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INTRODUCCIÓN GENERAL: LA NOCIÓN DE “PERSONA HUMANA”.

El “misterio nupcial de la persona” constituye la expresión sintética con la cual el cardenal Angelo
Scola ha resumido -junto a otros teólogos actuales- la “moral de la persona” en la etapa postconciliar1.
Este misterio contiene tres elementos inseparables que determinan la división general del presente curso:
identidad y diferencia sexuada; capacidad de amor interpersonal; fecundidad física y/o espiritual. Si
pretendemos la permanencia en la ortodoxia respecto a este misterio hemos de mantener a la vez los tres
elementos constitutivos del mismo.

Así pues, el concepto de “persona” resulta decisivo, pues, al fin y al cabo, en este mundo, lo que
no es persona -Dios, los ángeles y los hombres-, en definitiva no es nada. Para descubrir la superioridad
cualitativa del ser humano respecto al resto de la creación no se precisa de la luz superior de la fe. Sin
embargo, puesto que fe y razón están mutuamente orientadas entre sí, queremos partir del concepto de
persona a la luz de la Revelación. Lo hacemos a partir de su analogado principal: el misterio Trinitario y
el del Verbo encarnado. Las tres Personas divinas -con mayúscula- en el misterio Trinitario poseen en
común la misma naturaleza divina pero de una forma personal infinitamente diverso: el Padre siempre ha
engendrado al Hijo, siendo fuente y origen de toda la divinidad; el Hijo es de la misma dignidad que el
Padre (es un Condignus); El es el Amante; el Hijo siempre ha existido e incluso se ha encarnado, ha
vivido, ha orado, ha muerto y resucitado filialmente; El es el Amado, recibe amor pero también lo da; el
Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, y es el Amor en Persona, la Persona-Don por antonomasia. El
es el Condilectus.

La dignidad inconmensurable de cada persona humana no le viene tanto por pertenecer a la especie
humana; si esto fuera así no habría grandes inconvenientes en sacrificar un miembro, si de ello dependiera
la continuidad o mejora de la misma. Lo más original de la persona humana es su forma singular, las más
perfecta e irrepetible de poseer la naturaleza humana entera; no hubo, ni hay, ni habrá otra igual2. Cada

1
Cf. A. SCOLA, Hombre-Mujer. El misterio nupcial, Ed. Encuentro, Madrid 2001; ID, La cuestión decisiva del amor:
hombre-mujer, Ed. Encuentro, Madrid 2003. Así como en la Trinidad las Personas vienen constituidas por la Relación
actual entre ellas, poseyendo de forma absolutamente irrepetible la naturaleza divina común, así, análogamente -sólo-, en
el ser humano, la capacidad relacional, inscrita en su naturaleza (humana) -al haber sido creado por Dios a su imagen-,
pertenece a su identidad ontológica y a su capacidad natural o creatural.
2
TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae I, q. 29, a. 3: “la cosa más perfecta en toda naturaleza, es decir, un ser que
subsiste en la naturaleza racional”; es la originalidad del “actus essendi” en referencia al ser humano; cf. L. MELINA,
Participar en las virtudes de Cristo, Ed. Cristiandad, Madrid 2004, p. 98-102; ID., Reconocer la vida. Problemas
epistemológicos de la bioética, en A. SCOLA, ¿Qué es la vida?, Ed. Encuentro, Madrid 1999, p. 73-77. Mientras que el
término hombre se refiere a la naturaleza humana universal, a la especie común que se expresa en muchos ejemplares, el
término “persona” designa al ser humano individual en su realidad concreta. En la persona la naturaleza humana alcanza
su perfección última, la perfección de todas las perfecciones. De ahí que el respeto debido a cada ser humano no pueda
ser reducido al que se debe a la naturaleza humana común en la que él participa. La dignidad singular y eminente de una
persona humana no estriba solamente en su naturaleza racional; sino en su irrepetible modo de existir. Es un todo
absolutamente concreto en el que está incluida la naturaleza de la especie con todas sus características, poseídas de una
forma original y singular -poseídas “personalmente”-. Ser persona no se puede definir mediante características
cualitativas comunes a la especie: quienes somos no es exactamente idéntico a lo que somos. Persona no es un concepto
que califica la pertenencia de un individuo a una especie, sino que indica la forma original en la que los individuos de la
especie humana participan de su humanidad; indica el singular ser humano en su concreta e irrepetible realidad
individual. Mientras que algunos autores habían insistido en el pasado en la naturaleza racional y libre, la sensibilidad
moderna pone el acento en la singularidad de cada sujeto que está dotado de una interioridad autónoma e intransferible.
San Buenaventura destaca tres características de la persona: singularidad, incomunicabilidad y suprema dignidad; la
incomunicabilidad, como fundamento de su dignidad, no significa un cierre solipsista a la comunicación con otras
personas. Al contrario, su irrepetibilidad -esto significa incomunicabilidad- fundamenta la posibilidad y riqueza del
diálogo. Sólo porque cada ser humano posee una singularidad personal es interesante entrar en comunión con él; quien
ama no puede consolarse con la pérdida del amado buscando en otra persona las cualidades que aquel poseía; el objeto
del amor no son las cualidades comunes de la especie, ni siquiera las individuales del amado como tal; sino la persona
única e irreductible del otro. El valor relacional de la persona presupone su irreductible valor ontológico; no al revés. Por
otro lado la persona tiene una naturaleza. Contra una concepción errónea que enfrenta persona contra naturaleza, la
persona humana reclama una determinada estructura a la vez espiritual y corpórea (VS 48), la naturaleza de la persona
persona es la “incomunicable -singularidad irrepetible- existencia de una naturaleza intelectual”3, creada
inmediatamente por Dios a su imagen (“capax Dei”), con la colaboración imprescindible de sus padres.
Cada persona es irrepetible: ha sido eternamente querida y creada por sí misma (GS 24); siempre es un fin,
nunca puede ser tratada como un medio (Kant).

CAPÍTULO 1º. “VARÓN Y MUJER LOS CREÓ” (Gn. 1, 26-31): IDENTIDAD Y DIFERENCIA.

En la actualidad se está padeciendo uno de los peores materialismos de la historia: un materialismo


antropológico se esconde tras el “exasperado pansexualismo” reinante 4. Dicho materialismo es
consecuencia de la “ausencia” de Dios en la persona y en la sociedad humanas. Lo que quizás diferencia
más el neopaganismo actual del que vivieron los primeros cristianos, es que se trata de una “apostasía
generalizada”. El problema de Dios no es ajeno a la cuestión antropológica, ni a la configuración de la
sociedad.

La antropología hace de mediación imprescindible y de integración entre los datos aportados por
las ciencias auxiliares, que experimentaron gran desarrollo en el siglo XX -la psicología, la sociología, la
biología, la medicina, etc.-, y la teología moral (metodología interdisciplinar; no solo multidisciplinar). De
ahí la importancia de partir de una antropología sexual adecuada, comprendida la persona humana en su
justa dignidad, que nace de haber sido creada y querida por Dios a imagen suya, en dos versiones
antropológicas diferentes y, al mismo tiempo, idénticas en dignidad: “varón y mujer los creó” (Gn 1,26-
31). “La sexualidad está inscrita en el ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, varón y mujer”5.
El concepto “imago Dei” implica en el ser humano la capacidad natural de comunión de amor personal
con Dios, uno y Trino, y con las demás personas (los ángeles y los hombres). Sólo en ser amado y amar el
ser humano alcanza su plena realización y perfección en cuanto persona (cf. GS 24)6. Por consiguiente, el
primer paso para nuestra reflexión, absolutamente imprescindible, constituye en subrayar la importancia
que el cuerpo sexuado tiene para la persona humana.

A. UNIDAD SUSTANCIAL Y SEXUALIDAD HUMANA (Gn. 1, 26-31).

La reflexión postconciliar sobre la sexualidad ha constituido un enriquecimiento importante para la


comprensión del amor y del concepto mismo de persona humana. Conviene no reducir la sexualidad a
mera genitalidad, primera tentación a evitar ante el materialismo antropológico. El Vaticano II subrayó
con toda precisión que el ser humano es “uno en cuerpo y alma”: “corpore et anima unus”(GS 14 a). El
presupuesto de unidad antropológica constituye, pues, el punto de partida imprescindible para comprender

humana, que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo, en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y
biológico. De aquí podemos entender mejor la relación entre la dimensión biológica de la vida y la persona; ser persona
es la forma misma en la que un hombre es hombre: forma parte del núcleo íntimo de su humanidad; el ser persona
pertenece a la sustancia del hombre concreto, así como la vida coincide con el ser mismo del ser vivo; por consiguiente,
el cuerpo forma parte integrante de la persona; el cuerpo determina junto con el espíritu la subjetividad ontológica del
hombre y, por tanto, participa de su dignidad personal.
3
RICARDO DE SAN VÍCTOR, De Trinitate 4. 23. Esta noción de “persona” contiene y supera -a un mismo tiempo- a la
definición tradicional de Boecio -“sustancia individual de naturaleza racional” (naturalis rationis individua sustantia), y
expresa el contenido aportado por el Aquinate.
4
Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la clausura del
Concilio Vaticano II, Instrucción pastoral, Madrid 2006, n. 61.
5
ID., Teología y secularización en España... n. 61.
6
Cf. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, n. 10: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo
un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo
experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”.
en su justo alcance la sexualidad humana7. El hombre es uno de los seres más originales de la Creación,
pues no sólo pertenece a dos mundos tan dispares, como son el material y espiritual, sino que lo hace a un
mismo tiempo y de forma inseparable, esencial (no accidental), en base precisamente a la unión sustancial
entre ambos elementos: es “uno en cuerpo y alma” (GS 14 a). Por consiguiente, en virtud de esta unidad
antropológica, el cuerpo es personal y además es sexuado; y por lo mismo determina sustancialmente -en
virtud precisamente de la unión sustancial entre estos dos coprincipios- a todo su ser corpóreo y espiritual.
“Corpus afficit personam”: el cuerpo atañe y afecta a todo lo que es la persona humana.

La determinación sexual de la persona humana depende, en primer lugar, de la condición sexuada


del cuerpo. Sin embargo la sexualidad no sólo afecta a los órganos genitales, sino que constituye una
determinación de todo el cuerpo humano, de tal forma que hasta la última célula del mismo está
“sexualizada”. En primer lugar, la determinación biológica del sexo depende no sólo de una específica
constitución genética -el “sexo genético”-8, en la cual está inscrito todo el programa de desarrollo de la
gónada primitiva (bivalente en su génesis); sino que sobre todo depende de la constitución del cerebro
(diferente según sea varón o mujer), el primer “órgano sexual” del hombre. El cerebro humano -desde la
hipófisis (sede coordinadora de reacciones motrices, fundamental para la secreción cuantitativa de
hormonas) y, sobre todo, desde la corteza cerebral (sede de los procesos asociativos y simbólicos) guía
cualitativamente el proceso mediador de impregnación hormonal de todo el cuerpo a través del sistema
nervioso. Dicha impregnación sucede fundamentalmente en dos momentos diferentes del sujeto: la
primera en la etapa prenatal (la más decisiva en la identidad sexual del ser humano); la segunda sucede
durante la pubertad. En los animales más evolucionados -como el hombre- tiene mayor importancia la
cerebración de la funciones para determinar no sólo cuantitativamente, sino también cualitativamente este
proceso de impregnación hormonal de todo su organismo. Todo el cuerpo o es de varón, o es de mujer.
Cualquier término medio constituye un fallo en el proceso global de sexualización (fenómenos de
bisexualismo, condición homosexual, etc.).

En segundo lugar la sexualidad también es decisiva en la psicología humana. Superando todas las
posibles divergencias de escuela, podemos afirmar que existe fundamentalmente una psicología
“femenina” y otra “masculina”, diversas entre sí en algunos matices, y por eso complementarias. No es
que haya cualidades que sean patrimonio exclusivo de un sólo sexo; sino que más bien ellas están más o
menos presentes en un sexo que en otro; sobre todo varía la forma de poseer dichas cualidades
psicológicas (la emotividad, el modo de razonar, el comportamiento sexual).

En tercer lugar hemos de integrar la visión de la sexualidad en la antropología de la persona


humana. La diversidad de los sexos atañe también a un nivel metafísico, antropológico, son dos formas, y

7
El ser humano es la unidad sustancial de dos co-principios -incompletos- (el alma con el cuerpo) pertenecientes a
mundos tan dispares como son el espiritual, por un lado, y el material, por el otro, bajo la primacía del primero (el alma
es “forma sustancial” del cuerpo; Dz 481); en expresión de Zubiri: es la “sustantividad de dos subsistemas”. Lo que
especifica al hombre del resto de animales es la infusión del alma por parte de Dios, uno y único principio vital del
mismo y fundamento unitario de toda su vida (Dz 1655). Con la unidad sustancial pretendemos salir al paso de algunas
antropologías dualistas, al menos sutiles, de inspiración kantiana, con gran influjo en nuestro país. Precisamente la
opción fundamental tiene como presupuesto una antropología dualista entre dos mundos incomunicados (VS 65, 67; 46-
50). Es erróneo afirmar que el núcleo de la persona humana correspondería al centro racional de su personalidad; y no a
las dos zonas periféricas (concéntricas) más alejadas de dicho núcleo, como son el mundo de los afectos -zona psíquica o
intermedia- y el pulsional -correspondiente al cuerpo-. Semejante dualismo conduce irremisiblemente a dos clases de
libertades -con difícil intercomunicación entre ellas-: una trascendental y otra categorial; cf. M. VIDAL, La Propuesta
Moral de Juan Pablo II, PPC, Madrid 1994, p. 108-117. En los errores que este autor tiene respecto moral sexual hemos
seguido las indicaciones de sendas Notificaciones de la Congregación para la doctrina de la fe sobre algunos escritos
del Rvdo. P. Marciano Vidal, 22-02-2001 (Nota doctrinal); 15-05-2001 (singularmente, cf. n. 6).
8
Todas las células del cuerpo humano (células somáticas) poseen 46 cromosomas, de los cuales dos son sexuados
(células germinales; haploides -con 23 cromosomas sólo-): XX para la mujer; XY para el varón. Además cada célula
humana posee todos los genes del individuo irrepetible -incluido los sexuados- (35.000 genes, duplicados), aunque no
todos están activados; depende del tipo de tejido al que pertenece.
nada más que dos, de existir, de comprender el mundo; varón y mujer son iguales en dignidad, pero
diferentes, y por eso complementarios a nivel antropológico; es la unidad dual expresada bíblicamente por
el término “una caro” -una sola carne- (Gn. 2, 24). En este sentido, en virtud de la unidad sustancial,
podríamos afirmar que la sexualidad humana afecta también al alma: hasta la forma de comprender la vida
mística en Santa Teresa es diferente a San Ignacio de Loyola. La persona humana es sexuada. La
sexualidad, pues, constituye una dimensión esencial -no sólo accidental- del misterio nupcial de la persona
y determina su identidad y diferencia personal (primer elemento de dicho misterio), en virtud
precisamente de la unidad antropológica. Ser varón o mujer implica dos formas de existencia humana, en
donde una versión de humanidad -he aquí el primer elemento del misterio- reclama antropológicamente -
no sólo temporalmente- la otra diferente, como primera experiencia de identidad y de finitud creatural (que
incluye la muerte), pero también como vocación a la comunión interpersonal (superación de la muerte
mediante el amor y la fecundidad, segundo y tercer elementos del misterio nupcial). La Ideología de
género niega precisamente esta verdad antropológica innegociable.

B. SEXUALIDAD E IDENTIDAD DE LA PERSONA (Gn. 2, 1-7; 18-24).

El cuerpo sexuado del hombre constituye el camino principal a través del cual el ser humano
experimenta y conoce la alteridad -su identidad y diferencia, a la vez- como algo intrínseco al “yo” mismo,
ya que la capacidad de relación con el otro no es accidental, sino intrínseca y constitutiva de su identidad9.
Su identidad viene determinada también por su sexualidad, que es elemento constitutivo de la “imago
Dei”, y por su capacidad “comunional” de amor interpersonal con alguien diferente; esto significa
precisamente que el ser humano es “capax Dei”, capacidad natural de comunión de amor interpersonal con
Dios y con otras personas. En el segundo relato bíblico de la Creación (Gn. 2, 1-7; 18-24), tras la
experiencia de soledad originaria, porque no encontraba ayuda adecuada en ninguno de los animales que
el Creador había puesto a su servicio, Adán se queda dormido de tristeza. Adán, al despertarse, y
contemplar a Eva, descubre dos realidades a un mismo tiempo y de forma constitutiva: descubre en ella, la
mujer, otra persona diferente a él en toda su sexualidad -corpórea, afectiva y espiritual-; y de esta forma
descubre y refuerza su identidad propia ante otra identidad ajena, igual en dignidad, una ayuda
verdaderamente adecuada -“ésta sí que es carne de mi carne y sangre de mi sangre, por eso será llamada
‘varona (de ish -varón- isha -varona-)”10 (primera “moraleja” conclusiva); y, en segundo lugar, esta
diferencia antropológica denota la capacidad y vocación -entre iguales- a la comunión de amor personal
con Eva, la mujer (reciprocidad asimétrica, complementaria; no andrógina): “por eso abandonará el varón
a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos serán una sola carne” (Gn. 2, 24) -segunda
conclusión-.

9
Cf. A. SCOLA, Hombre-Mujer. El Misterio Nupcial, Ed. Encuentro, Madrid 2001, p. 167: “Antropológicamente
hablando, la sexualidad humana es el camino principal a través del cual el hombre experimenta la alteridad como algo
intrínseco al yo mismo. No porque el yo posea una consistencia ontológica autónoma, hecha -como decía Maritain- de
elementos y necesidades constitutivas, sino porque la orientación al otro es del mismo modo constitutiva del yo. No se da
antes un yo como un todo autónomo que, después, entra en relación con el otro: la relación no es extrínseca y accidental,
sino intrínseca y constitutiva”. La relación que cada persona tiene con su cuerpo es tan decisiva que marcará el tipo de
relación que tenga con los otros seres humanos.
10
Si el varón tuvo crisis de identidad al sentirse solo, cuando Dios creó a Eva, desaparecieron desde entonces todas sus
dudas. Todo este proceso descrito, el niño lo aprende, por vez primera, en la sonrisa de su madre y de su padre; descubre
quién es él (su identidad), y su diferencia respecto a uno y otro. Las dos cosas suceden a un mismo tiempo; en el
momento mismo que descubre su capacidad comunional de amor con Dios y con otros seres humanos, por ser diferentes
a él, al mismo tiempo el niño toma conciencia de su identidad. La simultaneidad temporal de ambos descubrimientos es
un signo confirmatorio más de la intrínseca interrelación de ambos factores que conforman el núcleo del primer elemento
del misterio nupcial de la persona. Identidad y diferencia forma parte indisoluble del misterio nupcial de la persona.
Cuando un bebé satisface su necesidad básica de comer mediante la leche materna, comienza un aprendizaje fundamental
para su toda vida, al distinguir paulatinamente el placer que siente al satisfacer el hambre, de otro placer -
cualitativamente diferente- al darle de mamar su madre, el contacto con su madre. Cf. A. PLÉ., Per dovere o per piacere?
Da una morale colpevolizzante ad una morale liberatrice, Ed. Gribaudi, Torino 1984, p. 136-167.
Gracias a esta diferencia antropológica a nivel corpóreo, afectivo y espiritual en el varón y la
mujer, existe la posibilidad de una verdadera complementación perfectiva entre ambos. La expresión
bíblica “una caro” (Gn. 2, 24) hace referencia a una profunda comunión en todas las dimensiones
constitutivas del varón y la mujer cuando se unen en matrimonio11. No obstante esta complementariedad
íntima que existe en la vocación matrimonial también sucede básicamente, a otro nivel y grado diverso, en
la vocación consagrada, como ayuda mutua en la realización del ser humano, de la misión de la Iglesia y
en orden a la articulación de la vida social. Se trata de una complementariedad que tiene base
antropológica, se trata de una diferencia que forma parte de la identidad de la persona humana en su ser y
no sólo en su obrar. Dios ha querido y quiere que el ser humano, “imago Dei”, tenga dos versiones
diferentes en la humanidad: varón y mujer los creó12.

C. TRES EXPERIENCIAS DEL HOMBRE DE LOS ORÍGENES.

De la mano de Juan Pablo II en sus Catequesis sobre el amor humano en el plan divino podemos
distinguir un retablo antropológico compuesto por tres tablas: el hombre de los orígenes de la humanidad
en el pasado, en su estado de inocencia originaria13; el hombre histórico del presente, herido por el Pecado
y posteriormente redimido por Cristo14; el hombre escatológico del futuro en el estado de la resurrección,
que conoceremos en plenitud con la segunda venida de Cristo (la Parusía) -el hombre en la visión beatífica
del cielo-, anticipado en el misterio de Cristo y la Iglesia (Ef. 5, 21-32)15.

Tres fueron las experiencias del hombre del pasado en el Paraíso: experiencia originaria de
soledad, de unidad y de desnudez. Se trata de experiencias “originarias”, no solo en sentido cronológico en
los albores de la Humanidad, sino también y sobre todo en sentido existencial, porque forman parte de los
fundamentos de la experiencia humana, válidas para toda época.

1. Experiencia originaria de soledad.

11
Dicha comunión se puede entender mejor a la luz de la antropología bíblica, tan profundamente unitaria, que a veces
emplea la terminología “nefesh” o “ruag” para indicar al ser humano en cuanto espiritual, pero sin olvidar nunca su
participación en el mundo material; o que recurre al vocablo hebreo “basar”, el “sarks” griego, para designar al ser
humano en cuanto corpóreo, débil y vulnerable -propio de su condición creatural-, pero sin olvidar jamás su dimensión
espiritual por la que supera al resto del mundo infrahumano creado por Dios. Incluso, cuando recurre a una terminología
tripartita -basar (carne), nefesh (aliento), ruag (espíritu): cuerpo, psiqué y espíritu-, no por eso olvida su profunda unidad.
Con todo el término es eco del contraste entre Creador y criatura, no de la diferencia entre espíritu y materia, al modo
como el pensamiento occidental posterior lo entenderá; el binario basar-nefesh o basar-ruag no designa por tanto partes
diversas del compuesto humano, sino que designan al hombre completo, subrayando uno u otro aspecto. A la luz de esta
concepción antropológica tan profundamente unitaria se comprende mejor el matrimonio como íntima comunión
indisoluble -espiritual, afectiva y corpórea- de vida y de amor conyugales entre varón y mujer (cf. GS 48 a); por ello el
divorcio equivaldría como a partir un “casi” ser humano -”una sola carne”- por la mitad.
12
Cf. PONTIFICIO CONSEJO “JUSTICIA Y PAZ”, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, BAC-Planeta, Madrid
2005, n. 108-114, p. 56-59; J. L. BRUGUÉS, Corso di Teologia morale fondamentale, vol. 3, Ed. Studi Domenicano,
Bologna 2005, p. 41-52.
13
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 4ª, n. 1. El hombre histórico, herido por el Pecado, es incomprensible si no acudimos
-con mirada retrospectiva y atravesando dicho umbral- al hombre prehistórico, al hombre en estado de justicia originaria
-gracia de la inocencia originaria- tal y como ha sido revelado en estos primeros capítulos del libro del Génesis, en su
prehistoria teológica (cf. ib., n. 2). El Papa estudiará al hombre de los orígenes en sus Catequesis sobre el amor humano,
parte 1ª -“Al principio”-, n. 1-23.
14
Juan Pablo II lo desarrolló en sus Catequesis sobre el amor humano en el Plan divino, parte IIª -La purificación del
corazón-, n. 24-63.
15
El Papa lo estudió en las Catequesis sobre el amor humano, parte IIIª -la resurrección de la carne-, n. 64-72. Así
mismo se ha de tener presente la parte IVª -La virginidad cristiana-, n. 73-86; la parte Vª -el Sacramento del matrimonio-,
n. 87-113 y la parte VIª -Amor y fecundidad-, n. 114-129.
La primera experiencia fue de soledad: “No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una
ayuda semejante a él” (Gn. 2, 18). El hombre tiene esta experiencia fundamental en cuanto ser humano,
previo a toda distinción sexual, corroborada después en cuanto varón y mujer16. Este relato subraya la
subjetividad o toma de conciencia del ser humano sobre su identidad y diferencia, su superioridad respecto
a los animalia, incluso de ser dueño de todos los ganados, mediante su apropiación a través de la
imposición del nombre. La experiencia de soledad hace que el hombre se encuentre -sobre todo- ante
Dios, en la búsqueda de su identidad. Pero también lo relaciona con el resto del mundo visible. Él no es un
animal más en el mundo. Su experiencia de soledad no es algo meramente negativo, sino también positivo
porque a través de ella se sabe diferente a los animales y porque descubre que el ser humano es amigo de
Dios. No obstante el ser humano necesitaba otro amigo de carne y hueso como él.

La mediación del cuerpo resulta decisivo para la comprensión de su soledad; por su cuerpo se une
al mundo visible, pero diferente esencialmente al resto de los animales creados; por esto precisamente se
siente solo; los animales no son una ayuda adecuada17. El cuerpo ha ayudado al hombre a comprender el
sentido de la experiencia originaria de soledad; y la experiencia de soledad ayudará al hombre a
comprender el sentido esponsalicio del cuerpo en la lógica de la entrega -el amor-.

Pero en el segundo relato bíblico sobre la creación del hombre, la experiencia originaria de soledad
prepara la experiencia de unidad o de comunión de amor. “No es bueno que el hombre esté sólo” (Gn. 2,
18); por eso el Creador quiere dar al ser humano una ayuda adecuada (Gn. 2, 20). El Creador dió al
hombre dominio sobre todos los animales, pero no encontró en ellos una ayuda adecuada. Entonces, Dios
hizo caer un profundo sopor sobre el hombre, tristeza de amor -porque los animales no son una ayuda
semejante- y, en parte, por respeto al misterio del origen de la vida. El sueño no sólo indica el
subconsciente, sino también su posibilidad de retorno a la nada -si Dios retira su aliento que le mantiene
en la vida (Job 34, 14-15; Sal 104, 29)-18. Dios, de la costilla de Adán, creó a la primera mujer, Eva (Gn.
2, 21-22); hasta que no fue creada Eva la creación estaba incompleta.

Cuando el ser humano se despierta del sueño, se despierta ya como varón y mujer: “ésta sí que es
hueso de mis huesos, carne de mi carne; será llamada varona (issah) porque del varón (is) ha sido tomada”
(Gn. 2, 23). El Creador tomó carne de la costilla del hombre para formar a la primera mujer. Es un modo
arcaico para expresar la igualdad dignidad entre varón y mujer, nunca para indicar subordinación alguna.
Jamás se ha afirmado la igualdad fundamental entre varón y mujer con tanta belleza y rotundidad. Aparece
entonces la diferencia en dos versiones de humanidad: varón y mujer los creó.

El despertar de este sueño extático incluye admiración, alegría y exaltación, porque ahora sí tiene
alguien semejante, una “ayuda según él”, un segundo yo personal, carne de su carne19. Es una doble
emoción: por compartir con otra persona humana una humanidad común, con igual dignidad; y por el
descubrimiento -a través de su cuerpo y del de la mujer- de la feminidad en Eva20.

2. Experiencia de unidad originaria o comunión de amor.

16
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 5ª, n. 2.
17
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 6ª, n. 3.
18
JUAN PABLO II, Catequesis 8ª, n. 3.
19
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 8ª, n. 4.
20
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 9ª, n. 1.
La experiencia de soledad originaria queda resuelta y superada por la experiencia de unidad. Si en
su soledad el ser humano comprendió la distinción respecto a los animalia, también conoció el hombre su
apertura hacia otro ser afín a él, una ayuda semejante a él. Esta apertura a la comunión es previa a ser
varón o mujer. Por eso la soledad supuso para el hombre el primer descubrimiento de su trascendencia, no
sólo respecto a Dios, su Amigo, sino también a otra persona humana, una amiga de carne y hueso como
él21.

En el primer relato bíblico de la Creación del ser humano -adam- fue creado a imagen de Dios,
capax Dei: capaz de entrar en comunión personal con Dios y demás personas. En el segundo relato se
comprueba experiencialmente dicha capacidad de comunión entre varón y mujer. La capacidad de amar
constituye un elemento decisivo para la definición de persona y para la teología del cuerpo22. De ahí que,
al menos remotamente, el segundo relato prepara la comprensión del concepto trinitario de la imagen de
Dios. El cuerpo revela la Comunión de las Personas divinas y el cuerpo revela al hombre su vocación
innata a la lógica de la entrega, a donarse a través del cuerpo, en la experiencia de unidad originaria o de
comunión personal de amor. Es el sentido esponsalicio del cuerpo humano para toda persona, varón o
mujer, y para toda vocación en la Iglesia23.

3. Experiencia de desnudez originaria.

La tercera experiencia originaria fue la desnudez, clave fundamental para la comprensión de la


antropología de los orígenes24: “Estaban ambos desnudos, el varón y su mujer, sin avergonzarse de ello”
(Gn. 2, 25). Revela la experiencia de la desnudez a través del cuerpo, tanto en la sexualidad del varón,
como de la mujer; además de forma recíproca, el una ante el otro. Es una experiencia básica, ordinaria y
pre-científica, que corresponde también a la experiencia profunda del pudor y la vergüenza en las
antropologías contemporáneas (Max Scheler)25.

Nosotros no tenemos experiencia directa de la desnudez originaria; exige pasar el umbral entre el
hombre originario y el hombre histórico, herido por el pecado. Pero a partir de la situación del hombre
histórico, Cristo establece cierta continuidad y vinculación -no constituye un foso insalvable- entre el
estado primigenio -Creación- y el histórico -Redención-, “como si nos permitiese retroceder desde el
umbral de la situación histórica de pecado del hombre hasta su inocencia originaria”26. “Se abrieron los
ojos de ambos, y entonces, viendo que estaban desnudos, cosieron unas hojas de higuera y se hicieron
unos ceñidores” (Gn. 3, 7). “El adverbio entonces indica un cambio de situación que sigue a la ruptura de
la primera Alianza”27. Si antes, varón y mujer no se avergonzaban, ahora surge la vergüenza recíproca y el
pudor, tras haber comido del árbol prohibido: “¿Quien te ha hecho saber que estabas desnudo? ¿Es que
has comido del árbol del que te prohibí comer?” (Gn. 3, 11). Porque el ser humano estaba desnudo y
experimentó la vergüenza surge el pudor ante Dios, por eso ambos se esconden del Creador, y varón y

21
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 9ª, n. 2. El término comunión expresa una persona junto a otra persona, pero
también para otra persona. En la unión sexual el varón y la mujer experimentan la superación de la soledad mediante el
encuentro con “el cuerpo del segundo yo como propio” (JUAN PABLO II, Catequesis 10ª, n. 2).
22
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 9ª, n. 3.
23
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 9ª, n. 5.
24
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 1-2.
25
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 3; cf. Max SCHELER, Le pudeur, París 1952; K.WOJTYLA, Amore e
responsabilità, Roma 1978, 2ª ed., p. 161-178.
26
JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 42.
27
JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 4.
mujer se esconden entre ellos28. El pudor se convierte en un mecanismo, casi instintivo, de defensa
personalista ante el peligro de cosificación instrumental del cuerpo29.

Hemos de precisar que la ausencia de vergüenza en el hombre de los orígenes no constituye


carencia alguna, sino que sirven para “la plenitud de la comprensión del significado del cuerpo”30, a través
de la percepción de los sentidos31. No obstante el pudor pertenece al mundo interior del hombre, a su
dimensión de comunicación interpersonal para el amor. El cuerpo humano no puede ser reducido a un
plano de percepción meramente externa del mundo -cuerpo objeto-, ni ser reducido de forma instrumental;
sino que el cuerpo humano expresa a la persona en su yo más íntimo -cuerpo sujeto- en las relaciones
interpersonales32. En la lógica de la entrega del hombre de los orígenes la ausencia de vergüenza indicaba
la pureza de la mirada interior a través de una justa comprensión del sentido esponsalicio del cuerpo, al
servicio de la comunión de amor interpersonal33. La inspiración de Juan Pablo II en el pudor según Max
Scheler es manifiesta. Lo estudiaremos más adelante.

CAPÍTULO 2º. EL AMOR INTERPERSONAL Y LA VIRTUD DE LA CASTIDAD.

El segundo elemento del misterio nupcial de la persona es la capacidad de amor maduro, de amor
propiamente interpersonal, en sus dos vocaciones fundamentales: matrimonio y virginidad consagrada.
Este segundo elemento del misterio hunde sus raíces en el primero -identidad y diferencia sexuada-.
Partiremos, pues, desde la experiencia más elemental del amor humano hasta llegar, paso tras paso, al
amor específico del mundo de las personas (Dios, los ángeles y los hombres) -amor interpersonal-, el amor
de benevolencia o de amistad. Eros y ágape son dos pasos constitutivos de este camino que ahora
emprendemos, una escalera, que como la escala de Jacob, es de subida y de bajada34. Nos ayudaremos de
la analogía de la amistad para explicar el misterio del amor.

A. EL “AMOR ELEMENTAL”.

El comienzo de toda la vida moral presupone un encuentro personal con Jesucristo, el Amado -
como en el joven rico del Evangelio-, una experiencia originaria de amistad personal con Él, ya durante
esta vida terrena, anticipación de la plenitud que acompañará a la visión del cielo y que el sujeto prevé e
intuye desde el principio. El amor no consiste tanto en que nosotros amemos a Dios, sino en que Él nos ha
amado primero, y nos ha enviado a su Hijo como propiciación por nuestros pecados (cf. I Jn 4, 10). En su
génesis el amor -todo tipo de amor-, en su estructura más elemental -amor naturalis o “amor de deseo” lo
denomina Tomás de Aquino-, constituye una “passio”, una modificación que el sujeto “sufre” o “padece”
ante la provocación exterior de un objeto (el/lo amado) (a). Ante la “passio” el sujeto -mediante el
discernimiento de su razón práctica, iluminada por la fe- el sujeto ha de dar una respuesta adecuada (b),
procurando el bien integral de la persona -propia y del amado-, en cuanto tal35.

28
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 11ª, n. 5.
29
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 12ª, n. 1.
30
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 12ª, n. 2.
31
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 12ª, n. 3.
32
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 12ª, n. 4.
33
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 13ª, n. 1.
34
Cf. BENEDICTO XVI, Encíclica “Deus caritas est”, n. 3-18.
35
La pasión afectiva, ha sido descrita fenomenológicamente por Santo Tomás de Aquino (Summa Theologiae I-II, q. 26,
a. 2); aun cuando se trate de un fenómeno simple, el Aquinate ha descubierto cinco estadios. No se trata del amor en toda
su expresión, sino tan sólo se limita a la descripción de cómo se origina el amor en su estructura más elemental que él
denomina "amor naturalis" o "amor de deseo", presente en toda especie de amor. Por razones expositivas nos limitamos
Sin embargo, para comprender mejor la riqueza del amor humano, hemos de añadir -de la mano
del Aquinate- un segundo elemento: la distinción que él hace entre “voluntas ut natura” y “voluntas ut
ratio”. Con ello entramos en lo que podemos denominar el funcionamiento estructural de la voluntad
humana y en la naturaleza de la razón práctica. Semejante distinción va a determinar dos niveles
inseparables y presentes en todo amor interpersonal. La voluntad racional de la persona humana no parte
de una tabla rasa, ni de una “libertad de absoluta indiferencia” ante su objeto. En la génesis del amor el
hombre no es indiferente ante el objeto, sino, al contrario, está estructuralmente abierto y es
profundamente atraído por el ser, por la unidad, la verdad, por la bondad y por la belleza de dicho objeto.
Existe en el ser humano un nivel previo de apetitos naturales (“inclinaciones naturales”) del cual no
podemos prescindir, y que precede a toda respuesta, a toda deliberación y acción humana36. La estructura
apetitiva del ser humano funciona así, y mentiríamos si la persona humana dijera que Dios, un amigo, una
flor o un pastel, no le atrae, ni le gusta. A este nivel, en donde la estructura volitiva humana se comporta
en cuanto naturaleza creada así por Dios, el Aquinate lo denomina “voluntas ut natura”37.

Pero este primer movimiento originario del amor (la “passio”) (a) exige a la persona dar una
respuesta adecuada (b), guiada por el discernimiento del lazarillo de la razón (ya que la voluntad es
facultad ciega). Tomás denomina a este segundo momento imprescindible “voluntas ut ratio”38, voluntad
que se deja guiar en su elección por el juicio de la razón práctica. La persona dará una respuesta óptima
tan sólo si no es capaz de prescindir, sino al contrario, de integrar toda la estructuración apetitiva
(pulsiones y pasiones) -de ahí la importancia decisiva de las virtudes morales e intelectuales- en su
respuesta para elegir el bien integral e integrado (el bien moral) -suyo y ajeno- de la persona, y así ella
hacerse buena y virtuosa39.

a hacer una breve enumeración de los mismos: 1º. Modificación profunda del sujeto (el amante) por parte del objeto (el
amado, lo amado) -inmutatio-; 2º. La armonía del sujeto con el objeto amado, de profunda afinidad de sentidos
amorosos entre el amante y el (lo) amado -coaptatio-. Amor que cuando surge no deja indiferente al amado; 3º. El deseo
o complacencia: el amante desea al amado al sentirse atraído por él -complacentia-. De aquí toma el nombre global a
todo el fenómeno: amor de deseo o de complacencia (simple complacencia); 4º. La tendencia o tensión del amante hacia
el amado, para poseerlo -intentio- (de "tendere in"); tendencia efectiva hacia la posesión del objeto deseado, bajo el
discernimiento de la razón práctica; 5º. El gozo mediante el cual el amante disfruta de la posesión del amado; de esta
forma el gozo resuelve la modificación -inmutatio- sufrida por el sujeto, y lo aquieta -gaudium-. Es la quietud que sigue
a la posesión del amado o de lo amado (tanto si la respuesta ha sido positiva como si ha sido negativa). Es la satisfacción
por el bien moral realizado. Cf. A. SCOLA, Identidad y diferencia. La relación hombre-mujer, Encuentro, Madrid 1989,
p. 9-43.
36
Estas inclinaciones naturales y fundamentales en el ser humano -“bienes para la persona”- conforman la ley natural, en
cuanto que la razón práctica ha de ordenarlas al “bien de la persona”: conocimiento de la verdad, incluida la verdad
religiosa; conservación de la vida y su defensa; sexualidad; orientación a la vida comunitaria.
37
Cf. Summa Theologiae I q. 83, a. 4; III q. 18, a. 3. Corresponde fundamentalmente a los tres primeros estadios de la
“passio” afectiva, anteriormente descritos. Ya desde estos primeros estadios se percibe el destino del ser humano a la
comunión interpersonal, inscrito por el Creador en sus pulsiones y pasiones más básicas.
38
La voluntad, propiamente dicha, es facultad racional, pues debe guiarse por el juicio de la razón práctica. La voluntad
es la única facultad humana que se mueve a sí misma y que mueve al resto de facultades -libertad de ejercicio; causa
eficiente-; pero es ciega, y por eso necesita guiarse mediante el discernimiento de la razón -práctica-, iluminada por la fe
-libertad de especificación; causa formal y causa final-. La máxima expresión de este momento, inmediatamente antes
que el sujeto realice una acción buena, lo constituye el juicio de elección o de libre arbitrio (cf. Quaest. Disputate De
veritate, q. 17, a. 1, ad 4). Corresponde fundamentalmente a los dos últimos estadios del “amor naturalis”, anteriormente
descritos.
39
La concepción “romántica” del amor (Rousselot) tuvo el mérito de subrayar el primer elemento (voluntas ut natura),
aunque minusvaloró el segundo; mientras que la concepción “racionalista” del amor (Geiger) subrayó este último
(voluntas ut ratio), si bien ignoró el primero.
B. AMOR DE AMISTAD O DE BENEVOLENCIA: LOS DOS OBJETOS DEL AMOR.

