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Allá estaba el tunal sobre la piedra.

El sacerdote anunció el fin de la jornada que se había


prolongado en ciclos de cincuenta y dos años. En el centro de la laguna estaba el nopal que les
recordó leyendas de niños-termita.
Y el zopilote de negras alas y afilado pico devorando lo que en un principio se creyó era una
culebra, pero al acercarse descubrieron que se trataba de intestinos de antiguos precaristas cuyos
sobrevivientes habían instalado señoríos en los alrededores de la laguna.
La lucha iba a ser larga y sangrienta. Los recién llegados no se preocuparon. Tenían tiempo
suficiente para conquistar poco a poco aquel espacio en medio de las aguas y levantar su imperio.

UNO

-¿Qué es patria?-, pregunta el niño al padre que acaba de matar a un hombre por la posesión de un
descanso de escalera en lo que fue un antiguo almacén de ropa.
-Esta porción de espacio que hemos ganado para vivir.
-¿Y ese cuchillo?-, insiste el niño mientras el padre limpia la hoja ensangrentada.
-Es la justicia.
- ¡Ah!—, dice el niño.
— ¡Ay!—, exclama el padre con amargura.
Media hora despues irrumpe la policia. Desaloja el inmueble con bastones electricos. A los que
mueren pisoteados se los llevan en camiones a rellenar barrancas para nuevos fraccionamientos.
Son los que pierden la oportunidad de ir al cielo por los tiros de las chimeneas de los hornos
crematorios.
El niño se quedo sin padre. Y sin patria.
Pero ya aprendio la leccion: un patriota es el que gana un descanso de escalera, acuchillando a
otros hombres.
El niño se llama Juan. Tiene diez años de edad y nacio en un viejo taxi modelo del 85,
abandonado en la 20 de Noviembre por falta de gasolina.
Juan visita de vez en cuando lo que queda del vehiculo. .Ahi nacio despues de todo.
Al taxi le han brotado ramas por los agujeros del plastico de la carroceria. En el vive un anciano.
Dicen que era senador. Pero también un hombre honrado. Otros senadores viven en los barrios
electrificados.
La madre del niño murió en el parto. La sepultaron en una glorieta del Paseo de la Reforma, junto
a una palmera petrificada. No tenía derecho a los hornos porque no era precarista.

A Juanito le hicieron creer que sí, para que tuviera una imagen más romántica del destino final de
su madre. Mejor el cielo que un hoyo de rotonda donde los precaristas -conocidos antiguamente
como campesinos- siembran maíz.
No consumen el maíz. Guardan los granos como piezas de ornato. ,
La mitad de la población -unos 28 millones- habitaba en el antiguo casco de la ciudad. Todos
trabajaban como desempleados. El gobierno repartía cápsulas. Cada una contenía proteínas,
carbohidratos, glucosas, vitaminas y minerales. Suficiente para sobrevivir una semana.
El problema era conseguir el agua para tomarlas. Los estómagos de los precaristas se habían
reducido al tamaño de una naranja.

Las cápsulas se importaban de China. Pagábamos con sal. La sal contenía uranio. Los chinos lo
enriquecían para sus cohetes espaciales. Y también en la propulsión de los motores, chicos como
una nuez, adaptados a las bicicletas.
Cuando la guerra chino-soviética dejamos de importar cápsulas una temporada. Los precaristas
comieron flores.
Tenían menos valor nutritivo, pero no necesitaban agua para tragarlas. Defecaban en las calles y
los excrementos
olían a rosas y nomeolvides.
Una vez el niño vio un agujerito azul a través del cielo pitado con brochazos de monóxido de
carbono.
Entonces creyó en Dios. Y ya no bostezaba al acompañar a su padre cuando iba a rezar en las
catacumbas del metro Su único juguete era una máscara antigás. La había encontrado en un cerro
de basura fosilizada. Le llamaban smogy y se dormía con ella puesta sobre la cara. Como habían
hecho sus abuelos, antes de que la humanidad se adaptara a la atmósfera por mutación genética,
capricho o mas terquedad de sobrevivencia.

El mundo estaba lleno de smogies. Bueno, no todo el mundo. Había islas particulares y campos
floridos. En esos lugares la energía solar se almacenaba en cajitas de plomo, en forma de
biberones, y se alimentaba a las plantas para su proceso de fotosíntesis.
Hubo experimentos con los humanos para ver si era posible que vivieran a base de helio. Se
abandonó la prueba cuando a los voluntarios de una reservación indígena les comenzaron a salir
ramas por las orejas.

Juanito sólo conocía la parte de la ciudad abandonada a los precaristas. Era una ciudad silenciosa.
El ruido había provocado sordera en anteriores generaciones. Se comunicaba con su padre con el
simple movimiento de los labios.
Cuando los bastoneros se llevaron a su padre, el niño dejó de mover los labios. Sólo cuando
masticaba flores. Las llores sabían a antifriccionante. Aunque otras variedadades, como la
gardenia, tenían un marcado sabor a metanol.

Los bastoneros eléctricos tenían su cuartel general en una torre de cuarenta y cinco pisos
construida para hotel en el antiguo Parque de la Lama. Conocían al edificio como la Catedral del
Cemento. Lo que originalmente se había hecho para restaurante giratorio, era ahora un punto ce
vigilancia con potentes telescopios. Parecía la torreta de uno de esos escarabajos blindados que
están en el museo de guerra llamados tanques. La última vez que entraron en acción fue durante el
primer levantamiento de precaristas a finales del pasado siglo XX.

Los antepasados de Juanito pertenecían a un extraño núcleo humano; los campesinos.


Descendientes de las tribus aborígenes antes de la conquista europea. Se suponía eran los
productores de granos. Ya no sembraban. Sólo se les enseñó a aplaudir por reflejo condicionado.
Los niños nacían aplaudiendo. Y así continuaban toda su vida, si sobrevivían.
Las torres de petróleo se multiplicaban como hongos. Los campesinos buscaban agua y
encontraron lo que algunos bromistas llamaban "oro negro". Maldecían desilusionados. Conocían
su destino. Al poco tiempo eran desplazados por brigadas de técnicos. Buscaban refugio en las
ciudades. Ya no aplaudían. Sólo tendían las manos, para recibir mendrugos. Y promesas de
mendrugos.

Cinturones de miseria rodearon las ciudades. Las hijas de los campesinos se vendieron como
esclavas domésticas en las casas grandes donde vivían los dueños de las promesas. Los perros
comían leche y carne. Y estaban vacunados. Los niños de los campesinos se morían de hambre y
sus padres los iban a tirar en los botes de basura. También había perros precaristas. Se disputaban
los despojos. El gobierno consideró que esto presentaba una imagen negativa para la ciudad y
mandó matar a todos los perros callejeros. Durante algunos meses los precaristas se disputaron los
despojos de los perros. Después, pensaron, seguirían ellos. Entonces decidieron actuar.

No fue una revolución en el esquema clásico del concepto. No había líderes. Tampoco ideales.
Sólo era hambre. Primero asaltaron las tiendas de comestibles. Rompieron cristales y destrozaron
estanterías. La policía resultó insuficiente para reprimirlos. Intervino el ejército. Los muertos se
apilaban en las calles. Y se presentaron epidemias. Los sueños de las promesas se encerraron en
sus casas. Recibían alimentos en vehículos blindados. Como aquellos que se utilizaban para
transportar dinero.
Los precaristas seguían haciendo el amor en las calles, en las iglesias y en las capillas de los
cementerios que tomaron por asalto para usarlas como viviendas. Amor grotesco, primitivo. El
placer de la venganza en la reproducción.

Un día se decidieron para el asalto final a los barrios residenciales. Ya para entonces las fábricas
se habían trasladado a otros sitios y fue suspendido el tránsito de vehículos en las calles y vías
rápidas que de inmediato fueron invadidas por jacales de cartón y láminas de desperdicio.
Casuchas endebles barridas después por los transportes militares cuando el gobierno dio plenas
garantías para que los dueños de las promesas evacuaran la ciudad.
Muchos tercos se quedaron en sus propiedades protegidas por cercas electrificadas.
Juanito leía todo esto en los labios de su padre. Leyendas en las que no creía del todo.
Como tampoco creía que detrás del techo amarillo de monóxido de carbono hubiera un sol, una
luna y millares de estrellas.

Hasta el día en que vio la rendijita azul del cielo. . ...Y creyó en Dios.
DOS

Juanito buscó a Dios en las catacumbas del metro. No lo encontró. Aquello estaba muy oscuro.
Sólo los pequeños litares en las estaciones intermedias se alumbraban con los huesos de los
primeros precaristas arrollados y muertos por sus rápidos trenes. Los vagones se convirtieron en
condominios en las antiguas terminales.
El anciano senador que vivía en el taxi le dijo al niño que sí existía el cielo azul. Al otro lado de
las montañas, rumbo a la costa.
Decidió ir a buscarlo. Necesitaba encontrar a Dios. Recortó flores para alimentarse en el camino.
Las flores se reproducían en los camellones y glorietas. Eran amarillas y brotaban por todas partes.
Inclusive entre las grietas del pavimento y en las bocas de los cañones abandonados a la
herrumbre en lo que era la zona militar.

México era el principal exportador de flores. Ocupaba este producto el segundo lugar después del
uranio. China adquiría el 87.5 por ciento de nuestras flores. El senador del taxi descubrió la causa.
Pero no tenía a quién comunicarlo. A Juanito, tal vez; pero no lo entendería. Tampoco los
miembros del Consejo Supremo del Gobierno. No quería atreverse a caminar cien kilómetros
hasta la nueva capital para que le dieran con las puertas en las narices. O lo torturaran con música
de "piedras rodantes" hasta enloquecerlo.
Los chinos compraban nuestras flores a precios ridículos. Les sacaban el polen (minerales,
vitaminas A, B, C, D, E y K, nucleínas, tiaminas, lecitinas, aminas, guaninas, hidratos de carbono
y antibióticos) y lo industrializaban en cápsulas. Las cápsulas nos las cambiaban por uranio.
En una palabra, nos engañaban como a un chino. O los miembros del Consejo Supremo
practicaban el antiguo juego del ten per cent que acabó por hundir a este país cuando daba lo
mismo poner a un chico a sacarle punta a los lápices que colocarlo al frente del monopolio
siderúrgico del Estado.

Los precaristas no tenían otra actividad que cortar flores. El Consejo Supremo se las cambiaba por
cápsulas chinas. El hambre, al fin, había sido erradicada. Ya no tenían que asaltar casas y matar a
sus moradores para robar comida.
En las cápsulas había una sustancia química añadida: un sicotrópico que neutralizaba la agresión.
El padre de Juanito no podía tragar las cápsulas. Sólo comía flores, por eso mató a un hombre.
Alguien en el Consejo Supremo propuso cianuro en las cápsulas en lugar de sicotrópico. Lo
condenaron a muerte por inhumano. En realidad sin precaristas no se justificaría la compra de las
cápsulas. Ni el ten per cent correspondiente
Juanito emprendió la marcha hacia el oeste. En una bolsa llevaba las flores y su inseparable
smogy. Los precaristas lo veían con indiferencia, siempre y cuando no les invadiera su metro
cuadrado de espacio vital.

Un día conoció los árboles. Eran pocos y estaban rodeabas con cercas electrificadas. El fin era
protegerlos de los hombres-termitas que habitaban en la montaña. Indígenas puros que acabaron
comiéndose, en el sentido literal de la palabra, sus propios bosques. Hacían incursiones nocturnas
a las partes bajas de la ciudad. Se robaban palos de escoba y tablones que arrancaban de casas
abandonadas, para llevarle de comer a sus hijos. La madera de cedro cocida al carbón era
riquísima. A veces tenían que conformarse con resinosas astillas de ocote.
El Instituto para preservar al indígena temía que en cualquier mutación generacional los niños
nacieran con raíces en las plantas de los pies.
El cielo seguía amarillo y Juanito tuvo que seguir adelante. No vio las redadas de los hombres de
las llanuras, llevándose a los niños indígenas para esclavizarlos en las plantaciones de nopales.
Los atraían hasta las jaulas con las golosinas de los mondadientes.
Caminó por el curso serpenteante de un río de asfalto petrificado. El senador le había contado que
siguiéndolo legaría a cualquier parte. No se podía hacer a la idea de que por ahí pasaran
anteriormente casas, como el taxi del senador, bufando a 160 kilómetros por hora. Cero a diez,
según , como si fueran latas de cerveza deshechables.
Por las noches se quedaba a dormir dentro de cascarones de bombas de gasolina en lo que alguna
vez fueran estaciones de servicio. Las letras de Exxon o Mobil, carecían de todo significado para
él.
Como tampoco le decían nada las estructuras metálicas de las torres por donde se tendían los
cables conductores de electricidad. Ahora colgaban de ellas, como flácidos cordones umbilicales
de progreso.
Una madrugada vio, en un pestañeo de frío a campo raso un puntito de luz muy brillante en el
cielo. Cuando despertó, en pleno día, ya no estaba. Sólo era el mismo cielo oxidado. Creyó haber
soñado. Siguió caminando.

Nunca había visto un río. Ni siquiera una vaca. Papá le había contado que antes había muchas y
daban leche. Tan increíble como encontrar un celacanto silbando en la rama de un árbol. Porque
tampoco había árboles. Sólo flores amarillas a lo largo del camino. El país estaba lleno de ellas.
Las flores y el cielo se fundían en el horizonte.
El niño sentía que el espacio se le caía encima cargado de soledad. Una sensación de asfixia le
oprimía las vías respiratorias. Le faltaba el olor humano. Se ajustó su smogy sobre la cara y
comenzó a sentirse mejor. Sólo se la quitaba para comer su ración de flores. Eructaba acetaldeído.
Los hombres-termitas se habían quedado en la madera. Como siempre, llegando tarde a todo. El
hombre de la ciudad llegó al petróleo como alimentó básico, filetes de brontosaurio sazonados con
carbono 14. El polen de las flores estaba enriquecido con hidrocarburos. De ahí su valor nutritivo
y su demanda en los mercados internacionales. Y es que en México cuando temblaba la tierra
estornudaba petróleo. Hasta que un día llegó la plaga de la oleovita.
Pero en ese tiempo, los ecólogos ponían el grito en el cielo, por así decirlo, cuando la camarilla en
el poder decidió convertir a los ríos en oleoductos naturales. Los detuvo la imposibilidad técnica
para controlar su salida al mar y que los buques cisterna piratas estuvieran al acecho en las
cercanías de los límites de las aguas territoriales. Algunos inclusive venían muy bien adaptados
como refinerías flotantes.
Cuando apareció la oleovita, el petróleo dejó de ser una fuente de energía. Los precios se
desplomaron. Ya nadie lo quería, salvo algunos pequeños países de África para lámparas de
mechero. Pero resultaba incosteable el flete. Querían pagar con cacahuates. Antes de que la plaga
se extendiera por todo el mundo, claro.
Fue entonces cuando irrumpió la edad del uranio. Aunque para ello pasaran muchos años de vacío
de energía. Cualquier familia negra del Bronx podía adquirir en Woolworth un reactor portátil a
bajo precio y con garantía para mantener la calefacción hogareña por cincuenta y siete años. La
pila atómica tenía el tamaño de un transistor de radio de bolsillo. Obvio, los japoneses fueron los
primeros en introducirla al mercado.
Juanito no sabía nada de esto cuando tuvo que quitar chapopote para poder beber agua en una
pequeña laguna.
Había historias que el bondadoso senador se había negado a contarle para que el niño no perdiera
la fe en el ser humano.
¡Pobre infeliz! ¡Aún tenía esperanzas en que Mr. Neanderthal no fuera llamado nuevamente a
escena en esta gran mascarada de la vida!
TRES

El senador no tenía nombre. A todos les decía que lo había olvidado. Y se lo creían.
Era un viejo con todos los años del mundo encima.
La realidad era otra. Hacía mucho tiempo que había asesinado a su nombre. Lo fue a sepultar
clandestinamente al pie de la estatua de Gonzalo Teruel, en lo que era el jardín de Santo Domingo.
Lo amortajó en una cartera de cuero donde guardaba su credencial de inmunidad parlamentaria.
Con ella podía moverse libremente por el país sin pagar derechos de peaje.
Y libre acceso a los fraccionamientos residenciales rodeados de alambradas electrificadas.
Durante la Segunda Guerra Mundial, lugares como éstos se llamaban campos de concentración y
la gente era alojada contra su voluntad. El senador iba a visitar a sus amigos judíos.

Por qué ese funeral en Santo Domingo? El senador consideraba a Teruel como el constructor del
México moderno. Este calificativo se le había venido aplicando al país desde los primeros solares
construidos por los españoles a partir de 1521.
A Teruel lo mataron demasiado tarde. Cuando recibió el justo en medio de los ojos, ya había
empujado al precipicio.
El siquiatra loco jaló el gatillo con cincuenta años de retraso. Según sus propias palabras, cuando
lo interrogaba la policía, creían que detrás había una conjura a nivel internacional.
En ese tiempo el senador era líder estudiantil. Organizaba movimientos de protesta contra el
analfabetismo imperante en los centros de educación superior.
Cuando se enteró de la muerte de Teruel en un microcassette de noticias que le prestó un amigo,
comentó que al sistema no se le puede matar con un pedazo de plomo. Como tres clavos tampoco
terminaron con el cristianismo dos mil años atrás.
Sin embargo, no excluía de culpa a Teruel. ¡El país estaba en la orilla! Sólo lo empujó al vacío.
-"Vamos a dar un paso adelante"-, decía. Y lo dimos.
Sin embargo, sería como acusar al último Claudio de la caída del Imperio Romano.
Y ya visto desde el punto meramente histórico, lo que hizo Teruel fue un acto de rapiña. Le vació
los bolsillos a la ropa de un cadáver.

La historia real. No de esas que se escriben por decreto.


Es fácil denunciar al pentágono de haber orientado hacia nuestro país el curso de los ciclones,
arrastrando con vientos de ciento veinte kilómetros por hora los desechos de aerosoles que
antiguamente se aplicaban los blancos en la axilas para no oler como negros, o éstos para oler
come blancos.
Difícil reconocer la operación sanguijuela que se pegaba los poros del territorio para chuparle
hasta la última gota de sangre. Una sangre negra, espesa y aceitosa.
Antes, mucho antes de que apareciera la oleovita, el país se había convertido ya en el primer
productor mundial.
El imperio vecino lo pensó dos veces antes de agregan una estrellita más a su bandera. Y es que
tenía que carga con ciento cincuenta millones de habitantes de los cuales e 87.5 por ciento era
improductivo. Ya con los negros y lo chícanos tenía bastante, consideraba.
Inclusive el congresista Billy White, por Delaware, fue abucheado cuando propuso recluir a todos
los negros en Texas. Y después regresarle el estado a México. Ya pavimentado, claro.
Teruel y su camarilla hicieron una gran fortuna. Vendían el petróleo hasta en frascos de medio
litro. Como botellas con agua bendita de Lourdes. Para salvar al país de la crisis económica, decía.
Cuando lo mató el loco de la gabardina, Teruel se disponga a tomar la presidencia casi por asalto.
Tenía su propia fábrica de votos en el Partido Nacional Demócrata.
Los políticos enriquecidos competían entre sí no para ver quién tenía más dinero, sino cuántas
generaciones en la familia tendrían resuelto su problema económico.
Teruel presumía de cinco generaciones. Pero quería igualar a esas que aparecían en el pentateuco
bíblico. Y se tazó sobre el uranio. Entonces consideraba que al petróleo le ocurriría lo mismo que
al vapor cuando fue desplazado por la electricidad y los hidrocarburos.
Pero ahora serían sus propias reglas de juego.El imperio decadente tenía la tecnología, nosotros el
uranio.
El metal estaba casi a flor de tierra. Sin saberlo, los indígenas del norte del país lo usaban en las
ladrilleras para construir sus casas de adobe. Como sus antepasados utilizaban el oro para hacer
vasijas y braseros ceremoniales.
E1 senador sin nombre sabía que Juanito era un descendiente directo de la tercera generación de
Teruel. El comandante Falco se enteró mucho después. Juanito sólo estaba consciente de haber
nacido en un taxi abandonado.
Para el padre de Juanito, Alma seguía siendo la joven precarista que conoció en las catacumbas
del metro y no la nieta de Teruel y heredera de una gran fortuna.
Se llamaba Alma la madre de Juanito. A los diecisiete años saltó por la rama de un árbol la cerca
electrificada de la casa paterna. Huía del lujo de la ostentación. Tenía vergüenza, después de
descubrir los orígenes de la fortuna familia. Un mozo de servicio creyó haberla visto entre los
precaristas que una noche asaltaron la mansión para llevarse unos filetes de ternera y algunos
litros de leche del refrigerador, luego de matar a los moradores de la casa. El hombre cayó en
contradicciones y las autoridades archivaron el caso.
Después del asalto número 3,894 la policía dejó de llenar expedientes y se ahorró el trabajo de
abrir investigaciones. ¿Para qué? El hambre era la única culpable. Y a ésta no se le pueden poner
grilletes ni sentenciarla a penas de cárcel. Hay que matarla. Y esto sólo se logra con alimentos.

Alma se perdió en el anonimato. La masa de precaristas no tenía nombre ni personalidad. El


último censo se había levantado allá por el 2014. Y sólo fue aproximado. Nada más por cumplir
con la frase de un oscuro candidato presidencial que había dicho: si no sabemos cuántos somos, no
sabremos qué hacer por nosotros mismos.
Era de la oposición y en una valentonada de borrachera aceptó lanzarse como candidato único. Ya
nadie quería el poder. La camarilla de los cien años, la resaca que quedaba, huyó al extranjero en
busca de sus depósitos bancarios. Fue el último presidente. A los tres meses de haber tomado el
cargo, murió de una congestión alcohólica. Al menos fue el informe oficial. Entonces se integró el
Consejo Supremo. Porque ya nadie aceptaba el cargo de presidente. Así, entre todos los miembros
del consejo descargaban las culpas de sus fracasos. Y se repartían a partes iguales los beneficios.
El poder legislativo estaba integrado por sordomudos. Se aseguraba eran descendientes de los
antiguos senadores y diputados. ¡Otra vez las mutaciones! Sólo podían levantar un dedo para
aprobar todo por reflejo condicionado. Gozaban de muchos privilegios. Y de una inmunidad
contra todo llamada fuero. Las decisiones las tomaba el consejo.
El único que no era sordomudo resultó el senador sin nombre. Por eso era disidente. Por eso vivía
en un taxi del 85 abandonado en la 20 de Noviembre donde murió Alma al nacer Juanito.
CUATRO

Al cruzar un pequeño valle Juanito fue sorprendido por un grupo de hombres a caballo. Vestían
trajes negros muy brillantes. El niño vio maravillado los caballos. Nunca había visto uno vivo. Los
conocía por un anuncio de cigarrillos en uno de los muros cuarteados del metro, en la estación de
correspondencia en Pino Suárez. Los predicadores de las catacumbas le daban al anuncio una
iluminación especial para que los precaristas recién llegados conocieran las reses y el verdor que
había antes en los campos.

