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Se ha discutido mucho si Bentham no fue influido por Thomas Hobbes, quien más de un
siglo antes de la Introducción había planteado que es el egoísmo individual el que hace
necesario un contrato social para canalizar y regular las pasiones humanas. Si todo el
mundo actúa para maximizar su utilidad individual, el hombre se convierte en “el lobo del
hombre”. Bernard Mandeville, en su Fábula de las Abejas (1714), no veía ninguna
contradicción: al perseguir cada persona sus intereses privados, es decir, sus ambiciones,
provoca la creación de riqueza y una amplia división del trabajo. El problema sociológico
se resuelve por sí solo, ya que el mercado canaliza el esfuerzo social en la dirección
correcta y así los “vicios privados” se transforman en “beneficio público”.
Pero Bentham no estaba nada seguro de tal automatismo, así que toda la segunda parte
de la Introducción es un tratado sobre las leyes que tiene que instaurar el Estado para
determinar y canalizar los castigos y recompensas mencionados antes. Para juzgar el
efecto legal de las acciones humanas es necesario considerar entonces la intención, los
motivos y la conciencia que se tenga de ellos. Pero, sobre todo, hay que medir el efecto
final. Lo peor son aquellos daños provocados con motivos criminales, con plena
conciencia del delito.