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La mente ética

Howard Gardner

¿En qué mundo nos gustaría vivir si no conociéramos, con anticipación, nuestra posición ni nuestros
recursos? En mi opinión —pero, estoy convencido, no es solo mía— me gustaría vivir en un mundo
caracterizado por el "buen trabajo": un trabajo excelente, ético e interesante. Durante más de treinta años,
Mihaly Csikszentmihalyi, William Damon y yo hemos estado explorando la naturaleza del buen trabajo;
en particular, hemos tratado de determinar los factores que contribuyen al buen trabajo, los que
conspiran contra él y la mejor manera de aumentar su incidencia. Como nuestros hallazgos esclarecen la
mente ética, los describiré con algún detalle.
Como entendieron cabalmente los fundadores de la ciencia social, a finales del siglo XIX, el trabajo
ocupa un lugar central en la vida moderna. Émile Durkheim delineó el papel indispensable de la división
del trabajo en las sociedades complejas; Max Weber describió el fundamento religioso de la "vocación"
que va más allá del desempeño superficial y refleja nuestra genuina respuesta al llamado divino;
Sigmund Freud identificó el amor y el trabajo como las claves para una buena vida. Convenientemente, la
palabra "bueno" capta tres facetas distintas del trabajo. Un trabajo puede ser bueno en el sentido de que
su calidad es excelente. Ese trabajo puede ser bueno en el sentido de ser responsable; de tener en cuenta,
habitualmente, sus implicaciones para la comunidad en la cual ocurre. Y tal trabajo puede ser bueno en el
sentido de ser interesante; de producir satisfacción y significado, aun en condiciones difíciles. Si la
educación es preparación para la vida, en muchos sentidos es la preparación para la vida laboral. Los
educadores deberían preparar a los jóvenes para una vida orientada al buen trabajo. El ámbito laboral y la
sociedad en general deberían apoyar y sostener el buen trabajo.
Un estudio amplio y ambicioso necesita un punto de partida. Decidimos concentrarnos en el buen
trabajo profesional. Entendemos una profesión como un grupo de trabajadores entrenados que prestan
un servicio importante a la sociedad. Por servir de una manera imparcial y aportar un juicio prudente en
circunstancias complejas, los profesionales son recompensados con estatus y autonomía. Hasta ahora
hemos entrevistado más de 1.200 personas. La mayoría trabaja en profesiones establecidas como
medicina, derecho, ciencia, periodismo y educación. Nuestra muestra incluye también personas que
trabajan en esferas no consideradas estrictamente profesiones: teatro, filantropía, negocios y empresas
sociales. Algunas están entrando a la vida profesional; otras están en la mitad de sus carreras; y otras más
son veteranas que no trabajan a tiempo completo sino como consejeras, vigilando la salud de sus
profesiones e interviniendo cuando es apropiado para mantener esa salud. Mediante entrevistas
profundas con esos respetables trabajadores, hemos indagado sus metas, las fuerzas que facilitan o
impiden el progreso hacia esas metas, los modos como proceden en circunstancias difíciles, las
influencias formativas en su desarrollo y las direcciones que siguen sus profesiones (Gardner,
Csikszentmihalyi y Damon, 2001).
Es fácil identificar a los profesionales. Han obtenido una licencia; prosiguen una educación extensa y
con frecuencia continua, asisten a muchas reuniones (presenciales o remotas) con colegas y viven
confortablemente, si no ostentosamente. Si no actúan de acuerdo con estándares reconocidos, corren el
riesgo de ser expulsados de sus gremios. Ahora bien, mostrar signos de profesional no es lo mismo que
actuar profesionalmente. Muchos individuos denominados profesionales y vestidos con trajes costosos no

Texto original: "The ethical mind". En H. Gardner: Five minds for the future (capítulo 6). Boston: Harvard Business School Press. 2006.
Traducción-edición: José Malavé, IESA, septiembre 2013. Versión española no autorizada por Harvard Business School Publishing.

El profesor José Malavé, del Instituto de Estudios Superiores de Administración (IESA) en Caracas, Venezuela, elaboró esta versión con el fin
exclusivo de proveer material en español para cursos y talleres de "Ética en los negocios" ofrecidos en programas de posgrado y formación
ejecutiva del IESA. El IESA no autoriza forma alguna de reproducción, almacenamiento o transmisión de este material. Queda explícitamente
prohibida la utilización de este material con fines (comerciales o no) ajenos a las actividades académicas del IESA. Los derechos de propiedad de
la obra original pertenecen a Harvard Business School Publishing, 60 Harvard Way, Boston, Massachusetts 02163.
actúan de manera profesional: siguen atajos, anteponen sus intereses, violan los preceptos centrales y los
límites de su vocación. Ejecutan un trabajo "comprometido" (en compromiso o riesgo ético). Pero muchos
individuos que no tienen calificación formal se comportan de un modo admirable, profesionalmente. Son
capaces, responsables, dedicados, dignos de respeto. (Todos preferimos hoteles, hospitales y liceos
dotados de tales profesionales autodesignados). En lo que sigue, me concentro en personas que se
comportan como profesionales, independientemente de su calificación, que encarnan una orientación
ética en su trabajo.
Nuestra investigación se ha concentrado en el mundo del trabajo, pero la mente ética no se
circunscribe al ámbito laboral. El rol de ciudadano requiere igualmente una orientación ética: la
convicción de que nuestra comunidad debería poseer características de las cuales uno se sienta orgulloso
y el compromiso personal de trabajar para la construcción de una comunidad virtuosa. De hecho, aunque
un individuo específico podría optar por concentrarse en su trabajo, o dedicar su energía a la comunidad
que le rodea, la posición ética más elevada abarca ambos dominios. El individuo debe ser capaz de
distanciarse de la vida cotidiana, conceptualizar la naturaleza del trabajo y la naturaleza de la
comunidad, y hacerse preguntas como las siguientes: ¿qué significa hoy ser abogado, médico, ingeniero,
educador? ¿Cuáles son mis derechos, obligaciones y responsabilidades? ¿Qué significa ser ciudadano de
mi comunidad, mi región, el planeta? ¿Qué debo a otros, especialmente a quienes —por circunstancias de
nacimiento o mala suerte— son menos afortunados que yo?
La ética, concebida de esta manera, implica una posición inherentemente distanciada de las relaciones
cara-a-cara características de la tolerancia, el respeto y otros ejemplos de moralidad personal. En la jerga
de la ciencia cognoscitiva, la ética implica una actitud abstracta: la capacidad para reflexionar sobre los
modos de cumplir, o no, un rol específico. Luego diré algo más de la relación entre ética y respeto.

