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XAVIER THEVENOT

MAGISTERIO Y DISCERNIMIENTO MORAL


Magistére et discernement moral, Etudes, 362 (1985) 231.-244

No hay necesidad de ser un sagaz observador de la iglesia católica para percibir que
existen, muchas distancias, especialmente en el ámbito de la moral, entre las tomas de
posición oficiales del papa y de los obispos, -es decir, del magisterio-, y las
convicciones íntimas o las conductas de numerosos laicos o sacerdotes. Esto es
particularmente claro en el ámbito de las conductas sexuales. Es de todos conocido que
la encíclica Humanae Vitae de Pablo VI, aparecida en 1968, ha marcado una especie de
umbral en el movimiento de contestación de ciertas doctrinas magisteriales por parte de
un buen número de católicos, teólogos o no.

Sin embargo -y esto puede parecer paradójico-, si el magisterio es a veces muy


discutido en sus intervenciones sobre la ética sexual, es en cambio a menudo apreciado
en ciertas tomas de posición en moral social. Las encíclicas de Juan XXIII y de Pablo
VI sobre los problemas del subdesarrollo, las múltiples intervenciones de Juan Pablo II
en favor de los derechos del hombre, han encontrado un eco favorable en el pueblo
cristiano e incluso más allá de las fronteras de la iglesia.

Otros documentos -pensemos por ejemplo en las diferentes tomas de posición de los
episcopados americano, alemán y francés sobre la defensa nuclear- han suscitado en la
opinión acogidas mitigadas o, en todo caso, muy distintas según las posiciones políticas
de los lectores.

En suma, hay una gran diversidad de recepción de los textos magisteriales por lo que se
ha convenido en llamar "la base". ¿Qué pensar de esta diversidad? ¿Sería el signo de
que el pueblo cristiano, habiendo adquirido un nivel cultural más elevado y
acostumbrado a la democracia, se autoriza a participar de una manera sanamente crítica
a la tarea ética del magisterio? ¿O sería, al contrario, el síntoma de una pérdida del
sentido de iglesia o, como lo sostienen algunos, de una excesiva influencia del
pensamiento protestante en el catolicismo, que se encaminaría poco a poco hacia la
práctica del "libre examen"?

Para salir de la alternativa demasiado estrecha establecida por estas dos preguntas,
quisiera examinar aquí desde un punto de vista bastante práctico el lugar de la referencia
al magisterio en el discernimiento moral. Para esto conviene, en primer lugar, subrayar
una ambigüedad de vocabulario y procurar, después captar la importancia de la función
magisterial, en temas éticos.

Ambigüedad de la expresión " el magisterio"

Quien esté familiarizado con las lecturas teológicas habrá observado que un buen
número de autores contemporáneos evitan utilizar la expresión "el magisterio". Lo más
frecuente es que hagan seguir esta palabra de un complemento: magisterio del papa,
magisterio del teólogo. Es que la historia de la expresión "el magisterio" demuestra que
en el decurso de los siglos se ha operado un peligroso desplazamiento en cuanto al
acento puesto en la autoridad en nombre de la cual nos adherimos a la verdad de fe.
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Mientras que en los primeros siglos de la iglesia se insiste mucho sobre la verdad
misma, poco a poco se termina poniendo todo el acento sobre la autoridad de las
personas que enseñan la verdad y la "definen". Parece ser que, sobre todo con la contra-
reforma, la referencia a la palabra de la jerarquía se hace esencial para conducir a los
fieles a adherirse a una doctrina. La expresión "el magisterio" termina pues por designar
a los obispos -y entre ellos especialmente al obispo de Roma- en tanto "que ellos
acumulan la autoridad reglamentando todo el ámbito de la fidelidad de la iglesia a la
Palabra".

El magisterio del teólogo no puede desde este momento ejercerse sino es como
delegación del magisterio y esencialmente con el fin de apoyar las afirmaciones del
papa y de los obispos. La recepción de los documentos oficiales por los laicos y los
sacerdotes ya no es considerada, en la práctica, como uno de los criterios que hacen
reconocer, que estos documentos han interpretado auténticamente y han transmitido la
palabra de Dios.