Juanito sonrió a través de su smogy. No tenía miedo. Solo había temido a los bastoneros. Fue lo
que buscó en las manos de los jinetes: los bastones con grados de voltaje para controlar a los
precaristas. Desde un pequeño choque eléctrico hasta una potente carga que los electrocutaba. Los
jinetes sólo tenían unos cordones alargados que cobraban vida y zumbaban en el aire con un ligero
movimiento de muñeca. Después supo que se llamaban látigos.
Uno de los hombres bajó de su montura y fue hasta él. Los otros se mantenían en guardia,
desconfiados. Juanito parecía con su máscara antigás, un ser de otro planeta.
El hombre se la arrancó del rostro con un violento manotazo. El niño sintió que se asfixiaba. Los
jinetes se tranquilizaron. Los pulmones de Juanito se expandían y se encogían para adaptarse a ese
extraño elemento llamado oxígeno. Ya estaba acostumbrado al monóxido de carbono sintético que
generaba la pila de isótopos autorrecargables en la máscara. ,
El hombre le preguntó al niño quien era y de donde venía Pero Juanito no escuchaba. Y estaba tan
apurado con sus pulmones que no se preocupó por descifrar el lenguaje silencioso de sus labios.
Le examinaron los brazos y la dentadura. Sí era apto para el trabajo. Le ataron de las manos y lo
condujeron hacia el campamento que teman al otro lado de un lomerío.
Juanito se sentía extasiado, respirando oxígeno a todo pulmón", como se decía antes. Una
sensación nueva en su organismo. El smogy quedó abandonado en un claro de abrojos y
pastizales. En el campamento fue introducido en una jaula metálica donde estaban otros niños de
color cobrizo y ojos rasgados. Eran hijos de los hombres-termita.
Los hombres de negro cantaban y bebían mientras levantaban las casas de campaña para reiniciar
la marcha. En total eran diez jaulas sobre carromatos jalados por caballos vicios y escuálidos. Los
niños lo vieron con recelo. No era como ellos. Tampoco hablaba.
Avanzaron todo el día. Juanito veía por entre los barrotes de la jaula el cielo amarillo. Comenzó a
dudar que existiera Dios.
Y lloró, mientras el resto de los niños dormían encogidos y arrinconados en un extremo de la
jaula. No podía oír las voces de los hombres, el restañido de los látigos ni el rítmico golpeteo de
los cascos de los caballos o el rechinar de ruedas de los carromatos.
Las lágrimas de Juanito también eran silenciosas. No sabía a dónde los llevaban. Suspiró por el
descanso de la escalera ganado por su padre a cuchilladas. Después de todo, era el único hogar que
había conocido.
Luego se quedó profundamente dormido. Y tuvo un sueño. Se vio flotando en una barca en un mar
de flores amarillas bajo un cielo intensamente azul. Su padre recocía pétalos con una red de hilos
de plata. El dormía en el regazo de una madre imaginaria, muy hermosa y con el pelo dorado,
como se la había descrito su padre cuando iba a visitar el viejo taxi del senador.
No pudo soñar con el sol, la luna y las estrellas, porque aun no los conocía.
E1 frío de la noche lo despertó. Los hombres de negro habían instalado nuevamente el
campamento. En grupo compacto rodeaban una fogata. Los niños-termita lo observaban con
curiosidad. El no podía hablarles. Simplemente les sonrió. Y ellos también sonrieron.
Nadie debe preocuparse del apocalipsis mientras se dibuje una sonrisa en los labios de un niño,
decían los cantores bíblicos. Esto fue antes del 14 y el 39 en el siglo pasado. Antes del 87. Antes
de Vietnam y Bangladesh. Porque, pese a todo, los niños seguían sonriendo.
Juanito veía las flores amarillas lejos de la jaula. Tenía hambre. Una sensación extraña para él.
Tan extraña como el cautiverio.
Un hombre de negro hizo correr el cerrojo de la jaula y colocó en el interior un recipiente con una
especie de papilla espesa.
Los niños-termita se arrojaron sobre el balde para sacar comida con las manos y comenzar a
tragarla desesperados. Cuatro niños que se empujaban, lanzaban gruñidos entre sí y de reojo
cuidaban que el nuevo, el recién llegado, no fuera a disputarles su alimento.
La comida era serrín con mermelada de resina. Juanito seguía suspirando por sus flores. Pasó la
noche entumido de frío. Los hombres de negro dormían a la intemperie, alrededor de las carpas de
los jefes del grupo. Con pequeños botones graduaban la temperatura de sus trajes térmicos.
Al día siguiente, mientras cruzaban el desierto del Bajío, Juanito se entretuvo tratando de descifrar
los labios de niños-termitas que hablaban entre sí en su dialecto nativo. Le resultó imposible. Pero
se divirtió mucho viéndolos gesticular.

Al tercer día pasaron por una gran plantación de nopales que les hacían tragar como alimento
básico.
Cientos de niños cortaban los frutos, vigilados por otros hombres de negro. Juanito vio entonces
para qué servían los látigos.
Y comprendió que estaban llegando al final del viaje. No se preocupó mucho porque observó que
esas extrañas plantas también daban flores amarillas.
Los niños fueron obligados a salir de las jaulas y los instalaron en una ruinosa construcción que
hacía muchos años había sido una escuela agropecuaria.
En estos sitios, los antiguos hijos de campesinos aprendían a producir en teoría lo que después no
podían realizar en la práctica, porque no tenían tierras.
El senador sin nombre había comentado alguna vez que el problema agrario del país se resolvió
con asfalto.
Los campesinos siguieron los ríos de asfalto. Y se volvieron precaristas.
Juanito aprendió pronto a cortar los frutos del nopal y colocarlos en una cesta, bajo la vigilancia de
los hombres de negro.
Los frutos se llamaban "tunas", y tenían gran demanda entre los dueños de las promesas que
vivían en el campo.
Ahora la gente rica vivía en el campo y los pobres, los miserables, en las ciudades.
Unos levantaban planchas de concreto hidráulico en distritos de riego -así les llamaban antes a los
latifundios de agua-, y los otros sembraban maíz de ornato en los camellones de las grandes
avenidas abandonadas.
Juanito ya no estaba solo. En el galerón donde dormía aherrojado con grilletes, conoció a otro niño
que movía los labios igual que él. Era un hijo de precaristas posesionados de una ciudad que se
llamaba Guadalajara. Los antiguos descendientes de árabes la habían bautizado como "río de
mierda". No había río, pero si un desierto salitroso llamado Chápala.
Se hicieron grandes amigos. Prepararon la huida. No soportaban ni el látigo ni los grilletes. Y
menos las espinas de
Los niños-termita eran felices porque las espinas habían sustituido a las golosinas de
mondadientes. Aunque se les clavaran en los intestinos y se murieran de peritonitis.
El nuevo amigo de Juanito se llamaba José y conocía muy bien toda la región.
Una noche se fugaron.
CINCO

El senador no solamente ingería píldoras chinas. También se alimentaba de recuerdos. Una


práctica senil para que no se le oxidara el espíritu. Concretamente: jugaba solitarios con imágenes
del pasado.
Su cerebroteca funcionaba con una computadora rah 122 que cabría holgadamente en una de esas
cajitas de rapé encontradas por Falco en un sótano del castillo.
El castillo era la residencia oficial de Falco, el comandante de los bastoneros. Un edificio lleno de
cuarteaduras —cicatrices de temblores— sobre un cerro achaparrado en los llanos de Chapultepec.
Había pertenecido a Maximiliano. Un loco europeo que estaba seguro de poder gobernar a los
mexicanos. La que se volvió loca fue su mujer.
Todas las tardes el senador salía a pasear por las calles de lo que alguna vez fue el primer cuadro
de la ciudad. Caminaba con mucho cuidado para no pisar los cuerpos de precaristas. No sabía si
estaban dormidos o muertos, simplemente. Los recolectores de basura, bastoneros degradados,
eran expertos en reconocerlos. Pero en ocasiones se equivocaban. Y los precaristas bien se
preocupaban de no caer en sueño profundo. Algunos alcanzaban a despertar en la antesala de los
incineradores municipales. Otros, ya viejos o cansados por el tedio, jugaban a hacerse los muertos.
Los hornos funcionaban mediante un sistema de micro-ondas con ultrafrecuencia nuclear. No
quedaba nada. Sólo humo.
El dogma de que los muertos se iban al cielo era ya una realidad. Resultaba un espectáculo para
los precaristas asistir de lejos a las ceremonias de desintegración física.
Una madre precarista le muestra a su hijo las primeras volutas que comienzan a salir por una de
las enormes chimeneas.
- ¡Mira! De seguro ahí va ya tu abuelo.
Entre los precaristas no había términos medios O estaban vivos o estaban muertos. Por eso el
gobierno anunciaba orgulloso que ya había erradicado todas las enfermedades.
Cuando los hornos terminaban su trabajo, el cielo se ponía negro. Los muertos vestían entonces su
propio luto Hasta que venían los vientos del norte y se los llevaban.
Al ir eludiendo el espacio vital de los precaristas, el senador recordaba cuando era niño y cruzaba
las calles saltando por encima de los automóviles. Ahí estaba todavía el esqueleto de un autobús
que se quedó parado en una esquina en espera del cambio de la luz roja de un semáforo des-
compuesto.
Había entonces tantos automóviles que el centro de la ciudad se llenó de edificios de
estacionamiento. Llegó un momento en que la gente tenía dónde guardar su automóvil, pero ya no
existían comercios ni oficinas públicas. Fueron los tiempos en que los automovilistas dejaron de ir
al centro.
Los pisos de estacionamiento se convirtieron en pequeños autocinemas. Pero fue una novedad
pasajera. Resultaba incómodo para los dueños de las promesas teniendo televisión tridimensional
en casa.
Y los precaristas comenzaron a ganar espacio vital.
El senador fue hijo de un viejo jubilado del tren-bala. Este sistema de transporte, novísimo en su
época, funcionó bien hasta que se les terminó a los japoneses la concesión para operarlo.
Después quedó en manos de políticos mexicanos Fue una gran fiesta cívica el día de la
"nacionalización". Los convoyes fueron cubiertos con banderitas tricolores. Resultaba patriótico
viajar en ellos.
Duró poco el gusto nacionalista. Se comenzaron a producir retrasos, choques y huelgas. Algunos
trabajadores fueron acusados de sabotaje. Así se le llamaba antes a la ineficiencia oficial.
Y es que resultaba una infamia a la capacidad de los políticos. Y a su desinteresado empeño por
servir al país. Baste el ejemplo de aquel líder de burócratas que por las noches se esforzaba por
terminar su educación primaria en una escuela pública, mientras que durante el día dirigía el
centro de cómputo en el ministerio de Finanzas.
¡Eran realmente excepcionales!, pensaba el senador. Nunca decían "no puedo" en cualesquiera que
fuese el cargo donde los nombraran. Descubrieron el movimiento perpetuo en el intercambio de
puestos. Un día estaban al frente del ministerio de Salud Pública y, al siguiente podían ya estar
dirigiendo el complejo siderúrgico nacional o la educación del país.
Daba lo mismo manejar un acelerador de partículas que un plumero en los archivos nacionales.
Aunque este último trabajo se lo dejaban a los científicos y a los técnicos. Eso fue antes que
siguieran la ruta de las golondrinas y emigraran en masa para ya no regresar a hacer veranos. Se
les exhibió públicamente como traidores. Y se justificó la ya habitual tendencia de contratar
técnicos extranjeros.
Un día, el tren-bala -al que el pueblo había bautizado como el "carquema" (cartucho quemado)-
dejó de operar pues todo el personal se había jubilado.
Un convoy completo se lo llevó un ministro para que jugaran sus nietos en un rancho de
Chihuahua.
La caída política del senador se inició cuando comenzó a denunciar estos abusos desde la tribuna
de la Cámara.
"¡Difamación!", exclamaron los periódicos propiedad de los políticos. Estos últimos habían
derramado ya tanto dinero para manejar a la prensa, que un día decidieron comprarla porque les
resultaba más económico.

El senador no tenía un medio de comunicación dónde manifestarse. Entonces escribió un libro.


Casi nadie lo leyó. No contenía ilustraciones.
Pero era un libro valiente. Al menos así lo creía. Aun cuando el efecto resultó contraproducente.
Los políticos se revolcaban de risa. Les parecía muy gracioso.
Entonces el senador mandó sacar el enorme rezago de libros de la bodega y los quemó en una
plaza pública. Se iba a incinerar junto con ellos, pero el lunes siguiente tenía que ir a pagar una
multa que le impuso la policía por dejar basura en la calle.
El senador era un ciudadano responsable de sus derechos y obligaciones. No quería dejar deudas
pendientes. Ni siquiera una multa. Cuando logró pagarla diecisiete meses después, luego de un
viacrucis de ventanillas, decidió ya no matarse.
Los pocos libros que se habían vendido resultaron un éxito como cuentos para niños. Entonces
cambió el título de La madriguera de los conejos por el de Kafka en el País de las Maravillas.
Utilizaba el seudónimo de Franz Dogson, porque para ese tiempo ya comenzaba a avergonzarse de
su propio nombre. También hizo algunas modificaciones al texto. Eliminó exabruptos para no
lastimar la sensibilidad de los niños. También cambió nombres y lugares.
No quería que los niños identificaran a sus padres, o se apenaran cuando en sus viajes de
vacaciones al extranjero les dijeran "Ah! ¿Tú eres mexicano?"
Pero los niños se encapricharon. Querían leer la primera versión original. Y esta edición comenzó
a cotizarse muy alto en el mercado negro de las escuelas.
Entonces el senador intentó inmolarse nuevamente.
Pero tenía una demanda de un político por difamación. El pleito judicial tardó setenta y tres años
para resolverse en primera instancia, antes de pasar al rezago definitivo.
Para entonces ya no había libros en el mercado. Y los niños se habían hecho hombres.
SEIS

Juanito nunca había, visto un libro. Pero leyó mucho en los labios de su padre.
Antes de ser precarista, antes de Alma y el cuchillo, su padre había sido investigador en los
laboratorios de un centro de armas estratégicas del Imperio.
Era descendiente de los tecnocientíficos golondrinos. Así los calificaron burlonamente los
políticos de aquel tiempo.
Se llamaba Juan y durante muchos años dedicó su tiempo libre a investigar la estructura del rayo
láser. Buscaba la fórmula para convertirlo en un conductor de materia. El sueño de los viajes
espaciales a la velocidad de la luz.
Lo que encontró fue algo diferente.
Haciendo girar subpartículas en sentido inverso dentro del núcleo del átomo, provocaba una
reacción en cadena "hacia dentro". Al ensayarlo con láser, provocaba un estado de antimateria por
la implosión.
La desintegración total. Sueño dorado de los belicistas.
Johnny se alarmó. Y guardó el secreto.
Si en lugar del láser hubiera utilizado una combinación de rayos gamma y beta, habría descubierto
la cura del cáncer.
Pero él no lo imaginaba siquiera. Toda su atención estaba concentrada en los viajes láser,
aprovechando a su favor los obstáculos que para este fin representaba la relatividad del espacio-
tiempo.
Y su primera mujer, Rosemary, había muerto de cáncer unos meses antes.
Los señores del Imperio lo mantenían vigilado. Y trataron de convencerlo de que siguiera adelante
con sus trabajos, "por el bien de la humanidad". Después lo amenazaron, lo hostilizaron y le
exigieron la fórmula.
Juan destruyó los cuadernos con sus trabajos y huyó hacia la frontera. Los agentes del Imperio
salieron tras él. La orden era no dejarlo con vida. Había el peligro de que cayera en manos de los
chinos.
El joven científico atravesó el país y fue a perderse en el anonimato de los precaristas.
Conoció a Alma y nació Juanito. Y después se volvió humo. El niño fue a despedirlo a la
chimenea del incinerador. Y creyó que había escapado ,por el agujerito azul que ese día vio en el
cielo oxidado.
Juanito era así un híbrido de científico-político. Pero también era precarista. Como su amigo José.
Los dos niños huyeron hacia la montaña, eludiendo a las patrullas de los hombres de negro que los
persiguieron hasta los límites de las nopaleras.
Cruzaron la sierra. Nunca antes habían visto tanta vegetación. José se alimentaba de frutos
silvestres; Juanito, de flores.
Después huyeron de la lluvia y el viento. Tenían frío. Un ciclón entró por la costa del golfo.
Buscaron refugio en una cueva.
Durante su cautiverio, un niño-termita enseñó a José a hacer fuego. Después de muchos intentos,
al fin lo obtuvo frotando la madera. Necesitaban mantenerlo alimentado. Afuera seguía la lluvia.
Buscaron dentro de la cueva. Olía a guano y en algunas partes el agua se filtraba por las pare des
rocosas. Al fondo se escuchaba el aletear de los murciélagos.
En un extremo encontraron pedazos de madera que alguna vez debieron formar parte de unas
sillas y una mesa. Avivaron el fuego.

Juanito estaba sorprendido de la habilidad de José. A los precaristas de la ciudad ya comenzaba a


olvidárseles el luego. No tenían nada que calentar. Ni aun sus propias vidas. Tan apiñados vivían
que compartían el calor de sus propios cuerpos.
Prendieron dos pedazos de madera y decidieron investigar qué había en el fondo de la cueva.
Los murciélagos buscaron resquicios para esconderse al percibir la luz de las improvisadas
antorchas. Otros se quedaron inmóviles, pegados a las estalactitas. En un extremo, recostado en la
pared, vieron el esqueleto de un hombre. Juanito se acercó con curiosidad. Nunca había visto la
parte interior de un cuerpo. Para él,'todos los muertos se volvían humo.
José sí los conocía y se mantuvo a cierta distancia, atemorizado.
El esqueleto vestía girones de un uniforme verde de campaña. En su mano derecha, o lo que de
ella quedaba, tenía una arma herrumbrosa conocida en su época comoM-l. En la pared, una
leyenda borrosa que nada decía a los niños:

2 DE OCTUBRE NO QUEDARÁ IMPUNE.

Y ahí estaba todavía. Tal vez esperando.


Dominando su temor, José se acercó para examinar el arma. Juanito ya andaba por el otro extremo
de la cueva, revolviendo cosas con manos sudorosas de curiosidad. Objetos que no sabía siquiera
que alguna vez hubieran existido. Una botella de coca-cola, un cepillo de dientes; latas de cerveza
y huesos de unas aves pequeñas llamadas pollos y que entonces servían como alimento humano.
En el otro rincón vio Unas hojas de papel amarillento con extraños caracteres impresos en tinta
negra y que se llamaban libros.
También había tiras cómicas.

Los niños descubrieron que estos objetos resultaban un excelente combustible para alimentar el
fuego. Y comenzaron a llevarlos a un lado de la hoguera.
Los títulos eran lo de menos. Pero Marx y Walt Disney estarían satisfechos si en alguna forma
llegaran a enterarse que sus obras sirvieron en un momento para calentar los cuerpos de dos niños
ateridos por el frío.
En la madrugada, Juanito salió a orinar. Eran las costumbres que le había inculcado su padre para
no mojar a los precaristas vecinos de espacio vital. El fuego languidecía. José dormía en la
profundidad del cansancio. Afuera había dejado de llover y soplaba el viento.
El niño levantó la vista y se quedó maravillado. El cielo estaba cuajado de pedrería. Miles y miles
de lucecitas titilaban allá arriba. Se restregó los ojos para asegurarse de que no estaba soñando
nuevamente. Pero no.
Unos árboles le cubrían parte de su campo de visión. Entonces subió por un lado de la cueva hasta
lo más alto del cerro. Desde ahí comenzó a recorrer la bóveda celeste con la mirada.
Los puntos luminosos variaban en intensidad. Unos, muy grandes, lo saludaban con guiños. En
algunas partes, las nebulosas parecían salpicar la negrura del cielo con polvito de luz. Vio pasar
satélites y naves siderales. Estrellas fugaces cruzaban el espacio.
Perdió la noción del tiempo embebido en aquel espectáculo. Tampoco sintió el frío ni su orina en
los pantalones.
Recordó las enseñanzas en las catacumbas del metro y a los adoradores de la luz.
fisto era miles, millones de veces superior a la pequeña bujía de pilas de helio en el altar del
metro, ante la que se postraban los fieles para orar en silencio.
El cielo se fue apagando poco a poco. En el horizonte comenzó a formarse un velo transparente
color naranja. No escuchó Juanito el trino de los pájaros ni el rumor del agua en un riachuelo
cercano, del otro lado de la loma.
José salió a buscarlo. Creyó que Juanito lo había abandonado. Lo vio allá arriba, sentado en una
piedra. Subió hasta él y se colocó a su lado. Juanito ni siquiera volvió la cara para verlo. Tenía su
mirada fija en aquel punto donde un gran disco amarillo comenzaba a subir lentamente.
Para José, el espectáculo no le decía nada. Un amanecer como cualquier otro. Tenía, sí, mucha
hambre.
El espíritu de Juanito se estaba hartando con un alimento de luz.
Bajaron del otro lado de la montaña para continuar su camino. El cielo era intensamente azul, pero
ya no había estrellas. El niño precarista se puso triste. Pensó no volver a verlas. Hasta que su
amigo le explicó que podría verlas a la noche siguiente. Y todas las noches.
Cortaron flores y frutos. Se sentaron a desayunar plácidamente a la orilla del riachuelo.
Ahora sí, pensaba Juanito, ya vi el sol y las estrellas. Ya no me importa convertirme en humo.
Y se preguntaba dónde estarían en ese momento las negras volutas de papá y mamá.
SIETE

