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CRISIS DE LA LITURGIA HOY

Bajo este título podrían ampararse multitud de consideraciones, de estudios y


conclusiones. Y de hecho así lo sigue siendo. Desde hace algunas décadas este tema ha
sido abordado hasta la saciedad y lo peor de todo es que la crisis de la liturgia sigue
avanzando. Esto nos lleva a una primera conclusión: la teología, a diferencia de casi
todas las épocas anteriores en la vida de la Iglesia, no importa absolutamente nada. Es
más, preguntémosle a nuestros fieles que significa la palabra teología y no sabrán que
responder. Incluso muchos sacerdotes ven hoy como una virtud no saber teología
porque lo consideran un saber abstracto y que los aleja del pueblo. Lo importante es
llegar y ser cercanos. Lo demás sobra.
Lejos queda ese relato que hace el historiador francés Jean Delumeau en su obra “El
miedo en occidente” sobre como el debate en la sociedad moderna entre atrición y
contrición movilizaba la atención de toda la sociedad. O esa magnífica aseveración de
Chesterton que viene a decir lo siguiente: “De la misma manera que la cirugía ha ido
avanzando para ser más precisa, así la teología ha ido profundizando en el misterio de
Dios”.
De todas formas, no os preocupéis ¿Quién conoce hoy a Chesterton entre los asistentes
a las misas dominicales?
Ese es el segundo problema; la falta de cultura. Bien es cierto que afecta a toda la
sociedad en la que vivimos, pero que suceda en la Iglesia tiene más delito. La Iglesia ha
sido siempre la promotora de la cultura (no por decisión sino por pura identidad) y tiene
una tradición de pensadores que abarca desde los primeros siglos hasta hace apenas
algunas décadas.
Pensemos por ejemplo en san Justino o en los santos Padres de la Iglesia apologetas que
enviaban cartas al mismísimo emperador defendiendo su fe. Hoy en día el mero hecho
de decir a algún amigo que acudimos a Misa un domingo nos hace un nudo en el
estómago.
Para poder valorar la liturgia debemos empaparnos del pensamiento de los grandes
teólogos y sumergirnos en la Tradición de la Iglesia. Hoy en día se estila mucho eso de
cambiar las oraciones de misa porque la gente no lo entiende (también aquí estaría la
superioridad clerical que decide quién entiende y quién no las cosas). Pongamos que
adoptamos esta situación, que cambiamos todas las oraciones a un lenguaje “más
sencillo”. En primer lugar nos podríamos preguntar ¿Dónde está el límite? ¿Qué rango
de nuestra población es el baremo para medir que una oración se entiende o no? Y ya
se sabe lo que sucede con estas situaciones: arbitrariedad clerical. Además, en este
sentido ya tenemos una prueba contrastada. El Concilio Vaticano II quiso acercar la
liturgia a los fieles e hizo del concepto participación el eje de su reforma ¿Resultado?
Acude a la puerta de un templo y pregunta que es la Misa o que es la consagración, el
Prefacio u otras preguntas de esa índole y verás como ha calado la reforma litúrgica en
el pueblo de Dios. Por tanto por mucho que cambiemos el lenguaje esto no es garantía
de acogida.
Y hay otro elemento. La Iglesia decimos que es hogar de puertas abiertas.
Efectivamente, lo es porque tanto ricos y pobres pueden gozar del mismo banquete, de
la misma palabra, del mismo arte… ¿Acaso no tiene derecho alguien menos instruido a
escuchar la belleza de una Misa gregoriana? ¿No es precisamente elitista negar a los
sencillos del pueblo de Dios este tesoro?
En segundo lugar supondría el empobrecimiento de nuestra fe. Nosotros no celebramos
por celebrar, sino que celebramos nuestra fe. Ya lo decía otro gran santo padre de la
Iglesia: “Muéstrame lo que celebras y te diré en lo que crees”. La Iglesia ha ido
cristalizando sutiles declaraciones dogmáticas a lo largo de las épocas, pero solamente
ha sido posible esto porque antes se han celebrado en la liturgia. Es lo que se llama la
lex orandi – lex credendi. Si ese proceso de banalización litúrgica se hiciese efectivo
habríamos roto con el funcionamiento de nuestra fe llevado a cabo durante siglos.
