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Destrozada

Lariel

Descargo general: Xena y Gabrielle pertenecen a Renaissance Pictures. No se


pretende infracción alguna de sus derechos de autor y con este relato no se
obtiene beneficio económico alguno.
Éste es un relato de la Conquistadora. Hay algo de violencia y malos
modales.
Mi agradecimiento al Bardic Circle por sus provechosos comentarios y
sugerencias.
Se agradecen comentarios: en Lariel

Título original: Shattered. Copyright de la traducción: Atalía (c) 2003

Por fin, tras una espera penosamente larga, el sol fue desapareciendo del
cielo. Sus rayos moribundos proyectaban un cálido resplandor naranja sobre
la tosca cruz de madera, bañando en una extraña luz dorada a la figura rota
sujeta a ella. Levantando la mirada al pie de la cruz, vi que la corona del sol
bruñía la madera clara y a la figura blanca, ahuyentando las sombras e
iluminando violentamente las arrugas de dolor marcadas en su rostro
ceniciento y manchado de sangre. Aquella visión me dañó los ojos.

No tenía ni idea de lo que estaba haciendo aquí. ¿Y si me pillaban? Podría ser


yo la que estuviera ahí arriba, muriendo poco a poco a su lado en una parodia
de camaradería. Muriendo por alguien a quien ni siquiera conocía y por una
causa que en realidad no comprendía y en la que no me podía permitir creer.

Ni siquiera estaba segura de que siguiera viva. Porque ¿cómo podía seguir
viva? Nadie sobrevive a una crucifixión, a menos que los dioses intervengan,
y hoy día el único dios que manifiesta un interés por los asuntos de los
mortales es Ares. No creía que tuviera el más mínimo interés en una chiquilla
machacada.

Yo no tengo madera de heroína. Siempre lo he sabido. El heroísmo es para los


jóvenes o para los temerarios. No para gente como yo, con familias que
mantener, bocas que alimentar, vidas que sacar adelante. De todas formas,
estaba segura de que ya estaba muerta. Así que ¿qué sentido tenía intentarlo
siquiera? Nadie sobrevive a una crucifixión. Con todo, al menos podría
decirme a mí misma que lo había intentado, que esperar en las sombras a
que cayera la oscuridad había supuesto cierta diferencia. Podría vivir
conmigo misma, ahora que sabía que lo había intentado.

Me volví agradecida, apresuradamente... y me paré en seco al oír un


ligerísimo ruido. Me quedé petrificada. ¿Me había visto alguien? Pero no había
nadie por allí. La plaza estaba desierta y los guardias tardarían unos minutos
en volver. Nada. Un intenso silencio atravesó mis oídos aguzados.
—No es nada —me dije a mí misma, con firmeza—. Cálmate.

Y volví a oírlo. Un sonido levísimo, apenas audible. Un ligerísimo quejido y un


movimiento imperceptible de sus labios. Tragué saliva y se me revolvió el
estómago.

Seguía viva.

Conteniendo las náuseas, me abrigué bien con el manto y crucé corriendo la


plaza para esperar a que los guardias regresaran de su patrulla. Aparecieron
poco después mientras observaba temerosa desde las sombras. ¿No tendría
que estar ya muerta? No obstante, me acerqué a los guardias con
precaución, llena de miedo ante la idea de poner en marcha mi plan mal
pergeñado.

—¿Puedo llevármela? —Me temblaba la voz y tosí, intentando afirmarla.

Parecieron sorprendidos, atónitos incluso.

—¿Para qué la quieres? —Estaban armados de autoridad y rezumaban el


peligro de la mujer a la que representaban. Yo estaba aterrorizada, pero
insistí. Ya era demasiado tarde para volverme atrás.

—Es mi hermana. Quiero llevarla a casa y enterrarla —balbuceé.

—Era una criminal. —Uno de los guardias se movió un poco, con aire
intranquilo. ¿Había un asomo de compasión en su cara?—. Tiene que servir
de ejemplo. Órdenes de la Conquistadora.

—Es mi hermana. ¿Por favor? Dejad que me la lleve a casa.

El guardia se movió de nuevo, mirando de reojo a su compañero.

—La Conquistadora...

—Ya se habrá olvidado de ella —interrumpí apresuradamente—. Le han roto


las piernas y la han atado a una cruz en la plaza de la ciudad. Está muerta.
¿No creéis que ya es suficiente ejemplo? —Se quedaron callados. Insistí, con
el corazón en un puño, mientras mi cerebro gritaba protestando por lo que
estaba haciendo—. A la Conquistadora ya no le interesa. Por favor. Dejad que
me la lleve. ¿Qué mal puede hacer ya? —Hice un gesto. Los dos hombres
elevaron la mirada hacia la figura pequeña e inmóvil que yacía retorcida
sobre la madera mal cortada. La sangre de la raja que tenía en la sien se
mezclaba con los restos secos de lágrimas que le corrían por las mejillas y su
rostro aún parecía preparado para estallar en lágrimas y gritos: marcas de la
lucha inútil por vivir en la que había pasado sus últimas horas—. Por favor.
Sólo era una niña. —Estaba a punto de que se me quebrara la voz, de terror,
pensé—. ¡Miradla!

Me ayudaron a bajarla y, ante mi alivio, no volvió a moverse ni a emitir un


solo sonido. Envolví su cuerpo helado en la manta que había traído e hice que
los guardias la colocaran en la carretilla que había conseguido que me
prestaran. Dándoles las gracias, me volví y me alejé despacio de la plaza con
mi carga, armándome de valor para el largo camino de vuelta a casa.

Seguía viva. Y yo no sabía lo que estaba haciendo.

—¿Pero qué Tártaro...? Mujer, ¿es que estás loca? —Timeron salió corriendo
de nuestra casita aislada, despertado de su siesta por los golpes frenéticos
que yo daba en la puerta.

—¡Ayúdame a meterla en casa, rápido!

Por supuesto, en cuanto vio de quién se trataba, le entró el pánico. Los dos
habíamos estado en la plaza esa tarde, observando horrorizados mientras la
muchacha, tan joven y vibrante, era golpeada, machacada y humillada.

—¡Jaden, no podemos tenerla aquí! ¿Es que has perdido la cabeza?

—¡Tú ayúdame a sacarla de la carretilla!

