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Lariel
Por fin, tras una espera penosamente larga, el sol fue desapareciendo del
cielo. Sus rayos moribundos proyectaban un cálido resplandor naranja sobre
la tosca cruz de madera, bañando en una extraña luz dorada a la figura rota
sujeta a ella. Levantando la mirada al pie de la cruz, vi que la corona del sol
bruñía la madera clara y a la figura blanca, ahuyentando las sombras e
iluminando violentamente las arrugas de dolor marcadas en su rostro
ceniciento y manchado de sangre. Aquella visión me dañó los ojos.
Ni siquiera estaba segura de que siguiera viva. Porque ¿cómo podía seguir
viva? Nadie sobrevive a una crucifixión, a menos que los dioses intervengan,
y hoy día el único dios que manifiesta un interés por los asuntos de los
mortales es Ares. No creía que tuviera el más mínimo interés en una chiquilla
machacada.
Seguía viva.
—Era una criminal. —Uno de los guardias se movió un poco, con aire
intranquilo. ¿Había un asomo de compasión en su cara?—. Tiene que servir
de ejemplo. Órdenes de la Conquistadora.
—La Conquistadora...
—¿Pero qué Tártaro...? Mujer, ¿es que estás loca? —Timeron salió corriendo
de nuestra casita aislada, despertado de su siesta por los golpes frenéticos
que yo daba en la puerta.
Por supuesto, en cuanto vio de quién se trataba, le entró el pánico. Los dos
habíamos estado en la plaza esa tarde, observando horrorizados mientras la
muchacha, tan joven y vibrante, era golpeada, machacada y humillada.
Forcejeamos con ella —era un peso muerto— y por fin conseguimos meterla
en el cuarto de nuestro hijo. La depositamos con cuidado en su camita,
después de que Timeron quitara a nuestro bebé dormido, y le corté la ropa
ensangrentada y sudorosa para poder examinar los daños.
Entre las dos —mientras Timeron, vacilante, nos sermoneaba desde el refugio
de la puerta— la lavamos, le tratamos las heridas y la vendamos. El resto
dependía de ella.
Era toda una luchadora. Eso me sorprendió: creo que yo me habría rendido y,
en el fondo de mi corazón, tenía una ligera esperanza de que ella también lo
hiciera. El hecho de que una chiquilla tan frágil se aferrara con tal tenacidad
a la vida me dejaba atónita y, además, me hacía sentir vergüenza. Habría
sido más fácil si hubiera muerto. Pero no murió. Físicamente, estaba hecha
una pena, pero de algún modo consiguió salir adelante. Y entonces empezó la
lucha de verdad.
Abrió despacio unos apagados ojos verdes que se movieron sin comprender
por la habitación, antes de posarse en mí. Sonreí, lo más alegremente que
pude.
—Hola —dije suavemente y le cogí una de sus manos frías. Ella parpadeó
unas cuantas veces, pero no dijo nada y volvió a mover los ojos confusos por
el cuarto. Los posó de nuevo en mí.
—Oh. Seguro que te vendría bien beber algo... lo siento. —Me moví
torpemente, sirviendo agua con manos temblorosas y derramándola en la
cama—. Toma, deja que te ayude... —Al ver que me miraba con aprensión,
sonreí de nuevo y le ofrecí la taza. No se movió, de modo que intenté pasarle
el brazo por detrás de la cabeza, pero se apartó rápidamente y gritó cuando
el movimiento le sacudió todo el cuerpo. Me apresuré a calmarla y volví a
tumbarla—. Shhh... tranquila...
Sus ojos enormes, llenos de dolor, parpadearon para contener las lágrimas,
mientras se esforzaba por controlarse. Al cabo de un rato, se le calmó un
poco la respiración y le sonreí de nuevo, mientras mezclaba las hierbas que
me había dejado la sabia.
Esta vez, deslicé la mano por debajo de su cabeza y le llevé la copa a los
labios, asegurándome de que se bebía toda esa sustancia amarga y verde.
No paraba de mover la cabeza y escupir.
