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CONCLUSIÓN

La construcción cultural del género

Después de un breve recorrido por la historia del feminismo desarrollado en el primer


capítulo de este trabajo, resulta interesante observar su evolución, que ha devenido
hoy teoría de género. Sin duda alguna, El género en disputa, el feminismo y la
subversión de la identidad, de Judith Butler, es un parteaguas en los estudios
feministas, independientemente de si estemos o no de acuerdo con sus tesis centrales.

Fenómenos sociales y culturales, como los movimientos reivindicativos de la


homosexualidad, han sobrepasado el ámbito de la mujer. Aunque este esfuerzo
comienza a nivel académico con el desarrollo de los Estudios de la Mujer, hoy el sujeto
de estudio y de representación parece quedar desplazado por los Estudios de Género.

El análisis de Judith Butler, representante del feminismo posmoderno, tiene como


peculiaridad el empeño en criticar la crítica elaborada por el feminismo tradicional.
Éste feminismo moderno, piensa Butler, presupone la condición femenina como marco
teórico para sus reivindicaciones prácticas.

La revolución de Butler consiste en negar ese punto de partida. Los feminismos


precedentes presuponen una concepción de la mujer equivocada desde sus raíces. La
categoría de mujer defendida por el feminismo, insiste Butler, es producida por las
mismas estructuras de poder de las cuales pretenden emanciparse. En última instancia,
hablar de una “categoría de mujer” significa, para el feminismo contemporáneo, hablar
de la fuerza del hombre en cuanto varón que condiciona y limita las posibilidades
dialógicas en la construcción del sujeto del feminismo.1

El análisis de Butler propone al feminismo examinar su propia legitimidad. Para ello es


necesario repensar determinadas construcciones de identidad que se realizan y utilizan
para la representatividad política de las mujeres. Butler radicaliza la teoría feminista
tradicional afirmando que mediante el lenguaje, el feminismo reproduce los
1
BUTLER, El género en disputa…p. 48.
mecanismos implícitos con los que se ha considerado erróneamente a la mujer. Esta es
la paradoja que denuncia nuestra autora.

Radicalizar el pensamiento feminista tradicional implica, también, abolir la distinción


vigente entre sexo y género. De acuerdo con esta distinción, el concepto de sexo alude a
lo biológico; el de género supone, en cambio, un acto de interpretación cultural. La
actual teoría de género define éste como el medio discursivo-cultural por el que la
naturaleza sexuada es producida y establecida como prediscursiva, anterior a la cultura.
En consecuencia, el sexo es no más que una ficción del lenguaje.

Al abolir la noción de una naturaleza sexuada en el ser humano, el análisis de Butler


determina que la identidad sexual —compuesta por sexo, género y el deseo— es
definida por normas que procuran mantener la continuidad y coherencia entre estos
elementos. Se trata de normas de inteligibilidad instituidas y mantenidas socialmente
mediante el lenguaje.

En el planteamiento del feminismo posmoderno de Butler, el género simplemente no es,


sino que se va haciendo a cada momento. Tampoco hay una esencia expresada mediante
él. Por tanto, el género no debe asumirse como una identidad estable, sino como una
identidad constituida en el tiempo que se expresa por una serie reiterada de actos que
crean la ilusión de un yo con género. Según este análisis, el género no es sino una
constitución sociotemporal y, por tanto, variable e indeterminada.

Butler acude al método genealógico de Foucault para afirmar que las categorías de sexo
y género han sido configuradas como efectos de una forma de poder. Los poderes
políticos, que obedecen a intereses particulares, designan como origen identidades
concretas; por ejemplo, en el caso del hombre se le asigna el papel productivo y a la
mujer el reproductivo, ambos con intereses económicos con repercusión directa en el
Estado. Sin embargo, tales identidades no son más que efecto de ciertas instituciones,
prácticas y discursos, elementos que tienen una génesis diferente.

