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I.

Fundamentos de la Antropología Teológica

Hno. Dr. Alexandre José Rocha de Hollanda Cavalcanti

Desde sus inicios el ser humano busca responder a los interrogantes sobre el
verdadero sentido de su existencia, su origen, su fin, la felicidad, el sentido del
dolor, del sufrimiento y de la muerte.
Los filósofos antiguos buscaban incesantemente responder a esta pregunta:
«hombre, ¿quién eres?»
1. Antropología filosófica y antropología teológica

Inicialmente se suele convenir en que la noción de persona, hombre o mujer


(homo, hoemina) como ser racional, libre, responsable, social, político, que
responde a su propio nombre y a pronombres personales o indefinidos: tú, él, ella,
quien, alguien. Semánticamente hombre viene de humus, tierra y el concepto de
persona indica su nota de excelencia o dignidad, como se estudiará más adelante1.
El estudio del hombre, a/nqrwpoj, con sus características físicas, culturales
y sociales, se llama Antropología, asignatura que se subdivide en los diversos
aspectos de la ciencia: antropología física, arqueológica, lingüística, social,
filosófica, etc.
Filosóficamente, Aristóteles hizo una famosa afirmación, utilizada hasta
nuestros días: «el hombre es un animal racional». Otros pensadores presentaron
al hombre como «animal que habla», o «que trabaja». El intento de los filósofos
consideraba solo el aspecto natural, desde una visión meramente racional, sin
contar con la Revelación divina. Sin embargo, el primer dato revelado en el
Génesis indica una visión que supera todas las anteriores, por relacionar al hombre
con su Creador: «Imagen y semejanza de Dios».
La gran diferencia es que la definición basada en la Revelación caracteriza
al hombre por su destino superior y no únicamente por su esencial natural. La
dignidad del hombre es consecuencia de su relación con Dios que lo llama:
«Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua
comunión de la incorruptible vida divina» (GS 18).
Esta llamada es lo más característico del ser humano.
Aquí encontramos la diferencia fundamental entre las diversas antropologías
y la antropología teológica.
Las primeras estudian al hombre bajo su aspecto natural, tomando como
herramienta de trabajo únicamente la razón humana y los conocimientos
experimental, antropológico y filosófico, llegando, en ciertos casos al estudio
metafísico, sin considerar la Revelación divina.

1
Cf. Cf. RODRÍGUEZ, Victorino. Estudios de antropología teológica. Madrid: Speiro, 1991, p. 13.

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Por otro lado, la antropología teológica estudia la realidad humana por entero,
a la luz de la autocomunicación libre de Dios, hecha en Jesucristo, Mediador y
Plenitud de la Revelación. Contempla así a la persona humana desde su origen
hasta su elevación a la condición de «hijo de Dios» por la gracia, mediante la
divinización alcanzada por Cristo2.
Abstrayéndose de la Revelación no sería posible al hombre conocer y
entender el sentido de su existencia, puesto que el sentido último del fenómeno
humano depende del designio de Dios creador.
Por otro lado, la realidad histórica del hombre cuenta con la ruptura del
pecado, que ha causado graves desarmonías en su propio ser y en su relación con
los demás hombres y con el cosmos. La recuperación de la unidad perdida es
alcanzada por el don del Verbo encarnado que se inserta en la historia humana y
eleva al hombre a la filiación divina, alcanzando su modelo arquetípico en
Jesucristo, que es Dios verdadero y hombre perfecto. Se comprende así que la
antropología teológica, respetando los aspectos fragmentarios de todas las demás
antropologías, las asume y les da una inteligibilidad última y radical. Por este
motivo, el Concilio Vaticano II enseña que «el misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (GS 22).
Surge así, desde el principio de la teología, un tratado sobre el hombre que
buscaba conocer los datos revelados sobre su origen, composición esencial,
libertad, inmortalidad del alma, etc. La neoescolástica incluyó este tema en el
tratado De Deo creante, que buscaba justificar las tesis de la filosofía con las
enseñanzas de la Revelación. Este planteamiento generaba una oscilación entre el
a priori de los datos revelados y el a posteriori de las implicaciones metafísicas
de la especulación escolástica. Más tarde, en el tratado De Deo elevante se
consideraban los dones perdidos por el pecado original y, finalmente, en el tratado
De gratia se analizaba la restitución de los dones por el bautismo, estudiando la
gracia y la filiación divina. La reflexión actual replantea las cosas estudiando las
verdades bíblicas en su correcta hermenéutica, que la correlaciona con las etapas
de la Revelación, considerando el ambiente cultural de los hagiógrafos. Esta
novedad del tratado De homine es lo que intenta expresar la antropología teológica.
Sus afirmaciones no sólo han de verse confirmadas por la palabra de Dios, sino
que tienen que brotar de esta palabra y desarrollarse según su orientación
intrínseca3.
2. La contingencia del ser humano