Sustentos del buen trabajo


Desarrollar una mente ética es más fácil cuando uno ha crecido en un ambiente donde el buen trabajo es
la norma. Así como uno reconoce culturas (como la china) que cultivan el trabajo disciplinado o
sociedades (como Silicon Valley en California) que premian la creatividad, es posible identificar sitios
caracterizados por el buen trabajo. Mi ejemplo favorito es la pintoresca ciudad del norte de Italia Reggio
Emilia, una comunidad que he visitado y estudiado durante 25 años. Por lo que he observado a lo largo
de los años, Reggio Emilia funciona sumamente bien. La comunidad es civilizada, ofrece servicios de
excelente calidad a sus ciudadanos y está llena de tesoros y representaciones artísticas. Durante varias
décadas, esta comunidad de algo más de cien mil habitantes ha dedicado recursos humanos y financieros
sin paralelos al desarrollo de guarderías y preescolares de calidad. La revista Newsweek (1991) bautizó
estas instituciones como "los mejores preescolares del mundo". Cuando los visitantes preguntan qué pasa
con los egresados de estas escuelas, los viejos residentes emiten esta corta pero reveladora respuesta:
"Simplemente mire nuestra comunidad".
Reggio Emilia no alcanzó la excelencia, en el trabajo y en la comunidad, por accidente. Está situada en
una región del planeta donde, por siglos, ha existido sociedad civil. Los comienzos de sus servicios
comunales voluntarios y grupos culturales pueden rastrearse hasta la era medieval (Putnam, Leonardi y
Nanetti, 1994). Pero Reggio Emilia no habría alcanzado su distinción en educación en ausencia de
individuos decididos que, como secuela de la devastación causada por la Segunda Guerra Mundial, se
unieron para crear una comunidad en la cual sus niños pudieran crecer sanamente. Se preguntaron, en
efecto, ¿qué tipo de ciudadanos queremos producir?
Puede decirse, con cierta licencia poética, que esos líderes combinaron —de hecho, sintetizaron— dos
visiones usualmente opuestas. Por una parte, adoptaron el núcleo de la ideología socialista: la propiedad
no es objeto de acumulación intensiva, muchos bienes son compartidos y cada individuo trabaja al

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máximo de su capacidad. Por otra parte, operan como un monasterio o un convento: hombres y mujeres
trabajan juntos incansablemente con poca recompensa material, para el mejoramiento de la sociedad. Los
residentes de Reggio Emilia reciben elogios por ser buenos trabajadores y buenos ciudadanos (Edwards,
Gandini y Forman, 1993; Harvard Project Zero, 2001).

Sustento vertical
La orientación ética comienza en la casa. Observen o no a sus padres en el trabajo, los niños saben que
uno o ambos trabajan. Perciben si sus padres se enorgullecen de su trabajo, cómo hablan de sus
supervisores y colegas, si el trabajo es simplemente un medio agobiante o difícilmente tolerado de llevar
el pan a la mesa o también posee un significado intrínseco. En la casa también se trabaja. Los niños
observan a sus padres cuando deciden cómo mantener el hogar, qué hacer con respecto a reparaciones
necesarias o mejoramientos opcionales. Cómo enfocan el juego los adultos es también significativo: los
niños notan si a los adultos les gusta jugar, si juegan limpiamente, si se esfuerzan solo para ganar o
también encuentran significado y "recompensa" en el juego mismo, independientemente de resultar
ganadores o perdedores. Además, los niños observan a sus padres como ciudadanos: ¿leen y hablan
acerca de la comunidad? ¿Votan? ¿Pagan sus impuestos voluntariamente? ¿Dedican tiempo a pensar en
cómo podría mejorar la comunidad? ¿Se enrollan las mangas y participan, o su motivación es
mayormente egoísta y su compromiso mayormente retórico?
Los adultos fuera de la casa también ejercen influencia. Los muchachos notan los comportamientos
de familiares, visitantes y trabajadores que encuentran en la calle y en el mercado: los niños pueden
imitar a tales personas, y de hecho lo hacen. Una comunidad como Reggio Emilia proporciona un modelo
poderoso de cómo pueden los adultos guiar a los jóvenes en una dirección positiva, activa.
Una vez que los jóvenes comienzan a pensar en una carrera prestan especial atención a los adultos
que realizan un trabajo relacionado. Estén o no conscientes de ello, estos adultos se convierten en
modelos de rol: representan las creencias y las conductas, las aspiraciones y las pesadillas, de los
miembros de una profesión. En las profesiones reguladas, algunos individuos son designados mentores.
A los estudiantes de posgrado se les asignan asesores, los médicos residentes trabajan con residentes jefes
o doctores veteranos, los abogados recién graduados pueden trabajar como secretarios de jueces o
asistentes de socios. Con frecuencia ocurre una selección mutua: asesor y asesorado se escogen uno a
otro. La mayoría de los trabajadores jóvenes aprecian la oportunidad de tener un mentor, y quienes
carecen de mentores expresan su frustración. Pero no todos los mentores se acercan al ideal: algunos
rechazan a sus discípulos y otros proporcionan modelos negativos (actúan, inadvertidamente, como
"antimentores" o "tormentores").
Una formación religiosa puede sentar las bases para un trabajo de calidad y una ciudadanía
concienzuda. Algunos empresarios nominados como buenos trabajadores reportan que sus valores
religiosos guían sus prácticas cotidianas. Algunos científicos que se consideran seglares suelen citar un
entrenamiento religioso previo como algo importante en el desarrollo de sus valores y sus pautas
preferidas de conducta. En contraste, entre periodistas y artistas la religión raramente es evocada; aparece
como una posible contribución al buen trabajo, pero no como algo esencial. Lo importante es una base
ética sólida y perdurable, sea cual fuere su origen.
Los jóvenes, lean atentamente o no la prensa diaria, no pueden evitar la influencia del contexto
político. Las conductas (y las malas conductas) de los poderosos salpican los medios y son siempre objeto
de chismes en la calle. La gente joven se da cuenta también de las actitudes asumidas por sus padres
hacia los acontecimientos políticos, económicos y culturales. Sabe, o al menos siente, si sus padres votan y
por quiénes, si sus lealtades políticas van más allá de sus intereses. Igualmente, en la medida en que los

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mayores desdeñan o se alejan del ámbito político de la comunidad, tales actitudes son también
absorbidas por sus descendientes.

