, las viudas, los huérfanos y los extranjeros:
« Cuando coseches la tierra, no llegues hasta la última orilla de tu campo, ni trates de aprovechar
los restos de tu mies. No rebusques en la viña ni recojas los frutos caídos del huerto. Los dejarás
para el pobre y el forastero » (Lv 19,9-10).

Por un solo hombre –Rom 5,12-21-.

En todos los textos vemos la situación individual del pecado y de la culpa. La necesidad absoluta
de Cristo, al final del capítulo 7. Otra cosa distinta es la causa de la culpa, sobre la que san Pablo
destaca varias: escándalo en los débiles, contagio del mal, influjo de Satanás, así como la fuerza de
la carne (entendida como la tendencia autónoma del hombre a construir desde él), opuesta al
espíritu (cerrándose el hombre a Dios).

Entre estas causas, san Pablo atribuye especial importancia al pecado de Adán. Si bien el centro de
este tema es el texto citado en el título, podemos señalas también el de 1 Cor 15, 21-22 y Flp 2, 6-
8, que ahora no analizamos.

Respecto al texto de Rom 5, 12-21 es el más utilizado que sirvió para que san Agustín lo usara en
su lucha contra el pelagianismo y fue utilizado por los concilios de Orange, Cartago y Trento.

Del pasaje en cuestión podemos señalar lo siguiente:

*El marco de lectura está en Rom 5, 1-11. Aquí san Pablo quiere ilustrar la exigencia de alimentar
una fe ilimitada en Dios. Así, si Dios ha amado a los hombres cuando eran pecadores hasta
entregar a su Hijo único a la muerte, cuánto más los amará ahora que han sido reconciliados en
Cristo. La carta quiere suscitar la confianza en Dios. Cristo con su muerte –y resurrección- nos ha
salvado. Ya estamos reconciliados con Él. Por eso hay que afirmar que Cristo nos ha salvado
cuando sintió nuestra debilidad y pidió al Padre en esa oración de Getsemaní. Cristo nos ha salvado
pidiéndolo al Padre. Por eso, al igual que Cristo confió en el Padre, hay que suscitar en nosotros la
confianza en que Cristo –por su mediación- nos va a salvar igualmente.

Después pretende mostrar la necesidad que tenemos de Cristo, cuando contrapone Adán –
economía del pecado- a Cristo –economía de la gracia-.

Lo que interesa a Pablo no es el paralelismo antitético Adán-Cristo, sino la superioridad de Cristo


sobre el pecado. Se sitúa en el centro a Cristo y a su obra y, a partir de él y en función de él,
presenta a Adán como el hombre que está en el trasfondo del reino de la muerte sobre el que
Cristo ha triunfado. Esto es el misterio. Cuando intentamos profundizar en lo típicamente
cristiano, hablamos de que es el amor, pero la raíz de todo es la fe, que es creer en Cristo. Así lo
dice 2 Cor.

Pablo vendría a decir lo siguiente: Si el pecado impera en el mundo por culpa de uno, tanto más la
gracia de Dios puede alcanzar a todos a través de Cristo. Adán era figura del que tenía que venir,
que es Cristo. La referencia a Adán es secundaria, pero Pablo sí tiene en cuenta la causalidad con
Cristo. Este mensaje lo quiere hacer entender a los judíos, quienes no entendían cómo uno se
puede salvar por otro. Así, las enseñanzas del texto son las que siguen:
*Es problemático sacar enseñanzas del dogma, lo cual no quiere decir que releyendo la historia se
pueda sacar en una interpretación, aunque no esté claro desde el principio.

*El tema fundamental de todos es la salvación de Cristo, entendida como reconciliación de los
hombres con Dios –Romanos 5,10-.

*Si Cristo es el salvador de todos los hombres, es porque todos son pecadores y todos están
necesitados de Cristo. Aquí hay que situar la referencia a Adán. Para explicar la enseñanza de
salvación de Cristo, es porque todos necesitaban ser salvados.

*La referencia a Adán ha de ser incluida dentro de la referencia a Cristo.

Pecado original originado. No hablamos de estado de justicia original, sino del pecado original. A
diferencia del pecado de Adán –conjunto de actos de ruptura con Dios o p. o. originante-, el
originado consiste en un estado de ruptura con Dios que caracteriza a los hombres particulares, a
la sociedad y a la humanidad entera. Ese estado afecta a las estructuras sociales y culturales, en las
que nace el hombre, pero no solo es sociológico o cultural, sino también ontológico, es decir,
determinante del hombre desde su interior. Se quiere decir que el pecado afecta al ser.

El mal le llega al hombre desde distintos puntos. Se da la tendencia a la separación con Dios. Es la
condición de pecado en la que se encuentra la humanidad. Ese estado ha sido causado por los
pecados de los hombres, desde los primeros hasta los de hoy y envuelve a todos en el mal desde el
nacimiento.

Es esencial hablar de p.o. originado desde nuestra relación con Dios. La única antropología real es
la dramática –encuentro de la libertad de Dios con la del hombre, como vimos el año pasado-. Por
estar llamado, hay que responder, aunque la respuesta sea decir “no” a Cristo. El hombre se
descubre plenamente –y también su identidad personal- cuando se siente y se sabe llamado,
elegido, enviado por Dios. Este es el aspecto misterioso: que el hombre está llamado. Hay una
prioridad de la llamada sobre todo lo demás. Dios llama a Abrahán, a Samuel, etc. Esta afirmación
vale para toda la antropología –teología dramática-, pero también – y sobre todo- para el pecado
original-. La situación de pecado que caracteriza a la humanidad es propia de todo hombre que
viene al mundo, por el hecho de pertenecer a la humanidad; por eso es universal.