En el caso concreto del género, se mencionan dos prácticas que hasta hoy habrían fijado
el contenido de la identidad femenina: el falogocentrismo y la heterosexualidad
obligatoria.

Aunque Butler critica algunas fases de la prohibición del incesto de Levi-Strauss, la


melancolía de Freud, y el falogocentrismo de Lacan, admite que la identidad se
establece por la imposición de estructuras de significación. Las sanciones y tabúes
determinan la identidad masculina o femenina y, por tanto pertenecer a un “género” es
una ficción. La influencia de Foucault en esta tesis de Butler es obvia.

El análisis de Butler no se limita a la deconstrucción del género, sino que ésta incluye
también la del sexo. El hacer del género ha implicado historicamente un proceso de
naturalización del sexo, el cual supone, en el nivel más básico, la diferenciación de
placeres y partes corporales, según las ya definidas bases de significación de género.

Butler explica el procedimiento mediante el cual se determina la normativa ideal de un


cuerpo específico, es decir, de un cuerpo masculino o femenino. Este proceso
constituye, en primer lugar, la asignación de placer a diferentes partes sexuales en cada
uno. En una fase posterior se lleva a cabo la unificación artificial, por no ser real, de una
variedad de funciones sexuales derivadas de la asignación anterior. Por último,
mediante el discurso toda sensación, placer y deseo se traduce en prácticas específicas
de un sexo, es decir, se hacen inteligibles conforme a lo masculino o a lo femenino.

Según Butler, este proceso de control-normatividad construye de modo unívoco la


categoría de sexo con el propósito de regular socialmente la sexualidad. El resultado es
una compleja historia de discurso y poder, en donde el sexo deviene una estrategia
para perpetuar las relaciones de poder del hombre sobre la mujer.

De acuerdo con esta teoría, la constante repetición de los actos de habla produce la
creencia generalizada de una división natural entre hombre y mujer. El habla configura
los hechos. Siguiendo el hilo de esta afirmación, existiría cierto tipo de violencia hacia
el cuerpo por parte de los conceptos y las categorías. En concreto los homosexuales u
otros géneros distintos del masculino o femenino resultan ininteligibles en un espacio
así, pues carecen de cabida en las categorías establecidas a través del lenguaje del
poder.

La significación —insiste Butler— no es un proceso de fundación sino exclusivamente


un proceso regulado de repetición. Cada vez que se nombra a la mujer o al hombre o
algún atributo de ellos, no se describe un estado de cosas, sino se pone en marcha una
cadena de repeticiones o especie de rituales que van configurando la masculinidad o la
feminidad.

Por tanto, sólo aquello que se repite se naturaliza y por tanto significa. De este modo, si
todo es repetición, Butler propone apoderarse de ciertos aspectos repetitivos, no para
imitarlos, sino para desplazarlos. El objetivo principal de la teoría de género, por ende,
es buscar alternativas de inteligibilidad cultural que abran nuevas posibilidades a
expresiones distintas de género, como es el caso de aquellas que superan la
heterosexualidad. La teoría de género de Butler afirma que la deconstrucción
pretendida tiene lugar en la propia citación, es decir, en la repetición misma. Así como
los modos de hablar sirven para dominar, también los modos de hablar sirven para
emancipar y deconstruir.

Para los representantes de esta evolución del feminismo, también denominado


posfeminismo, todas aquellas expresiones que repulsan la categoría de sexo por
ejemplo, el lesbianismo, revelan la constitución cultural contingente de la
heterosexualidad. Tales manifestaciones muestran que las categorías no son tan estables
ni generales como se afirma.

Butler respalda la famosa sentencia de Beauvoir no se nace, se hace mujer, y agrega que
incluso cualquier individuo puede elegir no ser hombre, ni mujer, sino homosexual. El
paso más radical de este planteamiento se da al reconocer que no tiene caso hablar de
hombre ni mujer, ni homosexual ni lesbiana. Al final del día puede haber tantos géneros
como posibilidades culturales se ofrezcan.