Forcejeamos con ella —era un peso muerto— y por fin conseguimos meterla
en el cuarto de nuestro hijo. La depositamos con cuidado en su camita,
después de que Timeron quitara a nuestro bebé dormido, y le corté la ropa
ensangrentada y sudorosa para poder examinar los daños.

Eran importantes. Apenas respiraba y había perdido mucha sangre por el


golpe de la cabeza y los cortes que tenía en el cuerpo. Y sus piernas...
estaban hechas una pena. No rotas, sino destrozadas.

Hice todo lo que pude, con mis limitados conocimientos y un puñado de


hierbas, pero no me atreví a llamar al sanador. Es leal a la Conquistadora. De
modo que mandé a Timeron a buscar a la sabia de la aldea cercana: tenía
experiencia y se podía confiar en ella, pues ella misma practicaba la medicina
ilegalmente. Tardó varias horas en venir: vivíamos a medio camino entre
Corinto y su aldea y estábamos apartados del camino principal, por lo que
dar con nosotros no era fácil, pero al menos sabía que estaríamos
relativamente a salvo de la curiosidad de los vecinos.

Entre las dos —mientras Timeron, vacilante, nos sermoneaba desde el refugio
de la puerta— la lavamos, le tratamos las heridas y la vendamos. El resto
dependía de ella.

Era toda una luchadora. Eso me sorprendió: creo que yo me habría rendido y,
en el fondo de mi corazón, tenía una ligera esperanza de que ella también lo
hiciera. El hecho de que una chiquilla tan frágil se aferrara con tal tenacidad
a la vida me dejaba atónita y, además, me hacía sentir vergüenza. Habría
sido más fácil si hubiera muerto. Pero no murió. Físicamente, estaba hecha
una pena, pero de algún modo consiguió salir adelante. Y entonces empezó la
lucha de verdad.
Abrió despacio unos apagados ojos verdes que se movieron sin comprender
por la habitación, antes de posarse en mí. Sonreí, lo más alegremente que
pude.

—Hola —dije suavemente y le cogí una de sus manos frías. Ella parpadeó
unas cuantas veces, pero no dijo nada y volvió a mover los ojos confusos por
el cuarto. Los posó de nuevo en mí.

—Hola —consiguió graznar por fin, mientras su pecho se alzaba


dolorosamente cada vez que tomaba una ruidosa bocanada de aire.

—Oh. Seguro que te vendría bien beber algo... lo siento. —Me moví
torpemente, sirviendo agua con manos temblorosas y derramándola en la
cama—. Toma, deja que te ayude... —Al ver que me miraba con aprensión,
sonreí de nuevo y le ofrecí la taza. No se movió, de modo que intenté pasarle
el brazo por detrás de la cabeza, pero se apartó rápidamente y gritó cuando
el movimiento le sacudió todo el cuerpo. Me apresuré a calmarla y volví a
tumbarla—. Shhh... tranquila...

Sus ojos enormes, llenos de dolor, parpadearon para contener las lágrimas,
mientras se esforzaba por controlarse. Al cabo de un rato, se le calmó un
poco la respiración y le sonreí de nuevo, mientras mezclaba las hierbas que
me había dejado la sabia.

Esta vez, deslicé la mano por debajo de su cabeza y le llevé la copa a los
labios, asegurándome de que se bebía toda esa sustancia amarga y verde.
No paraba de mover la cabeza y escupir.

—Bébetelo —le insistí—. Así te sentirás mejor. El dolor será más soportable.

No dijo nada, pero dejó de debatirse y se bebió el resto del brebaje. Le


acaricié la cara y no tardó en quedarse dormida.

—Se ha despertado —dije, informando del estado de nuestra invitada a mi


marido, que estaba dando de comer a nuestro hijo. Levantó la mirada, con
una mezcla de alivio y miedo en la cara—. Deja, ya termino yo de darle de
comer.

—No, da igual... ya casi hemos terminado. Y tú tienes que ocuparte de ella. —


Qué suerte tenía de haber encontrado a un hombre tan bueno. A un hombre
tan comprensivo—. Bueno, ¿y ahora qué hacemos?

—¿A qué te refieres? —dije, intentando evadirme, sin querer pensar en ello.

—Es una fugitiva y te la has llevado. Si descubren que está aquí, te matarán.
Nos matarán a todos. —Hizo botar a nuestro hijo en su regazo mientras le
limpiaba la barbilla manchada de comida—. A todos. No puede quedarse
aquí, Jaden.
—Timeron, está mal. Necesita...

—¡Jaden! ¿Qué estás haciendo? Esto no es propio de ti... Le has salvado la


vida y has arriesgado la tuya. ¿Qué más quieres?

—No lo sé, Timeron... pero no puedo echarla... —Desesperada, la defendí


ante mi atemorizado marido.

—Está viva, gracias a ti. ¡Ya has hecho bastante!

—¡Nos necesita, Timeron! No podemos abandonarla a la Conquistadora. ¡Si


se va de aquí, morirá!

—Pues que muera. ¡Tal vez sea lo mejor! —Se hizo un silencio pétreo. Se
sonrojó, avergonzado de lo que había dicho, pero su expresión seguía siendo
resuelta—. Nos va a matar a todos, Jaden. A ti, a mí... a Dimitrios. ¿Merece la
pena?

—Yo... —La imagen de una mujer de pelo dorado de pie en los escalones a los
pies de la Conquistadora se me pasó como un destello por la mente y sus
palabras llenas de pasión resonaron fantasmales por la habitación. Palabras
que hablaban de elección, de libertad... palabras en las que nunca me había
atrevido a creer. Las mejillas de mi bebé relucían sonrosadas mientras el
hombre al que amaba jugaba con él sobre sus rodillas. ¿Merecía la pena?

—Va a tener que irse, Jaden. Ya has hecho más que suficiente por ella, más
de lo que habría hecho nadie. —Se me llenaron los ojos de lágrimas y él
sonrió con tristeza—. Has hecho algo muy valiente y lleno de compasión,
amor, por una muchacha a la que ni siquiera conoces. No entiendo por qué lo
has hecho, pero estoy muy orgulloso de ti. Pero ahora tenemos que pensar en
lo que es mejor para nuestra familia.

Yo no quería —no podía— dejarla marchar.

