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Capítulo 1: sujetos de sexo/género/deseo

Las mujeres como sujeto del feminismo

La teoría feminista ha asumido que existe cierta identidad, simbolizada por la palabra
mujer/mujeres, que representa a las mujeres y que sirve para inscribir sus intereses
en el discurso (por ejemplo, hablando de “los derechos de la mujer” o "la identidad de
la mujer"). Si entendemos que la representación lingüística sirve como criterio
mediante el cual se originan los sujetos mismos (en tanto se ubican en la red de
relaciones intersubjetivas que es la sociedad o el grupo), entenderemos también que
la palabra (en este caso, “mujeres”) solo puede representar a quien se reconozca en
ella.

Pero dice Foucault, teórico francés con el que Butler lleva a cabo un diálogo constante
durante la obra, que los sistemas de poder producen a los sujetos a los que más tarde
representan. Es decir que desde el propio poder (poder que es siempre horizontal y
está siempre presente, el lector deberá aquí abandonar la arquetípica imagen del
poder como instancia lejana y autoritaria) se dice quién es quién y qué significa ser
qué (por ejemplo, qué significa ser mujer, o ser hombre, o ser bueno, o ser
ciudadano). ¿Y si es el sistema patriarcal, el poder masculino, el que ha “creado” a la
mujer? Entonces, dice Butler, recurrir a un sistema que oprime a la mujer para la
emancipación de las “mujeres” será abiertamente contraproducente. Es decir, el
mismo sujeto que lucha contra el patriarcado ha sido creado… por el patriarcado, al
igual que (lamento el spoiler) al final de 1984 se descubre que la Resistencia contra la
dictadura era una creación de la propia dictadura. ¿Puede el feminismo luchar
empleando las categorías que el propio sistema ha creado, en este caso la idea de
“mujer”?

Por otro lado Butler explica que en todo sistema político (esto es, de poderes, o sea,
en toda sociedad humana) existe siempre una ilusión ficticia de un ser previo al sujeto,
es decir de un sujeto paradójicamente previo al sujeto. Esto es, de una cosa que es
previa a su señalamiento lingüístico y a su contenido normativo. Por ejemplo,
podríamos pensar que la mujer existe antes de que se señale como mujer. Esto es,
sería lógico imaginar a un sujeto antes de ser sujeto, porque al final y al cabo al nacer
no tienes identidad alguna y sin embargo poca duda cabe de que existes. No obstante
la autora advierte de que se trata de una ilusión. Esto porque el sujeto no es hasta
que le señala como tal, y si se quiere insistir en la idea del recién nacido que aún no
ha sido arrojado a la red cultural de su sociedad diríamos que es un ser humano pero
no un sujeto (de algún modo ese bebé "no es aún"). ¿Qué había antes de “la mujer”?
Nada. Ni siquiera podríamos decir: “bueno, había un cuerpo femenino, con vagina,
pechos, zonas erógenas, ciertas hormonas, rasgos distintos”, porque esto también
tiene que ser señalado y será característica del sujeto-mujer. Imaginar ese momento
anterior, ese “sujeto antes de la ley”, es para Butler el equivalente a imaginar un
estado de naturaleza anterior a la sociedad. Y añade: “Quizás el sujeto y la invocación
de un antes temporal sean creados por la ley como fundamento ficticio de su propia
afirmación de legitimidad”. La autora plantea una idea fundamental para todo su
marco teórico: no existe el sujeto pre-social, no existes ni tienes contenido antes de
que desde la sociedad te señalen con una determinada identidad.
Siguiendo con el problema del significante “mujeres”, se advierte de la falsedad que
implica pensar que un solo término con un cierto contenido detrás (esto es, el
contenido que le damos al ser-mujer, lo que se entiende que sean las mujeres) puede
agrupar a todas las mujeres (es curioso y sintomático de la falsedad de ese término lo
paradójico de lo que acabo de escribir: “no se puede representar a todas las mujeres
bajo el término mujeres”, aparentemente un enunciado absurdo o carente de sentido
pero que, si el lector me sigue, verá que no lo es, lo que ocurre es que me faltan
palabras para agrupar a todo ese amasijo que son las "mujeres"). Y Butler continúa
afirmando que no puede existir ni un feminismo universal ni un patriarcado universal,
pues hablando de tales situaciones nos dejamos atrás toda la diversidad cultural y los
muchos marcos existentes. De algún modo el feminismo occidental (¡pero también el
patriarcado occidental!) se presenta como universal, y por lo tanto existirían
feminismos “periféricos” y señalados como exóticos (por ejemplo, lo que se ha
denominado feminismo islámico, que tiene su contraparte en un patriarcado islámico,
por cierto pensado como barbarie esencial de Oriente Medio).