—Bébetelo —le insistí—. Así te sentirás mejor. El dolor será más soportable.
—¿A qué te refieres? —dije, intentando evadirme, sin querer pensar en ello.
—Es una fugitiva y te la has llevado. Si descubren que está aquí, te matarán.
Nos matarán a todos. —Hizo botar a nuestro hijo en su regazo mientras le
limpiaba la barbilla manchada de comida—. A todos. No puede quedarse
aquí, Jaden.
—Timeron, está mal. Necesita...
—Pues que muera. ¡Tal vez sea lo mejor! —Se hizo un silencio pétreo. Se
sonrojó, avergonzado de lo que había dicho, pero su expresión seguía siendo
resuelta—. Nos va a matar a todos, Jaden. A ti, a mí... a Dimitrios. ¿Merece la
pena?
—Yo... —La imagen de una mujer de pelo dorado de pie en los escalones a los
pies de la Conquistadora se me pasó como un destello por la mente y sus
palabras llenas de pasión resonaron fantasmales por la habitación. Palabras
que hablaban de elección, de libertad... palabras en las que nunca me había
atrevido a creer. Las mejillas de mi bebé relucían sonrosadas mientras el
hombre al que amaba jugaba con él sobre sus rodillas. ¿Merecía la pena?
—Va a tener que irse, Jaden. Ya has hecho más que suficiente por ella, más
de lo que habría hecho nadie. —Se me llenaron los ojos de lágrimas y él
sonrió con tristeza—. Has hecho algo muy valiente y lleno de compasión,
amor, por una muchacha a la que ni siquiera conoces. No entiendo por qué lo
has hecho, pero estoy muy orgulloso de ti. Pero ahora tenemos que pensar en
lo que es mejor para nuestra familia.
—No puede andar y todavía no puede respirar bien. Ya sabes lo que pasa con
una crucifixión. ¿Es que quieres dejarla en la calle? ¡Sin nosotros, morirá! —
Algo me empujaba a rogar por la vida de la muchacha, al tiempo que
reconocía la verdad de lo que decía mi marido.
—No, Timeron, te equivocas. Está viva. Somos nosotros los que estamos
muertos. Hemos dejado que la Conquistadora nos absorba el alma y el
corazón, como dijo ella. No puedo ayudar a la Conquistadora a matar a esa
chica.
—No se va a ir de aquí —dije, más como bravata que otra cosa—. Estamos
tan lejos de la aldea que no la descubrirán. Pero si eso supone mi muerte,
que así sea. Creo que merece la pena. —Mis bravatas habían ganado.
—¿Por qué haces esto? —Los perplejos ojos verdes se encontraron con los
míos. Le estaba cambiando las vendas y aunque ella aborrecía ver sus
piernas machacadas, siempre miraba.
—No, no me refiero a eso. ¿Por qué me has salvado? ¿Por qué me estás
cuidando? —Alargó la mano y detuvo la mía, que se movía alrededor de sus
extremidades aplastadas.
—Bien. Porque ¿te digo la verdad? No tengo nada de dinero. —Me sonrió de
medio lado y por un instante me quedé pasmada al verlo. Le estaba
vendando las piernas destrozadas y ella bromeaba y sonreía. Nunca había
conocido a nadie como ella... era bien raro ver una sonrisa en la cara de
nadie y la de ella sacó mi corazón de un pozo en el que no sabía que se había
hundido.
—¿Por qué?
—Por las cosas que decía. Sentimientos inmaduros y necios. —Se rió sin
hacer ruido—. Una niña estúpida. ¿Qué sabía yo del mundo?
—No dejes que esto te mate por dentro. Estabas tan llena de vida... es lo que
daba esperanza a tanta gente. —Vi que su expresión se cerraba y la cara se
le ponía tensa y cansada, y me asusté. Quería que fuera abierta y vibrante,
como lo había sido. Eso me daba la esperanza de que tal vez yo también
podría ser así.