—No puede andar y todavía no puede respirar bien. Ya sabes lo que pasa con
una crucifixión. ¿Es que quieres dejarla en la calle? ¡Sin nosotros, morirá! —
Algo me empujaba a rogar por la vida de la muchacha, al tiempo que
reconocía la verdad de lo que decía mi marido.

Él suspiró con fuerza, colocó a nuestro niño en el suelo y luego me agarró. De


cerca, advertí la tristeza de sus ojos cuando dijo:

—Pues déjala. Ya está muerta.

Una vez más, la imagen de la muchacha censurando a la Conquistadora de


mirada pétrea, firme ante su sentencia de muerte, me inundó el cerebro.
Había tenido el mismo efecto que excavar un camino a través de un monte
de granito con una cuchara de madera, pero lo había hecho. Yo no
comprendía su valor, de hecho, me asustaba, pero no podía evitar admirarlo.
Era tan inusual en estos días ver a alguien valeroso, que creía en el futuro.
¿Valía la pena arriesgarme por esa pasión como ya lo había hecho?

—No, Timeron, te equivocas. Está viva. Somos nosotros los que estamos
muertos. Hemos dejado que la Conquistadora nos absorba el alma y el
corazón, como dijo ella. No puedo ayudar a la Conquistadora a matar a esa
chica.

—Ahora hablas como ella. —Sus manos grandes y cálidas se apartaron de


mis hombros y me dio la espalda. Me dolía el corazón de ver su dolor y la
cabeza me palpitaba por el peligro que estaba haciendo correr a mi familia,
pero no podía rendirme.

—No se va a ir de aquí —dije, más como bravata que otra cosa—. Estamos
tan lejos de la aldea que no la descubrirán. Pero si eso supone mi muerte,
que así sea. Creo que merece la pena. —Mis bravatas habían ganado.

Le metí la mano por debajo de la camisa y le acaricié despacio la espalda,


regodeándome en el calor vivo de su piel suave al rozarla con los dedos.
Necesitaba sentir su sangre corriendo por su fuerte cuerpo, necesitaba la
seguridad de su contacto. Necesitaba que lo comprendiera. Soltó un suspiro
tembloroso, pero no se volvió.

—Espero que tengas razón —fue lo único que contestó.

—¿Por qué haces esto? —Los perplejos ojos verdes se encontraron con los
míos. Le estaba cambiando las vendas y aunque ella aborrecía ver sus
piernas machacadas, siempre miraba.

—Hay que cambiarte las vendas.

—No, no me refiero a eso. ¿Por qué me has salvado? ¿Por qué me estás
cuidando? —Alargó la mano y detuvo la mía, que se movía alrededor de sus
extremidades aplastadas.

—No lo sé —contesté, lisa y llanamente, sorprendiéndonos a las dos. Se


quedó pensando un momento y luego asintió como si comprendiera.

—Gracias. Sé el riesgo que estás corriendo. No tengo mucho dinero, pero...

—¡No lo hago por una recompensa! —Me sentía ofendida y enfadada.

—Bien. Porque ¿te digo la verdad? No tengo nada de dinero. —Me sonrió de
medio lado y por un instante me quedé pasmada al verlo. Le estaba
vendando las piernas destrozadas y ella bromeaba y sonreía. Nunca había
conocido a nadie como ella... era bien raro ver una sonrisa en la cara de
nadie y la de ella sacó mi corazón de un pozo en el que no sabía que se había
hundido.

—Eres increíble —exclamé, sin poder evitarlo.


Se echó a reír.

—¿Yo? Soy una ruina machacada y crucificada. Tú eres la que me ha salvado.


¿Por qué?

—No lo sé —repetí, una vez más—. No quería que murieras. —Ante su


insistencia muda, continué—: Es que... es que pensé que debía hacerlo.

Me di cuenta de que no estaba satisfecha, pero realmente era la única


respuesta que podía darle. Lo único que sabía era que todos los días
lamentaba haberlo hecho, pero que volvería a hacerlo.

—No sé si yo habría hecho lo mismo. Por una desconocida, no. Arriesgando


mi vida, no —dijo por fin, con las piernas limpias y vendadas de nuevo.

—¿Tú? ¡Claro que lo habrías hecho!

—¿Cómo lo sabes? No me conoces. —Volvió la cabeza hacia la almohada.

Me encogí de hombros y fui a buscar su medicina.

—Te vi hablar una vez —empecé cuando regresé al cuarto—. Cómo


hablabas... —Le sujeté la cabeza y la obligué a beber el líquido que odiaba—.
Nunca había oído nada semejante.

—Entonces era una estúpida —dijo entre dientes, con amargura.

—¿Por qué?

—Por las cosas que decía. Sentimientos inmaduros y necios. —Se rió sin
hacer ruido—. Una niña estúpida. ¿Qué sabía yo del mundo?

—Más que la mayoría de nosotros, me pareció. No dejabas que el miedo te


paralizara. —Le aparté el pelo de la frente con delicadeza—. Te atrevías a
soñar con lo que podía ser. Me pareció maravilloso. Recuerdo que deseé
poder soñar como tú.

Sacudió la cabeza, con rabia.

—Pero la Conquistadora consiguió atraparme, ¿no? Ahora estoy paralizada.


Tus opiniones pueden cambiar cuando estás atada a una cruz con las piernas
machacadas.

—No dejes que esto te mate por dentro. Estabas tan llena de vida... es lo que
daba esperanza a tanta gente. —Vi que su expresión se cerraba y la cara se
le ponía tensa y cansada, y me asusté. Quería que fuera abierta y vibrante,
como lo había sido. Eso me daba la esperanza de que tal vez yo también
podría ser así.

—¿Esperanza? —Se rió, sardónicamente—. Lo único que conseguí fue la


esperanza de una muerte dolorosa.

—No —contesté, enfadada—. La esperanza de una vida. La libertad de vivir,


no de arrastrar una existencia. Tienes una chispa que da calor a la gente que
lleva ya tanto tiempo sintiendo frío.

—¿Tú crees? —Se quedó largo rato mirándome a los ojos y en los suyos
advertí una extraña dejadez. No eran los ojos de la joven a la que había
escuchado el invierno pasado en las colinas heladas. Cuántas posibilidades
había visto en esos ojos: todos las habíamos visto—. Ahora tengo frío. —La
arropé con la manta, pero la apartó—. ¿Esa otra persona que crees que
conocías? No soy yo.

En las profundidades de sus ojos, una leve chispa de dolor ardió por un
instante y luego se apagó.