Establece en todo hombre un principio de alejamiento y de corrupción moral, que se manifiesta en


la concupiscencia y que, si no es superada por la fe en Cristo, lleva inexorablemente a la
impenitencia –al no arrepentimiento- final.

Es una situación que, dejada a sí misma, resulta insuperable por el propio hombre. Solo se supera
gracias al poder de Dios en Cristo acogido por la fe, que tiene un sentido receptivo.

Esta situación confiere a la acción de Dios en Cristo un sentido redentivo, de redención del
pecado. Sentido que ha de integrarse en el designio divino de hacer a los hombres partícipes de la
vida divina. Solo ha podido conocerse la llamada de Dios gracias al pecado que ha conducido a la
muerte, donde Dios se nos revela y en esa muerte se ha concentrado el pecado.
Esta situación continúa influyendo en quienes se han apropiado de la fuerza redentora de Cristo,
mediante el bautismo, bien porque éste comporta una realidad dinámica que va del rito a la
santidad consumada con avances y retrocesos, bien porque el rechazo del pecado por parte de
unos se acompaña de la aceptación por parte de otros, que pesa sobre los primeros.

Debido a esta situación, el hombre ejerce su libertad en el marco de una doble fuerza, que le
mueve no solo desde fuera, sino también desde dentro, que es el pecado y la gracia de Cristo. Esta
doble fuerza explica las objetivaciones del pecado y de la gracia que hacen san Pablo y san Agustín,
pues todo tiene que ver con el misterio del “yo” (No soy yo; es Cristo y el pecado quien viven en
mí).

Idea básica: Nosotros partimos del pecado original originado, es decir, de nuestro propio pecado.
No partimos del p. o. originante, que es el de Adán, como primer pecado. Nuestro ámbito es el de
una teología dramática –como vimos el pasado año-. El núcleo es que Dios me llama y me reclama
y que yo responda, aunque diga que no a la llamada.

Al igual que hay una comunión de los santos, también hay una comunión en el pecado y de los
pecadores. El “yo” se siente dominado por dos fuerzas que se lo impiden. Dios está actuando en
nosotros permanentemente, y también nos está atrayendo e influenciando.

Tenemos la tentación de decir que el pecado viene de fuera, pero lo importante es que está
atrayéndonos, cuando pecamos. Hay que hacer un discernimiento constante, para saber si nos
atrae Dios o es el pecado. Dichas fuerzas no son simétricas, pues en la muerte y resurrección de
Cristo el poder de la gracia y del amor de Dios ha vencido al pecado y a la muerte de una vez para
siempre y el cristiano puede apropiarse de esa victoria en todo momento, gracias a la acción del
Espíritu por la fe y esperanza en Cristo.

El hombre, sin la gracia, no puede cumplir con los preceptos de la ley moral. El hombre de que se
trata es el real, es el caído. El hombre es el que se ha levantado por Cristo, por medio del Espíritu.
Más que el pecado, opera la salvación al hombre porque Cristo nos ha liberado.

Definición de p. o. originado: Es la situación universal de condena que afecta a todos los hombres,
con anterioridad al ejercicio de su libertad; una situación que es histórica, no esencial, causada por
el hombre y no dada por Dios ni en el acto creativo ni en el acto predestinativo; es decir, ni al
crearnos como hombres ni cuando está llamado a una comunión con Él.

Aplicación Pastoral:

Que Dios es creador de cielo y tierra forma parte del primer artículo del Credo cristiano: “Creo en
Dios, Padre Todopoderoso, Creador de cielo y de la tierra”. No coincide sin más con lo que señala la
ciencia sobre el origen del universo, y va más allá de lo que puede enseñar la filosofía sobre el
principio y fin de todas las cosas.
El Nuevo Testamento pone de relieve que la fe en Dios creador no puede ser entendida al margen
o independientemente de la vida, persona y obra de Jesucristo, el elemento fundamental es
¿Quién es?.

La fe en Dios como creador de todo a través de Cristo es hasta cierto punto secundaria respecto
de la fe en Jesucristo como Señor Hijo de Dios y Cristo. Esto no quiere decir que no forme
necesariamente parte esencial de ella y/o de su desarrollo. Más aún, el conocimiento de Dios
creador puede preceder al conocimiento de Cristo y prepararlo de alguna manera.

Es un conocimiento de Fe: "Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios,
lo visible, de lo invisible." Hb 11, 3. Lo cual no quiere decir que el hombre sin fe y conocimiento de
Cristo no pueda vislumbrar de algún modo este misterio.

Lo sabemos por la fe, pero la filosofía se pregunta por el origen y fe de todo, y a veces lo afirma de
alguna manera.

El Concilio Vaticano I enseña que el hombre con la luz natural de la Razón y a partir de las
criaturas, puede llegar a conocer con certeza a Dios como principio y fin de todas las cosas, de
todo. Primero habla de un conocimiento racional de Dios y señala el objeto: Dios como principio y
fin de todo, el sujeto: la luz natural de la Razón, el modo: mediante razonamiento, el grado: con
certeza.

Se ha discutido si el Concilio Vaticano I habla de una mera posibilidad o de una realidad (de un
hecho). El hombre puede conocer, puede que tenga la capacidad de conocer, pero puede ser que
no haya conocido nada todavía. Si tenemos en cuenta la historia de las religiones, vemos que
todas ellas conciben a Dios, a los dioses, a lo divino, como el origen de este mundo y de su orden.

Al tomar en cuenta la condición del hombre como ser creatural, se abren diversos matices que son
indispensables para comprender nuestra historia de caídas y logros.