No obstante, para describir toda la riqueza del amor humano, es preciso añadir un tercer elemento;
se trata de la distinción entre “amor de simple complacencia (amor concupiscible o de deseo)” y “amor de
benevolencia o de amistad”; o lo que es lo mismo, los dos objetos inseparables del amor personal40.
Cuando el ser humano ha de dar respuesta a la provocación “sufrida” por la “passio”, él tiene ante sí dos
objetos formales -no uno-, a la vez, e inseparablemente. El sujeto ha de saber integrar armónicamente
ambos objetos en su respuesta -ordenando lo accidental (1º) a lo sustancial (2º)-:

1º. El bien que yo quiero, en cuanto apetecible al sujeto, el bien que me seduce a través del apetito
concupiscible (por ejemplo: unas flores; las cuales me atraen con un amor de simple complacencia o de
deseo); bien que quiero compartir con el amado, con el amigo.

2º. La persona a la cual yo quiero bien (amor de benevolencia o amistad); siguiendo el ejemplo:
amo a las flores no sólo en el sentido en que me gustan; sino las amo en tanto en cuanto gesto que expresa
mi amor personal con el cual amo por sí mismo al amado; y por ello se las regalo. Por consiguiente, según
este segundo objeto -la persona para la cual yo quiero dicho bien-, amar es querer el bien del amado,
querer bien a la persona amada, querer y procurar su bien integral o moral41.

Con todo nos falta todavía un nuevo paso importantísimo que dar. Todo lo que es la persona
humana, incluida su naturaleza sexuada, está implicada en el amor; por eso la identidad y diferencia
antropológica de la persona -primer elemento del misterio nupcial- está orientada al enriquecimiento del
amor interpersonal, al amor de benevolencia o amistad del que estamos hablando -segundo elemento del
mismo-. Esto es válido para todo tipo de amor de benevolencia: entre dos esposos, entre un padre y su
hija/o, una madre y su hijo/a, dos amigos, o la amistad con Cristo (caridad teologal). Sin embargo,
queremos concentrar nuestra reflexión a partir las dos vocaciones principales que realizan la dimensión
esponsal de la persona humana en la madurez del amor de amistad: matrimonio y virginidad consagrada.

C. LA PERSONA HUMANA Y EL TRIPLE DINAMISMO DEL AMOR.

En correspondencia a dos mundos tan dispares de los que la persona humana participa a un mismo
tiempo y de forma sustancial e inseparable por la especificidad de su naturaleza -el mundo material y el
espiritual- (cf. GS 14 a); en virtud que la sexualidad afecta a todo lo que la persona humana es en su
identidad y diferencia; podemos distinguir fundamentalmente un triple dinamismo, a través del cual el
sujeto actúa mediante una gran diversidad de facultades operativas que lo conforman. Distinguimos un
primer dinamismo espiritual (1); otro de carácter somático (3), y, finalmente, existe un dinamismo
intermedio, el cual participa a la vez de ambos mundos -espiritual y corpóreo- (2), y que denominamos
dinamismo afectivo, instalado en la zona psíquica del ser humano. Dichos dinamismos -con sus facultades
correspondientes- no son principio de operaciones; sólo la persona humana, a través de la diversidad de

40
Cf. Summa Theologiae I-II q. 26, a. 3-4.
41
No es sólo que el rey nos brinde su amistad porque quiere, es que Cristo nos hace pasar de enemigos de Dios, cuando
todavía eramos pecadores, a ser amigos suyos entre iguales: el hombre, hijo de Dios por adopción, y Él, el Hijo de Dios
por naturaleza. De esta forma nueva Cristo posibilita gratuitamente nuestra amistad con Él mediante la caridad, hábito
sobrenatural operativo, que interacciona como un amigo con otro Amigo. El Aquinate subraya tres características
fundamentales que especifican el “amor de amistad”; la primera es que el amor de benevolencia quiere, se centra y
procura el verdadero bien del amigo, el bien del amado (“bene-volere”), no se dirige directamente al bien propio (1ª). La
segunda es que ha de haber reciprocidad entre ambos amigos, de forma mutua; por eso el otro ha de saber que
trabajamos y hacemos muchas cosas por él, por su bien (2ª). Finalmente, la verdadera amistad nos transforma en buenos
y mejores (3ª). Dos ladrones no son amigos, sino cómplices en el mal que comparten. Dos amigos comparten el bien
moral que les transforma en mejores, óptimos y excelentes, según la progresión de las virtudes. También el amor con
Cristo actúa a modo de amistad; cf. Summa Theologiae, I-II q. 65, a. 5: “La caridad significa no sólo el amor de Dios,
sino también cierta amistad con Él”; cf. Sm. Th. II-II q. 23, a. 1; cf. P. J. WADELL , La primacía del amor. Una
introducción a la ética de Tomás de Aquino, Ed. Palabra, Madrid 2002, p. 121-144.
facultades operativas, actúa y es responsable de sus actos. El sujeto está por encima de sus potencias
operativas, precisamente en virtud de la unidad sustancial que le constituye bajo la supremacía del alma
humana y sus facultades espirituales (razón y voluntad, principalmente). De su naturaleza múltiple y a la
vez profundamente unitaria nace en el hombre una vocación primordial que denominaremos el “deber de
integración”, el cual especificará todo su obrar personal y especialmente su crecimiento en las virtudes.

a) Existe un primer dinamismo que hemos denominado somático o dimensión pulsional -en la
persona humana no hay “instintos” propiamente dichos, sino “pulsiones”-, que, aplicado a la sexualidad,
podemos denominar dimensión genital. Ya desde la atracción pulsional más básica, el varón y la mujer
entrevén su finalidad y destino originario para el encuentro interpersonal de amor, inscrito por Dios en la
naturaleza de la persona humana42.

b) Existe un segundo dinamismo afectivo o de los sentimientos, muy rico en el ser humano,
compuesto por emociones, sentimientos y tendencias43. Se denominan pasiones, y participan a la vez de
ambos mundos, el espiritual y el corporal. No en vano la antropología tradicional hablaba en esta zona
intermedia de “passiones animae” (pasiones anímicas o del apetito irascible) y, a veces, de "passiones
corporis" (pasiones corpóreas, afectivas o del apetito concupiscible). La razón: porque las pasiones, ni

42
La sexualidad humana y la facultad genital -pulsión genital- superan admirablemente cuanto de esto existe en los
grados inferiores de la vida; por consiguiente los actos sexuales humanos, si realizan conforme a la dignidad de la
persona humana (referente objetivo de moralidad personal), deben ser respetados con gran reverencia (cf. GS 51 c).
43
Precisamente el pudor, condición necesaria para la virtud de la castidad, aunque no suficiente, más que un mecanismo
de autodefensa contra la “cosificación” del cuerpo humano, sobre todo es tendencia natural de futuro en la promoción
integral de la persona en orden a su donación interpersonal de amor, precisamente a través de su cuerpo, sus sentimientos
y secretos. El pudor es filtro “personalizante”; y si es integrado en la virtud de la pureza (9º Precepto del Decálogo),
forma parte a su vez de la virtud de la castidad, pues promueve una especie de “gafas personalistas” para captar la
belleza, el resplandor, de toda la persona en cada parte del cuerpo, del propio y del ajeno, del amante y del amado o
amigo. Empleando un ejemplo del Aquinate, el pudor impide que contemplemos a la bella gacela como el león, que
siempre la mira bajo la categoría potencial de presa (cf. Summa Theologiae II-II q. 153 a. 5). Cf. M. SCHELER, Le
pudeur, París 1952, p. 31; cf. E. MOUNIER, Le personnalisme, en Oeuvres, París 1962, vol. III, p. 486; cf. G.
ZUANAZZI, Temi e simbolli dell'eros, Ed. Città Nuova, Roma 1991. Para Max Scheler el pudor se manifiesta en
emociones (a) respecto al presente (nerviosismo, sonrojo, etc.) cuando detectamos, por ejemplo, que nuestra persona a
través de su cuerpo está en juego; es un mecanismo natural de autodefensa con que Dios ha dotado al ser humano en
cuanto detecta, por ejemplo, un peligro respecto a la persona corpórea. Pero estas experiencias de emociones dejan huella
en el pasado, los sentimientos (b), una especie de poso que se archiva en nuestra memoria y que nos ayuda a ponernos
en guardia, antes de dar una respuesta positiva o negativa en la cual nuestra intimidad y toda nuestra persona está
involucrada a través del cuerpo. El pudor no surge cuando una modelo se muestra como objeto de arte para que los
alumnos de una clase la dibujen en sus cuadernos. Ella se muestra como objeto y los alumnos la miran como objeto de
arte. Pero si un muchacho guapo mira por la ventana, la modelo se pondrá nerviosa porque entonces no coincide su
forma de creer mostrarse -como simple modelo- y la forma de contemplarla que tiene el intruso -quizás la mira con
interés personal y noble incluso-. Entonces la modelo, detecta la situación ambigua gracias al mecanismo del pudor -la
conciencia del amor-, que envía el siguiente mensaje en su intimidad personal: atenta, que está en juego toda tu
intimidad, toda tu persona. Tu cuerpo es mucho más que tu cuerpo; el cuerpo es la cara más visible de la persona; es
como un iceberg de toda tu persona y de su intimidad a nivel del cuerpo, de manifestar tus sentimientos o tus secretos.
No surgirá tampoco el pudor si esta misma modelo, que está casada, realiza la vida conyugal con su marido, porque el
pudor lo único que hace es mostrar que en su cuerpo está toda la persona en orden a su donación, y la modelo comprende
que puede darse en plenitud ante su marido a quien ama. Luego el pudor surge en toda situación ambigua percibida entre
una forma de mirar que objetiviza y una mirada que personaliza. Pero, sobre todo y por tanto, el pudor radica en las
tendencias (c), lugar así mismo en donde se refuerzan las actitudes y virtudes, ante la promoción de la persona de cara al
futuro en su acción. No es tanto un mecanismo de autodefensa, sino de promoción integral de la persona, precisamente a
través de su cuerpo, sentimientos o secretos. En su cuerpo está involucrada toda la persona. El pudor por tanto es un
mecanismo de parada, que ayuda a que la persona humana no sea objetivada en su cuerpo, rebajada a calidad de objeto
(cosificación). Le ayuda a tener unas gafas personalistas para captar el resplandor de toda la persona en cada parte de su
cuerpo y del ajeno. Aunque es verdad que haya partes de nuestro cuerpo que hemos de cubrir con mayor cuidado,
ayudados por el pudor e integrado éste en la virtud de la pureza (9º Precepto de la ley de Dios; parte integrante de la
virtud de la castidad), en las diversas culturas hay zonas erógenas del cuerpo humano que hasta pueden variar, pero
nunca son tomadas en sí mismas, sino como símbolos del eros global correspondiente a toda la persona humana que es
corpórea. Ciertamente el pudor es la “conciencia” del amor.
sólo pertenecen al mundo espiritual del ser humano, ni sólo pertenecen a su dimensión corpórea.
Participan de ambos a la vez, situándose en la zona psíquica o intermedia, unas veces más cerca del alma -
por hablar así- y otras veces más próximas al cuerpo. En realidad las pasiones hacen de puente de unión,
verdadera cremallera, bisagra entre los dinamismos corpóreos y los espirituales, entre dos mundos tan
diferentes y unidos tan frágilmente por una “y” griega: alma “y” cuerpo. Las pasiones “traducen” en la
práctica la unidad sustancial de la persona humana44. En esta zona psíquica del “corazón” -según
expresión occidental- es donde el amor de amistad “echa raíces”. Mediante el dinamismo afectivo, tanto
en el amor matrimonial como en la vocación consagrada, amante y amado se “polarizan” mutuamente el
uno hacia el otro, como si de un imán con otro de polos opuestos se tratara. De ahí que el Vaticano II
insistiera en que el amor de benevolencia estriba en un hábito de la voluntad, pero voluntad “afeccionada”
por sentimientos de amor45.

El apetito concupiscible y el irascible se diferencian en que, mientras las pasiones afectivas, cada
una constituye una respuesta frente algo bueno o malo y la emoción que experimentamos depende de si lo
que está ante nosotros es amable u horrible, el objeto formal del grupo de emociones anímicas contempla
el bien o mal sensible en cuanto arduo, es decir, en cuanto experimentamos adversidades y repugnancias
en la realización de dicho bien46. El dominio que el hombre tiene sobre el apetito concupiscible y el
irascible, no es un dominio “despótico”; sino un dominio “político”; razón por la cual también han de
existir virtudes en ambos apetitos que predispongan al bien (cf. Sm Th., I-II q. 56, a. 4, ad 3).

En primer lugar, las pasiones afectivas o del apetito concupiscible están reguladas por la virtud de
la templanza. Atraídos por un objeto que nos parece bueno, experimentamos el amor; si lo amamos,
sentimos una profunda afinidad de sentidos amorosos, y deseamos al/lo amado; nos movemos
interiormente hacia su posesión (tendencia) con la esperanza hacerlo nuestro; y si poseemos al/lo que
amamos, experimentamos el gozo. Si, por el contrario, algo nos parece malo o dañino, lo odiamos o lo
despreciamos; por eso no tendemos hacia ello con el deseo, sino que nos apartamos de él con aversión; y
si no podemos escapar de él, no conoceremos el gozo, sino la tristeza. En resumen, seis son las pasiones
afectivas; cada una describe la emoción que experimentamos ante un objeto que percibimos como amable
u horrible y constituye una respuesta frente algo bueno o malo. Estas emociones del concupiscible están
agrupadas en tres parejas que se oponen a su vez entre sí47:

Amor º
deseo º gozo
+
Apetito concupiscible ù ù
ù

44
Con ello no pretendemos afirmar que las pasiones constituyan la dimensión más importante en el ser humano, pero sí
su importancia práctica, dado que a través de esta zona intermedia se baja rápidamente al cuerpo y se sube al alma, pero
siempre a través del “centro” del campo.
45
Cf. GS 49 a; cf. Relatio ad Textum Recognitum, n. 53 A, p. 7, lin. 22. En las citaciones de las Actas conciliares del
Vaticano II seguiremos en adelante la obra: Constitutionis Pastoralis “Gaudium et Spes”. Synopsis Historica. De
Dignitate Matrimonii et Familiae Fovenda, II pars, caput I, edición preparada por Francisco GIL HELLÍN, Universidad
de Navarra, Pamplona 1982.
46
Cf. Summa Theologiae, I-II q. 23, a. 1; cf. P. J. WADELL, La Primacía del Amor.., p. 167-183.
47
Si nos damos cuenta el Aquinate reduce a tres estadios más importantes del amor humano elemental (el “amor
naturalis”) la estructura básica del apetito concupiscible (cf. Summa Theologiae I-II q. 26, a. 2).
virtud de
la templanza
odio º
aversión º tristeza -

En segundo lugar, sufrimos a menudo contratiempos y desalientos, que a veces pueden llevarnos
hasta la desesperación. Por eso Tomás de Aquino ve la necesidad de un segundo grupo de emociones, las
pasiones del apetito irascible o anímicas, que nos ayudan cuando encontramos dificultades en la búsqueda
del bien -en cuanto arduo- y nos resulta difícil evitar el mal48. Hay cinco emociones irascibles: si deseamos
algo difícil de conseguir surge la esperanza; por el contrario, sentimos desesperación cuando la dificultad
parece insuperable. Experimentamos temor ante el mal futuro que nos acecha; pero surge la audacia para
hacerle frente. La última emoción es la ira, a la cual no se opone pasión alguna, y que brota cuando vemos
amenazado -por el mal presente- el bien que queremos49. Todas ellas son moderadas por la virtud de la
fortaleza.

Esperanza (+) º audacia o valor (-) ú


Apetito irascible ù ù
Ira (-)
virtud de la
fortaleza
Desesperación (+) º temor (-)
ü
Sin embargo las pasiones irascibles están subordinadas a las del concupiscible, porque están para
su ayuda en la consecución del bien cuando la adversidad prolongada, el infortunio, el desaliento o la
tentación, lo hacen peligrar, sobre todo en circunstancias difíciles. Por eso las pasiones anímicas se sitúan
en una posición intermedia. Todo comenzó con la passio en la cual el sujeto padeció la transformación
amorosa por parte del objeto; tuvo el deseo de poseer al/lo amado; y aquí -antes de dar paso alguno para
obtener al/lo amado y sentir el gozo de su posesión; o bien, en el camino opuesto, la aversión y la tristeza
subsiguiente- entran en juego, como ayudas o como estorbo, las pasiones del irascible. Así pues, las
pasiones irascibles tienen su principio y su fin en las concupiscibles50.

Las pasiones del irascible nos fortalecen, entran en acción en los momentos de duda o de tentación,
cuando empezamos a sospechar que el fin escogido no merece la lucha necesaria para alcanzarlo,
superando las tentaciones. El Aquinate sabe que una adversidad excesiva puede matar el deseo y sin él,
todas las virtudes peligran. La persona necesita sentir pasión por algo, pero la pasión se debilita frente al
infortunio y la tragedia puede acabar con ella. Por eso necesitamos las pasiones del irascible. Cuando todo
parece que se ha vuelto en contra nuestra, y “vamos perdiendo el partido por cuatro a cero”, hay que saber
acabarlo con dignidad sin tirar la toalla. Si abundan los momentos de infortunio y de adversidad, y esto se
prolonga, pueden robarnos la vida; una adversidad excesiva nos desmorona, demasiado infortunio rompe

48
Summa Theologiae I-II q. 23, a. 1.
49
Cf. Summa Theologiae I-II q. 23, a. 4: “Respecto del bien aún no conseguido -bien futuro-, están la esperanza y la
desesperación. Respecto del mal aún no presente -mal futuro-, están el temor y la audacia. Pero respecto del bien ya
conseguido -bien presente-, no hay pasión alguna en el irascible; porque ya no implica razón alguna de arduo. Sin
embargo, del mal presente se sigue la pasión de la ira. Así pues, se manifiesta que en la parte concupiscible hay tres
pares de pasiones: el amor y el odio, el deseo y la aversión, el gozo y la tristeza. Igualmente hay tres en la irascible: la
esperanza y la desesperación, el temor y la audacia, y la ira, a la cual no se opone ninguna pasión”.
50
Summa Theologiae I-II q. 25, a. 1.
nuestro espíritu, pone en tela de juicio hasta nuestras más sólidas convicciones. Entonces hay que hacer
acopio de esperanza y echar mano de la ira buena, el celo por el bien. La esperanza nos salva del abismo
de la desesperación, la audacia de la parálisis del miedo y la ira nos comunica que nuestro bien nos
importa tanto hasta el punto de querer luchar contra cualquier cosa que lo ataque (peligro presente y
amenazante). Así pues, las emociones irascibles son secundarias en cuanto que toman su significado de
las emociones afectivas a las que sirven; pero son primarias en cuanto son parte indispensable de la vida
moral.

Nuestro amor progresa hacia la plenitud gracias a la esperanza, situada a medio camino entre el
amor inicial y el gozo final. Por eso, “en algunos momentos de la vida, la esperanza llega a ser más vital
que el amor”51. Sin hacer acopio de esperanza probablemente llegaríamos a perder el objeto mismo del
amor. Su importancia se acrecienta en nuestra situación de viandantes o peregrinos, en camino hacia una
promesa plena que intuimos, porque ya poseemos en germen real -la amistad con Cristo por la caridad
teologal, objeto y fundamento anticipado de la bienaventuranza-. Hace falta saber aprovechar las energías
de las pasiones, pero para ello son imprescindibles las virtudes, “estrategias del amor” en la consecución
paulatina de nuestra felicidad y fin último.

c) Dinamismo espiritual, voluntario y racional. Esta tercera dimensión es la que especifica el amor
en el ámbito de las personas (amor de benevolencia o de amistad). El amor, propiamente dicho, sólo es
posible cuando llega a este nivel, capaz de contemplar mediante la razón práctica la preciosidad
irrepetible, la veneración de la persona amada y de la nuestra propia -del amante-. Solo el amor
interpersonal es capaz de integrar armónicamente y bajo el primado racional (voluntas ut ratio) todas las
dimensiones de la sexualidad humana, del amor humano y su triple dinamismo operativo. El Vaticano II
manifestó el contento de los Padres conciliares porque se había expresado con precisión que el amor
conyugal radicaba en un hábito y acto de la voluntad racional, ya que va dirigido de la persona del amado
a la del amante, buscando su bien integral (el bien moral), pues amar es querer el bien del amado52. Tanto
el amor conyugal como el amor de virginidad consagrada conllevan una elección de la persona amada;
por eso -dentro de las diversas especies del amor de benevolencia- se denomina “amor de dilección”
(dilectio) o de “predilección”53.

Si anteriormente dijimos que lo más original no es que el ser humano pertenezca a dos o tres
mundos, sino que pertenece a un mismo tiempo y de forma inseparable, ahora hemos de ver las
consecuencias que la unidad sustancial de la persona humana ha de realizar entre estos tres dinamismos, a
través de lo que hemos denominado su primer deber ético: el deber de integración. El concepto

51
WADELL P. J., op. cit., p.180.
52
Cf. GS 49 a; cf. Relatio ad Textum Recognitum, n. 53 A, p. 7, lin. 22. A las tres dimensiones del amor humano
deberíamos añadir una cuarta -la más específica de la moral cristiana-, la cual invade todas ellas, que es la dimensión
sobrenatural de caridad conyugal de Cristo por su Esposa; primero para varón y mujer bautizados que se han casado en
el Señor, fruto de la presencia del Espíritu Santo en el creyente por la fe en Cristo y de la participación de los bautizados
en el Sacramento del matrimonio -caritas coniugalis-. Pero también, en segundo lugar, todos bebemos del “vino nuevo
del amor” con que en la Cruz el Esposo hace nacer y se casa con su Esposa, la Iglesia; también la vocación a la
virginidad consagrada -caritas virginalis- y la caridad pastoral del ministro ordenado -caritas pastoralis- participa de
este amor esponsal nuevo. De ahí la mutua estima que una y otra vocación han tenido siempre en la Iglesia.
53
En el matrimonio (a) se trata de una elección exclusiva y excluyente de este varón con esta mujer -de entre millones de
seres humanos-, y viceversa, hasta que la muerte les separe (el “para siempre” incluye implícitamente su carácter
indisoluble). En el amor de virginidad consagrada (b) (“caritas virginalis”) y del sacerdote (“caritas pastoralis”) también
ocurre una predilección de Jesucristo -que nos ha elegido primero-, y del consagrado que, en correspondencia, elige en lo
indivisible de su corazón sólo a Jesucristo. Sin embargo en el caso de virginidad consagrada se trata de una elección
exclusiva, pero no excluyente, pues el consagrado o el sacerdote da la vida por cada “oveja” como si fuese la única, pero
esto no impide que ame -también de forma exclusiva- a cada una del resto. Se trata de un amor que es a un mismo tiempo
universal e individual. Por el contrario en el amor matrimonial hay una cierta exclusividad (por ejemplo, la reserva de la
expresión genital al esposo; la entrega conyugal de lo indivisible del corazón a él, la dedicación del tiempo, etc.), incluso
subrayado con ciertos deberes naturales que son prioritarios respecto al otro cónyuge y respecto a los hijos propios.
“integrum”54 no indica, pues, una realidad simple, sino compuesta: una diversidad o multiplicidad que
debe ser reducida a unidad mediante el respeto de un orden jerárquico; y viceversa: el despliegue de la
unidad sustancial de la persona -sujeto único de operaciones- en la multiplicidad de actos a través de sus
diversos dinamismos o facultades operativas. La integración implica, pues, tres elementos: multiplicidad,
unidad, orden jerárquico.

No estamos ante un montón de piedras; sino ante un edificio armónicamente ordenado. La


sexualidad humana y todo amor interpersonal, posee unos cimientos: la dimensión pulsional (3); unas
columnas y muros, la dimensión afectiva (2); un techo, los dinamismos voluntarios y racionales (1). No
podemos prescindir de los cimientos, pues con la lluvia y la nieve el edificio se hundiría. Tampoco los
cimientos se pueden situar por encima del techo, porque no soportaría su peso. Este orden en la sexualidad
humana ha sido puesto por el Creador y nosotros somos capaces de descubrirlo con nuestra razón -y
hemos de respetarlo- mediante la ley moral natural, confirmada además por la Revelación55. En cada una
de las tres partes del edificio se percibe además las proporciones que tiene el resto de la edificación, y su
vocación originaria a ser integrada dentro del conjunto global del que forma parte -en un orden superior
que le supera-, si es que pretende realizarse incluso de forma parcial. Este primer deber de integración lo
realiza el hombre a través de las virtudes -necesariamente con la mediación de los actos buenos-. En la
sexualidad, en concreto, a través de la virtud de la castidad, parte esencial o subjetiva de la templanza56.

D. LA VIRTUD DE LA CASTIDAD, INTEGRACIÓN PARA EL AMOR.

Juan Pablo II en sus Catequesis empleará dos principios básicos para el discernimiento moral: el
ser humano es la única criatura que Dios ha querido por sí misma –es fin, nunca un medio instrumental
(uno de los principios kantianos)-; nunca rebajes instrumentalmente el cuerpo para la obtención inmediata
del placer57; y -segundo- el ser humano sólo puede encontrar su realización y felicidad plena en la entrega

54
Cf. C. CAFFARRA, La castità coniugale, en VARIOS, La procreazione responsabile. Fondamenti filosofici,
scientifici, teologici, Roma 1984, p. 175-176: “En esta tensión se construye la tarea ética del hombre que llamaremos
desde este momento el deber de integración de la persona humana. El concepto de integración de la persona humana
debe ser rigurosamente definido porque veremos que es el concepto fundamental de mi Relación. El integrum, una
realidad íntegra, es una totalidad no simple, sino compuesta de varias partes, las partes precisamente integrales o
integrantes. Pero esto, es decir la multiplicidad de las partes, es sólo un elemento; el segundo y más importante es que las
partes integrantes constituyen una unidad, una unidad no simple (son diversas las partes), pero que nace de la relación
ordenada de las varias partes mismas. Un montón de piedras no es un integrum. Un edificio en cambio es un integrum;
no porque un edificio destruya la multiplicidad de las piedras, sino porque las ordena en un complejo unitario y
proyectado. (...) El concepto de totalidad integrada está necesariamente conexionada con el de orden; concepto de orden,
que exigiría una larga meditación metafísica para ser definido y no es fácil. Pero aquí para nosotros es suficiente decir
que, siguiendo la inspiración agustiniana, orden significa la reducción de la multiplicidad a unidad y, recíprocamente, el
desplegarse de la unidad en la multiplicidad. El orden, entonces, supone, implica y pone en acción una jerarquía, una
jerarquía objetiva del ser y por tanto también una jerarquía de valores”.
55
Cf. I Tes. 4, 1-10: “Por lo demás hermanos os rogamos y exhortamos en el Señor Jesús a que viváis como conviene
que viváis para agradar a Dios, según aprendisteis de nosotros, y a que progreséis más. Sabéis, en efecto, las
instrucciones que os dimos de parte del Señor Jesús. Porque esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación; que os
alejéis de la fornicación, que cada uno de vosotros sepa poseer su cuerpo con santidad y honor, y no dominado por la
pasión como hacen los gentiles que no conocen a Dios. Que nadie falte a su hermano ni se aproveche de él en este punto,
pues el Señor se vengará de todo esto, como os lo dijimos ya y lo atestiguamos, pues no nos llamó Dios a la impureza
sino a la santidad. Así pues el que esto desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os hace don de su Espíritu
Santo”. San Pablo está hablando del autodominio virtuoso en la sexualidad humana, parte integrante de la virtud de la
castidad, para salir de la impureza de la pasión lujuriosa, mediante el Don del Espíritu Santo. Cf. Tt. 2, 11-12: “Porque se
ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las
pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente”.
56
Cf. Summa Theologiae II-II q. 143, a. 1; q. 151-152.
57
No es lo mismo tomar prestado el cuerpo propio o incluso del cónyuge para satisfacer inmediatamente el placer
genital, que la entrega de los esposos a través del lenguaje del cuerpo. De ahí que se denomine a la masturbación -aunque
sea recíproca- “acto solitario”, porque, engañado por la obtención inmediata del placer, se instrumentaliza el cuerpo, sin
de sí –el amor- (GS 24; RH 10). A través del cuerpo habla el hombre entero en cuanto persona corpórea.
Mediante el lenguaje del cuerpo los esposos llevan a cabo este diálogo. La virtud de la castidad posibilita,
precisamente, el diálogo verdadero entre ambos58. El significado esponsalicio del cuerpo humano consiste
en expresar visiblemente al hombre, varón y mujer, en el esplendor de toda su verdad -la belleza-59 y, a la
vez, su plena libertad en la capacidad de entrega, sin sufrir coacción desintegradora. La libertad en la
entrega viene posibilitada por el dominio de sí (autodominio), condición necesaria -aunque no suficiente-
para poder enriquecer al amado con la entrega de sí -en el cual consiste el amor- (autodonación) (GS
49)60. “Mediante la virtud de la castidad se logra la integración de la sexualidad en la persona”61. Son las
dos tareas complementarias que -según Juan Pablo II- conforman la virtud de la castidad, integración
para el amor62:

a) Autodominio de las pasiones y pulsiones, lo cual exige ascesis, que lejos de perjudicar la
personalidad del sujeto, le posibilita para que sea dueño de sí mismo, y no esclavo ciego de sus pasiones
en orden a la realización el acto casto (HV 21). Se trata de un elemento “negativo” en cuanto que exige
renuncia y esfuerzo; pero que capacita a la persona humana para la madurez del amor interpersonal. Dicho
autodominio de carácter ético, es condición necesaria -por donde la virtud comienza-, pero no suficiente
todavía, para adquirir dicha virtud. Si se quedara en esta fase de forma definitiva, estaríamos en el caso de
mera abstinencia - Santo Tomás la denomina “continencia”, en cuanto parte potencial de la templanza que
resiste pasiones tan vehementes como las pertenecientes al “sentido del tacto”-63; tendríamos que hablar
entonces de “virtud imperfecta” o “gérmenes de virtud”64.

b) Autodonación que es capacidad para el amor personal, principalmente una capacidad perceptiva
en la razón práctica para que el sujeto esté habituado a entrever en el cuerpo humano y en sus afectos el
bien integral de la persona humana -propio y ajeno-. Con estas “gafas personalistas” ya es posible el amor
entre personas, el amor propiamente dicho (amor de benevolencia o amistad): querer el bien del amado,
querer su bien integral o moral. El preámbulo del amor interpersonal comienza con el respeto o veneración
de la dignidad personal singularmente irrepetible, propia y del amado.

Pero, nadie que no sea dueño de sí mismo posee la madurez suficiente para donarse de forma
integral e integrada, ni es capaz de enriquecer -con su entrega plena y armónica- al amado. Por
consiguiente el que no sea casto, permanece en un estado de inmadurez o de adolescencia permanente -un
“vicio pueril” lo denominaba Tomás65-, que le incapacita para todo amor interpersonal.

que exista un encuentro de comunión genuina de amor entre los esposos. Ciertamente que es una soledad que deja
tristeza porque prescinde de la comunión de amor.
58
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 119, n. 3-5.
59
La definición griega de belleza es precisamente “el esplendor de la verdad”, es decir, dejarse seducir por la belleza
atractiva de la verdad misma para amar (cf. Antonio QUIRÓS, “La ley de Cristo, verdad del hombre”, en: E. MOLINA -
T. TRIGO [eds.], Verdad y libertad. Cuestiones de moral fundamental, Ediunsa, Pamplona 2009, p. 99.
60
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 15ª, n. 2. En seguimiento del concepto cristiano de la libertad humana y según la
terminología de Erich Fromm, la virtud de la castidad consiste precisamente en esta doble tarea complementaria en el
sujeto: autodominio de sí -“libertad de” (autonomía)- que le capacita para la autodonación -“libertad para”- en que
consiste el amor a través del cuerpo. La virtud de la castidad no es el amor, pero sí su antesala imprescindible y su
custodia.
61
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPA½OLA, Teología y secularización en España..., n. 61.
62
Cf. CCE 2337-2350; cf. A. SCOLA, Uomo-donna. Il “Caso serio” dell’amore, Marietti, Génova-Milán 2003, p. 62-63.
63
Cf. Summa Theologiae II-II q. 155.
64
Cf. Summa Theologiae I-II q. 65, a. 1; I q. 61, a. 3-4.
65
Cf. Summa Theologiae II-II q. 142 a. 2.
1. Naturaleza de la virtud de la castidad.

Las virtudes hacen bueno en su grado perfecto (virtuoso) al que lo hace y lo que hace66. Dentro de
los diversos campos que modera la virtud de la templanza -comida y bebida (abstinencia; sobriedad);
valoración de sí mismo (humildad); en el campo de la ira (mansedumbre); en la aplicación de penas
(clemencia); en el vestido (modestia); en el experimentar cosas nuevas y curiosidades (estudiosidad)- , se
encuentra la templanza en la sexualidad humana, que se denomina “castidad”. Así pues, la virtud de la
castidad, como cualquier virtud en general, realiza dos tareas complementarias en el ser humano67:

a) Una predisposición habitual de las pulsiones y pasiones en la persona para que ellas no sólo no
estorben, sino que ayuden al sujeto en la realización del acto casto singular, en toda circunstancia, por
heroica que ésta sea. Realiza una labor que -si se nos permite- podríamos denominar de “infantería”. El ser
humano no se realiza en el bien y en la virtud únicamente mediante sus dinamismos espirituales, más
elevados -que especifican su modo de obrar (voluntas ut ratio)-. A menudo, requiere la predisposición
habitual de todos sus dinamismos, con sus respectivas potencias, en orden a la capacidad operativa del
sujeto. La virtud de la castidad, mediante el autodominio ético, va predisponiendo de forma habitual a las
pasiones y pulsiones de la persona en el lugar que les corresponde para que, no sólo no pongan al sujeto
dificultades añadidas que lo estorben en el momento preciso de la realización del acto casto, sino para que,
como energías positivas, permitan y acudan en su socorro en la elección efectiva y con pasión del acto
casto, en toda circunstancia por difícil que sea, sin anular nunca la libertad, imprevisible siempre en lo que
respecta a su ejercicio. Se trata, pues, de una capacitación habitual a fin de realizar los actos castos con la
perfección y excelencia que procede de la virtud correspondiente, y no como un acto aislado, casi como
cuando “la flauta suena por casualidad”.

b) Una intencionalidad permanente del ser humano para que esté connaturalizado -pues el
conocimiento práctico es por connaturalidad- hacia el bien integral (bien moral integral e integrado) de la
persona, propio y ajeno. Nótese que nos encontramos en un campo -el conocimiento moral- que es por
afinidad connatural: en la medida que se tiene experiencia se comprende, pues incluye a las afecciones de
la voluntad; la predisposición habitual de pasiones y pulsiones posibilita o dificulta -según el caso- el
discernimiento de lo que es bueno y conveniente en la situación y circunstancias concretas del sujeto68.
Cada una de nuestras facultades operativas -que hemos agrupado en un triple dinamismo: espiritual,
afectivo y pulsional- tiende directa e inmediatamente en su génesis al bien particular o individual que le es
propio (nivel de voluntas ut natura), cuando la presencia de un objeto apetecible reclama respuesta. La
virtud de la castidad realiza en el sujeto una segunda labor -de “artillería” si proseguimos con el símil-,
una labor de integración complementaria: hace que cada uno de estos dinamismos estén orientados y
predispuestos habitualmente a ser introducidos dentro de un conjunto o nuevo orden -bajo la guía superior
de la razón práctica- que les supera, sin reprimir, ni prescindir de ninguno de ellos, para conocer y querer
el bien del amado. El amor sólo es posible cuando el sujeto es capaz de conocer y venera el bien del
amado en su preciosidad irrepetible y singular. Reaparece nuevamente el “integrum” y sus tres elementos
constitutivos: multiplicidad, unidad y orden jerárquico. Sólo así la razón práctica del sujeto será ayudada
de forma habitual por todas sus facultades operativas (pulsionales, pasionales y espirituales) -no habrá
interferencias por parte de ellas- para discernir por connaturalidad, con prontitud y facilidad, cuál es el
bien verdadero de la persona (el bien integral suyo y ajeno) en toda situación. Son las “gafas
personalistas” en la mirada interior a las que aludíamos con anterioridad, y que hace referencia al papel

66
Cf. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro IIº, cap. IV.
67
Cf. C. CAFFARRA, Ética General de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p. 51-66.
68
Cf. Summa Theologiae, I-II q. 9, a. 2. Nos encontramos en el momento decisivo del juicio de la razón práctica que
precede a la elección (juicio de libre arbitrio), el cual consiste en una “applicatio cognitionis ad affectionem” (cf. Quest.
Disputate de Veritate, q. 17, a. 1, ad. 4), tal y como explicaremos a continuación. Se trata, sencillamente, de la
repercusión inmediata de las virtudes en el campo del conocimiento práctico del sujeto.
principal de la virtud de la pureza, parte integral de la castidad. La virtud de la castidad es ciertamente la
custodia del misterio nupcial de la persona en sus tres elementos constitutivos e inseparables; pero la
virtud de la pureza constituye su alma.

2. La virtud de la continencia en las Catequesis sobre el amor de Juan Pablo II.

Juan Pablo II subraya en sus Catequesis que la clave interpretativa del Maestro en el Sermón de la
montaña es -expresado de forma negativa- el adulterio del corazón y no sólo el de la carne (Mt. 5, 27), lo
cual equivale -expresado positivamente- a la importancia de la virtud de la pureza. Sin embargo y para
ello, el primer paso estriba en una justa comprensión de la virtud de la continencia, un hábito permanente
-no una mera técnica-, que empieza en el sujeto por un acto de resistencia en la voluntad ante pasiones y
pulsiones tan vehementes, pero que -dando un nuevo paso- dicha tarea la integra dentro de la capacidad de
autodonación; es decir, dentro de la perfección de la virtud de la castidad69. Entonces la continencia no se
queda en mera continencia -porque no queda más remedio-, sino que se transforma en virtud, llegando a
apropiarse anticipadamente de la excelencia de la misma70.

Para comprender la naturaleza de la virtud de la continencia es conveniente que recurramos a la


ayuda de la psicología. Juan Pablo II se apoya en la distinción entre dos fenómenos que suelen ir juntos
(cf. Sm. Th., I-II q. 26, a. 2): la excitación -cuyo objeto es la atracción y deseo de unión genital a través del
cuerpo entre varón y mujer-; y la emoción -cuyo objeto inmediato es la persona sexuada, pero sobre todo a
través de la atracción mutua a nivel de las pasiones afectivas-71. Esta explicación ayuda a comprender
mejor en qué consiste la integración virtuosa -primera parte de la castidad- en su doble tarea; primero
negativa de autodominio -imposición de la voluntad ante pulsiones muy fuertes que le llevan a la
abstinencia de realizar dicho acto conyugal, cuando no es aconsejable-; y, después, su tarea positiva en
cuanto capacidad de dirigir y orientar la atracción (esto es “integrar”), no sólo corpórea, sino también
afectiva, para su destino -superior- de comunión interpersonal en el sujeto a través del lenguaje del cuerpo.
La excitación tiende inmediatamente al acto conyugal; mientras que la emoción se refiere a otras
manifestaciones del afecto en relación con el significado de comunión a través del lenguaje del cuerpo72.
Por consiguiente la virtud de la continencia conlleva esta doble tarea: contener las reacciones corporales y
genitales (-); y capacidad de controlar y de guiar la esfera sensual y emotiva (+) hacia la comunión
personal de amor entre varón y mujer.

3. Herida del pecado en la sexualidad humana y la Redención del cuerpo.

El hombre originario, no sólo fue creado a imagen de Dios, con capacidad de ser amado y de amar,
sino también de hecho fue constituido en un estado de santidad y justicia originarias, un estado de
inocencia (Dz. 793; 788), mediante una gracia primigenia que posibilitaba la comunión de amor de

69
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Ed. Cristiandad, Madrid 2000,
Catequesis 120ª; n. 124ª, n. 1-2.
70
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 125ª, n. 1-2.
71
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 125ª, n. 3-5. Excitación y emoción van juntas. De ahí que el acto conyugal ha de
implicar una intensificación de la emoción, una conmoción del amado, de forma recíproca. Esto es lo que traduce el
sometimiento recíproco del gozo en la mutua pertenencia, afirmada -y no siempre bien explicada- en la Carta a los
Efesios, texto fundamental para la comprensión del amor conyugal, transformado -mediante el Sacramento del
matrimonio- en caridad teologal (Ef. 5, 21-32).
72
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 125ª, n. 6.
amistad con Dios73. El cuerpo humano gozaba de una cierta sacramentalidad originaria, en cuanto
transmitía al mundo visible el misterio invisible de Dios, y transferir al mundo la santidad74.