Pasó una semana y poco a poco recuperó algo de fuerza. Las piernas
empezaban a curársele despacio, pero estaba claro que nunca podría
caminar como antes, si es que llegaba a caminar. De todas formas, no creo
que tuviera mucho empeño. Aquel día muchas más cosas quedaron
destrozadas bajo el martillo de la Conquistadora. A medida que pasaban los
días, mientras nos sobresaltábamos con cada pisada que oíamos y nos
ocultábamos de cada desconocido, fue apagándose poco a poco. Timeron,
que los dioses lo bendigan, intentaba despertar su interés, pero cada
propuesta era recibida con una negativa cortés y una disculpa por las
molestias. Cuánto lo quería yo por intentarlo.

Ninguno de nosotros lograba atravesar el muro de piedra que estaba


construyendo a su alrededor. Un día, desesperada, le puse a Dimitrios en la
cama y los dejé solos. Dos horas después, me asomé y me lo encontré
acurrucado, durmiendo pegado a ella bajo las mantas, mientras ella miraba al
techo con los ojos abiertos de par en par.

—Buen intento —dijo, con cierto humor.

—¿Qué? —dije, haciéndome la inocente. Ella puso los ojos en blanco y señaló
el bulto que era mi hijo. Le sonreí como respuesta—. Nunca duerme así
conmigo —rezongué, sentándome en la cama—. ¿Qué le has hecho? Estaba
berreando cuando lo dejé.

—Lo sé. —Me lanzó otra mirada y luego me sonrió levemente—. Le he


contado una historia.

—Debes de tener el toque mágico. ¿Estás bien? —Estaba un poco pálida y


con grandes ojeras de cansancio. Me sorprendí muchísimo cuando me
preguntó si podía tomar un poco de medicina—. ¿Te duele?

—Un poco. —Hizo un gesto de dolor cuando Dimitrios se agitó en sueños—.


Tu hijo no se queda quieto mucho tiempo, ¿verdad?
—No —le contesté desde la cocina mientras preparaba su dosis—. No para de
moverse. Incluso dormido, da patadas y... ¡oh, dioses! ¡Lo siento muchísimo!
¡Tendría que haberme dado cuenta! —Corrí al cuarto justo a tiempo de ver
cómo se mordía el labio cuando Dimitrios le pegaba otro golpe—. ¿Por qué no
me has llamado? ¡Te debes de estar muriendo! —Rápidamente, le entregué la
taza, que se bebió al instante. Pareció aliviada cuando cogí a mi animado
niño y lo coloqué en nuestra cama en la habitación de al lado.

—La sanadora dice que tus piernas van mejorando.

—¿En serio? ¿Cree que volveré a andar alguna vez? —La expresión de sus
ojos casi pudo conmigo.

—No lo sabe —contesté a través del nudo que se me estaba formando en la


garganta. La sabia pensaba que había muy pocas probabilidades de que lo
hiciera, si seguía en ese estado de indiferencia y apatía en el que se
encontraba—. Tal vez, aunque tardarás.

Asintió.

—¿Podrías hacerme un favor? —preguntó, tímidamente.

—¡Por supuesto! —Cuánto me alegraba de que por fin se hubiera animado a


pedirnos algo.

—No puedo seguir abusando así de tu amabilidad. No es justo para ti ni para


tu familia. Ya has hecho mucho por mí y sé que eso te ha causado problemas
con tu marido. —Interrumpió mis protestas—: Os he oído discutir. Y te pongo
en peligro mientras esté aquí. Si me encontraran...

—¡No te van a encontrar!

—Podrían hacerlo. Te matarían y sería culpa mía. ¿Qué harían entonces tu


marido y tu hijo? No podría vivir conmigo misma si os pasara algo. —Las dos
nos quedamos en silencio largo rato, hasta que dijo suavemente—: ¿Podrías
ponerte en contacto con mi familia por mí? —Tenía una expresión extraña, de
anhelo, preocupación y tristeza. Echaba de menos a los suyos—. Me horroriza
pensar en lo que deben de haber pasado. Probablemente creen que estoy
muerta. Tengo que hacerles saber que estoy bien. Ellos cuidarán de mí.

Me empezó a entrar el pánico.

—Lo siento, no puedo...

—No pasa nada. Viven en una aldea muy pequeña... seguro que la
Conquistadora ni siquiera sabe que existe. Ahí estaré a salvo. Me cuidarán y
yo... yo quiero ver a mi madre. ¿Sabes? —Una cara de aspecto tan joven y
tan inocente como la de Dimitrios me miró llena de esperanza. No era más
que una niña que temblaba a punto de echarse a llorar. Una niña herida que
quería estar en brazos de su madre. Se me rompió el corazón y yo misma me
eché a llorar. La estreché contra mi pecho, para que no me viera.

—Lo siento —conseguí decir por fin—. Lo siento tanto. —La abracé todo lo
que pude sin hacerle daño.

—No pasa nada —me tranquilizó, confusa por mis reacciones, pero sacudí la
cabeza, le agarré la cara con las manos y respiré hondo.

—Mataron a toda tu familia, justo después de crucificarte. Lo siento


muchísimo. —Me preparé para el estallido de llanto que esperaba.

No se produjo.

Noté que su cuerpo delgado y joven se ponía rígido, pero se quedó en


silencio. Sin poder hacer nada, me quedé mirando mientras de esos ojos
verdes que miraban sin ver se derramaban lágrimas enormes y silenciosas
que resbalaban despacio por su cara delgada e impasible. En ningún
momento hizo el menor ruido.

—¡Por todos los dioses del Olimpo, muchacha! ¿Pero qué estás haciendo? —
La voz profunda de Timeron resonó por toda la casa, sobresaltándome
cuando me encontraba con los brazos hundidos hasta el codo en la masa a
medio preparar: estaba haciendo pan y le había encargado que llevara a
nuestra invitada a la letrina antes de marcharse a los campos. Era un
trayecto muy doloroso para ella, pero se empeñaba en hacerlo. Deposité la
masa elástica en la mesa embadurnada de harina, di unas palmadas para
sacudirme la harina de encima y corrí a la habitación.

Estaba luchando por salir de la cama, medio en el suelo, intentando


levantarse y mordiéndose el labio de dolor. Le daba manotazos a Timeron
para apartarlo cada vez que se acercaba y él se volvió hacia mí con alivio
cuando entré corriendo por la puerta.