Al reconocer en el análisis realizado por Judith Butler el anhelo de una auténtica


revolución cultural, identifiqué algunos puntos de encuentro. En mi opinión, tales
puntos pueden ayudar a un mejor entendimiento de la relación entre los sexos. No
obstante hay una tesis central de Butler con la cual no puedo transigir, a saber, la
precedencia absoluta del lenguaje y de la cultura sobre los hechos. En este rubro, me
confieso realista, al modo de las grandes metafísicas occidentales. ¿El lenguaje
construye la realidad? Sí, pero no toda la realidad. La precedencia absoluta del lenguaje
sobre las cosas lleva, me temo, al nihilismo.

Al separarme de esta tesis medular de Butler me separo, por tanto, de su concepción del
género.

1) Reflexiones personales

A lo largo de la tesis intenté limitarme a exponer de manera neutra y coherente la teoría


de Butler. No quisiera, sin embargo, dejar de expresar en este espacio mi posición
sobre el tema. Se trata, evidentemente, de un simple boceto que merece más atención y
espacio. Por ahora, me contento con apuntar al vuelo algunas ideas con el propósito de
regresar sobre ellas en otro trabajo.

Acerca del fenómeno de la formación de la identidad, la ciencia ha señalado tres


aspectos de este proceso que, en un caso ordinario, se entrelazan armónicamente: el
sexo biológico, el sexo psicológico y el sexo social 2. El primero identificado con el
término sex, mientras que los segundos se identifican con el término gender.

A diferencia del discurso posmoderno de Butler, considero como un determinante el


factum del sexo biológico. Los cuerpos revelan esta diferencia de una manera
reconocida por la ciencia. Entre los más estudiados destacan los factores genético, el
gonodal (encargado de las hormonas), y el somático o fenotípico. Este último determina
la estructura de los órganos reproductores internos y externos. Es necesario considerar
que estas bases biológicas, aunque ciertamente no son la última palabra, sí intervienen
profundamente en el organismo.
2
POLAINO LORENTE Aquilino, Sexo y cultura, Instituto de Ciencias para la Familia, Navarra 1998,
27-47.
Como segundo elemento se considera el llamado sexo psicológico. Éste se refiere a las
vivencias psíquicas de una persona como hombre o mujer. Tal proceso consiste
básicamente en la conciencia de pertenecer a determinado sexo. Obviamente dicha
vivencia está afectada por la educación y el ambiente en donde se desarrolla el menor
de edad. Conforme con este aspecto, puede afirmarse que la orientación sexual sí es
variable, mientras que la identidad sexual no. En contra de la opinión de Butler, ésta
segunda se encuentra directamente relacionada con el aspecto biológico de la persona.
En el homo sapiens es físicamente evidente que sólo existen dos sexos: hombre o mujer.

Como último aspecto se considera el sexo sociológico. Este se refiere al sexo asignado
como resultado de un proceso histórico-cultural, con el cual se identifican ciertas
funciones y roles como propios del hombre o de la mujer. Sobra decir que el “sexo
sociológico” está lleno de estereotipos que deben ser superados y, por ende, es el
aspecto más resbaladizo y conceptualmente borroso de los tres.

Estos tres aspectos son elementos de un proceso: la formación de la identidad personal,


uno de cuyos rasgos es el descubrimiento de nuestra dimensión sexual. De esta
identidad sexual en la que se identifican los factores biopsiquícos del propio sexo, surge
también la identidad genérica en la que se descubren los factores psicosociales y
culturales del papel del hombre o de la mujer desempeñado en la sociedad. Considero a
la identidad genérica como el elemento clave a repensar elemento clave a repensar,
considero, para una verdadera defensa y promoción de los derechos de cada uno,
hombre y mujer..

En los últimos cincuenta años la sociedad se ha esforzado por encontrar el modo de


conciliar la igualdad fundamental de los hombres y las mujeres con sus innegables
diferencias biológicas. Esta tarea no ha sido sencilla ya que en la actualidad ha derivado
en una disputa entre naturaleza y cultura, sexo y género, ejes sobre los cuales todavía
hay varios aspectos importantísimos sin estudiar.