Hasta este momento nos hemos movido en un plano fundamentalmente fenomenológico. Pero a la
luz de la fe, la Revelación nos dice que el misterio nupcial de la persona humana fue profundamente
herido por el pecado original también en cuanto a su sexualidad; es el inicio del hombre histórico, según el
retablo antropológico de Juan Pablo II en las Catequesis sobre el amor humano. Adán y Eva, antes del
pecado -el hombre de los orígenes en el pasado- vivían su sexualidad en una integridad unificada
(“integritas”), uno de los dones preternaturales del Paraíso75.

Tras el Pecado original, el ser humano -varón y mujer- sufren la tentación de pasar de la lógica de
la entrega -en el cual consiste el amor- a la lógica del dominio -instrumental- del uno sobre el otro para la
obtención unilateral del placer, en soledad. El ser humano -adam- volverá a la tierra -adamah- de la cual
ha sido tomado (Gn. 3, 19)76. Después del Pecado nuestros primeros padres perdieron la amistad
primigenia con Dios, aquel estado de justicia originaria. La mujer dará a luz con dolor (Gn. 3, 16); su
marido la dominará sexualmente. El marido tendrá que labrar la tierra con el sudor de su frente, pues ella
se rebela contra él. Además Adán y Eva perdieron los dones preternaturales del Paraíso: inmortalidad,
salud, integridad77. Fruto precisamente del Pecado surge en el hombre histórico la desintegración en todos
los dinamismos del amor, lo cual Trento definirá teológicamente como “concupiscencia”, en cuanto
inclinación poderosa al pecado (personal) que, propiamente hablando no es pecado, pero que proviene del
Pecado (original) y al pecado nos inclina (Dz. 792). Esta desintegración interior en el hombre,
consecuencia del Pecado original, ha sido descrita por el apóstol san Juan como una triple
concupiscencia: “todo lo que hay en el mundo, concupiscencia de la carne –lujuria [Freud]-,
concupiscencia de los ojos –avaricia [Marx]- y orgullo de la vida –soberbia [Nietzsche]-, no viene del
Padre, sino que procede del mundo” (I Jn. 2, 16-17)78.

73
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 16ª, n. 1.
74
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 19ª, n. 4.
75
El paraíso constituye el lugar teologal en el cual el primer hombre, Adám, fue creado por Dios con los dones naturales,
y de hecho con los dones preternaturales, fruto de un estado de justicia y santidad originaria. Con el Pecado original, tras
la expulsión del paraíso, nuestros primeros padres (Adán y Eva) perdieron los dones sobrenaturales, junto a los
preternaturales, así como fue herida nuestra naturaleza (Gn. 3, 1-19). Tres fueron los dones preternaturales: inmortalitas,
salus, integritas (inmortalidad, salud o ausencia de sufrimiento -anticipación de la muerte-, integridad o armonía interior
originaria dentro del hombre). Tras el pecado original el hombre los pierde: mortalitas (muerte), infirmitas (enfermedad),
desintegración (desarmonía interior del hombre en todos sus dinamismos y facultades = concupiscentia). Cf. LADARIA
L., Teología del Pecado Original y de la Gracia, BAC, Madrid 2007, p. 35-53; MORALES J., El Misterio de la
Creación, Eunsa, Pamplona 2000, 2ª ed., p. 248-251.
76
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 22ª, n. 5. Cf. LADARIA L., Teología del Pecado Original y de la gracia, BAC
Madrid 2007, p. 33-53. División interior del hombre, con respecto a Dios y con el mundo creado.
77
El paraíso constituye el lugar teologal en el cual el primer hombre, adam, fue creado por Dios con los dones naturales,
y de hecho con los dones preternaturales, fruto de un estado de justicia y santidad originaria. Con el Pecado original, tras
la expulsión del paraíso, nuestros primeros padres (Adán y Eva) perdieron los dones sobrenaturales, junto a los
preternaturales, así como fue herida nuestra naturaleza (Gn. 3, 1-19). Tres fueron los dones preternaturales: inmortalitas,
salus, integritas (inmortalidad, salud o ausencia de sufrimiento -anticipación de la muerte-, integridad o armonía interior
originaria dentro del hombre). Tras el pecado original el hombre los pierde: mortalitas (muerte), infirmitas (enfermedad),
desintegración (desarmonía interior del hombre en todos sus dinamismos y facultades = concupiscentia). Cf. LADARIA
L., Teología del Pecado Original y de la Gracia, BAC, Madrid 2007, p. 35-53; MORALES J., El Misterio de la
Creación, Eunsa, Pamplona 2000, 2ª ed., p. 248-251.
78
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 26ª, n. 1. También los “tres magos de la sospecha” (Freud; Marx; Nietzsche), en
expresión de Paul Riccoeur, fueron capaces de afirmar que el mal proviene del interior del hombre en estos tres campos
fundamentales (cf. Catequesis 46ª).
La Sagrada Escritura subraya que la proliferación del pecado ha producido un endurecimiento
paulatino del corazón esponsal de la persona, también en lo que atañe a su sexualidad (divorcio;
poligamia; etc.): no es sólo que el ser humano, por la herida del pecado, tenga serias dificultades a la hora
de realizar el acto casto, al menos en algunas circunstancias particularmente difíciles -primera labor de la
virtud de la castidad: autodominio (a)-; es que la herida del pecado -la concupiscencia de la carne (la
lujuria)- afecta también a las facultades consideradas en sí mismas, en cuanto a su capacidad operativa y
en cuanto a la docilidad con que los dinamismos operativos sexuales -pulsionales, pasionales y
espirituales- de la persona deberían estar predispuestos de forma habitual (virtuosa) para que el sujeto
perciba nítidamente a través de su razón práctica el bien integral de la persona en toda situación -segunda
labor de la virtud de la castidad: capacidad de autodonación (b)-. De aquí nace, pues, una segunda razón -
ésta de índole teológica e histórica- por la cual la virtud de la castidad -capacitada por la Gracia de la
caridad teologal de Cristo- realiza la doble tarea de integración, anteriormente descrita, junto a las demás
virtudes y dones del Espíritu Santo que otorgan a toda persona un corazón esponsal radicalmente nuevo,
tanto en la vocación consagrada como en la vida matrimonial79.

4. Novedad de la moral evangélica: el “adulterio de la carne” y el “adulterio del corazón”.

En el Sermón de la montaña Jesús hace una revisión profunda de la moral de la Antigua Alianza.
Jesucristo recupera la primacía de la dimensión interior de la moral. De dentro del corazón humano sale lo
bueno y lo malo; nada de fuera contamina al hombre (Mt. 15, 19). Por eso el Maestro condena no sólo el
adulterio propiamente dicho (“adulterio de la carne”: lujuria) -6º Precepto del Decálogo-, sino también la
mirada adulterina (“adulterio del corazón” bíblico: impureza) -9º Mandamiento-. Cristo aporta una
novedad interpretativa, atisbada ya en la expresión más antigua y literal del precepto, mediante un verbo
transitivo80: “Habéis oído que se dijo: no adulterarás. Pero yo os digo que todo aquel que mira a una
mujer deseándola, ya la hizo adúltera en su corazón” (Mt. 5, 27-28).

Aun cuando los destinatarios remotos del Sermón son todos los hombres, sus destinatarios
inmediatos fueron los judíos, con un corazón endurecido por el Pecado (sklerocardías). La mejor
traducción de esta expresión es incircuncisos de corazón, que el Antiguo Testamento aplicaba a los
paganos, pero que se aplica en el martirio de Esteban también a los judíos: “duros de cerviz e incircuncisos
de corazón y oídos” (Hch. 7, 51)81. Los oyentes inmediatos poseían una triple tradición que facilitaba la
comprensión de la novedad aportada por Jesús.

a) La tradición jurídica de la Ley Mosaica. Para sus destinatarios inmediatos el adulterio estaba
prohibido por la Ley, sin discusión; caso manifiesto fue el del rey David. Pero Cristo quiere liberarlo de
una interpretación casuística, fruto de la triple concupiscencia en el corazón humano. El adulterio era
entendida como la infracción del derecho de propiedad del varón sobre cualquier mujer que no fuera su
esposa legal, a veces una entre tantas –caso de las concubinas, una poligamia mitigada, por ejemplo-. La
poligamia no estaba prohibida de forma absoluta por la legislación mosaica, siendo tolerada -
erróneamente- entre algunos Patriarcas, en virtud de la procreación, máxime ante la posibilidad de que el

79
Si esto mismo lo expresamos de forma negativa quiere decir que el vicio de lujuria en el sujeto produce tales
consecuencias que no sólo dificulta gravemente la realización del acto casto en concreto, sino que también conlleva unas
interferencias e incluso una ofuscación paulatina de la razón práctica en la persona para conocer habitualmente el bien
verdadero -no el aparente- de la sexualidad humana (el bien integral e integrado de la persona en cuanto tal). Al efecto de
debilidad perceptiva en la razón práctica por efecto del vicio lujurioso la Sagrada Escritura añade que este vicio puede
llevar incluso hasta la pérdida de la fe, y por tanto, a la condenación eterna. Mientras que, por el contrario, la virtud de la
castidad contribuye al crecimiento progresivo en la percepción práctica de lo que es bueno y conveniente
verdaderamente para el sujeto en toda situación, lo cual, a su vez, le lleva a un crecimiento en la fe teologal, que
predispone a la visión beatífica. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8; cf. Rom.
1, 24-27).
80
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 24ª-25ª.
81
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 35ª, n. 1.
Mesías pudiera nacer de su descendencia (ley del levirato). De esta forma se promovía una estructura de
pecado82. En realidad la causa última en la comprensión legalista del 6º Precepto era que los judíos no
entendían el adulterio desde la monogamia estricta, tal y como el Creador estableció en los orígenes.

b) La tradición profética de la Alianza. Pero los oyentes inmediatos del Sermón de la montaña
también conocían la tradición profética en su recurso a la Alianza entre Dios e Israel. Los profetas -
singularmente del postexilio- recurrieron a la analogía del adulterio para recordar la gravedad de la
idolatría, aunque indirectamente también sirve para subrayar la gravedad del adulterio83, pues detrás de él
se esconde cierta idolatría del cuerpo. Oseas fue el primer profeta en aplicarlo de forma negativa –la
infidelidad idolátrica de Israel es análoga a la infidelidad adulterina de la esposa- (Os, 1, 2; 3, 1). De forma
positiva, la fidelidad matrimonial ilumina la fidelidad cultual de Israel a la Alianza y viceversa84. Pero hay
una diferencia importante. Mientras que en los textos legislativos el adulterio es violación del derecho de
propiedad del varón respecto de la mujer, en los profetas el adulterio es pecado grave porque rompe la
alianza esponsal –analogía que ilustra la rotura de la Alianza con Yaveh-85. Incluso en este nuevo contexto
la monogamia aparece como analogía y eco del monoteísmo de la fe Yavista en clave de Alianza.

c) La tradición sapiencial. Finalmente, para los oyentes inmediatos del Sermón, resonaba también
la tradición Sapiencial, la cual mostró cierta prevención pedagógica respecto a la seducción de la belleza
de la mujer, sobre todo ajena (Sir. 9, 8-9)86. Por eso sus destinatarios estaban capacitados para comprender
mejor la mirada concupiscente cometida en el “adulterio del corazón” o de deseo, clave del Sermón. El
Sirácida (Sir. 23, 22-32) compara la concupiscencia de la carne con el fuego, en cuanto invade los sentidos
y excita al cuerpo, intentando sofocar la voz de la conciencia por la pasión. Cuando el “hombre interior”
ha sido reducido al silencio, se embota la capacidad reflexiva del sujeto y desatiende la voz de la
conciencia, entonces la pasión tiende a la satisfacción inmediata de los sentidos y del cuerpo en búsqueda
del placer87.

Pero la satisfacción inmediata no apaga el fuego, sino que lo aviva aún más. Su voluntad,
empeñada en satisfacer los sentidos, no encuentra sosiego, sino que se consume88. Tal reducción
intencional se puede realizar incluso en un acto puramente interno, expresado en la forma de mirar con
deseo lujurioso, lo cual que impide la comunión89; el otro se transforma en objeto potencial de satisfacción
de su mirada lujuriosa. Se trata de un conocimiento deseoso y voluntario, aun cuando todo suceda a nivel
del corazón bíblico -el hombre interior-.

Para una comprensión global es preciso que dividamos en tres partes la frase de Cristo90: “habéis
oído que se dijo: no adulterarás” –adulterio de la carne-; la segunda: “pero yo os digo, que todo el que
82
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 36ª, n. 1.
83
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 36ª, n. 5.
84
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 36ª, n. 5. Será mérito de san Pablo recoger esta presentación positiva de la Alianza,
llegada a su plenitud con Cristo y la Iglesia -el Gran Misterio-, aplicada al matrimonio entre cristianos (Ef. 5, 21-32); cf.
PENNA R., Lettera agli Effesini, EDH, Bolonia 1988, p. 225-247; ADNÉS P., El matrimonio, Herder, Barcelona 1979,
3ª ed., p. 59-62.
85
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 37ª, n. 4.
86
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 38ª, n. 5-6.
87
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 39ª, n. 2.
88
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 39ª, n. 2.
89
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 39ª, n. 4-5.
90
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 41ª, n. 1.
mira a una mujer deseándola” –desear-; la tercera –que es conjuntiva, no disyuntiva-: “ya adulteró con
ella en su corazón” –adulterio en el corazón o interior-. En la interpretación novedosa del Maestro, el peso
cambia de rumbo y se dirige hacia el deseo lujurioso y deliberado del varón respecto a toda mujer -casada
o no-. Esta es su clave interpretativa. En efecto, según la lógica jurídica del Antiguo Testamento sólo el
esposo tiene derecho exclusivo a desear a su esposa -una vez más, en virtud del derecho de propiedad-: si
tiene derecho a unirse a ella, también a desearla lujuriosamente91. Pero Jesús afirma que quien mira a una
mujer, a toda mujer -sin especificar si es “propia” o ajena-92, a secas, sin añadir si está o no casada,
deseándola deliberadamente en su interior, ha adulterado con ella en su corazón, la hace “ser adultera” -
exclusivamente- en su corazón. Por consiguiente también se puede desear lujuriosamente a la esposa
propia cometiendo “adulterio del corazón” con ella mediante un deseo adulterino (9º Precepto del
Decálogo), pues la rebaja instrumentalmente como mero objeto de placer. Por eso, la simple mirada
lujuriosa para desearla, aunque no lo traduzca en un acto exterior (6º Precepto), ya en su interior ha
asumido esta intencionalidad, decidiéndose en su voluntad hacia el mal.

5. La Redención del cuerpo.

Jesucristo ha realizado la “redención del cuerpo” mediante la curación, perfeccionamiento y


elevación de la sexualidad herida con la participación en la caridad teologal (cf. GS 49 a). Si algo hay de
novedoso en el Nuevo Testamento es precisamente la presencia del Espíritu Santo que ha sido derramado
en el hombre, otorgando al hombre un corazón esponsalmente nuevo, partícipe del corazón nupcial de
Jesucristo, el Esposo de la Iglesia93. El hombre histórico, herido por el Pecado, es redimido por Cristo
gracias a su participación anticipada por la gracia en el Hombre escatológico del futuro en Cristo y la
Iglesia (Ef. 5, 21-32).

Cristo no invita al hombre a que retorne al estado de los orígenes -algo imposible-, sino que lo
llama a convertirse en el hombre nuevo, redimido por la Gracia. La redención es el camino del
autodominio, correspondiente a la virtud de la castidad, que capacita al sujeto para el amor maduro de
comunión94. El término “redención del cuerpo” es expresión de Juan Pablo II que traduce la doctrina
paulina sobre la justificación, a la luz del primer cuerpo resucitado de la historia (Rom. 8, 23). En el
interior del hombre histórico se vive una tensión entre la carne y el Espíritu:

“Os digo, pues: andad en el Espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque
la carne tiene tendencias contrarias a las del Espíritu, y el Espíritu tendencias contrarias a la carne,
pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis” (Gal. 5, 16-17).

En el texto paulino “la carne” simboliza a la herida de la triple concupiscencia de san Juan. Las
obras de la carne son contrarias a las obras del Espíritu, con “E” mayúscula. El hombre que obra
carnalmente es el hombre sometido indebidamente al mundo por sus sentidos95. San Pablo recurre a la
necesidad del dominio sobre los deseos humanos, no sea que si se hace según la carne pueden llevar a la
muerte, no sólo corporal, sino también a la del espíritu –pecado mortal, porque mata la vida del alma-; de
ahí que quienes hacen tales pecados no heredarán el reino de Dios (Gal. 5, 21; Ef. 5, 5)96.

91
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 42ª, n. 6.
92
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 43ª, n. 2.
93
Cf. C. CAFFARRA, Ética general de la sexualidad, Eiunsa, Barcelona 1995, p. 73-77.
94
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 49ª, n. 5.
95
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 51ª, n. 1.
96
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 52ª, n. 4.
Pero ¿cómo se realiza en la persona humana la redención de su sexualidad? La clave de solución la
encontramos en lo que el Aquinate denomina “semejanza por connaturalidad”. Lo que mueve a la
voluntad como a su objeto no es sólo lo que el ser humano, a través de su razón práctica con la ayuda de
las virtudes, percibe como algo bueno, sino también como algo que le es conveniente97, al menos para sus
circunstancias concretas. A la persona humana siempre le mueve el bien, y si se equivoca, es porque lo ha
percibido siempre bajo cierto aspecto o “conveniencia” de bien (algo que parece que le “conviene”), al
menos para él, en su situación (“sub ratione boni” decían los clásicos); nadie quiere el mal a sabiendas.
Puesto que estamos en el campo del conocimiento moral, dicho error se debe, no a la capacidad racional
en cuanto tal del sujeto, sino a las interferencias producidas por los actos malos y por los vicios en su
razón práctica; son las huellas desintegradoras de la lujuria que produce una especie de “ceguera mental”
paulatina o “ceguera de espíritu” -una de las “hijas” de la lujuria-98.

Para poder captar mejor cuanto estamos exponiendo hemos de recordar que la virtud de la
prudencia, virtud que perfecciona la razón práctica, tiene dos grados de “practicidad”, si se me permite
hablar de esta forma; un primer grado es el juicio sobre la bondad o malicia de nuestros actos en que
consiste precisamente la conciencia moral (actual) -con sus dos funciones de ser testigo y juez de la
verdad sobre el hombre-; y un segundo grado que es el “juicio de elección”99. Inmediatamente antes de
que el sujeto realice la elección de un acto humano -momento culmen de la criatura espiritual-, su razón
práctica emite un juicio que le precede y que resulta decisivo. Tomás de Aquino lo denomina “juicio de
elección o de libre arbitrio”. El juicio de libre arbitrio se diferencia del juicio de conciencia moral, en que
éste constituye tan sólo un juicio de la razón práctica “pura”, mientras que el juicio de elección es
“applicatio cognitionis ad affectionem”100; por tanto en el juicio de libre arbitrio interviene más
decisivamente la afectividad de la persona -pasiones y pulsiones-, su voluntad o estructura apetitiva, la
cual puede ayudar al sujeto en su elección -si están predispuestas ordenada y habitualmente por las
virtudes- o puede dificultarle en su capacidad visiva de la razón práctica -mediante la huella
desintegradora de los vicios-, llegando incluso hasta la “ceguera mental o de espíritu”, tal y como
acabamos de ver.

97
Cf. Summa Theologiae I-II q. 9, a. 2.
98
Cf. Summa Theologiae II-II q. 153 a. 5; algunas veces la “ceguera de espíritu” a causa del vicio lujurioso en materia
de sexualidad viene agravada por la denominada “ceguera de los sentidos” consecuencia de la gula, otro de los vicios
capitales opuestos a la templanza, aunque esta vez en materia de comida y bebida en cuanto alimentos (cf. II-II q. 148 a.
6); cf. De Malo q. 14, a. 4.
99
Cf. Summa Theologiae I-II q. 13, a. 1; q. 14, a.1; Quest. Disputate de Veritate, q. 17, a. 1, ad 4. En el “juicio de
elección” -último grado de la estructuración de la razón práctica, regulada por la virtud de la prudencia- podemos
distinguir tres momentos constitutivos: el sujeto analiza, en primer lugar, las diferentes posibilidades de actuación ante el
juicio de su conciencia que le dice que debe realizarse, aquí y ahora, mediante la elección de un bien moral determinado
(un fin); en segundo lugar, ordena los medios al fin que se propone, es decir, elige los medios adecuados para realizar
dicho bien o fin; finalmente percibe una preferencia -pues en esto estriba la elección: preferir algo respecto a otro- o
connaturalidad preferente hacia la elección de dicho bien, antes que otro bien, o antes que el mal, cueste lo que cueste y a
la luz de su experiencia ética del pasado (virtudes o vicios, actos buenos o actos malos). Toda la estructura ética del
sujeto está presente en dicho juicio que precede a la elección del acto humano. De ahí que las virtudes, necesariamente a
través de la mediación de los actos buenos, inclinan por connaturalidad y de forma habitual, al sujeto en esta preferencia
o conveniencia -lo que es bueno y conveniente es el objeto intencional básico de nuestra voluntad- hacia el bien moral
(libertad de especificación), en toda circunstancia, pero sin anular jamás la libertad (libertad de ejercicio), a fin de que el
sujeto esté mejor predispuesto a elegir el bien (el acto casto, en nuestro caso), antes que el mal (un acto lujurioso). Quien
mejor ha estudiado el acto de libertad en relación con la predisposición habitual de las virtudes ha sido, quizás, San
Ignacio de Loyola. Al final de la segunda semana de Ejercicios, cuando se ha de elegir estado de vida, el ejercitante, una
vez que ha sido purificado con la ascética y mística de las dos primeras semanas, y que está en situación de “santa
indiferencia”, ha de estar dispuesto a preferir imitar a Cristo pobre, virgen y obediente, tenido por loco en la Cruz por
parte de sus paisanos, si con ello imitamos de modo más perfecto a Cristo, para llegar a su vida resucitada; cf. IGNACIO
DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, n. 167, Madrid 1994, Ed. Edapor, 5ª ed., p. 45.
100
Quest. Disputate de Veritate, q. 17, a. 1, ad 4.
La conveniencia o semejanza por connaturalidad -de la que hablaba el Aquinate- puede ser en acto
o en potencia. En la campo de las virtudes sólo es posible el segundo tipo: A está en potencia de ser como
B (en acto), en cuanto que A tiende por connaturalización estable hacia B. Es lo máximo que el hombre
puede alcanzar a través de la predisposición habitual de las virtudes hacia el bien, aunque siempre la
libertad del sujeto permanece imprevisible en su ejercicio. De ahí que la persona humana necesite una
virtud que connaturalice al sujeto de forma sintética, habitual y estable hacia el bien moral. Sólo la
caridad teologal (virtud sobrenatural e infusa; “forma y madre” de todas las demás virtudes, sin
suplantarlas a éstas) es capaz, en su efecto curativo, perfeccionador y elevante, de connaturalizar
permanentemente al sujeto -tanto a nivel de tendencia objetiva en sus facultades operativas para
aprehender y querer el bien verdadero (b), como en orden a posibilitar los actos castos en toda
circunstancia (a)- hacia el bien integral de la sexualidad humana; únicamente cuando la voluntad está
gobernada por el Amor esponsal de Cristo, aquélla estará inclinada establemente hacia el bien moral de la
sexualidad humana101. La caridad -en sus dos formas fundamentales conyugal y consagrada- posibilita la
castidad; y viceversa, la virtud de la castidad permite que la caridad redentora de Cristo baje hasta el
último “rincón” del cuerpo, del corazón y del alma, en el misterio nupcial de la persona.

De la mano de Carlo Caffarra, cardenal arzobispo de Bolonia, recapitulemos brevemente el


camino hasta aquí recorrido, valiéndonos del símil de un artista musical102. Para componer una sinfonía
que constituya una verdadera obra maestra (1), son necesarias dos cosas en el compositor. En primer lugar,
el sujeto debe conocer con perfección el empleo del lenguaje musical; debe saber música (2); es decir, ha
de ser capaz de expresarse musicalmente. En segundo lugar, debe vivir una profunda experiencia artística
(3), que le inspire tal genialidad. Por tanto tenemos los siguientes elementos: acto (composición de una
obra maestra); capacidad musical expresiva; inspiración artística; y -añadamos con imaginación- las
Musas que le han inspirado (4).

Las musas Espíritu Santo (Dones)

inspiración virtud de la Caridad


teologal (virtudes de Cristo en nosotros)
saber música virtud de la castidad
obra maestra acto casto

Algo análogo sucede con la sexualidad humana. El acto casto (1) es el resultado de la capacidad
expresiva de autodonación plena y armónica de la persona (2), mediante la virtud de la castidad. A la
persona se la predispone de forma estable en querer el bien integral de su sexualidad mediante la
semejanza por connaturalidad que realiza la virtud de la caridad teologal (junto a las demás virtudes
naturales y teologales) (3) -gobierno de forma remota-. Nos falta añadir un nuevo elemento -las Musas;
sólo que en este caso es real, es Personal-: el Don del Espíritu Santo, el Don-Amor en Persona que
procede del Padre y del Hijo (4).
La infusión de la caridad en la voluntad es el primer fruto y consecuencia de la presencia personal
del Espíritu Santo, quien inhabita en el creyente “por la fe en Cristo”. La especificidad de la nueva vida en
Cristo se puede cifrar en este acontecimiento fundamental que empieza con el Bautismo103. Por todo ello

101
La caridad teologal es forma de las demás virtudes de Cristo en nosotros en cuanto impera (manda) y ordena de
forma remota y efectiva a todas las virtudes (y acciones) del sujeto hacia su fin último; y es madre en cuanto engendra a
todas las demás virtudes, pero sin suplantarlas. Téngase en cuenta que el Aquinate definirá la caridad teologal como una
participación verdadera, real y anticipada de la visión beatífica -el en cielo conoceremos que somos amados (eros) y que,
por eso, amamos (ágape), pues “amor saca amor”-, perfeccionada por el don de Sabiduría: se trata de un amor sapiente o
de una sabiduría amante. Tiene pues connotaciones cognoscitivas en el campo práctico para discernir lo que es
verdaderamente bueno y conveniente al sujeto en toda circunstancia.
102
Cf. C. CAFFARRA, Ética General de la Sexualidad, Barcelona 1995, p. 73-77.
103
Cf. C. CAFFARRA, La castità coniugale, en AA.VV., La procreazione responsabile. Fondamenti filosofici,
scientifici, teologici, Roma 1984, p. 182-183; ID., Vida en Cristo, p. 29-42; 151-152; 178-180; 203-206. Hay una última
Tomás de Aquino no dudó en calificar al Espíritu Santo como Ley Nueva, quien ilumina con su luz
superior (para captar la preciosidad y veneración por la persona humana, propia y ajena) y que mueve
desde dentro -a modo de “instinto espiritual”- a la voluntad humana mediante sus mociones, a cada
cristiano para que imite a Cristo, en todo y en toda circunstancia. Por todo ello la Ley nueva es
principalmente interior; secundariamente necesita de algunos elementos externos (Sacramentos; Credo;
Preceptos morales), pero sólo los necesarios104.

Así pues, el bien integral de la sexualidad humana debe ser querido frecuentemente en
circunstancias muy diversas, en las cuales elegir el acto casto. Es más, permanece en la voluntad humana
una fuente de movimientos contrarios a la caridad (reaparece la concupiscencia). Tenemos necesidad de
un guía que nos conduzca y haga navegar, en persona, hacia el bien. No son suficientes los remos de la
caridad, hacen falta desplegar las velas y que el timón lo tome el Espíritu Santo105. ¿Mediante cuál Don
singular el hombre se hace más disponible a la moción del Espíritu para que esté predispuesto
habitualmente a conocer y querer el bien integral propio y ajeno? La experiencia moral nos dice que
cuando el ser humano se somete al bien sensible o afectivo de la sexualidad de forma indebida (lujuria), se
oscurece su capacidad perceptiva respecto al bien integral de la persona; entonces la virtud de la
prudencia, que regula la razón práctica, es debilitada; e incluso la fuerza de voluntad decae. Los pecados
de lujuria (6º Mandamiento) -máxime si constituye vicio arraigado- dejan tal huella de desintegración en
la naturaleza humana que las pasiones y pulsiones desorbitadas minan la fuerza de voluntad y hasta
oscurecen paulatinamente la razón práctica en su conocimiento connatural del bien -lo denominábamos
“ceguera del espíritu o ceguera mental”-. El resultado nefasto es una especie de debilidad perceptiva en la

salvedad, que determina el paso de la ley de Cristo -la caridad, el mandamiento nuevo del amor, corazón de la ley
Evangélica- a la ley Nueva del Espíritu Santo en el creyente por la fe. Si las virtudes cardinales nos capacitan
permanentemente para obrar de acuerdo con la dignidad de la persona humana; las virtudes teologales son facultades
operativas e infusas por Dios en el bautizado que nos capacitan para obrar como hijos adoptivos de Dios, en
correspondencia a nuestro nuevo ser sobrenatural; de esta forma las virtudes morales se integran dentro de las teologales
-singularmente por la caridad, forma y madre de todas ellas-, aunque sin ser anuladas, ni suplantadas, pues resultan
imprescindibles. Con todo, las virtudes teologales capacitan al hijo adoptivo de Dios -él sigue siendo el protagonista
principal- para actuar en una forma predominantemente humana, ya que se trata de realidades creadas, efecto y
consecuencia de la presencia Personal de la Gracia increada. Por su misma dinámica la presencia del Espíritu Santo en el
cristiano hace que sea Él quien adapte paulatinamente al bautizado para obrar al estilo predominantemente sobre-
humano, por un principio más elevado (cf. Summa Theologaie, I-II q. 68, a. 2, ad 1), divino; es decir, a modo de
“instinto Espiritual”, consintiendo el sujeto en dejarse mover por el Espíritu Santo en su vida moral. El Espíritu en el
cristiano se transforma, con sus dones, en el principal protagonista, mediante las inspiraciones que iluminan su razón
práctica, y con sus mociones que abarcan todos la estructura apetitiva del hombre. Por consiguiente la distinción entre
Don y virtud radica en este doble elemento: 1º. en el protagonista principal de la misma -el Espíritu Santo, en los dones;
el ser humano, hijo de Dios, en las virtudes naturales y teologales-; 2º. en el modo de obrar -en un estilo sobrehumano,
predominantemente divino, en los dones; en un estilo humano que se adapta a vivir a la vida teologal y a comportarse
como hijo de Dios, en las virtudes-. Con todo son los dones del Espíritu Santo quienes perfeccionan a las virtudes; no al
revés; es decir, no representan otro tipo de virtud, sino que son su última transfiguración; los dones son hábitos
operativos, pero en sentido análogo respecto a las virtudes (así como entre virtudes naturales y sobrenaturales son
hábitos, pero en sentido análogo). Cf. Summa Theologiae, I-II q. 68, a. 2: “Los dones exceden la perfección común de las
virtudes, no en cuanto al tipo de actos, del mismo modo que se puede decir que los consejos exceden a los preceptos,
sino en cuanto al modo de obrar, en cuanto el hombre es movido por un principio más elevado”. Cf. P. J. WADELL, op.
cit., p. 235-238; cf. R. CESSARIO, Las virtudes, Edicep, Valencia 1998, p. 31-36.
104
Cf. Summa Theologiae I-II q. 106, a. 1-2; q. 108, a. 1-2.
105
JUAN DE SANTO TOMÁS, Disp. XVIII, a. 2, n. 29: “Esta iluminación interior, este gusto experimental de las cosas
divinas y de los otros misterios de la fe, excita nuestros afectos de suerte que estos tienden al objeto de la virtud de un
modo más elevado al que de ordinario acostumbran estas mismas virtudes. Esto acaece hasta el punto de que nuestros
afectos obedecen a una regla y a una medida que depende de realidades más elevadas, verbigracia, la moción interior
(instinctus) del Espíritu Santo -en conformidad con la regla de la fe- y su iluminación. El resultado es que los dones
realizan un tipo distinto de acción moral, es decir, establecen una especificación moral característica; efectivamente,
somos conducidos a un fin divino y sobrenatural de un modo que difiere de la regla moral elaborada por nuestros propios
esfuerzos y trabajos (y eso incluso en el caso de una virtud infusa), esto es, por una regla elaborada y fundada sobre la
regla del Espíritu Santo. De un modo semejante, el trabajo de los remeros mueve el barco de modo diferente a como lo
hace el viento, aunque las olas lo impulsen hacia el mismo puerto”.
razón práctica -la hemos descrito como una “miopía” de carácter personalista- para captar la belleza del
bien de toda la persona en cada parte del cuerpo, propio y ajeno (9º Mandamiento: virtud de la pureza), y
que imposibilita frontalmente la virtud de la castidad y, consiguientemente, el amor específicamente
personal.

Por consiguiente -siguiendo ahora una perspectiva descendente- el Espíritu Santo, peculiarmente
mediante el Don de Sabiduría106-participación de la mirada matutina de los ángeles buenos a través de la
cual el ser humano ve directamente cómo están las cosas en Dios y desde aquí “lo juzga todo” con
prudencia en orden al discernimiento práctico-107 predispone permanentemente a la persona humana para
recibir su luz sobrehumana en la razón y para otorgarle sus mociones afectivas en la voluntad afeccionada
en un estilo predominantemente divino: luz en la cual el sujeto intuye la preciosidad irrepetible y belleza
única del misterio nupcial de la persona humana (razón práctica); y moción que la mueve al
respeto/veneración de la misma, que le capacita para la donación de amor interpersonal (voluntad
afeccionada). De este modo el sujeto es orientado establemente, habitualmente (por connaturalidad), al
bien moral de la sexualidad -a nivel de tendencia permanente- (he aquí la virtud teologal de la caridad).

La caridad, a su vez, inspira y gobierna la dimensión afectiva y pulsional de la sexualidad, que de


este modo se integra en la persona (virtud de la castidad) -el eros se integra en el ethos de la persona-,
tanto a nivel de la intencionalización objetiva y permanente del sujeto hacia el bien integral de la
sexualidad (b), como en la predisposición habitual de las pasiones y pulsiones para que ayuden -no
estorben- al sujeto en posibilitar efectivamente -con toda la excelencia propia del que posee la virtud- el
acto casto singular, en toda circunstancia (a), sin anular nunca su libertad de ejercicio. Y así la persona,
libremente, realiza el acto casto, momento culminante de la criatura espiritual, en el cual -para que exista-
interviene, en definitiva, el ser humano a través de su libertad, pero predispuesto habitualmente por todas
las virtudes, perfeccionadas a su vez por los Dones del Espíritu, bajo la forma y síntesis de la caridad
teologal.

La conclusión general a que llegamos es que la virtud de la castidad, lejos de aparecer como un
capítulo netamente negativo del misterio nupcial de la persona, constituye la condición de posibilidad para
la madurez del amor interpersonal -su clave fundamental-, sea cual sea la vocación específica; la virtud de
la castidad es la integración del amor. Ella permite el desarrollo de auténtica madurez para la persona
humana -varón o mujer- y le capacita para la promoción del significado esponsal del cuerpo (cf. FC 37).
No por casualidad el mismo Papa que en el año 1967 habló de la necesidad de dicha virtud para los
sacerdotes (Sacerdotalis Coelibatus), al año siguiente (1968), en la encíclica “Humanae vitae” enseñó su

106
En sus Catequesis sobre el amor humano Juan Pablo II subrayará dos de los siete dones. El don de Sabiduría,
mediante el cual la caridad saborea anticipadamente la visión de Dios, y es capaz de amar de forma singularmente
irrepetible al amado. El recurso a la tradición sapiencial ya insinúa este Don. Pero también el don de la piedad, por estar
estrechamente vinculado a la virtud de la pureza en su ayuda a la mirada personalista del sujeto a través del cuerpo.
Mediante el don de la piedad, perfeccionador de la virtud de la religión que nos mueve a dar a Dios el culto debido y en
la forma debida, el amor interpersonal empieza, propiamente y solo, cuando veneramos, casi adoramos a Dios en su
imagen que es cada hombre, la singularidad irrepetible del amado; de ahí la novedad de San Pablo en aplicar el término
“ágape”, referido al culto y amor a Dios, para expresar las relaciones entre los esposos cristianos (Ef. 5, 21) Cf. JUAN
PABLO II, Catequesis 57ª, n. 2; cf. Catequesis 127ª, n. 4-6. En cuanto capacidad de mantener el cuerpo en santidad y
respeto esta virtud es aliada de la virtud de la piedad, dentro de la virtud de la religión. “Glorificad a Dios en vuestro
cuerpo” (I Cor. 6, 20); Dios es glorificado –se le da culto en su imagen- en nuestro cuerpo (cf. JUAN PABLO II,
Catequesis 57ª, n. 3).
107
Los ángeles buenos tienen una doble misión; ante todo contemplan y dan gloria a Dios mediante la liturgia celeste
(mirada matutina), y, sin dejar de contemplarlo, son enviados por Dios para ayuda y servicio de los hombres (mirada
vespertina); ellos se saben amados por Dios y por eso responden con amor. El Don de Sabiduría, vinculado a la caridad
teologal, anticipa en la tierra lo que en cielo haremos: contemplaremos a Dios en cuanto somos amados por Él (eros) y
por eso nosotros amaremos (ágape); allí ya no serviremos más a Cristo (Marta), sino que sencillamente lo
contemplaremos junto al resto de bienaventurados (María), y la Escritura emplea explícitamente el verbo “ver” a Dios
cara a cara. Por todo ello la caridad teologal, transfigurada por el don de Sabiduría, es un amor sapiente o una sabiduría
amante -en términos del Aquinate-, mediante el cual el hombre peregrino “saborea” anticipadamente la visión beatífica.
valor imprescindible para los casados. Cierto que la virtud de la castidad no es todavía el amor personal,
pero sí la integración del amor, su antesala. Y todo pasa, como piedra de arquitrabe, por esta virtud, que
hundiendo sus raíces en la identidad y diferencia del misterio nupcial de la persona humana -primer
elemento del mismo-, se transforma en custodia del amor en dicho misterio -2º elemento-. La virtud de la
castidad, en uno y otro estado -matrimonio y virginidad consagrada-, anticipa y predispone -aunque en
diferente grado108- por su armonía interior -análoga a los ángeles- la situación escatológica que reinará en
el cuerpo sexuado del misterio nupcial de la persona humana como consecuencia de la visión beatífica.
CAPÍTULO 3º. PECADOS Y VICIOS DE LUJURIA.

A nadie le gusta hablar de los vicios y pecados contra la virtud de la castidad. Sin embargo
constituye un capítulo fundamental que precisa y aclara mucho a los fieles. De ahí que lo afrontemos en
este momento, a modo de corolario. Según el Aquinate podríamos clasificar los pecados y especies de la
lujuria por orden de gravedad de la siguiente manera: pecado “contra naturaleza” (a su vez, dentro de
éstos: bestialidad, homosexualidad, coito de modo innatural, masturbación), sacrilegio, incesto, rapto,
adulterio, estupro o violación, fornicación109. Por razón de brevedad nos limitaremos a las especies más
significativas de nuestro tiempo: la masturbación; las relaciones extramatrimoniales (singularmente las
prematrimoniales); la homosexualidad110. Por motivos expositivos dejamos las dos últimas para el
siguiente capítulo, y centramos ahora nuestra atención sobre aquellos pecados que están más
inmediatamente relacionados con la virtud de la castidad (masturbación; 6º Precepto del Decálogo) -
pecados de lujuria- y con la virtud de la pureza (pecados de impureza; 9º Mandamiento) (cf. CCE 2514-
2527).