El hombre real, que existe históricamente, encuentra en sí mismo la


experiencia de una triple dependencia:

2
FERNÁNDEZ, Aurelio. Teología Dogmática. Curso fundamental de la fe Católica. Madrid: BAC, 2009, p. 16.
3
Cf. ALSZEGHY, Zoltan; FLICK, Maurizio, El hombre bajo el signo del pecado. Teología del pecado original.
Salamanca: Sígueme 1972, nn. 955; 1.

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1. Dependencia cósmica: el ser humano es parte integrante del cosmos y
depende de él. Ingresa en la vida por voluntad de otros, no habiendo elegido nacer.
2. Dependencia sexual: no escogemos ser hombre o mujer. Es una realidad
concreta que condiciona nuestra existencia.
3. Dependencia histórica: pertenecemos al género humano y estamos
condicionados por todos los que nos han precedido, por la sociedad en que
nacemos y por la familia de la cual recibimos la transmisión de la vida4.
Esta triple dependencia determina la primera característica que el ser
humano ha conocido de sí mismo: la contingencia.
La consciencia de no ser el hombre creador de la vida es evidente por ser él
producto de la propia vida. Por esto, el hombre se caracteriza y se percibe un ser
dependiente, no necesario, es decir, sin el hombre, el universo (el cosmos) seguiría
existiendo, aunque muchas cosas en la naturaleza encuentren su sentido en el
servicio del hombre.
La consciencia de su contingencia (ser con inicio y fin, dependiente de otros),
despierta en el hombre el deseo y la búsqueda de lo Absoluto, del ser que no
dependa de otros para existir y que no haya sido creado por otro.
El ser contingente es el que existe, pero podría no existir. No existe
necesariamente por sí mismo y encuentra fuera de sí mismo la razón de su
existencia. Si el ser no tiene en sí mismo su razón de existir (es nuestro caso: no
éramos, venimos a ser y perderemos la existencia terrestre por la muerte), tal ser
encuentra fuera de sí su razón suficiente y explicativa, es un ser dependiente de
otro o relativo a otro.
Por ejemplo, un año antes que tú nacieras, no eras nada, y nada podrías hacer
para existir. Como eres un ser contingente, tu existencia no dependía de ti. Habrías
quedado sin existencia si alguien distinto de ti (tus padres) no te hubiera traído a
la existencia: la nada dejada a sí misma, permanece siempre en nada. Así también
tus padres, tus abuelos, todos los hombres recibieron la existencia de otro. No
podrían existir por sí mismos. Esto es ser contingente.
De la búsqueda de lo Absoluto y de la consciencia de su contingencia, nace
en el hombre el deseo de Dios, que está inscrito en su propia mente, puesto que el
hombre fue creado por Dios y para Dios. Exactamente por esta razón solo en Dios
se podrá encontrar la verdad que el hombre no cesa de buscar.
Creado a la imagen de Dios y llamado a conocer y amar a su Creador, el
hombre busca a Dios y descubre ciertas vías para acceder a su conocimiento, que
tienen como punto de partida la propia creación: el mundo material y la persona
humana.
Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su apertura al bien, con su
libertad, la voz de la consciencia y la aspiración al infinito, el hombre se interroga

4
Cf. GRELOT, Pierre. Hombre, ¿quién eres? Los once primeros capítulos del Génesis. Estella: Verbo Divino, 1976,
pp. 4-5.

