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Necesitamos algo más que la

ciencia para conservar la


naturaleza
Miguel Martínez-Ramos
M a r z o 1 5, 2 0 2 1

Son cada vez más evidentes las consecuencias de las acciones destructivas que
los seres humanos realizamos sobre la naturaleza. Tormentas, inundaciones y
sequías severas, incendios extensos, tierras desertificadas, una acelerada
extinción de especies y el surgimiento de nuevas enfermedades infecciosas —y
las grandes pérdidas humanas, sociales y económicas que acompañan a estos
fenómenos— son ejemplos de tales consecuencias.

Al mismo tiempo, el conocimiento científico de cómo se originó, cómo se


mantiene y qué afecta a la vida en el planeta Tierra es cada vez más amplio y
profundo. A pesar de ello, y a pesar de las políticas públicas diseñadas para
proteger a la naturaleza, el deterioro de nuestro ambiente sigue avanzado.

En este texto argumentaré que no basta con tener el mejor conocimiento


científico y las mejores políticas para conservar la naturaleza. Necesitamos,
también, cultivar una profunda conciencia sobre la interrelación fundamental
entre nuestras acciones y sus efectos, pues las actividades que cada uno de
nosotros realiza cada día son el motor de cambio en contra o a favor de conservar
la naturaleza.

Esta toma de conciencia requiere de que nos eduquemos y desarrollemos


capacidades y habilidades para trabajar juntos en búsqueda de formas
sustentables de desarrollo.

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Interdependencia y principio de causa-efecto
Thich Nhat Hanh, un monje budista vietnamita
nominado para el Premio Nobel de la Paz, describió
vívidamente un principio fundamental que afecta el
curso de la realidad momento a momento. Sostuvo una
hoja blanca de papel y preguntó: “Si fueras un poeta,
¿qué podrías ver en esta hoja de papel?”.

La mayoría de nosotros vería un trozo de papel, o quizás


la textura, la forma o el color del material, pero no más
que eso.

La respuesta de Thich Nhat Hanh, por el contrario, fue


reveladora:

*Si fueras un poeta, verías nubes flotando sobre esta hoja de papel. Sin las nubes
la lluvia no existiría; sin lluvia los árboles no pueden crecer; y sin árboles no
podemos hacer papel. Si miramos profundamente, podríamos ver los rayos del
sol alimentando al árbol, el leñador que cortó el árbol, el trigo que se convierte
en su pan, y los padres que lo criaron […]. Sin todas estas cosas, este papel no
podría existir.*

Lo que Thich Nhat Hanh expresó en esta emotiva explicación es el principio de


interdependencia y causalidad.

Este principio es básico en la ciencia, pero los seres humanos —en especial
aquellos que vivimos en áreas urbanas— rara vez reconocemos su importancia
en nuestra vida diaria.

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Consecuencias de ignorar el principio de interdependencia
En los años 60 del siglo pasado, cuando yo era niño, había una serie de
televisión de dibujos animados llamada “Los Supersónicos”. La caricatura
reflejaba la visión que tenía el “mundo desarrollado” de cómo sería la vida
humana en el futuro siglo XXI.

En esa visión, los humanos disfrutaban de un mundo tecnológico, donde las


máquinas nos ayudaban con actividades tan insignificantes como cepillarse los
dientes o ducharse. En el mundo de los Supersónicos no existían otros seres
vivos además de los humanos y el perro "Astro”.

El mundo de los Supersónicos se convirtió en un ideal para nuestras sociedades.


Su imagen del futuro fue impulsada y promovida por fuerzas tanto económicas
(tales como el desarrollo de consorcios comerciales globales) como sociales y
políticas (tales como la Guerra Fría y la carrera por la conquista del espacio).

Al mismo tiempo, la fantasía de los Supersónicos se sustentó en un crecimiento


sin precedentes del conocimiento científico y de logros tecnológicos. Desde el
siglo pasado, la vida humana se ha vuelto cada vez más dependiente de un
ímpetu tecnológico que se sustenta principalmente en el uso de combustibles
fósiles como fuentes de energía.