LA BACINICA DE ALMA era un yelmo etrusco de oro macizo. Lo adquirió Gonzalo Teruel en
una subasta en Nueva York.
Fue aquel viaje en que estuvo a punto de comprar la antorcha de la estatua de la libertad para
instalarla en el pórtico de su mansión electrificada.
Pero el imperio la vendía completa. Había dado órdenes de retirarla de la bahía porque los
sicólogos del gobierno concluyeron que el sólo verla incitaba a los esclavos negros a la rebelión.
Gonzalo Teruel u no quiso comprarla. No por falta de dinero pues habría podido adquirir el viejo
Empire State pieza por pieza, sino porque los rasgos faciales de la estatua no concordaban con los
de su madre recién fallecida.
Y quería colocarla justo encima del sepulcro.
No era novedad.
Un amigo le comentó que hacía muchos años, el gobernador de uno de los estados del país mandó
hacer un majestuoso monumento a la madre en la cima de un cerro que dominaba la ciudad
capital.
Casualmente, el escultor había modelado la cara a partir de un retrato de la respetable señora
madre del gobernador, cuyos restos estaban, también casualmente, depositados en una urna justo
debajo de aquella mole de piedra.
Entonces compró el yelmo. Nada más por no regresar a casa con las manos vacías.
Aunque Lulú, su mujer, hizo un pedido en una tienda exclusiva de la Quinta Avenida por 187 mil
dólares en botones de nácar.
Nunca se supo en qué ropa los pegó. Porque tampoco sabía pegar botones.
Y Gonzalo Teruel no hacía preguntas.
Nada resultaba extraño en una mujer que cruzaba el Atlántico para que Marcel, su peinador en
París, le emparejara las puntitas del fleco.
Esta era la familia de Alma.
Y su mundo se circunscribía a las dieciséis hectáreas que ocupaba la mansión electrificada.
La niña salía de la casa en helicóptero para ir a la escuela al otro extremo de la ciudad.
A través de la bruma del cielo oxidado veía allá abajo el hormiguero humano.
-Son los precaristas- le comentaba Facundo el piloto. Gente mala y abúlica. Nunca te acerques a
ellos, niña. Son capaces de matarte por tu emparedado de mermelada de fresa.
Y realmente Alma llegó a temerles. Y casi a odiarlos.
Más aún cuando la amenazaba su madre con enviarla con
ellos si hacía travesuras.
Pero no había nada que temer mientras ella no intentara cruzar la cerca electrificada.
Alma usaba muy poco el yelmo porque se le metió la idea de que estaba hecho de mierda
petrificada.
Ya no volvió a saber del yelmo. Un día lo vio en un saloncito de visitas, de muy poco uso,
sustituyendo la pata rota de un chiffonier estilo Luis xv. Era cuando iba a cumplir sus quince años.
Lo recuerda por la fiesta inolvidable, realmente. Un viaje charter en órbita lunar. Cien invitados
exclusivos. La tierra se veía^ desde ahí envuelta en una mortaja de gasa amarilla. Lulú bostezaba
burbujas de champaña mientras Teruel platicaba con los pilotos y calculaba la posibilidad de
adquirir uno de esos vehículos.
Alma sacó a bailar a su abuelo. Un anciano bonachón, padre de Lulú, que se enfermaba cuando
veía a alguien matar una cucaracha.
Se llamaba Daniel Sparrow. Descendiente de irlandeses y entusiasta miembro activo de la
Fundación Mundial para la Protección de los Animales.
Sus propiedades abarcaban parte de lo que habían sido los estados de San Luis Potosí y
Tamaulipas. Entre sus principales negocios estaba el de la producción de nopales. Tenía un
ejército de trescientos capataces. Les decían los caballeros negros y controlaban a unos cuatro mil
niños esclavos, hijos de los hombres-termita.
Hitler, en su época, también sufría por la forma en que sacrificaban a las langostas.
Alma tenía sus habitaciones en el ala norte de la casa. Veía muy poco a sus padres. Todos sus
juguetes se manejaban mediante botones de computación.
Un día se cansó de oprimir botones.
Y se coló a la biblioteca. La zona prohibida de la mansión. Teruel decía que los libros sólo servían
para envenenar las conciencias de los hombres. Incitaban a guerras y revoluciones.
Cada libro de la biblioteca tenía en el lomo una calavera con canillas cruzadas.
Como los antiguos frascos de medicinas para ahuyentar a los niños de los anaqueles.
Aprendió a desactivar los ojos electrónicos y a fundir fusibles del circuito cerrado de televisión.
Y comenzó a leer.
Entonces comprendió el porqué de muchas cosas.
Conoció sus orígenes y cómo ese pueblo había llegado a la condición de precarista.
Entendió el significado de una palabra que jamás había oído en su vida: hambre.
Y pensar que cuando niña, su madre le daba una bolsa de gamuza llena de brillantes para que
jugara con ellos como si fueran canicas.
Kafka en el País de las Maravillas se convirtió en su libro de cabecera. No conocía el nombre de
Dogson, el autor, y tampoco imaginó que en el futuro ella moriría en su cama: el asiento trasero de
un viejo taxi del 85 abandonado en la 20 de Noviembre.
Cuando lloró al terminar de leer el primer capítulo, tampoco sabía que esta obra, en otra época,
había provocado la hilaridad de los niños.
Su padre, Gonzalo Teruel , había sido uno de ellos.
No era raro que un niño hiciera esfuerzos por contener la risa en un funeral muy solemne.
Pero si alguien hubiera visto a la joven llorar ante la lectura de ese libro tan divertido, habría
recomendado enviarla a un siquiatra de inmediato.
La familia Teruel tenía un siquiatra de cabecera. Se llamaba Leví Kramsky. Usaba para sus
análisis la fotografía tridimensional.
A veces fracasaba en sus conclusiones porque muchos de sus clientes eran poco fotogénicos.
En ocasiones exigía fotografías de cuerpo completo. Y desnudos. Si los pacientes, claro, eran
mujeres. Y bellas. Su colección era abundante. En sus noches de juerga, mostraba las fotos a sus
amigos como si fueran sellos postales.
Lulú era una de sus pacientes más asiduas. Con ella no necesitaba ya fotografías. La trataba
directamente.
En realidad, Lulú era una mujer hermosa. Al menos antes de que la encontraran desnuda en su
alcoba cosida a cuchilladas. Y al hombre que estaba con ella, muerto de un ataque al miocardio
antes de que lo tocara siquiera la hoja del cuchillo.
Se sospechó al principio del propio Teruel II. Un arranque de celos como en la bella época del
romanticismo.
Pero no. Teruel no estaba seguro de que "aquello" entre su esposa y el siquiatra era parte del
tratamiento. O era lo que hacía creer para quitarse a Lulú de encima.
Y es que cuando hacían el amor, Gonzalo tenía que convalecer varias semanas.
Además, también a él lo encontraron tirado entre las butacas del cinematógrafo de la mansión con
veintisiete puñaladas en el cuerpo.
Quedó descartado el suicidio. Por obvias razones.
El abuelo estaba en su cama con un cuchillo clavado en medio de los ojos.
Fue cuando el sirviente Macario Ibarrola declaró al teniente coronel Falco haber visto a la niña
Alma encabezar el grupo de precaristas asaltantes.
OCHO

ALMA LEYÓ EN EL PREFACIO del libro algo muy sintético sobre aquel joven judío-checo que
cambió el yidish por el alemán. Afortunadamente, murió en 1924. Justo un año después en que el
señor que sufría por el sacrificio de las langostas organizaba el putch de la cervecería de Munich.
La tuberculosis se adelantó a las cámaras de gases.
Pero Dogson lo toma en su libro y lo hace reencarnar medio siglo después dentro de una
madriguera de conejos que, por un túnel, lo envía al "país de las maravillas".
Según la historia, el hombre se vuelve loco y sus últimas palabras a un agente funerario que trata
de venderle un servicio completo a plazos y sin enganche, se ahogan en un grito: ¡No es cierto!. . .
¡No es posible!. . . ¡No lo creo!
Todo en el país era tan real, que Franz se había quedado corto en sus apreciaciones por no
entender del todo el idioma local, ni captar el doble sentido que los nativos le daban a su forma de
vida cotidiana.
No entendía, por ejemplo, cómo el pueblo andaba des¬calzo aunque se comía la piel equivalente a
cien pares de zapatos per cápita al año, sazonada en salsa verde.
Recorrió los confines del país y descubrió su geografía, ayudado un poco por la primera edición
del Viaje a las regiones equinocciales del Barón de Humboldt, que databa de 1827. Se la
vendieron en un par de pesos en un mercado de pulgas. Justo lo que valía una historieta semanal
del pato Donald.
La población rural se multiplicaba en progresión geométrica mientras la tierra se iba sepultando
bajo el asfalto.
Le dijeron que era un país agrícola. Pero el sólo vio montanas y selvas. Los pocos valles, en
proporción a las dimensiones del país, estaban convertidos en eriales aban¬donados en posesión
de campesinos. O tierras altamente productivas, propiedad de agricultores. Y los desiertos.
Unos viajaban en burro y otros en jets ejecutivos.
Se adoraba a una diosa llamada Revolución. Todo mundo hablaba de ella, pero nadie la había
visto. Salvo un cada vez más reducido núcleo de sobrevivientes de purgas y asesinatos entre
grupos antagónicos que ambicionaban el poder. El país se convirtió en un gran botín para los
triunfadores.
La Revolución -algún nombre había que darle a esa cosa que ocurrió a principios del siglo
pasado-, abortó una hija engendrada a cañonazos por los generales en el poder.
Las bocas de los cañones se retacaron con billetes de banco.
El engendro se llamó corrupción.
Y un día, ya grandecita, se comió a su propia madre.
Era como una epidemia que cundió por todo el país. Muy pocos estaban a salvo de ella.
Estaba en todas partes. Un sésamo mágico que abría y cerraba puertas, según como se le utilizara.
No tenía ni ta¬maño ni medida. Con ella se compraban conciencias o se obtenían contratos.
No se movía la hoja del árbol sin el diez por ciento institucionalizado. A los robos les llamaban
"operaciones". Un funcionario llegó a cobrar doscientos cuarenta y tres sueldos en diferentes
dependencias del gobierno. Realmente había clase. O cinismo y audacia. Los carteros carecían de
estas virtudes. Las cárceles estaban llenas de ellos. Bajo el cargo de responsabilidad oficial.
Los noctámbulos bien se cuidaban de no andar por callejuelas solitarias. Tenían miedo de ser
asaltados por la policía.
A los guardianes del orden, como a todas las policías del mundo, les daban una pistola para el
servicio. Algunos las UNÍ han en sus atracos. Otros, que las llegaban a disparar Contra
delincuentes del orden común, eran procesados por homicidio. Alevosía, porque le disparó por la
espalda, decía el fiscal. Es que, señor, nunca huyen corriendo hacia Atrás, contestaba el policía.
Había un decir por aquel tiempo: el que roba un clavo de vía es un ladrón; el que roba una
locomotora, es un estadista.
El país estaba lleno de estadistas.
¡Pobre Kafka! Iba de sorpresa en sorpresa.
Por ejemplo, cuando a los señores del poder se les ocu¬rría un día que había que tecnificar el
campo para aumentar la producción, les dieron tractores a campesinos que ni siquiera sabían aún
andar en bicicleta.
Como si a un arado egipcio se le adaptara un motor de combustión interna.
Pero no sería raro en un país donde, decían, amarraban los perros con longaniza; donde las vías
rápidas, o free ways, parecían grandes estacionamientos y las avenidas de cuatro carriles iban a
desembocar en un estrecho callejón con autos estacionados a ambos lados.
Un sistema democrático fielmente reflejado en un partido político que celebraba, orgulloso, sus
cincuenta años en el poder. Lo que no se sabe es cómo sobrevivieron los demás partidos.
En el interior, en lugar de construir corrales, cercaban las carreteras para que no cruzara el ganado.
Se construyeron 25 mil canchas de basquetbol en otros tantos ejidos para campesinos cuya
estatura media era de 1.50 metros. Acabaron por utilizar las planchas de asfalto para poner a secar
sus granos.
La utilidad práctica a un exacerbado complejo de enanismo.
Pero el enanismo mental era peor.
De ahí el machismo y no darle valor a la vida.
Un pueblo de tequila, mariachis y boxeadores
Amaba a sus ídolos. Y esto lo demostraba acudiendo en forma multitudinaria a sus sepelios.
Una forma de gritarles: "Tu tuviste todo. ¡Yo no tengo nada!, pero estoy vivo"
A los políticos les gustaba esto. Era un medio de canalizar inquietudes y resentimientos.
Y es que el pueblo atravesaba por una crisis de fe Ya no creía en nada. Bueno, políticamente
hablando
Porque seguía creyendo en la virgen de Guadalupe Y la gente recogió pedazos de pavimento por
donde pisaba el Papa durante su visita al país, para llevárselos de reliquias a sus casas.
Y la virgen, siempre a flor de labios de un boxeador al sonar la campana para el primer round en
una pelea por el campeonato mundial en peso tercermundista
También creían en la lotería nacional y en los pronósticos deportivos.
Un pueblo que vivía esperando un golpe de suerte o un milagro. Siempre confiaba en que tal o
cual presidente en turno fuera mejor que el anterior. Y así se lo decían cuando estaba en pleno
ejercicio del poder. Después le mentaban la madre.
Pero era el propio pueblo el que los ungía con el bálsamo de la infalibilidad.
Y la mayoría de las veces no fallaban. Eran infalibles para cometer pendejadas. A veces de buena
fe, hay que reconocerlo.
A propósito de lotería, mi abuelo, un solterón empedernido murió en la más extrema pobreza.
Siempre soñó con pegarle al premio mayor. Un día antes del sorteo hacía proyectos sobre cómo
gastaría el dinero. Planeaba viajes alrededor del mundo e inclusive establecía itinerarios de trenes
y aviones con folletería que conseguía en la Wagón 's Little Cook. Una vez llegó al grado de hacer
los planos completos de una residencia en uno de los lujosos fraccionamientos de moda.
Lo peor de todo, hasta donde yo supe, jamás compro un miserable cachito de sorteo.
Pero murió feliz y con la conciencia tranquila. Final¬mente había ganado. Conservaba una libreta
donde apuntó lo que hubiera gastado en cada sorteo durante cuarenta años y sesenta y siete días.
Y todo esto nos lo dejó de herencia con una moraleja que aún no he terminado de descifrar.
Si realmente hubo moraleja.
NUEVE
JUANITO ESTABA FELIZ porque ya había visto al cielo azul, la luna y las estrellas.
Sin embargo, había algo que le preocupaba: Papá y Mamá, ¿dónde estaban? Allá, arriba. Algunos
de esos millares de puntitos luminosos, eran ellos. Pero, ¿cuáles? Algo más allá de su escala de
cálculo matemático.
Y se preguntaba dónde habría más gente, si abajo o arriba. También los muertos, lentejuelas de
luz, parecían disputarse el espacio vital en el cielo.
Mientras caminaban hacia la costa, José no dejaba de lanzarle sistemáticamente sus dardos de
preguntas. Cómo vivían los precaristas de su ciudad y por qué se alimentaban con flores en lugar
de frutos.
En lenguaje de labios le explicaba que en su mundo las flores sólo servían para ornato, como el
maíz. Y antiguamente era una forma de halagar a una bella muchacha. Pero, ¿comérselas?
Pues sí, contestaba Juanito. Nada raro. Sobre todo después de haber visto a los niños termitas
comer madera.
Y le platicaba de aquellos seres que se alimentaban con luz y de los que tanto le hablara su padre.
Eran humanos.
Aunque no se dejaba de especular que fueran proyectos de futuros eslabones perdidos entre los
hombres-hombres y los hombres-máquinas.
El cromagnón de transistores.
Los primeros, todavía en su laboratorio biológico del organismo; los segundos, ya con circuitos
integrados que funcionaban mediante pilas autorrecargables de cesio radiactivo. Para entonces ya
habían suprimido el obsoleto cable que debían llevar consigo para enchufarlo en tomas de
corriente instaladas en las banquetas, como aquellas que había antes para agua contra incendios.
Los hombres-luz no absorbían como en el pasado corriente eléctrica propiamente dicha, sino se
alimentaban de partículas luminosas que transformaban sus laboratorios como el proceso de
fotosíntesis. Y esto era una ventaja porque no contaminaban el ambiente. Algunos nuevos
modelos, inclusive, salían de las probetas con sistemas de filtros integrados contra la polución
exterior.
Defecaban inoloros rayos ultravioleta desenergetizados
Y mientras los hombres-hombres seguían muriendo de infartos al miocardio o por hipertensión
arterial, ellos dejaban de existir por cortos circuitos o falsos contactos Y esto era frecuente cuando
hacían el amor con extranjeros armados en otro ciclaje.
Juanito no consideraba a su padre un ser fantasioso Lo había respetado mucho. Pero estas historias
que le contaba de los hombres luz en el imperio, realmente le resultaban increíbles.
Pero tampoco creía entonces que más allá del cielo oxidado pudiera existir un manto azul bordado
con lentejuelas.
José no podía quedarse atrás. Los niños serán niños siempre. Aunque se gesten en úteros de vidrio
soplado.
Cerca de Guadalajara viven los hombres-topo Habitan en el desierto de Chapala. Son
descendientes de pescadores. Hacen agujeros en la arena para buscar fósiles de pescado blanco.
Trituran, muelen los huesos en morteros de piedra, y hacen harina que venden en el mercado.
Dicen que es un alimento muy nutritivo. Los hombres-topo se están quedando ciegos. Siempre
metidos en agujeros negros y casi no ven la luz.
-Yo prefiero quedarme con los frutos-, le dice José mientras le da un gran mordisco a una dulce y
jugosa pera.
Y yo con mis flores, contestaba Juanito. Y los dos niños ríen al ver a lo lejos la llanura que los
conducirá a la costa.
Ninguno conocía el mar. Durante su cautiverio llegaron ti captar conversaciones de los hombres
de negro sobre las montañas y los desiertos de agua salobre. Y las grandes ciudades en el fondo
envueltas en burbujas de aire, cuyos habitantes habían comenzado a desarrollar por mutación
branquias y escamas.
Hombres-peces que algunos siglos después debían cuidarse mucho de aquellos hombres-máquina
aficionados al deporte de la pesca de altura.
Los niños siguieron por una abandonada vía de ferrocarril que al principio creyeron se trataba del
esqueleto de una larga y serpenteante víbora. En realidad era un vestigio vergonzante de lo que un
día fue el atrofiado sistema nervioso del país, el ferrocarril.
No hay una historia escrita de cuándo hizo ¡crac! el sistema ferroviario. Pero sí se conocía el cómo
y el por qué. Eran historias viejas, marchitas, que Juanito solía escuchar en las catacumbas del
metro. Escuchar con los ojos, porque no está por demás recordar que Juanito era sordo.
El servicio era tan lento que los campesinos optaron por colocar una capa de tierra sobre las
plataformas donde sembraban sus granos y legumbres. Cuando el convoy llegaba a su destino, un
tramo promedio de seiscientos kilómetros, las semillas ya habían germinado y estaban listos los
productos para su cosecha.
Esto, claro, no duró mucho porque el ministerio de la Reforma Agraria incluyó a los furgones en
las listas de afectaciones para continuar con su política de reparto agrario, en las que teóricamente
el territorio nacional era catorce veces más grande que los puntos geográficos que apare¬cían en
mapas y cartografías.
Pero lo de los ferrocarriles era sólo un pequeño botón de muestra de lo que ocurría en el resto del
país. Todo estaba interrelacionado en tal forma, que los habitantes, donde estuvieran, y del sector
social al que formaran parte, resultaban corresponsables.
El viejo sistema había sido muy hábil para involucrar a todos. Si reventaba, como finalmente
ocurrió, se iba a llevar al país por delante.
Pero el sistema no contó con la gran capacidad de adaptación del mexicano para sobrevivir
inclusive contra sí mismo. Y esto podría ser una cualidad o un defecto grave. Las cucarachas
también tienen esta capacidad. Sobreviven y se reproducen en plenas explosiones nucleares.
El mexicano se reproduce para provocar explosiones demográficas. Siempre con el percutor listo
para entrar en acción. En cualquier sitio y circunstancias. Falotracia galopante. Por eso, los
políticos sólo lograron emascular conciencias.
Por supuesto que los niños de la historia no tenían antecedentes de esto. Había cosas más
importantes en qué pensar, como era el conocer el mar.
Juanito nunca se había bañado en el sentido propiamente dicho. Es decir, no había tenido contacto
con el agua. La sección de sanitarios bastoneros distribuía junto con las cápsulas de polen unas
toallas desechables de polibudeno impregnadas de líquido desinfectante.
Por esto, cuando llegó a la orilla de la playa y vio la enorme llanura de agua se sintió horrorizado
y su primer impulso fue el de huir.
José corrió y comenzó a chapotear en el suave oleaje. El sí se había bañado en pequeñas lagunas
de agua de lluvia cerca de Guadalajara. Entre zambullida y zambullida le gritaba a Juanito con
señas de brazo que no fuera cobarde que probara lo rica que estaba el agua.
El niño precarista rechazó el calificativo. Lo que ocurría es que lo desconocido le impresionaba.
Se controló y se fue acercando poco a poco mientras su amigo lo seguía animando, hasta que
finalmente se metió.
Su primer contacto con el agua fue desagradable. Sin embargo, paulatinamente iba sintiendo la
frescura de aquel líquido. Después se puso a chapotear feliz con su amigo José
Tan absortos estaban jugando en la orilla del mar que no se percataron de seis pares de ojos que
los observaban desde atrás de los médanos de la playa.
Juanito se sorprendió de cómo el color de la piel de José lomaba un color oscuro, acuoso. El
mismo vio sus manos, sus brazos, sus piernas, cubiertas de una pasta aceitosa, negra, que si los
niños hubieran vivido algunos años atrás se habrían dado cuenta de que era petróleo.
DIEZ