Entonces, si no podemos hablar ni de feminismo universal ni de patriarcado universal,


¿podemos realmente hablar de un concepto generalmente compartido de “mujeres”?
Para la autora la respuesta es negativa. Sin duda muchas feministas han sido
conscientes de esto pero han mantenido el error excusándose en la necesidad de
representar, que Butler evidentemente no niega. Pero considera un error construir al
sujeto del feminismo a través de la exclusión de quienes no cumplen las exigencias
normativas tácitas del sujeto mismo, esto es, de la mujer. Y finaliza: “tal vez,
paradójicamente, se demuestre que la representación tendrá sentido para el
feminismo únicamente cuando el sujeto de las “mujeres” no se dé por sentado en
ningún aspecto”.

El orden obligatorio de sexo/género/deseo

En este apartado Judith Butler comenta la clásica distinción entre sexo y género.
Según el relato oficial y sistémico, todos y todas tenemos un sexo biológico (o sea, un
cuerpo sexuado, unas tienen pechos y vagina y otros tienen pene y barba) y por otro
lado un género presumiblemente cultural, pero que encontraría sus límites en el sexo.

Muy bien pero, ¿qué es el sexo? Butler se pregunta si es natural, anatómico,


cromosómico u hormonal, si tiene o no una historia (y si cada sexo tiene una historia y
si estas son distintas), y si los hechos aparentemente naturales del sexo no son en
realidad una construcción sostenida por discursos científicos supeditados a intereses
políticos y sociales. Lo que plantea la autora y que es una de las ideas que la han
hecho conocida es lo siguiente: quizás no solo el género sea una construcción social,
sino que también el sexo lo es, y más aún, quizás el sexo siempre fue género y por
tanto distinguir entre ambas no tendría sentido. Los críticos que no han leído a Butler
se apresurarán en señalar la locura que supone creer que un cuerpo, algo puramente
físico y a la vista de todos, es una construcción social, pero enseguida veremos a qué
se refiere exactamente. Quienes intentan incluir a la autora en una suerte de locura
posmoderna que cree que todo es fundamentalmente falso ni han entendido la
posmodernidad ni la han entendido a ella (ni probablemente la han leído siquiera).
Bajo estas premisas Butler afirma que el género no es a la cultura lo que el sexo es a
la naturaleza, sino que el llamado “sexo biológico”, que se presenta como hecho pre-
discursivo (también pre-sujeto) y como superficie políticamente neutral sobre la que se
levantaría el género cultural, también sería una construcción. Es decir, el sexo
biológico (esa idea de que existen hombres y mujeres naturales antes de que se les
señale como tal) sería un invento para legitimar la idea de género. Me recuerda a
cuando los marxistas hablan de estructura y superestructura. Estos afirman (resumo y
caricaturizo) que debemos entender lo cultural y espiritual de una sociedad a partir de
su estructura material, y que una cierta estructura da una cierta superestructura, todo
esto bajo la premisa causa-efecto que siempre es cuestionable. Pues este sería el
discurso de quienes afirman la binaridad de sexo y género: existe una estructura
material biológica (¿hormonas, cuerpo, cromosomas…?) y sobre ella inevitablemente
se levanta una superestructura, un género femenino o masculino, en función de si la
estructura era femenina o masculina. Butler afirma que esa idea es falsa, y que la
propia estructura material (el sexo biológico) es una simple invención de una situación
supuestamente pre-discursiva, que ni es pre-discursiva ni crea tal o tal otro género.