Como quiera que sea, la expresión "el magisterio", para designar al papa y a los obispos
en su función de enseñar -expresión que yo mismo utilizaré puesto que se ha hecho
clásica-, es poco satisfactoria, porque tiene el riesgo de llevar a una visión adulterada de
la iglesia. Ahora bien, el sentido de la iglesia es completamente fundamental en la
práctica del discernimiento ético que aquí nos preocupa, como vamos a recordarlo
reflexionando sobre la importancia de la función magisterial en ética.

Importancia de la función magisterial en moral

Para captar el lugar indispensable de la función magisterial en el dominio ético, es


importante volver a una convicción teológica central: la moral, desde un punto de vista
cristiano, tiene radicalmente una dimensión eclesial. El obrar ético cristiano, porque es
un don del Espíritu, eclesializa al mundo. En realidad, todo verdadero obrar cristiano
busca cómo verificar su calidad ética en la comunión eclesial. Es ahí precisamente
donde el magisterio encuentra un lugar fundamental. Constituido por los que, en la
iglesia, tienen el cargo de velar por la unidad del pueblo cristiano en torno resucitado, es
una de las instancias privilegiadas por las cuales el bautizado puede verificar la
coherencia de su ética con la figura de la revelación Constituida por la escritura y la
tradición.

Pero es necesario no dar al magisterio más importancia de la que se da él mismo, bajo


pena de caer en graves desviaciones a las cuales los protestantes son particularmente
sensibles. El Vaticano II sitúa bien sus poderes y sus límites. Es cierto que dice la
constitución Dei Verbum, "el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios,
escrita o transmitida, está confiado al magisterio de la iglesia", pero "este magisterio no
es superior a la palabra de Dios, sino que la sirve enseñando solamente aquello que ha
sido transmitido puesto que, en virtud del orden divino y de la asistencia del Espíritu
Santo, escucha piadosamente la Palabra" (Dei Verbum n.o 10). Esta última frase
subraya que la actividad del magisterio toma su sentido al ser una actividad receptora
del Espíritu para ponerse al servicio del Verbo en quien subsiste (1 Co 1,17).

Una tal convicción teológica invita en primer lugar al magisterio a "dejarse llevar por el
Espíritu" interrogando la escritura, norma de la fe, con los más seguros instrumentos de
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exégesis crítica y realizando una relectura de la tradición que tenga bien en cuenta
aportes temáticos de la ciencia histórica contemporánea. Debe escuchar la palabra de
Dios atento a los signos del Espíritu que obra actualmente en todo el pueblo cristiano
para tratar de. captar en él el sensus fidei. El Vaticano II manifiesta la necesidad que
tiene el magisterio de estar muy atento a cómo es recibida una doctrina por el conjunto
de los cristianos. No puede excluirse que en ciertos casos los pastores deban oponerse a
lo que, al menos de momento, recibe el asentimiento de la mayoría, es la función, de
"guardián" de la que hablaremos más lejos. Sin embargo, por regla general, es preciso
más bien considerar que las normas enunciadas por el magisterio, si no son recibidas
por la totalidad de las iglesias locales o por una gran parte de ellas, presentan riesgos de
no ser totalmente coherentes con el rostro de la revelación, o por lo menos deben ser
objeto de una reformulación más matizada, al término de un trabajo teológico mas
afinado.

Si es, pues, seguro que "la sagrada tradición, la sagrada escritura, el magisterio de la
iglesia están entre ellos de tal modo unidos que no pueden subsistir independientemente
(Dei Verbum n.o 10), es igualmente claro que el magisterio no puede ejercer
válidamente su tarea de discernimiento si no se establece un diálogo confiado y regular
entre la jerarquía y el resto del pueblo de Dios. Parémonos a delimitar las condiciones
de un tal diálogo.