FALCO, EL COMANDANTE en jefe de los bastoneros, iba de un lado para otro en el


observatorio giratorio de su cuartel general en el edificio del parque de La Lama.
No concebía cómo sus hombres habían alcanzado ese grado de estupidez simiesca. Un proceso
genético de involución en la escala del hombre que por generaciones ha vestido un uniforme.
Algunos, inclusive, se decían descendientes de los antiguos granaderos expertos en reprimir con
gases y pistoletazos las revueltas estudiantiles. Pero eso fue muchos años atrás. Cuando la Ciudad
de México era apenas un proyecto de desastre.
El bastonero en jefe no se quejaba de la eficiencia de sus hombres. Habían respondido al
sistemático entrenamiento por computadora. Ya ni siquiera resultaba necesario el proceso
subliminal de deshumanización. Es decir, meterlos en una cámara en la que se les sometía a
radiaciones para atrofiar aquella zona de la corteza cerebral en donde se localizan los
sentimientos.
Esto nada más entre los nuevos aspirantes. Porque en aquellos que heredaban el uniforme por
tradición familiar, esa zona ya prácticamente no existía.
La desventaja para Falco era que sus hombres reaccionaban por estímulos reflejos y en
consecuencia resultaban incapaces de emprender acciones por iniciativa propia. Todo respondía a
su bien calculado programa con variantes en código de computación.
Por eso, cuando dio la orden de que encontraran al hijo de Alma, el fracaso fue definitivo.
Falco había realizado una carrera ascendente en el cuerpo policiaco sin más recursos que la
disciplina y la perseverancia. El también fue hijo de precaristas. Y supo lo que era el poder y la
fortuna cuando muy joven ingresó al equipo de segundad de la familia Teruel. Luego pasó al
cuerpo de bastoneros y fue ascendiendo paulatinamente, de grado en grado, hasta convertirse en el
jefe absoluto de la seguridad pública.
Tenía lo que para entonces ya resultaba una virtud no había perdido la iniciativa propia. Esto,
aunado a su desmedida ambición que supo disimular muy bien mientras había una escala de
superioridad por recorrer.
Cuando los altos funcionarios abandonaron la ciudad a su suerte, como las ratas cuando se va a
hundir el barco nadie se atrevió a asumir responsabilidades. El consejo supremo, desde la nueva
capital, decidió que Falco era el hombre adecuado para quedarse al frente de la única autoridad
que debía permanecer en la ciudad: el cuerpo de bastoneros.
El también pudo haber huido. Pero, ¿a dónde? Temía irse a perder en un laberinto de burocracia
en la nueva capital y ser uno más al mando de algún insignificante batallón de barriada, y a
esperar tranquilamente el momento de su jubilación.
Ahora tenía el poder. Sólo le faltaba la riqueza Y ahí estaba a la mano la gran fortuna de los
Teruel confiscada por el Estado. En espera de que Alma, la única heredera se presentara a
reclamar derechos. Pero Alma ya estaba muerta. Y se terminaban los diez años de gracia para que
si no se presentaba un heredero, los bienes quedaban definitivamente en las arcas públicas.
Falco se dedicó a buscar la pista de Alma después de la masacre de la familia Teruel. Movilizó a
todos sus hombres Pero encontrar a una chiquilla de dieciséis años de edad en aquella abigarrada
masa de casi cuarenta millones de personas, le resultó imposible.
Sin embargo, su ambición no le permitió claudicar en su empeño. Al fin pudo dar con un vestigio
en las catacumbas del metro.
Abandonaba por las noches sus habitaciones en el Castillo de Chapultepec y con ropas adecuadas
iba a confundirse con los precaristas para localizar a Alma. Nadie mejor que él. La conoció muy
bien durante el caso Teruel.
Se confundía entre el grupo de seguidores de la luz, pero no hacía preguntas para evitar sospechas.
Simplemente observaba. La belleza de Alma era muy peculiar. Además, había algo que distinguía
a un hijo de precaristas con los descendientes de los dueños de las promesas. Ni la ropa, ni el
movimiento de las manos, eran capaces de ocultar el origen de una persona.
Por eso, Falco pasaba inadvertido. Muy contra su vanidad personal porque mentalmente él ya no
era precarista; pero tampoco era dueño de promesas. Estaba en una posición intermedia en la que
se le rechazaba sistemáticamente por ambos extremos irreconciliables.
Necesitaba poseer una gran fortuna para comprar prácticamente una posición en la ya muy
definida escala social.
Para ello, el jefe de los bastoneros preparó su plan: secuestrar a Alma y mediante un adecuado
lavado de cerebro -tenía los medios suficientes para hacerlo en su cuartel general—, obligarla a
casarse con él. Después de asesorarla en el reclamo de sus derechos, como heredera universal de la
fortuna de Teruel, pasar a la siguiente fase. Consistía en desempolvar el caso de los asesinatos en
masa y reunir o inventar elementos suficientes para condenarla. Así, de acuerdo con las leyes
vigentes, se convertiría en el dueño absoluto de la fortuna, incluyendo los plantíos de nopaleras
del abuelo paterno de Alma.
Pero Alma no aparecía. Falco no sabía que la muchacha se había unido a un hombre y estaba a
punto de dar a luz.
Regresaba a sus habitaciones en el Castillo de Chapultepec y se encerraba en profundas y
desesperadas meditaciones. Tiene que estar en alguna parte. No es posible que haya desaparecido.
Mis hombres han recorrido palmo a palmo la ciudad. Yo mismo he permanecido durante muchos
días en las catacumbas del metro, olvidándome incluso de mis deberes. Y nada. Nada. Nada.
Entonces bajaba apresuradamente al comedor principal para consumir solitario una cena frugal,
rodeado de treinta sillas vacías. Ocupadas tal vez por fantasmas, viejos, cansados; fantasmas
ahorcados por sus propias bandas presidenciales.
Cuando este país aún tenía presidentes todopoderosos infalibles, mientras duraba su mandato.
Ladrones, corruptos, imbéciles e ineptos, después. Cuando el reloj de la demodura o dictocracia,
como decía algún ingenioso de la época, les anunciaba que había terminado su hora.
Presidentes desechables. Reyes, emperadores, dioses efímeros. Lo importante era conocer y
aceptar su sino. Hasta que se descubrió que el país la podía pasar sin ellos Pero ya era demasiado
tarde.
Falco lo sabía mientras recorría con la mirada las sillas vacías. Ahora él era quien tenía el poder
absoluto Pero este se había minimizado al simple control policíaco. Un Estado reducido a su
mínima expresión.
El cetro, su varita mágica, se había convertido en un bastón eléctrico. Un bastón de pastoreo de
seres humanos.
Su mozo de cámara lo sacó de sus disgresiones al anunciar la presencia del senador sin nombre.
Falco ordenó que lo condujera a la salita china donde, de tarde en tarde, se reunían los dos
hombres para jugar ajedrez.
Ambos tenían esa facultad que paulatinamente iba desapareciendo como algo que en un momento
dado en la historia del país resultaba un estorbo: la voluntad.
Para ello aún podían jugar al ajedrez sin necesidad de computadoras. Falco no dejaba de calificar
al senador sin nombre como un ser idealista. Eso ya lo habían discutido mucho sin llegar a un
acuerdo definitivo. Para el senador e1 comandante en jefe de los bastoneros era un fósil viviente
de aquellos lejanos especímenes capaces de gasear a su propia madre si ésta participaba en una
marcha contra el alza de precio en los víveres.
Hasta que se acabaron los víveres. Y las marchas, porque ya no había sitio dónde caminar.
Y donde ya no hay causa ni efecto, sólo queda jugar al ajedrez. Y era lo que hacía esa pareja de
solitarios. Lo mismo estarían haciendo en otra parte los creadores del bien y el mal, con diferentes
piezas, claro. Aunque con variantes más infinitas y, por tanto, mucho más limitadas.
El senador sin nombre esperó, como siempre, a que Falco terminara con sus múltiples ocupaciones
del día. El pretexto del jefe para darse importancia era el hacerse esperar. el senador lo entendía. A
veces no hacer nada es una forma de estar ocupado.
Pero por esos días, Falco sí estaba realmente ocupado y preocupado. El caso de Alma le
desesperaba. Y no sabía que su contrincante en el tablero estaba más cerca de ella de lo que
pudiera imaginar, Esa tarde le había cedido el asiento posterior de su viejo taxi abandonado para
que pudiera dar a luz. Y es que Alma no era como el resto de las mujeres precaristas que les daba
lo mismo parir en un pasillo oscuro que en una glorieta bajo la estatua oxidada de algún libertador
desconocido.
Sin embargo, el tema fue abordado entre jugada y jugada, hasta dos o tres años después, difícil de
ubicar una fecha precisa pues a los precaristas lo que menos les preocupaba era el calendario. En
realidad nunca habían considerado el tiempo. Por ello siempre llegaban tarde a todo. Menos a su
propia muerte. Y es que no la buscaban ni hacían cita con ella. Esta venía por ellos, simplemente.
Ambos observaban fijamente las piezas del tablero, analizando las posibilidades de las siguientes
jugadas. No hablaban. Salvo para decir "jaque" o, con sonrisa triunfal, " ¡mate!".
Falco hizo una jugada de principiante al mover su caballo para cubrir al rey de un posible ataque
con la torre, dejando desprotegida a su reina en línea directa con el alfil blanco del senador.
El anciano tosió y después de capturar a la reina, levantó la vista y miró al jefe de los bastoneros.
-Algo te preocupa, Falco. Si quieres posponemos la partida para otro día.
Eran las épocas en que se discutía la posibilidad de incluir en las cápsulas chinas de polen un
anticonceptivo con tratamiento de rayos gamma esterilizadores. Esto desesperaba a Falco.
Conocía mejor que nadie el espíritu del precarista. Podían someterlo a las más terribles torturas,
inclusive ser encerrados en una cámara y ponerlos a escuchar durante horas y días viejas
grabaciones de informes presidenciales. Usar la mentira para extraer verdades. Pero que no les
tocaran su capacidad de reproducción, porque entonces sí la reacción resultaba violenta.
Y ya no era tanto el concepto del machismo como antes, o la venganza contra el sistema que
antiguamente existía. Era un loco y desesperado afán de sobrevivencia. Hambre de inmortalidad
en progresión geométrica.
-¿Sabe que tratan de incluir el anticonceptivo en las cápsulas, senador?
-Sí. Pensé que no se lo comunicarían a usted en tanto no fuera aprobado el decreto.
-Pues ya está por salir. Y usted y yo, senador, sabemos cuáles serán las consecuencias.
- ¡Vaya si lo sé! Afortunadamente Alma logró tener a su hijo...
-¿Alma?
-Sí, hombre. Aquella joven involucrada en el caso Teruel.
-Lo sé, lo sé-, dijo Falco tratando de mostrar indiferencia.
Ya tenía el hilo conductor en las manos. No debía soltarlo. "Calma, calma", se repetía en lo
interno.
-Siempre tuve simpatía por esa chiquilla. Recuerde senador que yo investigué el caso. Fue una
tragedia. Después que asesinaron a toda su familia, trataron de hacerla aparecer culpable.
¡Pobrecita!
-Pues entonces, Falco, ordene a sus hombres que dejen de buscarla...
¿Lo sabía? Sólo quiero saber cómo está y ayudarla en lo que sea necesario.
Ya no lo necesitará, Falco. Está muerta.
- ¡Cómo!—, exclamó el jefe de los bastoneros con el rostro demudado por la sorpresa.
-Murió esta mañana en el momento de dar a luz. Justo en el asiento de atrás de mi taxi.
-¿Y el niño?
Esta vivo. Se lo llevó su padre. Y esto se lo digo por¬que si trata de reabrir el caso Teruel, el
objeto de su acción ya no existe.
El senador sin nombre se levantó y se despidió.
-Esta noche ni usted ni yo estamos de humor para el ajedrez.
-Lo acompaño, senador.
-No se preocupe. Conozco el camino. Adiós.
Falco salió a la terraza del castillo. Las sombras de la noche manteaban con negrura el hormiguero
humano de la ciudad.
El jefe de los bastoneros era de ese tipo de hombres que en un momento sabían convertir una
inminente derrota en una gran victoria. Todo consistía en localizar ahora al niño. El nuevo
heredero universal de la fortuna Teruel.
El senador sin nombre caminó entre las barracas de precaristas construidas en Paseo de la
Reforma. Pensaba en la actitud de Falco. ¿Por qué ese interés en Alma? Al principio, cuando
movilizó a sus hombres y se les veía rondar por las catacumbas del metro, consideró que Falco
jugaba un poco al detective para no aburrirse y recordaba que fue él, Falco, quien protestó
enérgicamente cuando la muchacha fue liberada por falta de pruebas y el caso se envió a los
archivos.
Si Falco le hubiese confesado su plan de reabrir el proceso, ahí hubiera quedado todo. Pero, ¿por
qué esa actitud de filántropo? Analizó las jugadas con mentalidad de ajedrecista mientras cruzaba
por la Zona Rosa, frente al Monumento a la María Desconocida, en memoria de los precaristas
hacia aquellas mujeres mazahuas pioneras de la conquista de esta parte de la ciudad, donde aún
quedaban en pie los esqueletos de lujosos hoteles y cascarones de restaurantes que vendían
trocitos de filete a cinco mil pesos, cuando todavía quedaba un poco de carne y un poco de dinero.
¿Dinero? ¡La fortuna de los Teruel! Nadie la había reclamado.
El senador sin nombre descubrió la jugada de Falco. Pero, ahora, ¿cuál sería su próximo
movimiento? Estaba muy claro: el niño.
Se apresuró a llegar a la 20 de Noviembre y localizar a Juan para ponerlo sobre aviso.
ONCE

CUANDO ALMA DESCUBRIÓ que había otro mundo más allá de los muros electrificados de la
mansión familiar decidió huir en la primera oportunidad que se le presentara.
Tenía miedo, sin embargo, de lo que pudiera ocurrirle allá en la ciudad. No sabía cómo se le
recibiría en cuanto los precaristas descubrieran su origen.
Pero también tenía conciencia de que el miedo era resultante de lo que durante tantos años
escuchaba en la casa. Las amenazas de la nana, las advertencias del piloto del helicóptero.
Ahora tenía dieciséis años de edad. Ahora había descubierto el terreno fangoso, el estercolero
sobre el que estaba edificado el poder de la familia Teruel, desde sus primeras lecturas en la
biblioteca paterna hacía ya poco más de un año.
Comenzó por rechazar los oropeles y los alimentos sofisticados. Se negó a comer con pretexto de
malestares. Asistía un poco forzada por su madre a eventos de sociedad.
Hubieron de pasar algunos meses para que Lulú se percatara de que algo raro estaba escurriéndole
a su hija. Al principio no le dio importancia. Sabía de esas extrañas etapas de juventud incipiente
en que se producen cambios en fracciones de segundo, de la depresión total a la carcajada
explosiva, y viceversa.
Durante un intermedio de terapia intensiva en su alcoba -rotación y movimiento—, Lulú le
consultó el caso a su siquiatra de cabecera, esto en el justo sentido de la palabra.
Pero le advirtió que debía manejarse a nivel estrictamente teórico. Nada de terapia in situ. Alma ya
era toda una mujer y no quería Lulú compartir rivalidades con su propia hija.
Si ella necesita a alguien, que busque la terapia por su propia cuenta. No creo que mi hija requiera
consejos en ese sentido, pensaba.
En realidad nunca se preocupó por dárselos. La niña cruzó el puente pubertad-adolescencia sin
darse cuenta. La veía muy poco. Y siempre tenía prisa. Para Lulú había cosas más importantes que
hacer por la vida como para perder el tiempo explicándole a su hija cómo utilizar correctamente
una toalla sanitaria.
Porque la ciencia había avanzado mucho en la era del uranio doméstico, pero aún no encontraba la
forma de curar un catarro o evitar el eterno desperdicio ovulatorio, sin la disyuntiva del embarazo
o la acción quirúrgica.
Pero Alma no estaba sola. Tenía a su nana y a su institutriz siempre dispuestas, solícitas, al menor
capricho. Y más allá todavía, todo un ejército de criados, incluyendo al piloto, por si deseaba ir al
club o visitar a alguna amiga con amigdalitis.
Comenzó por rechazar los tevefonemas de sus amigos, jóvenes hijos de los dueños de las
promesas. Dejó también de asistir a cenas y bailes que eran una necesidad para ella los fines de
semana, antes dé que se le cayera la venda de los ojos ante los libros prohibidos.
Su actitud comenzó a preocupar a la familia cuando ya ni siquiera aparecía a las cenas formales de
manteles largos y ropa de etiqueta, presididas por el abuelo.
Se concretaba a pedir le enviaran un poco de fruta a sus habitaciones en el ala norte de la casa.
La situación llegó a su punto crítico cuando la institutriz -que ya sólo permanecía en la casa para
justificar con su presencia un bien remunerado salario llegó corriendo hasta donde estaba Lulú en
sus vespertinas sesiones de masaje y le informó lo que sus ojos acababan de ver.
-La niña Alma se está comiendo los pétalos de las flores en el rosedal.
-¡Mis flores! ¡Cómo se atreve! Sabe que nadie debe
cortarlas.
—Se las está comiendo, señora. Las corta y se las come. Al principio pensé que era para llevarlas
a su pabellón. Pero se las come.'
Lulú fue a buscar a su marido y le habló muy seriamente.
—Te comunico oficialmente que nuestra hija se está volviendo loca.
-¿Por arrancar unos pétalos a tus rosas y comérselos?
¡Vamos, mujer! Cálmate. Lo que hace la niña es tratar de llamar la atención. Lo que necesita es
cariño. ¿Acaso no te
ha hablado de esto tu siquiatra, en los pocos ratos que, me imagino, deben tener libres para
conversar? Creo, Lulú,
que tienes un poco abandonada a tu hija.
-¿Abandonada, yo? Y tú ¿qué? ¿Acaso no es también hija tuya?
-Me refiero a obligaciones de madre, tú entiendes. Si la niña necesita viajar, dinero, caprichos,
correcto, conmigo; pero hay cosas que sólo la madre...
-¡La madre que te parió, Teruel! Aún crees que soy de esas antiguas mujeres del siglo XX que les
decían "ama de
casa". No. Para eso están las nanas y las institutrices, que bien se les paga.
—Es personal auxiliar. Una madre lo ha sido y seguirá siéndolo siempre, desde las cavernas hasta
el fin de los tiempos...
—Mientras haya vidrio suficiente para seguir soplando probetas.
—Eso es para crear mano de obra barata. Proletarios condicionados. Tú lo sabes. Pero para
nosotros no ha habido más probeta que tu propio útero. Es lo único positivo que has hecho con tu
vagina que cada vez se vuelva más pública y notoria.
-¡No me hables así, desgraciado! Porque si se ha vuelto pública es porque tú nunca intentaste
conocerla...
Alma veía venir un cambio de vida inminente. En cualquier momento huiría de la mansión para
integrarse a los precaristas, si es que era bien recibida. Pero tendría que ir adaptándose a otras
formas de subsistencia, acostumbrar a su organismo a un nuevo metabolismo para no sucumbir.
Amaba intensamente la vida. Pero no en la forma parasitaria a que había sido condenada al nacer.
Una vez su madre se lo gritó en un arranque de furia:
—¿De qué te quejas, desgraciada, si lo tienes todo?
Sí. Todo. Menos ternura, amor, cariño. No sabía lo que era el amor, pero en lo interno sentía que
esa sensación debería existir en alguna parte.
Pero no huyó del hogar paterno en busca de amor. Escapó empujada por la vergüenza, por una
extraña manifestación de asco hacia todo lo que la rodeaba.
El simple hecho de saber que los precaristas se alimentaban de flores, ya le permitía darles una
ubicación. La maldad no puede germinar entre pétalos y polen.
Y Alma recordaba un libro de fotografías muy antiguas que sustrajo de entre los volúmenes
prohibidos de la biblioteca familiar. Era una edición de lujo sobre los sucesos más destacados del
siglo XX. Había una fotografía en la que se veía a jóvenes checos, depositar, con mucha dulzura,
flores en la boca de los fusiles invasores durante la primavera de Praga.
Ahora las flores alimentaban bocas hambrientas. Porque a veces, en el pasado, también las bocas
disparaban obuses de palabras.
Antes de que el ruido convirtiera en sordomudos a los descendientes de una generación que se
suicidó con decibeles musicales, porque ya no tenían palabras ni cosas que decirse.
El mundo a donde iba Alma le depararía muchas sorpresas. Más de las que hubiera imaginado o
leído en los libros de la biblioteca prohibida.
Pero su decisión ya había sido tomada justo en el momento de saltar la cerca electrificada,
aprovechando la falla de uno de los generadores de la planta.
La joven aún tenía muchas preguntas sin contestar. Muy pronto iría encontrando respuestas-. Una
a una. Sin buscarlas siquiera.
Y la más importante de todas: ¿qué es el amor.'
¿Existe?
DOCE