Género: las ruinas circulares del debate actual

Simone de Beauvoir afirma en El segundo sexo que “no se nace mujer, sino que se
llega a serlo”. ¿Qué hay que entender con esto? Para Butler la filósofa francesa
vendría a decir que el género es una norma cultural obligada, pero esa obligación no
la crea el sexo (es decir, no es tu sexo biológico lo que te obliga a ser de género
masculino o femenino) y no hay nada que nos indique que la persona que se
convierta en “mujer” sea necesariamente de sexo femenino. Beauvoir también afirma
que “el cuerpo es una situación” (o sea, el cuerpo es un cierto cuerpo, no existe el
cuerpo en sí sino que debe ser explicado, significado y señalado) y Butler añade que
entonces no podemos aludir a un cuerpo que no haya sido desde siempre
interpretado mediante significados culturales, y que por tanto el sexo quizás no
cumpla con los requisitos de ser algo pre-discursivo que da pie al género. Es decir, si
el cuerpo y el sexo también son construidos (o sea que están llenados de significado)
¿cómo va a ser el cuerpo la base natural y dada que explique el género construido?
¿no habrá que explicar también el origen del sexo biológico? 

No se refiere, como se repetirá, evidentemente, a que el cuerpo físico (pechos,


vagina, pene etc.) sea una construcción, pues eso sería absurdo, sino a que la
manera en que los definimos y constituimos sí lo es. En las propias palabras “pechos,
vagina, pene” ya hay un fuerte contenido de género y sexual que no existen antes del
sujeto, sino que se constituyen a la vez que este, es decir, tiene que existir una
interpelación cultural que llene dichos significantes. Butler nos adelanta que “de hecho
se demostrará que el sexo, por definición, siempre ha sido género”. 

Vemos aquí la dicotomía kantiana (recuperada por tantos pensadores) entre


fenómeno y noúmeno. El noúmeno sería la realidad en sí, la esencia última de la
realidad objetiva. El fenómeno en cambio es la realidad tal y como se nos aparece
dado nuestro carácter de ser humano (con un cerebro, unos ojos y un cuerpo
determinado) y cultural (con una red de significantes y significados que depositamos
en el mundo y que configura la propia realidad). Habría que hacer pues una distinción
entre mundo y realidad, siendo el primero el mundo tal cual es realmente (una
realidad ficticia e inaccesible, pues siempre estamos mediados por nuestras
categorías y nuestra percepción) y la segunda el mundo en sentido heideggeriano,
una red de significados que varían según la cultura, grupo e incluso individuo. Lacan,
a todas luces pensador predilecto de Judith Butler, habla de un orden simbólico (un
lenguaje y una red cultural) que se impone sobre el caos de lo Real (lo inaccesible e
imposible de simbolizar). Todas estas posturas recuerdan al famoso cuento de Borges
en el que los cartógrafos crean un mapa del mismo tamaño (literalmente) que el
territorio que representa y al final ese mapa se convierte en la realidad misma del
mundo.

Desde la postura del género como una construcción cultural que se levanta sobre un
cuerpo masculino o femenino se da por hecho que el cuerpo es un medio pasivo, un
instrumento o medio con el cual se relaciona solo externamente un conjunto de
normas y significados culturales. Digamos que para ellos el cuerpo masculino o
femenino existen per se, antes de cualquier cultura y señalamiento. Pues bien, Butler
da un giro a esta propuesta al advertir que ese cuerpo supuestamente “objetivamente
masculino/femenino” también está construido. Sin embargo nos es imposible pensar
más allá de lo binario, pues este se presenta “como el lenguaje de la racionalidad
universal (…) que elabora una restricción dentro del lenguaje y del campo de lo
imaginable”.

Teorizar lo binario, lo unitario y más allá

Habla aquí Butler de las distintas posiciones de dos autoras feministas, Beauvoir e
Irigaray, con respecto a la asimetría de género.