Sustento horizontal
En la sociedad contemporánea, pares y colegas ejercen gran influencia. Desde temprano, los jóvenes se
juntan con quienes tienen aproximadamente su misma edad. Son influidos por las conductas y creencias
de esos individuos; especialmente, los que parecen tener más conocimiento, prestigio o poder. No estoy
de acuerdo con la afirmación de la psicóloga Judith Rich Harris, según la cual la influencia de los padres
palidece ante la ejercida por los pares; equivocadamente, ella interpreta una situación característica de
partes de la sociedad estadounidense contemporánea como una ley de la psicología evolutiva (Harris,
1999). Pero estoy de acuerdo con Harris en que una función importante de los padres es la selección del
grupo de pares; los padres que dejan las amistades al azar pueden estar poniendo en riesgo a sus niños.
La calidad de los pares resulta esencial durante la adolescencia. En ese período de la vida, los jóvenes
experimentan diferentes opciones de vida. Es de enorme importancia si la persona joven se relaciona con
individuos dedicados al servicio comunal, estudios académicos o pasatiempos absorbentes; o con
individuos involucrados en actividades sin propósito, antisociales o francamente criminales. Aunque en
muchos casos es obvio dónde encontrará la persona joven su grupo de pares; en otras circunstancias,
cuando actúan fuerzas de atracción de grupos opuestos, la dirección hacia la cual virará finalmente puede
ser determinada por factores sutiles.
Los pares siguen siendo influyentes cuando el aspirante a profesional va al trabajo, sea como
aprendiz o como empleado con todas las de la ley. Un código profesional poderoso (como el juramento
hipocrático), destacados modelos de rol y el propio sentido ético del candidato pueden ser debilitados
por las conductas dudosas de sus compañeros cercanos. En nuestro estudio de jóvenes trabajadores
encontramos que todos sabían qué era un buen trabajo y casi todos aspiraban a alcanzarlo. Pero muchos
sentían que el buen trabajo era un lujo que no podían permitirse en esa etapa de sus carreras. En sus
palabras (que podían haber sido reportes precisos o proyecciones hiperbólicas), sus pares estaban
resueltos a alcanzar el éxito y tomarían el atajo que fuera necesario. Nuestros sujetos no estaban
dispuestos a ceder oportunidades. Y así, a veces con vergüenza, a veces con insolencia, declaraban que
ellos, también, iban a hacer lo que fuera para dejar huella; incluso si ello implicaba fingir la verificación
de la fuente de una noticia, dejar de llevar a cabo un control experimental o reforzar un estereotipo
aborrecido en la escena teatral. Una vez que "llegaran", por supuesto, se convertirían en trabajadores
ejemplares. Aquí enfrentaban un clásico dilema ético: ¿puede un fin encomiable justificar medios
cuestionables? (Fischman, Solomon, Greeenspan y Gardner, 2004).
El distanciamiento de la gente joven del sistema político está bien documentado, particularmente en
Estados Unidos. Muchos no votan, pocos se ven convertidos en políticos. Este distanciamiento puede o
no equipararse con un déficit de ciudadanía. Más de la mitad de los adolescentes estadounidenses
participan en alguna forma de servicio comunal; y en algunas universidades la cifra aumenta hasta dos
tercios, o incluso más, de la población estudiantil. Cien millones de estadounidenses reportan que hacen
algún trabajo voluntario, la mayoría de las veces para sus iglesias. Ahora bien, los mismos individuos que
pueden dar mucho a sus comunidades suelen ser extremadamente cínicos con respecto a la escena
política. Al distanciarse, anulan la posibilidad de contribuir al cambio político. Uno puede divertirse con
el comediante convertido en crítico político Jon Stewart, pero sus críticas virulentas no señalan un camino
hacia la acción positiva. Ralph Nader se acerca más al blanco cuando comenta: "La ciudadanía no es un
asunto espasmódico de tiempo parcial. Es el deber permanente de toda la vida" (transcripción de una
entrevista con Steve Skowron, transmitida al autor el 10 de junio de 2005).

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Inoculaciones periódicas
Suponga que los determinantes tempranos de la conducta ética están bien alineados. La persona joven
contempla admirables modelos de rol en casa. Se rodea —o es suficientemente afortunada de estar
rodeada— de jóvenes bien motivados y rectos. Tiene un mentor meritorio. Y sus compañeros en el primer
trabajo siguen las reglas. Seguramente, esa persona está en buen camino de convertirse en buena
trabajadora.
Pero no hay garantías. Diversos factores —desde la oferta de un trabajo muy lucrativo pero turbio
hasta prácticas impropias consentidas por el jefe— pueden hacer que el joven trabajador se aparte del
sendero ético. Todos los trabajadores pueden beneficiarse de inoculaciones periódicas. En algunos casos,
tales inoculaciones serán "refuerzos" positivos: exposiciones a individuos y experiencias que les
recuerden qué significa ser un buen trabajador. Cuando un médico de mediana edad llega a conocer a un
individuo que deja su práctica lucrativa en una zona residencial para dedicarse a emergencias en el
centro de la ciudad, esta experiencia puede incitar a realizar un trabajo pro bono. O cuando Aaron
Feuerstein, propietario de Malden Mills en Massachusetts, mantiene a sus trabajadores en la nómina
después de haberse incendiado los molinos, otros propietarios pueden motivarse a hacer algo extra por
sus empleados. Sin embargo, también pueden ser necesarias inoculaciones "antivirales" cuando salen a la
luz ejemplos negativos. Considere las felonías del joven reportero del New York Times Jayson Blair, quien
destruyó una carrera prometedora inventando unas historias y plagiando otras. Aunque sus conductas
fueron destructivas tanto para él como —al menos temporalmente— para su periódico, ocasionaron un
saludable reexamen de las prácticas de supervisión y los estándares editoriales en toda la profesión del
periodismo. Para citar un ejemplo aun más famoso, cuando la gran empresa de auditoría Arthur
Andersen cayó en bancarrota debido a sus fechorías en el escándalo de Enron, tanto las grandes como las
pequeñas sociedades auditoras reexaminaron sus prácticas.
En este momento el lector puede estar pensando: "Todo esto suena muy bien. Podemos estar de
acuerdo con la deseabilidad del buen trabajo. Pero, ¿quién juzga cuál trabajo es bueno y cuál no lo es?
¿Dónde está la vara y quién la diseña? ¿No pensaban los nazis que estaban haciendo un buen trabajo?".
Sería el primero en reconocer que no existe un sistema de medición infalible para evaluar la calidad
del trabajo. Pero estoy dispuesto a proponer potenciales estándares. Un buen trabajador tiene un conjunto
de principios y valores que puede declarar explícitamente, o al menos identificarlos ante una pregunta.
Tales principios son consistentes entre ellos y forman un todo razonablemente coherente. El trabajador
tiene esos principios en mente constantemente, se pregunta si los cumple y emprende acciones
correctivas cuando no lo hace. El trabajador es transparente: en lo posible, actúa abiertamente y no
esconde lo que está haciendo. (En la medida en que el secreto parezca necesario, debería resistir un
examen crítico en una fecha posterior; no la clasificación indiscriminada de documentos como secretos,
por ejemplo). Lo más importante es que el trabajador pasa la prueba de la hipocresía: cumple los
principios aun cuando —o especialmente cuando— van en contra de sus intereses personales.
Quizá, en realidad, no exista una ética verdaderamente universal; o, más precisamente, los modos de
interpretar los principios éticos diferirán inevitablemente entre culturas y épocas. Pero esas diferencias
surgen principalmente en los márgenes. Todas las sociedades conocidas abrazan las virtudes de
honradez, integridad, lealtad, justicia; ninguna respalda explícitamente la falsedad, la deshonestidad, la
deslealtad, la injusticia desembozada.
Algunos lectores pueden también plantear otro tema: "Esta plática sobre el buen trabajo tiene un tono
moralista. No puedes esperar el logro de un buen trabajo predicándolo o manipulando a otros. Adam
Smith —y Milton Friedman después de él— tuvieron la intuición correcta. Si dejamos a la gente seguir
sus intereses y permitimos que los procesos del mercado operen libremente, se obtendrán resultados
morales y éticos positivos" (compare esta postura con la de Hasnas, 2006).