La solidaridad en el mal es posible porque el hombre es a la vez e inseparablemente historia y


reciprocidad. En la historia concreta hecha realidad por Dios no hay nada que justifique la idea de
una autonomía humana aislada y desvinculada de otros hombres y de su historia – y del ejercicio
de su libertad-. Toda libertad humana se sitúa siempre y necesariamente dentro de un marco de
vínculos con otras libertades –así, Aristóteles, en el libro de “Las categorías”, hace referencia a la
categoría de “relación”, como algo que está fuera de mi, pero que lo condiciona todo-.

El hombre es historia y relación personal. Incluso en el seno de la madre, en donde están los dos
“yoes” juntos. Aquí se puede producir una comunicación con el mal. Siendo historia el pasado,
determina el presente. Siendo relación interpersonal, la relación presente está determinada por
los demás hombres, con su libertad y con sus culpas. Siendo las dos cosas a la vez –historia y
relación interpersonal-, el ejercicio de su libertad está condicionado por las culpas de los otros,
tanto por los presentes como por los pasados.
Ponemos el acento en lo individual, pero también hay que tener en cuenta la realidad exterior a
mí, que me llega a lo más íntimo. Se me introducen modos de fuera, que son malos, porque el
hombre es un ser histórico. El pecado original originado es posible porque el hombre ejerce su
libertad en una situación determinada por la historia de todos los hombres. Esta historia conforma
el ambiente que afecta a todo hombre que viene a este mundo. Las culpas de los demás influyen en
nosotros constantemente. Hablamos de culpas para introducir el aspecto más personal del mal.

Para entender esto, podemos tener en cuenta lo que sucede con los pecados personales. En estos,
influyen los pecados de los demás. Se comunican a través de la cultura, porque existe una unidad
de facto entre todos los hombres y porque existe una historicidad. Cristo, al encarnarse, se ha
unido a todos los hombres, respecto de los que no están, de los que no han nacido que no se ha
producido esa unión, pero ya se unirán a Cristo.

En la medida en que nacen, están unidos a Cristo. Hay una especie de unidad de los hombres que
trasciende a un momento histórico concreto. Existe ese influjo de todo lo que hacen los demás. A
causa de esa unidad, la vida del conjunto y de cada uno influye en todos los demás y se crea un
fermento de corrupción en que sufre el organismo entero –todos como miembros de un mismo
cuerpo y en cada hombre, cada miembro está confeccionado en función de los demás-. Cada
célula se encuentra sometida tanto al principio vital como al influjo del fermento de corrupción. Si
se abre al primer influjo, se sustrae al segundo. Ese es el misterio constante, elegir entre el bien y
el mal, drama que estamos viviendo siempre. El principio vital es Cristo; el del mal, el pecado del
mundo, de todos los hombres –tiene importancia el primero, pero también los restantes-.
Podemos amar a Dios y a los hermanos como hizo Cristo, pero la fuerza del mal continúa
haciéndose presente por la concupiscencia.

La concupiscencia es el efecto del pecado, aunque quede limpio por el bautismo. La concupiscencia
es como una herida; por dentro, está sanada, pero por fuera, permite que el mal pueda entrar
siempre. Por los pecados personales, cuando el creyente se abre al influjo del mal, la gracia de
Cristo continúa actuando misteriosamente como atracción al bien e iluminación de la verdad, pues
“donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.

Además, la libertad de cada hombre está mediada también por el mundo. Nosotros nos
incorporamos a la humanidad por la realidad de nuestros padres y por esa realidad me vinculo a
mis padres, pero también a toda la humanidad. Sobre esto gravita toda la historia.

Una cosa es admitir la reciprocidad entre los hombres y otra atribuir a esa reciprocidad una
profundidad tal que llegue a la implicación en el pecado. A la luz del misterio pascual se descubre
que Cristo es el verdadero principio de unidad de la humanidad entera. Solo desde Él se explica la
unidad de los hombres con Dios y después la unidad de los hombres entre sí. Esta centralidad de
todos en Cristo posibilita la universalidad de la salvación, pero dicha unidad tiene como
consecuencia no querida la necesaria codeterminación en el mal que llamamos pecado original. Es
decir, si queremos contemplar al hombre –Adán, último hombre-, es necesario contemplara Cristo,
último hombre, del que Adán es simple figura –Romanos 5,14-.
Es claro también reconocer que el pecado y la gracia no son fuerzas simétricas.

Pecado en sentido analógico. La historia del dogma nos enseña que el pecado original es análogo
a los pecados personales. De lo que conocemos mejor es de los pecados personales, que son de
los que tenemos experiencia. Es analógico uno de los otros. El p. o. originado es una situación,
pero no ha sido provocado por actos personales o solo por eso, sino de otros. Así, el punto de
partida son los pecados personales, que son los analogados principales, donde más se realiza la
razón del pecado.

El pecado personal es o consiste en una ruptura libre con Dios que se traduce en una pérdida de
su gracia, en una disminución o desaparición -en el mortal- de la comunión vital con Dios, que es
definida (Santo Tomás) como el fin último/identidad última del hombre. Esta ruptura tiene como
efecto una inclinación hacia otros pecados, nuevos y mayores –elemento de la concupiscencia-.

Los tres elementos: ruptura con Dios, pérdida de la gracia y concupiscencia se dan también en el
pecado original, pero de modo diverso.

En cuanto a la ruptura con Dios, se da tal ruptura o, por mejor decir, con el designio creativo o
predestinativo sobre Dios y el mundo. Tal designio conllevaba la posibilidad del pecado por la
libertad del hombre, pero la realidad del pecado no procede de ese designio, sino de su
aceptación. El designio originario de Dios quiere una humanidad en todo semejante al Hijo, es
decir, sin pecado.