—¿Tú crees? —Se quedó largo rato mirándome a los ojos y en los suyos
advertí una extraña dejadez. No eran los ojos de la joven a la que había
escuchado el invierno pasado en las colinas heladas. Cuántas posibilidades
había visto en esos ojos: todos las habíamos visto—. Ahora tengo frío. —La
arropé con la manta, pero la apartó—. ¿Esa otra persona que crees que
conocías? No soy yo.
En las profundidades de sus ojos, una leve chispa de dolor ardió por un
instante y luego se apagó.
Pasó una semana y poco a poco recuperó algo de fuerza. Las piernas
empezaban a curársele despacio, pero estaba claro que nunca podría
caminar como antes, si es que llegaba a caminar. De todas formas, no creo
que tuviera mucho empeño. Aquel día muchas más cosas quedaron
destrozadas bajo el martillo de la Conquistadora. A medida que pasaban los
días, mientras nos sobresaltábamos con cada pisada que oíamos y nos
ocultábamos de cada desconocido, fue apagándose poco a poco. Timeron,
que los dioses lo bendigan, intentaba despertar su interés, pero cada
propuesta era recibida con una negativa cortés y una disculpa por las
molestias. Cuánto lo quería yo por intentarlo.
—¿Qué? —dije, haciéndome la inocente. Ella puso los ojos en blanco y señaló
el bulto que era mi hijo. Le sonreí como respuesta—. Nunca duerme así
conmigo —rezongué, sentándome en la cama—. ¿Qué le has hecho? Estaba
berreando cuando lo dejé.
—¿En serio? ¿Cree que volveré a andar alguna vez? —La expresión de sus
ojos casi pudo conmigo.
Asintió.
—No pasa nada. Viven en una aldea muy pequeña... seguro que la
Conquistadora ni siquiera sabe que existe. Ahí estaré a salvo. Me cuidarán y
yo... yo quiero ver a mi madre. ¿Sabes? —Una cara de aspecto tan joven y
tan inocente como la de Dimitrios me miró llena de esperanza. No era más
que una niña que temblaba a punto de echarse a llorar. Una niña herida que
quería estar en brazos de su madre. Se me rompió el corazón y yo misma me
eché a llorar. La estreché contra mi pecho, para que no me viera.
—Lo siento —conseguí decir por fin—. Lo siento tanto. —La abracé todo lo
que pude sin hacerle daño.
—No pasa nada —me tranquilizó, confusa por mis reacciones, pero sacudí la
cabeza, le agarré la cara con las manos y respiré hondo.
No se produjo.
—¡Por todos los dioses del Olimpo, muchacha! ¿Pero qué estás haciendo? —
La voz profunda de Timeron resonó por toda la casa, sobresaltándome
cuando me encontraba con los brazos hundidos hasta el codo en la masa a
medio preparar: estaba haciendo pan y le había encargado que llevara a
nuestra invitada a la letrina antes de marcharse a los campos. Era un
trayecto muy doloroso para ella, pero se empeñaba en hacerlo. Deposité la
masa elástica en la mesa embadurnada de harina, di unas palmadas para
sacudirme la harina de encima y corrí a la habitación.
—¡Habla con ella! —me rogó desesperado, viendo cómo ella intentaba
ponerse en pie.
—No lo sé. A cualquier parte. Tengo amigos... espero. —Tenía la barbilla firme
y la expresión ceñuda—. No intentéis detenerme. Estoy decidida. Lo mejor
para todos es que me marche. No podría soportarlo si os pasara algo por mi
culpa.
—Pero...
Poco después, dos puños temblorosos aferraban agradecidos una vieja vara
de combate del padre de Timeron. Cargaba con el peso de la sudorosa
muchacha mientras salía del cuarto arrastrando penosamente los pies,
cruzaba la cocina y se dirigía a la puerta. Con la cara palidísima bañada en
lágrimas, cualquiera podría darse cuenta de que se moría de dolor, pero no
hacía el menor ruido y siguió adelante, cruzando la puerta y dándose casi de
bruces con los soldados que esperaban fuera. La mujer exquisitamente
vestida que estaba con ellos sonrió inexorable.