—¡Habla con ella! —me rogó desesperado, viendo cómo ella intentaba
ponerse en pie.

—¿Qué haces? —Corrí hasta ella, pero a mí también me apartó de un


manotazo—. ¡No estás en condiciones de levantarte tú sola! ¡Te vas a hacer
más daño en las piernas! —La agarré del brazo y me lo pasé por el hombro
en el momento en que ella se deslizaba por el borde de la cama y tropezaba.

—Me tengo que ir —dijo, apretando los dientes. Yo apenas conseguía


mantenerla erguida mientras ella intentaba obligar a caminar a sus piernas
frágiles como el ala rota de un pájaro.

—Timeron estaba a punto de llevarte... —dije, intentando meterla de nuevo


en la cama. Ella me apartó y se aferró a la mesilla de noche.

—No, me refiero a que me tengo que ir de aquí.


—No puedes... ¿dónde vas a ir? —preguntó Timeron, con sus grandes ojos
castaños nublados de preocupación. A pesar de todo lo que había dicho,
incluso con el miedo y el peligro que había traído a nuestro pequeño hogar,
sentía cariño por ella. Decía que le recordaba a la hija que esperaba que
pudiéramos tener.

—No lo sé. A cualquier parte. Tengo amigos... espero. —Tenía la barbilla firme
y la expresión ceñuda—. No intentéis detenerme. Estoy decidida. Lo mejor
para todos es que me marche. No podría soportarlo si os pasara algo por mi
culpa.

—Pero...

—¡Lo digo en serio!

—¡Está bien! —cedí por fin, a regañadientes, al ver su terquedad—. Si


consigues salir de la casa por ti misma, te dejaremos marchar. —Timeron me
miró atónito. Ella parecía a punto de echarse a llorar—. Timeron, amor. Ve a
buscarle esa vara que tienes en el sótano.

Poco después, dos puños temblorosos aferraban agradecidos una vieja vara
de combate del padre de Timeron. Cargaba con el peso de la sudorosa
muchacha mientras salía del cuarto arrastrando penosamente los pies,
cruzaba la cocina y se dirigía a la puerta. Con la cara palidísima bañada en
lágrimas, cualquiera podría darse cuenta de que se moría de dolor, pero no
hacía el menor ruido y siguió adelante, cruzando la puerta y dándose casi de
bruces con los soldados que esperaban fuera. La mujer exquisitamente
vestida que estaba con ellos sonrió inexorable.

La Conquistadora había venido por fin a buscarla.

—Buenos días —ronroneó la mujer—. Cuánto me alegro de verte levantada


por fin. —Sonrió y yo me sentí como un ratón al ver la garra del gato
acechando al borde de su madriguera. Huelga decir que ninguno de los tres
dijo nada. Timeron y yo agarrábamos a la pobre muchacha por los brazos
mientras ella se esforzaba por mantenerse erguida, orgullosa y desafiante.

Eso pareció hacerle gracia a la Conquistadora y su sonrisa de regodeo se hizo


más amplia.

—Creía que no ibas a salir jamás de esa cama. ¿Cuánto ha pasado ya... un
mes, casi? No te habrás olvidado de mí, ¿verdad, Gabrielle? —Se metió una
uña elegantemente pulida en la boca pintada y nos sonrió con coquetería.

Gabrielle se erizó.

—¿Cómo me has encontrado?

—Ah, eso ha sido fácil. Dos guardias amonestados... huellas de carretilla.


Presión sobre una sanadora local que trabaja ilegalmente... vigilancia
constante. Tengo mis métodos. No creerías de que te iba a dejar marchar sin
más, ¿verdad?

—Eso esperaba.

La Conquistadora se deslizó por el camino, con el movimiento grácil y fluido


de una serpiente preparándose para atacar, con su hermosa túnica de seda
desplegada tras ella, dejando una estela reluciente de azul oscuro y plata a
su paso. Era algo digno de verse: una mezcla de colores fuertes y opuestos
que hacía saltar las lágrimas. Toda azules, platas y negros, con una mancha
de rojo sangre en la boca.

—Ése siempre ha sido tu problema. Esperas demasiado.

—Y eso es lo que te da miedo, ¿verdad? —respondió nuestra desafiante


Gabrielle, con los ojos ardientes y llenos de miedo.

—¡Como si a mí algo pudiera darme miedo! —dijo la Conquistadora con


desprecio—. Sobre todo una chiquilla boba como tú.

—¿Entonces por qué no te vas y me dejas marchar?

La Conquistadora enarcó una ceja sorprendida y luego se echó a reír


sardónicamente. El pequeño grupo de soldados que estaba detrás de ella se
agitó nervioso.

—¿Por qué querría hacer tal cosa?

—Porque puedes. Y para demostrar que no me tienes miedo.

—Te olvidas de un detalle. Yo no necesito demostrar nada a nadie. —Su voz


sedosa adquirió un tono inflexible—. Soy la Conquistadora. Aunque sería un
gesto magnífico, ¿no crees? Hace tiempo que no tengo un gesto magnífico.
¿Cuál fue el último? —Se quedó reflexionando un momento.

—Cuando perdonaste a César, Emperatriz —intervino nervioso uno de sus


soldados.

—¡Por supuesto! Me rogó tanto que pensé que se lo merecía. Así que lo
perdoné —explicó, con una ligera sonrisa en los labios—. Justo antes de
mandarlo ejecutar. Bueno, se lo merecía... el muy cabroncete. Pero dejemos
de hablar de él. ¡Quiero hablar de ti!

Llegó hasta nosotros y rozó delicadamente la mejilla de Gabrielle con un


dedo índice. La muchacha se encogió e intentó apartarse.

—Eres muy mona, ¿no? —Levantando la falda larga de la muchacha, echó


una mirada curiosa a las piernas temblorosas y firmemente vendadas que le
fueron reveladas—. Lástima lo de las piernas. Me parece recordar que antes
eran muy bonitas. —Movió las manos por las pantorrillas de Gabrielle y la
muchacha se agitó levemente cuando las manos que la tocaban la agarraron
con más fuerza mientras iban subiendo—. Todavía te duelen, ¿verdad? —dijo
con tono compasivo, pero sonreía burlona cada vez que en el rostro de la
muchacha se reflejaba el dolor.

