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El filósofo sostenía que el principio de utilidad radicaba sobre un cálculo de beneficios y

perjuicios posibles en cada acción realizada, con la intención de obtener el mejor


resultado para el mayor número de personas

El filósofo inglés Jeremy Bentham (1748-1832) es recordado principalmente como


fundador del llamado “utilitarismo”, aquella doctrina que postula que las acciones
humanas pueden ser explicadas y sancionadas de acuerdo con un cálculo de los
beneficios y perjuicios que producen en total. Es esto lo que se ha llamado el “cálculo de
la felicidad”. En la Introducción a los Principios de la Moral y la Legislación, un largo libro
que terminó en 1780, pero que publicó apenas en 1789, Bentham expone la esencia del
utilitarismo y lo emplea para describir las bases de lo que pudiera ser un sistema legal
racional. Ciertamente Bentham no fue el primero en hablar de la felicidad y bienestar
como motores de la actuación humana —ya pensadores como Helvetius en Francia
habían formulado ideas similares—. Sin embargo, Bentham es el primer popularizador en
extenso de toda una sociología basada en el utilitarismo, que simplemente propone
conseguir el mayor beneficio neto para la mayor cantidad posible de personas.
 
El utilitarismo ha sido criticado por las paradojas que produce. En la parábola de la ciudad
de Omelas, todos en aquella villa viven en perfecta felicidad, pero todo depende de que
un niño sufra encerrado en un lugar oscuro. Cuando los habitantes se enteran, la gran
mayoría acepta el quid pro quo que maximiza la felicidad social. Otros deciden abandonar
la villa, porque no pueden tolerar que una persona esté condenada a sufrir para que los
demás sean felices. Más recientemente: después del atentado a las torres gemelas en
Nueva York, en 2001, el ejército alemán emitió la directiva de derribar aviones
secuestrados en vuelo hacia alguna ciudad. La Suprema Corte invalidó la decisión
argumentando que dada una situación así, no era permisible hacer un cálculo de pérdida
de vidas (en un edificio o en el avión), porque no se les puede asignar un valor numérico.
Un cálculo aritmético de felicidad o infelicidad social sería simplemente imposible y
atentaría contra la dignidad humana, ya que cada vida es infinitamente valiosa.

La Introducción plantea claramente cuál es su fundamento filosófico desde el inicio, donde


Bentham escribe: “La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos amos,
el sufrimiento y el placer. Ellos dos, por sí solos, determinan lo que deberíamos hacer (…)
Nos gobiernan en todo lo que hacemos, todo lo que decimos, todo lo que pensamos”. Y
más adelante: “El principio de la utilidad (…) aprueba o desaprueba cada acción de
acuerdo a la tendencia que tiene de incrementar o disminuir (…) la felicidad de la persona
o grupo en cuestión”.

Bentham procede entonces a catalogar todas las fuentes de dolor y sufrimiento,


asumiendo que ambas experiencias son susceptibles de cuantificación. Habría cuatro
ámbitos de gozo o penuria: el físico, el político, el moral y el religioso. El valor de un placer
o sufrimiento depende de su intensidad, duración, certidumbre o incertidumbre y de su
proximidad o lejanía. Además, hay que tener en cuenta la sucesión temporal de efectos
(“fecundidad”) para poder hacer un cálculo de la suma neta de placer y penuria. La
“pureza” del sufrimiento y su “extensión” (a cuántas personas afecta) deben ser parte del
cálculo. En el Capítulo 5 de la Introducción, Bentham clasifica 14 placeres simples, 12
sufrimientos, también simples, y nueve placeres sensoriales, para no omitir nada que
pudiera ser un factor importante de lo que llama el felicific calculus. Quizá nadie ha
desmenuzado de manera tan precisa todo aquello que nos puede hacer felices o infelices,
como lo hace aquí Jeremy Bentham.

Ya metidos en el negocio de cuantificar sensaciones, hay que considerar las diferencias


subjetivas. La salud, fuerza, edad y muchos otros factores (32 en total) pueden afectar
nuestra percepción del placer o sufrimiento. Y como a Bentham le interesa extraer
conclusiones prácticas de todo este ejercicio, va a resultar que la intención de un acto no
es realmente lo importante, sino el efecto final que produce. Un acto es más o menos
pernicioso dependiendo de la suma total de sus consecuencias. Y por eso, la tarea del
gobierno es “promover la felicidad de la sociedad castigando o recompensando”.

Se ha discutido mucho si Bentham no fue influido por Thomas Hobbes, quien más de un
siglo antes de la Introducción había planteado que es el egoísmo individual el que hace
necesario un contrato social para canalizar y regular las pasiones humanas. Si todo el
mundo actúa para maximizar su utilidad individual, el hombre se convierte en “el lobo del
hombre”. Bernard Mandeville, en su Fábula de las Abejas (1714), no veía ninguna
contradicción: al perseguir cada persona sus intereses privados, es decir, sus ambiciones,
provoca la creación de riqueza y una amplia división del trabajo. El problema sociológico
se resuelve por sí solo, ya que el mercado canaliza el esfuerzo social en la dirección
correcta y así los “vicios privados” se transforman en “beneficio público”.

Pero Bentham no estaba nada seguro de tal automatismo, así que toda la segunda parte
de la Introducción es un tratado sobre las leyes que tiene que instaurar el Estado para
determinar y canalizar los castigos y recompensas mencionados antes. Para juzgar el
efecto legal de las acciones humanas es necesario considerar entonces la intención, los
motivos y la conciencia que se tenga de ellos. Pero, sobre todo, hay que medir el efecto
final. Lo peor son aquellos daños provocados con motivos criminales, con plena
conciencia del delito.

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