A. AUTOEROTISMO Y MASTURBACIÓN.
Por masturbación se entiende “la excitación voluntaria de los órganos genitales a fin de obtener
placer venéreo”111. Es un acto intrínseca y gravemente ilícito. Aún cuando no se pueda asegurar que la
Sagrada Escritura repruebe este pecado bajo una denominación particular (cf. Gn. 38, 6-10), la tradición
de la Iglesia lo ha visto contenido cuando el Nuevo Testamento habla de “impureza” (“porneia”). Este
término griego en San Pablo, por ejemplo, puede indicar tanto una desviación moral en general, o bien una

108
Decimos en diferente grado, porque la virginidad consagrada constituye a un mismo tiempo, el grado más perfecto
en la castidad común a todos (casados, viudos, solteros), y da lugar a una nueva virtud específica (diferente a la castidad
común): la virtud de la virginidad consagrada, que consiste en la abstención total y para siempre del placer venéreo -con
la consagración de lo indivisible del corazón-, por contemplación de la Verdad que es Cristo y para dedicación a las
cosas de su Reino. De todo ello se deduce que la virginidad consagrada anticipa mejor -mejor no se opone a malo, sino a
bueno- la situación definitiva de la armonía interior del hombre en su sexualidad, fruto de la visión beatífica (“seréis
como ángeles”); de ahí que el estado de virginidad consagrada constituye el analogado principal de la anticipación
escatológica en este sentido. Si la castidad conlleva belleza, la virginidad lo hace en grado sumo y casi provocativo, en
grado “escatológico” máximo, semejante a la rosa que, sin pretenderlo, sobresale del tallo invitándonos a su hermosura.
Cf. Summa Theologiae II-II q. 152, a. 1-4; cf. A. FERNÁNDEZ BENITO, La templanza y sus virtudes en la Suma Teológica
de Santo Tomás de Aquino, Toledo 2006, p. 77-88. Quizás por todo ello, tanto la castidad de los casados, viudos o
solteros, como la virginidad de los célibes y consagrados “sea molesta” para algunos hombres de nuestra época. La virtud
de la castidad, en sus diversos grados, vivida por todas las vocaciones, sigue siendo un “evangelio” y “un signo
escatológico” de la bienaventuranza futura en su plenitud. El que vive la virtud de la justicia a veces ni se le nota; quien
vive la castidad y la pureza se nota hasta en la cara y en la alegría de la persona. He aquí una forma elocuente de
“preparatio evangélica”. Cf. Epístola a Bernabé, cap. 19, 1-12; Funk I, 53-57: “Por el bien de tu alma sé casto en el
grado que te sea posible”.
109
Cf. Summa Theologiae II-II q. 154, a. 12 ad 4; q. 154, a. 11.
110
Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Teología y secularización en España..., n. 63; cf. CCE 2351-2359; 2380-
2391.
111
Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración “Persona humana”, sobre algunas
cuestiones de ética sexual, n. 9.
desviación sexual en general, como a veces sustituye a un pecado específico de carácter sexual -una
especie de comodín-; todo ello en dependencia del contexto en que se encuentre112.

1. Moralidad: intrínseca y grave ilicitud.

Además, la masturbación niega el doble significado unitivo y procreador, que cada acto genital ha
de respetar, y su inseparabilidad moral, tal y como veremos en el siguiente capítulo. La negación del
significado procreador es evidente. Incluso cuando la masturbación se empleara como técnica encaminada
a la fecundación o inseminación artificial, la posible nueva concepción no sucedería -como veremos- en
las condiciones mínimas requeridas para que sea concebida una nueva persona humana. Tampoco vale
como método para obtención del esperma con finalidad de análisis terapéutico, por ejemplo; pues existen
otros medios lícitos al respecto113. Así mismo la masturbación niega el significado unitivo, pues el placer
ínsito en la satisfacción genital, algo que en un principio está destinado por el Creador al encuentro
interpersonal entre varón y mujer, engaña al sujeto, y se transforma en acto en el cual se experimenta la
soledad humana (“pecado solitario”) y la tristeza vacía, sin ser medio de encuentro interpersonal de amor
maduro. El placer es algo moralmente indiferente en su génesis; su búsqueda exclusiva y satisfacción
inmediata siempre ha encontrado reticencias a la hora de su licitud, ya que no constituye motivo suficiente
para la expresión de la genitalidad y entraña, además, ciertos peligros de engañar al propio sujeto. Ni
siquiera la realización de una masturbación mutua dentro del matrimonio respeta el significado unitivo,
pues no es lo mismo entregarse recíprocamente en donación de amor, que prestarse mutuamente los
cuerpos para mera gratificación del placer venéreo114.

Una vez estudiado el capítulo de su connotación moral -que le viene fundamentalmente por su
objeto ético o primer contenido básico intencional; por la intención, o segundo contenido intencional; y
por las circunstancias-, pasemos a otro capítulo diferente, cuya mezcla indebida con el anterior, ha sido
causa de graves confusiones (“bonum ex integra causa; malum ex quocumque defectu”).

2. Imputabilidad o responsabilidad.

A la hora de determinar la imputabilidad o responsabilidad moral en el agente hemos de analizar


otros tres elementos integrales: materia (grave o leve), conocimiento suficiente y deliberado
consentimiento115. Por su materia cada acto masturbatorio es siempre grave, pues no admite parvedad. No
obstante hemos de juzgar su imputabilidad teniendo también en cuenta los otros dos elementos implicados.

A veces la inmadurez, la fuerza de los vicios contraídos, el estado de angustia u otros factores
psíquicos o sociales pueden atenuar o tal vez reducir al mínimo el carácter deliberado del acto y, por
consiguiente, la culpabilidad moral del sujeto (cf. CCE 2352). Con todo no se puede presuponer -
presunción moral- que anulen de entrada toda responsabilidad; más bien, ha de ser todo lo contrario116.

112
Cf. Rom, 1, 26-27: la masturbación está implícita en la condena del comportamiento homosexual; cf. I Cor. 5, 10; I
Cor, 6, 9; 15-18.
113
Por ejemplo, mediante inyección en el epidídimo o bien mediante máquina de estimulación sin llegar a la
eyaculación.
114
El Magisterio de la Iglesia, en el siglo XVII, condenó que “el acto del matrimonio, practicado por el sólo placer,
carece absolutamente de toda culpa y de defecto venial” (Dz. 1159), dando lugar a numerosos comentarios sobre la teoría
de la excusación del acto conyugal (a partir de Pedro Lombardo), en base a la interpretación del adverbio “solo,
solamente” y sobre todo en lo que respecta a la petición -no tanto a la concesión- del “débito conyugal”. No obstante,
téngase en cuenta que los argumentos aquí expuestos tendrán mejor compresión a la luz del siguiente elemento del
misterio nupcial de la persona, en el cual afrontaremos el tema de la fecundidad de la persona humana y la procreación
responsable.
115
Cf. Exhort. Reconciliatio et Poenitentiae, n. 17.
116
Precisamente este motivo fue el que supuso un cambio de redacción en la versión definitiva y oficial del Catecismo
3. Madurez moral y masturbación.

En tercer lugar, afrontemos un tercer capítulo diferente a los dos anteriores, aunque relacionados
con ellos: la educación moral en las virtudes, necesariamente a través de la mediación de los actos
humanos. Crecer en las virtudes cuesta tanto al principio porque implica al mismo tiempo evitar los vicios
contrapuestos. La moralidad y la responsabilidad de cada acto humano en este campo es singular e
intransferible, con independencia -capítulo aparte, aunque relacionado- a la determinación de su
importancia en orden a la adquisición del vicio y pérdida de la virtud correspondiente.

Algunos autores, erróneamente, han pretendido justificar el acto masturbatorio en base al grado en
que éste se sitúa en el proceso psicológico de crecimiento en la personalidad del sujeto, en la profundidad
con que afecta al mismo -cuál estrato de su personalidad queda más comprometido (biológico,
psicológico,racional), y en su frecuencia-117. No es lo mismo un acto de masturbación en la adolescencia -
arguyen- que otro cuando uno está casado y es ya maduro118. Por eso han de valorarse moralmente de
diferente forma en uno y otro caso.

en lengua latina, con ocasión del pecado de masturbación. En la primera redacción francesa se subrayaba, quizás en
exceso, la posibilidad, que existe, de absoluta falta de imputabilidad en el sujeto: “Para emitir un juicio (...) u otros
factores psíquicos o sociales que reducen, e incluso anulan la culpabilidad moral” (CCE 2352, versión primera). Sin
embargo, en un Catecismo para la Iglesia universal, parecía mucho más prudente lo que es más común; y lo más común
es la presunción de que en la masturbación exista responsabilidad, en mayor o menor grado, no descartándose ciertos
atenuantes o ciertos agravantes según el caso: “Para emitir un juicio justo acerca de la responsabilidad moral de los
sujetos y para orientar la acción pastoral, ha de tenerse en cuenta la inmadurez afectiva, la fuerza de los hábitos
contraídos, el estado de angustia u otros factores psíquicos o sociales que pueden atenuar o tal vez reducir al mínimo la
culpabilidad moral” (CCE 2352, versión definitiva). Una simple comparación entre las dos redacciones pone de
manifiesto cuanto queremos advertir (cf. Declaración Persona humana, n. 9 d).
117
Cf. M. VIDAL, Ética de la sexualidad, Ed. Tecnos, Madrid 1991. Este autor propone dos principios heurísticos para
la licitud ética en el campo de la sexualidad: el deber de “personalización” de lo biológico, ciego, casi infrahumano, a
través de su integración en la psicología de la persona (cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 25; 56; 64; cf. ID., Moral de
actitudes. Moral de la persona, vol. II, 5ª ed., Ed. PS, Madrid 1985, p. 470; 483; 600) y el criterio de maduración
psicológica evolutiva en el sujeto (cf. ID, Ética de la sexualidad..., p. 25-26; 57-58); la determinación de cuál estrato del
ser humano es el que queda prevalentemente comprometido, constituirá el criterio para discernir si un acto -por ejemplo,
un acto masturbatorio- ayuda a un progreso evolutivo en la personalidad psicológica o, por el contrario, resulta regresivo
(cf. ID, Ética de la sexualidad..., p. 72; 141-142; 148-149). “La inmoralidad de la masturbación reside en comprometer la
evolución armónica de la dinámica personal” (Moral de actitudes..., p. 711). Así pues, tres son los criterios para
determinar la valoración moral del acto y vicio masturbatorio: la dimensión evolutiva del sujeto; el estrato sexual
(pulsional, afectivo o espiritual) en que se instale; su frecuencia (cf. ID., Moral de actitudes..., p. 694-697; 711).
Además, según Vidal, el objeto moral del acto masturbatorio ha de “circunstanciarse” necesariamente (cf. ID., La
propuesta moral de Juan Pablo II, PPC, Madrid 1994, p. 134-136), razón por la cual “no se puede hacer una valoración
abstracta de la masturbación, en el sentido de que se prescinda de las condiciones personales en que se da” (ID., Ética de
la sexualidad..., p. 148; ID., Moral de actitudes..., p. 710), “no es correcto hacer abstracción objetiva de los
condicionamientos personales y formar una valoración universalmente válida desde el punto de vista objetivo” (ID., Ética
de la sexualidad..., p. 148). La consideración del estado de evolución de la personalidad (psicológica) del sujeto forma
parte integrante -según Vidal- de la materia grave del objeto moral (circunstanciado) del acto masturbatorio (cf. ID., Ética
de la sexualidad..., p. 148; ID,. Moral de actitudes..., p. 710). Por tanto, no todo acto de masturbación compromete en el
mismo grado la evolución armónica de la personalidad, y, por consiguiente, no todo acto de masturbación es “materia
objetivamente grave” (cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 149; 144; cf. ID., Diccionario de ética teológica, voz
“autoerotismo”, Ed. Verbo Divino, Pamplona 1991, p. 45: “la moralidad de la masturbación reside en comprometer la
evolución armónica de la dinámica personal”, pudiéndose distinguir entre un más y un menos, según los diferentes
valores y estratos de la personalidad humana comprometidos en dicho acto (cf. ID., Moral de actitudes..., p. 711-712).
118
Cf. M. VIDAL, Ética de la sexualidad..., p. 144: el comportamiento masturbatorio accidental no compromete la
evolución psicológica del sujeto, por eso es éticamente inapreciable porque no compromete apenas el porvenir
psicológico del sujeto; mientras que el comportamiento habitual (vicio masturbatorio) deja una fijación malsana; por ello
es éticamente reprobable (cf. ID., Moral de actitudes. Moral de la persona..., p. 697). Además, un estudio histórico de la
cuestión demuestra que “la moral sexual se apoyaba en concepciones precientíficas de la sexualidad” (ib., p. 700); de esta
forma se condena a la masturbación porque desperdicia inútilmente la finalidad que la naturaleza le ha dado a los
espermatozoides, dada además su sobreabundancia y la facilidad con que los mecanismos de la naturaleza misma los
Sin embargo, semejantes criterios nos parecen erróneos porque aquí el grado de madurez es de
índole moral y no meramente psicológico o por edades evolutivas; porque la persona humana es “una en
cuerpo y alma” (GS 14 a), precisamente en virtud de la unión sustancial, sin la posibilidad de distinciones
dualistas para determinar cuál esfera de la misma queda más afectada sin involucrar al resto en su
conjunto; y porque, en definitiva, no se puede caer en la gradualidad de la ley119. La norma moral sobre la
masturbación es una y la misma: intrínseca ilicitud de la masturbación, siempre, para todas las edades y en
toda situación. No hablamos de la responsabilidad o imputabilidad -capítulo segundo que acabamos de
ver- que, aún poniéndonos en el más extremo de los casos en que no fuera imputable al sujeto -conciencia
invenciblemente errónea-, con todo, la persona no hace el bien -no contribuye a la realización de su bien
integral y fin último-, sino al mal, aunque no fuera responsable de ello (no es pecado o culpa moral). La
moral es la “cuestión seria” de nuestra vida porque en cada acto nos jugamos la vida eterna, aunque esto sí
en diferente grado; y porque ella no se contenta con ayudar al sujeto sólo a no pecar, sino que tiene como
meta fundamental la perfección de la persona en cuanto persona (afianzamiento del sujeto en la verdad, en
el bien moral, en la felicidad verdadera y en la virtud).

No obstante es lícito hablar de la ley de la gradualidad (cf. FC 34), y por eso el buen educador
moral aprende de la pedagogía paciente, practicada por el Maestro con sus discípulos. Por tanto
comprende que, en orden a la pérdida de la virtud de la castidad, no repercute con igual intensidad un acto
aislado de masturbación -aunque su moralidad e imputabilidad ha de juzgarse en sí misma, con
independencia respecto a la totalidad de la vida del sujeto tomada en su conjunto, y en base exclusiva a las
fuentes anteriormente enumeradas-, en aquel que lleva tiempo anclado en la virtud con aquel otro que está
esclavizado habitualmente por el vicio lujurioso. El sujeto afianzado en la virtud, con la ayuda de la
Gracia, fácilmente saldrá.

Sin embargo, el adolescente, por ejemplo, que cayera en el vicio masturbatorio, dada la
desintegración habitual en sus pasiones y pulsiones que lo esclavizan y que contribuye a la ceguera de
espíritu en su razón práctica, esto mismo dificultará gravemente el desarrollo normal de su personalidad
moral, y le puede llevar a una “ipsación” o cerrazón egocéntrica en sí mismo que le hace escapar de los
problemas reales y que le incapacita para el amor maduro e interpersonal. La persona entonces puede
llegar a quedarse en una adolescencia inmadura y perpetua, con independencia de la edad en que se
encuentre. Pero la inmadurez es antropológica y moral -secuelas del vicio de la lujuria- y puede influir
como consecuencia en la madurez psicológica, situándose aquélla por encima de ésta; no al revés120.

B. PECADOS DE IMPUREZA.

elimina: la procreación (cf. ib., p. 700-701). Hemos de aclarar que nos parece acertado afirmar -con Vidal- que la
masturbación, considerada en sí misma, no conlleva de forma automática una inmadurez psicológica o mucho menos
denota la existencia de una enfermedad psíquica. Pero nos parece erróneo sostener, tal y como hace este autor, que de los
errores biológicos propios de épocas pasadas -por ejemplo, el papel pasivo del óvulo-, se ha de concluir la invalidez de la
argumentación moral ofrecida por los teólogos medievales sobre la ilicitud de la masturbación o de la contracepción; en
ambos casos se atenta contra las fuentes inmediatas de la vida, tal y como veremos en su momento.
119
Cf. M. VIDAL, Ética de la sexualidad..., p. 144.
120
Cf. M. VIDAL, Ética de la sexualidad..., p. 115; p. 146-147. Las ciencias psicológicas, biológicas y médicas, son
ciencias auxiliares de la moral, a través de la mediación de una antropología trascendente. Entre la ciencias auxiliares y la
moral, la antropología constituye una mediación imprescindible, pues integra en todo armónico que les supera, los
diversos resultados de las ciencias auxiliares que tienen por objeto el estudio del hombre; cf. L. MELINA (Dir), El
actuar del hombre. Moral Especial, Edicep, Valencia 2001, p. 67-75. Es verdad que del “ser” factual o fenomenológico
no se puede pasar directamente al “deber ser” (falacia naturalista); pero sí a través de la necesaria mediación
antropológica.
Lugar aparte corresponde a los deseos impuros -concupiscencia de la carne- (contra el 9º
Mandamiento)121. En los manuales de moral se distinguían dos actos y vicios diferentes: la lujuria y la
impureza; los primeros van contra la virtud de la castidad; mientras que los segundos se oponen
directamente a la virtud de la pureza, la cual forma parte integral -a su vez- de la virtud de la castidad122.
Nos referimos a aquellos actos meramente internos o también externos que pueden conllevar cierta
excitación sexual, como pensamientos, gestos de ternura -besos, abrazos entre novios o entre parientes y
amigos-, deseos, miradas, conversaciones, lecturas, que, en virtud de su objeto moral no son ilícitos -son
buenos en principio-.

Su connotación ética les viene por la rectitud de intención y en virtud de las circunstancias, las
cuales pueden transformar dichos gestos en actos lujuriosos o poner en peligro próximo e indebidamente
al sujeto de caer en pecado mortal. En tales casos el valor del gesto dependerá de la pureza y del desinterés
de su amor, de la cantidad, de la calidad de los mismos, y de la situación en que uno y otro sujeto se
encuentren. Se trata de un campo siempre difícil de calibrar -por ejemplo durante el noviazgo- y en el que
se ha de evitar todo planteamiento minimalista en el cual se apure al límite hasta dónde el sujeto pueda
llegar sin correr peligro de “abrasarse”. Afectividad y genitalidad están profundamente unidas, cuando lo
primero se encamina hacia lo segundo. En este campo se ha de preferir siempre quedar prudentemente de
menos en las expresiones, pues esto también es amor maduro e interpersonal. La mortificación de los
sentidos (internos y externos), la devoción a la Virgen -cuya mirada nos “castifica” y “virginiza”-, y la
penitencia -en cuanto virtud unida intrínsecamente al Sacramento- constituyen medios espirituales
irrenunciables también para el hombre de hoy tan necesitado de “gafas personalistas”, ávidas en
contemplar la belleza y el bien del amante y del amado en cada parte del cuerpo propio y ajeno, lo cual
capacita al sujeto para amar y ser amado, su vocación fundamental.

CAPÍTULO 4º. FECUNDIDAD DE LA PERSONA HUMANA Y “PATERNIDAD


RESPONSABLE”.

Hasta el momento presente hemos reflexionado singularmente sobre la relación que existe entre los
dos primeros elementos constitutivos -identidad y diferencia sexuada; capacidad de amar- de lo que hemos
denominado “el misterio nupcial de la persona”. A partir de ahora reflexionaremos específicamente sobre
la vinculación entre el segundo -capacidad de amor- y el tercer elemento de dicho misterio: fecundidad
física y/o espiritual (paternidad y maternidad responsable), si bien comprobaremos hasta qué punto están
involucrados inseparablemente los tres elementos del mismo. La fecundidad de la persona se da en todas
las vocaciones: en los casados, y en los consagrados. En realidad lo decisivo y de última importancia no es
tanto la transmisión de la vida física, sino sobre todo, la paternidad y maternidad espirituales123. Por
consiguiente, cuanto a continuación se afirma respecto a los esposos y padres -analogado principal-, de
forma semejante se ha de aplicar, salvando ciertamente las distancias, a la fecundidad espiritual, de la cual
también los consagrados participan.

Resulta significativo que tanto el Concilio Vaticano II en la Constitución pastoral Gaudium et spes
como la Encíclica Humanae vitae, ante las falsas expectativas neomalthusianas sobre el crecimiento de la

121
CCE 2514-2527.
122
Cf. M. VIDAL, Moral de actitudes...., p. 682.
123
Todos los progenitores, de alguna forma, son padres y madres “adoptivos”, incluso de los hijos propios, porque cada
día tienen que engendrarlos mediante la educación y en la vida cristiana. Y esto vale para todos, los que participan en la
paternidad y maternidad física-espiritual, y los consagrados, que cooperan en la generatividad espiritual -la más
definitiva en la novedad del Evangelio-. Por tanto, no sólo cada cual ha de ser “padre” y “madre” de sí mismo, al
autoengendrarse en la fe y en la vida cristiana; sino que también tenemos como tarea primordial ayudar a que Cristo y la
Iglesia engendren y nutran a otros. Cf. GREGORIO DE NISA, De vita Moysis, II, 2-3: PG 44, 327-328; cf. Veritatis
Splendor 71.
población, preocupación histórica del momento, tuviera que subrayar nítidamente el carácter fecundo del
amor conyugal. Con ello se establecía una vez más un puente entre los tres elementos que conforman el
misterio nupcial de la persona. El amor conyugal es plenamente humano, total, fiel y exclusivo, fecundo
(cf. HV 9). Todo amor es fecundo, pero el amor conyugal lo es por doble motivo. Por su propia naturaleza
está ordenado a la procreación y educación de la prole (cf. GS 48 a; 50 a); de tal forma que los hijos son
corona y cumbre más alta del amor conyugal (el don más excelente del matrimonio y del amor conyugal -
tal y como pedía uno de los cuatro Modos de Pablo VI de última hora-)124, y ellos contribuyen de forma
eminente -“máximamente”, dice el texto conciliar- al bien de los esposos, y por consiguiente, al
crecimiento genuino de su amor esponsal. Negar o disimular el carácter fecundo del amor conyugal sería
desvirtuar esencialmente la doctrina Conciliar sobre el matrimonio y sobre el misterio nupcial de la
persona.

A. LA “PATERNIDAD RESPONSABLE” EN EL VATICANO II.

El principio de “paternidad responsable” -mejor aún: “procreación responsable”- es tratado por


vez primera en la historia por el Concilio Vaticano II, en la Constitución “Gaudium et spes ”(GS 50-51).
La misión más propia de los esposos es la de ser padres. La grandeza de esta misión se debe a dos razones,
unidas entre sí: a) porque nadie como los esposos son colaboradores del amor de Dios Creador y como
sus intérpretes (cf. GS 50b), estableciéndose así una relación singular e inmediata entre ellos y el Creador;
b) porque los esposos están involucrados en la existencia de una nueva persona humana, la cual constituye
el valor máximo en el universo creado del ser, “única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma”(GS 24). Para que exista una nueva persona humana hacen falta, pues, que concurran -en un
encuentro misterioso- dos actos libres: un acto Creador de Dios y otro acto concreador de los esposos125.

En el principio de “procreación responsable”126 hemos de distinguir dos momentos diferentes, cuya


confusión ha acarreado gravísimas consecuencias: ética de la decisión procreadora (A); y ética de la
ejecución o cuestión de los medios a emplear (B). Recordemos a este respecto que las fuentes de
moralidad de los actos humanos según la teología clásica son el objeto moral (a), fin o intención del
agente (b), y circunstancias (c); la principal connotación moral de nuestros actos vienen por su moralidad

124
Cf. Modus 71, p. 8, lin. 11; cf. V. FAGIOLO, Essenza e i fini del matrimonio secondo la Costituzione Pastorale
“Gaudium et Spes” del Vaticano II, en Ephemerides Iuris Canonicis 23 (1967) p. 169-170.
125
Cuando los esposos realizan el acto sexual conyugal en período fértil, por esto mismo y de forma objetiva, ponen de
su parte todas las condiciones necesarias y suficientes que de ellos dependen, para que Dios Creador -si El así
libérrimamente lo decide- pueda comenzar a existir una nueva persona humana. La densidad metafísica y moral de un
acto conyugal en tiempo fértil, por el hecho biológico de dicha fertilidad, es esencialmente diversa a un acto en período
agenésico. Nadie como a Dios, a los esposos y al posible “concipiendus” -el hijo que puede comenzar a existir- están
interesados conjuntamente en este acto libre mediante el cual los dos esposos se hacen “una sola carne” (Gn. 2, 24). En
correspondencia con el misterio nupcial de la persona humana, podemos emplear tres verbos que expresan tres formas
diversas de fecundidad, reservando con precisión a sus respectivos agentes: generación y creación (Dios); pro-creación
(hombres); reproducción (animales). Cf. A. SCOLA, Hombre-Mujer. El Misterio Nupcial, Ed. Encuentro, Madrid 2001,
p. 187: “Generación, procreación, reproducción identifican, por tanto, tres formas diferentes de fecundidad que, a su
vez, están relacionadas con los diferentes niveles de reciprocidad suprasexual y sexual. Desde el perfecto y puramente
espiritual que se da en Dios mismo: generación; al asimétrico propio del hombre: procreación; al animal: reproducción”.
126
Cuando hablamos de responsabilidad en la paternidad o maternidad hemos de ver las diversas direcciones de dicha
responsabilidad. Los esposos son responsables “de” la posible existencia de una nueva persona humana, posibilidad
metafísica y real, no meramente lógica. Los esposos son responsables, sobre todo “ante” Dios, en último término y en
primer lugar. Si ellos son partícipes de la Creación de una nueva persona humana, es porque cooperan con el único que
puede crear, Dios. Por eso ellos son “con-creadores” -“pro-creadores”- responsables “con” Dios; y Dios permanece
siempre como causa principal: “Tú mis riñones has formado, me entretejiste en el seno materno” (Sal. 139 [138], 13).
Dios crea directamente el alma, y el cuerpo -con el cual está destinado a unirse sustancialmente- con la cooperación
imprescindible de los esposos.
en virtud del análisis primero del objeto -“contenido intencional básico”- que lo especifica. Sin embargo
genéticamente, tal y como se pone el problema en la procreación responsable, los esposos comienzan por
formarse un juicio con recta intención -segundo contenido intencional- (b), en conformidad a sus
circunstancias (c) concretas (ética de la decisión -A-), sobre el número de hijos; y después ellos se suelen
plantear qué métodos emplear (ética de la ejecución -B-), lo cual atañe a la moralidad “ex obiecto” (a).
Hemos de partir de un presupuesto elemental: el matrimonio se ordena por su propia naturaleza a tener
hijos (cf. GS 48 a; 50 a); hay que tener razones para lo contrario -y las puede haber, como veremos-; no al
revés. Por eso “paternidad y maternidad responsables” es tanto para tener, como para no aumentar el
número de hijos, por el momento o de forma definitiva.

1. Ética de la decisión procreadora (GS 50).

Los dos esposos -y nadie más, aunque con el consejo de otros: padres, amigos, confesores- son
responsables y decidirán en común y, en definitiva -ultimatim-, ante Dios, con rectitud de intención (b), si
deben o no poner las condiciones que de ellos se requieren para aumentar o no el número de hijos, en base
al discernimiento de las circunstancias (bien de los esposos, bien de los hijos -ya nacidos o por nacer-,
bienes materiales y espirituales, bien común de la Iglesia y de la sociedad)127 (c), interpretando así cuál es
la Voluntad de Dios Creador sobre ellos, los con-creadores de la vida humana, y siempre siendo generosos
en este campo.

2. Ética de la ejecución procreadora o de los medios a emplear (GS 51).

Si hasta el momento presente la Procreación responsable ha consistido en tomar una decisión con
rectitud de intención en base a las circunstancias personales a través de las cuales Dios parece hablar a los
esposos, a partir de ahora la cuestión que el Concilio afronta se concentra en la verdad de la elección o de
los medios a emplear, en virtud del objeto del acto querido. Supuesta la licitud moral en la decisión de los
esposos, no por ello les da licencia para recurrir a cualquier método, tanto para aumentar (por ejemplo,
mediante la fecundación o la inseminación artificial), como para no aumentar el número de hijos
(mediante los métodos artificiales de la esterilización o de la contracepción). En la elección de los medios
o métodos a emplear para llevar a cabo la recta decisión de los esposos sólo son lícitos los métodos
naturales para uno u otro caso.

El Concilio inicia esta cuestión con el planteamiento de un problema de moral matrimonial (GS 51
a): en la vida cotidiana hay situaciones en que los esposos no deben aumentar el número de hijos -un deber
moral en sentido estricto- y por otro lado puede -y sólo puede; no se trata de deber moral alguno- correr
riesgo la fidelidad matrimonial, e incluso hasta el bien de la prole puede verse comprometido cuando se
interrumpe la intimidad de las expresiones conyugales. El Concilio no plantea aquí un “conflicto de

127
¿Cuáles son las circunstancias enumeradas por el Concilio y que pueden influir en la decisión de los esposos en este
primer momento decisorio? La Gaudium et spes señala, en primer lugar, el bien personal de los esposos (a), y entre ellos,
también el de su salud, la cual puede aconsejar o desaconsejar -si corriera grave riesgo, por ejemplo un embarazo en una
mujer con grave cardiopatía- la decisión de querer tener o aumentar la prole. b) El 2º elemento circunstancial lo
constituye el bien de los hijos, y en primer lugar, el Concilio se refiere a los hijos ya nacidos, tanto para tomar una
decisión negativa, por ejemplo, porque un nuevo hijo constituya una imposibilidad o grave dificultad en poder educar y
nutrir los ya existentes; como, por el contrario, para tomar una decisión positiva, porque el tener un nuevo hermanito
supone un regalo inmenso para el mejor crecimiento, felicidad y educación del resto de sus hermanos. A continuación el
Concilio enumera el bien del hijo por nacer, refiriéndose principalmente a que los esposos puedan o no alimentar y
educar convenientemente a un nuevo hijo. c) La 3ª circunstancia corresponde a las condiciones materiales y espirituales
de la familia. El Concilio se percata de las dificultades sociales, también de las estrecheces económicas y de vivienda,
que a veces influyen -aun siendo injustas- a la hora de tomar esta decisión por parte de los esposos. Asimismo, la
situación favorable o el bien espiritual de los esposos pueden influir decisivamente en el deber de poner de su parte las
condiciones para aumentar el número de hijos. d) En 4º lugar los esposos han de mirar el bien común de la Iglesia
(nuevos hijos de Dios) y de la sociedad (nación, estado, remplazo generacional, etc.), pues los hijos son la máxima
contribución de los esposos al bien común de la Iglesia y de la sociedad.
deberes” morales -como algunos han llegado a afirmar-128, sino tan sólo tiene presente la dificultad en
armonizar los dos extremos del problema: la procreación, por un lado, y un gesto de amor conyugal
concreto (no el amor conyugal en sí mismo, el cual tiene múltiples medios de expresión y fomento), por el
otro. Resumen de la historia de la redacción de este texto en el Aula conciliar fue que no se debía
dramatizar en exceso sobre esta situación y, por consiguiente, el mismo experimentará una paulatina
dulcificación129.

El Concilio no aporta la solución definitiva a dicho problema; pero sí señala dos criterios
heurísticos, vía de solución al mismo (GS 51 b-c):

1º. Principio de no-contradicción (GS 51 b) entre las leyes divinas de la transmisión humana de la
vida, por un lado, y las leyes divinas que rigen el crecimiento genuino del amor conyugal, por otro. El

128
Así lo interpretaron algunas Notas de las diversas Conferencias Episcopales del mundo, tras la publicación de la
Encíclica “Humanae vitae”. Entre ellas, por la confusión que sembró, destaca la nota de la Conferencia Episcopal
Francesa (8-XI-1968), reunida en Lourdes: “La contracepción no puede ser jamás un bien. Siempre es un desorden. Pero
este desorden no siempre es culpable. Sucede, en efecto, que algunos esposos creen encontrarse frente a auténticos
conflictos de deberes. Nadie ignora las angustias en que se debaten los esposos sinceros, especialmente cuando la
observancia de los ritmos naturales no llega a darles una base suficientemente segura para la regulación de nacimientos.
Por una parte tienen conciencia del deber de respetar la apertura de todo acto conyugal a la vida; sienten igualmente en
conciencia el deber de evitar o retrasar una nueva vida, y no les cabe confiarse a los ritmos biológicos. Por otra parte, no
ven, por lo que a ellos les concierne, cómo renunciar actualmente a la expresión física de su amor sin que quede
amenazada la seguridad de su unión. A este propósito recordamos simplemente la doctrina constante de la moral: cuando
se está en una alternativa de deberes por la cual, cualquiera que sea la decisión tomada, no se puede evitar un mal, la
sabiduría tradicional prevé que se busque ante Dios cuál sea el deber mayor en el caso. Los esposos se determinarán en
base a una reflexión común, conducida con todo el cuidado que requiere la grandeza de su vocación conyugal. No
pueden jamás olvidar o menospreciar ninguno de los deberes en conflicto” (traducción de Marcelino ZALBA, Las
Conferencias Episcopales ante la Humana vitae, Ed. Cio, Madrid 1971, p. 146-147). Dicho conflicto de deberes, o de
valores, es absolutamente imposible según el “Principio de no contradicción” mencionado precisamente por el Concilio
(cf. GS 51 b). También diversos autores han caído en semejante interpretación, hablando de un “conflicto de valores” en
cuyo caso ha de elegirse el valor que aparezca más prevalente (cf. M. VIDAL, Moral de actitudes. Moral de la persona,
vol. II, 5ª ed., Ed. PS, Madrid 1985, p. 364-365) o bien de un “conflicto de conciencia”: “si, a pesar de esta interpretación
del magisterio eclesiástico, surgen para los católicos auténticos conflictos de conciencia, seguirá siendo válido el
principio básico de la inviolabilidad de la conciencia moral. Por tanto, la utilización moral de los métodos estrictamente
anticonceptivos ha de ser objeto del responsable discernimiento de los cónyuges, iluminado ese discernimiento por las
enseñanzas del magisterio eclesiástico” (M. VIDAL, Diccionario de Ética Teológica, voz “anticoncepción”, Ed. Verbo
Divino, Pamplona 1991, p. 30). Bien diversa es nuestra opinión al respecto: cuando algún teólogo no ve claro la verdad
de la norma moral enseñada por la Iglesia en cuestiones fundamentales que atañen a la salvación eterna -como es el caso
de la Humanae vitae-, esto no es óbice para que siga investigando las razones que argumentan en contra y a favor, y
verificar el grado de autoridad con la que el Magisterio propone la norma en cuestión; pero a su vez, es bastante fácil
para él poner entre paréntesis dichos argumentos, suspender nuestro juicio -al menos por el momento-, y aceptar de
entrada la verdad de dicha norma que la Iglesia nos enseña para su cumplimiento. De ahí que San Ignacio de Loyola, en
la decimotercera “regla para discernir con la Iglesia militante” exija la disponibilidad que todo cristiano debe tener,
incluso de cara al futuro, para aceptar aquello que la Iglesia nos enseña negro, aún cuando nosotros lo sigamos viendo
blanco. En esta “hipótesis límite” el conflicto se da entre dos niveles diferentes -por eso no es propiamente un conflicto
verdadero-, las dos máximas infalibilidades: el de nuestros sentidos, cuya máxima expresión para él es la vista (ver
blanco) con la certeza de la razón; y la certeza superior del conocimiento por la fe (creer que es negro). Nuestra
conciencia ha de estar dispuesta a sacrificar su juicio propio, en algunas cuestiones difíciles al menos, y ceder ante la
superioridad del conocimiento por la fe; cf. IGNACIO DE LOYOLA, Ejercicios Espirituales, n. 365, p. 94: “Debemos
siempre tener este principio para acertar en todo: lo que yo veo blanco, creer que es negro si la Iglesia jerárquica así lo
determinara; creyendo que entre Cristo nuestro Señor, Esposo, y la Iglesia, su Esposa, es el mismo espíritu que nos
gobierna y rige para la salvación de nuestras almas, porque por el mismo Espíritu y Señor nuestro que dio los diez
Mandamientos, es regida y gobernada nuestra santa Madre Iglesia”; cf. G. FESSARD, La dialectique des Exercices
Spirituels de Saint Ignace de Loyola, vol. II: Fondament - Peché - Orthodoxie, París 1965.
129
Así lo atestiguan tanto las diversas Redacciones generales del texto como las intervenciones reiteradas de los Padres
conciliares en el Aula; cf. Relatio ad Textum Receptum, n. 64 C, p. 50, lin. 18; Relatio ad Textum Recognitum, n. 55 B, p.
9, lin. 8. En las citaciones de las Actas conciliares del Vaticano II seguiremos una vez más la obra: Constitutionis
Pastoralis “Gaudium et Spes”. Synopsis Historica. De Dignitate Matrimonii et Familiae Fovenda, II pars, caput I,
edición preparada por Francisco GIL HELLÍN, Universidad de Navarra, Pamplona 1982.
Concilio comienza con el descarte de soluciones nefastas que algunos se atreven a dar ante tal situación,
tales como el aborto y el infanticidio. Descarta además otras vías ilícitas de regulación de la fertilidad: en
concreto la esterilización y las “artes anticoncepcionales” -como se decía en otro de los Modos de Pablo
VI- y que la Comisión redactora tradujo por “usos ilícitos contra la generación”130. El Concilio jamás
dudó de la ilicitud de la contracepción, tal y como se recoge en la famosa nota 14 (GS 51 c)131, en
múltiples intervenciones de la Comisión Redactora y de los Padres conciliares en el Aula.
A continuación inmediata, en el párrafo subsiguiente, el Concilio desarrolla de forma “positiva” el
principio de no-contradicción o leyes que rigen ambos polos del problema a armonizar: se trata de
transmitir la vida de modo dignamente humano (GS 51 c: modo homine digno); y del fomento del amor
conyugal a través de actos que sean conformes a la genuina dignidad humana (GS 51 c: secundum
germanan dignitatem humanan ordinati). Para conjugar armónicamente ambos elementos del misterio
nupcial de la persona no basta con tener recta intención y circunstancias graves, sino que los esposos han
de ajustarse a la primera fuente de moralidad de los actos: bondad por su objeto ético. Criterios objetivos -
añade el texto conciliar- que nacen de la naturaleza de la persona humana y de sus actos sexuales; criterio
que, además, es doble: consiste en el respeto del íntegro significado de donación mutua (entrega íntegra e
integrada de la persona de los dos esposos -cf GS 49 a-) y de procreación transmitida de forma
propiamente humana (cf. GS 51 c). La moral tradicional había insistido hasta el momento en el respeto a
la realización íntegra (completa) del acto genital intra-matrimonial para su licitud (con ello se aseguraba
su apertura a la posible transmisión de la vida); había llegado el momento de subrayar que, para su licitud,
dicho acto debía constituir también un gesto verdadero de donación de amor conyugal, pleno y personal
entre los esposos132.