Definitivamente, cómo lo afirma Janne Haaland Matláry, “el eslabón perdido del
feminismo es una antropología capaz de explicar en qué y por qué las mujeres son
diferentes de los hombres”.3 Esta antropología sólo es posible mientras se mantenga una
3
HAALAND MATLARY, Janne. El tiempo de las mujeres. Notas para un nuevo feminismo, RIALP,
Madrid, 2000, p.23.
adecuada relación entre sexo y género, entre naturaleza y cultura.

El machismo, por ejemplo, asume que en la naturaleza de la mujer se inscriben ciertas


funciones específicas, ordinariamente de tipo asistencial, y se le excluye, en cambio, de
funciones públicas.

Pero también el feminismo radical comente un error grave al separar cultura y


naturaleza de suerte que termina disolviendo —deconstruyendo— al sujeto.

Ciertamente queda aún un largo trecho de reflexión para encontrar el justo medio que
concilie dichos binomios. Debemos ser valientes para revisar y enmendar todo aquello
que, históricamente, ha suprimido, oprimido y reprimido el valor de radical de mujer y
hombre.

Nos encontramos en un debate delicado en el que postular la igualdad o la diferencia del


hombre y la mujer no se queda solamente en el terreno de los conceptos. Este debate se
traduce en leyes y políticas públicas y, en el ámbito privado, se concreta en el modo de
relacionarse unos con otros.nuestras personas más íntimas.interpersonalmente.

Es innegable que han existido y existen en el mundo, muchas injusticias hacia las
mujeres. Los indicadores empíricos son pavorosos. No obstante, es indispensable
reconocer y afirmar que este largo elenco de discriminaciones y opresiones no tiene
ningún fundamento biológico, sino raíces culturales que es preciso erradicar. Con esto
me refiero a que en la naturaleza de la mujer no se encuentra algún tipo de dispositivo
que la determine como inferior al hombre o como predispuesta a recibir ciertas
discriminaciones e injusticias. Si hay discriminación laboral, por ejemplo contra algunas
mujeres en condición de embarazo, no es por ley natural sino por una deficiencia en el
terreno cultural que nos es urgente resolver.

Ciertamente las funciones sociales no deben considerarse como irremediablemente


unidas a la genética o a la biología, ya que también se involucra en éstas la libre
decisión de quien las ejecuta. Es tarea de todos lograr que la mujer asuma nuevos roles
que estén en armonía con su dignidad.

La teoría de género resalta la distinción ente sexo y género. Lo novedoso de ésta no es


el descubrimiento de los aspectos culturales y sociales del género. Con determinados
matices, así es. El punto es que, Butler y otros autores, desvinculan el género del
fundamento biológico. Prescinden del factor anatómico y psicológico en el ser humano.
Como expresión de esta disociación, el posfeminismo defiende dos afirmaciones que
revolucionan y definen el debate contemporáneo: 1) La construcción social del género
debe de ser ambigua, es decir no debe de ser normada por la heterosexualidad y ésta
debe de ser variable; 2) no sólo el género es una construcción social, sino también el
mismo sexo, en palabras de Butler: “se reconocerá que el sexo siempre ha sido
género”.En otras palabras, las diferencias entre hombres y mujeres no son más que una
ilusión y el resultado de construcciones motivadas por otros intereses, una mera
parodia.

Un rasgo distintivo de esta teoría es que la identidad es definida a partir de las funciones
desarrolladas por el hombre o por la mujer. La actividad, sin embargo, aunque no es
irrelevante, es accidental. Cuando algunas feministas imaginan un futuro sin género
creen que realidades como la maternidad estaría tan separada conceptualmente de la
educación que las funciones de ambos sexos serían las mismas, quedando así abolida
por completo la diferencia.