Pero el mundo actual, en cuanto actúa en el pecado, se aparta de ese designio y también de los
sentimientos que hemos conocido en Cristo. El estar contaminados por la pertenencia a la
comunidad pecadora contradice el designio creativo y predestinativo divino

En cuanto a la pérdida de la gracia, en el p. o. originado hay pérdida de la gracia en un doble


sentido ( Dios ama a todos los hombres y no da nada por perdido), sobre todo en cuanto falta la
comunión con Dios en cuanto parte de la comunidad inocente (al pecar, ya no somos inocentes),
donde todo es mediación de gracia y nada de pecado. Mientras que ahora, con el pecado, todo es
ambiguo. Además, el hombre, perteneciente a la humanidad pecadora, no puede, por sí mismo,
alcanzar la gracia (y, sin embargo, ese es el camino de la salvación, pero por nuestras fuerzas no
podemos conseguir nada) y abrirse al don del Espíritu.

El hecho de que el hombre, a pesar de tal pertenencia, sea habilitado para recibir el espíritu,
deriva de la superabundancia de la gracia, respecto a la abundancia del pecado.

En toda la doctrina de la gracia, es Dios quien toma la iniciativa. Si no fuera porque nos llega de
una manera, no podríamos alcanzarla.

Respecto al tercer elemento, el p. o. tiene una inclinación al mal, es una verdadera concupiscencia,
entendida como impulso a la disgregación tanto personal como interior, como social-política,
causada por la separación de Dios o buscar el hombre ser principio de sí mismo o construirse
valores en los que descansa indebidamente.

La retribución, el pecado y el diablo

Estas tres realidades guardan una estrecha vinculación con el tema que estudiamos. Veamos,
sucintamente, algo respecto de tales relaciones.

Respecto de la doctrina de la retribución, cabe señalar que la progresiva superación de la misma,


que ya se inicia en el AT tal como vimos, llega a su culminación con el NT. En efecto, tanto
Jesús como el N.T. en general rechazan la doctrina dominante en el fariseísmo de que todo
sufrimiento sea retribución o castigo, los evangelios nos muestran (cf. Lc 13, 2ss; Jn 9, 3) cómo
Jesús se niega a establecer un nexo sistemático entre la enfermedad o el accidente y el pecado.

Ahora bien, aunque no es lícito establecer una dependencia directa entre pecados concretos y el
sufrimiento del hombre, por otra parte éste no puede separarse del pecado de origen; en la base
de los sufrimientos humanos hay una implicación múltiple con el pecado. El mal, pues, hunde sus
raíces últimas en el pecado del hombre, y no en Dios.

La ruptura con Dios no consiste directamente en el rechazo personal y propio de Dios, sino en el
encontrarse personalmente implicado en una situación contraria al designio divino, quizás no
querida activamente, pero sí pasivamente sufrida y la inclinación a nuevos pecados brota de un
estado previo, no de libres elecciones del hombre.

Por otra parte, también en el N.T. todo lo que es malo en sentido ético es remitido al diablo como
su origen. Existe una relación estrecha, entre el tema del diablo y los demonios, en la Escritura, y el
pecado, el mal y el sufrimiento. Así, por ejemplo, ya en el principio, el libro del Génesis muestra
que la miseria humana y el mal no provienen de Dios, sino de una rebelión del hombre contra Dios
ocurrida en los comienzos de la humanidad, y se señala como causa extrínseca que indujo al
pecado la serpiente, identificada más tarde con la potencia del demonio. El monoteísmo fue tan
fuerte en Israel, que hizo inconcebible durante un tiempo la existencia de cualquier otra
«potencia», como pudiera ser el diablo; en consecuencia, todo era atribuido tanto el bien como
el mal directamente a Dios; tal situación fue evolucionando, hasta llegar a considerar el NT el
pecado y el diablo como causas últimas del mal, como hemos señalado.

1. El Concilio Vaticano II se mostró atento a los problemas del hombre y del mundo, en
particular, a la experiencia del mal y el sufrimiento. El Catecismo de la Iglesia Católica
contiene abundantes referencias sobre el mal y el sufrimiento, manifestando los
múltiples aspectos del misterio y la doctrina cristiana a los que atañen. Una mención
especial merece el magisterio de Juan Pablo II, por la elaboración de un documento
expresamente dedicado al misterio del sufrimiento (Salvifici doloris), y el
reconocimiento de la existencia de un cierto sufrimiento en Dios (desde una
perspectiva pneumatológica, en la encíclica Dominum et vivificante.
Ejercicios para el Estudiante:

¿Qué es el mal en mi vida y en la sociedad?

¿A través de qué medios podemos ser capaces de superar la fuerza del mal?

TEMA 4
SER CO-CREADORES CON EL CREADOR

Pregunta Fundamental

¿Cuál es mi deber como cristiano? ¿Cómo es mi actitud ante la creación, me uno


como uno más siendo parte de su equilibrio y conservación o me considero superior
y con dominio exterminador sobre las demás seres vivos?
Desarrollo:

Responsabilidad ante la naturaleza, sentido teológico de ser parte de la creación. Convivencia


ecológica y sentido holístico de la vida.

Al analizar los aspectos positivos del mundo presente señala Juan Pablo II la preocupación
ecológica, que él mismo define como «la mayor conciencia de la limitación de los recursos
disponibles, la necesidad de respetar la integridad y los ritmos de la naturaleza y de tenerlos en
cuenta en la programación del desarrollo, en lugar de sacrificarlo a ciertas concepciones
demagógicas del mismo». Los bienes de la creación fueron entregados por Dios al hombre.