130
Cf. G. CAPRILE, Il Concilio Vaticano II, vol. V, Roma 1966, p. 491; V. FAGIOLO, op. cit., p. 169-171; cf.
Responsum ad Modum 5, p. 5, lin. 22. La Comisión no tenía por qué seguir a la letra la enmienda Pontificia y prefiere
esta última locución -illicitis usibus contra generationem-, pues el término “artes” anticoncepcionales conlleva el empleo
de una cierta técnica; lo cual puede llevar a confusión, pues también los métodos naturales implican el conocimiento de
ciertas técnicas de auto-observación. Además, la Comisión redactora prefiere su inclusión, no en el actual número 51,
sino mejor dentro de los errores que se oponen al crecimiento del amor conyugal: egoísmo, hedonismo y usos ilícitos
contra la generación (cf. GS 47 b).
131
Cf. Nota 14 (GS 51). Además de citar diversos documentos del Magisterio en los que se afirma sin ambigüedad la
ilicitud intrínseca de la contracepción, el Concilio en dicha nota añade: “Ciertas cuestiones que necesitan más diligente
investigación han sido confiadas, por orden del Sumo Pontífice, a la Comisión para Estudio de Población, Familia y
Natalidad, para que cuando ésta acabe su tarea, el Sumo Pontífice dé su juicio. Permaneciendo así firme la doctrina del
Magisterio, el santo Sínodo no pretende proponer inmediatamente soluciones concretas”.
132
Cf. I. COLOMBO, Schema Constitutionis Pastoralis. Textus Recognitus et Relationes; Enmendationes Patrum ad
Textum Recognitum, Typis Polyglottis Vaticanis 1965, E/5619: “En donde el Esquema expone que los actos conyugales
significan y fomentan la plena donación (p. 48, lin. 36-37), no se dice explícitamente que ellos deban significar y
fomentar la donación plena de amor. Por ejemplo, no se afirma, sino solamente se oye furtivamente esta norma de su
moralidad: es decir, para que de este modo el acto sea moralmente bueno, es necesario que sean expresiones de amor”
(...). “Propongo que estas dos normas de moralidad se profieran y enseñen explícitamente en el Esquema. De este modo
la ética conyugal logra ser más completa. Ha llegado ya el momento de hacer entender claramente que todo ejercicio de
la facultad sexual, para que sea bueno, debe ser hecho ante todo en contexto de amor conyugal, verdaderamente cristiano
y desde una óptica de generosa, y a la vez, prudente fecundidad; y que no se atienda exclusivamente a la integridad física
de los actos, como, desgraciadamente, se ha hecho hasta ahora en la enseñanza de la doctrina moral”; cf. I. COLOMBO.,
ib.., E/5846: “En el n. 62, p. 48, lin. 34-37, el texto ha de cambiarse de la siguiente manera: ‘Este amor se expresa y
perfecciona con la obra propia, que es obra de la carne. Por tanto, los actos, con los cuales los cónyuges se unen entre sí,
íntima y ordenadamente, son honestos y deben significar y fomentar la plena y mutua donación; ciertamente ésta es una
de las principales normas de su bondad, de cuya plenitud faltaría y carecería en algo, si el acto no estuviera animado por
el amor. Razón: para que más claramente se muestre que el juicio ético sobre el acto de intimidad conyugal no se toma
exclusivamente de la finalidad procreativa, sino también del recto amor conyugal”. Es decir, para la licitud del acto
matrimonial no basta con su realización de forma íntegra (ilicitud de la interrupción del coito) -garantizándose así la
posible apertura a la vida-, tal y como con razón la tradición moral de la Iglesia ha insistido durante más de dos mil años;
sino que también, igualmente -a la luz de los conocimientos psicológicos y antropológicos- se ha de respetar el segundo
criterio objetivo para su licitud: que dicho acto constituya un gesto de donación plena y personal de amor intraconyugal.
Son dos, pues, los criterios objetivos de moralidad; no uno.
2º. Necesidad de la virtud de la castidad (GS 51 c). Para poder armonizar ambos polos del
problema moral planteado es absolutamente imprescindible la virtud de la castidad, contexto del
verdadero amor, en ambos esposos (cf. GS 51 c). Dicha virtud -enumerada aquí gracias a otro de los
“Modos” pontificios de última hora-133 constituye el segundo criterio heurístico y, una vez más, condición
indispensable que articula y custodia armónicamente los tres elementos del misterio nupcial de la persona,
aun cuando el Concilio aquí se centre singularmente en los dos últimos (amor conyugal maduro;
fecundidad física y/o espiritual).

El Concilio Vaticano II no podía aportar la solución concreta de cuáles son los medios lícitos a
emplear, no porque comenzara a poner en tela de juicio toda la moral tradicional hasta el momento, sino
por respeto a la encomienda que el Papa Pablo VI había realizado a la Pontificia Comisión para Estudios
de Población, Familia y Natalidad respecto a la contracepción química (cf. nota 14; GS 51 c). Este paso lo
dará definitivamente la Encíclica "Humanae vitae".

B. LA PROCREACIÓN RESPONSABLE EN LA ENCÍCLICA “HUMANAE VITAE”.

El objetivo que se propuso la Encíclica Humanae vitae fue estudiar la contracepción química
(píldora anovulante). No es que se dudara de la ilicitud de la contracepción y de otros métodos artificiales
de regulación de la fertilidad humana; sino que no se sabía cómo funcionaba la píldora de progesterona, un
descubrimiento del momento; y si era un contraceptivo -como se comprobó después- no se dudaba de su
ilicitud intrínseca134.
133
Otro de los cuatro Modos de Pablo VI (cf. Modus 98 c, p. 8, lin. 15; lin. 28) solicitaba que, tras la enumeración del
Principio que hemos denominado de no contradicción entre amor y procreación (GS 51 b), se hiciera una alusión a la
absoluta necesidad de la virtud de la castidad conyugal: “para superar las dificultades, se requiere absolutamente que los
esposos cultiven la castidad conyugal con espíritu sincero”. Dicha alusión aparecía desde el primer Esquema, pero había
desaparecido misteriosamente en posteriores redacciones. Cf. V. FAGIOLO, op. cit., p. 170; G. CAPRILE, op. cit., p.
491. La Respuesta de la Comisión redactora es su nueva inclusión, no en el lugar sugerido, sino en el siguiente párrafo
del número 51, “ya que de este contexto ciertamente pueden concluir que este Santo Sínodo propone a la castidad
conyugal como el único medio para superar las dificultades” (cf. Responsum ad Modum 98 c, p. 9, lin. 15; lin. 28). Con
todo respeto, la razón aducida por la Comisión para su traslado no nos convence del todo, porque, repetimos una vez
más, reconocemos que la virtud de la castidad no es el único medio para lograr dicha armonización entre los dos polos
del problema moral -hasta aquí de acuerdo-; pero constituye un medio absolutamente imprescindible, y esto también ha
de afirmarse para toda madurez del amor personal. También resulta de gran interés el estudio de la historia de la
redacción de una segunda mención -casi tímida y extremadamente breve- respecto a la virtud de la castidad en el actual
GS 49 b. En los primeros esquemas se explicitaba más ampliamente: “La castidad conyugal sigue de la naturaleza,
ordenación y virtualidad del amor conyugal mismo. Por tanto, allí donde florece la castidad, florece el amor conyugal
verdadero. De este sagrado pacto de amor también brilla la razón y dignidad de la castidad de los solteros. La misma
reverencia debida al matrimonio prohíbe a quien, amparado fuera del matrimonio, imite de forma mentirosa lo que por su
naturaleza es signo sólido de amor conyugal y de la alianza. Así pues, lo que la Iglesia, intérprete de las leyes divinas,
enseña sobre la castidad y sobre la pureza, tanto para los casados como para los solteros, no coarta en nada a la persona
humana, sino más bien protege la libertad de los peligros y allana la vía del verdadero amor conyugal” (Adnexum I,
Schema II, B, Schema De Ecclesia in mundo huius temporis, -Anexos al Esquema primero o de Lovaina-, Dignitas
matrimonio et familiae, Acta Synodalia III/V 158-168, n. 4, en F. GIL HELLÍN, op. cit., Apendix. Adnexum, p. 147).
Pero en el primer Esquema conciliar dicha mención desapareció del texto; reaparece en el Segundo Esquema con nueva
redacción, en donde se expresa tan sólo que los actos conyugales han de realizarse “ordenadamente” (cf. Schema Textum
Receptum, n. 62, p. 48, lin. 34-37). En la Relación que acompañaba al tercer Esquema se sustituye el adverbio
“ordinatim” por “caste”, “para que el orden moral sea indicado en la cuestión según la virtud propia (específica)” (cf.
Relatio ad Textum Recognitum, n. 53 E, p. 7, lin. 34), y así quedaría en la redacción definitiva que hoy conocemos (cf.
GS 49 b).
134
A la hora de interpretar una Encíclica no existen Actas, como, en cambio, sí ocurre en los Concilios. En el caso de la
Humanae vitae de alguna manera suplimos esta laguna porque conocemos las aportaciones de la Comisión pontificia
para reflexión del tema propuesto y sus Informes contenidos en el denominado “Dossier de Roma”. De este modo
podremos comprobar cuáles argumentos entraron en la Encíclica y cuáles no. En segundo lugar, la píldora suministra
progesterona sintética -hormona de la maternidad que engaña al cuerpo de la mujer como si estuviera embarazada- para
impedir la maduración de los óvulos en el ovario, y su consiguiente expulsión a las trompas de Falopio, lugar en donde
suele suceder la fecundación con los espermatozoides que suben a su encuentro; por consiguiente si no hay óvulo, dicho
encuentro no sucede, actuando como un método barrera que impide la unión entre ambos gametos.
1. Los presupuestos.

El presupuesto primero -de índole antropológico- e implícito del que parte la Encíclica es la unidad
sustancial de la persona humana. Hay leyes biológicas -ritmos de fertilidad en la mujer- que forman parte
esencial del misterio nupcial de la persona humana en cuanto corpórea (ley natural), en virtud de la unión
sustancial que existe en el ser humano entre alma y cuerpo (HV 10 b). Por consiguiente la fecundidad
biológica del varón y de la mujer pertenece esencialmente al primer elemento del misterio nupcial de la
persona humana -una de las inclinaciones básicas del ser humano- y se encuentra en profunda relación
inseparable con el amor interpersonal maduro (2º elemento) y con la fecundidad física y/o espiritual
(elemento 3º). De ahí la densidad metafísica y moral de los actos sexuales en virtud de su fecundidad
actual por su relación potencial con otras vidas de personas humanas, ya que Dios no ha querido tener otro
espacio Creador para ello.

El segundo presupuesto lo constituye la distinción entre lo que, posteriormente, se ha denominado


la racionalidad ética y lógica técnica sobre las fuentes potenciales de la vida humana. Hay dos
significados fundamentales de la razón práctica con dos tipos de racionalidades o lógicas diferentes, a su
vez, que nosotros resumimos por razones de brevedad en este esquema135:

RACIONALIDAD TÉCNICA RACIONALIDAD ÉTICA

1. Inventar el Proyecto 1. Proyecto inventado por Dios.

2. Criterio de eficacia y del mal menor 2. Criterio de adecuación a la verdad


objetiva conocida por el hombre.

3. Relación de absoluto o casi absoluto 3. Relación de absoluto respeto a la


dominio (con ciertos límites “razonables”) Verdad conocida respecto al hombre.

4. Obrar transeúnte que perfecciona 4. Obrar inmanente que perfecciona


sobre todo la obra externa realizada (fabricar) sobre todo al sujeto (actuar).

La confusión y suplantación de la lógica ética por la racionalidad técnica ha significado la


destrucción de la moral por parte del sistema Proporcionalista y Consecuencialista contemporáneos136. Un
ejemplo lícito de racionalidad ética, propia del campo de las virtudes, lo constituye la denominada
abstinencia periódica -condición necesaria para la virtud de la castidad en los esposos-; mientras que la
contracepción implicará siempre la usurpación de la lógica técnica en un campo que no le es propio. No
obstante, téngase en cuenta el atractivo de la lógica técnico-científica para una cultura en la que priman la

135
Cf. JUAN PABLO II, Encíclica Veritatis Splendor, n. 38-41; cf. C. CAFFARRA, Ratio techica, ratio ethica en
Anthropotes. Rivista di studi sulla persona e la famiglia, año V, n. 1 (1989), p. 129-146; A. FERNÁNDEZ BENITO, en
VARIOS "Enséñame tus caminos para que siga en tu Verdad", Edicep, Valencia 1993, pp. 179-181.
136
Cf. J. RATZINGER, Una mirada a Europa, Ed. Rialp, Madrid 1993, p. 157-163; cf. BENEDICTO XVI, Enc. Spes
salvi, 20-23; cf. FERNÁNDEZ BENITO A., Instrucción Dignitas personae sobre bioética. Claves para su recepción, en
“Teología y Catequesis” 11(Julio-Septiembre 2009) p. 83: “El imperativo tecnológico sostiene que todo lo técnicamente
posible ha de admitirse -he aquí su carácter imperativo o de deber ético- en nombre del progreso humano. Y si es
técnicamente posible, los médicos, los biólogos y las leyes civiles han de ponerse a nuestro servicio para conseguirlo con
eficacia, cueste lo que cueste. Ahora bien, hemos de preguntarnos, ¿de qué progreso humano se está hablando?, ya que
éste, por sí mismo, no es ni bueno, ni malo. La actividad humana será buena si contribuye a la realización de la persona
en alguna de sus dimensiones o inclinaciones esenciales que conforman la ley natural y su forma propiamente humana de
realizarse; será ilícita en caso contrario. Aparece nuevamente aquí la necesidad de la mediación antropológica -que se
base en la dignidad inconmensurable de la persona- como garante sólido de los derechos humanos. El progreso será
bueno si contribuye al bien de cada persona y de cada institución intermedia que conforma la sociedad -el bien común-
(CCE 1906)”.
eficacia de los resultados, como es la nuestra. La aplicación de los descubrimientos científicos a la técnica
se denomina “tecnología”137

Si aplicamos lo recién afirmado a la cuestión que nos ocupa lo podemos resumir en la respuesta
que demos a la siguiente pregunta: ¿qué tipo de dominio humano tiene el hombre sobre las fuentes de la
vida? -verdadero hilo conductor de la Encíclica- (HV 2-3; 13 b). El ser humano tiene cierto dominio
técnico para curar su cuerpo -finalidad terapéutica-, también lo que atañe a su genitalidad, guiado por los
principios de tolerancia del mal menor, de totalidad, doble efecto, y de eficacia; pero con estos límites
éticos infranqueables. Ahora bien respecto a las acciones voluntarias de la expresión genital de la
sexualidad humana, en cuanto fértiles -generativas potenciales de la vida de otra persona- y en cuanto que
el inicio de su expresión depende exclusivamente de la libertad humana de los esposos, una vez que se
haya iniciado, no admite manipulación alguna -por ejemplo impidiendo la fecundación- mediante la lógica
técnica sobre dicho proceso, porque Dios Creador está involucrado (HV 13 b), y porque la existencia
posible de otras personas humanas dependen de ello138. En este campo de las expresiones voluntarias de la
genitalidad humana solo cabe, o autodominio ético (abstinencia, parte integrante de la virtud de la
castidad), o inicio del mismo con todas sus consecuencias, sin interferencia alguna de intervenciones
según la lógica técnica (cf. HV 10; 21).

2. Una única Norma moral, en doble formulación.

Una sola Norma moral enseña la “Humanae vitae”, infalible en la práctica, no porque así lo haya
afirmado expresamente la Encíclica, sino porque ha reiterado una doctrina que ya era enseñada
infaliblemente por la Iglesia en actos Magisteriales anteriores, de forma -además- ininterrumpida durante
más de dos mil años. En efecto, la Encíclica ofrece una única norma moral, pero en dos formulaciones:
una positiva (HV 11) -que nos hace captar mejor el valor que se intenta promover: la vida humana-139; otra

137
Cf. L. MELINA, Reconocer la vida. Problemas epistemológicos de la bioética, en A. SCOLA, ¿Qué es la vida?, Ed.
Encuentro, Madrid 1999, p. 85-87: la concepción diferente de “ciencia” en la época moderna ha sido determinante; el
primer elemento metodológico lo aportó Galileo, pues el objeto de la ciencia ya no será el estudio de las esencias -como
en la ciencia antigua y medieval-, sino las cantidades mensurables de los cuerpos, recurriendo al experimento -no a la
experiencia- para arrancarle su secreto. El segundo elemento es la relación intrínseca de este método de investigación con
la posibilidad de aplicar eficazmente sus resultados: es la relación entre ciencia y tecnología. La novedad de la época
moderna no estriba tanto en la técnica, cuanto en la aplicación tecnológica de los descubrimientos científicos. Debajo se
encuentra el axioma de Bacon: “scire est posse” (saber es poder); la relación entre ciencia y poder hoy se encuentra con
nuevas posibilidades de la biotecnología. La naturaleza ha pasado de ser “mater” (madre) a sólo materia informe,
depósito de materiales con los que el ingenio humano tratará de multiplicar indefinidamente sus invenciones, a
disposición de su manipulación poderosa.
138
Cf. HV 13 b: “Al igual que el hombre no tiene un dominio ilimitado [sí tiene un cierto dominio técnico limitado -
curativo-, es decir, con límites éticos infranqueables] sobre su cuerpo en general, del mismo modo tampoco lo tiene, con
mayor razón, sobre las facultades generadoras, en cuanto tales, en virtud de su ordenación intrínseca a originar la vida,
de la que Dios es principio. 'La vida humana es sagrada, recordaba Juan XXIII; desde su comienzo, compromete
directamente la acción creadora de Dios”. Para el concepto bíblico y patrístico de autodominio parafraseamos I Cor. 3,
22-23: “Todo -lo infrahumano- es vuestro; pero vosotros -también en cuanto al cuerpo humano- sois de Cristo; y Cristo,
de Dios”. Se trata de una analogía de proporcionalidad con similitud entre una triple relación: así como Cristo se sometió
libremente a la voluntad de Dios Padre y por eso fue ensalzado como Señor -incluso en cuanto hombre- por encima de
todo lo creado (Flp. 2, 5-11), así nosotros (incluido el cuerpo de la persona humana) somos de Cristo, el Señor; y así todo
lo infrahumano -creado por Dios- será nuestro. Esto mismo era lo que el Informe minoritario afirmaba en contra de los
de la mayoría en la Pontificia Comisión sobre Población, Familia y Natalidad, creada por Pablo VI para asesoramiento
en el tema de la contracepción química. Cf.“Dossier de Roma”, Status Quaestionis, I, Apartado D, n. 2, en J. M.
PAUPERT, Contrôle des naissances et théologie. Le Dossier de Rome, París 1967, p. 167: “Esta inviolabilidad siempre
fue tributada a los actos y procesos que son biológicos; no en cuanto biológicos, sino en cuanto humanos, es decir, en
cuanto son objeto de los actos humanos (voluntarios), y están destinados por su naturaleza al bien de la especie humana”
(en cuanto generativos de nuevas vidas humanas); cf. Status Quaestionis, I, Apartado C, n. 3, op. cit., p. 168.
139
Cf. “Humanae vitae” 11: todo y cada acto conyugal ha de quedar abierto a la vida, en lo que depende del
comportamiento de los esposos. Nótese que en las traducciones de la Encíclica a las diversas lenguas vernáculas se añade
una expresión latina que lo acompaña (“quilibet matrimonii usus”), a fin de precisar que se trata de todos y cada uno de
negativa (HV 14), más precisa desde el punto de vista moral -porque nos define con exactitud el objeto
moral del acto-, que, en su formulación de mínimos, no admite excepción alguna. Profundicemos en la
formulación negativa de la norma moral enseñada por la Encíclica:

a) Se rechaza en primer lugar, absolutamente (omnino), como analogado principal, sobre todo
(praesertim) el aborto y los abortivos (HV 14 a)140, porque, en realidad, constituye un homicidio -la
supresión deliberada de la vida de un ser humano inocente-, bien de una forma cierta -aborto-, bien con
gran probabilidad -abortivos-.

los actos sexuales, y no sólo la globalidad o conjunto de los mismos (Principio de “globalidad”).
140
El circunloquio empleado por la Encíclica “interrupción del proceso generador ya iniciado” corresponde
históricamente al descubrimiento de los primeros anti-implantatorios (abortivos, por tanto), que impiden al embrión
humano -en los primeros momentos de su existencia- anidarse en el endometrio o cavidad interna del útero materno. La
expresión no corresponde a “interrupción del coito” pues equivaldría a una redundancia lingüística en el texto. Los
avances tecnológicos han posibilitado nuevas formas químicas de intercepción y contragestación. Cuando el óvulo
maduro es expulsado por el ovario, éste desciende por las trompas de Falopio hacia el útero. Normalmente la
fecundación ocurre en las trompas, y después el cigoto emprende su marcha y se implanta en el endometrio. Si las
técnicas abortivas interceptan el embrión antes de su anidación en el útero se les denomina interceptivas o anti-
implantatorias; cuando provocan la eliminación del embrión apenas implantado se les denomina contragestativas (cf.
Instrucción Dignitas personae n. 23). Los dos abortivos principales en el momento actual -aparte del antiguo DIU o
Dispositivo intrauterino- son: la “píldora abortiva” RU 486 (Misoprostol), de efecto contragestativo, al bloquear la
hormona del embarazo, que impide el proceso de gestación; y la “píldora del día después” (Norlevo), un elevado
contenido en progestágenos, con efecto principalmente interceptivo o anti-implantatorio, que la mujer toma
inmediatamente después de una relación sexual, cuando sospecha que haya podido quedar embarazada. Se les presenta a
ambos -mediante manipulación del lenguaje- como “contracepción de emergencia”; en realidad, no se trata de ningún
método contraceptivo o de barrera, que impida que espermatozoide y óvulo se junten para dar comienzo a la vida; sino
que son abortivos, pues actúan sobre la vida ya existente; no se trata de medicamento alguno, pues no cura, ni alivia
ninguna enfermedad. Conlleva la gravedad moral de una voluntad que intencionalmente es homicida (en virtud de su
objeto moral -actus interior-), aún cuando actúe imprudentemente con conciencia dudosa sobre la probabilidad de que
haya sucedido la concepción de un ser humano; razón por la cual no incurre en pena canónica de excomunión latae
sententiae, a diferencia del aborto, en el cual, producido su efecto, hay certeza absoluta de un crimen nefasto (CIC 1398;
1401). Ahora bien, desde el punto de vista moral, aborto y abortivos pertenecen a una misma especie moral o “escalón”
de suma gravedad (cf. HV 14 a), aun cuando contraceptivos y aborto son “dos ramas -diferentes- de un mismo árbol”
(EV 13)-. Por tanto la “contracepción de emergencia” equivale al “aborto en casa”, en el sentido en que incluso elude el
cumplimiento de aquellos requisitos -indicaciones y plazos- que establecen las leyes civiles para la despenalización del
aborto, y con la pretensión de reducir al máximo su privaticidad entre la mujer y su médico o farmacéutico. Cf. M.
VIDAL, Diccionario de Ética Teológica, voz “interceptivos”, Ed. Verbo Divino, Pamplona 1991, p. 320: este autor no
engloba los interceptivos dentro de la connotación ilícita de los abortivos, y la argumentación todavía nos parece más
sorprendente; según él, los interceptivos actúan sobre un óvulo fecundado (un ser humano), antes del momento de
anidación, mientras que los abortivos actúan después de ella. En contra del Informe Warnock -en que él se apoya- hemos
de afirmar que, aun cuando el ser humano en los primeros días de su existencia, a partir de la fecundación, normalmente
en las trompas de Falopio, y hasta su implantación en el endometrio (12º-14º día) es divisible (gemelos monocigóticos o
univitelinos), esto no prueba que no se trate, desde el instante mismo de su fecundación, de un ser humano, individual,
aunque sea divisible; a partir del 14º día seguirá siendo individual -el mismo individuo- e indivisible. Además, Vidal
añade otro argumento: “los métodos interceptivos no tienen una orientación directa e inmediata a la destrucción del
óvulo fecundado. Lo que hacen es crear unas condiciones que impiden la anidación, la cual no tiene un grado de plena
normalidad y exigencia para todos los óvulos fecundados” (p. ib., 320; cf. M. VIDAL, Moral de actitudes. Moral de la
persona, vol. II, 5ª ed., Ed. PS, Madrid 1985, p. 375); por eso -añade- su moralidad ha de ser valorada en una situación
intermedia entre abortivos y métodos anticonceptivos. Como se puede comprender no se puede comparar la desaparición
por muerte natural de un ser humano -aunque sea en las primeras fases de su existencia-, a su deliberada supresión por
parte del hombre. La conclusión del autor es todavía más sorprendente: “los métodos interceptivos no son
procedimientos moralmente aceptables para controlar la natalidad si existen otros de actuación menos comprometedora
para la vida humana” (ID, Diccionario de Ética Teológica..., p. 320, n. 3); sin embargo, “en situaciones de notable
gravedad” -por ejemplo en caso de violación (cf. ID, Diccionario de Ética Teológica..., voz “embrión humano”, p. 207, n.
3; cf. ID, Moral de actitudes..., p. 375-376)- han de aceptarse los métodos interceptivos “cuando sea imposible el recurso
a otros medios” (ID, Diccionario de Ética Teológica..., p. 320, n. 3 b).
b) En segundo lugar, igualmente (pariter) se rechaza la esterilización, perpetua o temporal, en el
hombre o en la mujer (HV 14 b)141; y, además (item), a continuación inmediata, se condena la
contracepción antecedente (entre las cuales se encontraba la “píldora anovulante de progesterona”),
concomitante (preservativos, interrupción del coito) y consecuente (lavados vaginales, espermicidas y
ovicidas) (HV 14 b).

Lo importante es la definición rigurosa -en virtud de su objeto ético querido- desde el punto de
vista moral de la ilicitud grave e intrínseca de la contracepción (y de la esterilización) -métodos barrera
que impiden que espermatozoide y óvulo se unan-: una acción voluntaria que se propone -como fin o
como medio142-, que quiere deliberadamente impedir ("impediatur" -HV 14 b-; "impediunt" -HV 16 c-) la
procreación. La malicia de la contracepción proviene fundamentalmente de su objeto ético -contenido
intencional básico-, el cual consiste en una contradicción en la intencionalidad libre de los esposos. Una
cosa es no querer; y otra cosa es no querer, pero queriendo impedir algo (un bien; “alguien”) que ellos
mismos han querido dar inicio libremente. Los esposos, al realizar el acto conyugal en tiempo fecundo o
posiblemente fértil, por esto mismo, ellos ponen de su parte todas las condiciones necesarias y suficientes
que se requieren para que, si Dios Creador así lo determina -he aquí la concurrencia a la que aludíamos-,
comience la existencia de una nueva vida humana. Y al mismo tiempo, si recurren a la contracepción
(métodos barrera que impiden que espermatozoide se una al óvulo), por otro lado realizan otro acto
contradictorio en cuanto que quieren deliberadamente impedir aquello que han querido dar libremente
inicio: la posible existencia de una nueva persona humana.

Para una mejor comprensión de la contradicción interna en la acción contraceptiva recordemos que
las normas morales positivas obligan siempre pero no en todos los casos -Ejemplo: dar limosna-; mientras
que las negativas obligan siempre y en todas las circunstancias -Ej.: robar a un pobre-143. Yo no estoy
obligado a tener todos los posibles hijos; pero si los esposos han puesto todas las condiciones que se
requieren de ellos para la posible existencia de un nuevo ser humano, al realizar un acto sexual en tiempo
fértil o posiblemente fecundo, no pueden, al mismo tiempo, querer impedir -con acto positivo de la
voluntad- la realización de dicho bien que han querido libremente dar inicio. Se trata de una contradicción
entre dos acciones deliberadas que define el acto contraceptivo (en virtud de su objeto)144 y de aquí nace
su ilicitud en virtud de su intencionalidad objetiva.
141
Los métodos técnicos más comunes de esterilización suelen ser la ligadura de trompas, en la mujer, la vasectomía, en
el varón. A pesar de los adelantos de la microcirugía, es prácticamente irreversible. Constituye una mutilación o
castración indebida (desde el punto de vista moral), con secuelas depresivas incluso.
142
La norma moral de Pablo VI abarca ambas posibilidades, tanto si el medio elegido coincide con el fin pretendido
(“querido”) por los esposos (quieren impedir la existencia de una nueva vida), como si no coincide (no tienen una
intención contra la vida -“deseo”-, pero de hecho eligen, quieren, un medio que impide positivamente su existencia). En
la mayoría de los casos, como es de suponer, los esposos se encuentran en esta segunda situación: no desean ir contra la
vida pero de hecho eligen un medio, que por su objeto querido, va objetivamente contra la vida en sus fuentes próximas
de existencia. Por esto dicha circunstancia resulta irrelevante en la definición moral de la contracepción y para su ilicitud
intrínseca. Indica una voluntad antiprocreadora (en virtud de su objeto “querido”) en ambos casos. Además queremos
destacar la definición rigurosa y precisa, desde el punto de vista moral, que la Encíclica hace sobre la contracepción,
difícil de traducir al lenguaje común.
143
Cf. Status Quaestionis, I, Apartado C, n. 1, op. cit., p. 166: “Algunos dicen que el fundamento de la doctrina sería
aquel de ‘creced y multiplicáos’; y que la malicia de la contracepción consistiría en la violación de este precepto
afirmativo. Pero los teólogos y la Iglesia han considerado la contracepción como violación de un precepto, no afirmativo,
sino siempre negativo, que obliga ‘semper et pro-semper’: ‘no impidas la vida humana en sus causas próximas’; o ‘no
violes la ordenación de este acto y de este proceso hacia el bien de la especie’. (...) Pero la contracepción en toda época
aparece de forma constante y esencial como una ofensa contra el precepto negativo: ‘no prives al acto conyugal de su
natural virtud procreativa de una nueva vida”.
144
Cf. C. QUINTERO ARCE, Constitutio Pastoralis de Ecclesia in mundo huius temporis: Enmendationes Patrum ad
Schema Receptum, Typis Polyglottis Vaticanis 1965, E/3759: “Realizar un acto libre que por su propia estructura está
abierto y tiende a la generación y, al mismo tiempo, realizar libremente algo para que este acto no llegue a ser generativo
es una verdadera contradicción en la acción”.
En este caso, se tiene pues, no sólo una voluntad no procreadora (lo cual puede ser lícito en
algunas circunstancias); sino una voluntad anti-procreadora; no es lo mismo no querer realizar un bien
porque no se debe (norma moral positiva), que no querer realizarlo, pero queriendo impedir
deliberadamente la realización de dicho bien que, por otra parte, los esposos han querido dar inicio (no en
su intención, sino mediante el medio elegido “intencionalmente” -distinto a “intencionadamente”-) (norma
negativa).

En este campo no podemos recurrir al Principio del mal menor para afirmar que la contracepción
no sea siempre intrínsecamente ilícita145; aquí no se trataría de tolerancia de un mal menor, sino de elegir,
con acto positivo de la voluntad, el mal, lo cual siempre es malo (cf. HV 14 c)146. El fin no justifica los
medios. Además, la ilicitud de la contracepción atañe a todos y cada uno de los actos humanos, no sólo a
la globalidad de los actos genitales, según otro Principio denominado de globalidad o de totalidad, que la
Encíclica también rechaza de forma explícita (cf. HV 3 b.; 11; 14 c)147.

145
El principio del “mal menor” fue formulado tímidamente por el primer informe mayoritario de la “Pontificia
Comisión para Estudios sobre familia, población y natalidad” -”Dossier de Roma” (cf. Documentum Synteticum De
Moralitate Regulationis Nativitatum, Apartado IV, n. 3, op. cit., p. 161), pero fue reformulado con todo rigor en su
segundo informe (cf. Schema Documenti De Responsabili Paternitate, Parte 1ª, Apartado IV, n. 2, op. cit., p. 185-186):
“Todos los métodos de prevención de la concepción -sin excluir la abstinencia periódica o la absoluta-, comportan algún
elemento negativo, o un mal físico (...). Se ha de elegir, sin embargo, el medio, si se presentan varios, que comporte el
menor elemento negativo posible, para las circunstancias concretas de los esposos”. También el informe minoritario se
percata de este principio (criterio del mal menor según la lógica técnica), al que se opone: “Otros insisten en la economía
del mal menor que permite muchas veces al hombre caído no sólo deliberar, sino también elegir el mal menor, sin que
sea por cierta necesidad física, sino por una gran conveniencia moral” (cf. Status Quaestionis, II, Apartado A, n. 7, op.
cit, p. 173.174). Sin embargo, no se trata de un mal menor, sino de un mal supremo porque se impide a Dios en su
voluntad Creadora (cf. M. ZALBA, La regulación de la natalidad. Texto bilingüe de la encíclica Humanae vitae y
fuentes del Magisterio, BAC, Madrid 1968, p. 202).
146
Hay autores que aceptan erróneamente el principio del mal menor en este campo. Cf. M. VIDAL, Ética de la
sexualidad..., p. 229-231. Vidal hace un planteamiento confuso en dos tiempos separados: análisis técnico, en el cual
entremezcla indebidamente métodos naturales y artificiales (abstinencia periódica; interrupción del coito; métodos
barreras, como el preservativo; químicos, DIU, hormonales); y análisis ético. Al englobar indistintamente todos los
métodos (sin distinguir entre naturales y artificiales) se parte de la consideración falsa de que todos los métodos son, al
fin y al cabo, iguales, incluida la abstinencia periódica en la cual se fundamentan los métodos naturales. La razón: porque
todos ellos conllevan un cierto mal óntico (según la perspectiva proporcionalista y consecuencialista), y “ninguno reúne,
a juicio de los técnicos, una bondad absoluta” (ib., p. 230; cf. ID., Moral de actitudes..., p. 377); por tanto -prosigue el
autor- hay que elegir aquel método que, según el principio del mal menor y de eficacia técnica (poco coste, eliminación
de contraindicaciones, etc.), sea el más conveniente en las circunstancias concretas de los esposos (cf. ID., Ética de la
sexualidad..., p. 230-231). El presupuesto erróneo del que aquí se parte es: todos los métodos sin excepción son “a
priori” moralmente neutros o indiferentes en virtud de su objeto, cuestión que no es verdad para los métodos artificiales -
condenados por la Iglesia-; mientras que para los métodos naturales vale en parte, pues son moralmente buenos, en virtud
de su objeto, aunque su licitud dependerá de la recta intención y de las circunstancias (cf. HV 16; 21). Tras la acusación
biologista y la noción de ley natural contra la “Humanae vitae” (ib., p. 230; cf. ID, Moral de actitudes..., p. 377), el
autor -acertadamente- descarta el aborto y los abortivos -aún cuando no considera abortivo al DIU, pues erróneamente
hace distinción, tal como vimos, entre abortivos e interceptivos (cf. M. VIDAL, Ética de la sexualidad..., p. 229-230)-, y
luego, deja al discernimiento de los esposos -según la primacía del criterio de la conciencia ante todo posible conflicto de
valores implicados- (cf. ID., Diccionario de Ética Teológica...., voz “anticonceptivos”, p. 29-30; cf. ID., Moral de
actitudes..., p. 377), guiados por los principios del mal menor y de eficacia técnica (si es posible recurrir a varios
procedimientos, se ha de elegir el que entrañe menos elementos negativos y exprese mejor el amor mutuo), la elección
del resto de medios de regulación de la fertilidad humana, en conformidad a las situaciones diversas de los sujetos (grado
de urgencia) y la disponibilidad concreta de métodos en una determinada región geográfica, cayendo una vez más en la
gradualidad de la norma moral enseñada por la Encíclica “Humanae vitae” (cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 231; cf.
ID., Moral de actitudes..., p. 377-378).
147
Este principio -rechazado, como el anterior, por la Encíclica- afirma que la connotación moral de cada acto conyugal
dependería necesariamente de la intención global de los esposos, tomada en su conjunto, la cual no ha de estar movida
por intenciones egoístas o hedonistas, sino tan sólo por una intención reguladora de fecundidad complexiva de toda la
vida matrimonial tomada en su conjunto -el Proyecto global según una lógica predominantemente técnica-. Cf.
Documentum Synteticum De moralitate Regulationis Nativitatum, Apartado III, op. cit., p. 160: “los actos conyugales
infecundos constituyen una totalidad con el acto fecundo y reciben una única especificación moral”; cf. Schema
Por el contrario, ni que decir tiene que siempre será lícito el recurso a los medios verdaderamente
terapéuticos, según el Principio de doble efecto y tolerancia del mal, límites éticos a una racionalidad
predominantemente técnica, tal y como vimos con anterioridad; el recurso a los medios curativos -aún
cuando se prevea consecuencias de infertilidad tolerada-, en virtud de su objeto ético, nada tiene que ver
con la definición moral de la contracepción; se trata de acciones esencialmente diversas, precisamente en
virtud de su objeto ético (cf. HV 15)148.

3. Argumentos filosóficos y eclesiológicos.

Hemos encontrado cinco argumentos que apoyan la única norma moral enseñada por la Encíclica;
cuatro son de ética natural y uno de orden teológico, concretamente de índole eclesiológica. 1º: la
contracepción va contra la transmisión humana de la vida; 2º: la contracepción y los métodos artificiales
van contra el crecimiento genuino del amor conyugal; 3º: la contracepción va contra la verdad de Dios
Creador, es anti-Creador, y no sólo contra la pro-creación de los esposos (dimensión teologal de la
procreación responsable -cf. HV 13 b-); 4º: de la presunta aceptación de la contracepción se pasaría a otras
consecuencias morales más graves en este campo, porque denotan una actitud y mentalidad contra la vida
humana; 5º: Competencia del Magisterio en cuestiones de ética natural149. Por razones de síntesis, aún a
riesgo de simplificar demasiado, los tres primeros argumentos los agrupamos en el denominado
argumento de inseparabilidad moral del doble significado.

a) Argumento de inseparabilidad moral del doble significado (cf. HV 12-13).

Cuando se da la com-presencia natural del significado procreador y unitivo en el acto matrimonial


el hombre no puede disociarla por iniciativa propia (HV 12). La verdad de Dios Creador está debajo de
dicha inseparabilidad antropológica y moral; o lo que es lo mismo, Dios es el Creador de la indisolubilidad
del misterio nupcial de la persona humana en sus tres elementos que lo conforman: identidad y diferencia
(varón y mujer); capacidad de amor maduro interpersonal; fecundidad150. Juan Pablo II llegará a afirmar:

Documenti De Responsabili Paternitate, Parte 1ª, Apartado II, n. 2, op. cit., p. 182-183: “Luego la moralidad de los actos
sexuales entre los esposos asumen su específica significación en primer lugar, por la ordenación de sus actos en la vida
fecunda conyugal, esto es, ejercida según la procreación responsable, generosa y prudente, y, por tanto no depende
directamente de cada uno de los actos singulares”. Incluso este Principio de globalidad era aplicado extensivamente -de
forma indebida- a la salud psicológica de la “cuasi persona conyugal” que forman los esposos en la comunidad
matrimonial (cf. Status Quaestionis, II, Apartado A, n. 7, op. cit., p. 174). En aquel momento se hablaba de “psicosis”
ante un nuevo embarazo, confundiendo enfermedad mental con un estado psicológico de ánimo. El presupuesto del cual
“la mayoría” veladamente parte es la negación a priori de actos intrínsecamente ilícitos; por eso se pueden aplicar -según
ellos- estos dos principios (cf. Status Quaestionis, III, Apartado A, n. 2, op. cit., p. 177; Status Quaestionis, II, Apartado
A, n. 6, op. cit., p. 173; Status Quaestionis, II, Apartado B, n. 2, op. cit., p. 174). Por el contrario, la Encíclica se opondrá
netamente a ambos. Cf. FERNÁNDEZ BENITO A., Instrucción Dignitas personae sobre bioética. Claves para su
recepción, en “Teología y Catequesis”, n. 111 (Julio-Septiembre 2009), nota 30, p. 56.
148
Tampoco rechaza la Iglesia todos aquellos medios que ayudan, nunca suplantan, al acto conyugal como único gesto
adecuado para la transmisión humana de la vida; es la diferencia ética entre métodos “ayudativos” -bien para realización
del acto conyugal de modo natural, bien para conseguir sus efectos de fecundidad) y medios substitutivos del acto
conyugal (cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Teología y secularización en España. A los cuarenta años de la
clausura del Concilio Vaticano II, Instrucción pastoral, Madrid 2006, n. 62).
149
Para un estudio exhaustivo de la argumentación cf. A. FERNÁNDEZ BENITO, Contracepción: del Vaticano II a la
Humanae vitae. Ilicitud de la contracepción: desarrollo de la argumentación. Desde la Constitución Gaudium et Spes a
la Encíclica Humanae vitae, Toledo 1994.
150
Cf. A. SCOLA, Hombre-Mujer. El Misterio Nupcial, Ed. Encuentro, Madrid 2001, p. 453. Cf. H. U. VON
BALTHASAR, Teodramática, t. 3, p. 162, citado por A. SCOLA, ib., p. 361: “si se pudiera eliminar mentalmente del
acto de amor entre hombre y mujer los nueve meses de embarazo, y con ello la temporalidad, en el abrazo generador-
receptor estaría presente ya inmediatamente el hijo; éste sería al mismo tiempo el amor recíproco en su consumación y
más que él, su resultado que está más allá de él”.
“uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza justamente con el otro y, en
cierto sentido, el uno a través del otro”151. Ya que sólo así se transmite de forma humana la vida
(fecundidad física) y sólo así el acto sexual puede constituir un gesto de donación personal que haga crecer
el amor conyugal (GS 51 c). Por ello, querer promocionar un significado a costa del otro es no respetar,
finalmente, ninguno de los dos. La Encíclica pone dos ejemplos para deducir todas las consecuencias de
este principio moral de inseparabilidad:

1) Por ejemplo, si se pretende privilegiar o promocionar el significado procreador del acto sexual
a costa de su significado unitivo (lo único que interesa a uno de los esposos es tener un hijo a toda costa) y
se lo impone forzadamente al otro cónyuge sin contar con él, por esto mismo, no puede constituir un gesto
de amor -pues no ha respetado el significado unitivo y de donación personal de amor-; razón por la cual se
obra ilícitamente (cf. HV 13). Incluso si transmitiéramos la vida en estas circunstancias -mediante un acto
sexual impuesto contra la voluntad libre del otro esposo- no transmitiríamos la vida en aquellas
condiciones mínimas requeridas para que sea digna de la persona humana.