Nuestras generaciones recientes se han beneficiado de los grandes avances en la


medicina y la tecnología, que han aumentado notablemente la esperanza de vida
humana y las tasas de crecimiento de la población mundial. Como resultado, la
población mundial ha crecido de menos de 2000 millones al inicio del siglo XX
a los 7 600 millones de personas actuales.

En el mundo de los Supersónicos el desarrollo tecnológico nunca tenía


consecuencias negativas para el medio ambiente: el cielo era azul y la tierra y el
agua, limpias.

Sin embargo, en el mundo real, donde opera el principio de interdependencia,


las consecuencias de la actividad humana y su tecnología de desarrollo han sido

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dramáticas para la vida del planeta. El crecimiento frenético de las últimas
décadas ha sido el producto de una tremenda transformación —y destrucción—
de ecosistemas y diversidad biológica que habían sido el resultado de millones
de años de evolución irrepetible.

Se calcula que los seres humanos hemos transformado más del 25% de la
superficie terrestre en sistemas agrícolas, incluidos los campos utilizados para
criar a los animales domésticos que consumimos.

Hemos alcanzado récords de degradación sin precedentes: contaminación


química y degradación física de ríos, lagos, mares y suelos; altas tasas de
extinción de especies y de aparición de especies invasoras; calentamiento global
y cambios climáticos que ya producen estragos en el medio ambiente, pero
también en la sociedad y en la economía.

En 1967, cuando la densidad de la población humana alcanzó los 3000 millones,


los seres humanos consumíamos la mitad de los recursos de la Tierra. En 1995,
5000 millones de seres humanos consumían la totalidad de los recursos del
planeta. Actualmente, más del 80 % de la superficie del planeta está afectada en
algún grado por la huella humana. Si mantenemos nuestra tasa de consumo de
recursos, para 2050 podríamos requerir de dos planetas Tierra para sostener una
población humana estimada en más de 9000 millones.

¿Qué podemos hacer?


Necesitamos trabajar urgentemente para cambiar este escenario deprimente e
insostenible. En términos generales, está claro que nuestra situación actual ha
resultado de una falta de equilibrio entre las tres dimensiones principales que
afectan el bienestar humano: el medio ambiente, la sociedad y la economía.

Los sistemas económicos, en su mayoría aquellos que se relacionan con grandes


consorcios, se han expandido enormemente, con efectos negativos en las
dimensiones ambiental y social.

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Gran parte de la humanidad no ha recibido los beneficios del extraordinario
crecimiento económico de las últimas décadas, como lo demuestran las
tremendas disparidades de riqueza entre las sociedades y dentro de ellas.

En ese contexto, el mayor desafío es encontrar formas de desarrollo en las que


las dimensiones sociales y económicas puedan dejar el camino de la degradación
en favor de uno de sustentabilidad. Para afrontar este reto, es importante seguir
fomentando las actividades científicas, formativas y educativas.

¿Cómo podemos lograr la producción de alimentos y energía necesaria para


mejorar el bienestar global de las personas y garantizar al mismo tiempo la
conservación de la naturaleza? Para entender y solucionar este tipo de retos, se
requieren programas de enseñanza que aun desde la infancia temprana fomenten
habilidades y conductas de colaboración en búsqueda del bien común.

Además, vincular las dimensiones sociales, económicas y ambientales para así


promover la sustentabilidad exigirá la participación activa de la academia y la
sociedad civil, así como de empresarios y gobernantes.

Tenemos que reconocer que ya no hay distinción entre los ecosistemas


“naturales” y los “afectados por las personas”. Hoy en día los seres humanos
estamos totalmente integrados en los llamados “sistemas socio-ecológicos”, los
cuales surgen de una red compleja de interrelaciones entre los seres humanos y
la naturaleza.