—Creía que no ibas a salir jamás de esa cama. ¿Cuánto ha pasado ya... un
mes, casi? No te habrás olvidado de mí, ¿verdad, Gabrielle? —Se metió una
uña elegantemente pulida en la boca pintada y nos sonrió con coquetería.
Gabrielle se erizó.
—Eso esperaba.
—¡Por supuesto! Me rogó tanto que pensé que se lo merecía. Así que lo
perdoné —explicó, con una ligera sonrisa en los labios—. Justo antes de
mandarlo ejecutar. Bueno, se lo merecía... el muy cabroncete. Pero dejemos
de hablar de él. ¡Quiero hablar de ti!
—Te seguirán doliendo mucho tiempo. Pero lo bueno... —la Conquistadora por
fin volvió a erguirse—, ...es que no será muy largo. —La sonrisa con que nos
mostró los dientes nos atravesó de parte a parte—. Pronto estarás muerta. —
La Conquistadora se regodeó en las muestras de admiración por su actuación
que estaba obteniendo de sus hombres, que reían burlones y daban patadas
en el suelo.
Nos recorrió con la mirada: sentí sus ojos como alfileres de luz que me
atravesaban el cráneo y me quemaban el cerebro.
—Ya veo que has hecho amigos. Qué suerte para ti.
—No los metas en esto —dijo Gabrielle con su tono tranquilo y suave—. Por
favor. Es a mí a quien quieres.
—Sí, eso es cierto. Es a ti a quien quiero, pero verás, es que estas personas
me han robado algo que es de mi propiedad.
—Ella es de mi propiedad.
—Por favor, déjalos en paz. Iré contigo, si me prometes que estarán a salvo.
—No estás en situación de hacer tratos conmigo. Eres mía, tanto si estas
personas viven como si no. De hecho, tengo la esperanza de que te resistas...
así es mucho más entretenido. —Me señaló—. Tú eres la que la bajó de la
cruz. ¿Por qué?
Yo no podía hablar: estaba petrificada por dentro del miedo. Se impacientó e
hizo ademán de acercarse a mí y esto me sacó del mutismo.
—Creía que habías dicho que yo no era una amenaza para ti —la desafió
nuestra valiente muchacha.
—Tú no. Pero miles como tú sí, y no voy a permitir que una ideología estúpida
destruya la estabilidad que he traído a mi imperio. La paz y la prosperidad
por las que he luchado tanto.
—¡Sí! ¡Sí, por eso! La salvé porque me mostró algo que ni siquiera sabía que
echaba de menos: ¡mi propia libertad! La libertad de elegir mi propia vida y
de vivir libre del miedo. Me dio la esperanza de poder ser como ella. ¡De no
tener que ser como tú! Me hizo creer que las cosas podían ser distintas y
quise que lo fueran, ¡y tú nunca podrás arrebatarme esa sensación! —Me
sorprendí a mí misma con este exabrupto, que era el ataque desesperado de
un animal acorralado.
—¡¡NO!!
Timeron era como un peso muerto entre mis brazos cuando se desplomó en
el suelo. Inútilmente, lo acuné y le rogué que se quedara conmigo mientras
mis lágrimas se mezclaban con la sangre que brotaba de su corazón
moribundo. Cerró esos ojos preciosos que eran mi vida y me dejó, mientras
yo le acariciaba la mejilla y le rogaba y exigía que no lo hiciera. Y todavía oía
los gritos: el ruido me perforaba el cerebro, estridente e incesante,
penetrando mi consciencia cuando lo único que quería era paz y tranquilidad.
Ojalá se callaran. ¿Es que no se daban cuenta de que mi marido estaba
muerto? Necesitaba quietud, para pensar. Para sentir.
—¡¡Monstruo!! ¡No tenías por qué hacer eso! ¡Era un buen hombre!
—Ah. Pues qué lástima —dijo, sin el menor asomo de remordimiento—. Que
alguien quite eso de en medio. Ah, y haced callar a ese maldito niño.