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sobre la existencia de Dios, percibiendo las «semillas de eternidad que lleva en sí,
al ser irreductible a la sola materia» (GS 18; cf. 14,2).
3. Visión semítica y visión griega del hombre
Las Sagradas Escrituras tienen una terminología propia para hablar del ser
humano, presentando dos dificultades:
1. El concepto varía con el tiempo, sobre todo del Antiguo al Nuevo
Testamento, presentando variaciones incluso en cada una de las dos partes de la
Biblia. Las concepciones culturales de Israel son influenciadas por la revelación
divina, pero sus ideas sobre la función de las entrañas (rahamim) o la causa de
las enfermedades expresan la condición de su cultura y conocimientos propios.
2. La terminología popular, no científica, que refleja las concepciones
culturales de cada época.
Un estudio antropológico de la Biblia evidencia el influjo principal de dos
conceptos relacionados a las culturas que influenciaron su formación: el concepto
semítico y el concepto griego.
3.1. El concepto semítico del hombre
Los hebreos eran dados a lo concreto y material, tenían dificultad en concebir
nociones abstractas. El hombre era concebido como criatura concreta, una en sí
misma, diversa de Dios, de los animales y también de los ángeles.
Al inicio afirmaban que el hombre es carne (basar) animada por un aliento
vital (nefesh).
Basar: Indicaba al hombre en su fragilidad física y moral. Mientras que
nefesh ponía de relieve el espíritu vital que anima al hombre. En su sentido
original significa garganta, pero se usa habitualmente para expresar la interioridad
(vivencias, sentimientos y pasiones), o, en el sentido más amplio posible, el alma:
«mi alma está triste hasta la muerte».
Los términos semíticos que más expresan la relación del hombre con Dios
están impregnados del sentido de la Alianza. Son especialmente dos:
Leb: significa corazón, hablando especialmente del centro del amor y de la
conciencia humana que se sitúa ante Dios, fuente y juez de la verdad moral. Es el
centro de la vida natural, llevando la sangre a todas las partes del cuerpo. Es
también centro espiritual y moral del hombre, núcleo de su intimidad, foco de sus
decisiones y de su conciencia.
Ruah: el soplo o aliento recibido de Dios. Es una de las palabras más
importantes de la Biblia, utilizada para expresar el misterio profundo del ser
humano, que viene de Dios y depende enteramente de Él, moviendo al hombre en
vista de la historia de la salvación. Fue el soplo de Dios (ruah Yahveh) que
transformó el polvo de la tierra en el primer hombre. Es también la fuerza que
hace vivir, puesto que toda vida procede y depende absolutamente de Dios.
Significa, así, el hombre movido por Dios en vista de la historia de la salvación.

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Dios infunde su aliento y hace vivir al hombre (adam: formado del suelo
[adamah]: «me hizo el soplo (ruah) de Dios y Shadday me alentó vida» (Jb 33,4).
La palabra castellana espíritu no traduce correctamente esta expresión,
puesto que es un término lleno de resonancias literarias, indicando sobre todo la
relación del hombre con su Creador: es el impulso que viene de Dios y, a la vez,
la relación vital con Él5.
Esta visión de unidad intrínseca del hombre hacía difícil para los judíos
concebir las nociones dicotómicas o tricotómicas de alma separada del cuerpo,
indicando un individuo que forma parte del mundo material, que es efímero y
caduco, sujeto y autor de acciones deliberadas; que piensa, ama, quiere y se siente
atraído por Dios para escuchar y acoger su voz. Sin embargo, la idea de una
subsistencia post mortem, a pesar de la evidencia de un cadáver que se corrompe,
ya estaba presente en algunas tradiciones judías sobre el Sheol, donde los espíritus
de los muertos (refaim) conservan cierta conciencia de sí (Jb 14,21ss) y desde
donde pueden acceder a una comunicación 1(Sm 28,8-19), diferenciándose de los
cadáveres, que eran denominados nebelatam. En el judaísmo tardío se hablaba de
la pervivencia de los refaim y de la resurrección de los cadáveres nebelatam6.
3.2. El concepto griego del hombre