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No cuestiono el poder y los beneficios del mercado; como muchos otros, me he beneficiado de él y he
visto sus dividendos en muchos rincones del mundo. Pero no creo que los mercados producirán
inevitablemente resultados benignos o morales; pueden ser despiadados y, en cualquier caso, son
fundamentalmente amorales. Adam Smith tenía realmente una visión muy matizada de los mercados; su
moralidad presupone cierto tipo de sociedad, habitada por actores capaces de adoptar una perspectiva de
largo plazo. Más aún, cuando se alejaba de la esfera de las transacciones, Smith planteaba restricciones
estrictas: "Ciertamente, no es un buen ciudadano quien no desea promover, por todos los medios a su
alcance, el bienestar de toda la sociedad de sus conciudadanos" (citado por Dougherty, 2002). Mi posición
fue muy bien expresada por Jonathan Sacks, rabino jefe de Gran Bretaña:

Cuando todo lo importante puede ser comprado o vendido, cuando los compromisos pueden
romperse porque ya no obtenemos ventajas, cuando ir de compras representa una salvación y los
eslóganes publicitarios se convierten en nuestras letanías, cuando nuestro valor se mide por cuánto
ganamos y gastamos, entonces el mercado está destruyendo las virtudes de las cuales depende a
largo plazo (frontispicio de Sacks, 2005).

Amenazas a la orientación ética


Desde un punto de vista individual, las amenazas a la orientación ética son simplemente los inversos de
los factores que conducen a un buen trabajo. Puedo repasarlos rápidamente. Si en casa uno carece de
padres o tutores que encarnen la conducta ética; si nuestros compañeros de la infancia son egoístas,
ensimismados o ególatras; si uno carece de mentor o tiene uno malintencionado; si nuestros primeros
compañeros de trabajo son propensos a tomar atajos; y si uno carece de inoculaciones periódicas del tipo
positivo o no extrae lecciones de los casos de trabajo "comprometido", entonces la probabilidad de
ejecutar un buen trabajo es mínima.
Pero en este recuento he dejado fuera un ingrediente esencial: la calidad de las instituciones. Es más
fácil llevar a cabo un buen trabajo en la comunidad de Reggio Emilia, porque los estándares de sus
instituciones constituyentes son claramente exigentes. Es más fácil llevar a cabo un buen trabajo en
aquellas compañías, sociedades profesionales, universidades, hospitales, fundaciones u organizaciones
sin fines de lucro en las cuales los líderes —y los seguidores— se empeñan en ser buenos trabajadores;
seleccionan como miembros a quienes muestran una promesa de llevar a cabo, o mantenerse llevando a
cabo, un buen trabajo; y retiran, sin contemplación, las manzanas podridas que amenazan con infectar el
resto del barril.
Para una institución no es suficiente, sin embargo, haberse distinguido por su trabajo ético. Como nos
recuerda el ejemplo de Jayson Blair en el New York Times, los estándares exigentes no protegen de
indeseables que ejecutan trabajos de mala calidad. De hecho, a veces la misma reputación de buen trabajo
puede, inadvertidamente, debilitar a una institución. Los veteranos suponen erróneamente que todos los
que les rodean comparten los mismos valores y, así, no ejercen la vigilancia debida para asegurar la
persistencia del buen trabajo. Escribiendo acerca del New York Times después del escándalo Blair, la
periodista Elizabeth Kolbert (New Yorker, 30 de junio de 2002) afirmó que un periódico con su reputación
no podía darse el lujo de "vigilar" a sus empleados: debía suponer que eran confiables. Es menos probable
que los tabloides sensacionalistas se basen en ese supuesto.
Una reputación de trabajo ético puede también cegar a los miembros de una institución frente a
condiciones cambiantes. El bufete bostoniano Hill & Barlow se enorgullecía de su centenaria reputación
de excelente trabajo. Sin embargo, después de una reunión de sus socios principales el 7 de diciembre de
2002, la firma cerró abruptamente sus puertas. Desde afuera parecía que el cierre fue ocasionado,
principalmente, por la salida de un grupo de codiciosos abogados de bienes raíces, que podían duplicar o