Lo canta con profunda admiración el salmo 8: «Algo menor le hiciste que los ángeles / y de gloria y
honor le coronaste. / Le diste imperio en la obra de tus manos, / debajo de sus pies todo pusiste: /
las ovejas y bueyes, todos ellos, / y aun las fieras del campo, / los pájaros del cielo y los peces del
mar, / cuanto surca las rutas de los mares».

No faltan quienes culpan a esta imagen bíblica del hombre de la moderna crisis ecológica. Escribe
a este respecto Pannenberg: «Es preciso rechazar como injustificada la crítica de la imagen bíblica
del hombre, según la cual se culpa al encargo dado al hombre de dominar la creación (Gen 1,28)
de la desconsiderada explotación de la naturaleza por la técnica moderna y por la sociedad
industrial, con la consiguiente crisis ecológica... El mundo natural sigue siendo propiedad del
Creador, y la voluntad creadora de Dios sigue siendo el criterio del dominio concedido al hombre
como imagen de Dios.

Este dominio no incluye, por tanto, el derecho a una utilización y explotación arbitraria. Habría
que compararlo más bien con la función de jardinero que, según el más antiguo relato de la
creación, ha sido confiada a los hombres en el jardín del paraíso (Gen 2,15). Pero, puesto que el
mundo natural, no obstante la potestad de dominio concedida al hombre, sigue siendo creación
de Dios, el abuso autosuficiente por parte del hombre del encargo divino de dominio se vuelve
contra él mismo y lo sume en la ruina» .

Tanto la Escritura como la enseñanza constante de la Iglesia han afirmado siempre que el hombre
no es dueño absoluto de la creación, sino mero administrador. Los abusos crean serios problemas
cuyas consecuencias pueden ser catastróficas. En orden a evitar esos posibles males, que muchos
otean en un horizonte no lejano, hace el

Papa las siguientes consideraciones: «La primera consiste en la conveniencia de tomar mayor
conciencia de que no se pueden utilizar impunemente las diversas categorías de seres, vivos o
inanimados —animales, plantas, elementos naturales—, como mejor apetezca, según las propias
exigencias económicas.

Al contrario, conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un


sistema ordenado, que es precisamente el cosmos.
La segunda consideración se funda, en cambio, en la convicción, cada vez mayor también, de la
limitación de los recursos naturales, algunos de los cuales no son, como suele decirse, renovables.
Usarlos como si fueran inagotables, con dominio absoluto, pone seriamente en peligro su futura
disponibilidad, no sólo para la generación presente, sino sobre todo para las futuras.

La tercera consideración se refiere directamente a las consecuencias de un cierto tipo de


desarrollo sobre la calidad de la vida en las zonas industrializadas. Todos sabemos que el resultado
directo o indirecto de la industrialización es, cada vez más, la contaminación del ambiente, con
graves consecuencias para la salud de la población».

Ante el temor de que la estrecha relación entre la actividad humana y la religión haga disminuir o
desaparecer la autonomía del hombre, de la sociedad o de la ciencia, precisa el Vaticano II en la GS
(36) lo siguiente:

a) Las cosas creadas y la sociedad tienen unas leyes y valores que el hombre ha de descubrir,
emplear y ordenar. Esta legítima autonomía responde a la voluntad de Dios. Las realidades
profanas y las de la fe tienen un origen común. Por eso, la investigación, auténticamente
científica y hecha conforme a las normas morales, no será contraria a la fe. Más aún, quien
con humildad y perseverancia penetra los secretos de la realidad está llevado de la mano
de Dios.
b) La realidad no es independiente del Creador. La creatura sin el Creador desaparece. Los
hombres no pueden usarla sin referencia al Creador. Una autonomía que se salga de este
marco no es admisible.

La revelación atestigua desde los comienzos que el hombre no es propietario de la realidad


terrena, sino mero administrador. Así se lo hacía saber Dios a Adán cuando, al confiarle el
jardín, le impuso condiciones. «Y Dios impuso al hombre este mandamiento: "De cualquier
árbol del jardín puedes comer, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás,
porque el día que comieres de él, morirás sin remedio"» (Gen 2,17).

En la primera narración de la obra creadora en el libro del Génesis, el plan de Dios incluye la
creación de la humanidad. Luego de la creación del ser humano, se dice que « Dios vio todo lo
que había hecho y era muy bueno » (Gn 1,31). La Biblia enseña que cada ser humano es creado
por amor, hecho a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Esta afirmación nos muestra la
inmensa dignidad de cada persona humana, que « no es solamente algo, sino alguien. Es capaz
de conocerse, de poseerse y de darse libremente y entrar en comunión con otras personas ».

San Juan Pablo II recordó que el amor especialísimo que el Creador tiene por cada ser humano
le confiere una dignidad infinita.38 Quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las
personas pueden encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese
compromiso. ¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un
desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin
sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: « Antes que te formaras en el seno de
tu madre, yo te conocía » ( Jr 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso « cada
uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada
uno es amado, cada uno es necesario ».

Los relatos de la creación en el libro del Génesis contienen, en su lenguaje simbólico y narrativo,
profundas enseñanzas sobre la existencia humana y su realidad histórica. Estas narraciones
sugieren que la existencia humana se basa en tres relaciones fundamentales estrechamente
conectadas: la relación con Dios, con el prójimo y con la tierra.

Según la Biblia, las tres relaciones vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro
de nosotros. Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo
creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a reconocernos
como criaturas limitadas. Este hecho desnaturalizó también el mandato de « dominar » la tierra
(Gn 1,28) y de « labrarla y cuidarla » (Gn 2,15).