JUANITO REÍA A BORBOTONES de silencio mientras arrojaba a José aquella agua pastosa,
renegrida. José no salía de su asombro y frotaba el líquido entre los dedos. Agua, sí, pero grasosa.
Se llevó un poco a la boca y escupió hacia un lado. Sabor rancio, salobre.
Salieron a la playa y se tendieron al sol. La brisa era suave, refrescante. Lo que en algún tiempo
pudo haber sido arena, ahora parecía una gran plancha de asfalto, impregnada por millares de
esqueletos de peces que no pudieron adaptarse al nuevo estilo de vida en el océano y sucumbieron
arrojando bocanadas de petróleo por los ojos.
Tampoco Juanito estaba acostumbrado al sol. Era la primera vez que exponía su cuerpo desnudo a
los rayos solares. El efecto fue desagradable pues todas las manchas de aceite crudo se le fijaron
en la piel como si fueran tatuajes.
Los niños se quedaron profundamente dormidos. Habían sido muchas las horas de sobresalto.
Ahora se sentían seguros. Tanto, que no sintieron la presencia de media docena de hombrecillos
que no los sobrepasaban en estatura.
Juanito abrió los ojos al sentir que algo le tapaba el sol. Se encontró con tres rostros repugnantes,
como si encima tuvieran máscaras de hule, similares a aquellas que antiguamente usaban los niños
para pedir halloween en las casas.
Hizo un intento de levantarse y huir, pero los extraños seres lo sostuvieron con firmeza, sin
lastimarlo.
Lo veían, lo tocaban, y se veían entre sí tal vez más asombrados que el propio Juanito.
A José lo manejaron con indiferencia y tal vez hasta un poco rudos. A él no se le había
impregnado el aceite en su ya curtida epidermis.
Los condujeron tierra adentro, a través de pantanosos chapopotales. José no había podido hablar
con Juanito porque los llevaban separados unos metros.
El pequeño precarista se dedicó a observarlos de reojo, escudriñar a ver de qué estaban hechos
aquellos rostros que en momentos llegó a pensar eran máscaras como su smogy que perdió en el
camino.
No avanzaron mucho. Al otro lado de los chapopotales aparecieron unos triángulos enormes
cubiertos con pieles. Parecía un campamento indio de western hollywoodense, pero con las
viviendas en varios niveles. Como departamentos en condominio.
En realidad, lo que había debajo de las pieles eran antiguas estructuras de torres petroleras.
Las mujeres y los chiquillos salían a ver a esos dos extraños seres llegados del mar.
Todas las miradas iban a dar sobre Juanito. Algunas mujeres de edad indefinida, pues todos los
rostros, sin distinción, estaban llenos de arrugas, trataron de acercársele para tocarlo; pero fueron
rechazadas violentamente por los custodios.
Siguieron de frente hasta un bosquecillo de palmeras y un poco más allá se encontraron con
enormes y extrañas estructuras rodeadas por una reja metálica, con guardias en lo que parecía ser
la entrada principal.
Los guardias vestían con pieles, al igual que el resto de la población; pero mejor curtidas y de
diferente color. Al verlos llegar, corrieron a abrir la enorme puerta de acceso a lo que para
cualquier habitante de los primeros años del siglo XXI no hubiera sido difícil identificar la gran
refinería que inauguró Gonzalo Teruel I, exaltándola como "el ejemplo más elocuente de nuestro
progreso tecnológico". Aunque el 87 por ciento de sus partes fueran importadas. Sin embargo, a
decir verdad, las instalaciones eran realmente impresionantes para su época. Ahí estaban
concentrados los procesos de refinación más sofisticados, con un sistema de automatización a base
de computadoras.
Pero lo que vio Juanito al cruzar las rejas, no fue aquel gran complejo industrial en plena
producción, con sus tubos y cilindros de colores diversos, y sus humos blancos como
eyaculaciones de progreso, y un ejército de hombres con sus uniformes verdes, como hormigas
moviendo camiones, grúas, montacargas; o dentro, cuidando celosos los complicados tableros de
la enorme computadora. De ahí salían materias vitales para la petroquímica secundaria, sobre la
que estaba sustentado el desarrollo del país.
Un fantasmagórico juego de formas geométricas en un lento pero inexorable proceso de oxidación
y devoradas por una vegetación de crecimiento insaciable. Un silencio cortado por el viento que
llegaba del océano. Y los pasos de aquel grupo de hombrecillos, conduciendo a los dos niños por
intrincados pasadizos, entre hierros y estructuras metálicas, tubos aun marcados con señales
específicas y escaleras y pasillos que parecían llegar a ninguna parte.
Los detuvieron junto a una entrada. Uno de los hombres desapareció por una pequeña puerta. Ahí,
quietos, sin moverse, durante casi media hora. En ese lapso, Juanito y José pudieron verse al fin
cara a cara y comentar la situación con un casi imperceptible movimiento de labios. Los hombres
hablaban entre sí a base de gruñidos, ruidos guturales y chasquidos de labios.
Juanito sentía frío en aquel lugar. Una extraña sensación de haber estado antes, caminando sobre
una alfombra de flores y envuelto en un frenético palmoteo de manos que no lograba darle un
significado utilitario. Y un griterío que no era más que imaginario de su imaginación porque no
sabía lo que era una palabra o un simple ruido.
El guardia regresó y ordenó con ademanes que lo siguieran. Más pasadizos, escaleras y puertas
desvencijadas. Era el edificio principal de las instalaciones. Lo que algún día fueron oficinas,
cafetería, plantas de procesamiento de datos, hasta que llegaron al centro del sistema nervioso de
la refinería: el área de las computadoras.
Era la única parte de las instalaciones que se conservaba más o menos en su estado original. Salvo
que las mesas de control, los paneles sobre las paredes, con botones de diferentes colores, las
pantallas y los tableros parecían frías lápidas en una cripta de tecnología.
Los mantuvieron en el centro de la amplia estancia. José estaba asustado, pero la frialdad de
Juanito le inyectó un poco de tranquilidad. "Si quisieran convertirnos en humo —éste era el
concepto de de Juanito sobre la muerte—, ya lo hubieran hecho desde que nos encontraron en la
playa".
Una pequeña puerta lateral se abrió y los guardianes cayeron de rodillas y colocaron las manos y
las cabezas sobre el suelo. Los niños volvieron sus miradas y vieron a un hombre de avanzada
edad con el pelo y las barbas muy blancos y largos. Vestía una alba túnica y sandalias.
El hombre de blanco avanzó hasta ellos. Los guardias se hicieron a un lado sin cambiar su
posición en el suelo. Cuando estuvo cerca, los observó durante unos momentos, como si estuviera
contándoles cada uno de los poros. Estiró la mano hacia José y este trató de esquivar algo
instintivamente. Sólo le acarició el pelo y le sonrió con dulzura.
-¿De dónde vienen ustedes?-, les preguntó, viendo a Juanito directamente a los ojos.
Juanito leyó la pregunta en los labios del hombre blanco, pero no pudo contestarla. Entonces
intervino José:
—Nos escapamos de un campo de los hombres de negro. Venimos a conocer el mar. Somos hijos
de precaristas. El es de la Ciudad de México.
—¿Sordomudo?
-Sí, señor. Pero puede leer los labios.
—Yo también... A ver, ¿cómo te llamas?
Juanito le dio su nombre moviendo muy lentamente los labios.
El hombre de blanco se volvió hacia los guardias, aún de hinojos, les gruñó y les chasqueó los
labios. Al parecer les ordenó salir porque se levantaron de inmediato y se dirigieron caminando
hacia atrás hasta la puerta que cerraron tras de sí. El hombre de blanco le puso la mano en un
hombro de Juanito y les dijo:
—Bueno, jovencitos: ustedes y yo tenemos mucho que hablar. Pero me imagino deben estar
hambrientos. Síganme. Los invito a almorzar.
Salieron por la otra puerta, y a través de un pasillo llegaron hasta lo que, de acuerdo con los planos
originales, era el despacho del superintendente de la refinería. La habitación estaba convertida en
un estudio con muchos libros, cuadros, una cama baja, unos sillones y una mesa de trabajo. Les
mostró una puerta y les dijo:
—Deben asearse un poco y ponerse algo encima. Ahí está un baño. Mientras, voy a tratar de
conseguirles algo de ropa.
Juanito nunca había visto un baño. No sabía lo que era una regadera o una taza de excusado. José
le explicó, detalladamente, el funcionamiento de cada cosa. Inclusive había agua caliente.
José quedó muy limpio, pero Juanito comenzó a preocuparse porque las manchas verde-parduzcas
no se le quitaban.
El hombre de blanco entró al baño con dos overoles verdes que usaban los antiguos trabajadores
de la planta.
—Serán los primeros que los usen en poco más de sesenta años. Como verán, están casi hechos a
su medida.
Al ver cómo Juanito se comenzaba a desesperar viendo su piel manchada, el hombre de blanco le
dio una palmada y le dijo:
—No te preocupes. Yo te las quitaré en el momento debido. Por ahora es mejor que permanezcas
así. Vamos a comer algo.
Salieron de la habitación y regresaron al pasillo, subieron por una pequeña escalera hasta el
antiguo comedor ejecutivo en la terraza del edificio.
Los niños vieron una mesa dispuesta con platos, tenedores, copas, con el logotipo grabado de lo
que fue un día el más importante monopolio petrolero estatal del Continente.
Al centro, una fuente de frutas que despertó el apetito de José. Y a Juanito se le fueron los ojos
con el florero lleno de rosas de invernadero, que él jamás había visto.
Después de sentarse, el hombre de blanco tocó una campanilla y entró un sirviente empujando un
carrito con diferentes platillos.
Juanito no quiso probar nada. Pero pidió permiso para dar cuenta del suculento manjar del florero.
José hizo otro tanto con las frutas.
El hombre de blanco rió, mientras el camarero hombre-hule con filipina blanca y pantalones
negros, le iba cambiando los platillos: ensalada, pescado, un trozo de jugosa
carne.
-Estarán ustedes intrigados de dónde sale todo esto, ¿verdad? Y también se preguntarán qué hago
yo aquí y porqué los he hecho venir. Es una historia larga de contar...
Gruñó y chasqueó los labios al sirviente, a quien seguramente pidió que los dejara solos porque el
hombre hizo una leve inclinación de cabeza y abandonó la habitación.
-Se llama Tetraílo,pero todos le dicen Tet de cariño. Es mi fiel servidor desde hace veinte años. De
seguro se habrán preguntado ya por qué estos hombres tienen toda la apariencia de ser de hule.
Bueno, pues vayamos al pasado. Tengo que explicarles todo, desde el principio. Vamos, póngase
cómodos.
Y el hombre de blanco inició su historia, hablando muy despacio y marcando las sílabas para que
Juanito pudiera ir leyendo sus labios.
-Esto comenzó hace muchos años...
TRECE
FUERON LOS TIEMPOS en que todo, absolutamente todo, dependía de esas manchas que te han
quedado en la piel. Un aceite viscoso, pardoverduzco, llamado petróleo. Aceite de piedra.
Era una civilización alimentada, vestida, construida, movida con petróleo. Toda la tecnología del
imperio dependía básicamente del petróleo. Tal y como ocurrió con el vapor para impulsar la gran
revolución industrial del siglo XVIII. Pero en esa revolución los cambios fueron paulatinos. No se
irrumpió de un día para otro. En ningún momento se volvió a cero para partir de cero, como
ocurrió con la civilización del petróleo.
El "crac" se produjo antes de que pudiera desarrollarse plenamente la civilización del átomo, a
menos que fuera para fines destructivos. Tiempos en los que el imperio sustentaba su poderío en la
acumulación de energéticos derivados del petróleo. Tenía sus monopolios dispersos por todo el
mundo. Organizaban, propiciaban, fomentaban guerras locales para ir ganando posiciones claves.
En una palabra, sofocaban revoluciones y organizaban cruentos golpes de Estado.
Todo funcionaba muy bien para el imperio, claro. No tenía por qué preocuparse en los siguientes
ciento cuarenta y tres años, como mínimo.
Mientras tanto, podía seguir jugando a la guerra, con la recién descubierta tecnología nuclear.
Recuerdo las palabras de un senador del imperio, candidato a la presidencia: "Para qué
preocuparnos en freír huevos con el átomo si tenemos tanto petróleo"
Sin embargo, un día se produjo lo inesperado. Y en esto los historiadores difieren en algunos
detalles, cada cual tratando de justificar o defender intereses de partido o de ideologías. Pero todos
coinciden en lo fundamental respecto al día en que la civilización quedó paralizada.
Todo comenzó cuando un monopolio trasnacional del imperio descubrió una bacteria sin otra
peculiaridad que la de alimentarse con petróleo. Decían al principio que era un anticorrosivo para
equipo y maquinaria. Pero se filtró en algunos medios que se trataba de una potente arma para la
guerra bacteriológica.
En los experimentos de laboratorio, los investigadores observaron que esta bacteria no consumía
el petróleo al igual que los motores el combustible, sino como los diminutos seres del océano que
se alimentaban con plancton.
Es decir, las bacterias no se "comían" el petróleo, sino sólo extraían sus jugos vitales, las
proteínas, dejando el resto como residuo inservible, desecho intestinal, aprovechable apenas para
enchapopotar caminos vecinales.
Algunos científicos advirtieron el peligro, pero fueron desoídos por los grupos belicistas entonces
en el poder.
Fue preparado un dossier con los inconclusos resultados de los experimentos y se les calificó top
secret, pasando a convertirse en un arma de reserva del comando estratégico del imperio.
Ralph Wonderland, el creador de la bacteria, fue despedido de la empresa. Se borró su nombre de
una posible terna para el Nobel de química. Y un día se le encontró muerto, flotando en la bahía
de San Francisco dentro de un bidón de petróleo.
Uno de sus más leales ayudantes, Anthony Morrow, descubrió muchos años después, y ya
demasiado tarde, unas notas escritas por su maestro poco antes de que se le asesinara. Entre signos
y fórmulas, con letra menuda, indescifrable, que sólo resultaba legible para alguien que como él
dedicó quince años a pasar en limpio sus apuntes, leyó lo siguiente:
"La oleovita es golosa en extremo. Su elemento natural es el crudo. Pero al colocarla dentro de un
frasco de gasolina de elevado octanaje, comenzó a reproducirse a una velocidad sorprendente.
Finalmente, en pocos minutos, el combustible quedó convertido en un líquido inservible,
indefinido, sin precisarlo como agua o una nafta muy ligera que no sirvió ni para encender la
estufa de alcohol que usan mis hijos cuando van de camping a Yosemite.
"La bacteria es inmune a cualquier tipo de pesticida -es como si se quisiera acabar con un
hormiguero espolvoreándolo con azúcar—. Sólo puede ser destruida con fuego. . ."
Algo similar al alga azul —que se alimenta y reproduce rápidamente en el monóxido de carbono
—, que se le prepara a fin de bombardearla desde satélites en la atmósfera de Venus para provocar
lluvias torrenciales y hacer descender su temperatura media de 500 grados centígrados.
Durante algunos años el dossier permaneció olvidado en los archivos secretos del Pentágono.
Los militares preferían seguir jugando con la fisión en cadena y no montar estrategias en función
de una simple bacteria. Sería humillante.
Pero un día la situación se volvió insostenible en Medio Oriente. Los árabes no aceptaban otro
sistema de pago por su crudo que no fuera oro en lingotes. Decían que para ellos les resultaba
incosteable extraer el petróleo toda vez que se habían agotado ya los mantos superficiales,
geológicamente hablando.
El imperio había logrado ya su objetivo de comprar y acumular todo el petróleo posible a fin de
agotar los recursos de los países productores, mientras almacenaba energéticos rellenando sus
pozos primigenios en Texas, Oklahoma y Colorado.
Ya no necesitaba el petróleo árabe, pero los rusos habían aprendido pronto la maniobra del
imperio y aun cuando eran los primeros productores, no querían que los estadounidenses
acumularan tanto petróleo, principalmente de los árabes, pues no descartaban la posibilidad de
algún día ampliar sus fronteras en Medio Oriente.
Los estrategas del imperio consideraron que la única forma de frenar cualquier intento
expansionista del otro imperio, era eliminando el panal de miel árabe al oso soviético.
Entonces se discutió la forma en que debían neutralizarse los pozos. Alguien propuso una acción
de comando, sin identificación, sin nacionalidad, que fueran directamente y volaran los pozos. La
propuesta fue rechazada. Ya no eran los tiempos de aquellos heroicos boinas verdes que iban a
matar niños a Vietnam y después filmaban sus hazañas en Panavisión y glorioso technicolor.
- ¿Y qué tal si probamos la oleovita?-, preguntó un expresidente del consejo de administración de
la empresa transnacional que manejó el programa de desarrollo de la bacteria y que ahora formaba
parte del consejo de ministros del imperio.
Hubo discusiones sobre su posibilidad de éxito, pues el arma secreta no pasaba de ser un mero
experimento de laboratorio.
Sin embargo, esto no resultaba un obstáculo para el imperio. Su historia estaba llena de
experimentos in situ, en guerras locales de África y Asia. Así es que por ligera mayoría se decidió
hacer la prueba en uno de los pequeños emiratos árabes que utilizaban Rolls Royce como si fueran
carretas de tiro.
Todo fue muy sencillo. Con base en las fórmulas archivadas en el Pentágono se trabajó
intensamente en un laboratorio del Instituto de Petróleo y Energía, dentro del más absoluto
secreto. Inclusive al personal del laboratorio que ya no estaba dentro de la operación, se le hizo
creer que se trabajaba con un nuevo tipo de combustible a base de alcohol nitrogenado.
Mientras se preparaba el caldo bacteriano, los del consejo seleccionaron entre una veintena de
candidatos al hombre más idóneo para realizar la operación. No iba a ser uno de esos personajes
de novela de espionaje muy en boga en aquellos tiempos y que después se adaptaban a series de
videocassettes tridimensionales caseros. Por el contrario, fue un oscuro ingeniero petrolero, con
cara de imbécil, que servía de enlace entre las compañías trasnacionales y los emiratos en los
análisis periódicos de producción y calidad en los pozos que se iban abriendo a la explotación.
También repartía dinero entre los funcionarios locales de jerarquía intermedia para alterar algunas
cifras en los informes.
El gobierno imperial estaba al tanto de sus actividades. Y se le había soltado el sedal en espera de
que picaran peces más gordos y finalmente tener argumentos suficientes para obligarlos a pasar
cierta información a los enlaces del servicio de inteligencia. John Olsen, el hombre elegido,
entraba y salía de las instalaciones petroleras como si fuera su propia casa.
Cuando Olsen fue citado en la embajada del imperio en El Cairo, pensó que algún indiscreto
funcionario árabe se había ido de la lengua, denunciando sus pequeñas raterías. Para su sorpresa,
fue conducido directamente al despacho del embajador.
Pensé en aquel momento que sería sometido a un juicio sumario, diría muchos años después al
doctor Ray Thompson, uno de los más serios historiadores de la época y que se dedicó a
reconstruir pieza por pieza las causas del holocausto de la civilización del petróleo.
Ahí, flanqueando al diplomático, el director de la Asociación Internacional para el Desarrollo,
Milton Burroughs, pero cuya actividad era la de jefe de los servicios de espionaje en el Medio
Oriente. El otro, resultó ser un militar de alta jerarquía, vestido de civil, que había sido enviado
directamente desde Washington.
El embajador ordenó sentarme y sin más preámbulo me dio a leer una carpeta en la que estaba
integrado un expediente con mis actividades desde el primer día que comencé a trabajar como
asesor técnico para extraer el petróleo gaseoso que, como usted sabrá, estaba a grandes
profundidades y era difícil de obtener por su elevado contenido de gas.
Bueno, pues ahí estaba todo. Mis primeros contactos y luego lo de las pequeñas, ridículas,
operaciones, hasta las fotocopias de las evaluaciones técnicas suscritas por mí y fotografías
entrevistándome con los funcionarios árabes con quienes dividía los beneficios.
Me quedé como un verdadero idiota, sin nada que decir ni justificar a mi favor ante aquel cúmulo
de pruebas. Esperé lo peor: que me entregaran a las autoridades árabes en uno de los emiratos y,
junto con mis cómplices, fuera ahorcado en el centro de la plaza con un cartel de "ladrón" sobre el
pecho.
Si hubiera sabido lo que vendría después, doctor Thompson, habría preferido la soga justiciera
tirando de mi cuello.'Me siento responsable de lo que ocurrió, aunque mil veces me lo he repetido:
tú sólo fuiste el instrumento.
Y así ocurrió. Burroughs tomó el expediente y viéndome directamente a los ojos, me dijo: -Sabes
lo que significa esto, ¿verdad? ¡Vaya si lo sabía! Dije que sí con un ligero movimiento de cabeza.
Sentía la camisa empapada de sudor.
-Vamos a destruir este expediente a cambio de un pequeño favor. . .
Sentí un gran alivio. Vislumbré una pequeña puerta de salvación. Aunque era incapaz de matar
una mosca, se los dije muy sinceramente:
- ¿A quién tengo que matar?
Los tres hombres se rieron y sentí que todo aquel ambiente de tensión se desplomaba como un
viejo edificio al producirse el estallido de las cargas de demolición. -A nadie, hombre. Se trata de
un pequeño servicio. El enviado de Washington, que no había abierto la boca, me dijo:
—Queremos probar un anticorrosivo, pero no en nuestras instalaciones. Hemos pensado en las de
ellos, sin que se enteren, claro.
Supe algo de ello hace algunos años, pero supuse había fracasado pues no se volvió a mencionar el
asunto. Pero no era el momento de hacer preguntas.
El hombre de Washington continuó.
-¿Sigue usted con su hábito vitamínico? ¡Dios! Hasta en eso me tenían checado. En efecto, en
aquel entonces tenía pánico a envejecer. Alguien me recomendó la vitamina E y comencé a
consumirla. Mis amigos árabes me hacían burla. Lo que necesitas es tener varias esposas y dejar
de ser un solitario. El amor rejuvenece, me decían.
El enviado de Washington sacó un pequeño frasco de un maletín negro que tenía sobre la mesa y
en el que no había yo reparado. Lo puso ante mí. La misma marca de vitamina E que yo consumía,
hasta el mismo tamaño del frasco.
-Como observará, ande, ábralo, revise las cápsulas, todas tienen el mismo color ambarino,
transparente. Menos una. Obsérvela bien. Tiene un tono ligeramente más oscuro. ¿La ve?
Sí, ahí estaba. Pero porque el hombre me lo dijo. Si no, difícilmente lo habría notado'.
Habló Burroughs:
-El martes próximo usted tiene una cita con sus amigos árabes para hacer un recorrido rutinario
por los pozos de Al Ben-Elrá. Lo único que tiene que hacer es ver su reloj y hacer creer que es la
hora de tomar su vitamina. Saca el frasco y, descuidadamente, se le va a caer la cápsula en uno de
los extractores de prueba.
-¿Es todo?
—Sí —contestó el embajador que no había hablado—. Una vez que lo haya hecho, lo espero aquí
la próxima semana para destruir este expediente. Quedará limpio de cargos.
Nos despedimos y yo sentí que me volvía el alma al cuerpo. Caminé varias horas por las calles
céntricas de El Cairo y hasta el olor a ciudad vieja y sucia lo aspiré con fruición, como si fuera
perfume de jazmines.
Al día siguiente tomé el pequeño avión de la compañía y regresé a los emiratos. No entendía por
qué trataban de probar el anticorrosivo a 16 mil kilómetros de los laboratorios y las instalaciones
petroleras en mi país, pero no era el momento de hacer preguntas. Mi reputación y tal vez mi vida
estaban a salvo . . . Por el momento.
Cumplí el cometido con tanta naturalidad que hasta yo mismo quedé asombrado. Allá se fue la
cápsula pozo adentro, sin que mis acompañantes se dieran cuenta. Inclusive alguien mandó traer
una cerveza holandesa para que yo pudiera tragar la cápsula de vitamina E
Cuando regresé a El Cairo, el embajador me recibió de inmediato en el mismo despacho.
Aquí está su expediente—, me dijo después de que le rendí un informe verbal de cómo realicé la
operación "vitamina E". Lo examiné con mayor detalle y encontré cosas tan increíbles sobre mis
hábitos personales que incluían hasta la marca de mi pasta dentífrica y la costumbre de dormir
desnudo.
El embajador se levantó y me dijo que lo acompañara a un extremo de su despacho donde había
una de esas máquinas con cuchillas en su interior que en cuestión de segundos convirtió mi
expediente en tiras de papel inservibles.
Antes de tres semanas recibí una orden de la compañía para regresar a Estados Unidos y
reintegrarme a mi antiguo puesto en las oficinas centrales de Nueva York. Y esto era precisamente
lo que iba a solicitar, pues mis amigos árabes comenzaban a hacerme preguntas del porqué
suspendí repentinamente mis sucias operaciones con ellos.
Y no volví a saber nada, doctor Thompson, hasta el día en que comenzó todo aquello. .
CATORCE

"TODO AQUELLO FUE TERRIBLE" dijo el hombre de blanco mientras invitaba a los niños a
recorrer las instalaciones después del almuerzo. José respiró un ambiente de mística religiosidad
que le recordaron las viejas iglesias de Guadalajara.
Juanito no podía asociar aquellos laberintos de tubería oxidada con las catacumbas del metro
donde los adoradores de la luz se ocultaban de los bastoneros de Falco. Sin embargo, sentí
también algo que lo obligaba a asumir una actitud de respeto al ambiente.
Los hombres del imperio dejaron pasar los días y las semanas en espera de resultados. Había
comunicación directa con el embajador, quien tenía instrucciones de estar al tanto de cualquier
cambio imprevisto que alterara la producción en los emiratos. Los agentes se infiltraron en los
círculos petroleros del Medio Oriente con el fin de captar el mínimo comentario sobre el tema, y
siempre se reportaban "sin novedad" con el jefe Burroughs.
La oleovita no daba señales de existencia. Todo indicaba que la operación había fracasado.

