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LA EDUCACIÓN: transmisión y renovación de la cultura

Luisa Gonzalez-Reiche

El problema de la educación es inherente a todas las culturas humanas. Es un


aspecto que se define y transforma según el momento histórico y las
preocupaciones de los integrantes de una sociedad determinada.

Preguntas alrededor de qué es lo que interesa para poderse desarrollar –de la mano
de cuál es el concepto de desarrollo que se tenga–, qué valores interesa transmitir
a las nuevas generaciones para conservar la cultura, así como qué herramientas o
instrumentos deben brindarse para que la sociedad funcione de acuerdo a la visión
establecida, son algunas de las que llevan a definir un programa educativo. Y es así
como ha funcionado a lo largo de toda la historia.

Podemos decir que la educación es el resultado de tres aspectos de la evolución


histórica que se alimentan entre sí: el fondo cultural y social, las teorías filosóficas y
pedagógicas, y la efectividad de la práctica educativa. El propósito definitivo de la
educación, lógicamente, ha ido cambiando en la historia, pues los tres aspectos
mencionados no son permanentes ni compartidos por la gran diversidad de culturas
que las sociedades han conformado. Las preguntas que las sociedades se hacen
en los distintos puntos de la historia modifican lo que se busca y lo que se considera
importante de transmitir. Entender cómo ese propósito ha cambiado nos puede
ayudar a comprender mejor el proceso educativo por un lado, y a través del proceso
educativo de cada época, comprender a la sociedad que lo desarrolló.

La educación, como otras disciplinas que de esta se irán desplegando a lo largo de


la historia, es una manera de entender el mundo. La disciplina interpreta y de-
codifica el mundo a su modo a la vez que es un reflejo de las preocupaciones
y la visión del momento histórico. Tiene el reto de estar a la altura de su tiempo
y de saber dar respuestas a los retos que a continuación se presentan.

Cada cultura se caracteriza por creencias, costumbres y artefactos específicos que


hacen que la vida dentro de esta sea eficiente para sus integrantes y que dicho
grupo humano pueda sobrevivir. Lo mismo aplica para culturas jóvenes y antiguas
o culturas consideradas más civilizadas. La única diferencia está en las distinciones
en los modos de vivir y el contenido de las creencias. Los modos de vida incluyen
técnicas y comportamientos definidos por normas justificadas en las
creencias mismas. Sin embargo todos esos elementos no son innatos a los seres
humanos como su potencial cognitivo, por lo que deben aprenderse.

Desde el inicio de las civilizaciones, así, el centro del propósito educativo va a ser
el de la transmisión de la cultura: garantizar que esta no se disperse u olvide y que
las nuevas generaciones se integren de manera efectiva a la estructura establecida
y mantenida por las generaciones anteriores. En ese sentido podemos decir que a
lo largo de la historia la educación ha consistido primordialmente en un proceso de
adiestramiento para que los nuevos integrantes de un grupo social alcancen un
grado esperado. Pero la educación presenta dos retos: el de conservar y
transmitir los elementos culturales reconocidos como válidos e
indispensables, y a la vez renovarlos y corregirlos continuamente, dando paso
al desarrollo o progreso.

Con el avance de la historia y el camino hacia el progreso, la educación fue


adquiriendo dos caracteres: la educación cultural, por un lado, que transmite los
saberes ligados a las creencias, los valores y las costumbres sociales; y la
educación institucional, que busca trasmitir las técnicas requeridas por la sociedad.
En sociedades menos avanzadas, a la educación se adjudica un carácter sacro,
confiriéndole a la ignorancia o a la violación de sus valores un castigo humano o
divino. En ese sentido resulta de gran interés analizar las culturas y los
momentos históricos a través de la forma y el contenido de lo que se enseña.

En la cultura occidental la educación se desarrolló a partir de la filosofía de la


Antigüedad Clásica, por lo que el conocimiento tendría un carácter lógico y
semántico. Esa herencia clásica le brindó a la Iglesia un elemento importante: la
disputa. La apertura en relación a la discusión y la búsqueda por una explicación
lógica de las cosas provocó un proceso de adaptación y acomodamiento de ideas.
Sin embargo ese proceso también puede ser visto como una respuesta a la
fragilidad de la sociedad occidental de aquélla época, donde el sistema no podía
darse el lujo de tener holgazanes, herejes o tendencias negativas que debilitaran la
estructura interna. Así, la quema de herejes resultó una herramienta efectiva para
la “formación” del cristiano y su integración al sistema de valores. Si bien resulta
una idea anti-moderna en su fundamento, sin esta idea no hubiéramos tenido
modernidad, así como tampoco hubiéramos alcanzado la modernidad sin volver los
ojos a la antigüedad para romper con la visión medieval.