Como resultado, la relación originariamente armoniosa entre el ser humano y la naturaleza se


transformó en un conflicto (Gn 3,17-19). Por eso es significativo que la armonía que vivía san
Francisco de Asís con todas las criaturas haya sido interpretada como una sanación de aquella
ruptura. Decía san Buenaventura que, por la reconciliación universal con todas las criaturas, de
algún modo Francisco retornaba al estado de inocencia primitiva.40 Lejos de ese modelo, hoy el
pecado se manifiesta con toda su fuerza de destrucción en las guerras, las diversas formas de
violencia y maltrato, el abandono de los más frágiles, los ataques a la naturaleza.

No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada. Esto permite responder a una acusación
lanzada al pensamiento judío-cristiano: se ha dicho que, desde el relato del Génesis que invita a «
dominar » la tierra (cf. Gn 1,28), se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza presentando
una imagen del ser humano como dominante y destructivo. Esta no es una correcta interpretación
de la Biblia como la entiende la Iglesia. Si es verdad que algunas veces los cris tianos hemos
interpretado incorrectamente las Escrituras, hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de
ser creados a imagen de Dios y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto
sobre las demás criaturas.

Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hemenéutica adecuada, y recordar
que nos invitan a « labrar y cuidar » el jardín del mundo (Gn 2,15). Mientras « labrar » significa
cultivar, arar o trabajar, « cuidar » significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto
implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza. Cada comu -
nidad puede tomar de la bondad de la tierra lo que necesita para su supervivencia, pero también
tiene el deber de protegerla y de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones
futuras. Porque, en definitiva, « la tierra es del Señor » (Sal 24,1), a él pertenece « la tierra y
cuanto hay en ella » (Dt 10,14). Por eso, Dios niega toda pretensión de propiedad absoluta: « La
tierra no puede venderse a perpetuidad, porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y
huéspedes en mi tierra » (Lv 25,23).

68. Esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser humano, dotado de
inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los delicados equilibrios entre los seres de este
mundo, porque « él lo ordenó y fueron creados, él los fijó por siempre, por los siglos, y les dio una
ley que nunca pasará » (Sal 148,5b-6). De ahí que la legislación bíblica se detenga a proponer al ser
humano varias normas, no sólo en relación con los demás seres humanos, sino también en rela -
ción con los demás seres vivos: « Si ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te
desentenderás de ellos […]

Cuando encuentres en el camino un nido de ave en un árbol o sobre la tierra, y esté la madre
echada sobre los pichones o sobre los huevos, no tomarás a la madre con los hijos » (Dt 22,4.6). En
esta línea, el descanso del séptimo día no se propone sólo para el ser humano, sino también «
para que reposen tu buey y tu asno » (Ex 23,12). De este modo advertimos que la Biblia no da
lugar a un antropocentrismo despótico que se desentienda de las demás criaturas.

A la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos llamados a reconocer que
los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios y, « por su simple existencia, lo bendicen y
le dan gloria », porque el Señor se regocija en sus obras (Sal 104,31). Precisamente por su dignidad
única y por estar dotado de inteligencia, el ser humano está llamado a respetar lo creado con sus
leyes internas, ya que « por la sabiduría el Señor fundó la tierra » (Pr 3,19). Hoy la Iglesia no dice
simplemente que las demás criaturas están completamente subordinadas al bien del ser humano,
como si no tuvieran un valor en sí mismas y nosotros pudiéramos disponer de ellas a voluntad.

AMAS LA VIDA

Las criaturas de este mundo no pueden ser consideradas un bien sin dueño: « Son tuyas, Se ñor,
que amas la vida » (Sb 11,26). Esto provoca la convicción de que, siendo creados por el mismo
Padre, todos los seres del universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie
de familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado, cariñoso y
humilde. Quiero recordar que « Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea,
que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la
extinción de una especie como si fuera una mutilación ».

El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad y responsabilidad de


todos. Quien se apropia algo es sólo para administrarlo en bien de todos. Si no lo hacemos,
cargamos sobre la conciencia el peso de negar la existencia de los otros.

Ante la tecnología, nos pone ante la urgencia de avanzar en una valiente revolución cultural. La
ciencia y la tecnología no son neutrales, sino que pueden implicar desde el comienzo hasta el final
de un proceso diversas intenciones o posibilidades, y pueden configurarse de distintas maneras.
Nadie pretende volver a la época de las cavernas, pero sí es indispensable aminorar la marcha para
mirar la realidad de otra manera, recoger los avances positivos y sostenibles, y a la vez recuperar
los valores y los grandes fines arrasados por un desenfreno megalómano.

La cultura del relativismo es la misma patología que empuja a una persona a aprovecharse de otra
y a tratarla como mero objeto, obligándola a trabajos forzados, o convirtiéndola en esclava a causa
de una deuda. Es la misma lógica que lleva a la explotación sexual de los niños, o al abandono de
los ancianos que no sirven para los propios intereses. Es también la lógica interna de quien dice: «
Dejemos que las fuerzas invisibles del mercado regulen la economía, porque sus impactos sobre la
sociedad y sobre la naturaleza son daños inevitables ».

Si no hay verdades objetivas ni principios sólidos, fuera de la satisfacción de los propios proyectos
y de las necesidades inmediatas, ¿qué límites pueden tener la trata de seres humanos, la
criminalidad organizada, el narcotráfico, el comercio de diamantes ensangrentados y de pieles de
animales en vías de extinción? ¿No es la misma lógica relativista la que justifica la compra de
órganos a los pobres con el fin de venderlos o de utilizarlos para experimentación, o el descarte de
niños porque no responden al deseo de sus padres?