En tercer lugar habríamos sacrificado el misterio. Nuestras palabras no son suficientes
ni de lejos para alcanzar la realidad que celebramos. Son conceptos necesarios pero
contingentes y pretender que la liturgia sea comprensible (aquí incluyo también las
moniciones) es quitar la liturgia de su placenta, el misterio del Dios inefable. Y la liturgia
así celebrada paradójicamente se volvería más insípida y racionalista.
La solución está a mi modo de ver en una esmerada catequesis. La liturgia está “hecha”
también como modo de catequesis, de enseñanza (tal y como he apuntado antes). Pero
esto requiere tiempo y competencia. Hay sacerdotes que tienen las normas claras y que
han estudiado las ordenaciones rituales al pie de la letra, pero no hacen partícipes a los
fieles de esa riqueza. Lo único que manifiestan es una serie de indicaciones,
prohibiciones, normas… y eso ha minado la conciencia litúrgica. De alguna manera es
como si en nuestra casa nuestros padres solo nos hubiesen puesto reglas y más reglas
sin decirnos el porqué.
Hasta aquí la introducción de la cuestión. Ahora voy a adentrarme en lo que considero
el núcleo de la crisis y que responde, según mi parecer, a viejas herejías o modos de
pensamiento ya vividos en la historia de la Iglesia y que hoy vuelven a aflorar. Eso
siempre se dice: “No hay herejías nuevas sino actualizaciones de viejos patrones
erróneos en lo doctrinal”.
En primer lugar yo achaco la crisis actual al conservadurismo moralista y de corte
esteticista. Cualquiera que lea esto puede sorprenderse, pero creo que entraña gran
parte del problema.
Pensemos en la generación de nuestros abuelos y en la Iglesia en la que vivían. La liturgia
poseía belleza, claridad doctrinal y recogía el tesoro de la fe multisecular (aunque
matizando algunas cosas). Sin embargo, este tesoro era solo accesible a los sacerdotes
y a los laicos más aventajados. No había catequesis litúrgica ¿La razón? Yo me aventuro
a indicar que es porque los sacerdotes y obispos de aquellos años no pensaban ni de
lejos que la Misa iba a sufrir la degradación que ha tenido y centraban sus enseñanzas
en lo que comenzaba a resquebrajarse: la moral y la doctrina.
Si mi abuela le hubiese dicho al párroco de su juventud en los años 50, que en apenas
20 años el Canon Romano (la plegaria eucarística más antigua de la Iglesia, data del siglo
VI, y rezada durante siglos todos los días en la Misa) iba a quedar reducido al ostracismo
o que el rito en si de la Misa iba a cambiar radicalmente, ese sacerdote no le habría
creído. Y tiene su lógica; como he dicho el canon romano (plegaria eucarística I) era la
parte central de la Misa y se venía rezando desde el siglo VI y la forma ordinaria de la
Misa fue consagrada por Trento (siglo XVI) como la siempre y bajo todo lugar la válida y
transmitida por los apóstoles ¿Quién iba a imaginar que algo tan asentado como esto
podía cambiar?
Lo cierto es que era como el gigante de pies de barro y cabeza de oro que describe la
Sagrada Escritura. Había un tesoro que pocos podían valorar y además, no pocos
sacerdotes indicaban que la liturgia era como el protocolo de cualquier corte principesca
(no me lo invento, está publicado por ejemplo en la revista Etudes, y es una postura muy
difundida por algunos teólogos de la Compañía de Jesús u otros estamentos y
movimientos de la época). Estos dos elementos hacían que cambiar no fuese traumático
y que además era posible, pues era simplemente boato exterior y no celebración
perenne de nuestra fe.
La prueba de ello es que el cambio al “novus ordo” que emanó del Concilio Vaticano II
no fue protestado por muchos pastores ni fieles sino por intelectuales de diversa índole
que sí valoraban lo que se estaba perdiendo (véase el manifiesto Agatha Christie llegado
a san Pablo VI).
Esta postura ha llegado a nuestros días aunque de un modo diverso. Por un lado están
los nostálgicos de esa liturgia-creación y por otro los reaccionarios ante este desorden.
Te dirán que el postconcilio trajo un invierno duro para la Iglesia y que el bien de la
Iglesia está en celebrar bien la Misa y ser fieles a la doctrina. Todo esto está muy bien,
pero en el fondo están repitiendo viejos patrones preconciliares.