Cuando se modifica alguna parte de esta red, se modifica en algún grado a todo
el sistema. El reto es identificar qué partes de estos sistemas son las más
sensibles, de manera que al intervenir en ellas podamos dar un viraje importante
hacia la sustentabilidad.

Tenemos la fortuna de vivir en un hermoso lugar en el universo, cosa rara y


difícil de encontrar. Aquí tenemos una grandiosa “casa ambiental” que ha
permitido la evolución pletórica de la vida, como no se ha descubierto hasta
ahora en ningún otro lugar.

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Desde una perspectiva pesimista, si continuamos nuestro actual proceso de
degradación de la Tierra, pronto necesitaremos una solución similar a la de los
Supersónicos: escapar a otros planetas para buscar más recursos y más
ambientes habitables.

Estamos lejos de lograr semejante escape, pero tenemos en nuestras manos


soluciones para conciliar nuestro desarrollo con la salud de la naturaleza.

Una de las acciones inmediatas que podemos tomar es ser conscientes de


nuestros propios hábitos de consumo de recursos.

Volviendo a la reflexión de de Thich Naht Hanh, podemos, por ejemplo,


preguntarnos: “¿Qué ves en una lata de soda?”.

Si uno sigue la forma en que se produce tal lata y el proceso por el cual termina
en una mano humana, uno verá lo siguiente: varios litros de agua utilizados para
cada lata fabricada, la transformación de la selva tropical en campos de caña de
azúcar, ríos contaminados con agroquímicos, la contaminación atmosférica
producida en el transporte y la generación de enormes cantidades de basura.

A esto habría que añadirle las consecuencias negativas para la salud del consumo
de refrescos de alto contenido calórico. Haga usted la misma pregunta sobre
cualquier artículo que utilice en su vida cotidiana y analice las consecuencias
desde una perspectiva económica, social y ambiental, y sea así consciente de las
consecuencias del uso de tales recursos para la salud de la naturaleza y la de
usted mismo.

Pasamos la mayor parte de nuestra vida intentando satisfacer nuestras


necesidades sin pensar en las consecuencias de nuestras acciones. Si fuéramos
plenamente conscientes de las consecuencias de nuestro consumo de recursos,
podríamos intentar cambiar nuestra vida egocéntrica por una más
comunal, incluyendo en este último término a los demás seres vivos con quienes
compartimos la Tierra.

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Esta conciencia es un atributo cultural que está fuertemente ligado al
comportamiento ético, y creo que cultivar esta conciencia es un gran salto que
puede ayudarnos a ser menos destructivos y más sostenibles.

Permítanme terminar citando otro poema de Thich Nhat Hanh:

La gente generalmente considera que caminar sobre el agua o en el aire es un


milagro. Pero creo que el verdadero milagro no es caminar sobre el agua o en el
aire, sino caminar sobre la tierra. Cada día estamos inmersos en un milagro que
ni siquiera reconocemos: un cielo azul, nubes blancas, hojas verdes, y los ojos
negros y curiosos de un niño —nuestros propios dos ojos. Todo es un milagro.

Este poema me recuerda que mi vida —y la de cada una de ustedes—


resultó de una miríada de procesos físicos, químicos, biológicos y sociales
que iniciaron con el Big Bang hace más de 13 000 millones de años.

Si consideramos todos los eventos fortuitos que tuvieron que ocurrir a


través de la larga evolución cósmica —y estelar, planetaria, biológica,
antropológica y cultural— para que usted pudiera estar aquí, leyendo estas
líneas, no podemos más que pensar en el milagro al que se refiere Thich
Nhat Hanh.

Miguel Martínez-Ramos

Instituto de Investigaciones en Ecosistemas y Sustentabilidad, UNAM.

Agradezco ampliamente a la Dra. Ana De Luca su inmejorable apoyo para la traducción e


edición del presente texto que fue editado y modificado de uno original publicado
en Tropinet 19(1):1-2

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