Este mismo argumento ha sido empleado por la Instrucción Donum vitae152 para declarar la ilicitud
intrínseca de la inseminación artificial (intracorpórea) -propiamente dicha- y de la fecundación “in vitro”
(extracorpórea), con o sin donante: sólo mediante un “gesto” de donación personal de amor conyugal -no
basta un “contexto”- es lícito transmitir la vida humana; porque sólo así son respetados los tres grupos de
derechos personales involucrados a un mismo tiempo y en un mismo nivel: el del “concipiendus”, el de los
esposos y padres, el de Dios. Recurrir a la lógica técnica en la transmisión de la vida es despersonalizar a
todos los que intervienen en dicho proceso y es querer “producir” -distinto a “desear”-, por el medio
inadecuado elegido, una nueva vida humana en condiciones indignas de toda persona. Lo que está en
juego, una vez más, es el misterio nupcial de la persona, en los esposos (varón y mujer) y en el futuro hijo.

2) Por otro lado -continúa HV 13- un acto matrimonial que perjudique deliberadamente, que vaya
en detrimento por intervención de los esposos de la fertilidad del mismo, no constituye jamás -por esto
mismo- un acto de amor conyugal, porque ha habido una entrega no plena, no total -es donación a medias,
"haciendo trampas", dice la gente sencilla-; en este caso se ha excluido una dimensión esencial en dicha
entrega; por eso mismo tampoco ha respetado el significado unitivo del acto matrimonial, que en un
principio parecía promocionar. La Exhortación “Familiaris consortio” afirmará que se trata de una
“mentira objetiva” (cf. FC 32).

Sólo respetando la inseparabilidad moral de ambos significados en cada acto matrimonial -cuando
se da su compresencia- es cómo alcanzaremos el criterio heurístico señalado por el Vaticano II (GS 51 b-c;
HV 12): constituirá un gesto de donación plena y personal que haga crecer al amor conyugal; y si se
trasmite la vida, se hará de modo dignamente humano. Nos encontramos, pues, ante el argumento
conclusivo y sintético más importante del siglo XX en cuestión de moral sexual, fundamentado a su vez en
la intrínseca inseparabilidad de los tres elementos del misterio nupcial de la persona, singularmente de los
dos últimos: amor interpersonal -2º- de los esposos (varón y mujer -1º-: identidad/diferencia) y fecundidad
físico-espiritual -3º-.

b) Argumento sociológico por las consecuencias o Actitud contra la vida (HV 17).

Se trata de un argumento confirmatorio por las consecuencias absurdas a que se llegaría de aceptar
la licitud de los medios artificiales de regulación de la fertilidad, al menos en algunos casos; pues, una vez

151
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Ed. Cristiandad, Madrid 2000,
Catequesis 119, n. 6.
152
Cf. Donum vitae, parte I, n. 6, nota 32. Por vez primera se reconoce el derecho a una persona todavía no existente.
Ninguna persona humana tiene derecho, en sentido estricto, a la vida; pero sí tiene derecho a que, si comienza a existir,
lo haga en las condiciones humanas mínimamente requeridas.
iniciado este proceso de “falsa tolerancia”, a nadie, tanto a nivel individual, como incluso a nivel social,
podríamos poner límite para recurrir a otros métodos paulatinamente más graves (cf. HV 17).

Debajo del argumento por las consecuencias, robusteciéndolo así sustancialmente, se encuentra el
denominado “argumento por analogía” -defendido por el sector minoritario de la “Comisión Pontificia
para población, familia y natalidad”- en el “Dossier de Roma”: si la vida de la persona humana, existente
en acto, es inviolable, la vida humana en sus fuentes potenciales también lo es de forma análoga. Si esto
mismo lo expresamos de manera negativa: no basta con excluir el aborto (homicidio contra la vida ya
existente), sino también hemos de rechazar todos los métodos contraceptivos que van contra la vida, con
ocasión -esto sí- de sus fuentes potenciales próximas. Este “argumento por analogía” refuerza el
argumento completivo por las consecuencias o de actitud contra la vida (con ocasión de sus fuentes
próximas potenciales, por el mero hecho de ser tiempo actualmente fértil). El Documento de la minoría en
el “Dossier de Roma”153 así lo argumentaba en contra de los otros dos informes mayoritarios -que veían
sólo una relación meramente imaginaria154-; así mismo este argumento en algunos de sus elementos
básicos se encuentra en GS 51, y subyace en el número 14 de la Encíclica Humanae vitae. La solución ha
de venir por otra parte: difundir los medios para la lógica ética propia de la virtud de la castidad (cf. HV
22); las virtudes son quienes realmente educan (HV 23).

El presente argumento también lo hemos denominado de “Actitud contra la vida” porque el aborto
ha sido posible en donde han existido previamente grandes campañas de métodos contraceptivos. Se trata
una escalera con tres peldaños progresivos: aborto / esterilización / contracepción.

1) Es verdad que hay una diferencia esencial, en virtud de sus objetos éticos respectivos, una
diferencia abismal -cualitativa, pues pertenece a otra especie moral diversa- entre el último (aborto y
abortivos), porque es contra la vida existente (en acto), y el resto de los dos primeros peldaños, que van
contra las fuentes potenciales de la misma (métodos “barrera” que impiden que espermatozoide y óvulo se
junten: esterilización y contracepción). Pero el acto contraceptivo termina por crear un hábito

153
La argumentación “por analogía” se encontraba de manera implícita en el Concilio cuando no se contenta con
condenar los “crímenes abominables” contra la vida ya existente (cf. GS 51 c: el aborto y el infanticidio), sino que, ante
las numerosas protestas de los Padres conciliares, se hace extensible esta reprobación a otras “solutiones inhonestas” (GS
51 b) que forman como un segundo grupo -pues se oponen a la transmisión humana de la vida en sus fuentes próximas-;
dentro de éstos últimos el texto menciona los “usos ilícitos contra la generación” (GS 47 b: errores contra el amor
conyugal) -la contracepción- (a petición del Modo 5 y del Modo Pontificio de Pablo VI sobre las “artes
anticoncepcionales” -cf. Modus 5, p. 5, lin. 22; G. CAPRILE, op. cit., p. 491); y, según consta por la historia de la
redacción del texto, el onanismo y la esterilización. La Comisión Redactora no quiso ser exhaustiva en la enumeración
de soluciones inmorales contra las fuentes próximas de la vida, precisamente para respetar la reserva pontificia sobre la
contracepción química (cf. Relatio ad Textum Receptum, n. 64 F, p. 50, lin. 26). Sin embargo fue mérito del Informe
minoritario del “Dossier de Roma” el formular de manera explícita este argumento: “Esta inviolabilidad fue explicada
durante muchos siglos según los Padres, teólogos y en la ley canónica, mediante la analogía con la inviolabilidad de la
vida humana misma. La analogía no es mera retórica o metáfora, sino que expresa -según su modo propio- la verdad
moral fundamental. La vida humana, la ya existente (‘in facto esse’) es inviolable; así también la vida en sus causas
próximas (‘vida in fieri’) es, de algún modo, inviolable. O lo que es lo mismo: así como la vida humana ya existente (‘in
facto esse’) está fuera del dominio del hombre, así símilmente, de algún modo, la vida humana ‘in fieri’ también lo está;
por ejemplo, respecto al acto y proceso generativo, precisamente en cuanto generativo, está sustraído de su dominio”
(“Dossier de Roma”, Status Quaestionis, I, Apartado D, n. 2, en J. M. PAUPERT, op. cit, p. 167; cf. ibidem, III,
Apartado A, n. 1-2, op. cit., p. 176-178). Si el Vaticano II no se limitó a la condena del aborto (crimen contra la vida
humana ya existente), sino que, a pesar del respeto a la reserva pontificia, ve la urgencia en rechazar también la
interrupción del coito, la contracepción y la esterilización -a fin que nadie dudara que la doctrina de la Iglesia había
cambiado al respecto, tal y como se filtraba de forma errónea en la prensa del momento-, la Encíclica Humanae vitae,
siguiendo una misma lógica -aunque al revés-, no se limitó a condenar la contracepción, sino que estableció una
gradación que, a través de la esterilización -ambos van contra la vida en sus fuentes próximas-, termina en un salto
cualitativo con la condena del aborto -homicidio contra la vida humana-. La escalera existe, tanto si se recorre de arriba
hacia bajo, como en sentido contrario.
154
Cf. “Dossier de Roma”, Documentum Synteticum De Moralitate Regulationis Nativitatum, Apartado III, n. 4, op. cit.,
p. 162; Schema Documenti De Responsabili Paternitate, Parte 1ª, Apartado IV, n. 2, op. cit., p. 185.
contraceptivo, el cual, por efecto del vicio de la lujuria (contra la virtud de la castidad -6º Mandamientos
del Decálogo- y contra la virtud de la pureza -9º Precepto-) va acostumbrando, predisponiendo de forma
habitual y por connaturalidad de forma negativa a la razón práctica de la persona humana, de tal forma que
en el momento cumbre de la elección de los medios, la razón, engañada, percibe como bueno lo que es
malo (sólo un bien aparente) para dicho sujeto, en su situación concreta. Reaparece así el tema de la
“ceguera mental o de espíritu” y la “miopía personalista” de la razón práctica, efecto de la desintegración
de pasiones y pulsiones en el sujeto por el vicio lujurioso, que dificulta seriamente el discernimiento del
bien integral de la persona humana, propia y del cónyuge. Guiados los esposos por una lógica técnica,
además, con tanto atractivo para nuestra época (ávida en conseguir resultados eficaces a toda costa), si el
recurso a la contracepción falla, por ejemplo, se ha dado con frecuencia el paso a la esterilización. Y si
ésta fallara, ¿no estarían los esposos predispuestos a dar un salto cualitativo para recurrir al aborto mismo?

2) La solución, pues, para evitar el aborto no consiste en difundir la contracepción; porque, en


cuestión de tiempo, se llegará con toda probabilidad a lo que se pretendía evitar, tal y como la historia
reciente tristemente lo ha confirmado. En el fondo se trata de dos ramas de un mismo árbol (EV 13). La
razón profunda es delicada; se suma a la connivencia habitual del sujeto con el mal, por efecto del vicio de
la lujuria -de que hablábamos anteriormente-: lo que está en juego es, sobre todo, la vida de la persona
humana (5º Precepto; virtud de la justicia -respeto ante la vida humana-), y no sólo su sexualidad (6º y 9º
Preceptos). Dios ha querido unir ambas cosas -sexualidad y vida- en el misterio nupcial de la persona. Para
ello veamos que existe -en virtud de los objetos éticos queridos- una analogía muy delicada -analogía de
proporcionalidad propia (relación entre dos proporciones)- entre aquella voluntad que quiere el aborto,
con aquella otra -no igual, siempre sólo semejante- que va contra la vida humana, si bien con ocasión de
sus fuentes potenciales (por ejemplo, mediante la contracepción o la esterilización). Pero en ambos casos,
exclusivamente en sus respectivos “actus interior” -por los objetos éticos- la voluntad del sujeto es anti-
vida, y con tendencia progresivamente homicida (tendencia objetiva contra la vida; según tímidamente
indicaba el canon “Si aliquis”, del Decretum Gratianii155, en seguimiento fiel de la Didajé, uno de los

155
Cf. Decret. Greg. IX, lib. V, título 12, cap. 5; Corpus Iuris Canonici, ed. A. L. RICHTER - A FRIEDBURG A,
Leipzig 1881, vol. II, p. 794: “Si alguien, bien para satisfacer su lujuria, bien a causa de odio premeditado, hubiera
realizado algo a un varón o a una mujer, o haya dado algo de beber, de tal forma que no pueda concebir, gestar, o que
haga imposible que nazca un hijo, sea considerado como un homicida -ut homicida teneatur-”. Nótese que los casos
contemplados por el canon, aún desconociendo muchos conocimientos biológicos actuales (concebir, gestar, impedir el
nacimiento), incluyen también a la contracepción -concebir-; con todo, no se afirma que quien actúe así sea un homicida,
sino que se tenga “como” homicida en lo que atañe exclusivamente al “actus interior” de su voluntad -en virtud del
objeto ético querido-. Evidentemente que también el “actus exterior” añade decisivamente connotación moral a las
acciones humanas porque no es lo mismo cometer un homicidio, que intentarlo fallidamente, por ejemplo (cf. Summa
Theologiae I-II, q. 20, a. 4). Aplicado a nuestro canon, no obstante, en ambos casos (aborto; contracepción), la voluntad
interior es homicida y paulatinamente contra la vida; aborto y contracepción tienen un “actus interior” similar que
constituye el factor común que les aglutina en esta analogía contra la vida humana (en el primer caso -aborto- contra la
vida ya existente; en el segundo -contraceptivos-, con motivo de sus fuentes potenciales; de aquí también su diferencia).
Este canon parece inspirarse en la novedad que Jesucristo establece para la moral evangélica en el Sermón de la montaña
con respecto a la moral veterotestamentaria, para superar en perfección -mediante un corazón radicalmente nuevo- la
justicia incluso del piadoso israelita, quien creía que se salvaba a sí mismo por el mero cumplimiento de las obras de la
Ley. Jesús lo indica mediante la contraposición, “se dijo a los antiguos, ... pero yo os digo”. Un claro ejemplo que nos
puede iluminar, análogo con el del quinto precepto que nos ocupa, lo constituye el precepto del Señor: "Habéis oído que
se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya ha cometido adulterio
con ella en su corazón" ( Mt. 5, 27). En este pasaje el Señor afirma que no sólo existe el “adulterio de la carne”, sino
también el “adulterio del corazón”. Es más, quien cometa un adulterio (actus exterior), es porque antes ha tenido deseos
adulterinos en su corazón (actus interior), y dicha tendencia le ha llevado a ello; es decir, propiamente hablando existe el
adulterio (interior y exterior) -6º Precepto- y el adulterio meramente interior -9º Precepto del Decálogo-. Así pues, el
“actus interior” o carácter deliberado de la acción (intencionalidad objetiva) es lo que constituye la “forma” de su
voluntariedad, y de donde nace su connotación básica intencional y fundamental (su objeto moral). Por ello en este
pasaje evangélico, se enseña que, "para nuestro Maestro, no sólo son pecadores los que contraen doble matrimonio
conforme a la ley humana, sino también los que miran a una mujer para desearla, pues para Él no sólo se rechaza al que
comete de hecho un adulterio (6º), sino también al que quiere cometerlo (9º), como quiera que ante Dios no están sólo
patentes las obras, sino también los deseos" (SAN JUSTINO, I Apología XV, 5-7). Con respecto al quinto precepto,
Jesucristo realiza algo parecido, cuando afirma que no basta con condenar el homicidio, sino también el odio, que es la
“muerte intencional” del alma (I Jn, 3, 14-15) -virtud de la justicia-, pues quien ha asesinado “normalmente” ha odiado
documentos de índole moral más antiguos de la Iglesia156). Esta voluntad tiende, por el objeto del acto
elegido, al recurso de métodos paulatinamente más graves contra el don de la vida, llegándose incluso al
crimen nefasto del aborto mismo157. Una vez más repetimos que no hablamos de “intenciones” o “deseos”
de los esposos, sino de lo que realmente se “quiere” al elegir estos medios en virtud exclusiva del objeto
moral que especifica los actos humanos.

c) Argumento eclesiológico: competencia del Magisterio en cuestiones de ética natural.

La Iglesia tiene competencia en cuestiones de moral, y, concretamente, en cuestiones de ley moral


natural, porque su cumplimiento es absolutamente necesario para la salvación eterna del ser humano (HV
4; 18)158. Por consiguiente, el obsequio interno y externo de los fieles a la Norma moral enseñada por la
Encíclica "Humanae vitae" es obligatorio, no en virtud de los argumentos aducidos, sino sobre todo por la
asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia (cf. HV 28).

Sin embargo la publicación de la Encíclica produjo una reacción en contra -la teología del
disenso- hasta algo que era pacíficamente poseído, la cual provocará graves repercusiones en el ámbito de
la moral fundamental, hasta el punto de motivar, finalmente, la publicación de la Encíclica Veritatis
Splendor, cuyo 25 aniversario estamos también celebrando.
Si queremos precisar mejor la valoración de la nota teológica sobre la norma moral de la Humanae
vitae, sostenemos que infalible en la práctica; no porque así lo haya afirmado expresamente la Encíclica,
sino porque ha reiterado una doctrina que ya era enseñada infaliblemente por la Iglesia en actos
magisteriales anteriores, de forma -además- ininterrumpida durante dos mil años, no existiendo ningún
Santo Padre, ni Concilio alguno, ni teólogo importante que haya dicho lo contrario159. Es imposible que el
Espíritu Santo haya permitido un error tan grande en una cuestión que afecta a la salvación eterna de los
fieles.

Juan Pablo II afirmó en sus Catequesis sobre el amor humano que dicha norma no sólo pertenece a
la ley moral natural (HV 4), sino también al orden moral revelado por Dios en su profunda conformidad
con todo lo que transmite la Tradición, derivada de las fuentes bíblicas, y singularmente de la

antes a su víctima.
156
Cf. DIDAJÉ III, n. 3: “Hijo mío, no te abandones a la concupiscencia, porque ella conduce a la fornicación; no hables
palabras obscenas y no seas falto de modestia en las miradas, porque los adulterios tienen su origen en todas estas cosas”.
157
Una rápida conclusión se impone: los eclesiásticos no estamos obsesionados por el sexo, ni por el sexto o el noveno
Precepto del Decálogo; sabemos que el sujeto realiza actos de lujuria sobre todo por debilidad humana, no por malicia en
su intención (deseo); sino principalmente por mala elección (voluntad: lo que es querido objetivamente). La
contracepción y los métodos artificiales de regulación de la fertilidad humana van más contra la vida (5º Mandamiento)
que contra la castidad (6º y 9º Mandamientos); y de aquí surge la razón de su mayor y última malicia específica -si es que
se me permite hablar así-. Este ha sido el juicio de la Iglesia durante dos mil años de forma ininterrumpida. No ha dicho
sólo que la contracepción vaya contra el crecimiento del amor conyugal; sino que ha emitido un juicio muy duro, porque
ha comprendido que la contracepción va contra la vida en sus fuentes potenciales próximas. Lo que está debajo de la
sexualidad humana es la defensa de la vida de la persona humana en sus fuentes próximas: un acto Creador de Dios,
“Dominus vitae” (GS 51 c); y otro concreador de los esposos. Lo que está en juego, una vez más, es el misterio nupcial
de la persona en sus tres elementos inseparables que lo componen.
158
Cf. C. CAFFARRA, La competenza del Magistero nell'insegnamento di norme morali determinate, en Anthropotes.
Rivista di studi sulla persona e la famiglia, Año IV, n. 1 (1988) p. 16-17; F. OCARIZ, La competenza del Magistero
della Chiesa "in moribus" en VARIOS, "Humanae vitae': 20 anni dopo. Atti del II Congresso Internazionale di Teologia
Morale (Roma, 9-12 novembre 1988), Milán 1989, p. 132-133; D. MONGUILLO, L' insegnamento morale della Chiesa,
en Seminarium, 23 (1971) 664; M. ZALBA, op. cit., p. 136-137.
159
Cf. John Thomas NOONAN, Contraception. A History of Its Treatment by the Catholic Theologians and Canonists,
Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge 1965, p. 6; Noonan constata la continuidad de la enseñanza
teológica y canónica sobre la grave ilicitud de la contracepción, sin que haya testimonio significativo en contra: “ningún
teólogo católico jamás ha enseñado que la contracepción es una acción buena”.
antropología bíblica -la teología del cuerpo-. Por consiguiente, la norma moral enseñada por la Humanae
vitae afecta a todos los hombres en cuanto es una norma de ley moral natural y se basa en la conformidad
con la razón humana y, con mayor razón, concierte a los cristianos puesto esta norma encuentra
indirectamente confirmación en el conjunto de la “teología del cuerpo” -el ethos de la redención del
cuerpo-160.

Según nuestra opinión, nos inclinamos a pensar que se trata de una enseñanza en la cual la Iglesia
ha empeñado su infalibilidad y que pertenece al segundo apartado de la fórmula conclusiva de la
Professio fidei161, es decir, aquellas doctrinas de fe y de costumbres, creídas por la Iglesia universal de
modo definitivo, las cuales son necesarias para custodiar y exponer fielmente el depósito revelado, aun
cuando -hasta el momento- no hayan sido propuestas por el Magisterio como formalmente reveladas.

4. Diversidad “Objetiva” entre abstinencia periódica y métodos artificiales.

Constituye el mejor apartado para comprender con precisión el carácter intrínseco de la ilicitud de
la conducta contraceptiva. Supongamos, por ejemplo, que dos matrimonios no deben -en sentido estricto y
moral-, dada sus circunstancias, poner las condiciones que de ellos se requieren para aumentar el número
de hijos. Tienen la misma intención recta de no procrear. Pero unos recurren a un método artificial; otros,
por el contrario, a un método natural. Entre ambos medios existe una diferencia esencial -exclusivamente
en virtud del análisis de la primera fuente de moralidad en su contenido básico intencional: su objeto ético
por el medio elegido (“querido” por su voluntad); prescindiendo incluso de su intención (su “deseo”) y
circunstancias, que pueden hasta ser exactamente las mismas-:

a) Diversidad moral (HV 16)

Hay una diversidad moral, esencial, en virtud de su objeto (transmisión de la vida humana. 5º
Precepto; virtud de la justicia en las fuentes de la vida)162. Es lícito que la razón práctica intervenga en una
obra que asocia tan de cerca la criatura humana al Creador de la vida, pero siempre que lo haga según la
lógica ética o virtuosa, es decir, respetando el orden establecido por Dios y conocido por el hombre, tal y
como ocurre en la abstinencia periódica: teniendo en cuenta los ritmos fértiles en la mujer los esposos
pueden realizar la vida conyugal en tiempos de infertilidad y se abstienen cuando son fértiles (cf. HV 16 b:
licitud de la abstinencia periódica). Mientras que la Iglesia condena siempre como intrínsecamente ilícita
la conducta contraceptiva (HV 16 c).

1) La contracepción (y demás métodos artificiales), en virtud de la definición ética de su objeto


(elegido y querido), conlleva dentro de él una contradicción en la acción de los esposos que ellos
provocan, semejante a otros actos intrínsecamente ilícitos (como el homicidio, por ejemplo). Esta acción
deliberada contiene, a su vez, dos actos voluntarios que se contradicen entre sí. Los esposos, al elegir la
contracepción como medio, por un lado, quieren dar inicio a un proceso natural -poniendo de su parte
todas las condiciones necesarias que de ellos se requiere para que pueda existir una nueva persona
humana- y, al mismo tiempo, por otro lado, contradictoriamente en su voluntad, quieren impedir
intencionalmente -lo consigan o no en lo que atañe a resultados- con acto positivo su posible existencia,
ante un bien moral que han querido libremente dar inicio (voluntad anti-procreativa).

2) Mientras que en la abstinencia periódica en virtud del objeto moral conlleva dos actos
voluntarios que no se oponen entre sí. Puesto que los esposos (en el caso en que no deban procrear)

160
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 115º, n. 4-5.
161
Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Nota ilustrativa doctrinal de la fórmula conclusiva de la
Professio fidei (29-VI-1998), n. 6.
162
Cf. Humanae vitae 16.
realizan la vida conyugal en tiempo infértil (no hay ovulación en la mujer), no quieren dar inicio a proceso
alguno (voluntad no procreadora), no tienen que impedir nada porque ellos no dan inicio a bien alguno163;
y se abstienen de realizar la expresión genital en tiempo de fertilidad, precisamente porque no deben tener
más hijos, recurriendo a otras de las múltiples y ricas expresiones que hacen crecer el amor matrimonial.

Resumiendo, la diferencia entre abstinencia periódica y métodos artificiales, desde el punto de


vista moral es esencial, no en virtud de la rectitud de intención (los “deseos” de los agentes), ni de las
circunstancias; sino en virtud de la primera fuente de moralidad de nuestros actos (lo que es “querido” de
hecho por la voluntad de los agentes al elegir dicho medio)164: en virtud del análisis del objeto -“contenido
intencional básico” de la acción humana165 o "el fin próximo de una acción deliberada que determina el
acto de querer de la persona que actúa"(cf. VS 78)- que lo especifica; su no ordenabilidad al fin último del
hombre (pues no realiza dimensión esencial alguna de la persona) ya lo excluye siempre y sin excepción.
Por tanto mientras que los métodos artificiales son ilícitos ya en virtud de su objeto moral, la abstinencia
en sí misma es buena o moralmente indiferente al menos; dependerá -esto sí- de la rectitud de intención de
los esposos y de sus circunstancias (momento primero que hemos denominado "ética de la decisión").
Finalmente recordemos que entre el bien y el mal hay una diversidad esencial, cualitativa, tesis defendida
por Santo Tomás de Aquino, incluso en contra del parecer de su maestro, San Alberto Magno, con
independencia (aunque no sin relación) a la imputabilidad o no del mismo, otro capítulo diferente166.

b) Diversidad antropológica o desde el amor conyugal (HV 21; FC 32).

Pero también hay una diversidad antropológica en virtud del objeto ético entre la contracepción y
la abstinencia periódica (6º y 9º Mandamientos y virtud de la castidad)167. Recordemos una vez más que la
virtud de la castidad conlleva dos elementos integrantes de la misma: autodominio de nuestras pasiones y
pulsiones, a fin de facilitar el acto casto singular en toda circunstancia, por heroico que fuere; para ser
capaces de la autodonación en que consiste la madurez para el amor interpersonal, es decir, a fin de que el
sujeto intencione habitualmente a sus dinamismos pulsionales y afectivos en integración -mediante el

163
Ellos no quieren dar inicio a nada, aceptando correr riesgo con un cierto porcentaje de margen de error en la eficacia;
para todo el mundo la OMS reconocía un 97,8- 98,50 % de eficacia al método natural de la ovulación, por ejemplo;
aunque esto nada significa porque todo método tiene un margen de error, mayor o menor; es posible que los métodos
artificiales tenga un porcentaje ligeramente superior en algunos casos a los métodos naturales; pero todos, incluso la
esterilización, confirmado por algunos fenómenos naturales de reconducción tubárica acaecidos, conlleva un cierto
margen de riesgo. Hemos de quitar el mito de que los métodos naturales fallan y los artificiales no; sólo hay un método
cien por cien eficaz, el aborto; pero se trata, no de un método, sino de un crimen. Por otra parte, este riesgo -debido al
porcentaje de error en los métodos naturales- para nada va contra la paternidad “responsable”, puesto que los esposos
tienen derecho a correrlo, y porque todos los métodos de regulación, absolutamente todos, conllevan cierto porcentaje de
fallo técnico.
164
Nótese que esta diferencia esencial se debe en exclusiva al medio elegido y empleado por el agente (lo que es querido
objetivamente), y no del fin pretendido o deseado por los esposos, tal y como sucede en la gran mayoría de los casos. La
moral objetiva atañe a lo que es “querido” irremisiblemente -les guste o no; sean conscientes de ello o no- al elegir un
determinado medio, que por su objeto, es ya intrínsecamente ilícito; de los “deseos” (que corresponden a la intención
subjetiva de los agentes) no se trata en esta primera fuente intencional de los actos humanos.
165
Cf. M. RHONHEIMER, La Perspectiva de la moral. Fundamentos de Ética Filosófica, Rialp, Madrid 2000, p. 50-
51; 104-108; 149-168; cf. G. E. M. ASCOMBE, Intención, Paidós, Barcelona 1991, n. 35, p. 118-122.
166
Cf. Quaestiones Disputatae De Malo q. 2, a. 4c; cf. Summa Theologiae I-II, q. 18, a. 5-7; I-II, q. 19, a. 1; I-II, q. 20:
“Si... ser según o contra la razón no pertenece a la especie de los actos humanos, se ha de concluir que los actos
humanos, considerados en sí mismos, no son ni buenos ni malos, sino indiferentes, así como los hombres no son por sí
mismos ni blancos, ni negros. Así pues de esto depende la verdad de esta cuestión”. Respecto a las fuentes de
imputabilidad o responsabilidad de nuestros actos, la moral tradicional presentaba tres condiciones: materia (grave o
leve), conocimiento suficiente y deliberado consentimiento (cf. Summa Theologiae I-II q. 19, a. 5-6; Exhort.
Reconciliatio et Poenitentiae, 17).
167
Cf. Humanae vitae 21.
papel de la voluntad racional (virtud de la pureza)- para conocer por connaturalidad y querer el bien
integral propio y del amado (su bien moral). El texto anterior de la Encíclica tímidamente lo atisbaba:
“obrando así, ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto” (HV 16 c).

1) La abstinencia periódica, en virtud de su objeto moral, constituye condición necesaria (la


“continencia”), aunque no suficiente, para llegar a la perfección de la virtud de la castidad; es “la mitad”
de la virtud, “gérmenes de virtud” en palabras del Aquinate168: el autodominio, la continencia constituye el
primer paso para llegar a la virtud de la castidad -aun cuando en sus comienzos todavía no alcance esta
plenitud o perfección, pues se trata ante todo de una decisión de la voluntad racional de un mero resistir a
pasiones tan vehementes y que no “ha descendido” todavía a los demás dinamismos del hombre-. Por eso
este dominio virtuoso de sí mismo conlleva una ascésis, una disciplina costosa; que, lejos de perjudicar al
amor conyugal, lo confiere un valor más humano. Exige un esfuerzo, pero no es perjudicial, sino
beneficioso al desarrollo íntegro y maduro de la personalidad de los esposos (cf. HV 21). Si el
autodominio ético posibilita y hace crecer la personalidad moral de cada esposo, por esto mismo, ambos se
están capacitando para la madurez del amor interpersonal de amistad o benevolencia; por consiguiente la
abstinencia puede constituir un gesto de amor conyugal entre ellos que lo haga crecer en verdad169.

2) La contracepción, por el contrario, guiada por una lógica de racionalidad técnica, propia de la
lujuria, desintegra mutuamente y siempre la personalidad de los esposos. ¿Cómo una conducta que, en
virtud de su objeto, “des-personaliza”, des-integra la personalidad y entrega al otro cónyuge su desarmonía
interior (6º y 9º Mandamiento; va contra virtud de la castidad y de la pureza), puede constituir un acto de
amor conyugal genuino -querer el bien integral del amado- y contribuir a su fomento, enriqueciéndolo de
verdad? Esto resulta absolutamente imposible170. Si estamos desintegrados y entregamos al esposo nuestra
desarmonía interior en las facultades operativas humanas (acto y vicio de la lujuria) se causará más
problemas que ayudas al cónyuge; no le ayudará mutuamente a enriquecerse, no contribuirá ni a la
perfección propia, ni a la ajena. Mediante la contracepción y demás métodos artificiales de regulación de
la fertilidad el cónyuge no quiere de hecho -por el medio elegido en virtud ya de su objeto- el bien del
amado, ni puede jamás constituir un gesto maduro de amor conyugal, que lo haga crecer. La
desintegración moral del sujeto respecto a sus facultades operativas en el campo de la sexualidad (lujuria)
no contribuye a la madurez de la personalidad moral de los esposos y por ello no capacita para el amor
personal171.

168
Cf. Summa Theologiae I-II q. 65, a. 1; I q. 61, a. 3-4; II-II q. 155.
169
Cf. P. J. WADELL, La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Ed. Palabra, Madrid
2002, p. 121-144.
170
No se comprende cómo puede ser que un acto libre de los esposos mediante el cual dan inicio a un proceso natural
que conlleva una perfección en ambos (ser padres el uno a través del otro), y, a un mismo tiempo, se le quiere impedir
positivamente en su desarrollo que hemos querido libremente iniciar, pueda ser perfectivo para ellos. Cf. “Dossier de
Roma”, Status Quaestionis, II, Apartado B, n. 5, op. cit., p. 175-176: “No aparece cómo sea perfectivo de la naturaleza
humana un acto libremente realizado, y a la vez, mutilado voluntariamente, frustrando su virtualidad natural, aún cuando
dicha frustración se haga por otro fin bueno”.
171
Hay dos presupuestos en todo cuanto venimos afirmando hasta el momento: 1º. De la misma forma que un esposo
debe abstenerse de relaciones sexuales cuando el otro cónyuge se encuentra fuera de casa, por ejemplo, por razón de
viaje, o cuando está enfermo; y tal gesto de abstinencia constituye un gesto de amor, semejante a la realización del acto
matrimonial; de la misma forma y en el mismo nivel de deber moral estricto hemos de considerar al acto de abstinencia
(periódica o permanente) entre dos esposos cuando haya razones éticas graves que desaconsejan un nuevo hijo. Tan
gesto de amor conyugal es uno de abstinencia, como otro de unión genital. 2º. El segundo presupuesto: jamás en ningún
documento del Magisterio se afirma que la expresión genital del amor matrimonial constituya algo imprescindible o que
sea absolutamente obligatorio; se trata de algo bueno y conveniente; pero admitir una imposibilidad o necesidad física o
moral en este campo significaría, o que el esposo correspondiente no vive la virtud de la castidad, es un inmaduro para el
amor conyugal; o que las personas consagradas son seres humanos incompletos; lo cual equivaldría a afirmar que Dios
ha creado mal el misterio nupcial de la persona humana. Ambos supuestos son falsos, evidentemente. Una cosa es la
sexualidad humana y otra el ejercicio de la genitalidad o facultad generativa; en caso contrario la unión entre San José y
la Virgen María no hubiera sido verdadero matrimonio -argumentaba la primera Escolástica-. Por eso jamás se puede
Quien mejor ha desentrañado esta contradicción personalista de los métodos artificiales ha sido el
Papa Juan Pablo II en la Exhortación "Familiaris consortio" (cf. FC 32), a la luz de la “hermenéutica de la
entrega” o la “lógica del don” a través del significado esponsal del cuerpo172. La contracepción constituye
una “mentira objetiva”, es decir, no que los esposos pretendan mentirse intencionadamente, sino que
eligen intencionalmente un medio equivocado que, al principio, quiere decir más de lo que luego se dicen
en realidad en virtud exclusiva de su objeto ético, porque se reservan parte esencial en la donación mutua.

1) Contracepción. En virtud de su objeto ético el acto contraceptivo -sin afirmar que los esposos lo
pretendan en su intención (en su deseo), sino sólo objetivamente por el medio elegido y querido- equivale
intencionalmente -distinto a intencionadamente, repetimos- a decirse de forma mutua: “te quiero con toda
mi alma, con todo mi corazón, pero no con todo mi cuerpo”, ya que me reservo la fertilidad actual que,
cuando existe en mi cuerpo -potencialidad de ser padres el uno a través del otro que constituye una
perfección nueva en el amado-, es parte esencial del misterio nupcial de la persona humana (de su
feminidad o masculinidad completa -primer elemento-) y de su entrega total -segundo elemento de dicho
misterio-. Se falsifica así la verdad objetiva de dicha entrega que ha pretendido ser plena y, sin embargo, al
querer impedir deliberadamente la fertilidad, resulta en realidad una entrega “a medias”; con ello termino
por expresar menos de lo que soy capaz173. Por eso a los esposos no les satisface dicha entrega genital
“con trampas” -en expresión popular-; sería como el gesto de un amigo que pretende darte la mano pero
sin quitarse previamente el guante, signo de descortesía.

El recurso a la contracepción equivale a decir “objetivamente”: “no te quiero como mujer o como
varón completo”, al excluir intencionalmente (de forma deliberada, en virtud del objeto moral de dicha
acción) tu fertilidad actual, y, por tanto, tu posibilidad de enriquecimiento en ser padre o/y madre. La
contracepción constituye, pues, un gesto objetivo de desamor conyugal, siempre. Resulta todo lo contrario
a expresar: “qué bien que existas como varón y mujer completos en tu identidad y diferencia -sexuada-
(primer elemento del misterio nupcial de la persona) y en tu amor fecundo (2º y 3º elemento de dicho
misterio)”. La contracepción y demás métodos artificiales provoca en los esposos una frustración o
insatisfacción, que no es meramente física, sino que afecta a toda la persona; el crecimiento del amor
conyugal que cada día se va apagando, con la sensación intuida singularmente por la mujer de ser un
objeto manejado al capricho del varón. Mediante la contracepción los esposos eligen e inician un medio
objetivo que tiene capacidad de expresar más de lo que los esposos hacen de hecho, aún cuando ésta no
sea su intención primigenia (su deseo), cayendo ambos en la “suerte del engaño”.

2) Abstinencia periódica. Mientras que cuando los esposos -en el supuesto en que no deban poner
las condiciones para procrear- recurren a la abstinencia periódica, en virtud de su objeto, ellos se quieren
entregar sin reserva en los períodos infecundos de la mujer, expresando su cuerpo todo cuanto puede
expresar en dicho momento (sin que ellos hayan tergiversado o alterado sus ritmos -respeto del primer
elemento del misterio nupcial de la persona-); no dicen mentira objetiva alguna; y, a la vez, tampoco dicen
mentira en los tiempos fértiles mediante su acto abstinente, ya que renuncian a la expresión de entrega
total corpórea -siempre en el supuesto que no deben procrear-, siendo sustituida ésta por otras múltiples
formas de expresiones lícitas que potencian su amor conyugal. Son dos gestos complementarios y
diferentes de hacer crecer el amor conyugal, respetando el misterio nupcial de la persona humana en sus

afirmar que exista necesidad alguna de expresar dicha capacidad y menos aún que tenga que ser en tiempo fértil. La
solución es mucho más sencilla: también el casado puede abstenerse y constituir un gesto de amor tan grande como lo
contrario.
172
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plan divino, Ed. Cristiandad, Madrid 2000.
173
No es propiamente una mentira en sentido clásico -decir algo falso con intención de engañar al prójimo-; sino que es
una mentira en toda regla, pero sólo en virtud del objeto intencionalmente o deliberadamente querido y elegido. Por eso
se habla de una mentira “objetiva”, es decir, en virtud de su objeto o contenido intencional básico; no en virtud de lo que
los esposos desean.
tres elementos constitutivos174.

De todo lo dicho se colige la importancia en enseñar sin rebaja alguna, sin prisa pero sin pausa,
cuál es el evangelio de la sexualidad humana en su integridad. Los pastores no pueden enseñar que es
blanco lo que la Iglesia afirma ser negro, máxime si de ello está dependiendo la salvación eterna de tantos
esposos; flaco favor harían a los casados y al crecimiento de su amor conyugal, en caso contrario. Pero no
basta con limitarnos a enseñar la norma moral de la Humanae vitae, sino que también todos -pastores y
fieles- han de ofrecer a los esposos aquellos medios concretos para poder vivirla. Hemos de saber emplear
la misma pedagogía misericordiosa que Cristo tuvo con sus discípulos -ley de la gradualidad-, y recurrir
frecuentemente a los medios de la gracia. Pero también se debe realizar un serio esfuerzo por difundir los
llamados métodos naturales -verdadero proceso de conversión- para regulación de la fertilidad humana.
Soy consciente que los métodos naturales no lo son todo; ahora bien lo que sí lo son todo son los métodos
artificiales. Los métodos naturales son sólo un medio de auto-observación para que los esposos sean los
protagonistas verdaderos del diálogo que debe establecerse entre ellos y de la virtud de la castidad que les
capacita para la madurez del amor, sin la cual los métodos naturales no serían absolutamente nada.

