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Desde la antigua Grecia hasta los proyectos filosóficos más recientes, el estudio del ser humano
ha tenido un papel fundamental para toda filosofía. Incluso en aquellas doctrinas y teorías que
parecieran dirigidas a los más diversos objetivos, el problema específicamente humano aflora de
un modo u otro. De algún modo, cualquier esfuerzo por comprender el mundo en el que nos
desenvolvemos guarda una relación estrecha con el intentar ponernos en claro respecto de
nosotros mismos.
Por supuesto, a lo largo de la historia del pensamiento, las formas de aproximarse al intento de
responder a esta pregunta han sido diversas. Los acentos en cuanto a los aspectos destacados o
las metodologías empleadas tienen gran variación en un momento u otro. Pero de todos modos,
la misión última, esto es, el mejor conocimiento de nosotros mismos, permanece inalterada.
Este trasfondo general es, pareciera, el que permite darle un sentido mucho más claro y concreto
a la investigación antropológica. Es verdad: la antropología como disciplina independiente es
relativamente joven si se la compara con otras áreas de la filosofía. Pero, aún siendo esto así, uno
puede fácilmente constatar de qué manera los temas que forman parte de la investigación
antropológica, la manera de plantear sus preguntas y los fines que dicha empresa persigue,
hunden sus raíces en lo más profundo de nuestra cultura y de nuestra historia.
La antropología filosófica es, en efecto, como adelantábamos, una disciplina de origen reciente,
pero guarda una relación estructural con la que es la pregunta filosófica por antonomasia, a saber,
la pregunta por uno mismo. Por supuesto, la manera de plantear el problema de la antropología
filosófica no es el mismo que a la manera subjetiva o psicológica de hacerlo sino que se inscribe
en el esfuerzo permanente de la filosofía de dar con las verdades últimas acerca de la realidad.
Cox