En el debate sobre el binomio sexo-género y su correcta relación, sí considero necesario


definir el género como una expresión humana y, por tanto, relativamente libre, pero
siempre basada en una identidad sexual biológica, la cual indiscutiblemente sólo puede
ser masculina o femenina. La libertad se ejerce a partir de una biología.

Ésta definición debe ser adecuada para describir los aspectos culturales implicados en la
construcción de las funciones sociales del varón y de la mujer y, así, no confundir los
ámbitos de lo correspondiente a la naturaleza y a la cultura. El típico ejemplo de esta
concepción errónea es la adscripción de la esfera pública a los hombres y a las a las
mujeres de lo privado o, peor aún considerar que la racionalidad es típicamente
masculina y el sentimiento, típicamente femenino. Un punto especialmente delicado de
esta discusión es el tema de la maternidad. El feminismo posmoderno considera que
endosar a las mujeres el rol maternal no es sino un mecanismo de control patriarcal.
Para la teoría de género, la maternidad es un rol que el sistema patriarcal (Estado,
Iglesia, familia) utiliza para oprimir a la mujer. El debate es, sin duda necesario. Existen
roles “maternales” culturales. Cuidar a un bebé no es masculino nio femenino. Y, sin
embargo, parir y amamantar son dos funciones exclusivas de la mujer.

En el feminismo posmoderno más radical parece que la naturaleza de la maternidad


como propia de la mujer queda suprimida por una autodeterminación absoluta,
elemento clave en la posmodernidad.

Pero antes de llegar a falsas conclusiones es necesario afirmar que la maternidad no


puede ser definida en su núcleo duro como un rol cultural. De acuerdo a lo entendido
por “rol”, la actuación en función del papel de un personaje, la maternidad sería solo
una actuación o una representación o una especie de teatralidad. Sin embargo , cuando
en realidad la maternidad tiene un fundamento tanto en la naturaleza, a modo de las
disposiciones naturales del cuerpo femenino( todo el organismo de la mujer, y sólo el de
ella, está dispuesto para albergar otra vida en su interior);, como en la correlación con
el otro ( (no hay madre sin padre ni madre sin hijo y viceversa). Ambos elementos
superan una cuestión de teatralidad ya que tienen un fundamento más sólido que el de la
mera voluntad, por implicar tanto la naturaleza como la dependencia del otro.

Por otro lado, ciertamente, el destino de la mujer no es ser madre, pues se trata de una
decisión que involucra sobre la libertad del ser humano derivada de la responsabilidad
de las propias acciones. Como un ejemplo vivido de esta afirmación contamos con la
experiencia de muchas mujeres que han decidido libremente abstenerse de la
maternidad biológica para alcanzar otros fines.

Como bien menciona Aquilino Polaino, el debate entre “género” y “sexo” ha suscitado
una profunda crisis en las convicciones acerca del significado de lo masculino y lo
femenino, así como sobre el modo de comportarse según el ser de la mujer o del
hombre, en definitiva, sobre el sentido del ser personal en función de ese hecho
diferencial que les distingue.

Es evidente que masculinidad y feminidad fueron durante mucho tiempo prisioneras de


códigos sociales, en donde permanecieron invariables durante demasiado tiempo. Esta
estabilidad, afincada en los roles, contribuyó a configurar una especie de “segunda
naturaleza” –una mera “construcción”, en algunos de sus aspectos- a la que socialmente
había que atenerse.

En primer lugar, porque se estableció una fuerte y rígida simetría, un tanto unívoca,
entre el código genético (naturaleza) y el código social (roles y comportamientos).
Naturaleza y cultura (natura naturata y natura naturans) fueron articuladas de una
forma relativamente opresiva, sin apenas grados de libertad, sin posibilidad casi de
alguna variabilidad. Lo cultural (los roles, el género) fue entendido como una invariable
prolongación de lo natural (el sexo biológico). Sobre este factor los movimientos
feministas comenzaron a desdeñar lo natural por identificarlo como motivo de
discriminación, por tanto, el único medio para una emancipación, era la desarticulación
de lo biológico, es decir de lo natural.