En la época actual estamos siendo simples notarios de lo que la Encíclica Humanae vitae predijo
proféticamente: no existe un mayor crecimiento en el amor conyugal con la difusión de los contraceptivos
y otros métodos artificiales; ni hay más felicidad en los esposos actuales por ello. ¿No será que el sujeto, al
pretender separar artificiosamente los tres elementos del misterio nupcial de la persona humana mediante
la contracepción, ha atropellado este sagrado misterio? La conclusión que se impone ante el recorrido
realizado es que los tres elementos que componen dicho misterio son verdaderamente inseparables
respecto a la arbitrariedad del hombre. Lo hemos comprobado principalmente para la vocación
matrimonial; pero también resulta análogamente válido para la vocación consagrada y sacerdotal175.

5. A modo de conclusión: tres lecciones fundamentales para la “lógica de la entrega”.

En las Catequesis sobre el amor humano hemos encontrado tres lecciones fundamentales para la
hermenéutica del don.

1ª Lección. La creación fue la primera manifestación de la “hermenéutica del don” –la primera
lección para el hombre en la “lógica de la entrega”-176. A través de la creación Dios se entrega como don,
y así enseña al hombre la primera lección en la lógica de la entrega. Dios crea a cada hombre por amor
gratuito, regalándole la vida, con la necesaria colaboración de sus padres (con-creadores con Él; aunque en

174
Si comparamos el progreso en la argumentación de la ilicitud de la contracepción entre la encíclica Humanae vitae y
la exhortación Familiaris consortio, comprobamos su coherencia interna. A la pregunta ¿por qué la contracepción no
constituye un gesto de amor conyugal? la respuesta de Humanae vitae afirma: porque no se trata de una entrega plena y
personal, sino de una entrega desintegrada y desintegradora -en virtud de la lujuria, contraria a la castidad y a la virtud de
la pureza- que jamás fomenta la personalidad madura de los esposos, ni les capacita para el amor interpersonal y para el
amor conyugal, de forma específica. Sin embargo la Exhortación Familiaris consortio respondería a la pregunta de otra
forma complementaria: la contracepción jamás puede ser un gesto de amor conyugal porque constituye, en virtud del
objeto intencional elegido, un acto incompleto de donación personal, una mentira “objetiva”, un gesto de des-amor
conyugal, con reserva de una dimensión esencial de la persona humana en la entrega (según el misterio nupcial de la
persona al completo), que es sexuada; por consiguiente no hay entrega en la masculinidad y feminidad completa que
especifica al amor conyugal en cuanto tal.
175
En efecto, el sacerdote o el consagrado que ha resuelto bien la cuestión sobre su identidad y diferencia (sexuada),
centrada en Jesucristo, es capaz de vivir su sexualidad integrada -mediante la virtud de la castidad- en una afectividad y
amor interpersonal maduros (intimidad). A su vez, el consagrado experimenta, entonces, su fecundidad o paternidad
espiritual en el desempeño del ministerio eclesial encomendado (generatividad), que contribuye a formar en él una
“personalidad creativa” y feliz (fecundidad apostólica y pastoral). Cf. GASTÓN DE MEFERVILLE (ed.), CELAM,
Madurez Sacerdotal y Religiosa. Un enfoque integrado entre Psicología y Magisterio, vol. II, cap. 9, Bogotá 2003, p.
131-225.
176
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 13ª, n. 3.
niveles diferentes). Primero fuimos amados por nuestros padres; en ellos aprendimos que Dios nos ha
amado primero –desde la eternidad-, porque “amor saca amor”177; que Él es “mi” Creador; y ambos nos
enseñan el arte de amar178.

2ª Lección. El hombre fue creado en la felicidad originaria del Edén (Gn. 2, 8). Sólo cuando el ser
humano vence la soledad originaria encuentra, en la experiencia de comunión interpersonal de amor, su
plena realización y su felicidad: existe con alguien y para alguien179. Sólo cuando el hombre se encuentra
con el amor, que es donación de sí al otro, comprende su sentido en el mundo (cf. RH 10)180. De ahí que el
Concilio Vaticano II recordara que el hombre no puede encontrar su plenitud propia y felicidad plena sino
a través del don sincero de sí (GS 24). Sólo cuando aprende a través de su cuerpo y del cuerpo de la mujer,
al contemplar a Eva, comprende qué es el amor: la entrega de sí para enriquecer al amado. Varón y mujer
aprenden a amarse recíprocamente, que exige sacrificios, pero les capacita para la madurez del amor. Es la
segunda lección de la “lógica de la entrega”.

Llama la atención -prosigue Juan Pablo II en sus Catequesis- que un verbo, algo tosco y primitivo
en la lengua hebrea -el verbo “conocer” (jada’)-, se emplee en la Escritura por vez primera para expresar el
acto conyugal: “Conoció el hombre a su mujer, que concibió y parió a Caín, diciendo: He alcanzado de
Yahvé un varón. Volvió a parir y tuvo a Abel, su hermano” (Gn. 4, 1-2). La unión sexual se designa en
hebreo mediante un conocimiento mutuo y experiencial que deja huella imborrable en los esposos.
Mediante este verbo la relación sexual es introducida dentro de un nivel específicamente personal,
diferente cualitativamente a los animales181.

A pesar de la pobreza de esta lengua arcaica -el hebreo-, el término expresa que los esposos se
conocen, se revelan recíprocamente a través del cuerpo sexuado y del acto conyugal, mediante el cual los
dos se hacen “una sola carne” (Gn. 2, 24)182. Supone para los esposos un conocimiento nuevo del amado a
través del significado esponsal del cuerpo que enriquece a ambos y hace crecer su amor. Dada la
antropología bíblica tan profundamente unitaria, el término hace referencia no sólo a un conocimiento
meramente físico -aun cuando evidentemente la incluya-, sino también a un conocimiento experiencial
muy profundo en la unión de dos personas con toda su riqueza material, afectiva y espiritual183. El amor
tiene consecuencias cognoscitivas y constituye un nuevo modo de conocer al amado.

3ª Lección. Pero la lógica de la entrega no termina aquí. Si los dos esposos se hacen una carne a
través del matrimonio, de su unión sexual, Dios les puede regalar el fruto de su amor hecho carne: el don
del hijo. Constituye la tercera lección de la hermenéutica de la donación.

Este mismo verbo “conocerse”, a través de la capacidad de la mujer en ser madre, inserta la
generación en el conocimiento recíproco entre varón y mujer. El hijo supone para los esposos -sus padres-
una nueva fuente perfeccionadora de conocimiento mutuo en alguien que es espejo viviente de uno y otro,

177
TERESA DE JESÚS, Libro de la vida, cap. 22, n. 14.
178
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 13ª, n. 4.
179
JUAN PABLO II, Catequesis 14ª, n. 2.
180
Cf. JUAN PABLO II, Enc. Redemptor hominis, n. 10: “El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo
un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo
experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente”.
181
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 20ª, n. 2.
182
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 20ª, n. 4.
183
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 20ª, n. 5.
y de la unión entre ambos. No suponen un estorbo para su amor, sino más bien todo lo contrario: una
nueva posibilidad de enriquecimiento mutuo.

El varón y la mujer se conocen recíprocamente en el hijo. Si al despertar el varón exclamó su igual


dignidad ante la mujer –”ésta sí que es carne de mi carne”-, ahora toma conciencia de que, ante el hijo, se
encuentra nuevamente con alguien de igual dignidad a ambos. Por consiguiente tiene la misma
experiencia de encontrarse ante una nueva persona; por eso afirma: “he alcanzado de Yaveh un varón”
(Gn. 4, 1)184. Los esposos y padres colaboran con Dios Creador en la transmisión de la vida humana y así
cooperan con Él -de forma inmediata y directa, aunque en niveles diversos- en la prolongación de la
imagen divina en sus hijos, incluso tras el Pecado185: “Adán tenía 130 años cuando engendró un hijo a su
imagen y semejanza” (Gn. 5, 3).

Si el Verbo de Dios hecho carne constituye la afirmación más revolucionaria del cristianismo, que
el amor entre varón y mujer se haga carne en el hijo constituye lo más novedosa del amor conyugal. Hoy
es preciso presentar al hijo como prolongación natural del amor conyugal, hecho carne concreta, en el
tiempo y en la historia de sus propios padres. Sólo así podremos superar pedagógicamente la dicotomía
entre amor e hijos. Es una aportación inteligente de Juan Pablo II en sus Catequesis sobre el amor humano
en el plan divino: desde el significado unitivo ha hecho una re-lectura del significado procreador, y
viceversa. Si hasta el momento había prevalecido en el análisis moral de la sexualidad la óptica de la
transmisión del don de la vida en sus fuentes próximas, Juan Pablo II va a ofrecer un giro hermenéutico,
muy enriquecedor, al releer el principio de inseparabilidad -verdadero hilo conductor de la temática-,
invirtiendo justamente su dirección con un cambio de rumbo y de acento: desde el sentido unitivo al
procreador; con ello se logrará un equilibrio más justo y complementario entre ambas perspectivas. Si
durante casi dos mil años se ha exigido la apertura a la vida para la licitud del acto conyugal, algo
pacíficamente adquirido -así lo expresaba Giovanni Colombo en el aula conciliar-, ahora Juan Pablo II
ofrecerá en sus Catequesis sobre el amor humano en el plan divino una relectura desde el significado
unitivo al procreador, para mostrar la intrínseca conexión que existe entre ambos significados a nivel
antropológico y moral.

Me gustaría finalizar con la simple enumeración de otro cambio de acento tras cincuenta años de la
publicación de la Humanae vitae. Si la encíclica responde principalmente a una preocupación del
momento por el sexo sin procreación que la contracepción y esterilización prometían, a partir de la década
de los setenta del siglo XX, el acento poco a poco se va a ir desplazando hacia la procreación sin sexo. De
la separación entre sexualidad y procreación, hecho posible mediante la contracepción, hemos pasado al
extremo opuesto reproducción sin sexualidad, cuya máxima expresión podría ser la clonación186.

Ésta ha sido la experiencia testimonial de quienes trabajamos en el campo moral; nos hemos visto
obligados a afrontar una cuestión que poco a poco, aún siguiendo una misma lógica, su acento se ha ido
desplazando hacia otro, en virtud de los adelantos tecnológicos, aplicados a las técnicas de reproducción
artificial (inseminación y fecundación in vitro). Una simple mirada al factor común de los títulos de los

184
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 21ª, n. 5.
185
Cf. JUAN PABLO II, Catequesis 21ª, n. 6.
186
Clonación es la reproducción asexual de la totalidad del organismo, con la finalidad de producir una o varias copias,
genéticamente idénticas a su único progenitor (DP 28). En la actualidad se realiza mediante privación del núcleo natural
de un óvulo -haploide-, y su sustitución por otro núcleo de una célula somática o embrionaria (diploide) –del cual obtener
un individuo clónico- y su implantación posterior. Esta fue la técnica empleada para obtener con éxito la famosa oveja
Dolly, que, por cierto, precipitó su muerte con apenas unos años, por una aceleración incontrolado en su proceso de
crecimiento. Sólo pensar en la posibilidad de aplicar la clonación al ser humano ha suscitado viva preocupación en el
mundo entero. Implica un nuevo paso en el dominio tecnológico artificial con el cual se pretende dar origen a un ser
humano a partir de un solo gameto –el óvulo de la mujer- sin vínculo alguno ni con la sexualidad, ni con el acto
conyugal.
principales documentos magisteriales sobre el tema insinúan una conexión lejana con la Encíclica y la
preocupación por la defensa de la vida de la persona humana: encíclica Humanae vitae (1968); Instrucción
Donum vitae (1987); Encíclica Evangelium vitae (1995) y la Instrucción Dignitas personae (2008).

Una vez más el Principio de inseparabilidad del doble significado ha constituido en realidad el
criterio ético y verdadero hilo conductor para su discernimiento ético. La reproducción artificial constituye
en sí misma (en virtud de su objeto ético) algo inadmisible porque no se transmite la vida de forma
humana, sino más bien se rebaja a mecanismos de reproducción animal, la obtención del hijo a través de
un proceso que ofende a todas las diversas personas implicadas. La conclusión es doble: todas las técnicas
extracorpóreas -la fecundación se realiza fuera del cuerpo de la mujer (en una probeta de laboratorio)- son
ilícitas; es el caso de la FIVET y el de la inseminación propiamente dicha; la segunda: sólo mediante un
gesto -no basta el contexto- de amor conyugal -que respete, cuando se da, la inseparabilidad del doble
significado del acto conyugal- es lícito transmitir de forma humana la vida187.

Estos son algunos de los frutos que la Encíclica Humanae vitae ha ido aportando a la moral sexual
y de la vida, sin contar sus aportaciones a la moral fundamental. Esperemos que siga todavía dando mucho
más frutos por su carácter eminentemente profético.

CAPÍTULO 5º. PECADOS Y VICIOS CONTRA LA PROCREACIÓN RESPONSABLE.

En el capítulo anterior dedicamos un apartado absolutamente necesario, por razón de clarificación


para los fieles, dedicado a los vicios y pecados contra la virtud de la castidad y contra la virtud de la
pureza. Además de la temática ya estudiada con anterioridad sobre los métodos artificiales de
regulación, por razones de brevedad nos limitaremos al estudio de otros dos pecados contra la virtud de la
castidad y contra la procreación responsable, de desgraciada actualidad, por su extensión a un mayor
número de personas y países, y porque se pretende presentar como si se tratara de un “derecho”
fundamental de la persona. Nos referimos a las relaciones extramatrimoniales (singularmente a las
prematrimoniales); y sobre todo a la homosexualidad188.

A. RELACIONES PREMATRIMONIALES.

En el momento actual se pone en tela de juicio con particular virulencia que el amor esponsal entre
varón y mujer se haya de reservar en exclusiva a los muros institucionales del matrimonio. Según opinión
de algunos, la expresión sexual debería abrirse a otras formas estables de convivencia de hecho -una
especie de consentimiento matrimonial “expandido”- e incluso deberían contar con un respaldo jurídico en
nuestra sociedad189. Se trata en definitiva de querer proclamar como lícitas las relaciones extraconyugales,

187
La Iglesia rechazará los diversos métodos de reproducción artificial por ser sustitutivos del acto conyugal; y sin
embargo acepta la posibilidad de los métodos verdaderamente curativos de la esterilidad y de los métodos ayudativos,
bien para la realización del acto conyugal de forma natural, bien para la consecución de sus consecuencias como es la
fertilidad natural. Cf. Alfonso FERNÁNDEZ BENITO, “Instrucción Dignitas personae sobre bioética. Claves para su
recepción”: Teología y Catequesis 111 (2009) 31-64.
188
Cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Teología y secularización en España..., n. 63.
189
Cf. M. VIDAL, Ética de la sexualidad, Ed. Tecnos, Madrid 1991, p. 153-168: a la luz de la historia y a partir de los
datos aportados por la antropología cultural, es preciso inventarse -según este autor- nuevas configuraciones
institucionalizadoras durante el noviazgo que legitimen las relaciones prematrimoniales, por ejemplo, en cuanto
sustitución de la única configuración cultural que existe en la actualidad (la institución matrimonial); además hay que
contemplar el acto del consentimiento matrimonial de una forma más amplia en cuanto proceso -una especie de
“consentimiento matrimonial expandido”-; cf. M. VIDAL, Diccionario de ética teológica, voz “relaciones
extraconyugales”, Ed. Verbo Divino, Pamplona 1991, p. 512; voz “institución matrimonial”, p. 318-319. Esto también es
aplicable a algunas relaciones extramatrimoniales, excluidas las meramente esporádicas; aún reconociendo que hoy por
hoy sólo en el matrimonio monogámico e indisoluble se aseguran las condiciones del amor conyugal, no debemos
descartar la posibilidad de futuras configuraciones (cf. M. VIDAL, Moral de actitudes..., p. 777-785). Las relaciones
genitales prematrimoniales no son intrínsecamente ilícitas -sostiene el autor-; al menos en algunos casos podría constituir
y singularmente las relaciones prematrimoniales, al menos cuando la boda no es excluida y se encuentre
en el horizonte cercano de los novios (cf. FC 80-81). La tendencia actual que pretende reconocer
socialmente diversas formas de convivencia, de hecho o de derecho, con una tolerancia absoluta para que
cada cual elija libremente el tipo de relación sexual que desea vivir, y sobre todo el círculo vicioso que
muchos jóvenes eligen en la práctica -primero compartir sentimientos; después cohabitación; si surge el
amor acudimos a la regularización del matrimonio, y en caso contrario cada cual por su lado- plantea
graves problemas morales y va en detrimento de la institución matrimonial190.

La Iglesia, sin embargo, recuerda sin ningún género de duda que toda relación extramatrimonial es
intrínseca y gravemente ilícita porque niega la inseparabilidad del significado unitivo y procreador que
garantiza la licitud moral del acto genital humano. Se trata de una donación que excluye su dimensión más
importante y específica (la entrega mutua de la libertad espiritual), aun cuando se pretenda erróneamente
expresar la unión entre varón y mujer mediante el cuerpo y los afectos; es donación a medias, no
completa, que no respeta el significado unitivo en sentido pleno.

Así mismo, sólo mediante un gesto de amor matrimonial es lícito la transmisión de la vida en las

un gesto de amor -significado unitivo- (cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 172-173; 222-223); Vidal permanece en una
situación ambigua: “hemos de confesar que, a partir de una visión puramente personalista del amor humano, no se puede
afirmar taxativamente que las relaciones sexuales prematrimoniales sean enteramente y en toda circunstancia
descartables. La realización del amor humano entre los novios no pide necesariamente la expresión gestual última. Pero
tampoco se puede afirmar lo contrario: que ninguna relación sexual realice el amor entre ellos, entendido en un sentido
puramente personalista” (ID., Diccionario de ética teológica..., voz “relaciones sexuales prematrimoniales”, p. 481-482;
ID., Moral de actitudes..., p. 752; 759). Por ello, “la norma de la abstinencia sexual prematrimonial no parece ser una
norma absoluta e inmutable” (ID., Moral de actitudes..., p. 754). Vidal se inventa entonces dos criterios nuevos de
moralidad -carentes de tradición eclesial- en este campo: la dimensión interpersonalista y el grado de vinculación estable
en el noviazgo (cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 171; ; cf., ID., Moral de actitudes.., p. 751). Mediante el primer
criterio analiza el estrato personal que quede más involucrado en las relaciones prematrimoniales, y su grado de
integración dentro de la evolución armónica de la personalidad psicológica del sujeto (cf. ID., Ética de la sexualidad...,
p. 171; cf. ID., Moral de actitudes..., p. 678; 680; 752). Aún cuando pedagógicamente no son aconsejables las relaciones
prematrimoniales, existen situaciones en que se puede admitir su licitud: “la norma de la abstinencia sexual
prematrimonial no parece ser una norma absoluta e inmutable” (ID., Diccionario de ética teológica..., voz “relaciones
sexuales prematrimoniales”, p. 173; cf. ID., Moral de actitudes..., p. 753); se trataría a lo sumo de una exclusión
“normal”, pero no absoluta: “la solución normal debe ser la abstinencia sexual prematrimonial..., por una razón interna a
la naturaleza antropológica del amor. (...). Los novios tienen derecho y obligación de manifestar su amor de una manera
progresiva. Únicamente exige que sea su amor lo que así se manifieste, que no se trate de unas manifestaciones egoístas
que invocan el amor como pretexto” (cf. ID., Diccionario de ética teológica..., voz “relaciones sexuales
prematrimoniales”, p. 482; ID., Moral de actitudes.., p. 754). Por eso, una vez descartada toda relación no vinculante,
meramente esporádica (es decir, que no tienda a la institucionalización de la relación estable entre novios) (cf. ID., Moral
de actitudes.., p. 755), -2º criterio- su licitud estaría condicionada al grado de estabilidad en que se vive la forma
configuradora de noviazgo (cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 173-174), sobre todo si ésta tiende a la vinculación
estable y de forma progresiva hacia la institución matrimonial (cf. ib., p. 175-176). Con ello el autor cree trabajar en aras
de una recuperación de la institución del noviazgo estable, y cae erróneamente en la “gradualidad de la ley”. Se debe
aceptar, pues, una pluralidad de formas estables e institucionalizadas durante el noviazgo con tal que tiendan al ideal del
matrimonio institución (cf. ib., p. 176); es más, el monopolio de la institución matrimonial -aun cuando hoy por hoy sea
la forma ideal- debe ser sustituido -sin llegar a una equiparación total- por una pluralidad de configuraciones “pre” y
“extra” matrimoniales que tienden hacia dicho ideal (cf. ib., p. 175-177; 190-191; 217-218; 220; cf. cf. ID., Moral de
actitudes..., p. 756-757), pues el matrimonio no parece ser más que un producto cultural, y no tanto de origen divino; cf.
cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 180-183; cf. ID., Diccionario de ética teológica..., voz “relaciones extraconyugales”,
p. 511: “La fe cristiana y, por tanto, la moral cristiana no imponen, desde la dimensión estricta de la Revelación, una
determinada institución intramundana para la realización del amor y de la sexualidad” (cf. ID., Moral de actitudes..., p.
784). Por consiguiente, concluye este autor, la genitalidad sexual no debe reducirse en su expresión a los muros
matrimoniales (cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 213-214; 220-221). De ahí la necesidad de revisar y reformular
continuamente las normas morales objetivas, también la que se refiere a las relaciones prematrimoniales, y a la creación
de nuevas formas institucionalizadoras del amor prematrimonial (cf. ID., Ética de la sexualidad..., p. 221-223; cf. cf. ID.,
Moral de actitudes..., p. 758).
190
Cf. M. VÁZQUEZ DE PRADA, Historia de la familia contemporánea. Principales cambios en los siglos XIX y XX,
Rialp, Pamplona 2008, p. 213-214.
condiciones humanas mínimamente requeridas para que se haga con dignidad. Por lo dicho, las relaciones
prematrimoniales niegan el significado unitivo y procreador, y su inseparabilidad moral (cf. PH 7).

San Pablo, sintiéndose amigo del Esposo para desposar celosamente a cada cristiano con Cristo (II
Cor. 11, 2), no duda en condenar todo tipo de fornicación (I Cor 6, 12-20)191, y aconseja que “tenga cada
hombre a su mujer, y cada mujer a su marido” para que se evite la promiscuidad sexual y todo tipo de
relación carnal fuera del matrimonio (I Cor. 7, 2). No podemos extendernos más en este punto. Sin
embargo, nos baste un dato: la praxis de la Iglesia ha reservado siempre la expresión de la genitalidad
sexual de la persona humana dentro de los muros institucionales del matrimonio. Singularmente, durante
los últimos cien años, el Magisterio de la Iglesia se ha negado en rotundo a plantearse de entrada toda
posibilidad de expresión genital fuera del mismo.

B. LA HOMOSEXUALIDAD.

Particular gravedad ha supuesto -máxime en la perspectiva actual de la “Ideología de género”- la


pretendida equiparación jurídica del matrimonio a las uniones entre homosexuales, insinuada tímida y
con ambigüedad en el texto de la “Constitución para Europa” del año 2005, dejando abierta una puerta
peligrosa a la arbitrariedad de futuras leyes, leyes-marco o disposiciones ulteriores que emanen las
Instituciones Europeas durante los próximos años192. En la Constitución europea “se prohíbe toda
discriminación, y en particular la ejercida por razón de sexo, raza, color, orígenes étnicos o sociales,

191
Cf. C. ROCCHETTA, Il Sacramento della coppia. Saggio di teologia del matrimonio cristiano, EDB, 2ª ed., Bolonia
2003, p. 80-81; cf. A. BRUNOT, Los escritos de San Pablo, Pamplona 1991, p. 67-76. Brunot resume muy bien la
“teología del cuerpo”. Mediante el filtro paulino “en Cristo”, Pablo argumenta desde la soteriología, sobre la ilicitud de
la fornicación. Tras el fracaso de Pablo en el Areópago -por haber predicado de la resurrección de un muerto (Cristo)
habiendo evitado hablar previamente de la Cruz, necedad para los intelectuales-, llega a Corinto, ciudad biportuaria, llena
de lujo y lujuria; allí existía un templo dedicado a Afrodita, con más de mil prostitutas sagradas. Hasta se empleaba en
todo el Imperio el verbo “corintizar” como sinónimo de pecados de lujuria. En esta ciudad, Pablo, el “primer párroco” de
Corinto, tuvo que anunciar el evangelio de la sexualidad humana. El Apóstol logró transformar la ciudad de Afrodita en
una “virgen intacta, desposada con un solo Esposo, Cristo” (II Cor. 11, 2). Aunque las cosas no fueron tan sencillas ante
una comunidad en cuyo seno había de todo; hasta toleraba un incesto, la embriaguez, y donde fornicar era como el beber
y comer. Sin embargo Pablo confía en la fuerza del bautismo, mediante el cual el cristiano ha participado en la muerte al
pecado de una vez para siempre, y ha resucitado con Cristo a una vida nueva en el Espíritu. Los argumentos para la
ilicitud de la fornicación -según San Pablo- son: 1º. La fornicación es, ante todo y en primer lugar, profanación del
Cuerpo glorioso de Cristo Resucitado -la Iglesia, Cuerpo eclesial de Cristo-, del cual formamos parte. Los Corintios, a
fuerza de fornicar, estaban haciendo inútil la resurrección corpórea de Cristo, estaban haciendo inútil la redención de
Cristo sobre el misterio nupcial de la persona humana entera, lo cual afecta también a su cuerpo (sexuado). Toda la
persona humana -alma, corazón y cuerpo, sustancialmente unidos- está destinada a la salvación eterna y a la visión de
Dios. Fornicar, respecto al cuerpo, no es pues como comer o beber; en virtud del bautismo, todo nuestro ser ha
participado de una vez para siempre en la muerte y resurrección de Cristo, y está destinado a la resurrección de la carne y
a la visión beatífica. Por eso, la fornicación profana el cuerpo humano que es “del” y “para el Señor”. 2º. Por
consiguiente, en segundo lugar, profanar el cuerpo con la fornicación es profanar el templo del Espíritu Santo, e,
indirectamente, constituye un desprecio a la Eucaristía, el Cuerpo Sacramental de Cristo (3º). Por el contrario, mediante
la virtud de la castidad -cuyo grado máximo corresponde a la virtud de la virginidad consagrada-, el cristiano va
anticipándose o predisponiéndose “escatológicamente” al estado armónico que reinará en él con perfección como
consecuencia de la visión beatífica. Por eso el Maestro afirmó que en el cielo "seremos como ángeles"; no porque en el
cielo vayamos a carecer del cuerpo glorioso, semejante al suyo; sino porque viviremos en plenitud la integridad e
integración del amor mediante dicha virtud. Así pues, en la tierra, comencemos ya por “glorificar a Dios en nuestro
cuerpo”. Este verbo tiene resonancias cultuales, ya que el cristiano debe considerarse como el celebrante en el santuario
de su cuerpo, ofreciendo toda su existencia como víctima de suave olor (cf. Rm 12, 1). ¿No hay en esta página paulina un
“evangelio” para los apóstatas y paganos de hoy?
192
Esta reivindicación corresponde a la denominada “ideología de género”, dentro de la cual se pretende la igualdad
entre varón y mujer a costa de eliminar toda diferencia (cayendo en uniformidad empobrecedora). Cf. BUTLER J.,
Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity, Routledge, New York 1990; BURGGRAF J, Génere
(“Gender”), en PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA, “Lexicon. Termini ambigui e discussi su famiglia, vita
e questioni etiche”, EDB, Bologna 2003, p. 421-429; cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La verdad del
amor humano. Orientaciones sobre el amor conyugal, la ideología de género y la legislación familiar, Madrid 2012,
Edice, n. 52-64.
características genéticas, lengua, religión o convicciones, opiniones políticas o de cualquier otro tipo,
pertenencia a una minoría nacional, patrimonio, nacimiento, discapacidad, edad u orientación sexual” (art.
II-81).

Que no deba hacerse discriminación a la persona humana en cuanto tal, de esto no se discute. Lo
que choca en el artículo es por qué al principio se afirma que no habrá discriminación alguna de la persona
en razón del sexo y se añade, al final del mismo, que tampoco lo habrá en virtud de su orientación sexual
(cf. arts. II-81; III-118; III-124). La cuestión viene de lejos. Ya en 1994 el Parlamento Europeo emanó una
Resolución193, que constituyó un primer ataque, tímido, pero muy peligroso, contra el misterio nupcial de
la persona en los sectores del amor interpersonal y de la vida humana.

1. Equiparación jurídica entre unión de homosexuales y el matrimonio.

En la Resolución de 1994 se recomendaba a los Estados miembros “la supresión de todas las
disposiciones jurídicas que criminalizan y discriminan las relaciones sexuales entre personas del mismo
sexo” (n. 5). Se pretendía así que “las limitaciones de edad con fines de protección sean idénticas en las
relaciones homosexuales y heterosexuales” (n. 6); y se solicitaba “poner fin al trato desigual a las personas
de orientación homosexual en las disposiciones jurídicas y administrativas” (n. 7). Asimismo dicha
Resolución solicitaba a la “Comisión de la Comunidad” que ponga fin a “la prohibición de contraer
matrimonio o de acceder a regímenes jurídicos equivalentes a las parejas de lesbianas y homosexuales”
(n. 14 e) y su inscripción en registros civiles; y que se suprima “toda restricción de los derechos de las
lesbianas y de los homosexuales a ser padres, a adoptar o a criar niños” (n. 15). Finalmente hace saber
que todo ello se transmita también a los Gobiernos y Parlamentos de los Estados miembros y de los países
candidatos a la Unión (n. 16)194.

Lo pretendido por esta Resolución iba más allá de lo estrictamente defendido; tenía todo un valor
simbólico, según una estrategia bien premeditada. Se pretendía influir en los Parlamentos de los países de
la Unión Europea en orden a la paulatina aceptación social de las uniones entre homosexuales y de su
estilo de vida, aduciendo la necesidad de tolerancia ante una diversidad de modos de comportamiento195.
Con todo ello se intentaba difundir, en primer lugar, un ambiente social favorable hacia la tolerancia de la

193
Cf. Resolución A 30028/1.994, de 8 de Febrero. Cf. F. AZNAR GIL, Derecho Matrimonial Canónico: cánones 1108-
1165, vol. III, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca, 2003, p. 236-237; 252; cf. ID., Homosexualismo,
transexualismo y matrimonio (1965-1984), en VARIOS, El “consortium totius vitae”. Curso de Derecho Matrimonial y
Procesal canónico para profesionales del Foro, vol. VII, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca 1986, p.
298-232.
194
Algunos Parlamentarios europeos se opusieron con firmeza a dicha Resolución en base a la falta de competencia
de la Comisión para recomendar -menos aún para dar directrices- a los Estados miembros. Además, -ellos añaden- los
Tratados europeos rechazan toda discriminación por causa del sexo, pero no por motivo de “orientación” sexual,
término más ambiguo con el que parece incluirse no sólo la condición homosexual (a), sino también el
comportamiento libre y responsable (estilo de vida homosexual) (b). Es más, según algunos peritos, movidos por
quitar importancia al asunto, afirman que, propiamente hablando, no se trataría ni siquiera de una “Recomendación”
del Parlamento Europeo, sino tan sólo de una “Resolución” que tiene menos peso en asambleas internacionales, con
escasas consecuencias jurídicas, y que es únicamente de régimen interno al Parlamento mismo. Lo que sucede es que
este tipo de Resoluciones -en otros Organismos internacionales sucede al menos- no son vinculantes para los Estados
miembros, pero muchas veces suelen serlo como condición previa para la aceptación de nuevos países miembros a la
Unión o para prestación de ciertas ayudas materiales a terceros. Al final se indicó que dicha Resolución tenía validez
para el personal de las Instituciones Comunitarias de la Unión (ad intra) y que externamente se recomendara a nivel, no
tanto de Estado, sino más bien a través de instituciones locales -Ayuntamientos- y regionales.
195
Cf. J. RATZINGER, Introducción, n. 2-3, en CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre la
atención pastoral a las personas homosexuales. Introducción y Comentarios, Ed. Palabra, Madrid 1988, p. 16-17. Cf. M.
VIDAL, Moral de actitudes...., p. 665: para Vidal esta distinción entre condición y comportamiento corresponde al
intento de algunos moralistas por salvar su fidelidad a la moralidad objetiva de la homosexualidad; distinción de la cual
él disiente por considerarla artificiosa (cf. ib., p. 668).
homosexualidad (mezclando, sin distinción, entre “condición” y “comportamiento”), para, en un segundo
momento, pretender la legitimación moral de este nuevo estilo de vida y su plena legalización jurídica,
equiparando así las uniones entre homosexuales al matrimonio. Hemos de decir al respecto que jamás la
Iglesia ha discriminado a las personas en cuanto tales196, ni siquiera aquellas que en su condición, en
número muy escaso, nacen con una cierta predisposición homosexual; lo que ella siempre ha declarado
gravemente ilícito es el comportamiento homosexual, los actos y hábitos homosexuales.

2. La condición homosexual y sus formas de vivirla.

Hemos de hacer, ante todo, una neta y previa distinción entre lo que es condición (a) y lo que es
comportamiento homosexual (b)197. Nadie elige la condición homosexual; sin embargo sí podemos elegir
cómo vivirla, aun cuando la pulsión homosexual sea comúnmente algo más difícil de moderar que la
pulsión heterosexual. A la pregunta: un homosexual ¿nace o se hace?, respondemos sin vacilación: una
persona puede nacer -en algunos casos, poco numerosos- con una cierta predisposición homosexual en su
condición198; pero, sin duda que, para convertirse en homosexual, el individuo debe aprender dicho
comportamiento, iniciado por otro, en un largo proceso contra corriente, superando graves conflictos
internos de personalidad.

El origen biológico y psíquico de la homosexualidad permanece todavía, en gran medida,


inexplicado. No se ha demostrado con seguridad que exista un factor genético determinante. Se trata, más
bien, de una interacción entre múltiples factores biológicos (principalmente en la impregnación hormonal
del cuerpo), psicológicos, sociales-ambientales y educativos; este conjunto de elementos interrelacionados
provoca un proceso o desarrollo desviado que atañe a la estructuración y orientación global de la
personalidad del sujeto en cuanto a su identidad, dentro de la cual la sexualidad constituye un elemento
decisivo199.

Lo más grave que subyacía en el intento de esta equiparación legal del Parlamento europeo es la
pretensión errada de que la condición sexual de la persona -sea heterosexual u homosexual- resulta
indiferente; dicho de otra forma: la cuestión de fondo estriba en negar que la condición homosexual en
cuanto tal constituye, desde el punto de vista objetivo, una desviación de la sexualidad normal. Esta
apreciación viene corroborada por las discusiones de la sesión plenaria del Parlamento Europeo para
aceptación de esta Resolución en las cuales parecía defenderse de forma solapada la normalidad del
comportamiento homosexual, basados, en definitiva, en la normalidad de la condición homosexual.

Ciertamente se deben eliminar aquellas leyes que, de forma arbitraria e injusta, discriminan a las
personas homosexuales, por su condición (no por su comportamiento intrínsecamente ilícito y reprobable;
cf. CCE 2358). Concedamos que el comportamiento homosexual no siempre corresponda a unas
determinadas anomalías psíquicas de base; y que debe desterrarse de una vez por todas el término

196
Cf. CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre la atención pastoral a la personas
homosexuales (1-10-1986), n. 9.
197
Cf. CEE, Matrimonio, familia y “uniones homosexuales”. Nota de la Comisión Permanente del Episcopado Español
(24-06-1994), n. 6.
198
El número de personas que nacen con una predisposición innata a la homosexualidad es más bien bajo. Otra cosa es
que algunos lo pretendan elegir movidos por la moda, por una forma de llamar la atención, o como consecuencia de un
comportamiento lujurioso, arraigado en el vicio.
199
Cf. G. ZUANAZZI, Se puede construir un estilo de vida fundado sobre un ‘espacio de libertad’ que existe para
todos, en CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Carta sobre la atención pastoral a las personas
homosexuales. Introducción y Comentarios, Ed. Palabra, Madrid 1988, p. 81; cf. M. L. DI PIETRO, “El proceso de
sexualización de la persona. El dato biológico”, en L. MELINA - S. BELARDINELLI (eds.), Amar en la diferencia. Las
formas de la sexualidad humana y el pensamiento católico, BAC Madrid 2013, p. 265-281.
“perversiones” sexuales200, ciertamente despectivo. Pero de aquí, a querer negar que, en cuanto tal, la
condición homosexual no constituye una desviación objetiva de la sexualidad normal y una tendencia
(objetivamente desviada) hacia un comportamiento intrínsecamente ilícito, es un salto indebido que no
pretende sino la aceptación solapada del comportamiento homosexual en cuanto tal. De esta cuestión
pende, en definitiva, la última razón del problema. “Por este motivo la inclinación misma debe ser
considerada como objetivamente desordenada”201.

La cuestión decisiva radica en determinar cuál es el criterio referencial de normalidad en este


campo, el cual no pertenece a la psicología, sino a la antropología, en un nivel superior. La madurez y de
normalidad sexual no viene determinada por el simple ejercicio de la pulsión genital -afirmación que ni el
mismo Freud se atreviera a hacer-; sino que estriba en la capacidad madura e interpersonal de amar, es
decir, como posibilidad integrada de donación libre de sí mismo. El amor personal (capacitado mediante la
virtud de la castidad) es quien da valor de normalidad personal -valor antropológico y ético- a la expresión
genital de la sexualidad humana; no al revés202.
200
La eliminación de la condición homosexual en la lista de enfermedades por la Unión de Psiquiatras Americanos en
1973, a la cual se sumó posteriormente en 1990 la Organización Mundial de la Salud (OMS), ha contribuido
negativamente a esta confusión. Este paso decisivo no se fundamenta en verdad científica alguna, sino que se debe a una
cesión de la OMS ante las presiones del lobby homosexual a nivel político. Evidentemente que no todo comportamiento
homosexual está sostenido por una enfermedad mental; sin embargo en algunas ocasiones sí que podría ocurrir. Cuando
una persona, en casos bien definidos, no puede dejar de comportarse homosexualmente está claro que puede haber
debajo una anomalía psíquica (psiquiátrica); estaríamos en casos parecidos al “voyeurismo”, al sadismo, masoquismo, u
otras desviaciones patológicas de la sexualidad normal. No obstante el testimonio de Richard Cohen expresa la situación
mayoritaria: es consecuencia de una herida del pasado (una violación infantil; una experiencia prematura y frustrante de
expresión sexual; etc.) que si el sujeto no se ha dejado iniciar en el comportamiento homosexual podrá superar, pero que
si está involucrado en dicho comportamiento le será muy difícil. Algunos autores piensan erróneamente lo contrario, o al
menos muestran cierta ambigüedad en este aspecto antropológico, verdadero presupuesto de toda la cuestión moral sobre
el comportamiento homosexual. Cf. M. VIDAL, Diccionario de ética teológica..., voz “homosexualidad”, p. 293:
“Instalado en su condición sexual indiferenciada, el homosexual no puede vivir su sexualidad desde la diferencia
varón/hembra, sino que lo hace desde otra situación que llamamos homosexual”; aunque Vidal distingue perfectamente
entre condición y comportamiento -aún sin ser partidario de dicha distinción-, sin embargo, de la incertidumbre
científica sobre las causas biológicas (hormonales), educacionales y de identidad sexual, pasa indebidamente a realizar
un juicio ético, no sobre dicha condición, sino también -parece ser, pues no sale de su ambivalencia inicial- sobre el
comportamiento homosexual, condenado inequívocamente y de forma expresa por la Sagrada Escritura (cf. ID., Moral de
actitudes.., p. 657; 668). Precisamente Vidal acusa a la Declaración “Persona humana” (PH 8) de tratar a la
homosexualidad como “situación anormal” o como “una condición humana ‘patológica’ (‘vitiata constitutio’) frente a la
postura de la psiquiatría actual”, y de afrontar el juicio moral del comportamiento homosexual en general y sin distinguir
casos, “en términos de ética objetivista e intrinsecista” (ib., p. 659). En el fondo la postura de la moral católica parte de
una “comprensión reduccionista e inadecuada de la sexualidad humana y se manifiesta en la postura global ante el
fenómeno de la homosexualidad” (ib., p. 661), que se fundamentan en algunos principios falsos, como la comprensión
procreativista de la sexualidad, dualismo antropológico, ley natural comprendida de forma biologista, planteamientos
pre-científicos y pre-psicológicos, concepción de la virtud de la castidad y la negación del placer sexual (cf. ib., p. 661-
663): “Dentro de una tal comprensión de la sexualidad no se puede esperar que sea tolerado el placer del comportamiento
homosexual ya que no tiene ‘excusa’ de ninguna índole que lo convierta en aceptable” (ib., p. 662-663).
201
CDF, Carta sobre la atención pastoral a la personas homosexuales, n. 3.
202
Cf. Gn 19, 1-29; I Cor. 6, 10; I Tim. 1, 10. En cuanto a la asunción de un estilo de vida homosexual quizá sea
interesante analizar las tres fases o etapas principales por las que el sujeto suele pasar. La persona humana toma
conciencia de cierta predisposición homosexual generalmente hacia el final de la adolescencia: 1ª) La primera reacción
del sujeto es de una actitud de rechazo, acompañada de una fase depresiva. 2ª) Tentativa de querer justificar para sí
mismo la condición homosexual como algo normal y aparición de las primeras dudas serias sobre su manifestación en el
comportamiento externo del sujeto. 3ª) Búsqueda del mundo homosexual e integración en dicho ambiente, que tiene sus
reglas y ritos propios de comportamiento. En esta fase resulta determinante la figura del monitor adulto que inicia al
adolescente en las prácticas homosexuales. Desde el punto de vista educacional, la homosexualidad, descubierta a
tiempo, sobre todo en sus dos primeras fases, puede tener solución. Entrar en el mundo homosexual no es fácil; pero salir
de él resultará casi imposible. En esta tercera fase se le presenta el sujeto puede elegir vivir su condición homosexual de
dos formas: a) adoptar un comportamiento homosexual, bien en clima de ansiedad y culpabilidad que emparenta con la
neurosis, bien con ostentación manifiesta, y vista hasta con normalidad; b) siendo el sujeto consciente de su condición
homosexual, no elige comportarse como tal, sino que lucha por vivir la castidad con la ayuda de la Gracia, de la atención
de un sacerdote y de un psicoterapeuta (si fuera preciso).
3. Valoración antropológico-moral de la homosexualidad.