—¡Por el amor de Ares, que alguien haga callar a ese maldito niño de una
forma u otra! —gritó enfurecida mientras los alaridos asustados de Dimitrios
atravesaban el aire.
—¡No era un traidor, zorra! ¡Tuvo miedo de ti toda su vida, maldita seas!
Tenía demasiado miedo para hacer nada y se odiaba a sí mismo por ello.
¡Murió con miedo también y yo te odio por eso!
—¿Cómo sigues adelante? ¿Cómo vives contigo misma, sabiendo todo lo que
has hecho?
Pero Gabrielle percibió otra cosa: siguió presionando, hundiendo los dedos en
las fisuras que de repente resquebrajaban la fachada impasible de la
Conquistadora.
—¿Paz bajo la espada? ¿Prosperidad para quién? Tu pueblo está comido a
impuestos. ¡Mira a tu alrededor! ¿Ves algo aquí que no sea pobreza,
agotamiento? ¿Hambre y desesperación? ¿Es éste el mundo que querías
crear?
—¿Y ante eso cómo te sientes? —Gabrielle seguía mirando a la mujer con
algo parecido a la lástima en los ojos.
—Llevas mucho tiempo sola. Sólo que no te dabas cuenta, Xena. —La
Conquistadora dio un respingo, sorprendida—. ¿Tan raro te resulta oír tu
nombre?
—Hace mucho tiempo que nadie me llama por mi nombre. Desde que murió
mi madre.
Gabrielle alargó las manos con cautela y tocó a la mujer alta en los hombros.
—Tengo todo lo que necesito. Con tan sólo chasquear los dedos, puedo
obtener cualquier cosa. Joyas, criados, ropa, ejércitos. Cualquier cosa que
desee. —Parecía medio hipnotizada por la voz baja y suave y el masaje
rítmico, cuando los dedos de Gabrielle empezaron a acariciarle
subrepticiamente los músculos.
—¿Y los amigos? ¿El amor? ¿Alguien con quien hablar, con quien reír? ¿Es que
no necesitas eso? Porque yo sí.
Un destello de duda nubló esos ojos azules como una nube que atravesara el
cielo. Los cerró y bajó la mejilla para acariciar los dedos de Gabrielle. Sus
labios esbozaron una ligera sonrisa.
—¿Estás segura de que son amigos, Xena? —continuó Gabrielle, con un tono
que era como una nana—. Son carroñeros, a la espera para devorar el
cadáver. No estarán a tu lado cuando los necesites, Xena.
—Y los amigos siempre deben estar a tu lado cuando los necesitas, ¿verdad?
—Hace ya mucho tiempo que no tengo un amigo de verdad. —Con los ojos
aún cerrados, Xena frotó su mejilla contra la mano de Gabrielle—. Supongo
que no sé lo que me he estado perdiendo. —Tomó aliento con fuerza y lo
soltó despacio antes de continuar—. Pero sí sé una cosa. —Los ojos azules se
abrieron de golpe y miraron intensamente a los ojos verdes.
Gabrielle sonrió.
—Adiós, Gabrielle. Creo que habrías sido una buena amiga. Pero yo no. En
cierto modo, es una pena que no nos conociéramos hace años: podríamos
habernos influido positivamente la una a la otra en aquel entonces. Pero ya
ves, soy como soy y ya no puedo cambiar.
No derramé lágrimas por ella aquel día: las guardé todas para Timeron y
Dimitrios. Pero sí que he llorado por ella desde entonces. Era tan joven y tan
especial. Hasta la Conquistadora debió de percibirlo y por eso le dio caza.
Durante todo su encuentro vi el miedo que acechaba tras esos ojos duros
como el acero. Gabrielle nunca tuvo posibilidad alguna, en realidad, pero eso
no le impidió intentarlo, y eso es lo que yo más quería de ella.
Sigo sin saber qué ha sido de nuestro niño. No quieren decirme dónde está, ni
cómo está. Los guardias de la prisión me dicen cosas, cosas horribles, pero
Xena me dice que sigue vivo.
FIN