Gabrielle asintió en silencio, conteniendo las lágrimas de miedo y dolor


mientras las manos de la Conquistadora recorrían libremente la parte inferior
de su cuerpo. Los soldados silbaban y se reían entre dientes. Timeron y yo
seguíamos sujetándola por las manos y notábamos sus estremecimientos a
través de nuestro propio temblor aterrorizado.

—Te seguirán doliendo mucho tiempo. Pero lo bueno... —la Conquistadora por
fin volvió a erguirse—, ...es que no será muy largo. —La sonrisa con que nos
mostró los dientes nos atravesó de parte a parte—. Pronto estarás muerta. —
La Conquistadora se regodeó en las muestras de admiración por su actuación
que estaba obteniendo de sus hombres, que reían burlones y daban patadas
en el suelo.

Nos recorrió con la mirada: sentí sus ojos como alfileres de luz que me
atravesaban el cráneo y me quemaban el cerebro.

—Ya veo que has hecho amigos. Qué suerte para ti.

—No los metas en esto —dijo Gabrielle con su tono tranquilo y suave—. Por
favor. Es a mí a quien quieres.

—Sí, eso es cierto. Es a ti a quien quiero, pero verás, es que estas personas
me han robado algo que es de mi propiedad.

—No hemos robado nada, mi señora —intervino la voz profunda de Timeron,


angustiada y trémula.

La Conquistadora se limitó a enarcar una ceja como respuesta y le clavó una


mirada. Noté que Timeron se estremecía a mi lado y guardó silencio cuando
ella señaló a Gabrielle.

—Ella es de mi propiedad.

La joven se sulfuró al oír esto, pero no hizo intento alguno de negarlo.

—Por favor, déjalos en paz. Iré contigo, si me prometes que estarán a salvo.

—¿Sí? —La Conquistadora se quedó pensando.

—Sí, no me resistiré. Te lo prometo.

—No estás en situación de hacer tratos conmigo. Eres mía, tanto si estas
personas viven como si no. De hecho, tengo la esperanza de que te resistas...
así es mucho más entretenido. —Me señaló—. Tú eres la que la bajó de la
cruz. ¿Por qué?
Yo no podía hablar: estaba petrificada por dentro del miedo. Se impacientó e
hizo ademán de acercarse a mí y esto me sacó del mutismo.

—No... no lo sé —tartamudeé, torpemente. De repente, se oyó el llanto de mi


bebé dentro de la casa.

—¿No lo sabes? Te tomas tantas molestias, mientes a mis guardias, ¿y no


sabes por qué? —Su expresión era casi de incredulidad, pero de repente, se
endureció—. No me tomes por tonta. Soy dueña de todos vosotros. Vuestra
vida es mía, así como la vida de vuestros hijos. Si valoráis vuestra miserable
existencia, haríais bien en recordarlo.

Gabrielle exclamó mientras se aferraba a mí:

—¡Déjalos en paz! Por qué lo ha hecho no tiene importancia...

—¡Dejadnos! —espetó la orden a sus hombres, que retrocedieron con cautela


hasta que ya no pudieron oír nada. Pero me di cuenta de que no le quitaban
la vista de encima—. Tiene importancia para mí —continuó—. Tiene
importancia si tus patéticos sermoncitos han conseguido convertir a alguien.
Eso no puedo permitirlo.

—Creía que habías dicho que yo no era una amenaza para ti —la desafió
nuestra valiente muchacha.

La Conquistadora prácticamente gruñó su respuesta.

—Tú no. Pero miles como tú sí, y no voy a permitir que una ideología estúpida
destruya la estabilidad que he traído a mi imperio. La paz y la prosperidad
por las que he luchado tanto.

—¡Esto no es paz! —soltó Gabrielle—. ¡Tú no conoces el significado de esa


palabra! Haces la guerra a tu propio pueblo... ¡puede que la tierra no esté
manchada de sangre, pero los estás matando!

—Vaya —dijo la Conquistadora con aire triunfal—. Has recuperado tu fuego.


Toda esa pasión, toda esa fe. —Se volvió hacia mí, casi pensativa—. Por eso
la salvaste, ¿verdad? ¿Por eso?

—¡Sí! ¡Sí, por eso! La salvé porque me mostró algo que ni siquiera sabía que
echaba de menos: ¡mi propia libertad! La libertad de elegir mi propia vida y
de vivir libre del miedo. Me dio la esperanza de poder ser como ella. ¡De no
tener que ser como tú! Me hizo creer que las cosas podían ser distintas y
quise que lo fueran, ¡y tú nunca podrás arrebatarme esa sensación! —Me
sorprendí a mí misma con este exabrupto, que era el ataque desesperado de
un animal acorralado.

La bofetada que la Conquistadora me pegó en la cara me calmó los ánimos, y


a través del zumbido que me llenaba los oídos, oí que Timeron estaba
gritando. Le pegó además otra bofetada a Gabrielle y las dos nos quedamos
con los ojos llenos de lágrimas y la mejilla enrojecida.

—Puedo arrebatarte la vida, mujer. ¡Y si eso no te importa, también puedo


arrebatarte a tu hijo! —Dicho esto, hizo un gesto a uno de sus guardias, que
entró en mi casa, agarró a mi niño y lo depositó en brazos de la
Conquistadora. Tres de sus hombres tuvieron que sujetar a Timeron y yo grité
e intenté abrirme paso también—. Y por si eso no basta, te arrebataré
también a tu marido —fue lo último que dijo. Yo tenía los ojos clavados en mi
niño, que chillaba, con la cara roja, dando patadas y tratando de soltarse de
los brazos que lo sujetaban como cadenas de hierro.

Se lo lanzó a otro de sus hombres, que se llevó a Dimitrios mientras yo


miraba. No la vi cuando sacó su espada y la hundió hasta la empuñadura en
el pecho de mi marido.

Oí que alguien gritaba:

—¡¡NO!!

Timeron era como un peso muerto entre mis brazos cuando se desplomó en
el suelo. Inútilmente, lo acuné y le rogué que se quedara conmigo mientras
mis lágrimas se mezclaban con la sangre que brotaba de su corazón
moribundo. Cerró esos ojos preciosos que eran mi vida y me dejó, mientras
yo le acariciaba la mejilla y le rogaba y exigía que no lo hiciera. Y todavía oía
los gritos: el ruido me perforaba el cerebro, estridente e incesante,
penetrando mi consciencia cuando lo único que quería era paz y tranquilidad.
Ojalá se callaran. ¿Es que no se daban cuenta de que mi marido estaba
muerto? Necesitaba quietud, para pensar. Para sentir.