Acto seguido vuelve a atacar la categoría “mujeres” como algo incapaz de abarcar a
todas las “mujeres”, y la falsedad de la creencia de un feminismo universal y de un
patriarcado universal. “La crítica feminista, dice Butler, debe explicar las afirmaciones
totalizadoras de una economía significante masculinista, pero también ser autocrítica
respecto de las acciones totalizadoras del feminismo”. Explica además que insistir en
la coherencia y unidad de la categoría de las mujeres ha negado, en efecto, la
multitud de intersecciones culturales, sociales y políticas en que se construye el
conjunto concreto de ‘mujeres’. La obsesión del feminismo por crear una unidad de
acción y demanda ha llevado a que se cree una identidad “mujer” obviamente dentro
de los límites culturales patriarcales que no puede tener como fin la ampliación de los
conceptos existentes de identidad. Como ya comentábamos, el feminismo toma como
sujeto de la acción a la “mujer”, pero este concepto es precisamente una creación del
régimen cultural contra el cual el feminismo lucha.
La propuesta alternativa de Butler es una coalición abierta que “cree identidades
alternadamente” y que permita múltiples coincidencias y discrepancias sin obediencia
a un objetivo normativo de definición cerrada. El movimiento feminista sería pues un
amasijo de identidades sin un significante principal que las envuelva. Una propuesta
interesante pero, ¿sería eficaz políticamente?

Identidad, sexo y la metafísica de la sustancia

Aquí la filósofa carga contra la idea de identidad como algo continuo y coherente,
pues los conceptos de coherencia y unidad son normas de inteligibilidad socialmente
instauradas, no rasgos lógicos de la persona. Es decir, la idea de que una persona
tenga ciertos rasgos fijos o sea una cosa (por ejemplo, mujer u hombre) es una forma
que tenemos de entender al sujeto, de ordenarnos la realidad, pero no es en ningún
caso algo real ni lógico. Butler llama la atención aquí sobre las personas de sexo o
género fluido, que no se corresponden con las normas culturales imperantes mediante
las cuales definimos a las personas.

Esta teoría de la identidad remite de nuevo a Lacan, y es necesaria una explicación,


aunque no sea extendida. El psicoanalista francés, muy dado a la filosofía y al pensar
más allá de la práctica clínica (al igual que el otro gran psicoanalista de la Historia,
Sigmund Freud) dice que el ser humano es un ser caótico con un cuerpo, un deseo y
un ser fragmentado (recordemos que de hecho para Lacan todo es un caos sin
sentido hasta que el ser humano ordena la realidad mediante un orden simbólico).
Esta fragmentación insoportable se resuelve en la llamada fase del espejo, que tiene
lugar cuando el bebé tiene unos pocos meses. El niño, que nace en un mundo pleno y
total sin demarcación de objetos (ni siquiera tiene lenguaje para mapear la realidad),
al darse cuenta de su propia existencia como sujeto separado de todo lo demás
(topándose con un espejo o viéndose "reflejado" en la mirada de sus padres u otros)
se crea a sí mismo como un Yo autónomo. Pero esa identidad le viene de fuera, y
para ser paga el precio de alienarse, pues su identidad no está "dentro de él" ni en
ninguna esencia especial, sino "fuera de él". Lacan dice, respondiendo al "pienso
luego existo" de Descartes, "donde existo [el sujeto en sí previo a su identidad, el
sujeto del inconsciente caótico], no soy, y donde soy [en mi identidad externa, creada
para solidificarme], no existo". La unidad del cuerpo físico también sería ilusoria, por
cierto.