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triplicar sus ingresos anuales abandonando a sus socios y a su casa profesional de tantos años. Pero un
análisis detallado de mi colega Paula Marshall (2004) mostró un cuadro diferente. Durante tres décadas,
los miembros de esta afamada firma legal prestaron insuficiente atención al cambiante paisaje financiero
y a su base de clientes. Y cuando, a finales de los noventa, los socios introdujeron un nuevo sistema de
gobierno, la solución llegó tarde. Los abogados podían seguir practicando su oficio de manera excelente:
el primer sentido de bueno. Pero habían dejado de ser responsables ante sus colegas y ante su comunidad,
y muchos ya no encontraban significado en su trabajo: los dos últimos sentidos, igualmente importantes,
de la palabra bueno. Si un número importante de socios hubiera estado atento a las cambiantes
condiciones y adoptado un gobierno apropiado una o dos décadas antes, la tradición de trabajo legal de
calidad de Hill & Barlow se habría mantenido. El vasto conocimiento institucional, la admirable cultura
institucional y el potencial para mantener un buen trabajo no se habrían perdido de un solo golpe.
Las mayores amenazas al trabajo ético provienen de tendencias generales presentes en la sociedad.
Durante buena parte del siglo XX, los auditores públicos eran considerados profesionales independientes
que testificaban la validez de los estados financieros de los negocios, grandes y pequeños. Pero, a
comienzos del siglo XXI, una serie de escándalos contables hizo erupción dentro y fuera de Estados
Unidos. Resultó que no solo los de Arthur Andersen sino todos los profesionales en otras empresas
líderes habían estado comportándose poco profesionalmente: mantenían nexos estrechos con las
compañías que estaban supuestamente auditando; dejaban pasar evidentes violaciones de las reglas;
certificaban estados financieros sabiendo que eran engañosos, en el mejor de los casos, y con frecuencia
francamente ilegales; armaban escudos fiscales cuestionables; desdibujaban rutinariamente la línea entre
consultoría y auditoría; y a veces incluso sus empleos se movían de la compañía auditada a la firma
contable, y viceversa. Estos individuos podían estar asegurando sus remuneraciones y sensaciones de
"flujo", pero en modo alguno actuaban como profesionales excelentes o éticos (Freier, 2004).
Las investigaciones revelaron que los mecanismos de control, supuestamente existentes, dejaron de
funcionar. Los auditores pueden haber hablado de la boca para afuera de estándares claros e imparciales
de contabilidad, pero dejaron de lado su lealtad a la profesión. Las promesas de enormes recompensas
financieras sedujeron a quienes estaban dispuestos a pasar por alto, o incluso adoptar, prácticas dudosas.
Los nuevos empleados veían que sus supervisores traspasaban umbrales, favorecían a quienes seguían
sus ejemplos y desalentaban, si no despedían, a quienes denunciaban malas prácticas. El encanto del
mercado era evidente. En ausencia de sólidos valores personales y profesionales, o de fuertes sanciones
legales o reglamentarias, muchos miembros de la que alguna vez fue una profesión honorable llevaban a
cabo un trabajo seriamente comprometido, si no patentemente ilegal.
El caso más famoso de conducta reñida con la ética fue, por supuesto, el protagonizado en los años
noventa por el gigante del comercio de energía Enron. Como ha sido registrado en una variedad de
artículos y libros —y en un memorable libro, Los chicos más listos de la clase (McLean y Elkind, 2004),
llevado al cine, Enron: los tipos que estafaron a América— Enron se presentaba como un negocio único en su
especie, pero la realidad era muy diferente. Para sus admiradores, inversionistas y periodistas, Enron era
la compañía del futuro: un grupo de brillantes negociantes y ejecutivos que habían descifrado la
operación de los mercados de energía y usaban su conocimiento en servicio de los accionistas y de la
sociedad en general. Para el año 2000 era la séptima compañía de mayor capitalización de Estados
Unidos, con un valor en libros calculado en ochenta millardos de dólares. Las palabras del presidente
Kenneth Lay eran inspiradoras: "Enron podría optar por pensar en el presente y concentrarse en
maximizar beneficios. Pero ha decidido establecer los estándares de una nueva industria y diseñar las
reglas del juego para el próximo milenio. Al final se beneficiarán los consumidores, los accionistas de
Enron y los empleados de Enron. Nacerá un mundo mejor" (Dauphinais y Price, 1998: 257). Y más aún:
"La reputación de Enron depende finalmente de su gente, de ti y de mí. Mantengamos alta esa
reputación" (citado en "Summer jobs", New Yorker, 4 de julio de 2005).

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Lo cierto es que el éxito de Enron fue logrado, mayormente, por medio de pretextos y engaños.
Aprovechando regulaciones formuladas vagamente y conciencias distraídas, sus ejecutivos proyectaron
ganancias sin bases en la realidad. Al empeorar la situación financiera real de la compañía, crearon
compañías fuera del balance, ficticias, fraudulentas, que respondían solo a Enron; idearon vehículos de
propósito especial para esconder deuda; vendieron energía que no existía; y manipularon el sistema de
energía de California con resultados extremadamente costosos y perjudiciales para los ciudadanos de ese
estado y para los empleados de las compañías asociadas. Cuando se determinó qué salió mal quedó culpa
para repartir, que se extendía más allá de Enron hasta su auditora de confianza Arthur Andersen y
muchas instituciones financieras de buena reputación involucradas con Enron en transacciones turbias.
El meollo del problema estaba en los valores inescrupulosos de quienes lideraban la compañía,
algunos sentenciados a prisión. Desgraciadamente, estos malhechores encontraron demasiados cómplices
en las filas de la compañía, en su junta directiva y en las otras renombradas organizaciones con las que
hicieron negocios. Como suele suceder, las víctimas fueron infortunados empleados que perdieron sus
trabajos, sus ahorros de toda la vida, su confianza en los demás y el respeto por ellos mismos.

Una educación centrada en el buen trabajo


Hasta la tercera década de la vida, la gente joven invierte más tiempo en la escuela que en cualquier otra
institución. Está en presencia de maestros más que en compañía de sus padres; está rodeada de
compañeros de clases más que de hermanos o niños del vecindario. Las instituciones de educación formal
tienen un papel clave en determinar si seguirá el camino del buen trabajo y la ciudadanía activa.
Los maestros constituyen modelos decisivos. Representan una profesión vital, si bien poco apreciada.
Los niños observan las conductas de los maestros; sus actitudes hacia sus trabajos; sus modos de
interactuar con superiores, pares y ayudantes; sus maneras de tratar a los estudiantes; y, lo más
importante, sus reacciones a las preguntas, respuestas y productos del trabajo de sus estudiantes. Suele
decirse que los estudiantes de derecho se forman un concepto duradero de un profesor por su modo de
manejar los primeros momentos de conflicto en el salón. De un modo alentador, nuestros estudiantes
afirman que, aparte de sus amigos y familiares, atribuyen mayor confianza a sus profesores. Para la
mayoría de los alumnos, la escuela brinda las primeras experiencias de trabajo. El trabajo de la escuela
consiste en dominar el currículo explícito, sean las primeras letras, las principales disciplinas o (en el
futuro visualizado aquí) los contornos más ambiciosos y elusivos del pensamiento sintetizador o creativo.
En la mayoría de las escuelas de hoy se pone el foco, casi exclusivamente, en el logro de la excelencia en
esas actividades escolares.
Pero los educadores pueden allanar el camino hacia la mente ética dirigiendo la atención hacia las
otras connotaciones de la bondad. Los estudiantes necesitan entender por qué están aprendiendo lo que
están aprendiendo y cómo pueden darle usos constructivos a sus conocimientos. En calidad de aprendices
disciplinados, nuestro trabajo es entender el mundo. Pero, si queremos convertirnos en seres éticos, es
también nuestro trabajo usar esa comprensión para mejorar la calidad de la vida y el vivir, y atestiguar
cuando esa comprensión (o incomprensión) sea usada de manera destructiva. Hay una razón para que el
servicio comunitario y otras formas de contribución sean —o debieran ser— parte importante del
currículo de cualquier escuela. Quizá paradójicamente, cuando los estudiantes ven que al conocimiento
puede dársele un uso constructivo, es más probable que deriven placer del trabajo escolar, lo encuentren
significativo en sí mismo y, así, alcancen las otras facetas de la bondad.
La capacidad para formarse y manejar estos conceptos depende de la habilidad de la persona para
pensar en forma abstracta acerca de sí misma como trabajadora y como ciudadana. Por supuesto, desde
temprana edad los jóvenes son influidos por lo que ven a su alrededor, lo que es recompensado, aquello
de lo que se escribe, lo que es omitido o menospreciado. Ciertamente, pueden participar en actos morales