Gabrielle había estado en silencio todo el tiempo, petrificada e inmóvil. Me di


cuenta de que era yo la que gritaba.

La Conquistadora limpió flemáticamente la sangre de mi amado de su espada


y volvió a envainarla. Esta acción pareció sacar a Gabrielle de su trance y
chilló:

—¡¡Monstruo!! ¡No tenías por qué hacer eso! ¡Era un buen hombre!

—Era un criminal —fue la única respuesta que obtuvo.

—No es cierto. ¡Era un hombre decente y trabajador! Era mi amigo. —


Gabrielle intentaba contener las lágrimas con valor, al tiempo que miraba
furiosa a la Conquistadora.

—Tanto más motivo, si era uno de tus seguidores.

El sonido de mi voz rota me sorprendió incluso a mí, cuando susurré, casi


para mí misma:
—No lo era. Timeron no escuchaba a Gabrielle como yo. Tenía demasiado
miedo. De ti.

—Ah. Pues qué lástima —dijo, sin el menor asomo de remordimiento—. Que
alguien quite eso de en medio. Ah, y haced callar a ese maldito niño.

—¡Devolvedme a mi niño! —Todavía tenía a Timeron en mis brazos, pero


intenté levantarme.

—¡Por el amor de Ares, que alguien haga callar a ese maldito niño de una
forma u otra! —gritó enfurecida mientras los alaridos asustados de Dimitrios
atravesaban el aire.

La última imagen que tengo de mi hijo es la de sus puñitos regordetes


golpeando el hombro del guardia que lo subió a un caballo. Sus gritos todavía
me atraviesan los oídos, en el silencio antinatural que satura las largas
noches desde aquel día.

—Dos menos y quedan dos —dijo la Conquistadora como si fuera un chiste,


obteniendo un murmullo de risas cautas por parte de su contingente—.
Quedan dos traidoras... ¿qué voy a hacer con vosotras? Los traidores
deberían morir como los cerdos sin redaños que son... igual que él. —Empujó
a Timeron con el pie y exploté.

—¡No era un traidor, zorra! ¡Tuvo miedo de ti toda su vida, maldita seas!
Tenía demasiado miedo para hacer nada y se odiaba a sí mismo por ello.
¡Murió con miedo también y yo te odio por eso!

—Oh, cielos. Me odias. ¿Cómo podré seguir adelante?

Me sentí estúpida: ¿qué importancia tenía el odio de una mujer insignificante


para ella, la Conquistadora del mundo conocido?

Gabrielle nos interrumpió.

—¿Cómo sigues adelante? ¿Cómo vives contigo misma, sabiendo todo lo que
has hecho?

—¡Soy la Conquistadora! Es responsabilidad mía asegurarme de que tenemos


paz y prosperidad en mis tierras... ¡todo lo que he hecho ha sido para eso!
Para construir un mundo mejor para todos nosotros. —Por un instante, la
máscara de la Conquistadora se desvaneció y las grietas de su personalidad
invencible quedaron expuestas. Hizo un gesto brusco y sus soldados
volvieron a situarse a una distancia prudencial, dejándonos a solas con ella.
Todos sabíamos que estaba a salvo: nosotras no podíamos hacerle daño
físicamente.

Pero Gabrielle percibió otra cosa: siguió presionando, hundiendo los dedos en
las fisuras que de repente resquebrajaban la fachada impasible de la
Conquistadora.
—¿Paz bajo la espada? ¿Prosperidad para quién? Tu pueblo está comido a
impuestos. ¡Mira a tu alrededor! ¿Ves algo aquí que no sea pobreza,
agotamiento? ¿Hambre y desesperación? ¿Es éste el mundo que querías
crear?

—¡Cualquier paz es mejor que la guerra, niña! El campo de batalla... lo que te


hace... ¡tú no tienes ni idea! Si lo supieras, lo entenderías...

—Comprendo lo que hace. Te endurece el corazón. Si no hay sangre, es que


no duele, ¿verdad? Mentira. ¡A veces las heridas más profundas son las que
no sangran!

—¡Basta! —La Conquistadora estaba casi pegada a la muchacha, que, ante


mi asombro (siempre me asombró; qué orgullosa estoy de haberla conocido)
aguantó a pie firme mientras sus palabras llenas de pasión caían como
pájaros muertos a los pies de la Conquistadora—. No sabes de qué hablas,
niña. Mi camino es el único camino. ¿Te crees que César o Alejandro o
cualquiera de los otros a los que he derrotado habría sido mejor? Esto
funciona porque yo hago que funcione, ¡y funciona porque impido que gente
como tú lo destruya! Tú... supe que tenía que detenerte la primera vez que te
oí. Sí, te oí... ¿te sorprende? —La cara boquiabierta de Gabrielle delataba su
pasmo—. Me tomo muy en serio la comprobación de todas las posibles
amenazas. Hay algo en ti que es peligroso. Tienes maña con las palabras, con
la gente... gente como ella. —Me señaló groseramente—. Podrías robarme el
corazón de mi pueblo sin que me enterara.

—Tú no tienes el corazón de tu pueblo —dije.

Hubo un momento de silencio.

—Ya lo sé. —Pareció casi triste, por un instante.

—¿Y ante eso cómo te sientes? —Gabrielle seguía mirando a la mujer con
algo parecido a la lástima en los ojos.

—Sola —replicó la Conquistadora, con tono de tristeza.

—Llevas mucho tiempo sola. Sólo que no te dabas cuenta, Xena. —La
Conquistadora dio un respingo, sorprendida—. ¿Tan raro te resulta oír tu
nombre?

—Hace mucho tiempo que nadie me llama por mi nombre. Desde que murió
mi madre.

Gabrielle alargó las manos con cautela y tocó a la mujer alta en los hombros.

—No puedo ni imaginarme lo que se debe de sentir al perder tu identidad de


esa manera —dijo, suavemente.
—¡Soy la Conquistadora! —Xena echó una mirada a los dedos que se movían
trazando círculos apenas perceptibles en sus hombros.