Pongamos un ejemplo: El domingo III de Adviento se celebra el llamado domingo
“Gaudete”. Este domingo toma dicho nombre por la Antífona de entrada (elemento
desconocido para el 99% de los católicos que van a Misa) “Gaudete in Domino Semper;
itero, dico gaudete!”. La importancia de la antífona de entrada es crucial. La liturgia nos
indica que es como la nota tónica de una obra musical, marca el ritmo y el sentido del
misterio que se celebra y el canto de entrada debe estar sino elaborado a partir de dicho
texto muy en relación a él ¿Por qué? Porque no cantamos en Misa sino que cantamos la
Misa. Cambia una palabra, pero vaya matiz tan importante.
Volvamos al tema de este ejemplo. Como he explicado la antífona de entrada nos
introduce en el misterio y es un elemento clave. Sin embargo, se espera que el sacerdote
vista con casulla rosa, cosa que no es obligatorio sino opcional. No estoy relativizando
este ornamento, ni tampoco indico que haya que elegir. Simplemente indico que no
pocos llamados neo-conservadores se indignarán con el sacerdote por no llevar casulla
rosa tachándolo de insensible y superficial a los signos litúrgicos, mientras les da igual
que el elemento clave de ese día: la antífona de entrada, se pierda en uno de los
múltiples cantos de Adviento que entonamos ya sea domingo o miércoles de la II
Semana de Adviento.
Por concluir con este primer problema indicaré que el esteticismo ya fue un problema
en el Renacimiento. Todo católico entiende que la estética lleva a Dios, nos sumerge y
eleva hacia Él. Pero es algo armónico y transido de teología, de culto racional a Dios y
no solo de manifestaciones externas. Si algo nos ha querido enseñar Benedicto XVI en
su pontificado es que la liturgia no responde tanto a la pregunta del que y como sino del
desde donde y para quién.
El segundo problema que mina la conciencia litúrgica es el pelagianismo. El
pelagianismo, explicado de un modo muy sucinto, consiste en la herejía de pensar que
nos salvamos con nuestras propias fuerzas y que la gracia es algo así como accesorio.
¿Qué tiene que ver esto con el problema que nos ocupa? Tiene que ver con que
reducimos la liturgia a la Misa y esta a un precepto que hay que cumplir los domingos y
fiestas de guardar. Por tanto, la actitud lógica ante este modo de pensar es que la Misa
cuanto más breve sea mejor. Yo ya he cumplido mi parte, con eso basta. No necesito
que la liturgia me absorba, me convierta y me haga entrar en la eternidad. Prefiero
dedicar mi tiempo al rezo del santo rosario, a devociones varias que a vivir algo que en
realidad no entiendo sino que consumo como quién apura una colilla rápidamente antes
de entrar en un sitio.
Pareciera que cuando estas personas acuden a una Misa solemne deben pensar que ese
día el sacerdote se está dando un homenaje, que lo está haciendo bonito como quién
adorna esmeradamente una casa, olvidando que en realidad está dando gloria a Dios.
Otro factor pelagiano es el activismo pastoral en la celebración de la Misa. Este
problema atañe a los pueblos principalmente. El buen sacerdote, según esta “forma
mentis”, es aquel que se deja la piel los domingos para celebrar un mínimo de tres Misas
a personas que en su mayoría podrían ir al pueblo de al lado tranquilamente. Si este
sacerdote decidiese racionalizar esta situación sería tachado de cosas que aquí no me
atrevo a escribir. Lo importante es cumplir un expediente, celebrar las misas que sean
en media hora y ya está. La pregunta es ¿Y Dios?
El tercer problema es el deísmo. La mayoría de los católicos que acuden a la Eucaristía
son deístas. El deísmo es una corriente filosófica originada en Inglaterra durante los
siglos XVII en adelante que propugna la idea de que Dios existe como fundamento de
una conveniencia social pero que jamás ha intervenido ni intervendrá en la historia. Es
decir, Dios es un ente anónimo que nos invita a llevarnos bien unos con otros y basta.
No ha habido Revelación alguna, lo cual reduce a Cristo a un mensajero moral-buenista.