Condiciones del diálogo entre el magisterio y los cristianos

De parte de la jerarquía, ésta es llamada a un esfuerzo continuo en su intento de captar


las líneas de fondo de la búsqueda ética de las iglesias locales, más allá de las
inevitables diversidades culturales. Se han Hecho progresos evidentes en este sentido
desde hace tres decenios. La libertad de expresión de las iglesias locales se ha hecho
más grande. Por esto la creatividad teológica de las iglesias no europeas se empieza
felizmente a dejar sentir. Las teologías de la liberación elaboradas en América Latina
son una clara ilustración de ello. Pero el reciente debate entre los partidarios de estas
teologías y 'las instancias romanas de la congregación para la doctrina de la fe,
demuestra también que no le resultará fácil al magisterio superar sus condicionamientos
histórico-culturales para ponerse a la escucha de un discurso teológico elaborado a partir
de una experiencia social y cristiana radicalmente distinta de la de la iglesia de
occidente. La alteridad es siempre desconcertante, por lo que necesariamente ha de
interpelar al magisterio. Forzado a no apresurarse a dar reglas de acción precisas, el
magisterio debe entrar en un discernimiento paciente y suficientemente prolongado que
tenga por objeto "la experiencia responsable" de los cristianos y de los "hombres de
buena voluntad".

En fin, cuando el magisterio percibe que uno de sus documentos no es manifiestamente


"recibido" por una gran mayoría de cristianos, debería invitar a éstos, y entre ellos
especialmente a los teólogos, a expresar las razones de su desacuerdo en la comunión
con la iglesia, sin que tengan que temer cualquier sanción. Sería un testimonio de la
libertad que procura la práctica del evangelio y del agapé que "pone su alegría en la
verdad" (1 Co 13,6).

Por parte del pueblo cristiano, un auténtico diálogo con el magisterio supone que está
superada la reacción de desconfianza a priori según la cual "los responsables de la
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iglesia están demasiado desconectados de la base para tener alguna posibilidad de hablar
últimamente en el dominio ético". Del mismo modo los laicos en fidelidad con el
pensamiento de la escritura, deben encontrar de nuevo o cultivar más la convicción de
que el Espíritu Santo asiste especialmente a los sucesores de los apóstoles en su tarea de
"heraldos de la fe y de doctores auténticos". La interpelación por el magisterio debe ser
concebida por los cristianos como una provocación a esta virtud central de la biblia: la
hospitalidad. Un texto magisterial se puede entender, de alguna manera, como un
huésped que se recibe en casa: altera nuestras costumbres, desenmascara nuestras
estrecheces, obliga a apropiarnos de nuevo, de manera más abierta, de este espacio que
es el nuestro y, finalmente, nos provoca al diálogo. Para el pueblo cristiano, pues,
acoger la palabra del magisterio no es dimitir de sus responsabilidades, ni someterse
pasivamente, sino ponerse de nuevo en movimiento para tratar de progresar en la
fidelidad a la palabra de Dios. Esta puesta de nuevo en ruta supone, sin embargo, que
uno tenga claras las competencias exactas del magisterio en el dominio de la moral.
Examinémoslas, pues, rápidamente.

Las competencias del magisterio

Recordemos en primer lugar que la palabra magisterial no debe nunca constituir una
realidad detrás de la cual la conciencia se pueda parapetar para evitarse el decidir en los
inevitables conflictos de valores que la acción humana conduce a vivir. Por otra parte,
es una doctrina constante que en última instancia la persona debe seguir su conciencia; y
puede suceder que ésta imponga transgredir una prohibición magisterial, sea para
salvaguardar valores que parecen más fundamentales, sea porque esta prohibición
parezca errónea. En este último caso se está ante lo que podría llamarse una "objeción
de conciencia". Como quiera que sea, la competencia del magisterio no interviene nunca
en la decisión que el cristiano debe tomar en su soledad irreductible ante Dios.

El primer trabajo ético del magisterio es ser, al lado de las iglesias y de las naciones,
una instancia que no cesa de recordar que la verdadera razón de vivir y de actuar se
encuentra, de hecho, en el Dios de Jesucristo. Además a tiempo y a contra tiempo, el
magisterio debe hacerse el "guardián", el profeta que proclama la necesidad del amor y
del respeto al otro. Pero el magisterio tiene también una función sapiencial mucho más
precisa. Esta consiste en elaborar, o por lo menos en autentificar, reglas concretas de
acción para guiar el obrar de los cristianos y de los " hombres de buena voluntad " en
los sectores particulares de la existencia. La función sapiencial del magisterio conduce
entonces a normas precisas. Su competencia le viene de su fidelidad a la palabra de Dios
releída en la escritura y en la tradición, y de su escucha del sensus fidei del pueblo de
Dios.