La conquista del Medio Oriente por Alejandro Magno (336-323 a.C.) ha


determinado una influencia de la cultura griega sobre el pueblo de Israel,
originando el fenómeno llamado helenismo y la consecuente helenización de la
cultura hebrea, influenciando en los escritos bíblicos tardíos y en la mentalidad
del pueblo elegido en la época del nacimiento de Jesucristo. Los judíos recibieron
el fuerte impacto de la cultura helénica (de hellas, palabra griega para Grecia) y
se abrieron a ella, adoptando muchos las costumbres paganas. La presencia de
palabras como sinagoga, derivada de sunagoge y ekklesia, indican cuánto esta
influencia penetró profundamente el pensamiento judío y, consecuentemente, el
pensamiento cristiano primitivo. Filón de Alejandría († 30 o 40 a.C.) reinterpretó
el judaísmo conforme a la filosofía griega y los primeros pensadores cristianos
como san Justino, Orígenes y Clemente de Alejandría veían a esta filosofía no
como un rival, sino como una herramienta para sistematizar las doctrinas del
cristianismo7.
El pensamiento filosófico griego concibe al ser humano, en líneas generales,
como un ser natural, en armonía con la naturaleza, y cuya propia esencia le lleva
a vivir en sociedad, buscando la armonía con sus semejantes. Se podría hablar de
dos conceptos primitivos:

5
Cf. LORDA, Juan Luis. Antropología Teológica. Navarra: EUNSA, 2009, pp. 41-44.
6
Cf. FERNÁNDEZ, Víctor Manuel. «Inmortalidad, cuerpo y materia : una esperanza para mi carne». En:
Angelicum, 78.3 (2001), pp. 408-409.
7
Cf. «HELENISMO». En: Diccionario Bíblico Ilustrado Holman, pp. 729-730.

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1. Alma como principio vital: comprendía que todos los seres vivos tienen
alma, que se caracteriza como aliento de vida (thymós) que anima al cuerpo y deja
de existir junto con él.
2. Alma como principio de conocimiento: comprendía el concepto de alma
como exclusivo del hombre (psiché), eterna e inmortal, unida accidentalmente al
cuerpo.
La poesía mitológica presenta el primer concepto y el segundo se encuentra
en el pensamiento religioso vinculado al orfismo, derivando de ella los ritos
mistéricos, las filosofías pitagórica y platónica.
La tradición órfica pensaba un espiritualismo desencarnado en que el alma
sería lo esencial y el cuerpo un mero vestido, un habitáculo temporal que aprisiona
el alma que se veía libre de esa envoltura terrenal por la muerte, recibiendo en el
más allá premios o castigos, incluyendo reencarnaciones en otros cuerpos
humanos o animales (metempsicosis), hasta alcanzar la necesaria purificación
para reintegrarse al ámbito divino8.
El concepto órfico cree en la naturaleza divina del alma, que procedería de
los dioses y sería capaz de transmigrar en la búsqueda de perfección, que es la
inmortalidad consciente, un estado de elevación mística provocada mediante un
trance ceremonial frecuente en las orgías dionisíacas. Este estado glorioso
permitiría separar el alma del cuerpo como una «pequeña muerte» denominada
apoteosis, o epopteia. Los que alcanzaban este grado podrían contemplar al dios
Dionisos y unificarse con él. Esta doctrina órfica se diferencia de las posturas
anteriores por considerar la identidad del «yo» después de la muerte.
Este pensamiento alude a la dualidad alma-cuerpo, asociado a la dualidad
divinidad-materia. En el mito dionisíaco la humanidad sería una mezcla producida
por la cólera de Zeus, que fulminó a los titanes que habían devorado al niño
Dionisio. Así, la naturaleza humana sería el resultado de una mezcla de titán y
Dionisio, una especie de Dios imperfecto.
El pensamiento órfico influenció a Aristóteles y muy especialmente a Platón,
que presenta el dualismo cuerpo y alma. En Fedro, Platón desarrolla un mito que
describe la naturaleza del alma y su caída en la materia. En Fedón y en la
República describe una triple naturaleza en el hombre:
• Nous – pneuma: Espíritu.
• Psiché: Alma.
• Soma: Cuerpo.
En Platón el concepto de nous es equivalente al primitivo thymós o más bien
pneuma, que nuestro idioma traduce como espíritu. Presenta una separación entre
al alma (psyché) y el cuerpo (soma), relacionando las palabras soma y sema, que
significa prisión, tumba, haciendo una alusión explícita al orfismo.

8
Cf. ELIADE, Mircea. Historia de las creencias y las ideas religiosas. Tomo I: De la Edad de Piedra a los Misterios
de Eleusis. Barcelona, 1999. p. 18.