Robert Write, científico asesor del consejo de ministros, llegó inclusive a demostrar técnicamente
que la oleovita era una bacteria común y corriente, similar a los cientos de miles de especies que
viven en el agua, con la única peculiaridad que ésta encontraba su elemento natural en el crudo.
Así es que el asunto fue olvidado. Y se comenzó a preparar una nueva estrategia. Volver a lo fácil,
a lo de siempre, a lo que sabían montar con extrema habilidad: los golpes de Estado orquestados
por militares y las revoluciones "comunistas" contra dictaduras dinásticas para desestabilizar las
economías de esos pequeños países.
Entonces comenzaron a ocurrir extraños fenómenos, aparentemente sin ninguna relación entre sí,
pero que se ligaban a una causa común.
Thompson lo describió años después en su histórico libro con todos los dramáticos detalles.
Vengan conmigo a la pequeña biblioteca para leerles algunos párrafos.
Cruzaron por un pasillo muy amplio del edificio principal y llegaron por la parte de atrás a un
conjunto de viviendas semidestruidas y rodeadas de vegetación. Les explicó que era la antigua
casa de visitas de la planta. A un lado del comedor principal, un salón de descanso con x libros
llenos de polvo, sucios, viejos, sobre un estante desvencijado, empotrado a la pared junto con un
viejo mueble donde al parecer estuvo el aparato de TVT (televisión tridimensional).
Aquí está, les dijo. Hace años que no venía por aquí. Pónganse cómodos. Les leeré algo. Esto es . .
.
Y comenzó a leer con voz lenta, pausada, para que Juanito pudiera captar el movimiento de sus
labios. José escuchaba mientras recorría con la mirada aquel lugar con muebles destruidos por la
humedad y el polvo. Las paredes llenas de cuarteaduras y telarañas, y plantas trepadoras
metiéndose por los destrozados vidrios de los ventanales.
En el curso de mis investigaciones llegué a lo que pudiera considerarse como el primer indicio del
efecto de la oleovita. Fue el recorte de un diario de Ammán. Una nota pequeña en la plana de
hechos criminales. Abdul Al-Masim, propietario de una granja en las afueras de la ciudad mató a
tiros al despachador de un expendio de gasolina en el entronque de un camino vecinal al este de la
capital jordana En sus declaraciones ante las autoridades competentes dijo que su mujer había
muerto por falta de atención médica al quedarse su pequeño auto sin combustible camino del
hospital. El tanque estaba lleno, pero de agua.
El hombre fue reducido a prisión, pero a nadie se le ocurrió investigar cómo pudo introducir en el
depósito del automóvil sesenta y cinco litros de agua sin que el cliente se diera cuenta de la acción
fraudulenta. Evidentemente, si la estación vendiera agua a través de sus bombas, hubieran
protestado otros conductores.
Al examinar el expediente de la causa criminal en el juzgado estaba incorporada la nota de
remisión de los litros de gasolina comprados, pero nadie le dio importancia a la adquisición de un
aditivo antifriccionante consignado en la misma nota y que fue donde iba la oleovita.
Después comenzaron a reportarse extraños accidentes en diferentes partes del mundo, en los que
en una u otra forma intervenía el petróleo.
Los grandes aviones comenzaron a desplomarse como pianos al paralizarse repentinamente sus
turbinas por falta de combustible. Los peritos probaban que las naves habían despegado con los
depósitos llenos. Los automóviles se iban quedando sembrados a lo largo de las autopistas, las
fábricas pararon, las plantas termoeléctricas dejaron de funcionar en los países del continente
europeo.
En Washington se dio la voz de alarma cuando el antiguo ayudante del doctor Wonderland, se
presentó ante una comisión del Senado para advertir el peligro al desencadenarse la ola de
accidentes. Entregó las notas de su maestro para mostrar que la oleovita por alguna causa se había
reproducido, en forma natural o provocada, en uno de los campos petroleros de Medio Oriente.
El imperio impuso un cinturón sanitario, por decirlo de alguna manera, para evitar que la oleovita
llegara al continente americano. Fueron terminadas las operaciones de compra de petróleo y se
cancelaron viajes de barcos y aviones.
Pero ya era demasiado tarde. La oleovita se extendió como una plaga ahora sí auténticamente de
"peste negra "que hacía los mismos efectos en las máquinas, como en la edad media lo hizo la
peste bubónica en los seres humanos.
Los chinos y los soviéticos estuvieron a punto de lanzar su cohetería nuclear desde satélites y
bases espaciales en órbita terrestre, y a los del imperio les costó mucho trabajo convencerlos de
que no se trataba de una guerra bacteriológica sino de un fatal accidente al desconocer los efectos
de la oleovita.
Lo creyeron cuando el imperio comenzó también a sufrir las consecuencias, al echar mano de sus
reservas y cerrar su comercio de petróleo con Medio Oriente. Parte del crudo adquirido en los
emiratos a la semana siguiente de la "operación vitamina E" se había utilizado en rellenar los
pozos de Oklahoma y Texas.
Las grandes ciudades quedaron paralizadas. Las carreteras se convirtieron en cementerios de
automóviles. Se cortó la energía eléctrica y una vez que se tomaron medidas para evitar
accidentes, se desató una ola de pánico al presentarse las crisis económicas:
Millones de obreros desempleados por el cierre de las fábricas deambulaban por las calles en
busca de mendrugos para alimentar a sus familias.
El terror estaba por desatarse si no se encontraba una solución antes de que entrara el invierno. Un
tercio de la población del imperio estaba condenada a morir de hambre y de frío por la escasez de
alimentos y la falta de calefacción en sus viviendas.
A la gente se le caía a pedazos la ropa de fibras sintéticas, como si hubiera sido atacada por una
plaga de polilla.
Los productos de plástico y otros materiales que en una u otra forma derivaban del petróleo, se
convertían en grotescas formas endebles como si estuvieran hechas de cartón o papel. Otros se
derretían como barras de mantequilla expuestas al sol del desierto.
Si en esos momentos se hubiera intentado desatar una guerra mundial, hubiera sido con mazos y
piedras, pues los materiales de las armas estratégicas en alguna forma dependían de piezas vitales
derivadas del petróleo para activar las ojivas nucleares.
Los imperios reunieron a sus más destacados científicos para acelerar la tecnología nuclear a partir
de cero y para ello tuvieron que fabricar máquinas y herramientas utilizando el vapor como
principal fuente de energía. La humanidad experimentaba así un retroceso de doscientos años en
su desarrollo científico y tecnológico.
Aparentemente, la oleovita no producía ningún efecto en los organismos vivos -seres humanos,
animales y plantas—. Tampoco alteraba la composición molecular de la materia inorgánica. Sólo
en todo aquello artificial a partir de la petroquímica básica.
QUINCE

EL HOMBRE DE BLANCO CERRÓ- el libro y lanzó un prolongado suspiro.


-Esta es la historia. Y México no quedó al margen de ella. Pero aquí ocurrió un fenómeno más
interesante que se le escapó consignar al doctor Thompson en su libro. Una historia extraña, llena
de peculiaridades.
"La refinería, orgullo tecnológico del país, fue abandonada como el resto de las instalaciones
petroleras. Ya no tenía razón de existir. Sin embargo, quedó aquí un pueblo fantasma cuyos
habitantes se negaron a dejarlo. Toda su vida giraba en torno al petróleo. No tenían otro medio de
subsistencia.
"Por aquel tiempo estaba por lanzarse al mercado un alimento sintético a partir de proteínas del
petróleo. Miles de latas quedaron olvidadas en el gran almacén de la planta. El gobierno ordenó su
destrucción para evitar que la bacteria contenida se propagara. Aún no se sabía si realmente la
oleovita produciría efectos secundarios en el consumo humano.
"Fue entonces cuando los trabajadores tomaron la refinería y se negaron a abandonarla. El
gobierno tenía cosas más importantes de qué preocuparse en ese tiempo. Y optó por dejar a ese
pequeño poblado abandonado a su suerte. A fin de cuentas, lo único que quedaba ahí era un
enorme e inservible elefante blanco -como los muchos que había en el país-. El petróleo había
dejado de ser vital como fuente de energía.
"La refinería se convirtió en una pequeña ciudad amurallada de la edad media. Su única fuente de
alimento era aquella bodega llena de latería que fueron consumiendo paulatinamente, sin darse
cuenta que la oleovita iba produciendo una extraña mutación en los patrones biológicos de las
cadenas ribonucleicas.
"Les estoy hablando en otro lenguaje y seguramente ustedes no entienden, pero. . .
Juanito lo interrumpió y con un movimiento de labios le dijo que era la misma forma de hablar de
su padre. José prefirió callar, pero hacía grandes esfuerzos por captar algo que, a su limitado
entender, le explicara lo que había ocurrido en ese pueblo.
- Cuando se terminó la dotación de latas almacenadas, la gente comenzó a salir de la refinería a
buscar alimento en sus alrededores. Sus organismos ya se habían adaptado a las proteínas del
petróleo infestadas de oleovita, y llevados por una necesidad biológica comenzaron a alimentarse
en las charcas de los chapopotales de lo que antiguamente eran las zonas de explotación petrolera.
"También fueron cambiando sus patrones culturales y la oleovita fue elevada al rango de deidad,
como la fuerza primigenia creadora de la vida.
"La refinería se convirtió así en un gran santuario, siendo la bodega de capilla principal, como
pudiera ser la iglesia de la Natividad en Belén para los antiguos cristianos, o la Meca para los
mahometanos.
"Mucho antes de esto, la primera generación nacida de la oleovita tenía la piel como si fuera de
hule sintético. Es decir, que los laboratorios biológicos de estos nuevos organismos se habían
convertido en pequeñas y perfectas refinerías.
"Por primera vez la naturaleza se había adaptado y, lo más importante, reproducido en pequeña
escala los patrones científico-tecnológico del hombre.
"Yo también fui un joven científico que huyó de la naciente civilización del átomo. Sabía que
tarde o temprano la naturaleza humana no aprendería la lección y comenzarían las guerras de
destrucción.
"Decidí refugiarme en una colonia lunar, pero la nave sufrió un desperfecto y cayó al mar. No sé
cómo logré sobrevivir. Nunca volví a saber de mis compañeros de viaje. Vine a dar a esta playa
donde fui rescatado. También como ustedes, mi cuerpo estaba cubierto de petróleo. Creyeron que
era un ser mítico surgido de las negras y aceitosas aguas del océano.
"¿Por qué, se preguntarán, cómo un científico los dejé creer todo eso? Por una razón muy simple:
yo también tenía deseos de creer en algo. Mi vida estaba deshecha. Aquí descubrí que aquello que
había destruido una civilización, la oleovita, en este lugar sirvió para crear nuevas formas de vida
en su estado primitivo, claro, como los seres unicelulares de la era primaria, que algún día
alcanzaron su estado de perfección como llegó a ser el "homo sapiens" de la era cuaternaria. Y yo
estoy aquí para asistir y acelerar este proceso. Puede decirse que Dios me ha nombrado su
representante. Una especie de superintendente divino para vigilar el proceso de su obra en un
nuevo tipo de hombre, más resistente que ese —como ustedes y yo- está hecho de células
degenerativas que nacen, envejecen y mueren.
Juanito observó en ese momento un extraño brillo en los ojos del hombre de blanco.
—Cuando la humanidad se destruya con el átomo, surgirán de aquí los seres superiores,
indestructibles, que poblarán el mundo. Entonces la oleovita reinará en el planeta Tierra y se
lanzará a la conquista del universo.
José se atrevió a preguntar:
— ¿Y nosotros, qué papel jugamos en todo esto? No somos de hule. Yo me alimento con frutos y
Juan come flores.
Y el hombre de blanco también ingería otro tipo de alimentos que nada tenían que ver con el
petróleo, pensó Juanito; pero esperó a que su anfitrión diera la respuesta.
-Soy un científico. Quienes trabajan en laboratorios no necesitan estar enfermos para producir
medicinas.
—Pero, nosotros no somos científicos. Nada tenemos que hacer aquí-, comentó José, captando
algo de lo que ya comenzaba a formarse en la mente de Juanito.
-Más de lo que se imaginan. Ustedes serán mis ayudantes. Los oleovitas, como les dije hace un
momento, son seres primitivos, sus células cerebrales también están partiendo de cero. Este
proceso evolutivo normalmente se llevaría miles de años en alcanzar grados superiores. Pero se
puede avanzar a grandes saltos con ayuda del laboratorio. Entonces, será posible ganarle la carrera
al tiempo. En tres generaciones obtendremos la evolución que, normalmente, se llevaría unas
trescientas generaciones.
Los niños cruzaron sus miradas, mientras el hombre de blanco entrecerraba los ojos, tal vez
imaginando sus hombres sintéticos del futuro.
-Otra vez prisioneros—, pensó José.
Pero Juanito daba la impresión más de estar entusiasmado que triste por el futuro que le esperaba.
Por eso José dudó de que su amigo mantuviera la cordura. Se le había olvidado de dónde venían y
haber probado ya el sabor de la libertad.
-Cuente con nosotros. Será un placer el trabajar con usted en este proyecto tan importante. No
tenemos a nadie en el mundo. Usted será como nuestro propio padre.
El hombre de blanco acarició el revuelto y aceitoso pelo de Juanito mientras les decía:
—Gracias. Sabía que me entenderían. ¡He estado tan solo estos últimos años! Es terrible vivir
rodeado de seres inferiores que te dicen sí a todo, pero no son capaces de aprender a mover, por
impulso propio, después del análisis, una simple pieza sobre un tablero de ajedrez. ¿Sabes jugar
ajedrez, verdad?-, le preguntó a Juanito.
— Sí, señor-, contestó. —Mi padre me enseñó a jugarlo mentalmente con números y letras claves.
Suelo jugar allá abajo en el laboratorio con la computadora. Pero como yo soy el responsable de
programarla, siempre gano. Ya me estaba aburriendo. Pero no acepto que una simple máquina me
ponga en ridículo con un sorpresivo jaque mate.
-¿Laboratorio?-, preguntó Juanito.
—Sí, después vamos a verlo. Ahí es donde vamos a trabajar.
-Pero, usted nos dijo que todo esto había sido abandonado . . .
-Y así fue. Pero, ¿de dónde creen que ha salido toda la comida que vieron esta mañana en el
almuerzo, y la energía eléctrica?
Los muchachos movieron negativamente la cabeza.
—Gracias a mis amigos. Los hombres-peces que viven en el fondo del océano. Ellos me proveen
de todo lo necesario. Y con su ayuda me fue posible montar el laboratorio.
Juanito recordó que su padre le había hablado mucho de las colonias que se establecieron en el
fondo del mar cuando comenzó la lucha por el espacio vital sobre tierra firme, principalmente de
aquellos que por afecciones cardiacas o respiratorias eran rechazados para ir a poblar las colonias
en otros planetas o satélites del sistema solar.
Para los dos niños apenas comenzaba lo que después sería una pesadilla. José estuvo a punto de
decirle a Juan que si él quería quedarse en ese mundo de hombres sintéticos, lo hiciera: pero por
su parte aprovecharía la primera oportunidad para huir. Sin embargo, mientras bajaban las
estrechas escaleras de rejillas metálicas hacia el sótano de la planta, con el hombre de blanco
adelante, Juanito supo lo importante que resultaba en ciertos momentos hablar sin palabras, ante
las furtivas e interrogantes miradas de José.
-Nos vamos juntos. Pero debemos ganarnos su confianza para evitar que nos vigilen.
-Eso está mejor-, pensó José mientras esbozaba una sonrisa de aprobación.
El ruido de las pisadas sobre las rejillas, que resonaba en las paredes de concreto por donde
pasaban tuberías de diferentes diámetros y que alguna vez tuvieron razón de existir, provocaban
una extraña sensación de soledad apenas iluminada por débiles bujias eléctricas en los descansos
de
la escalinata.
En la mente de Juanito comenzaba a formarse el plan de huida e iba memorizando cada paso, cada
rincón de aquel sótano, sintiendo; aspirando, el aire fresco que entraba por lo que en otro tiempo
eran los ductos del aire acondicionado.
Simultáneamente hizo un repaso de la última partida que jugó con su padre en un tablero de
palabras silenciosas.
DIECISÉIS

ALMA APROVECHÓ ESA NOCHE la oportunidad para escapar. Sus padres estaban en una
fiesta en la finca del abuelo. La servidumbre se encerraba en la sala de cine para poner los
cassettes con sus películas favoritas.
Después de saltar la cerca electrificada, Alma comenzó a caminar entre sombras hacia la ciudad.
Nada llevaba consigo; sólo lo que tenía puesto. Ni dinero, pues no le serviría en el submundo en el
que no existía el circulante, y la oferta y la demanda se habían convertido en algo obsoleto pues
nada había que comprar o vender.
También dejó su libro predilecto porque era el momento de pasar de la teoría a la práctica.
Dejó del otro lado de la cerca su historia y algo de sí mis¬ma en su propia identidad. Jamás
volvería a mencionar el vergonzoso apellido Teruel. Sería Alma, simplemente. Una más entre los
millones de precaristas de la ciudad. Caminó toda la noche por senderos pedregosos. Rodeó
lomeríos de fraccionamientos periféricos a la zona del valle, hasta salir por la parte oriente de
terrenos salitrosos con ruinas de viviendas como si se hubieran construido unas sobre otras, en
capas. Era una zona donde los antiguos colonos dieron la impresión de haber levantado sus casas
con prisa, seguros tal vez de que en poco tiempo serían lanzados por la policía o colonos más
fuertes que llegaban a reclamar derechos inexistentes.
Hubo un momento en que sintió que el sueño y el cansancio la dominaban y buscó un lugar dónde
dormir. Encontró un enorme tubo de concreto, sobrante de alguna vieja obra de drenaje profundo
en los tiempos en que aún se creía que se podía salvar la ciudad de la catástrofe con parchados
servicios públicos que siempre resultaban insuficientes, inclusive antes de ser inaugurados en
ostentosas ceremonias oficiales. El sitio estaba lleno de basura y excrementos petrificados. Al
principio sintió náuseas. Pero sabía que esto sólo era el punto de partida, ya era demasiado tarde
para volver a recoger sus pasos y a regresar para meter¬se en su tibia cama de sedas en la mansión
electrificada. Alma se acurrucó y quedóse profundamente dormida.
En ese momento, en el otro extremo de la ciudad, un joven científico llamado Juan intentaba
dormir junto con otros veinte precaristas dentro del cascarón de un tranvía que había caído a un
barranco por los rumbos de Santa Fe. Juan estaba temeroso de que los bastoneros lo detuvieran en
cualquier momento por órdenes del imperio. Pero por esos días, Falco tenía cosas más importantes
que hacer en beneficio propio, como era el ir buscando posiciones de alto rango ante la inminente
evacuación del gobierno civil hacia otra parte del país menos conflictiva.
Alma salió de su escondrijo cuando la luz del día se filtraba con mayor intensidad a través del
cielo oxidado. Era diferente el paisaje a como lo había visto desde el helicóptero. Las casuchas de
lodo recosido o de cartón comprimido estaban pegadas una a otra aprovechando paredes falsas de
trapos, como únicas señales limítrofes de individualidad entre familias. Vio las manadas de niños
disputarse una mazorca de maíz, ante la mirada indolente de los padres que daban la impresión de
pasar la mayor parte del tiempo sumidos en un estado contemplativo.
Los niños, desnudos, con toda la suciedad del mundo encima, gruñían y se atacaban con piedras
de regular tamaño. Pese a lo que imaginó Alma, sólo estaban jugando. Aunque alguno de ellos
cayera a un lado con el cráneo destrozado.
Nadie reparó en ella. Ni siquiera por curiosidad. Para los precaristas, los únicos extraños eran los
bastoneros. Y los uniformes de color azul ya habían creado en la población un reflejo
condicionado que activaba la única parte funcional aún de su instinto de conservación.
Alma sabía que la mayoría de los precaristas eran sordomudos. Muchos de ellos habían escapado
al proceso de mutación en anteriores generaciones porque tenían, decían en aquel tiempo, oído de
artilleros y no eran afectos al suplicio de los decibeles hertzianos.
Juan abandonó su refugio en el tranvía y consideró que si llegaba al centro de esta minúscula parte
de la gran ciudad -si así se le podía llamar todavía a eso-, estaría a salvo de la brigada especial
destacada en ese sector para terminar con la facción de guerrilleros de la luz que él comandaba.
La niña Teruel perseguía el mismo objetivo. Ninguno de su Familia se atrevería a buscarla en la
zona maldita o en el "décimo círculo del infierno" como solía decir su padre.
La primera vez que se vieron fue unos días después en las catacumbas del metro. Sus miradas se
encontraron, se buscaron, durante una ceremonia de adoración a la luz.
Ambos estaban en uno y otro andén de la estación de Pino. Suárez, vías herrumbrosas de por
medio, y observaban con curiosidad el proceso de la liturgia con aquellos precaristas orando
silenciosamente a la quebradiza flama de una vela de cebo. Ambos entendieron que aquel no era
su mundo. Seres extraños huyendo de sus propios fantasmas.
Al finalizar la ceremonia, Juan saltó hacia el foso de las vías y se abrió paso entre la multitud, pero
cuando llegó al otro andén, Alma ya había desaparecido.
Esos ojos no son los de un precarista, pensó Alma. ¿Entonces? Viene de las mansiones
electrificadas. Uno de los hombres de mi padre. ¡Vienen por mí!
La joven trató de alejarse lo más pronto posible del lugar. Caminaba entre centenares de ojos
apagados, indiferentes, buscando en algunos de ellos ese brillo peculiar de los no condicionados al
alimento de polen.
Buscó un hueco de banqueta desocupado y se sentó a recuperar energías. El smog humano la
abrumaba. Tan acostumbrada a los verdes espacios de la mansión Teruel. Rodeó sus piernas con
los brazos y metió la cabeza entre las rodillas. Y lloró mucho, en silencio. Desde su llegada, hacía
ya cuatro días, nadie le había dirigido la palabra, nadie le ofrecía nada, porque nada había que
ofrecer; era una más, solamente.
Lo desesperante para alma fue aquel silencio de apatía que envolvía la ciudad. Durante las casi
cuatro horas que permaneció ahí sentada no escuchó una palabra, un murmullo a su alrededor. Si
cerraba los ojos, podía parecer que estaba sentada justo a la mitad de un desierto. Sin embargo, la
gente se apretujaba a su alrededor, disputando unos cuantos centímetros de espacio vital. Sabía
que la gran mayoría de ellos eran mudos, pero el resto también tenía atrofiado el lenguaje interior.
Estaba tan sumida dentro de sí misma, luchando para no dejarse atrapar por aquel remolino
humano en estado vegetativo, que no se dio cuenta que alguien la había estado observando todo el
tiempo desde un viejo taxi abandonado.
El senador sin nombre se bajó del vehículo y fue acercándose poco a poco hacia ella. No quería
asustarla. Tardó casi media hora en cruzar la calle. Y esperó un rato más para poder sentarse junto
a la joven, cuando la gente comenzó a levantarse para ir al centro de la plaza donde los bastoneros
repartían las cápsulas alimentarias, utilizando el tañer de una vieja campana de Catedral como
reflejo condicionado.
-¿Preocupada?-, le preguntó tratándole de dar a su voz de bajo un tono tranquilizador.
Alma volvió su cara con un movimiento instintivo, violento. Trató de levantarse, pero no había
suficiente espacio para huir entre aquella vorágine humana.
Entonces adoptó una actitud de impotencia ante lo irremediable. Y sonrió con ironía.
—Al fin me atraparon, ¿verdad? Yo sabía que mi libertad no iba a durar mucho. Los tentáculos de
mi padre se extienden por todo el país. Y ni siquiera esta parte del infierno escapa a su poder.
¿De qué estás hablando, muchacha?-, le preguntó el senador sorprendido. En su mente, empero,
comenzaba a integrar un cuadro de la situación de la joven, aunque difuso todavía.
-Vienen por mí, ¿cierto?
-Nadie viene por ti. Y no tengo una maldita idea de lo que estás hablando.
-¿No es usted policía? . .. ¿No trabaja con mi padre?
—No soy policía ni sé quién demonios es tu padre. Lo que puedo asegurarte, te he estado
observando desde hace cinco horas, es que no eres precarista y te encuentras en una situación
desesperada.. .
4hna lanzó un profundo suspiro de tranquilidad. Su libertad se prolongaba un poco más. No sabía
cuánto. Tal vez hasta que el hombre del metro volviera a encontrarla para regresarla con sus
padres.
—Hace cuatro días que no escucho una voz humana.
-El mismo tiempo que no te alimentas, ¿verdad? Estás muy débil. ¿Por qué no te has acercado a
los bastoneros por tu ración de cápsulas?-, le preguntó, conociendo de antemano la respuesta.
Alguien que huye no va a ir hacia sus perseguidores ni siquiera para intentar sobrevivir.
-He comido algunas flores por ahí.
-Pero no el polen de todas contiene la calidad alimenticia necesaria. Hay que saber seleccionarlas.
—Y usted, ¿por qué no va con los demás a recoger sus cápsulas?
-Soy senador. Y eso me da algunas ventajas. Como recoger en el almacén una dotación de
cápsulas suficientes para un mes.
-¿Senador? Tengo entendido que ustedes…
-Sí, no deberíamos estar aquí. Sino allá, en las casas electrificadas o en la nueva ciudad, sede de
los poderes gubernamentales. Pero, ¿sabes?, soy un senador disidente. Y una de dos: o estaba aquí
con los míos, o hubiera tenido que aceptar una misión diplomática en el extranjero.
Alma recordó algunas conversaciones por tvfono con gentes del gobierno: "Si estorba, elimínalo o
mándamelo al extranjero". ..
- ¿Y tú? ¿Por qué huiste de tu casa, de las comodidades. Y viéndola muy a lo profundo de los
ojos-: ¿Qué grave delito cometiste que te obligó venir a refugiarte aquí donde sería el castigo ideal
para los más desalmados delincuentes?
-¿Delito, señor? Sí: haber leído. ¿Delito? Sí, señor: haber abierto los ojos. Pero no considero esto
un castigo, ni he venido a inmolarme para pagar las culpas de mi familia. Estoy aquí para tratar de
ayudar a esta gente.
-¿Ayudarla?, ¡ah, hija mía, me temo que es demasiado tarde para eso! . . .
DIECISIETE