Pero, entendámonos bien; yo no digo que el magisterio tenga solamente el derecho de


hablar sobre las cuestiones abordadas explícitamente en lo que la tradición llama el
"depósito revelado". El magisterio, que debe contribuir a "revelar al hombre el sentido
de. su propia existencia", tiene una real competencia teológica para hablar de cuestiones
éticas sobre las cuales hay un silencio de la tradición. Esta competencia puede fundarse
sobre las dos afirmaciones siguientes: de una parte, "el misterio del hombre no se aclara
verdaderamente más que en el misterio del Verbo encarnado". De otra parte, la acogida
del Reino por el cristiano se traduce siempre por la mediación del obrar ético, porque
"el que pretende ama r a Dios sin amar a su hermano está en el error". En consecuencia
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la iglesia debe discernir si tal práctica social o tal otra está de acuerdo con el amor
evangélico. Por esto no puede contentarse con invocar la escritura, sino que debe
recurrir a los descubrimientos de la filosofía y de las ciencias humanas que permiten
captar las significaciones profundas de las conductas.

Pero entonces -y esto es muy importante para una sana revitalización de sus
declaraciones- el magisterio debe reconocer que cuando sé abordan problemas concretos
(contracepción, autogestión; defensa nacional, etc.), recurriendo a la filosofía y a las
ciencias humanas, su competencia no es siempre mejor que la de las otras instancias no
cristianas que buscan discernir los mejores caminos para humanizar al hombre. Como
estas otras instancias, está, a veces, sometido parcialmente a la influencia de las
ideologías y debe reconocerlo, relativizando él mismo sus palabras, que es lo que ya
hace casi siempre. Vemos, pues, que cuando existe un discernimiento no todo puede
ponerse a un mismo nivel en los documentos magisteriales. Así pues, conviene dar
algunos puntos de referencia precisos para un buen uso de la referencia al magisterio en
el dominio ético.

Indicaciones para referirse a las enseñanzas magisteriales

Como lo pide el mismo concilio, el primer reflejo del cristiano ante una enseñanza
magisterial debe ser el de sopesar su "peso teológico", que le viene de la naturaleza de
los documentos y de la insistencia del papa y de los obispos en presentar una misma
doctrina. Recordemos a este propósito las distinciones clásicas que opera la teología
entre las diferentes formas de enseñanza magisterial: se habla de magisterio
extraordinario para las definiciones del papa hablando ex cathedra, o para aquéllas que
emanan de un concilio ecuménico en unión con el papa; de magisterio ordinario y
universal cuando los obispos, unidos al papa, se ponen de acuerdo a través del mundo
entero para enseñar un punto de doctrina.

Por magisterio ordinario, se designa al mismo papa en los diversos actos de su gobierno
pastoral universal, directamente o por intermedio de los servicios de la Curia. Estos
actos tienen tradicionalmente formas diversas que 'comprometen directamente la
autoridad personal del papa.

Por magisterio ordinario se designa también a los obispos en sus diócesis, cuando
comprometen su autoridad pastoral ante el conjunto de los fieles. Actualmente, los
obispos ejercen casi siempre esta responsabilidad en comunión los unos con los otros,
en el marco de las conferencias episcopales. La consideración de estas diferentes formas
de la enseñanza magisterial permite al cristiano encontrar un justo enfoque para el
ejercicio de su libertad. La iglesia, en efecto, no compromete su palabra de la misma
manera cada vez que se expresa. Persuadida de que transmite la verdadera Palabra de
Dios cuando habla por mediación del magisterio extraordinario o del magisterio
ordinario y universal, no pretende estar siempre en perfecta coherencia con el Evangelio
cuando se expresa a través de documentos del magisterio ordinario. Esta posibilidad de
distancia que la iglesia reconoce entre su palabra y la palabra de Dios abre al cristiano
un campo para la verdadera libertad.