Este es el llamado yo imaginario o "yo ideal", lo que el sujeto cree que es, su identidad
imaginaria. Por ejemplo, yo creo que soy un hombre, pero esa identidad me ha venido
de fuera, no está en ninguna esencia ni hormona ni nací con ella. Conozco otros
hombres biológicos que no comparten mi identidad en absoluto, que creen ser otra
cosa y por ello lo son. Al ocupar una identidad imaginaria (o, más bien, al ocuparnos
ella) actuamos, pensamos y deseamos de acuerdo a ella. Tenemos por otro lado el yo
simbólico, es decir el lugar que ocupamos en la red de relaciones intersubjetivas que
es la sociedad. Por ejemplo, un profesor es un profesor en tanto lo sea para sus
alumnos, el gracioso o la ligona del grupo lo son en tanto les reconozcan como tales o
un rey en tanto sus súbditos le consideren como tal. Zizek, en El sublime objeto de la
ideología, nos explica que un rey que realmente creyese que es un rey esencialmente
sería tratado como un loco, y que de hecho ello ocurrió una vez en Bulgaria. En uno
de sus artículos explica el vacío que subyace en la identidad apelando a Lacan:
En el Seminario 11, Lacan se refiere a la paradoja muy conocida de Chuang Tzu,
quien, después de soñar que era una mariposa, ya despierto se pregunta si él no es
la mariposa que sueña ser Chuang Tzu. Según Lacan, éste tenía razón al hacerse
esa pregunta: en primer lugar, porque “es lo que prueba que no está loco, que no se
toma por alguien absolutamente idéntico a sí mismo”; en segundo lugar, porque
“precisamente cuando era mariposa, se aferraba a alguna raíz de su identidad –que
era y es en su esencia, esa mariposa que se pinta con sus propios colores– y por esa
vía, en la última raíz, él era Chuang Tzu”. La primera razón corresponde a la
exterioridad de la red simbólica que determina la identidad del sujeto: Chuang Tzu es
Chuang Tzu porque lo es “para los demás”, porque esa identidad le fue conferida por
la red intersubjetiva de la que él forma parte: estaría loco si pensara que los otros lo
tratan como Chuang Tzu porque él ya es Chuang Tzu en sí mismo,
independientemente de esa red simbólica. La verdad del sujeto se decide fuera, el
sujeto “en sí mismo” es una nada, un vacío sin ninguna consistencia.
La identidad sería pues una falsedad, una unidad ficticia e ilusoria (en lo referente al
yo imaginario) o un ser-para-los-otros que depende precisamente de la mirada ajena
(el yo simbólico).

Continuemos con Butler. Se prohíben pues, en nuestras sociedades, la discontinuidad


y el caos de la persona. Se apela a una unidad personal, y se instaura una coherencia
y una continuidad entre sexo, género, práctica sexual y deseo. Lo normal de alguien
con pene es que sea un hombre, que sea masculino, que le gusten las prácticas
sexuales masculinas y que desee a la mujer. No se admitiría por tanto a una persona
con pene que se sintiera mujer y a la que le gustasen tanto mujeres como hombres,
por poner un ejemplo. Es que esto rompería la unidad y coherencia de la identidad.

La idea de consecuencia es una relación política de vinculación creada por leyes


culturales. Un ser con pene es consecuentemente un hombre y consecuentemente le
gustan las mujeres. Hay una lógica, es como si de un rasgo saltásemos
obligatoriamente a otro, y como si solo existiese un camino. Esa idea de que un rasgo
lleva a otro es una arbitrariedad cultural según Butler. Nacer con pene no te hace
hombre, ser hombre no hace que te gusten las mujeres. En cuanto se deja algo de
libertad social y se relajan las normas de género y sexualidad vemos aparecer a no
pocas personas que no encajan en los esquemas binarios (hombre/mujer,
heterosexual/no-heterosexual…) y a otros tantos que contestan la masculinidad y la
feminidad. A veces incluso basta un momento de relajación o el consumo de
estupefacientes para que un ser que aparentaba ser una unidad de género y
sexualidad muestre los subterfugios que atraviesan su ser.

Nietzsche (pensador que para algunos inicia la deconstrucción e inaugura


involuntariamente muchas de las temáticas que se están tratando), en su obsesiva
crítica a la metafísica, llegó a enunciar el concepto de “metafísica de la sustancia”.
Esto es, una crítica de la noción misma de la persona como una cosa sustantiva.
Todas las categorías psicológicas (el yo, el individuo, la persona…) serían causadas
por la ilusión de una identidad sustancial. Esto tiene una implicación importante: el
sujeto, el yo, el individuo, serían tan sólo falsos conceptos que vienen de una ficción
lingüística. Esta ficción lingüistica es la idea de sujeto y predicado, una estructura que,
lejos de existir tan solo en el papel, condiciona nuestra visión del mundo. Entonces,
¿qué somos? Somos lo que hacemos. No existe un yo que haga, existen actos, existe
el hacer. Ese sujeto previo al actuar es metafísico.