A partir de la Ilustración y la introducción del concepto de progreso desarrollado por


los fisiócratas y Condorcet, la felicidad de los pueblos era entendida como la
consecuencia de su educación. Se veía en la formación la raíz de toda prosperidad
y la instrucción pública era la cúspide de la “liberación” de los pueblos, que se
encaminaban a la modernidad, mientras que la ignorancia era considerada como la
causa de todos los males. Los valores se veían así a través de la cultura. Era
esta la verdadera vía para la dignidad y la libertad individual.

Es por ello que en la época moderna el problema de la educación se enfrentó más


que todo al reto de ser un generador de progreso. Nuevos valores y posturas
buscaron definir una nueva cultura, de la mano de una nueva política y una nueva
epistemología. Sin embargo, en una sociedad como la nuestra este reto sería
aún más complejo pues el concepto de progreso, un concepto importado, no
respondía tan claramente a nuestro contexto y a nuestras necesidades.
Educar para el progreso significó por lo tanto un proceso contradictorio de
experimentación.

La llegada a Hispanoamérica de las ideas progresistas de la Ilustración se enfrentó


a un ambiente donde la filosofía aristotélica-tomista aún tenía un papel importante
a las nuevas ciencias y por lo tanto fue muy difícil que dichas ideas se
hicieran espacio, creando al inicio una combinación de escolasticismo, racionalismo
y empirismo en los discursos para dar paso poco después a la edad de oro de la
universidad hispanoamericana. Una edad de oro en la que la profesionalización
docente quedó pendiente, imperando la improvisación y siendo las técnicas
didácticas dominantes la repetición, la memorización y el verbalismo, junto a
un sistema que enfatizaba el deletreo, la recitación y la copia. La ausencia de
autonomía intelectual se profundizaba con el uso de castigos y estímulos que
se limitaban a la emulación. La Ilustración hizo así su intento pero la tradición
dogmática –donde el pensamiento crítico y el razonamiento estaban ausentes–
prácticamente ganó la batalla. El papel de la educación en la introducción de nuevas
creencias políticas, nuevos valores y nuevas necesidades significaba una ruptura
radical con el orden anterior, que se había mantenido por trecientos años sin mayor
cambio, enfrentándose a una sociedad fundamentada en los valores religiosos del
medioevo. Esto dio lugar a momentos de tensión entre gobiernos liberales y la
sociedad conservadora o entre políticas conservadoras y la influencia de
ideas modernas pero más que todo a un sistema educativo, desde el inicio,
prácticamente caduco.

Al día de hoy, nuestro sistema educativo parece seguir jugando a la “prueba


y error” desde una perspectiva empírica elemental.

Si bien el proceso de reforma ha sido complejo, aún los resultados dan la sensación
de no responder a las preguntas más básicas: ¿qué es lo más importante que
nuestras nuevas generaciones deberían de aprender para que nuestros valores
centrales se mantengan y exalten? ¿Cuáles son los saberes y habilidades que
nuestra sociedad hoy necesita para seguirse desarrollando, partiendo de las
condiciones actuales? ¿Cómo está respondiendo el sistema educativo, en todos los
niveles, a una visión de cultura o sociedad? ¿Cuál es esa visión? o más aún:
¿cuáles son las preguntas más importantes que la sociedad guatemalteca se hace
-o debería estar haciendo- tras la primera década del siglo XXI y cómo la educación
puede afrontarlas?

Mientras no nos abramos a hacer preguntas como estas, la educación seguirá


siendo un experimento de importación al estilo corta-pega de teorías ajenas a
nuestra cultura, nuestra historia y nuestras necesidades por un lado, y carente
por completo de enfoque y compromiso por otro.

¿Acaso las buenas notas en matemática, la velocidad de lectura o el conocimiento


de las reglas gramaticales nos sirven para construir una mejor sociedad, o la
aplicación tal cual de teorías políticas y económicas desarrolladas en contextos
completamente distintos al nuestro? Los saberes disciplinares, más que ser
conocimientos en sí mismos deberían de ser una herramienta para sumergirse en
el mundo –y nuestra sociedad- desde diferentes perspectivas, comprenderlo más
profundamente y saber generar respuestas y soluciones que ayuden a que, entre
todos, podamos dar lugar al cambio, llámesele progreso si se quiere, pero un
progreso propio, que podamos llamar nuestro porque sí responde a nuestras
verdaderas necesidades y transmite una noción propia de cultura.

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