No obstante, recurrir convenientemente a un texto magisterial no implica solamente


determinar su peso teológico. Es preciso además distinguir en el texto lo que depende de
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la dimensión universal dé la ética (lo que llamamos "los principios") y lo que depende
de la dimensión particular ("las aplicaciones concretas"). Está claro que el magisterio
compromete plenamente su experiencia de la palabra de Dios cuando, en un documento,
formula preceptos formales que tratan de traducir la búsqueda de lo universal que habita
toda investigación ética.

Conflictos de la conciencia cristiana

Existe de hecho un cierto número de cristianos que experimentan un tal malestar ante
ciertas exigencias éticas del magisterio, que terminan por oponerse secretamente,
incluso abiertamente, a las decisiones del papa y de los obispos. Si se hace caso de las
encuestas estadísticas, tal es el caso, por ejemplo, de una gran proporción de cristianos
en su manera de recurrir a los métodos anticonceptivos. ¿Qué pensar de una tal
oposición? ¿Traduce una falta de eclesialidad o, al contrario, un sentido de la libertad
evangélica? Evidentemente, es imposible responder por cada persona: sólo el Señor es
juez. Pero es posible dar criterios que permitan juzgar si la toma de distancia en relación
a una doctrina magisterial está más bien del lado de la fidelidad a Dios o del lado de la
infidelidad.

En primer lugar, ante un texto ético, hay que distinguir el asentimiento que hay que dar
a las conclusiones y el que hay que dar a los argumentos. Sucede con frecuencia que se
sienta la pertinencia de las primeras sin estar muy convencido de la de los segundos.
Pero sucede también que la imposibilidad de un asentimiento alcance no sólo la
argumentación sino también las conclusiones éticas. El cristiano no sabe entonces como
seguir una conminación que su conciencia no puede ratificar. Es aquí donde va a
intervenir el sentido de iglesia. Lo que, en efecto, debe regular el ejercicio de la libertad
es la caridad (1 Co 13). Esta invita al cristiano a sopesar las consecuencias probables,
inmediatas y lejanas, de sus decisiones. Particularmente aquél que piensa deber
oponerse a la autoridad debe siempre preocuparse de los efectos de su actitud en
aquellos que son "débiles" en la fe y a los que hay riesgo de escandalizar
profundamente. Así puede suceder, como lo recuerda Pablo (1 Co 8, 12-13), que
después de haberse dado cuenta de que su desobediencia puede arrastrar a la "caída" de
algunos de sus hermanos, el cristiano juzgue finalmente en su alma y conciencia que no
debe manifestar su desacuerdo. Sin embargo, esta regla ética paulina se hace cada vez
más difícil de aplicar. Por dos razones. De una parte, porque vivimos en un mundo muy
pluralista: ¿cómo reaccionar de manera realista sin chocar a nadie? De otra porque
identificar al "débil en la fe" se ha convertido en algo muy difícil.

El sentido de iglesia del cristiano inclinado a desobedecer al magisterio le empujará


igualmente a rodearse de un cierto número de precauciones antes de declarar éticamente
legítima su objeción de conciencia. Sobre todo, verificará si vive en un real clima de
oración, porque la oración es un grito del Espíritu en el hombre y sólo el Espíritu
"corresponde perfectamente a los proyectos de Dios" (Rm 8,27). Igualmente, después de
haber considerado bien el peso teológico de los documentos de los cuales quiere
distanciarse, el sujeto buscará el diálogo con la autoridad eclesial y con la comunidad
para percibir mejor lo que en él habría de resistencia a la comunión evangélica. Entrará
también en una seria búsqueda intelectual para detectar sus eventuales posiciones
ideológicas. En fin, velará para situarse en la humildad, lo que le conducirá a reconocer
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que se ha equivocado, o no "triunfar" de manera orgullosa si el tiempo viene a darle la


razón.

En definitiva, será bueno recordar las advertencias paulinas que conciernen a la


verdadera libertad cristiana. Somos llamados a esta libertad, "pero es preciso que ésta no
se convierta en pretexto para la carne" (Ga 5). Por esto la única verdadera libertad es la
del Espíritu (Ga 5,16). Ahora bien, "allí donde está el Espíritu de Dios, allí está la
iglesia" y, "en la medida en que se ama la iglesia, dice San Agustín, se posee el Espíritu
Santo".

Tradujo y extractó: MONTSERRAT GAVIN

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