Este diseño de los comportamientos masculino y femenino, a modo de configuración


del estilo de vida de uno y otra, se ofreció como una posibilidad socialmente muy
restringida –la única posibilidad, en la práctica-, bajo cuya guía debía de llevarse a cabo
el desenvolvimiento de la conducta personal, como si tal forma de conducirse se tratara
de una emanación natural del código genético o del sexo biológico.

Frente a esta absolutización de los roles, conviene hacer un par de observaciones. La


primera consiste en darse cuenta de los factores biopsíquicos del propio sexo, y de la
diferencia respecto al otro sexo, la segunda apunta a descubrir los factores psicosociales
y culturales del papel que las mujeres o varones desempeñan en la sociedad.

Es posible afirmar que, en un correcto y armónico proceso de integración, ambas


dimensiones se corresponden y complementan.4 La falacia de ciertas teorías del género
consiste en afirmar que, dado que en ocasiones la biología ha conspirado —por así
decirlo— en contra de la mujer, luego, entonces, no existe sino la cultura. Las
dimensiones biológicas de la sexualidad son una parte de la personalidad de la hombres
y mujeres.

Guiada por el debate de la perspectiva de género se ha abierto una profunda brecha


entre “sexo” y “género”, algo que parece ser una nota distintiva de la actual cultura
fragmentaria. Con ello es claro que se ha contribuido a fragmentar la identidad de la
persona humana. Tal fragmentación se ha llevado a cabo primero en abstracto (a nivel
de los conceptos) y después en concreto (a nivel de los comportamientos).

El feminismo contemporáneo observa en la postulación de estructuras como


femineidad, maternidad y sexualidad una forma de negar las intersecciones en que se
construye el conjunto completo de mujeres, es decir, ve en estas estructuras una forma
excluyente y totalizante que limitaría a la mujer. No obstante, también puede observarse
en el planteamiento feminista un afán de crear una realidad por medio del lenguaje que
oprime y determina, de una manera muy limitada, el “verdadero” ser de la mujer para el

4
BURGGRAF, Jutta. ¿Qué quiere decir género?, Promesa, San José, 2001.
cual, la mujer dedicada a su familia y a servir a los demás, o sufre de esquizofrenia o
vive con una frustración perpetua que no le permite ser feliz, eliminando con esto,
dentro del margen de la mujer realizada, a todas aquellas que han dedicado su vida a la
donación a otros, ejemplos de los cuales tenemos de sobra.

Es cierto que el ámbito de acción de las mujeres hoy más que nunca rebasa el de esposa
y madre. Pero también es una obligación de esta lucha por la dignidad de la mujer,
lograr que estas aspiraciones sean tomadas con respeto. También es un modo de
injusticia, quizá más peligroso por más sutil, declarar que el único ideal de la
independencia femenina es la actividad profesional externa.

El problema en el planteamiento de la distinción sexo-género, así como el de la


disociación de los denominados binomios como son naturaleza-cultura y mente-cuerpo,
es que, inmersos en una argumentación de la sospecha, esta distinción entre sexo y
género ya no es la dialéctica del retorno de la diferencia, sino una dialéctica excluyente.
Presento como explicación de esta dialéctica la descripción realizada por el profesor
Edgar Rodríguez en el artículo las caras del multiculturalismo:

Los avances en la historia de la democratización de occidente no han sido


unilaterales. La presencia de algunos de los distintos grupos minoritarios que
han irrumpido en la lógica igualitaria y homogeneizadora de la modernidad
no ha corrido únicamente hacia la apertura de mayores posibilidades sociales
para grupos vulnerables, excluidos o comúnmente violentados por la
sociedad, sino que, dialécticamente, ha retrasado los procesos de
conformación de sociedades igualitarias e incluyentes al convertir su
discurso en un criterio autorreferencial de exclusión social. Se trata de
grupos minoritarios surgidos de la marginalidad para hacer frente a la
exclusión de la que han sido víctimas respecto de los privilegios otorgados
por los procesos de modernización y de modernidad, así como para oponerse
a ciertas relaciones de poder y dominación a los que se han visto sostenidos.
Pero que una vez que han tenido el poder de la palabra y la presencia real en
las políticas de la identidad, han centralizado su posición identitaria y
enraizado su discurso en una autorreferencialidad atrincherada desde la que
es posible excluir, marginalizar y ejercer un tipo de poder similar a aquél
contra el cual surgieron: el reverso de la diferencia5.