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Ilustra la naturaleza del alma con la figura de dos corceles conducidos por
un auriga. El primero es dócil y el otro díscolo, dificultando el manejo del
conductor. Solo cuando la montura es perfecta y alada (divina), surca las alturas
y gobierna el cosmos, cuando pierde las alas se precipita hacia la tierra y se aferra
a un cuerpo. Para Platón «el hombre es su alma», entidad inmaterial distinta del
cuerpo.
Este concepto de alma superviviente al cuerpo aparece en los autores bíblicos
posteriores a la invasión helénica como, por ejemplo, el Libro de la Sabiduría en
que el alma aparece como sujeto consciente capaz de recibir sanciones (Sb 3,3;
5,15) o en el Segundo Libro de los Macabeos (12,42-46), en que Judas Macabeo
hace una oración para que el Señor perdonara los pecados de los combatientes
muertos en la batalla.
4. El concepto cristiano

En el Nuevo Testamento, el concepto del Logos en el Evangelio de san Juan


(1:1-14) presenta una terminología griega aplicada a la revelación de la divinidad
del Verbo. Jesús reafirma esta concepción al decir: «No temáis a los que pueden
matar el cuerpo, pero no pueden matar el alma» (Mt 10,28). San Pablo distingue
el cuerpo, el alma y, a veces, el espíritu (pneuma) (cf. 1Ts 5,23). La expresión
espíritu en san Pablo encuentra una comprensión compleja, sin todavía invalidar
el concepto de hombre compuesto de cuerpo y alma.
Los Padres de la Iglesia afirmaron la unidad sustancial del ser humano,
oponiéndose a las doctrinas reencarnacionistas como a las emanatistas, que
concebían el alma como emanación de la divinidad. En algunas herejías del inicio
del cristianismo como el gnosticismo y el maniqueísmo, se percibe una gran
influencia del platonismo que menospreciaba el cuerpo en favor del alma. Sin
embargo, la unidad cuerpo-alma es sustentada ya por san Justino, filósofo de
formación griega, convertido al cristianismo:
«¿Acaso el hombre es sólo alma? De ningún modo; su alma es el alma de un hombre. Así, si
ninguna de las dos cosas es el hombre, sino que éste resulta de la conjunción de ambas, y si Dios
llamó al hombre a la resurrección y a la vida, entonces no llamó solo una de las partes, sino el
todo: el alma y el cuerpo».
En la Edad Media hubo una profundización del estudio sobre el cuerpo y el
alma, sobresaliendo el pensamiento de Santo Tomás de Aquino (†1274), que
recurrió a la teoría hilemórfica de Aristóteles, concibiendo la idea de que el alma
es la forma del cuerpo.
El Magisterio adoptó esta doctrina en el Concilio de Viena (1313).
Posteriormente el V Concilio de Letrán (1513), definió que el hombre tiene su
alma que es propia y única, con triple característica: vegetativa, sensitiva e
intelectiva, dotada de inmortalidad personal.
Es necesario considerar que las influencias semítica y griega no son
determinantes en el concepto cristiano del hombre, puesto que la revelación divina

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es inspirada por el Espíritu Santo. Sin embargo, es necesario conocer la cultura y
el pensamiento de los hagiógrafos, que fueron instrumentos de Dios para la puesta
por escrito de las verdades reveladas.
Para comprender el concepto cristiano de cuerpo y alma es necesario
distinguir entre dualismo y dualidad: el dualismo significa oposición entre dos
principios, mientras la dualidad indica la distinción no antagónica, sino
complementaria entre ellos, como, por ejemplo, el hombre y la mujer. La
distinción entre cuerpo y alma nada tiene que ver con el dualismo, sino con la
dualidad complementaria que el Creador estableció en el hombre, creado en una
unidad formada por dos principios complementarios, que no son dos facetas de la
misma realidad (como las dos caras de una misma moneda), sino dos realidades
complementarias9. Por eso señala san Agustín que el hombre tiene cuerpo, pero
no es sólo cuerpo.

9
Cf. BETTENCOURT, Estevão. Curso de iniciação teológica. Rio de Janeiro: Mater Ecclesiae, 1996, pp. 41-42.

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