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—El humo del tabaco aleja a los malos espíritus —dijo Rupacho—
, y también el miedo.
Vi algo extraordinario —dije, seguro de mis palabras.
- ¿Encontraste al tunche que querías ver?—dijo Rupacho, riendo—.
Porque aquí oímos al tunche todas las noches. Bien fastidiosos son esos
mentecatos si se la agarran contigo.
Rupacho era un sanador. Algunos decían que era un «banco», es
decir, el máximo nivel al que acceden los brujos o shamanes de la
Amazonía. Y su aspecto era grotesco. A su pequeño tamaño de menos
de metro y medio, se sumaba el pelo largo, la nariz grande y dos enormes
orejas que duplicaban fácilmente el tamaño normal. Pero era temido y
respetado, y a él venían personas desde Iquitos, Contamana o Pucallpa
para sanarse.
—He visto un fantasma difícil de olvidar, Rupacho.
Era alto, fuerte, con cuerpo de otorongo y cabeza humana, o quizá
con cuerpo humano y cabeza de tigre...
No puede ser —dijo Rupacho, sorprendido.
- Y llevaba un venado recién cazado que arrojó al suelo.
- No puede ser —repitió Rupacho. De pronto, a lo lejos se oyó el
sonido (roce de hojas, murmullo de aguas agrias, piedras
entrechocándose) típico del tunche: finnnn... finnnn...
- Debo verlo —dije. Rupacho me hizo alto con la palma de la mano,
pero no le hice caso.
Corrí a la salida de la casa de madera, pero no me atreví a abrir la
puerta. De pronto, empezó a oler a muerto y a hacer frío.
Había una mirilla en la juntura de dos tablas ya viejas, y por ahí
miré hacia afuera. Súbitamente me tiré para atrás. Había creído ver el
cuerpo andrajoso, podrido, huesudo, cadavérico del tunche, pegado a la
pared de la casa.
No pude hablar. Comencé a botar espuma por la boca y a tener
convulsiones. No podía tragar aire. Me ahogaba.
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DOS
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