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—El humo del tabaco aleja a los malos espíritus —dijo Rupacho—
, y también el miedo.
Vi algo extraordinario —dije, seguro de mis palabras.
- ¿Encontraste al tunche que querías ver?—dijo Rupacho, riendo—.
Porque aquí oímos al tunche todas las noches. Bien fastidiosos son esos
mentecatos si se la agarran contigo.
Rupacho era un sanador. Algunos decían que era un «banco», es
decir, el máximo nivel al que acceden los brujos o shamanes de la
Amazonía. Y su aspecto era grotesco. A su pequeño tamaño de menos
de metro y medio, se sumaba el pelo largo, la nariz grande y dos enormes
orejas que duplicaban fácilmente el tamaño normal. Pero era temido y
respetado, y a él venían personas desde Iquitos, Contamana o Pucallpa
para sanarse.
—He visto un fantasma difícil de olvidar, Rupacho.
Era alto, fuerte, con cuerpo de otorongo y cabeza humana, o quizá
con cuerpo humano y cabeza de tigre...
No puede ser —dijo Rupacho, sorprendido.
- Y llevaba un venado recién cazado que arrojó al suelo.
- No puede ser —repitió Rupacho. De pronto, a lo lejos se oyó el
sonido (roce de hojas, murmullo de aguas agrias, piedras
entrechocándose) típico del tunche: finnnn... finnnn...
- Debo verlo —dije. Rupacho me hizo alto con la palma de la mano,
pero no le hice caso.
Corrí a la salida de la casa de madera, pero no me atreví a abrir la
puerta. De pronto, empezó a oler a muerto y a hacer frío.
Había una mirilla en la juntura de dos tablas ya viejas, y por ahí
miré hacia afuera. Súbitamente me tiré para atrás. Había creído ver el
cuerpo andrajoso, podrido, huesudo, cadavérico del tunche, pegado a la
pared de la casa.
No pude hablar. Comencé a botar espuma por la boca y a tener
convulsiones. No podía tragar aire. Me ahogaba.

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Rupacho vino nuevamente hacia mí y me lanzó el denso humo de


su mapacho, mientras emitía sus icaros poderosos y cantaba, en una
mezcla de quechua y cocama, un mariri de protección que me devolvió
a la normalidad.
—Si no fueras terco, aprenderías, amigo Ricardo —dijo Rupacho,
serio.
Bajé la cabeza, como un perrito arrepentido y le di la razón. Mi
deseo de encontrarme con el tunche era incontrolable. Debía redactar un
informe para la universidad, donde estudiaba el último ciclo de
antropología. Llevaba viviendo más de un mes en Altoperillo, en la casa
de Rupacho, y hasta ahora no había podido ver un tunche o tunchi, como
también se le llama. ¿Cómo iba a escribir si no tenía nada para contar?
Y esta noche, de pronto, todo se había juntado.
—Siéntate —dijo Rupacho—. Voy a contarte todo lo que sé sobre
tunches y sobre ese ser que has visto en la cabaña maldita. Te dije que no
fueras, pero terco, muy terco, fuiste. Y has visto algo que ni mi
generación ni la generación de mis padres han visto. Mi abuelo sí lo vio.
Y voy a contarte. Siéntate.

DOS

Si vas a la selva y, de pronto, en la noche cerrada, sientes frío, o


empiezas a oler a podrido o a muerto, u oyes un silbido que pareciera
que viene de lejos; o si estás dentro de la selva y de pronto sientes que
alguien te sopla en la nuca, o si en la mano o en el brazo sientes que algo
te roza, o si te parece que una mano acaba de tocar tu pierna o despertar
tu pelo; O si crees ver sombras que se mueven solas, o cuerpos que
parecen de humo o de aire, o miradas huecas o rojizas en lo profundo de
la oscuridad; o si oyes pasos en la soledad de tu cuarto, o si crees que las
hojas de los árboles conversan o que las aguas del río están muy
habladoras; y, sobre todo, si sientes que hay alguien a tu lado pero miras
y no hay nadie, y si oyes ese finnnn, finnnn, que nos asusta a todos, y peor

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aún, si tu cuerpo empieza a desobedecer y no puedes moverte, ni hablar,


y solo sientes el frío de la oscuridad o el frío del miedo, pues ten por
seguro que el tunche anda cerca. Muy cerca.
Voy a contarte. Una noche, doña Dorita empezó a sentir el tunche
a cada rato, finnn por aquí, finnn por allá, no la dejaba tranquila. Entonces
llamó a su compadre, don Rudecindo, que era el brujo del pueblo, y
tomaron ayahuasca. El compadre le dijo entonces que había visto en
sueños que se trataba del tunche de su marido, el que se había ahogado
en el río, y que había venido a llevársela porque mucho la extrañaba.
Pero doña Dorita no creía en tonterías. «Muerto es muerto», dijo, «qué
majadería que un muerto esté con ganas de fastidiar». Y noche sintió que
en la completa oscuridad algo la levantaba de la cama.
Y ella, sin fuerzas, salió de la casa, fue por el caminito de la
quebrada y llegó al río grande.
Algunas personas que no podían dormir por el tremendo calor de
esa noche la vieron entrar en el agua, y se perdió ahí. Se ahogó. Nunca
encontraron su cadáver. El tunche de su marido se la había llevado.
Y peor fue lo que pasó con el Gabicho. Un día su mujer le comprobó
lo mozandero que era y se volvió loca. Tomó el machete filudo y mató
a sus dos wawitas, y después ella se cortó las venas y se dejó desangrar.
Cuando Gabicho llegó a su casa, después de su última aventura con otra
mujer, descubrió el horrendo crimen. Lloró como nunca lo había hecho
en su vida.
Enterró a su mujer y sus hijos. Y desde entonces, todas las noches
oía al alma de su mujer andando por las calles del pueblo, flotando
caminando con una vela encendida en las manos, pidiendo perdón por
haber matado a sus wawitas, qué culpa habían tenido ellos. Gabicho se
fue a vivir a otra casa, porque cada vez que volvía de la chacra, veía
nuevamente la sangre en las paredes, la mesa húmeda y roja, las camas
revueltas y todavía sangrantes. Una noche siguió al alma de su mujer y
la vio entrar en la antigua casa.

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