Es la misma lógica del « usa y tira », que genera tantos residuos sólo por el deseo desordenado de
consumir más de lo que realmente se necesita. Entonces no podemos pensar que los proyectos
políticos o la fuerza de la ley serán suficientes para evitar los comportamientos que afectan al
ambiente, porque, cuando es la cultura la que se corrompe y ya no se reconoce alguna verdad
objetiva o unos principios universalmente válidos, las leyes sólo se entenderán como impo siciones
arbitrarias y como obstáculos a evitar.

Aplicación Pastoral:

El conjunto del universo, con sus múltiples relaciones, muestra mejor la inagotable riqueza de
Dios. Santo Tomás de Aquino remarcaba sabiamente que la multiplicidad y la variedad provienen «
de la intención del primer agente », que quiso que « lo que falta a cada cosa para re presentar la
bondad divina fuera suplido por las otras », porque su bondad « no puede ser repre sentada
convenientemente por una sola criatura ». Por eso, nosotros necesitamos captar la variedad de las
cosas en sus múltiples relaciones. Entonces, se entiende mejor la importancia y el sentido de
cualquier criatura si se la contempla en el conjunto del proyecto de Dios. Así lo enseña el
Catecismo: « La interdependencia de las criaturas es querida por Dios. El sol y la luna, el cedro y la
florecilla, el águila y el gorrión, las innumerables diversidades y desigualdades significan que nin-
guna criatura se basta a sí misma, que no existen sino en dependencia unas de otras, para comple-
mentarse y servirse mutuamente ».

Cuando tomamos conciencia del reflejo de Dios que hay en todo lo que existe, el corazón
experimenta el deseo de adorar al Señor por todas sus criaturas y junto con ellas, como se expresa
en el precioso himno de san Francisco de Asís:

« Alabado seas, mi Señor, con todas tus criaturas, especialmente el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.
Y es bello y radiante con gran esplendor, de ti, Altísimo, lleva significación.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas, y bellas.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento y por el aire, y la nube y el cielo sereno,
y todo tiempo, por todos ellos a tus criaturas das sustento.
Alabado seas, mi Señor, por la hermana agua, la cual es muy humilde, y preciosa y casta.
Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego, por el cual iluminas la noche, y es bello,
y alegre y vigoroso, y fuerte ».

Si tenemos en cuenta la complejidad de la crisis ecológica y sus múltiples causas, debería mos
reconocer que las soluciones no pueden llegar desde un único modo de interpretar y transformar
la realidad. También es necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y
a la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad. Si de verdad queremos construir una ecología
que nos permita sanar todo lo que hemos destruido, entonces ninguna rama de las ciencias y
ninguna forma de sabiduría puede ser dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje.
Además, la Iglesia Católica está abierta al diálogo con el pensamiento filosófico, y eso le permite
producir diversas síntesis entre la fe y la razón. En lo que respecta a las cuestiones sociales, esto se
puede constatar en el desarrollo de la doctrina social de la Iglesia, que está llamada a enriquecer se
cada vez más a partir de los nuevos desafíos.

No podemos sostener una espiritualidad que olvide al Dios todopoderoso y creador. De ese modo,
terminaríamos adorando otros poderes del mundo, o nos colocaríamos en el lugar del Señor, hasta
pretender pisotear la realidad creada por él sin conocer límites. La mejor manera de poner en su
lugar al ser humano, y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, es
volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo, porque de otro modo el
ser humano tenderá siempre a querer imponer a la realidad sus propias leyes e intereses.

Para la tradición judío-cristiana, decir « creación » es más que decir naturaleza, porque tiene que
ver con un proyecto del amor de Dios donde cada criatura tiene un valor y un significado. La
naturaleza suele entenderse como un sistema que se analiza, comprende y gestiona, pero la
creación sólo puede ser entendida como un don que surge de la mano abierta del Padre de todos,
como una realidad iluminada por el amor que nos convoca a una comunión universal.

«Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos» (Sal 33,6). Así se nos indica que el mundo
procedió de una decisión, no del caos o la casualidad, lo cual lo enaltece todavía más. Hay una
opción libre expresada en la palabra creadora. El universo no surgió como resultado de una
omnipotencia arbitraria, de una demostración de fuerza o de un deseo de autoafirmación.

La creación es del orden del amor. El amor de Dios es el móvil fundamental de todo lo creado: «
Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que hiciste, porque, si algo odiaras, no lo habrías
creado » (Sb 11,24). Entonces, cada criatura es objeto de la ternura del Padre, que le da un lugar
en el mundo. Hasta la vida efímera del ser más insignificante es objeto de su amor y, en esos pocos
segundos de existencia, él lo rodea con su cariño. Decía san Basilio Magno que el Creador es tam -
bién « la bondad sin envidia », y Dante Alighieri hablaba del « amor que mueve el sol y las estre llas
».45 Por eso, de las obras creadas se asciende « hasta su misericordia amorosa ».

Al mismo tiempo, el pensamiento judío-cristiano desmitificó la naturaleza. Sin dejar de admirarla


por su esplendor y su inmensidad, ya no le atribuyó un carácter divino. De esa manera se destaca
todavía más nuestro compromiso ante ella. Un retorno a la naturaleza no puede ser a costa de la
libertad y la responsabilidad del ser humano, que es parte del mundo con el deber de cultivar sus
propias capacidades para protegerlo y desarrollar sus potencialidades.

Si reconocemos el valor y la fragilidad de la naturaleza, y al mismo tiempo las capacidades que el


Creador nos otorgó, esto nos permite terminar hoy con el mito moderno del progreso material sin
límites. Un mundo frágil, con un ser humano a quien Dios le confía su cuidado, interpela nuestra
inteligencia para reconocer cómo deberíamos orientar, cultivar y limitar nuestro poder.