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o inmorales. Y pueden beneficiarse de escuchar a escondidas las conversaciones de los adultos sobre
temas éticos. Pero, solo al aproximarse a los años de la adolescencia, son capaces de pensar esquemática y
analíticamente sobre los perfiles de los roles que algún día asumirán: ¿qué significa ser un trabajador de
uno u otro tipo? ¿Qué significa ser un ciudadano de una tendencia opuesta a otra?
Los adolescentes, a diferencia de los niños, pueden imaginar fácilmente diferentes posibilidades, ver
cómo es eso de ser un abogado escrupuloso o inescrupuloso, un ciudadano dedicado o egoísta. Al dejar
de disfrazarse de Papá o Mamá, se visualizan como un periodista o como un juez. Por eso los
adolescentes son más susceptibles a las visiones idealistas o utópicas, aun cuando sean susceptibles a
seguir una trayectoria de actos inmorales simplemente para ver cómo es eso. Ese idealismo suele
moderarse, cuando entran al mundo real y enfrentan presiones y compromisos. Pero los "mejores
trabajadores" y los "mejores ciudadanos" no dejan que las dificultades les impidan hacer sus mejores
esfuerzos.
En este punto es apropiado volver a un tema mencionado antes: la relación entre respeto y ética. No
pienso en una división tajante, un abismo, entre estas dos esferas de la virtud. Es difícil imaginar una
persona ética que no respete a los demás, y los jóvenes que muestran un respeto genuino a los otros son
más propensos a convertirse en buenos trabajadores y ciudadanos responsables. Sin embargo, sería
desorientador confundir estas esferas. El respeto (o irrespeto) hacia los otros comienza en los primeros
años de vida y sigue siendo fundamentalmente un asunto de cómo piensa y se comporta un individuo
con respecto a las personas con quienes se encuentra cada día. La ecuación es:
Persona Otras personas
La ética implica un paso adicional de abstracción, es un logro de la adolescencia y las décadas que le
siguen. Al asumir una actitud ética, una persona piensa acerca de sí misma como integrante de una
profesión y se pregunta cómo deberían comportarse tales personas al desempeñar ese rol; o piensa acerca
de sí misma como ciudadana de una localidad, una región o el mundo, y se pregunta cómo debería
comportarse al desempeñar esos roles. La ecuación, cómo debería representarse un rol en las instituciones
o ambientes apropiados, es:
Persona Rol
El filósofo Peter Singer (1999) captó muy bien esta distinción:

Si buscamos un propósito más amplio que nuestros intereses, algo que nos permita dar a nuestras
vidas un significado más allá de los estrechos confines de nuestros estados conscientes, una solución
obvia es adoptar el punto de vista ético. El punto de vista ético... requiere pasar del punto de vista
personal a la perspectiva de un espectador imparcial. Así, ver las cosas éticamente es una manera de
transcender nuestro fuero interno e identificarnos con el punto de vista más objetivo posible; como lo
expresó Sidgwick, con "el punto de vista del universo".

Dos ejemplos pueden ser útiles aquí: uno personal y humilde, el otro exaltado y de significación histórica.
Apoyé a Lawrence Summers cuando se convirtió en presidente de Harvard en julio de 2001. Admiraba
sus logros, me caía bien y respetaba el cargo que desempeñaba. Sin embargo, en unos pocos años, fui
testigo de múltiples situaciones en las cuales él irrespetó a algunas personas y perjudicó a la institución.
Al principio, como muchos otros, trataba de darle a Summers consejos que pudieran ayudarle a ser un
presidente más efectivo; pero, por la razón que fuera, esos consejos no funcionaron. A comienzos de 2005
tomé la decisión dolorosamente personal de oponerme públicamente a él y aconsejarle privadamente que
renunciara. Al tomar esa decisión tuve que apartar mis sentimientos personales hacia Summers y mi
respeto por el cargo que ejercía en ese momento. Me hice una pregunta ética: como viejo ciudadano de la

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comunidad de Harvard, ¿cuál es la conducta correcta para mí? Al costo de algunas amistades y mucha
angustia personal, opté por seguir el que me pareció el camino ético: según la frase de Albert O.
Hirschman (1970), "dejar que la voz se sobreponga a la lealtad".
Abraham Lincoln, desde muy temprano en su infancia, se sintió muy incómodo con la esclavitud.
Nunca tuvo esclavos ni quería que hubiera esclavos en su país. Durante sus campañas para el senado y la
presidencia, adoptó una posición pública de crítica a la esclavitud y se opuso decididamente a los dueños
de esclavos y a otros que apoyaban la esclavitud o se oponían a la intervención federal en los asuntos de
algún estado soberano. Muchos esperaban que, una vez en el cargo, Lincoln se dedicara rápidamente a
proscribir la esclavitud y emancipar a los esclavos. Pero no lo hizo. De hecho, durante varios años, se
concentró en el mantenimiento de la unión, sin tener en cuenta el estatus de los esclavos. Como escribió al
editor neoyorquino Horace Greeley, "He planteado mi propósito de acuerdo con mi visión del deber
oficial y no pienso modificar mi deseo personal, muchas veces expresado, de que todos los hombres en
todas partes sean libres" (citado por White, 2005: 150). Reflexionando con mayor profundidad sobre su
situación, Lincoln escribió al editor de Kentucky Albert Hodges:

Estoy por naturaleza contra la esclavitud. Si la esclavitud no está mal, nada está mal. No puedo
recordar cuando no he pensado o sentido de esta manera. Y, sin embargo, nunca he entendido que la
Presidencia me confiriera un derecho irrestricto para actuar oficialmente según este juicio y este
sentimiento. En el juramento que hice estaba que haría mi mayor esfuerzo para preservar, proteger y
defender la constitución de Estados Unidos. No podía asumir el cargo sin asumir el juramento. Ni era
mi visión que pudiera hacer el juramento para adquirir el poder y luego romper el juramento al usar
el poder (White, 2005: 260).