La Sagrada Escritura valora el comportamiento homosexual como depravación objetivamente


grave. Sobresale la condena de la Carta a los Romanos en la que el comportamiento homosexual es
presentado como la triste consecuencia de un rechazo culpable de Dios; y viceversa: la lujuria, llevada
hasta estos extremos, provocó la ofuscación de la razón práctica, la idolatría paulatina y hasta la pérdida de
la fe (cf. Rm. 1, 24-27)203.

Así mismo la Tradición ha valorado al comportamiento homosexual siempre como intrínsecamente


ilícito204 y contrario, por sí mismo, a la ley moral natural, pues separa a la sexualidad tanto de la función
procreadora, cerrando el acto sexual a la transmisión humana del don de la vida (no respeta el significado
procreador), como también no procede de una verdadera complementariedad afectiva y sexual (no respeta
el significado unitivo); razón por la cual el acto homosexual jamás puede constituir un gesto de comunión
de amor de benevolencia o amistad (cf. CCE 2357)205, sino que, al contrario, lleva a la soledad sin
encuentro interpersonal alguno, soledad que viene corroborada por la masturbación (“pecado solitario”),
aunque sea una soledad de dos.

Para una justa valoración antropológica de la desviación anormal en la homosexualidad hemos de


tener en cuenta el componente narcisista que se esconde en la personalidad del homosexual206 y que se
proyecta en un comportamiento reprobable. Podemos interpretar que el homosexual tiene miedo ante el
riesgo de existir como varón o como mujer completos (con todas sus consecuencias) y, entonces, la
relación interpersonal con el otro sexo es sustituida por un paso más fácil y corto -según él- dado hacia sí
mismo, mediante la relación homosexual con otro del mismo sexo. Porque se busca a sí mismo en el otro,
su espejo, dicha relación está destinada al fracaso y a la soledad (no a la comunión interpersonal). La
estrecha afinidad con el acto narcisista del autoreflejo en el espejo induce a interpretar el comportamiento
homosexual en términos de inmadurez psicológica, antropológica y sexual que atañe a la globalidad de su
personalidad.

Además, porque el comportamiento homosexual niega, en definitiva, la diferencia de los sexos, por
esto mismo, provoca en el sujeto una grave crisis de identidad. Una vez más, identidad y diferencia en la
persona humana, constituye la última razón que explica un elemento decisivo de su misterio nupcial. El
comportamiento homosexual no respeta el significado del misterio nupcial de la persona humana en la
verdad completa de su sexualidad, reducida dicha diferencia a mero desempeño e intercambio de “roles”
culturales reinventables. Como consecuencia, al negar el primer elemento del misterio nupcial, también el
comportamiento homosexual incapacita al sujeto para la genuina donación de amor y para el encuentro
comunional, y por ende, para una verdadera fecundidad personal.

203
Cf. SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración “Persona humana”, sobre
algunas cuestiones de ética sexual, Roma 1975, n. 8. La ilicitud del comportamiento homosexual masculino está
expresamente mencionada en Lev. 18, 22: "no te acostarás con varón como con mujer; es abominación". El pecado de
Sodoma -la “sodomía”- parecía ser de homosexualidad; de aquí deriva el castigo tan duro para los habitantes de esta
ciudad. La homosexualidad femenina no está expresamente condenada en el A.T.; pero el lesbianismo, según
Maimónides, está condenado implícitamente en la prohibición de las abominaciones de otros pueblos, como Egipto. En
la Carta a los Romanos (Rm. 1, 24-27), se reprueba explícitamente tanto la homosexualidad masculina como la femenina.
Algunos autores, por el contrario, no consideran el comportamiento homosexual como intrínsecamente ilícito.
204
Cf. "Persona Humana" 8.
205
Cf. CEE, Matrimonio, familia y “uniones homosexuales”. Nota de la Comisión Permanente del Episcopado Español
(24-06-1994), n. 9-13.
206
Cf. G. ZUANAZZI, op. cit., p. 84; cf. T. ANATRELLA, “Las diversas formas del fenómeno de la homosexualidad”,
en L. MELINA - S. BELARDINELLI (eds.), Amar en la diferencia. Las formas de la sexualidad humana y el
pensamiento católico, BAC Madrid 2013, p. 26-67.
La imposibilidad de una verdadera complementariedad y perfeccionamiento mutuo, que tiene sus
bases antropológicas en la radical diferencia de la especificación femenina y masculina -diversidad
asimétrica, nunca andrógina-, impide la dinámica de todo amor genuinamente conyugal y de donación
interpersonal (amor de benevolencia). Debido a esta carencia antropológica que afecta a la persona entera
toda verdadera comunión interpersonal resulta sencillamente imposible. Dos varones o dos mujeres
formarán a lo sumo “un par”, jamás “una pareja”, un verdadero “matrimonio”. Esto explica el alto grado
de inestabilidad, promiscuidad y de conflictividad entre las parejas homosexuales (celos) y los graves
problemas que acarrea para la identidad en su personalidad. Lo que, en definitiva, está debajo de la
aceptación del comportamiento homosexual es la puesta en tela de juicio de la verdad antropológica, es
decir la verdad de Dios Creador que ha querido crear al ser humano, en dos versiones de existencia, sin
ninguna posibilidad intermedia: o varón, o mujer. Querer inventar nuevos modelos antropológicos de ser y
de conducta, negando con ello esta verdad -identidad y diferencia- que pertenece al misterio nupcial de la
persona, resulta un sueño absurdo207.

Esta Resolución del Parlamento Europeo parecía ignorar que la comunión que se da en el
matrimonio no es una mera exigencia cultural, sino que está fundamentada en la antropología de los sexos
y sobre las estructuras diferenciales y complementarias de los mismos (cf. FC 19), que lleva a la
posibilidad de perfección y enriquecimiento mutuo en la personalidad de ambos esposos. Todo lo
contrario ocurre con el comportamiento homosexual, el cual impide al sujeto llegar a su madurez sexual y
personal (crisis de identidad)208. La masturbación que suele acompañar al comportamiento homosexual es
un signo confirmatorio más de la inmadurez en el sujeto por carencia de la virtud de la castidad, condición
necesaria e imprescindible -aunque no suficiente- para la madurez de todo amor personal, y por ende, de
incapacidad para la comunión y el encuentro interpersonal209.

207
Cf. G. L. MÜLLER (Ed.), Las mujeres en la Iglesia. Especificidad y corresponsabilidad, Ed. Encuentro, Madrid 2000,
p. 29-74: del primer feminismo moderno que se traducía en una lucha por la igualdad personal y laboral en derechos y
deberes para varones y mujeres, se pasó a un segundo feminismo de complementariedad entre uno y otro sexo,
respetando sus legítimas diferencias antropológicas y culturales; ahora, en una tercera fase, se pretende crear un nuevo
feminismo de “identidad fluida” (una identidad sin esencia) y la queer theory, difundidas en los años 60 del pasado siglo,
es decir, la elección a la carta de diversos modelos sexuales, a voluntad del consumidor: heterosexual, homosexual,
transexual, metasexual, etc. Como consecuencia se pretende crear un nuevo modelo de hombre (una nueva antropología),
prescindiendo de la voluntad Creadora de Dios, y de sociedad (Europea) que, a partir de negar toda diferencia, sostiene la
uniformidad en todo, hasta incluso con la pretensión de crear una cultura andrógina u “homosexual”, o de cualquier otro
tipo, sin límite alguno a la pura libertad del hombre en su elección (cf. A. FERNÁNDEZ BENITO, El misterio nupcial de la
persona en la situación europea, Ed. ISET “San Ildefonso”, Toledo 2005). Para lograr la igualdad entre varones y
mujeres la solución no consiste en negar la diferencia antropológica entre ambos de forma tan radical que se niega la
noción de “sexo”, cambiándola por otra más ambigua de “género” (Ideología de género).
208
Cf. SCEC, Orientaciones educativas, n. 101; cf. CDF, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la atención
pastoral a las personas homosexuales (1-10- 1986), n. 6-7.
209
En nuestros días, fundándose en observaciones de índole psicológica y refiriéndose a aquellos casos que presentan
una cierta predisposición patológica homosexual que se tiene por incurable, han llegado algunos a juzgar con
indulgencia, e incluso a excusar completamente, las relaciones homosexuales como si se tratara de relaciones análogas
al matrimonio, en contra de la doctrina de la Iglesia. Desde el punto de vista de la atención pastoral estas personas deben
ser acogidas con comprensión y han de ser ayudadas en la esperanza de superar sus dificultades personales y su
inadaptación social. También su imputabilidad o responsabilidad moral ha de ser juzgada con prudencia (puesto que
pueden existir atenuantes). Pero no se puede emplear ningún método pastoral que reconozca una justificación moral al
comportamiento homosexual, ya que según el orden moral objetivo, las relaciones homosexuales son actos
intrínsecamente ilícitos (cf. Persona humana 8; CDF, Carta sobre la atención pastoral a la personas homosexuales, n.
11). Toda la Iglesia se ha de sentir responsable en la acogida a las personas homosexuales como una concreción
actualizada de la “redención de cautivos”. Necesitan amigos verdaderos y maduros que le hagan salir del aislamiento, la
soledad es su principal enemigo. Tanto el homosexual como aquel al cual él se confía deben convencerse que, están
llamados a realizar la voluntad de Dios en su vida con la fuerza de la Gracia, uniendo sus dificultades a la cruz de Cristo,
y a vivir la virtud de la castidad (CCE 2359). Cf. J. NICOLOSI, “Un llamamiento a una pastoral psicológicamente
instruida para los católicos homosexuales”, en L. MELINA - S. BELARDINELLI (eds.), Amar en la diferencia. Las
formas de la sexualidad humana y el pensamiento católico, BAC Madrid 2013, p. 395-410.
4. Consecuencias socio-jurídicas.

En la vida homosexual aparece paradójicamente, como signo concomitante a la negación del


misterio nupcial de la persona en sus tres elementos constitutivos (identidad y diferencia sexual; amor;
fecundidad), una doble nostalgia: la nostalgia de pareja -1ª-; y la nostalgia de paternidad -2ª-, a la cual se
busca poner remedio mediante la adopción, el recurso a la fecundación e inseminación artificial, o, al
menos, se intenta paliar con el proselitismo hacia la captación de nuevos adeptos para la vida
homosexual210. A la luz de esta doble nostalgia se comprende mejor por qué en la Resolución del
Parlamento Europeo de 1994 se hacían dos peticiones -inaceptables- que obedecen, precisamente, a esta
misma lógica: equiparación jurídica de uniones entre homosexuales al matrimonio -1ª-, y derecho a la
adopción y educación de hijos por parejas de homosexuales -2ª-.

a) Primera nostalgia: equiparación parcial o total con el matrimonio. Pretender equiparar las
uniones entre homosexuales a la familia de fundación matrimonial constituye una grave ofensa y perjuicio
para dicha institución divino-natural y para el bien común de la sociedad misma211. El tratamiento de la
Iglesia respecto a las uniones entre homosexuales ha sido semejante a la de uniones de hecho entre varón y
mujer: las personas que viven en tales situaciones no deben ser discriminadas ni marginadas, en cuanto
tales; se las debe reconocer los derechos fundamentales que atañe a toda persona. Pero la unión que
instauran no debe ser equiparada legalmente al matrimonio. La Iglesia entiende que la tutela de la familia
conlleva que a ésta no se equipare, jurídicamente, a otras formas de convivencia de hecho o de derecho
(matrimonio meramente civil o situaciones análogas).

Las leyes han de defender positivamente los derechos y deberes de la familia, con medidas de
carácter político, económico, social y jurídico212, y esto en base al grado de contribución de la familia al
bien común de la sociedad -conjunto de condiciones sociales que se requieren para que cada persona y
cada institución intermedia pueda conseguir con facilidad sus fines propios-213. De ahí que la Iglesia haya
subrayado tanto la dimensión institucional y pública del matrimonio, como la defensa del mismo frente a
ciertos movimientos jurídicos que pretenden asimilar a nivel jurídico las uniones de hecho -heterosexuales
u homosexuales- con la familia de fundación matrimonial214. Hacer lo contrario significaría en la práctica
una dejación de la sociedad, singularmente del Estado, en orden a la tutela directa e inmediata que sobre él
recae respecto a la promoción del bien común. El grado con que la familia estable de fundación
matrimonial contribuye al bien común siempre es superior y nunca resulta equiparable a otras formas de
convivencia entre varón y mujer, imperfectas respecto a la que es su modelo y hacia la cual han de tender,

210
Cf. G. ZUANAZZI, op. cit, p. 85.
211
Cf. CEE, Matrimonio, familia y “uniones homosexuales”. Nota de la Comisión Permanente del Episcopado Español
(24-06-1994), n. 19: “El bien común exige que las leyes reconozcan, favorezcan y protejan la unión matrimonial,
esencialmente heterosexual, como base ineludible de la familia. Por lo tanto, no es aceptable la legalización que equipare
de algún modo las llamadas uniones homosexuales con el matrimonio. Las leyes no tienen por qué sancionar ‘lo que se
hace’ convirtiendo el hecho en derecho”. Cf. F. AZNAR GIL, Derecho Matrimonial Canónico: cánones 1108-1165, vol.
III, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca 2003, p. 251-254.
212
Cf. CARTA DE LOS DERECHOS DE LA FAMILIA, Preámbulo.
213
Cf. FC 44-45; GS 52; CCE 1905. En seguimiento de los tres contenidos principales del bien común (cf. CCE 1906-
1909), la familia constituye óptima escuela, en donde se aprende y posibilita el ejercicio de los derechos fundamentales
de la persona humana y se garantiza su inserción en la vida social (1º); en donde se aseguran los bienes materiales
imprescindibles para una vida dignamente humana (2º); y en donde se contribuye decisivamente a la estabilidad interior
y exterior de la paz social (3º). Por todo ello, al realizar su cometido de edificar la comunión interpersonal tan rica y
estable dentro de su seno con el intercambio de varias generaciones -comunidad de personas- y de su servicio a la vida, la
familia de fundación matrimonial constituye escuela óptima de virtudes sociales.
214
Cf. FC 81; cf. CARTA DE LOS DERECHOS DE LA FAMILIA, Preámbulo, b, c; cf. Persona humana, n. 7; CARTA DE LOS
DERECHOS DE LA FAMILIA, art. 1 c; cf. FC 11.
en nombre estricto del bien común215. Es verdad que las normas civiles no siempre podrán recoger
íntegramente la ley moral, pues “la ley civil a veces deberá tolerar; en aras del orden público, lo que no
puede prohibir sin ocasionar daños más graves”216; pero esta tolerancia no puede hacerse extensible a
aquellos comportamientos que atentan contra los derechos fundamentales de las personas, entre los cuales
se encuentra el derecho al matrimonio y a la familia.

Por consiguiente, en este campo las leyes civiles deben guiarse por dos principios fundamentales:
1º. La homosexualidad, en cuanto tal, no es fuente originaria de derechos. Además, no se puede pretender,
que bajo capa de alcanzar el reconocimiento de determinados derechos para los homosexuales, se otorgue
a estas uniones un estado jurídico o legal que sea equiparación al matrimonio. De cara a la no
discriminación jurídica la tendencia sexual -menos aún la “orientación sexual”, que utiliza reiteradamente
dicha Resolución, revalidada en la Constitución Europea- no constituye una cualidad comparable con la
raza, el origen étnico, sexo, etc217. La tolerancia del mal y su reglamentación jurídica por parte de la
autoridad civil, no debe equivaler a la promoción del mal moral, enemigo número uno del bien común. 2º.
El tratamiento legislativo que se dé a las uniones entre homosexuales no se debe realizar de manera que, o
bien se coopere a la promoción positiva de la homosexualidad, o bien se equiparen legalmente dichas
uniones al matrimonio, por lo menos respecto a algunos derechos que deben ser privativos de la institución
matrimonial en exclusiva218.

b) Segunda nostalgia: adopción de hijos. A la luz de la Resolución del Parlamento Europeo de


1994 resultan todavía más evidentes las graves lagunas del texto Constitucional Europeo de 2005, en
cuanto que, jugando con la ambigüedad que lo encubre, se pretende reconocer con el tiempo a las uniones
entre homosexuales y lesbianas un pretendido derecho a la adopción de niños. En este presunto “derecho”

215
Aún en el caso del matrimonio civil entre varón y mujer, debido a la herida causada por el pecado original en el
corazón esponsal humano, se trata de un matrimonio que carece, incluso a nivel natural, de aquella perfección
propiamente humana que poseía el matrimonio, por así decir, antes del Pecado original. La Gracia de Jesucristo viene a
curar dichas heridas y a devolverlo a su pureza originaria, aún en cuanto matrimonio plenamente humano. De ahí que
sean tres los verbos empleados por el Concilio Vaticano II para describir la redención de Cristo (GS 49), a los cuales
reiteradamente hemos aludido: Él ha curado al matrimonio histórico del presente -de las heridas del pecado-, lo ha
perfeccionado -devuelto a la pureza del matrimonio primordial de los orígenes en cuanto verdaderamente humano-, y lo
ha elevado a fuente sobrenatural de Gracia -Sacramento para los bautizados-, participación en el matrimonio escatológico
del futuro entre Cristo y la Iglesia (Ef. 5, 21-32). De hecho, dada la naturaleza humana herida y redimida por Cristo, la
plenitud natural del matrimonio hoy sólo es posible para aquellos que reciben el Sacramento del matrimonio, pues Cristo
no puede curar, ni perfeccionar, si no es al mismo tiempo elevado por la Gracia. Con todo el matrimonio civil entre varón
y mujer, a su vez, no puede ser equiparado por el criterio señalado -grado de contribución al bien común- a las uniones
de hecho entre varón y mujer. Tampoco, y por mayor razón, se puede equiparar a las uniones entre homosexuales, ya que
en el matrimonio civil (e incluso en las uniones de hecho entre varón y mujer) siempre existe la posibilidad -al menos
remota- de regularizar canónicamente su situación pasando a ser un verdadero matrimonio (sacramental); mientras que
en el caso de las uniones entre homosexuales esto resulta absolutamente imposible. Para el legislador resulta muy difícil
discernir -en referencia al bien común de los gobernados- entre mera tolerancia del mal (mediante su regulación jurídica,
a fin de que no vaya a más y para que no suponga perjuicios mayores) y contribución o cooperación al mal moral, en
nombre de un falso concepto de libertad. Cf. F. AZNAR GIL, Derecho Matrimonial Canónico: cánones 1108-1165, vol.
III, Publicaciones Universidad Pontificia de Salamanca 2003, p. 247-250.
216
CDF, Instrucción Donum vitae, III; cf. CEE, Matrimonio, familia y “uniones homosexuales”. Nota de la Comisión
Permanente del Episcopado Español (24-06-1994), n. 19.
217
Cf. CDF, Algunas consideraciones sobre la respuesta a propuestas de Ley sobre la no discriminación de las
personas homosexuales (dirigida al Episcopado de Estados Unidos, 1992), n. 10-13; cf. CEE, Matrimonio, familia y
“uniones homosexuales”. Nota de la Comisión Permanente del Episcopado Español (24-06-1994), n. 5.
218
También el Tribunal Constitucional español ha señalado en diversas ocasiones que la diferencia de trato otorgada por
nuestra legislación en favor de las uniones matrimoniales, y no extensible en todos los casos a las uniones no
matrimoniales, no contradice el principio constitucional de igualdad jurídica, ya que el matrimonio y la mera convivencia
matrimonial no son situaciones equivalentes, siendo posible por ello que el legislador deduzca razonablemente
consecuencias de la diferente situación de partida; máxime cuando se trata de un tema, como éste, que afecta tan
directamente al bien común de la sociedad. La igualdad jurídica no es sinónima de igualitarismo.
no cabe hablar de discriminación jurídica cuando los Estados miembros no lo conceden. El ejercicio de los
derechos personales no es ilimitado. La misma sociedad, por razones de bien común, puede negar o
regular el ejercicio de determinados derechos, para defensa de los más débiles y vulnerables. Así, por
ejemplo, cuando el ordenamiento jurídico español establecía que "fuera de la adopción por ambos
cónyuges, nadie puede ser adoptado por más de una persona"219, está limitando razonable y justamente el
ejercicio de un derecho, ya que entiende que ello lo exige el bien del adoptado -por encima de los
adoptantes- y el bien común.

1) Crisis profunda de identidad personal. El niño adoptado en ambiente homosexual tendría con
toda probabilidad un desarrollo psicológico innatural y desviado, falto de equilibrio, cargado de conflictos
internos y externos, de confusión, con gravísimas dudas sobre su identidad personal, sobre todo por
ausencia de un modelo referencial claro y distinto de “padre” y “madre”, y, en definitiva, de varón y
mujer220. Como el comportamiento homosexual niega la diferencia entre los sexos, provoca problemas
graves de identidad, no sólo en los adoptantes, sino también -por proyección- en aquellos “hijos” que
pretendieran adoptar. La diferencia de sexos juega un papel decisivo en el proceso de formación de la
personalidad del niño, proceso que comienza ya desde los primeros días por la observación del padre y de
la madre; prosigue con la imitación de uno y otro; continúa con la identificación -con el progenitor de sexo
diferente hasta la pubertad; con el del mismo sexo a partir de entonces-; y finaliza por parte del sujeto con
la selección de los aspectos positivos de uno y otro de los modelos referenciales221. Por consiguiente, sólo
la familia estable, fundada sobre el matrimonio, puede garantizar un desarrollo armónico a los hijos; sólo
la familia de fundación matrimonial puede ser “cuna” adecuada para toda persona humana que inicia su
existencia en este mundo222.

2) Peligro inminente de iniciación a la vida homosexual. Si la importancia del monitor adulto


resulta decisiva para el aprendizaje del comportamiento homosexual, con la Resolución del Parlamento
Europeo lo más probable es que el niño adoptado por parejas de homosexuales aprenda el estilo de vida
que ellos llevan. Con toda probabilidad se convertirá en la forma más idónea de iniciarles en el

219
Código Civil Español, art. 175.4. Sin embargo, esta formulación no excluye a la letra el que una persona,
individualmente considerada, pueda adoptar un hijo. Con lo cual el peligro legal sigue existiendo. En las Comunidades
Autónomas de Navarra y Cantabria, por ejemplo, se admite la adopción conjunta por parte de homosexuales (cf. M.
VÁZQUEZ DE PRADA, Historia de la familia contemporánea. Principales cambios en los siglos XIX y XX, Rialp,
Pamplona 2008, p. 215).
220
Cf. CEE, Matrimonio, familia y “uniones homosexuales”. Nota de la Comisión Permanente del Episcopado Español
(24-06-1994), n. 14: “La psicología moderna ha puesto de relieve lo que la sabiduría humana de siempre ya conocía: la
falta de la figura paterna o de la figura materna no se sufre sin graves dificultades en el desarrollo de la personalidad.
Esta falta, agravada en el caso de la unión homosexual por la presencia de dos ‘padres’ o dos ‘madres’, exigirá en el niño
un esfuerzo aún mayor para poder dar un perfil sólido a su identificación sexual normal”.
221
Cf. A. SCOLA, Hombre-Mujer. El Misterio Nupcial, Ed. Encuentro, Madrid 2001, p. 311. Educar para la libertad no
significa que los padres abdiquen de ofrecer a sus hijos modelos referenciales, nítidamente masculinos (paternos) y
netamente femeninos (maternos) de comportamiento. La psicología evolutiva, enseña que el niño pasa por diferentes
etapas en la formación de su personalidad: primero, a los pocos días, observa a su alrededor, singularmente sólo
reconoce a su madre, y en meses sucesivos a su padre y al resto de la familia; al cabo de pocos meses imita a los modelos
paterno (varón) y materno (mujer); así mismo poco a poco se va identificando con el padre y la madre, en dos fases
diferentes, desde la primera infancia, si es niño, preferentemente con la madre; y, si es niña, con el padre. Luego, con la
aparición de la pubertad, el hijo preferentemente con el padre y la hija con la madre; Por último el niño también
selecciona aquello de sus padres que va más acorde con su forma de ser y rechaza lo que no va con su personalidad
propia, de tal forma que este proceso principal de formación de su personalidad se cierra hacia el final de la adolescencia
y con la juventud. La ausencia de modelos referenciales, paterno (varón) y materno (mujer), ofrecidos con nitidez y
diferencia, puede acarrear daños irreparables, que suelen aparecen con posterioridad en el momento en que se cierra la
principal fase en el proceso de formación de su personalidad, al final de la primera juventud (18 -21 años).
222
El presunto derecho que reclaman los homosexuales se opone frontalmente a la Convención de las Naciones Unidas
sobre los derechos del niño, del 20 de noviembre de 1989, y a la Convención aplicativa de La Haya, del 29 de mayo de
1993.
comportamiento homosexual, enseñado además por unos óptimos monitores, que gozan plenamente de su
confianza, sus propios “padres”. La inmensa mayoría de políticos, médicos, sociólogos y psicólogos se
han opuesto siempre a semejante monstruosidad.

La homosexualidad, pues, constituye uno de los ataques más frontales contra el bien común de la
sociedad Europea porque consiste en una de las negaciones más radicales del misterio nupcial de la
persona en sus tres elementos constitutivos. De negar la identidad y diferencia antropológica de los sexos
(varón y mujer) -primer elemento del misterio nupcial de la persona-, se pasa a una crisis narcisista en la
identidad de los sujetos homosexuales, que les incapacita para el amor interpersonal y para la comunión
antropológicamente complementaria -segundo elemento del misterio-; y, a su vez, les impide a los
adoptantes no sólo la realización de su paternidad física -en las condiciones morales que se requieren para
transmitir dignamente la vida humana-, sino también les inhabilita para toda adopción y educación integral
de los adoptados (negación de toda paternidad o maternidad espiritual) -tercer elemento del misterio
nupcial-. Además, como acabamos de ver, existe un grave peligro en proyectar y transmitir estas mismas
frustraciones a sus adoptados.

CONCLUSIÓN FINAL

Por contraste la conclusión final que resulta ante el recorrido realizado sobre el misterio nupcial de
la persona en sus tres elementos inseparables que lo integran (identidad y diferencia sexual; capacidad de
amar; fecundidad), no es sino entonar -como se merece- un elogio del matrimonio, tal y como Dios lo ha
querido desde siempre: unión estable e indisoluble entre un varón y una mujer (no más), abierto a la
transmisión de la vida. La familia de fundación matrimonial constituye la mejor contribución al bien
común de la sociedad por su servicio a la vida y por construir la comunidad de personas mediante el amor,
desde su célula más básica e Iglesia doméstica.

Esta conclusión resalta aún más a la luz de lo que se ha denominado en tiempos recientes “la
ideología de género”. Aún cuando la ideología de género se empieza a fraguar en los años sesenta del
siglo XX, el término -acuñado por Cristina Holf Sommers- ha sido difundido oficialmente a partir de la IV
Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre la Mujer en Pekín (año 1995). Se pretende cambiar el
término sexo, por género, de mayor ambigüedad lingüista; pero no se queda en una simple guerra de
términos, sino que esconde toda una estrategia por parte de la nueva ideología: la sexualidad es un
producto meramente cultural y cada cual ha de inventar la forma de vivir su orientación sexual (el “sexo a
la carta”). De un primer feminismo de complementariedad entre varón y mujer -al cual no tuvo
inconveniente sumarse la Iglesia-, se ha pasado a un feminismo radical, de nueva generación, el
“feminismo de identidad fluida”, en el cual cada uno es libre de elegir vivir su sexualidad -homosexual,
lesbiana, bisexual, transexual, travestí, heterosexual-, sin referencia alguna a lo que la naturaleza creada
por Dios ha inscrito en el ser humano. Cuando la ley natural nos estorba -parecen argumentar semejante
ideología-, partamos de cero, sin condicionamiento alguno a los roles sociales establecidos hasta el
momento, y la orientación de nuestra vida la hacemos depender de una libertad autónoma y absoluta, sin
límite alguno.

Por eso la estrategia fundamental de esta ideología consta de dos momentos sucesivos: de-
construir todo modelo y papeles socialmente construidos respecto al varón y a la mujer -algo meramente
cultural-, para en un segundo momento construir “ex novo” una sociedad a partir del género, su piedra
basilar. Se trata, en definitiva, de re-inventar una sociedad nueva, a partir de una nueva concepción de su
célula básica que es la familia. Por eso su gran enemigo es, en el fondo, la familia que se fundamenta, a su
vez, en el matrimonio, y éste, en “varón y mujer los creó” (Gn. 1, 26), verdad antropológica revelada.

En concreto, para acabar de una vez por todas con las desigualdades de la mujer es preciso
afrontar -según esta ideología- tres frentes de combate continuo: 1º. Exigir los derechos sexuales, que
conlleva la libre elección de todo tipo de relaciones fuera del matrimonio; 2º. Salud y derechos
reproductivos para reducir el número de hijos por todos los medios técnicos posibles, incluido el aborto y
abortivos; 3º. Aceptar diversos modelos de familia, aceptando incluso la equiparación entre las uniones
homosexuales al matrimonio223.

La Exhortación Familiaris consortio, anticipándose sin pretenderlo, ha dado una respuesta global a
esta nueva ideología, mediante la sencilla exposición en todo su esplendor de la belleza del Designio
divino de Salvación, que Dios tenía oculto en su seno desde antes de la eternidad, y que ha ido
manifestando poco a poco en el tiempo, comenzando hace unos 15 mil millones de años, cuando quizás
comenzara la Creación con el Big-Bang, después con la aparición del primer hombre y mujer, creado por
Dios a su imagen, revelado en el Génesis (Adán y Eva, el primer matrimonio), y, posteriormente,
desvelado en plenitud con el Misterio de Cristo y la Iglesia224. Es lo que nosotros hemos denominado de
forma positiva el misterio nupcial de la persona humana.

223
Total, tal y como en mi Comunidad de Castilla-La Mancha se intentó -si bien, gracias a Dios se paró a tiempo- en
unas guías para educación afectiva de niñas entre 9-11 años, se pretendía que cada cual construya su propio modelo de
belleza, su propio estilo de vivir la sexualidad -incluida la orientación homosexual-, su propio modelo de familia, a la luz
de la nueva ideología de género (cf. URRUZOLA ZABALZA Mª José, “Guía para chicas”, Instituto de la Mujer, Junta
de Comunidades de Castilla-La Mancha, Toledo 2005). Durante el presente curso se pretende algo análogo mediante la
imposición de una asignatura en educación primaria y ESO, titulada: “Educación para la igualdad, la tolerancia y la
diversidad”. Hay también otra forma de educación afectiva y sexual más acorde con nuestro planteamiento (cf. N.
GONZÁLEZ RICO - T. MARTÍN NAVARRO, Aprendamos a Amar. Proyecto de educación afectivo sexual, Ed.
Encuentro, Madrid 2007).
224
Cf. FERNÁNDEZ BENITO A., “Exhortación Familiaris consortio, treinta años después: balance teológico y
pastoral”, en “Toletana. Revista de Teología e historia”, nº 25, ISET, Toledo 2012, p. 75-125.
BIBLIOGRAFÍA FUNDAMENTAL.

BRUNOT A., Los escritos de San Pablo, Navarra 1991, p. 67-76.

CAFFARRA C., La sexualidad humana, Ed. Encuentro, Madrid 1987.

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CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, La verdad del amor humano. Orientaciones sobre el amor
conyugal, la ideología de género y la legislación familiar, Madrid 2012.

CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración “Persona humana” acerca de


ciertas cuestiones de ética sexual, Roma 1976.

CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA. Términos ambiguos y discutidos sobre familia, vida y
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FERNÁNDEZ BENITO A., La Templanza y sus virtudes en la Suma Teológica de Santo Tomás de
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ID., Paternidad y Maternidad Responsable, en VARIOS, Varón y mujer los creó, Comentario a la
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Toledo 2005.
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España. A los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II (2006), BAC, Madrid 2012, p. 845-
874.
ID., “Fecundidad de la persona humana y ‘Paternidad Responsable”, en: JOSÉ RICO PAVÉS
(dir.), La fe de los sencillos. Comentario a la Instrucción pastoral Teología y secularización en España. A
los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II (2006), BAC, Madrid 2012, p. 875-923.

JUAN PABLO II, Hombre y mujer los creó, catequesis sobre el amor humano, Ed. Cristiandad, Madrid,
2010.
SCOLA A., Identidad y diferencia. La relación hombre-mujer, Ed. Encuentro, Madrid 1989, p. 9-43.

ID., La “cuestión decisiva” del amor: hombre-mujer, Ed. Encuentro, Madrid 2003.

WADELL P.J., La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Ed. Palabra,
Madrid 2002.
INTRODUCCIÓN GENERAL: LA NOCIÓN DE “PERSONA HUMANA”. ......................................................... 1

CAPÍTULO 1º. “VARÓN Y MUJER LOS CREÓ” (Gn. 1, 26-31): IDENTIDAD Y DIFERENCIA. ................. 2

A. UNIDAD SUSTANCIAL Y SEXUALIDAD HUMANA (Gn. 1, 26-31). ................................................. 2

B. SEXUALIDAD E IDENTIDAD DE LA PERSONA (Gn. 2, 1-7; 18-24). ................................................. 4

C. TRES EXPERIENCIAS DEL HOMBRE DE LOS ORÍGENES. .............................................................. 5

1. Experiencia originaria de soledad. ................................................................................................ 6

2. Experiencia de unidad originaria o comunión de amor. ................................................................. 7

3. Experiencia de desnudez originaria............................................................................................... 7

CAPÍTULO 2º. EL AMOR INTERPERSONAL Y LA VIRTUD DE LA CASTIDAD........................................ 8

A. EL “AMOR ELEMENTAL”. ................................................................................................................... 8

B. AMOR DE AMISTAD O DE BENEVOLENCIA: LOS DOS OBJETOS DEL AMOR. ..........................10

C. LA PERSONA HUMANA Y EL TRIPLE DINAMISMO DEL AMOR. .................................................11

a) Dinamismo somático o dimensión pulsional ..................................................................11

b) Dinamismo afectivo (pasiones) .......................................................................................11

c) Dinamismo espiritual, voluntario y racional. .................................................................14

D. LA VIRTUD DE LA CASTIDAD, INTEGRACIÓN PARA EL AMOR. ................................................15

a) Autodominio ..................................................................................................................16

b) Autodonación ................................................................................................................16

1. Naturaleza de la virtud de la castidad. ..........................................................................................17

2. La virtud de la continencia en las Catequesis sobre el amor de Juan Pablo II. ...............................18

3. Herida del pecado en la sexualidad humana y la Redención del cuerpo. .......................................18

4. Novedad de la moral evangélica: el “adulterio de la carne” y el “adulterio del corazón”. ..............20

a) La tradición jurídica de la Ley Mosaica. .........................................................................20

b) La tradición profética de la Alianza. ..............................................................................21

c) La tradición sapiencial. ..................................................................................................21

5. La Redención del cuerpo. ............................................................................................................22

CAPÍTULO 3º. PECADOS Y VICIOS DE LUJURIA. ........................................................................................27

A. AUTOEROTISMO Y MASTURBACIÓN..............................................................................................27

1. Moralidad: intrínseca y grave ilicitud. ........................................................................................28

2. Imputabilidad o responsabilidad. .................................................................................................28

3. Madurez moral y masturbación....................................................................................................29


B. PECADOS DE IMPUREZA. .................................................................................................................31

CAPÍTULO 4º. FECUNDIDAD DE LA PERSONA HUMANA Y “PATERNIDAD RESPONSABLE”. ..........31

A. LA “PATERNIDAD RESPONSABLE” EN EL VATICANO II. ............................................................32

1. Ética de la decisión procreadora (GS 50). ...................................................................................33

2. Ética de la ejecución procreadora o de los medios a emplear (GS 51)...........................................33

1º. Principio de no-contradicción (GS 51 b) ......................................................................34

2º. Necesidad de la virtud de la castidad (GS 51 c). ...........................................................36

B. LA PROCREACIÓN RESPONSABLE EN LA ENCÍCLICA “HUMANAE VITAE”. ............................36

1. Los presupuestos. ........................................................................................................................37

2. Una única Norma moral, en doble formulación. ...........................................................................38

3. Argumentos filosóficos y eclesiológicos. .....................................................................................42

a) Argumento de inseparabilidad moral del doble significado (cf. HV 12-13). .....................42

b) Argumento sociológico por las consecuencias o Actitud contra la vida (HV 17). ............44

c) Argumento eclesiológico: competencia del Magisterio en cuestiones de ética natural. .. ..46

4. Diversidad “Objetiva” entre abstinencia periódica y métodos artificiales......................................47

a) Diversidad moral (HV 16) ..............................................................................................47

b) Diversidad antropológica o desde el amor conyugal (HV 21; FC 32)...............................49

5. A modo de conclusión: tres lecciones fundamentales para la “lógica de la entrega”. ....................52

CAPÍTULO 5º. PECADOS Y VICIOS CONTRA LA PROCREACIÓN RESPONSABLE. ..............................54

A. RELACIONES PREMATRIMONIALES. .........................................................................................................55

B. LA HOMOSEXUALIDAD. ...........................................................................................................................57

1. Equiparación jurídica entre unión de homosexuales y el matrimonio............................................57

2. La condición homosexual y sus formas de vivirla. .......................................................................58

3. Valoración antropológico-moral de la homosexualidad. ...............................................................60

4. Consecuencias socio-jurídicas. ....................................................................................................62

a) Primera nostalgia: equiparación parcial o total con el matrimonio..................................62

b) Segunda nostalgia: adopción de hijos. ............................................................................64

CONCLUSIÓN FINAL ...........................................................................................................................................65

BIBLIOGRAFÍA FUNDAMENTAL. ......................................................................................................................67


UNIVERSIDAD ECLESIÁSTICA “SAN DÁMASO”
Facultad de Teología (Madrid)
LICENCIATURA EN TEOLOGÍA MORAL

Curso 2017-2018

“LA VIRTUD DE LA CASTIDAD:

INTEGRACIÓN PARA EL AMOR”

Apuntes alumnos
“ad usum privatum”

Prof. Dr. D. Alfonso Fernández Benito,


Instituto Teológico “San Ildefonso”. Toledo.

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