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Luisa Gonzalez-Reiche
Preguntas alrededor de qué es lo que interesa para poderse desarrollar –de la mano
de cuál es el concepto de desarrollo que se tenga–, qué valores interesa transmitir
a las nuevas generaciones para conservar la cultura, así como qué herramientas o
instrumentos deben brindarse para que la sociedad funcione de acuerdo a la visión
establecida, son algunas de las que llevan a definir un programa educativo. Y es así
como ha funcionado a lo largo de toda la historia.
Desde el inicio de las civilizaciones, así, el centro del propósito educativo va a ser
el de la transmisión de la cultura: garantizar que esta no se disperse u olvide y que
las nuevas generaciones se integren de manera efectiva a la estructura establecida
y mantenida por las generaciones anteriores. En ese sentido podemos decir que a
lo largo de la historia la educación ha consistido primordialmente en un proceso de
adiestramiento para que los nuevos integrantes de un grupo social alcancen un
grado esperado. Pero la educación presenta dos retos: el de conservar y
transmitir los elementos culturales reconocidos como válidos e
indispensables, y a la vez renovarlos y corregirlos continuamente, dando paso
al desarrollo o progreso.
Si bien el proceso de reforma ha sido complejo, aún los resultados dan la sensación
de no responder a las preguntas más básicas: ¿qué es lo más importante que
nuestras nuevas generaciones deberían de aprender para que nuestros valores
centrales se mantengan y exalten? ¿Cuáles son los saberes y habilidades que
nuestra sociedad hoy necesita para seguirse desarrollando, partiendo de las
condiciones actuales? ¿Cómo está respondiendo el sistema educativo, en todos los
niveles, a una visión de cultura o sociedad? ¿Cuál es esa visión? o más aún:
¿cuáles son las preguntas más importantes que la sociedad guatemalteca se hace
-o debería estar haciendo- tras la primera década del siglo XXI y cómo la educación
puede afrontarlas?