Lincoln escogió apartar su respeto personal por los individuos de todas las razas para cumplir su rol ético
como líder elegido de una nación. Finalmente, por supuesto, concluyó que su función de preservar la
unión tenía que incluir la emancipación de los esclavos. Al hacerlo llevó los ámbitos del respeto y la ética
a una alineación más estrecha.
Ninguna fórmula mágica garantiza una mente ética. Nuestros estudios muestran que es más probable
la ocurrencia de un buen trabajo cuando todos los participantes en una profesión desean lo mismo. Por
ejemplo, a finales de los noventa, para los genetistas de Estados Unidos era relativamente sencillo hacer
un buen trabajo porque casi todo el mundo esperaba los mismos dividendos de ese trabajo: mejor salud y
vida más larga. En contraste, para los profesionales del periodismo y la contabilidad era más difícil lograr
un buen trabajo. El deseo del periodista de elaborar un reportaje objetivo enfrentaba el ansia de la
sociedad por sensacionalismo y del editor por beneficios siempre crecientes, y la oportunidad del
contador de asegurar recompensas financieras enfrentaba el credo de la profesión y la exigencia de los
accionistas (y de la sociedad) de un registro escrupulosamente preciso.
Es también más fácil llevar a cabo un buen trabajo cuando la persona se pone un solo sombrero
ocupacional y sabe exactamente que implica o no ese sombrero. Cuando los médicos están atrapados
entre servir a sus pacientes y satisfacer las exigencias de su organización de salud, el resultado más
probable es un trabajo "comprometido". El biólogo que trabaja cada mañana en una investigación
financiada por el gobierno en la universidad debe tener el cuidado de no comprometer el canon científico
de transparencia cuando va cada tarde a la compañía privada de biotecnología, donde encabeza el cuerpo
científico de asesores y es uno de los principales accionistas. Los estudiantes pueden percibir si sus
profesores están presentando lo que ellos consideran importante o, simplemente, la última directriz del
superintendente, el estado o la nación. Sobre todo es muy importante si los diversos grupos de intereses

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están en armonía o en conflicto; y si los modelos de rol están seguros del sombrero que llevan y evitan
ponerse sombreros que impongan misiones contradictorias.
Es mucho más difícil encontrar la ruta al buen trabajo cuando las diversas partes no están alineadas.
Volviendo a mis dos ejemplos, los medios y fines del presidente Summers —no importa cuán bien
intencionados— y los de grandes partes del profesorado de Harvard estaban desalineados; así, era difícil
discernir un rumbo ético para los profesores. Por su parte, Lincoln vaciló durante años en cuanto al
estatus de los esclavos en su país, hasta concluir que la preservación de la unión requería la emancipación
de los esclavos. Hoy, casi todos están de acuerdo en que Lincoln hizo lo correcto; pero pagó con su vida, y
las reverberaciones de su decisión se sienten hasta estos días.
El llamado a seguir un rumbo ético, después de los escándalos en muchos ámbitos laborales, ha sido
unánime. Sin duda, las instituciones encargadas de la educación de las personas en los negocios y las
profesiones deben responder a este llamado. Al igual que muchas escuelas de leyes, muchas escuelas de
negocios han visto el entrenamiento de los gerentes como algo puramente técnico y dejan de lado los
asuntos éticos, u ofrecen un curso paliativo, con frecuencia una materia electiva en el último semestre. La
presentación de estudios de casos de comportamiento ético y no ético, la introducción de preocupaciones
éticas a lo largo del currículo, la provisión de modelos de rol que se comporten éticamente y la censura de
los que no lo hacen, son todas iniciativas importantes para cualquier institución dedicada al
entrenamiento de los futuros integrantes del mundo empresarial.
Pero que las escuelas de negocios asuman mayor responsabilidad no exonera en modo alguno a las
compañías. Los empleados escuchan lo que dicen sus líderes y, aun con más atención, observan lo que
hacen. Hay una diferencia palpable entre James Burke, presidente de Johnson & Johnson, quien recogió
todos los productos Tylenol en el momento de miedo de los ochenta, y los ejecutivos de Coca-
Cola/Bélgica en los noventa o Merck/Estados Unidos a comienzos de 2000, quienes negaron que hubiera
problemas con sus respectivos productos (sodas, drogas) hasta enfrentar los alaridos de los medios y el
desasosiego del público en general.
El caso de Lockheed Martin, tal como fue relatado por el estudioso de la ética Daniel Terris (2005), es
instructivo en este sentido. A raíz de los escándalos empresariales de los años setenta, esta compañía,
como muchas otras, creó una división de ética y conducta empresarial. Después de un comienzo más bien
anodino, la división adquirió popularidad y efectividad cuando desarrolló unos atractivos juegos de
negocios basados en Dilbert, el personaje de las tiras cómicas. La compañía exigió a cada empleado
dedicar al menos una hora al año al entrenamiento ético. En el lado positivo del balance, esta intervención
elevó la conciencia de los empleados acerca de los asuntos éticos en el trabajo y puede haber pulido su
integridad personal. Pero, como indica Terris, el programa de ética que él estudió no llegó a enfrentar
temas clave de política y estrategia de la compañía. No tocó prácticas de empleo, justicia en el trabajo,
remuneración de ejecutivos o relaciones raciales o étnicas, ni hablar de la participación de Lockheed
Martin en toda clase de operaciones secretas de defensa, incluyendo algunas cuya solvencia ética podría
ser cuestionada. Uno se pregunta cómo habría funcionado tal programa de ética en Enron o Arthur
Andersen.
El hecho de que una persona se convierta en buena trabajadora depende, al final, de si está preparada
para hacer un buen trabajo y dispuesta a persistir en logro de esa meta cuando las cosas se pongan
difíciles. Hemos encontrado útil evocar cuatro "emes" como indicadores del logro de un buen trabajo:

1. Misión. Sea en la escuela, después de la escuela, en el entrenamiento o en el trabajo, un individuo


debería especificar qué intenta alcanzar en sus actividades; cuáles metas forman la tela del sombrero
que usa. Sin un conocimiento explícito de sus metas, es probable que una persona ande sin dirección
o se meta en problemas.