LUCIANO LUKE, COMANDANTE en jefe de los bastoneros, caminaba a grandes zancadas en el


amplio espacio de su despacho, en el piso 42 del cuartel general. Por cuarta vez en los últimos
cinco minutos oprimió el tvfón sobre su escritorio y apareció la cara de palo de su jefe de
ayudantes, con fingida preocupación.
-¿Localizaron ya al capitán Falco?-, preguntó con voz engolada de autoridad.
—Sí, señor. Me informan que en estos momentos está llegando al helipuerto.
-Que venga de inmediato. No estoy para nadie. A menos, claro, si me busca el presidente del
consejo de ministros. ¡Ah! Y suba de inmediato el informe del caso Teruel.
Comenzaba a servirse una taza de café sintético cuando llegó Falco, sin anunciarse, como siempre
lo hacía.
-¿Quieres café?
-No, gracias. ¿Se puede saber para qué tanta urgencia? No me digas que apareció otra epidemia
entre los precaristas? ...
-Peor. ..
Luke es interrumpido por su jefe de ayudantes que entra para entregarle un expediente, y después
de saludar a Falco con una sonrisa forzada, abandona el despacho.
-Nunca le he caído bien a ese amigo, ¿verdad?
—Sinceramente, cree que algún día vas a darme una puñalada por la espalda y a quitarme el
puesto. Pobre diablo.
No sabe que estoy más cerca de la puerta de lo que se imagina…Mira esto.
Luke le entrega el informe.
—Si no la encontramos, Teruel pedirá nuestras cabezas al presidente del consejo de ministros.
Falco se sienta en uno de los sillones del despacho y comienza a leerlo cuidadosamente. En la
parte superior está engrapada una fotografía de Alma. Luke vuelve a pasearse por la habitación,
dando sorbos al humeante café.
-¡Fiuu! Guapa. ¿Eh?
Cuando tengo que buscar a alguien y mi cabeza está en juego, no me preocupo por esos pequeños
detalles.
Falco cierra el informe. Se levanta y va hasta uno de los ventanales. Ahí se queda unos momentos,
silencioso, mirando hacia el centro de la gran ciudad. Al fin, sin volver la cara, pregunta:
-¿Tiene prometido?
-Ni siquiera amigos. La servidumbre dijo que de unos meses para acá ya casi no salía de la
mansión.
—¿Un disgusto familiar?
-Nada. Algunos problemas con la madre: pero no más allá de los que son cápsula de todos los días
en nuestra época.
-¿Secuestro?
—¡Vamos, Falco! No seas tan anticuado. Hay fotos infrarrojas del sitio por donde saltó la cerca.
Sólo aparecen huellas de la joven.
—¿Por qué no por la puerta principal? ¿Acaso estaba bajo arresto tutelar?
-Mira, Falco. Ahí tienes todas las respuestas en el informe preliminar. Urge salir de esto, encontrar
a la chica y devolverla a sus padres. ¿Sabes que Teruel habló directa¬mente con el presidente del
consejo ¿Sabes que pidió mi cabeza si no aparece su hija?
Por la mente de Falco cruzó un rayo de luz. Luke lo intuyó
-No pienses en sabotear el asunto, Falco. Si salgo yo, tú te vas conmigo.
-Por eso me dejaste la investigación, ¿verdad? Exacto. Yo me voy de aquí cuando quiera. No
cuando me echen por incompetente. Pero te adelanto algo. En cuanto regreses con la muchacha,
presentaré mi renuncia por mi propia voluntad.
-¿Y los cuerpos especiales?-, pregunta Falco para cambiar de tema.
-Ya los pasamos por la cámara de memoria. Cada uno tiene fijada la imagen y las características
de Alma Teruel. Sólo esperan tus órdenes.
-Cámara de memoria… ¿Sabías que así funcionaba en el pasado con los perros sabuesos? Nada
más que antes se aprovechaban del olfato.
-Deja la historia para otro día, ¿quieres?
—Ordena que me preparen un helicóptero. Al mío necesito mandarle reciclar la pila nuclear.
Salgo hacia la mansión Teruel ahora mismo. De acuerdo con el informe de tus hombres hay
todavía algunos puntos oscuros que aclarar. ¿Y mis vacaciones?
-Recibí tu solicitud; pero en cuanto me llegó esta orden la rompí y la arrojé a la papelera.
-Lástima. Tenía ya todo preparado para irme una semana al centro espacial de Yucatán. Iba a
participar en un torneo de ajedrez con unas computadoras MV 1-133 recién adquiridas.
-No te preocupes. Si no sacamos esto adelante, tú y yo tendremos vacaciones para siempre.
Por la pantalla del tvfón aparece la cara del ayudante. Luke le ordena:
-Tenga listo mi helicóptero para el capitán Falco.
-Sí señor-, dijo con un gruñido.
-Antes de cuarenta y ocho horas tendrás aquí a esa jovencita. ¿Puedo usar tu elevador privado?
- ¡Claro, hombre! Y vete acostumbrando a él, porque si encuentras a la chica este confortable
sillón será tuyo, con todo y los problemas que hay sobre el escritorio.
-Y tú, ve preparando tu renuncia porque te van a despedir con honores.
Luke sonrió con pesimismo y después de cerrarse la puerta del elevador se fue a sentar en el sillón
de su escritorio. Comenzó a recorrer con la mirada el amplio despacho. Ahí estaban sus pinturas
de paisajes lunares a base de grises y azules muy tenues: el diploma que le dieron sus compañeros
cuando cumplió 25 años en el servicio; sus pequeñas esculturas que encontró en el mercado de
pulgas, durante una convención internacional de policía en Amsterdam. Todo eso tenía que
comenzar a empacarlo. Lo sabía, en cualquier forma que se resolviera el caso. Aquello se iba a
convertir en una vitrina con la colección de raras piezas de ajedrez que Falco había ido reuniendo
desde que entraron juntos al servicio.
A través de la ventana vio al helicóptero insignia del escuadrón alejarse rumbo al poniente. Y en
esos momentos deseó fervientemente que Falco fracasara, porque de lo contrario le iba a resultar
muy difícil abandonar todo aquello por voluntad propia.
Falco veía desde lo alto aquel hormigueo humano en que estaba convertida la ciudad, bajo el cielo
oxidado del mediodía, bajo una atmósfera en la que a muchos años de haber desaparecido el
automóvil y las plantas industriales, seguía cargada de monóxido de carbono y otros gases, con
polvo de materias fecales que le daban ese tono de oro bruñido.
Y pensaba si una hija de Teruel se iba a atrever a renunciar a ese mundo de privilegios en el
fraccionamiento residencial de los dueños de las promesas, para irse a perder en el anonimato del
precarismo donde difícilmente sobreviviría más de una semana. "Hay formas menos terribles de
suicidarse", pensó. Como si se mandara una reina a la zona de los caballos en la quinta jugada, si
no es para dar un jaque mate sorpresivo.
¿Pero, dónde está?, se preguntó, mientras el aparato comenzaba a descender en el helipuerto de la
mansión después de haber girado en círculos siguiendo la cerca electrificada de la propiedad, con
grandes extensiones de césped muy bien cortado, arbustos simétricamente podados, y áreas de
invernaderos donde la señora Teruel cultivaba sus rosas.
-¿Cómo puede alguien cambiar esta parte paradisíaca por aquel infierno?, le preguntó Falco al
capitán de la nave.
-Alguien que no esté en su juicio-, le contestó imperturbable mientras se concentraba en la
maniobra de descenso.
-Alguien que no esté en su juicio—, se repitió Falco a sí mismo, mientras veía la fotografía de
Alma engrapada en la hoja del informe.
DIECIOCHO
DURANTE DÉCADAS LOS HOMBRES de agua habían dependido de la tecnología nuclear. El
símbolo del átomo casi estaba a punto de ser divinizado, como había ocurrido con el helio en la
época de los egipcios, cuando sobrevino la tragedia.
La colonia submarina de la zona de las Bermudas fue evacuada de emergencia al reventarse una
válvula de control en la planta nuclear. Nunca se conoció oficialmente el número de víctimas, pero
fue una seria advertencia para el resto de las colonias del imperio acuático. Tendrían que buscar
otras fuentes de energía para evitar que la radiactividad hiciera inhabitable el fondo del océano.
Mientras los científicos trabajaban intensamente en los laboratorios, se produjo un retroceso a la
era del vapor toda vez que el petróleo había sido descartado y hasta su producción sintética
resultaba inutilizada por la oleovita. Tampoco podían recurrir a la energía del hidrógeno-deuterio
de las aguas del mar porque para provocar el rompimiento molecular necesitaban en un segundo
producir una fuerza calorífica de cien millones de grados centígrados.
No tenían, pues, muchas alternativas. Aprovechar mientras tanto el sistema del vapor comprimido
para utilizar la energía producida por las corrientes marinas, combinada con los globos que
sobresalían de la superficie del mar para captar energía solar.
Otro grupo se concentró en la búsqueda de un antídoto contra la oleovita a fin de explotar sin
peligro los yacimientos de la plataforma oceánica.
Los científicos, a diferencia de lo que ocurría en el continente, fueron convertidos en una clase
privilegiada.
Eran los salvadores potenciales del mundo subacuático. Los políticos, inclusive, se transformaron
en una clase marginal, destinados en forma incondicional a vigilar por el mínimo capricho de los
investigadores.
Uno de esos días de búsqueda, un grupo de científicos, encabezados por el doctor Benjamín
Fischer, mientras recogía muestras de petróleo desenergetizado en unas charcas cercanas a la
costa, descubrió a un extraño ser que bebía del pastoso aceite en uno de los chapopotales.
El jefe de la misión ordenó a sus hombres que lo capturaran y lo condujeran a los laboratorios de
la colonia en el fondo del mar para estudiarlo.
El doctor Fischer consideró, mientras regresaba con sus hombres en la esfera movida por cargas
de vapor concentrado, que si ese humanoide se alimentaba con petróleo en alguna forma su
organismo eliminaba la oleovita para aprovechar los aminoácidos de las proteínas.
Y ello significaba ¡energía!
No estaba tan equivocado Fischer. Pero sus considera¬ciones quedaron empequeñecidas cuando el
prisionero fue sometido a un estudio más a fondo en el laboratorio de la colonia central en el
Golfo de México.
Vanessa Shell, la joven ayudante de Fischer, lanzó un grito de sorpresa al extraer una muestra de
sangre del humanoide quien dormía plácidamente sobre la camilla, después de haber sido
sometido a un estado vegetativo me¬diante una droga que desactivaba temporalmente los circuitos
eléctricos del sistema nervioso superior.
Sin dejar de observar el líquido en la ampolleta, Vanessa se comunicó con el doctor Fischer a la
microfilmoteca. Su mano temblaba y le costó trabajo sostener el teléfono local.
-¿Qué ocurre, Vanessa?-, le preguntó mientras continuaba tomando notas sobre un viejo estudio
realizado a fines del siglo XX en relación con el aprovechamiento del fluido eléctrico de las
anguilas y al que no se le dio importancia .entonces pues ¿para que servían unos cuantos amperes
ante la enorme energía desencadenada por el átomo? Entonces se decía que si se pudiera
aprovechar toda la energía concentrada en 450 gramos de materia, sería suficiente para mantener
prendido un horno de cocina durante 50 mil años.
La muestra de sangre…
La voz de Vanessa se quebraba como luz en el agua.
-Sí, ¿qué pasa?
-Es que, doctor… No es sangre.
-¡Como!
-Bueno, al menos no lo parece.
—¿Cómo está el humanoide?
-Dormido.
-Voy para allá.
Salió el doctor Fischer de la microfilmoteca y en la cáp¬sula de aire comprimido cruzó la zona de
los módulos cubulares de los edificios públicos, envueltos en burbujas de vacío, hasta el área de
los laboratorios.
Vanessa le mostró la jeringa con el líquido extraído al humanoide. El doctor Fischer la observó no
menos sor¬prendido, pero poniendo en juego toda su capacidad de análisis. Su cerebro estaba
condicionado a manejar datos a una rapidez increíble. Rechazó la posibilidad del plasma carente
de glóbulos rojos. Esto lo confirmó poco después en las pruebas de laboratorio al examinar la falta
de cadenas moleculares de hemoglobina. Vanessa, mientras tanto, pre¬paraba otros reactivos
químicos para identificar la sustancia líquida, aparentemente incolora, pero cuya longitud de onda
refractaba en los cristales de prueba tonos verdiazulosos.
Dos horas después, el doctor Fischer llegó a una conclu¬sión que le hizo lanzar una exclamación
de asombro. Revisó cuidadosamente los resultados de los análisis. No había posibilidad de error.
Vanessa lo observaba callada, conteniendo su branquerrespiración para no distraer la atención de
su maestro.
-Vanessa: cita a reunión urgente a todos los científicos del área. Que estén en media hora en la
sala de consejo. Creo que al fin hemos encontrado lo que con tanto afán había¬mos buscado.
La muchacha abandonó el laboratorio mientras el doctor Fischer se preparaba para hacer la prueba
definitiva, excluyente de cualquier posibilidad de error.
Una hora después se presentó a la sala. Ya estaban ahí los dieciocho especialistas más destacados
de la colonia. En los ojos de cada uno de ellos había una interrogante. Vanessa abandonó el salón
para cumplir una extraña orden que la hizo ver de fijo al doctor Fischer, como preguntándole:
¿está seguro que eso es lo que quiere? El insistió: Sí, Vanessa. Ve al museo y traelo. Anda. . .
Después tomó su lugar en la cabecera y se dirigió a los presentes.
—Señores: durante muchos años hemos vivido amenaza¬dos de extinción por carecer de fuentes
de energía. Desde los tiempos en que el petróleo dejó de ser útil por la plaga de oleovita, creímos
que la energía nuclear iba a resolver nuestros problemas. Después del accidente en Las Bermudas,
comprobamos que los reactores nucleares son inestables a las altas presiones en el fondo del mar.
Volvimos al vapor como un sustituto de sobrevivencia, y aun cuando mejoramos su uso primitivo,
utilizándolo en forma comprimida, sabemos que también es temporal por sus grandes limitaciones
al irse agotando paulatinamente el recurso carbonífero en el mundo.
Los científicos ven al doctor Fischer con ansiedad. Pi¬den con las miradas ir de una vez al grano,
toda vez que los antecedentes son ya por demás conocidos. Pero el doctor Fischer hacía tiempo en
espera de su ayudante.
-Fue entonces cuando se dio máxima prioridad a la investigación científica. Nuestro trabajo se
dividió en dos grandes áreas: una, buscar nuevas fuentes de energía; otra, encontrar el antídoto
contra la oleovita ...
Al fin entró Vanessa a la sala con una pequeña caja que entregó al doctor Fischer.
-Logramos lo del vapor comprimido que nos ha permitido sobrevivir, aun cuando no sabíamos por
cuánto tiempo. Ahora, señores, prepárense para lo siguiente: al fin hemos encontrado el antídoto
contra la oleovita.
Los hombres de ciencia se vieron unos a otros incrédulos. ¿Cómo era posible que aquí, en el fondo
del mar, con tan limitados recursos, se haya logrado lo que los hombres de tierra no habían
conseguido, pese a contar con la energía nuclear? Después de esta reacción de asombro todos, de
pie aplaudieron frenéticos, con exclamaciones de júbilo.
El doctor Fischer les pidió sentarse y guardar silencio.
—Sin embargo, señores, no podemos celebrar el éxito. No, todavía. Les dije claramente que
hemos encontrado el antídoto, pero no la forma en que podríamos aplicarlo. Al menos es más
difícil de lo que pudiéramos haber imaginado. Tengo las pruebas realizadas y se las mostraré en
un momento: pero el problema se vuelve más complicado a medida que busco una forma lógica
para resolverlo.
El investigador abrió la pequeña caja y sacó un automóvil en miniatura. Vanessa cruzaba los
dedos deseando no haberse equivocado al cumplir la orden de su jefe.
-Mandé traer esto del museo tecnológico. Un juguete que utilizaban los niños de principio de siglo
allá en tierra firme. Una copia a escala de los últimos vehículos que usaban los hombres para
trasladarse. Como recordarán, tenían un motor de combustión interna que funcionaba a base de
gasolina. Esto se hizo obsoleto por culpa de la oleovita y el sistema fue cambiado por pilas de
energía nuclear, después del periodo negro de la civilización. Ese vacío terrible que provocó un
retroceso a las fuentes primitivas del vapor mientras se trabajaba intensamente para adaptar a la
humanidad a la tecnología nuclear. Fue la época en que el reloj de la historia se detuvo a
medianoche y mantuvo al mundo en la oscuridad total, hablando en términos científicos-
tecnológicos.
Retiró la caja y puso ante sí, sobre la mesa, el pequeño automóvil.
-Ahora, señores, entremos en materia. . . Vanessa ¿quieres darme la jeringa, por favor?
Vanessa se la entrega con extremo cuidado. El doctor Fischer saca un gotero de uno de los
bolsillos de su bata. Sus colegas lo ven con curiosidad. Retira la hipodérmica e introduce el
gotero, llenándolo a la mitad. Vuelve a colocar la base de la aguja. Con una mano detiene el
juguete y aplica el gotero a la boca del diminuto tanque de combustible. De otro bolsillo de la bata
saca una pequeña pila ya recargada con unos cuantos amperes de anguilas. Conecta un pequeño
cable y con un alfiler oprime el botón de encendido. El motor a escala tose. La marcha se
prolonga. El doctor Fischer insiste de nuevo. Vanessa ha captado la idea. Cruza sus escamosos
dedos. Por fin, el motor comienza a caminar con golpeteo de sus cuatro pistones. El doctor
Fischer, con el mismo alfiler, regula la esprea de paso de combustible y suelta la palanca de
embrague. Con la misma pila, ajusta el control remoto. El diminuto automóvil comienza a caminar
sobre la mesa con su ruido peculiar jamás escuchado por la mayoría de los jóvenes científicos.
Vanessa ve cómo el vehículo va evadiendo las carpetas, los vasos, los cuadernillos de notas de los
científicos; da un giro al final de la mesa y vuelve, ronroneando, al lugar del doctor Fischer hasta
detenerse.
Los científicos se levantan de sus asientos y aplauden calurosamente. El doctor Crab, decano del
Instituto de Ciencias de la colonia, no se ha movido de su lugar. Ve inquisitivamente a su colega.
Cuando los jóvenes científicos vuelven a sus sitios, el doctor Fischer ve a Crab con interrogación.
— ¿Qué opinas, Carl?
—Creí que la humanidad no iba a volver a escuchar nunca esa sinfonía de pistones. ¿Cómo
obtuviste el combustible? ¿Encontraste, acaso, algún bidón hundido en la arena de la costa?
-No, Carl. Es sangre. Sangre humana. . . -contestó el doctor Fischer mientras volvía a observar a
contraluz el contenido de la jeringa.
DIECINUEVE

-¿SANGRE?-, PREGUNTÓ el doctor Crab incrédulo.