Butler lleva esto al género y establece una de sus más famosas ideas: el género es un
acto performativo. “El género conforma la identidad que se supone que es”, dice la
autora. El género (ser hombre o ser mujer) es un mero hacer, pero no un hacer por
parte de un sujeto previo a la acción, sino que el sujeto es mientras hace. Por decirlo
simplemente: eres hombre cuando actúas como un hombre. Y para acabar Butler cita
a Nietzsche, el cual en su famosa Genealogía de la moral expone que “no hay ningún
ser detrás del hacer, del actuar, del devenir, el agente (el yo) ha sido ficticiamente
añadido al hacer, pero el hacer es todo”.
Butler comenta lo paradójico que alguien con la mentalidad de Nietzsche esté dando
pie a una idea feminista tan subversiva y sentencia: “no existe una identidad de
género detrás de las expresiones de género; esa identidad se construye
performativamente por las mismas expresiones que, al parecer, son resultado de
esta”. Si Beauvoir dice que la mujer no nace, sino que se hace, Butler diría que la
mujer no nace, sino que hace.

Lenguaje, poder y estrategias de desplazamiento

Aquí la autora nos presenta un debate entre dos feministas ya mencionadas: Wittig e
Irigaray. Para la primera el lenguaje es un instrumento que en ningún caso es
misógino per se, en su estructura, pero que lo es en un sistema patriarcal. Sin
embargo Irigaray opina que si queremos evitar la “marca de género” (ser señalados
binariamente como estando en uno u otro género) debemos crear “otro lenguaje” o
economía significante. También hace referencia al papel del psicoanálisis en la
construcción de la binaridad de género.

También explica Butler que su objetivo es entender cómo se hace aceptable esta
relación binaria de los géneros y cómo hacen de una construcción cultural algo “real” y
natural. Dicho sea de paso, según la autora no podemos afirmar que el género es
falso por ser construido. La construcción social no equivale a falsedad, pues eso daría
pie a pensar en una “verdad de género” (la expresión es mía) sobre la cual se
levantaría algo artificial. Y no olvidemos que lo discursivo, que la construcción cultural,
¡es la propia realidad! No hay nada más allá de la construcción, o al menos nada
“verdadero”, pues “las configuraciones culturales ocupan el lugar de lo real”.

Y para finalizar el capítulo vuelve a referirse a la famosa afirmación de Beauvoir de


que no se nace mujer sino que se llega a serlo, y añade que esa idea implica que
“mujer es un término en procedimiento, un convertirse, un construirse del que no se
puede afirmar tajantemente que tenga inicio o final”. Pese a que vemos el género
como algo congelado (“ella es una mujer”) en realidad esto es “una ficción maliciosa”,
pues el género, recordemos, es un actuar constante y que por ello está abierto a la
intervención y a la resignificación. O dicho de otro modo: una mujer que actúe como
mujer (de eso se trata ser mujer) puede de repente actuar como un hombre y salirse
de su género, porque su ser-mujer no es algo congelado, algo fijo, sino unas formas
de actuación que pueden interrumpirse sin ningún problema.

Una cuestión personal que se me ocurre es la siguiente: podemos evidentemente


intervenir en nuestro actuar de género y resignificar nuestros actos pero, ¿podríamos
darles un contenido que no esté a su vez dentro del régimen binario? Cuando
dejamos de ser hombre, cuando dejamos de actuar como se supone que debemos
hacerlo de acuerdo a nuestro sexo y nuestra identidad, ¿no pasamos directamente a
actuar como una mujer? Vemos los límites del pensar, de un sistema de blanco y
negro en el cual si no eres A eres B. ¡Ni siquiera tenemos una palabra para calificar
algo que no sea femenino ni masculino! ¿O es que debemos de hecho pensar más
allá del género en sí, y por tanto no hay que pensar en “un tercer género” sino en
abolir la idea de género?

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