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2. Modelos. Es muy importante haber observado —preferiblemente de manera directa o al menos en
textos u otros medios— individuos que encarnan el buen trabajo. En ausencia de tales modelos, al
trabajador joven le resultará difícil saber cómo proceder. A veces, los modelos negativos de rol
pueden proveer moralejas útiles.
3. Mirada al espejo: versión individual. El aspirante a buen trabajador debe de tanto en tanto mirarse al
espejo, sin parpadear, y ver si aprueba el modo como está actuando. La pregunta es: "¿Estoy siendo
un buen trabajador y, si no, qué puedo hacer para lograrlo?". Dado que todos somos propensos al
autoengaño, es importante consultar a otros, conocedores y sinceros. Dos asesores valiosos podrían
ser nuestra madre ("si ella supiera todo lo que estuve haciendo, ¿qué pensaría?") y el editor del
periódico local ("si él lo supiera todo y lo publicara, ¿me sentiría avergonzado u orgulloso?").
4. Mirada al espejo: responsabilidad profesional. Inicialmente, los trabajadores jóvenes necesitan prestar
atención a sus almas. Pero, definitivamente, eso no es suficiente. Incluso si uno está haciendo un buen
trabajo —para la firma contable Arthur Andersen, el periódico New York Times o la firma legal Hill &
Barlow— no es suficiente, si nuestros colegas están actuando de maneras que no son profesionales.
Con la autoridad y la madurez viene la obligación de vigilar lo que hacen nuestros pares y, cuando
sea necesario, pedirles cuentas. Como declaró el dramaturgo francés del siglo XVII Jean-Baptiste
Molière: "Somos responsables no solo de lo que hacemos sino también de lo que no hacemos".

En nuestra investigación hemos diseñado diversas intervenciones para fomentar el trabajo ético. Para
periodistas en la mitad de sus carreras hemos preparado un currículo itinerante: reporteros, redactores y
editores colaboran para encontrar soluciones a problemas genuinos (por ejemplo, cómo proveer una
cobertura imparcial de un asunto en el cual el medio tiene un interés particular) y comparten las
estrategias más prometedoras con sus colegas. Para líderes de educación superior hemos preparado
medidas de metas y misiones distintivas para diversos actores, desde estudiantes hasta egresados;
estamos desarrollando modos de ayudar a estos actores a trabajar juntos sinérgicamente para lograr
mayor alineación dentro de la institución. Y para estudiantes de educación secundaria hemos preparado
una caja de herramientas con muestras de dilemas laborales (por ejemplo, qué hacer cuando el apoyo
financiero de la actividad de un estudiante depende de seguir servilmente una política dudosa de la
escuela patrocinadora). Los estudiantes ponderan estos dilemas, discuten posibles soluciones y piensan
en cómo se comportarán cuando enfrenten tales dilemas en el trabajo cinco o diez años después (ver
www.goodworkproject.org).
Padres, maestros y otros adultos del vecindario no pueden proporcionar orientación directa para el
trabajo, porque no pueden anticipar los empleos precisos que tendrán los jóvenes, ni hablar de los
dilemas específicos en los cuales estará ensartado el futuro trabajador. Pero, como modelos de
trabajadores éticos, estos individuos pueden ayudar a modelar y moldear actitudes éticas que pudieran
resultar útiles en una variedad de ambientes de trabajo. Los profesores en escuelas profesionales y los
mentores designados tienen un conocimiento aun más pertinente; pero, con frecuencia, los estudiantes
tienen apenas una exposición fugaz a estos adultos y, para ese momento, ya se han embarcado en una
trayectoria, ética o no, que puede mantenerse a lo largo de sus vidas. No todo joven tiene la buena suerte
de vivir en una comunidad como Reggio Emilia o trabajar en una institución que persista como modelo
de buen trabajo.
Por todas estas razones es especialmente importante que la persona en desarrollo comience a pensar
en misiones, modelos y espejos. A medida que estas consideraciones se vuelvan parte de su arquitectura
mental (sus hábitos mentales) y esté preparada para cambiar de rumbo cuando haga falta una
reorientación, será capaz de asumir la responsabilidad principal por la calidad de su trabajo: su
excelencia, su sentido ético y su significación. Añádanse reflexión constante y amplia consulta. Y quizá un
día, habiendo sido buena trabajadora, esa persona pueda convertirse en consejera de su profesión y de su

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planeta. Puede ayudar a asegurar el buen trabajo en las generaciones siguientes, y contribuir así a darle
forma a un mundo en el cual nuestros descendientes quisieran vivir.
En junio de 2005 le pregunté al violoncelista Yo-Yo Ma, en su rol de ejecutante líder, qué consideraba
un buen trabajo. Después de mucha reflexión, Ma delineó tres obligaciones: (1) ejecutar el repertorio de
manera tan excelente como fuera posible; (2) ser capaz de trabajar con otros músicos, particularmente en
condiciones en las cuales hay que proceder rápidamente, y desarrollar la comprensión y la confianza
necesarias; (3) pasar nuestros conocimientos, habilidades y orientaciones a las generaciones siguientes, de
manera que pueda perdurar la música tal como uno la ama (comunicación personal con el autor del 23 de
junio de 2005). Viniendo de alguien que encarna el buen trabajo, como nadie que conozca, esta elegante
formulación es especialmente significativa.
Nuestro análisis, aunque desarrollado con referencia al ámbito laboral, se presta fácilmente para el rol
del individuo como ciudadano. Aquí, de nuevo, se ve la necesidad de desarrollar la capacidad para el
pensamiento abstracto. El aspirante a buen ciudadano se pregunta acerca de la misión de su comunidad y
cuál es la mejor manera de alcanzarla; los modelos de rol, positivos y negativos, para los miembros de la
comunidad; la medida en que pueda verse claramente ante el espejo y sentir que ha cumplido su papel de
ciudadano; y el modo como puede ayudar a fomentar la ciudadanía en la comunidad. Quizá esa buena
ciudadanía sea más fácil de lograr en el ágora de la antigua Atenas, las plazas de la Boloña medieval o los
pequeños pueblos de la Nueva Inglaterra del siglo XIX; pero sigue siendo tan necesaria como ayer. Más
aún, cuando Estados Unidos está invitando a otras sociedades a adoptar instituciones democráticas, nos
toca modelar una ciudadanía activa. De otra manera, los defensores de la "democracia para todos"
aparecerían ante el mundo simplemente como hipócritas. El buen trabajo puede comenzar en el corazón
del individuo, pero debe extenderse finalmente al ámbito laboral, la nación y la comunidad global.

Referencias
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