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3 Madurez personal, matrimonio y familia

Hemos hablado con anterioridad de una dimensión del amor que es indispensable
tener en cuenta so pena de caer en una simplificación del amor como realidad
personal e interpersonal. Es el hecho del aprendizaje y la maduración del amor.

No se deben confundir “crecimiento”, “desarrollo” y “maduración”. Polaino


(2000, p. 8-10), distingue entre los tres términos. Crecimiento tiene un significado
físico y debe aplicarse en las etapas en las que el cuerpo aumenta de tamaño;
desarrollo implica, también en las etapas iniciales de la vida, unas modificaciones
cualitativas y cuantitativas en las que surgen nuevas estructuras y funciones en el
organismo; maduración comporta la emergencia de comportamientos nuevos,
asociados a la experiencia del individuo, en virtud de opciones tomadas por este, y
que implican direccionalidad, capacidad de adoptar conductas que responden a
diversas circunstancias y estabilidad personales. En ese sentido hablamos de una
“persona madura”. Es decir, en la madurez hacemos referencia al hecho de que las
personas definen metas y objetivos en su vida, y son capaces de ajustar su conducta
a esas opciones vitales, dentro de las diferentes circunstancias que les tocan vivir.

Este aspecto no es ajeno a la antropología ni a la familia, porque debemos huir de la


tendencia a mostrar al ser humano fuera del dinamismo propio de una vida que tiene
que realizar, y en la que ha de asumir opciones vitales y actitudes coherentes con esas
opciones. Esto responde a una verdad que está en la base de lo que el ser humano es
desde punto de vista de su estructura antropológica: no solo abierto a los demás, sino
abierto al futuro, a la realización de una biografía personal en la que debe utilizar su
libertad para tomar decisiones que den una dirección a su vida. Lo contrario es, o
concebir al ser humano de una forma falsamente inmovilista o predeterminada, o
dejarlo a merced de fuerzas meramente aleatorias.

La madurez psicológica, explica Polaino, tiene que ver con la capacidad de


“someter todos nuestros impulsos, deseos y emociones a la ordenación de la
razón, o, si se prefiere, a la luz de nuestro entendimiento y a la decisión de nuestra
voluntad, pues sin ellos no le sería al hombre posible gobernarse a sí mismo con
‘buen juicio o prudencia’.” (p. 10).

Es esencial a la condición humana el elaborar proyectos. Un proyecto no es un simple


plan, una mera expansión del presente, sino que un proyecto comporta explotar una
posibilidad para dar lugar a algo nuevo. Con palabras de José A. Marina (1995):

La inteligencia inventa sin parar posibilidades reales, que no son fantasías,


sino ampliaciones que la realidad admite cuando la integramos en nuestros
proyectos. El mar, gran obstáculo, puede convertirse en medio de
comunicación. [...] Somos nuestras propiedades reales y el impredecible
despliegue de nuestras posibilidades. [...] Conjugar la realidad y la posibilidad
es el gran arte de la invención (p. 27).

Mediante los proyectos, el ser humano consigue inventar formas posibles de


resolver la situación, entre las que puede escoger la mejor. Con ello se libera
de la clausura de la situación y puede dirigir su comportamiento hacia metas
distantes, amplias, disparatadas o utópicas (p. 29).
Es connatural al hombre trazar proyectos, mediante los cuales diseña el futuro,
y traza un puente entre su situación actual y la futura. El matrimonio
(fundamento de la familia) es un proyecto. Polaino enuncia los factores que
intervienen en el proyecto matrimonial: decisión personal, elección recíproca de los
cónyuges (pues se trata de un proyecto compartido), compromiso vinculante. Esta
capacidad de proyectarse por parte de los cónyuges es indispensable: “El proyecto
conyugal resulta imprescindible –hoy como ayer– para que ninguno de los esposos
se extravíe en el confuso marco de nuestra sociedad” (Polaino, 2000, p. 18).

Ahora bien, elegir un proyecto comporta ser fiel a él, hasta el punto de que podríamos
decir del ser humano que es una criatura “al que le es posible ser leal con su proyecto
biográfico” (ibid., p. 21). Si el matrimonio es un proyecto de vida, la lealtad y
coherencia de los cónyuges con ese proyecto es parte de su maduración como
personas. En puridad, los cónyuges tendrían que evitar toda conducta que traicionara
su proyecto. Pero esta lealtad no viene por sí sola: exige una gran dosis de esfuerzo,
sacrificio y renuncia personales. Cuando esto no se da, sobreviene con mucha
frecuencia el fracaso matrimonial. Como este fracaso es tan frecuente, hay muchos
que piensan que el matrimonio para siempre es un imposible, cuando lo que
realmente es imposible es dar estabilidad y continuidad a un proyecto conyugal y
familiar por el cual no se está dispuesto a sacrificar nada. Detrás de la mayoría de los
fracasos matrimoniales, que conducen a una ruptura de la unidad familiar y a grandes
sufrimientos de los miembros de una familia, especialmente los hijos, hay
frecuentemente una gran dosis de inmadurez.

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