No quiero detenerme en las consideraciones dogmáticas que tiene esto pero creo que
en la liturgia se ve claramente esta veta de pensamiento. Muchas veces hablamos de lo
que vamos a hacer en Misa o no como si Dios fuese ese ser impotente y oscuro que le
da exactamente igual como sea alabado. Sin embargo, la Sagrada Escritura es clara
cuando nos habla del culto a Dios. Él no solo quiere ser alabado sino que indica como
debe hacerse. Esto tiene total lógica porque el hombre, tras la caída de Adán, ha perdido
toda capacidad de elevarse hacia el Altísimo y debe ser Él quien tire del brazo humano
y le indique como llegar al Su Corazón Santo. Pensemos en Abraham, en Jacob, en
Moisés… y en el mismo Cristo. Dios elige la Eucaristía para ser adorado, alabado y
celebrado (“Haced esto en conmemoración mía”) Y elige varones para celebrarla, y elige
pan ácimo y vino de uva.
A veces nos olvidamos de esto y escuchamos: si no hacemos esto no pasa nada.
Evidentemente Dios no te va a fulminar de un rayo, pero al actuar así te estás alejando
del Dios vivo y verdadero. Vivo que es más que Alguien que nos mira desde arriba mudo
e impotente y verdadero porque nos guía constantemente para amarle más y ello
implica la correcta celebración de sus Misterios.
En el fondo y esto se ve claramente en la situación eclesial de hoy. Actuar litúrgicamente
como un deísta lleva al ateísmo porque un dios celebrado a nuestra medida acaba
siendo un ídolo y los ídolos cansan y pasan de moda.
Y por último, el último gran problema de hoy en día. El gnosticismo. Este último está
relacionado íntimamente con el anterior. El gnosticismo es un conjunto de corrientes
que afirman la superioridad del conocimiento sobre la materia (esta sería algo malo y
corrupto) y que Jesucristo habría iluminado a unos pocos elegidos con saberes ocultos
que se van transmitiendo a un grupo selecto de iniciados.
Creo que la espiritualización, en sentido gnóstico, de la liturgia es algo grave. Los
católicos sabemos que la liturgia expresa misterio, algo que no podemos abarcar, pero
también manifiesta a través de lo material, de los signos. Es un doble juego que necesita
de ese equilibrio. En el fondo no es más que la lógica de la Encarnación. De ahí que quién
afirma que la liturgia solo se distingue por el motivo y no también por las formas
externas está muy equivocado.
Pero hay más en este sentido. Llegas un día a tu Parroquia y ves un signo extravagante
o un canto que no pega y que incluso no es cristiano. Pero no pasa nada, hay un sentido
oculto en quien lo ha pensado que lo hace válido porque habla de Dios, de Jesús o del
amor, la amistad…
Pongo un ejemplo histórico. Algunos gnósticos celebraban la “Eucaristía” poniendo una
serie de panes sobre el altar y dejando que una serpiente los rodease con su viscosa piel.
Al hacer eso el reptil los panes quedaban consagrados según ellos.
Imagínate que tu eres el sacerdote de la Parroquia y haces eso. Me imagino el alboroto
de los fieles. Pero no pasa nada, puedes elaborar un precioso discurso sobre como el
Pan es signo de la Eucaristía que es Cristo y como este ha borrado el pecado de Adán.
Total, lo material está por debajo de lo espiritual.
Vemos como esta postura mina la concepción católica de la liturgia. Y quién dice los
signos en la Misa dice los cantos. No porque un canto nombre a Dios es cristiano (véase
el vídeo de Tangana en la Catedral de Toledo).
La liturgia cristiana siempre ha sido en este sentido aristotélica. Sustancia y accidentes.
Forma y materia. Muchos no entienden esto, incluso neoconservadores que afirman que
lo importante es el sentido. Sin embargo, ya los filósofos escolásticos advirtieron sobre
el peligro de disociar sustancia y accidentes.
Pongamos un ejemplo a modo de conclusión que nos haga esbozar una sonrisa y a la vez
desenmascarar este absurdo. Un elefante lo es porque esencialmente es un elefante y
porque tiene piel gris, trompa y una serie de elementos anatómicos más. Según el
modelo gnóstico-litúrgico que hemos dibujado no hay que preocuparse lo que importa
es que idealisticamente es un elefante y accidentalmente le podemos poner morro de
pato, piel de cebra y patas de caballo.
Todo lo que aquí he expresado es opinión y susceptible a corrección. Si bien, si que trato
de hacer mi reflexión desde la fe de la Iglesia y no frente a ella. El único modo de
subsanar la situación decadente en la que vivimos es sumergirnos en la Tradición de la
Iglesia que es comunión en el tiempo y que esta no sea para nosotros un pasado costoso
y pesado sino un gozoso presente.

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