Si colocamos el acento en la voluntad, como al parecer lo hace la teoría de género


expuesta por Butler, entonces tanto la mujer como el hombre quedan expuestos a una
arbitrariedad que da por perdido todo referente de lo específicamente masculino o
femenino. Aunque esta situación no representa problema alguno para Butler, pero que sí

5
http://www.scribd.com/doc/420312/Edgar-Fdo-Rodriguez-Aguilar
atañe directamente a la libertad del ser humano y más que plenificarla, la opaca al
declarar como obligatoria la misma indefinición.

A partir de las propuestas de la teoría de género o de las generistas, es posible reconocer


que el debate actual se centra en la definición de la identidad, las condiciones por las
que esta se delimita, si ésta es dada o es conquistada, si es fija o variable.

Ciertamente el presente trabajo no resuelve estas cuestiones, al contrario, al finalizarlo


la conclusión más sensata es que éste no es concluyente en el tema y mucho menos
omniabarcante, ya que hay muchos aspectos más pendientes de estudio y urgidos de
reflexión sobre todo de tipo filosófica.

Un aspecto fáctico a recalcar es que, independientemente de que el posfeminismo


pretenda anular la diferencia entre hombre y mujer, ambos experimentan el mundo de
forma particular, solucionan tareas de manera distinta, sienten, planean y reaccionan de
manera diferente, y aunque no es posible definir lo “típicamente masculino” o lo
“típicamente femenino”, sí es posible afirmar que estas diferencias tienen su
fundamento sólido en la constitución biológica propia de cada uno.

Es un hecho biológico que sólo la mujer puede ser madre, y sólo el hombre puede ser
padre. Mientras que la teoría de género muestra un cierto afán de autosuficiencia de
ambos, la sexualidad humana, expresada primeramente en el aspecto biológico, muestra
una clara disposición hacia el otro.

En todos los ámbitos y sectores de la sociedad, en la cultura, el arte, la política, la


economía y la vida pública y privada, hombres y mujeres están llamados a construir
juntos un mundo habitable. Considero que este mundo llegará a su plenitud cuando
ambos sexos le entreguen su contribución específica.

Es menester afirmar que esta unidad no anula las diferencias, al grado de que negar
éstas conduce inevitablemente a la autonegación del ser humano. La ruptura con la
biológico más que liberar de los “grilletes del sexo”, parece obstruir un desarrollo pleno
del ser humano ya que, al no haber ningún hombre ni mujer completa, esta perfección
siempre se alcanza en relación con el otro.

Sólo el reconocimiento de las diferencias entre el hombre y la mujer, y del carácter


central de la familia en la sociedad, ofrece los parámetros válidos para entablar un
diálogo. Seguirá siendo necesario distinguir entre diferencias reales y estereotipos
humillantes y seguirá siendo importante defender el derecho del hombre y la mujer a
elegir carreras atípicas y proteger a la mujer de la injusticia y los malos tratos.

En cada actividad se hace necesaria la cooperación de los dos sexos, en razón de sus
matices femeninos y masculinos. Por eso el varón ha de estar más presente en la familia
y la mujer en la sociedad. Hace falta ir hacia lo que se podría describir como una familia
con padre y una cultura con madre; realidad que inevitablemente plantea nuevos retos a
la filosofía y de los cuales no podemos abstenernos por ser considerados como una
responsabilidad en la búsqueda de la verdad.

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