En este universo, conformado por sistemas abiertos que entran en comunicación unos con otros,
podemos descubrir innumerables formas de relación y participación. Esto lleva a pensar también
al conjunto como abierto a la trascendencia de Dios, dentro de la cual se desarrolla. La fe nos
permite interpretar el sentido y la belleza misteriosa de lo que acontece. La libertad humana
puede hacer su aporte inteligente hacia una evolución positiva, pero también puede agre gar
nuevos males, nuevas causas de sufrimiento y verdaderos retrocesos.

Esto da lugar a la apasionante y dramática historia humana, capaz de convertirse en un despliegue


de liberación, crecimiento, salvación y amor, o en un camino de decadencia y de mutua
destrucción. Por eso, la acción de la Iglesia no sólo intenta recordar el deber de cuidar la
naturaleza, sino que al mismo tiempo « debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción
de sí mismo ».

No obstante, Dios, que quiere actuar con nosotros y contar con nuestra cooperación, también es
capaz de sacar algún bien de los males que nosotros realizamos, porque «el Espíritu Santo posee
una inventiva infinita, propia de la mente divina, que provee a desatar los nudos de los sucesos
humanos, incluso los más complejos e impenetrables».

Él, de algún modo, quiso limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de desarrollo, donde
muchas cosas que nosotros consideramos males, peligros o fuentes de sufrimiento, en realidad
son parte de los dolores de parto que nos estimulan a colaborar con el Creador.

Él está presente en lo más íntimo de cada cosa sin condicionar la autonomía de su criatura, y esto
también da lugar a la legítima autonomía de las realidades terrenas.50 Esa presencia divina, que
asegura la permanencia y el desarrollo de cada ser, « es la continuación de la acción creadora ».

El Espíritu de Dios llenó el universo con virtualidades que permiten que del seno mismo de las
cosas pueda brotar siempre algo nuevo: « La naturaleza no es otra cosa sino la razón de cierto
arte, concretamente el arte divino, inscrito en las cosas, por el cual las cosas mismas se mueven
hacia un fin determinado. Como si el maestro constructor de barcos pudiera otorgar a la madera
que pudiera moverse a sí misma para tomar la forma del barco ».

El ser humano, si bien supone también procesos evolutivos, implica una novedad no explicable
plenamente por la evolución de otros sistemas abiertos. Cada uno de nosotros tiene en sí una
identidad personal, capaz de entrar en diálogo con los demás y con el mismo Dios. La capacidad de
reflexión, la argumentación, la creatividad, la interpretación, la elaboración artística y otras
capacidades inéditas muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico.
La novedad cualitativa que implica el surgimiento de un ser personal dentro del universo material
supone una acción directa de Dios, un llamado peculiar a la vida y a la relación de un Tú a otro tú.
A partir de los relatos bíblicos, consideramos al ser humano como sujeto, que nunca puede ser
reducido a la categoría de objeto.

Pero también sería equivocado pensar que los demás seres vivos deban ser considerados como
meros objetos sometidos a la arbitraria dominación humana. Cuando se propone una visión de la
naturaleza únicamente como objeto de provecho y de interés, esto también tiene serias
consecuencias en la sociedad. La visión que consolida la arbitrariedad del más fuerte ha propiciado
inmensas desigualdades, injusticias y violencia para la mayoría de la humanidad, porque los re-
cursos pasan a ser del primero que llega o del que tiene más poder: el ganador se lleva todo.

El ideal de armonía, de justicia, de fraternidad y de paz que propone Jesús está en las antípodas de
semejante modelo, y así lo expresaba con respecto a los poderes de su época: « Los poderosos de
las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. Que no
sea así entre vosotros, sino que el que quiera ser grande sea el servidor » (Mt 20,25-26).

El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo
resucitado, eje de la maduración universal.

Así agregamos un argumento más para rechazar todo dominio despótico e irresponsable del ser
humano sobre las demás criaturas. El fin último de las demás criaturas no somos nosotros. Pero
todas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en
una plenitud trascendente donde Cristo resucitado abraza e ilumina todo. Porque el ser humano,
dotado de inteligencia y de amor, y atraído por la plenitud de Cristo, está llamado a reconducir
todas las criaturas a su Creador.

La ecología integral es inseparable de la noción de bien común, un principio que cumple un rol
central y unificador en la ética social. Es « el conjunto de condiciones de la vida social que hacen
posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia
perfección ».

El bien común presupone el respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e
inalienables ordenados a su desarrollo integral. También reclama el bienestar social y el desarrollo
de los diversos grupos intermedios, aplicando el principio de la subsidiariedad. Entre ellos destaca
especialmente la familia, como la célula básica de la sociedad. Finalmente, el bien común requiere
la paz social, es decir, la estabilidad y seguridad de un cierto orden, que no se produce sin una
atención particular a la justicia distributiva, cuya violación siempre genera violencia. Toda la
sociedad –y en ella, de manera especial el Estado– tiene la obligación de defender y promover el
bien común.

Ejercicios para el Estudiante:

¿Cómo podemos actuar como cristianos ante la responsabilidad de cuidar la Casa


común?

¿De qué se encargaría una pastoral ecológica?


BIBLIOGRAFÍA:

Papa Francisco (2015) Laudato Si.

Ruiz de la Peña, J. (1988) Imagen de Dios Antropología teológica fundamental. Santander.

Martínez, S. (2022) Antropología Teológica Fundamental. Madrid: BAC

Zubiri, X (1984) El hombre y Dios. Madrid.

Ayllón, R. (2013) Antropología paso a paso. Madrid.

Catecismo de la Iglesia Católica, 11 octubre 1992

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