—A eso me refiero —continuó Gabrielle, dejando que el calor de su carne


penetrara la delicada seda que cubría los firmes músculos—. Eres la
Conquistadora, pero también eres Xena. Una mujer, como otra cualquiera...
¿es que no necesitas lo mismo que necesitamos todos?

—Tengo todo lo que necesito. Con tan sólo chasquear los dedos, puedo
obtener cualquier cosa. Joyas, criados, ropa, ejércitos. Cualquier cosa que
desee. —Parecía medio hipnotizada por la voz baja y suave y el masaje
rítmico, cuando los dedos de Gabrielle empezaron a acariciarle
subrepticiamente los músculos.

—¿Y los amigos? ¿El amor? ¿Alguien con quien hablar, con quien reír? ¿Es que
no necesitas eso? Porque yo sí.

Un destello de duda nubló esos ojos azules como una nube que atravesara el
cielo. Los cerró y bajó la mejilla para acariciar los dedos de Gabrielle. Sus
labios esbozaron una ligera sonrisa.

—Tengo amigos —replicó—. En el palacio.

—¿Estás segura de que son amigos, Xena? —continuó Gabrielle, con un tono
que era como una nana—. Son carroñeros, a la espera para devorar el
cadáver. No estarán a tu lado cuando los necesites, Xena.

Xena siguió acariciando los dedos de Gabrielle mientras replicaba:

—Y los amigos siempre deben estar a tu lado cuando los necesitas, ¿verdad?

—Sí. Los amigos de verdad deben apoyarse mutuamente.

—Hace ya mucho tiempo que no tengo un amigo de verdad. —Con los ojos
aún cerrados, Xena frotó su mejilla contra la mano de Gabrielle—. Supongo
que no sé lo que me he estado perdiendo. —Tomó aliento con fuerza y lo
soltó despacio antes de continuar—. Pero sí sé una cosa. —Los ojos azules se
abrieron de golpe y miraron intensamente a los ojos verdes.

Gabrielle sonrió.

—¿El qué, Xena?

—Que no voy a empezar ahora. Bonito intento, Gabrielle. —Levantó el


hombro y vi que la mano de Gabrielle se encogía y luego le apretaba más el
hombro, al tiempo que de sus labios escapaba una ligera exclamación. Fue
entonces cuando vi el pequeño chorro de sangre que empezaba a resbalarle
por la barbilla—. Eres muy hábil, Gabrielle. Casi me has hecho creer que
podía tener amor. Ha sido en ese momento cuando he sabido que tenía que
matarte: si has podido hacerme creer eso a mí, ¿qué harías con otras
personas?

Sujetó a la muchacha mientras ésta caía despacio sobre sus rodillas


destrozadas, luego le sacó la daga del estómago, se agachó y la besó en la
mejilla.

—Adiós, Gabrielle. Creo que habrías sido una buena amiga. Pero yo no. En
cierto modo, es una pena que no nos conociéramos hace años: podríamos
habernos influido positivamente la una a la otra en aquel entonces. Pero ya
ves, soy como soy y ya no puedo cambiar.

—¡Apártate de ella! ¡Déjala en paz! —Increíblemente, la aparté de un codazo,


pero yo ya no pensaba en ella ni en mi propia cobardía. ¿De qué servía
sentirme aterrorizada? Sabía que iba a morir, pero no soportaba ver morir a
Gabrielle, sola en el suelo. La cogí entre mis brazos y le sonreí llorosa cuando
me miró. Logró devolverme una débil sonrisa—. Yo... —Ella meneó la cabeza y
volvió a sonreír—. Gracias por todo —fue lo único que se me ocurrió decirle,
mientras su vida se derramaba sobre la tierra polvorienta.

—No —consiguió decir, débilmente—. Lo siento...

—No lo sientas. —La abracé suavemente, con el corazón en los ojos—.


Prefiero morir bajo mis propias condiciones que vivir bajo las suyas. Al menos
ahora moriré con el corazón libre y eso es muy importante para mí. Gracias a
ti. —La besé en la frente y la mecí y le canté como si fuera mi Dimitrios,
hasta que murió. Era mi amiga y estuve a su lado hasta el final.

No derramé lágrimas por ella aquel día: las guardé todas para Timeron y
Dimitrios. Pero sí que he llorado por ella desde entonces. Era tan joven y tan
especial. Hasta la Conquistadora debió de percibirlo y por eso le dio caza.
Durante todo su encuentro vi el miedo que acechaba tras esos ojos duros
como el acero. Gabrielle nunca tuvo posibilidad alguna, en realidad, pero eso
no le impidió intentarlo, y eso es lo que yo más quería de ella.

No sé qué hicieron después con Gabrielle. La Conquistadora me dice cosas,


pero en sus ojos veo que miente, y veo cómo se odia a sí misma por ello. Qué
mujer tan extraña: una mezcla de crueldad, hambre, desesperación,
necesidad y pérdida. Pero sé que ni siquiera ella haría la mitad de las cosas
que dice que le hicieron al cuerpo de Gabrielle... ¿qué sentido tendría? Para el
mundo, Gabrielle había muerto hacía más de un mes, atada a una cruz en el
centro de Corinto.

Pero al menos sé lo que hicieron con Timeron. Lo enviaron con su hermano y


lo enterraron en el prado florido donde nos conocimos, en el sitio exacto
donde nos besamos por primera vez y donde más adelante hicimos el amor.
Fue allí, en medio de las margaritas y las aguileñas, donde me pidió que me
casara con él. La verdad es que no sé por qué lo autorizó la Conquistadora.
Incluso me permitió visitar su tumba, una vez.

Sigo sin saber qué ha sido de nuestro niño. No quieren decirme dónde está, ni
cómo está. Los guardias de la prisión me dicen cosas, cosas horribles, pero
Xena me dice que sigue vivo.

Es curioso cómo salen las cosas, ¿verdad? Mañana me van a crucificar en la


plaza de la ciudad. La acusación es sedición, como con Gabrielle. Al parecer,
soy fuente de inspiración para algunas personas. Desde mi "juicio", tengo
seguidores, y eso preocupa a la Conquistadora. Me van a romper las piernas
y me van a clavar a una cruz hasta que se me rompan los brazos y los
hombros de la tensión y me estallen los pulmones de la presión causada por
el hundimiento de mi tronco.

¿Y sabéis qué? No tengo miedo.

FIN

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