Un murmullo se produjo en el salón de juntas.
Fischer se levantó.
-¿Quieren hacer el favor de acompañarme?
Recorrieron el angosto pasillo hacia el laboratorio principal. Los jóvenes que iban un poco atrás,
comentaban entre sí la prueba hecha por Fischer y alguno se preguntó en voz baja si en realidad el
investigador había trabajado demasiado en los últimos meses y tal vez pudiera necesitar unas
vacaciones.
—Pero, ¿y el pequeño auto?
—¿Tu has oído alguno? Quizás fue la misma pila con amperes de anguila lo que lo puso en
movimiento…
Vanessa se adelantó y abrió la puerta del laboratorio.
Crab insistía mientras Fischer lo invitaba a pasar.
-En un momento tendrás todas las respuestas. Bueno, al menos hasta las que he llegado yo. Creo,
Carl, que no vamos a encontrar muchas respuestas …Por aquí, por favor.
Ahí estaba el humanoide, tal como lo había dejado Va¬nessa. Desnudo sobre la mesa del
laboratorio, todavía bajo los efectos de la droga.
Crab se acercó hasta el cuerpo aquel que le pareció un muñeco de hule, hule vegetal, crudo,
porque no concebía que fuera el resultado de un proceso de petroquímica secundaria.
—¿De dónde sacaste esto, Ben?
Los científicos habían ya rodeado la mesa y volvieron su atención hacia el doctor Fischer en
espera de la respuesta a la pregunta de Crab.
—Lo encontramos esta mañana en la costa. Sacábamos muestras de residuos petrolíferos. Y ahí
estaba él, alimentándose en las charcas aceitosas.
-¿Bebía petróleo?-, preguntó Tony Lobster, un joven investigador hijo del doctor Ralph Lobster,
quien logró desarrollar la tecnología del vapor comprimido.
-Justo era lo que hacía. Lo capturamos con redes. No opuso resistencia. Parecía un ser que jamás
ha estado expuesto al peligro, o al menos carente del instinto de conservación. Lo trajimos aquí y
lo único que hemos hecho es analizar su sangre, si así se le puede llamar a ese tipo de combustible
que corre por sus venas.
-Creo que estamos en la antesala de algo fantástico -dijo Crab mientras observaba detenidamente
al humanoide.
-Así es, Carl. Y sugiero que nos pongamos a trabajar de inmediato. No sabemos cuánto pueda
resistir su organismo en un medio ambiente presurizado como el nuestro.
De todos modos habrá que practicarle una autopsia -comentó Lobster.
-No en este caso-, respondió Fischer-. No nos interesa conocer los órganos internos de un cadáver,
sino ver cómo funcionan.
-¿Una metapsia?-, interrogó Crab.
-Necesitaríamos traer la cámara desde los laboratorios en la colonia de Bahamas-, dijo Lobster.
-Ya la mandé pedir. Viene en camino. ¿Cierto, Vanessa?
—Así es doctor…
-Mientras tanto podríamos ir practicando una biopsia. Me intriga su tipo de piel-, señaló Crab.
-Si es que en realidad es piel-, apuntó Lobster-. Cuan¬do lo vi pensé que era una de nuestra gente
metida en uno de esos trajes de buceo que usaban nuestros abuelos.
El humanoide comenzó a moverse inquieto. El doctor Fischer le ordenó a Vanessa aplicarle otra
dosis de droga y llevarlo al área de quirófanos.
Crab, Fischer y Lobster pasaron a la cámara esterilizadora, mientras los demás científicos se
instalaban en el aula-cabina y conectaban los monitores de circuito cerrado.
Crab llamó a Fischer.
-Ven a ver esto, es increíble.
Fischer se inclinó para ver el pedazo de piel a través del microscopio electrónico.
-¿Células vivas?-, preguntó Crab.
-Sí, pero a partir de otros principios que nada tienen que ver con la reproducción biológica.
—¿Qué quieres decir?
-Una forma de vida diferente, no conocida al menos aún por nosotros. No aquí, en un ser superior.
Crab observa nuevamente. Fischer le interroga:
—¿Qué te recuerda esto?
-En eso pensaba en este momento. El viaje de prácti¬cas que hicimos de estudiantes a la colonia
de Venus.
—Exacto.
-Fueron aquellas algas fosilizadas que seguían vivas en un medio ambiente de amoniaco.
-Pero, ¡cómo! Eran algas y estábamos en Venus con temperaturas de 250 grados centígrados.
-¿Qué opinas, Lobster?
Durante un par de minutos Lobster permaneció al microscopio. Luego se reincorporó y mientras
limpiaba sus espejuelos, les dijo:
-Tiene razón Fischer: este no es un caso de biología, sino de ingeniería industrial.
Vanessa entra al quirófano y le entrega un mensaje a Fis¬cher.
-Señores, creo que por hoy es todo. Me informan que la cámara llegará aquí mañana al mediodía.
El consejo me pregunta si estamos en alerta de epidemia o trabajamos en algo secreto. Les sugiero
que de esto ni una palabra en tanto no tengamos un informe completo-, dijo Fischer.
Y volviéndose a Lobster:
-Organiza guardias. Necesitamos vigilar a nuestro sujeto las veinticuatro horas. Quiero un análisis
de la biopsia muy completo, incluyendo su tipo y disposición de partículas.
Lobster iba a protestar, pero Fischer lo interrumpe con un ademán.
—Esto infiere que tu permiso de vacaciones queda cancelado hasta nueva orden.
Las miradas de Lobster y Vanessa se encuentran con expresión de forzada conformidad.
Al día siguiente, en la madrugada, Lobster despertó a Fischer. Pese a la droga, el humanoide tenía
convulsiones, perdía temperatura y su presión comenzaba a bajar aceleradamente.
Fischer llegó tan rápido como pudo, con tal preocupación que ni siquiera se detuvo a pensar qué
hacía Vanessa en el laboratorio a esa hora, o tal vez dejó por sentado que cubría una de sus
guardias.
—¿Cómo están sus signos vitales?
-Alterados. Al principio consideré que podría ser algo relacionado con el ambiente presurizado.
Pero todas sus reacciones son de falta de alimento, o la falta de una droga por adición.
—¡Qué barbaridad!—, interrumpió Fischer. —Hasta ahora lo hemos alimentado con sueros como
si fuera alguien como nosotros.
Y dirigiéndose a Vanessa: Prepara una jeringa con algo de las muestras residuales de hidrocarburo
que trajimos ayer de la costa.
Lobster captó de inmediato la idea de Fischer. ¡Claro! El combustible es para los motores como el
oxígeno para los seres vivos.
Fischer clavó la aguja en el brazo del humanoide y comenzó a aplicar aquel líquido viscoso en la
vena, esperando no haberse equivocado.
La reacción del humanoide fue inmediata. En la pantalla de la computadora clínica comenzaron a
cambiar las seña¬les vitales hasta alcanzar un punto estable.
-Hay que inyectarle el líquido cada seis horas—, le dijo Fischer a Vanessa. Y volviendo hacia
Lobster le indicó casi como una amenaza:
-Esto es muy delicado, Lobster. De los resultados que obtengamos va a depender el futuro de
nuestra civilización acuática. Si este hombre, o lo que sea, se nos muere no sé si podríamos
conseguir otro igual.
-Conozco mis responsabilidades. Estoy consciente de cuál es la situación. No entiendo por qué lo
dices.
Fischer ve a Vanessa y vuelve su vista a Lobster.
—Tú sabes por qué te lo digo. Sólo te pido que no des¬cuides a nuestro sujeto ni un minuto—.
Sale sin despedirse. Vanessa trata de decir algo, pero Fischer ya va ca¬mino hacia la puerta del
pasillo.
Esta reacción sería incomprensible si no existiera el antecedente de que Fischer se enamoró de su
alumna, de que le propuso llevar una vida compartida, y de que Vanessa le dijo que lo amaba
como a un padre y lo admiraba como a un maestro. Para entonces comenzaba a salir con Lobster y
si decidió continuar al lado de Fischer fue con el fin de terminar su doctorado.
La cámara llegó poco después del mediodía. Los horarios seguían manejándose igual que en la
superficie, regulando la luz artificial en la colonia submarina.
Un sistema sicológico implantado a los primeros colonos, pero que se volvió un hábito en las
siguientes generaciones.
VEINTE
EL HOMBRE DE BLANCO abrió una serie de puertas. Introdujo a los niños en la espaciosa área
del laboratorio profusamente iluminada y con un sistema de temperatura ambiente de 18°
centígrados.
Ni Juanito ni José tenían la menor idea de este tipo de instalaciones. El hombre de blanco se las
iba mostrando, orgulloso de su obra: como si fueran especialistas en genética venidos de otro
planeta.
Les explicó el porqué de las conexiones de gas natural que iban de los tanques al centenar de
probetas en estantes empotrados en la pared; las mesas de operación en los quirófanos adjuntos: la
consola de control con botones luminosos codificados y las pantallas tridimensionales de
microscopía. El porqué de los recipientes con diversos ti¬pos residuales de petróleo.
Y en otra sala, herméticamente cerrada, con temperaturas tan bajas que José lanzó una expresión
de ¡brrr!, donde estaban las gavetas de embarque a través de un antiguo desagüe de la refinería al
mar.
Los niños no se atrevieron a preguntar qué había en esas gavetas: pero de regreso al laboratorio
vieron más de cerca el contenido, de las probetas: formas fetales de hule colocadas en orden
cronológico de reproducción, con fechas en etiquetas adheridas a los recipientes.
Juanito decidió no hacer preguntas. Estaba seguro que el hombre de -blanco acabaría
explicándoles hasta el mínimo detalle de todo aquel sistema de laboratorio, como ocurrió al
siguiente día en que comenzaron oficialmente a trabajar.
Aun cuando pasara algún tiempo antes de que pudiera entender del todo lo que significaba
"tecnobiología microcelular".
O bien sus primeros contactos con los hombres-peces que llegaban en una extraña nave en forma
esférica, a recoger la "carga" una o dos veces al mes.
Ahora entendía Juanito el porqué el hombre de blanco estaba rodeado de comodidades, alimentos
frescos y el más sofisticado equipo de investigación.
Todo era surtido por los hombres que venían del mar.
A cambio de la carga.
Ahora entendía también el porqué el hombre de blanco trabajaba solo, el porqué necesitaba de
ellos.
Muy simple, aparentemente.
Se dedicaba a producir hombres-hule en serie y los entregaba a los hombres-peces, quienes los
utilizaban en sus colonias como fuente de energía.
El hombre de blanco tenía una meta por alcanzar. Había descubierto la forma de crear vida a partir
de un principio tecnológico. No lo que lograron los genetistas en los fines del siglo xx a partir de
los principios elementales de reproducción y en la forma en que los cibernéticos habían creado a
los hombres-máquina, programados con microcomputadoras, sino mediante una combinación de
ambos sistemas tomando lo esencial de unos y lo complementario de los otros.
En realidad no había descubierto nada. Cuando llegó a la costa ya estaba la situación dada. Todo
lo había hecho la oleovita; pero su mérito fue el de haber aprovechado el principio establecido y
desarrollarlo científicamente, para lo que fue necesaria la participación de los hombres-peces.
Había encontrado el camino de la prolongación de la vida en un sistema que neutralizaba el
proceso degenerativo aun cuando tuviera que agilizar el desarrollo de células en veintiocho días,
que a un ser humano le llevaría mínimo 18 años para llegar al límite de crecimiento.
Justa la edad en que eran recogidos por los hombres-peces para introducirlos en sus cámaras
sintetizadoras de energía.
Una gota de sangre-combustible de los hombres de hule era suficiente para mantener a un
generador de corriente alterna trabajando durante un periodo de ocho horas consecutivas para
iluminar toda la colonia acuática.
Pero lo que podía el hombre de blanco realizar en el laboratorio, no le era posible aplicarlo
consigo mismo. Sabía que su ciclo vital podía llegar a su fin en cualquier momento.
No confiaba en los hombres-peces desde el amargo y denigrante primer contacto con ellos.
Los hombres de hule eran como conejillos asustados, sin capacidad para decidir por ellos mismos,
al menos por el momento, en tanto el hombre de blanco alcanzara su objetivo.
Y para ello iba a necesitar a Juanito y a José. Dos pequeños seres de su propia especie a los que
podía ir preparando para que continuaran su obra.
Lo importante era que los hombres-peces siguieran considerando a los hombres-hule como
simples generadores de energía, mientras él continuaba trabajando en la segunda fase de su
programa, haciendo creer a sus socios acuáticos que buscaba en sus investigaciones acelerar el
proceso de reproducción, aumentando simultáneamente la potencialidad energética.
Y les prometía que llegaría el momento en que una gota de sangre del más defectuoso de sus seres
de probeta sería suficiente para mantener iluminada la colonia durante veinticuatro horas.
El estaba consciente de que este aumento de fuerza de generación de energía tenía un punto
crítico, y lo había probado ya en el laboratorio, provocando la sobrecarga, la autodestrucción de la
unidad.
Su búsqueda era muy diferente.
La fase física estaba terminada. Ahora su preocupación era la fase mental. Cada ser tenía
aproximadamente 50 mil millones de neuronas en su corteza cerebral. Un banco de datos sin
ninguna utilidad porque el proceso de crecimiento se iniciaba en la probeta. Continuaba su ciclo
de desarrollo, para después ir a las cámaras de terminado y de ahí el traslado a la colonia
submarina donde se les conectaba con los sintetizadores de energía.
Cuando terminaba su función, cuando se aprovechaba hasta la última gota de sangre, se les
arrojaba como desechos a los basureros del fondo del mar, o se les destruía por incineración.
-Los pobres, decía a los niños el hombre de blanco, no utilizan sus neuronas ni siquiera para abrir
los párpados.
Y les explicaba:
-La segunda fase es utilizar la tecnobiología microcelular para alimentar de datos esas neuronas
vírgenes a la misma velocidad del proceso de crecimiento en las probetas.
Entonces tendremos una raza de superhombres. Lo que para los hombres-peces son ahora unos
simples adminículos que en el pasado siglo se les llamaba "pilas" y se les utilizaba para escuchar
música en pequeñas cajas de transistores.VEINTIUNO
ALMA SE INSTALÓ EN EL asiento delantero del viejo taxi del senador. Al principio rechazó la
oferta. No quería invadir ese territorio de individualidad que era el desvencijado automóvil; no
quería involucrarlo en un problema si su padre llegaba a descubrir que la había protegido ese
extraño legislador, diferente a todos los de su especie, que había sostenido el concepto de
honestidad como una virtud y había logrado sobrevivir.
-No te preocupes, muchacha. Ese asiento delantero viene siendo lo que en tu mansión sería el
cuarto de huéspedes.
Alma lo comprendió. Pero el senador se quedaba corto. En la mansión de su padre había una casa
de visitas en la parte oriente, más allá de los rosedales de mamá.
Pasaron los días. El senador compartía con la joven su ración de cápsulas y hacían largas
caminatas por la ciudad, contándole a Alma una historia de lo que había sido la llamada Gran
Tenochtitlan hasta fines del siglo XX.
Fue entonces cuando Alma se dio cuenta que estaba justo frente al autor del libro que la había
hecho despertar a una terrible realidad.
—Un libro que escribí hace muchos años-, le dijo el senador lanzando un prolongado suspiro
mientras recorrían el cementerio de monumentos. Una parte de la ciudad des¬tinada prácticamente
a un basurero de las glorias nacionales.
-Anticipé todo esto, pero se me declaró un catastrofista. El libro se volvió un cuento para niños
hartos ya de lo que por aquel tiempo se llamaba ciencia ficción.
Alma se sintió avergonzada porque precisamente esa fue su reacción inicial al comenzar a leerlo.
-Mira en lo que se ha convertido el altar de la patria-, le dijo el senador, abriendo su brazo en
abanico sobre aquel hacinamiento de estatuas ecuestres, bustos en bronce de próceres, cuyas
facciones y proezas, ciertas o inventadas, se perdían en el anonimato de una historia que algún día
habría de convertirse en un verdadero rompecabezas para los arqueólogos del futuro.
-Esto me recuerda una frase que leí en un viejo libro en la biblioteca de mi padre. Algo así como
que en la inmortalidad todos somos contemporáneos…
-Sí, ya recuerdo. Un anciano fascista que tejió su propio traje de inmortalidad y cuando trató de
ponérselo, descubrió que le había quedado un poco grande. Entonces cerró lo ojos para no vérselo.
-Una forma de engañarse a sí mismo.
-Todos, niña, nos engañamos un poco para eludir nuestras propias responsabilidades. Por eso la
justicia se venda los ojos avergonzada.
-¿Y el pueblo?
-Una colonia de hongos en progresión geométrica con síndrome de espacio vital y afasia de olvido
apático. Una cápsula de polen para alimentar el cuerpo y una flama de luz para alimentar el
espíritu. No necesita más. Esa es la estructura social del precarista.
Pero esto nos puede hacer regresar a la época de las cavernas.
- ¿Y qué otra cosa crees que son las catacumbas del metro y los cascarones de los viejos
edificios? Cavernas de concreto armado, hija.
- ¿Hasta cuándo?
-Hasta que se produzca el cataclismo, el punto de ruptura. La destrucción total y el lento proceso
de reconstrucción a partir de cero.
-Eso, señor, sí es fatalismo…
-No, hija. Es equilibrio ecológico a nivel social. Esto lo he discutido mucho con un joven
científico que llegó aquí con tu misma cara de asombro y huyendo también de sus propios
fantasmas. Ahora anda por ahí en las catacumbas tratando de desencadenar la revolución de la luz.
-¿A nivel religioso?
-No, hija. A nivel social.
-Pero, ¿no es un intento de toma de poder?
-En este caso es una toma de conciencia. Aquí ya no hay poder que tomar.
-¿Y los bastoneros?
-Representan el paternalismo reducido a su mínima ex¬presión. Ellos alimentan al pueblo y lo
castigan cuando trata de alterar ciertas reglas elementales. Los revolucionarios de la luz no quieren
incendiar el cuartel de los bastoneros, sino incendiar conciencias. Iluminarlas, si quieres un
término más correcto.
-Y usted, ¿no está de acuerdo?
-¡Ay, hija! ¡He vivido tanto! Es como si a un cadáver le reactivan exclusivamente las células
cerebrales para que tome conciencia de su situación dentro de un catafalco, encerrado en un
bóveda.
—Pero los precaristas no están muertos. Aún tienen la capacidad de amar.
—Y de reproducirse.
—Porque no tienen conciencia. La revolución de la luz sería un buen principio.
—Hablas igual que él. Será bueno que se conozcan. Si es que no lo ha atrapado Falco.
-¿Falco?
-Sí, el jefe de los bastoneros.
—De seguro también me persigue.
-Sin duda alguna. Pero mientras permanezcas conmigo estás a salvo.
Por la tarde regresaron al casco antiguo de la ciudad.
Alma se acostumbró a caminar entre precaristas. Como si anduviera entre los troncos de árboles
en un bosque. El senador sin nombre le enseñó una serie de trucos para bañarse los
"indispensables" en las tomas públicas de agua y a buscar rincones solitarios en los abandonados
edificios de estacionamiento para sus más elementales necesidades. Hábitos de pudor que no podía
eliminar del todo.
En momentos, cuando Alma se quedaba sola en el taxi, mientras el senador iba a obtener
información entre sus amigos jefes de bastoneros en el cuartel central, pensaba en los ojos de
aquel joven que se encontró en las catacumbas del metro. Por las señas de Falco que le dio el
senador, no tenía ninguna semejanza con el inspector. Pero tampoco era precarista. ¿Sería
entonces el revolucionario de la luz? Encuadraba más en la descripción que le había hecho su
autor de cabecera que dormía en el asiento trasero del taxi.
Uno de tantos días en que Alma asistía a las ceremonias paganas en los túneles del metro, escuchó
una voz detrás de ella, en el momento justo en que salía por las escaleras de la estación Pino
Suárez, en medio de un bloque compac¬to de precaristas, sin ninguna posibilidad de huir ni
siquiera un metro de distancia.
- ¡Hola! Espero que ahora no huyas de mí.
Alma sintió una contracción en la boca del estómago y cómo sus pulsaciones cardiacas se
lanzaron a galope en horcajadas de taquicardia.
-¿Quién eres? ¿Qué quieres de mí?—, le preguntó sin volver el rostro mientras seguía caminando
hacia la salida. -No soy un policía, si es lo que te preocupa ..
- ¡El revolucionario de la luz!-, exclamó Alma de improviso mientras volteaba a ver aquel
rostro que se había quedado a jugar en su imaginación desde la primera vez que lo vio a lo lejos,
de uno a otro lado de los andenes del metro.
El joven le puso su mano sobre los labios, como un sello de angustia contenida.
—No menciones eso, por favor. Hay muchos policías infiltrados entre los precaristas. Salgamos de
aquí para que pueda explicarte.
Alma se dejo llevar del brazo por el joven, quien buscaba huecos entre el hormiguero humano
para ganar la calle y alejarse de la zona del metro lo más pronto posible. Cuando se sintió seguro,
cerca del cascarón de un viejo mercado, la invitó a sentarse en lo que había sido una fuente de
piedra labrada. Estuvieron un buen rato, viéndose fijamente a los ojos. Después él tomó la palabra.
-¿Desde cuándo conoces al senador?
-Unos días. ¿Por qué?
-Fue el único que pudo haberte hablado acerca de… vuelve la vista para asegurarse de que nadie
esté cerca de ellos-, la revolución de la luz.
-Efectivamente, me habló de ti.
-¿Por qué huiste aquella primera vez?
—No sabía quién eras. Yo también soy una perseguida.
-¿Por la policía?
-No. Por mi familia. Huí de casa. Aquello era un infierno.
-No peor que este…
—Depende desde qué punto de vista lo veas. ¿Y tú?
-Yo también soy un fugitivo. Me persigue el imperio por jugar con la ciencia. Y ahora, aquí, me
persiguen los bastoneros por jugar con revoluciones.
-El senador dice que tú y yo somos iguales, que deberíamos conocernos. . .
-Un buen hombre. Pero un escéptico. No cree en nada. Dice que en este país ha habido ya tantas
revoluciones…
-Pero ninguna de luz. Me suena hasta poético el término. ¿No fue lo que hicieron los humanistas
cuando sacaron al hombre del negro agujero de la edad media?
—Ahora es un agujero científico-tecnológico. Antes el hombre podía levantar la vista al cielo y
comenzar a formularse preguntas sobre esa miríada de puntitos luminosos. Ve esto -le muestra el
cielo oxidado. Los precaristas creen que no existe nada más allá de ese techo amarillo.
-Es algo que no he logrado entender del todo… ¿Cómo te llamas?
—Juan.
—Bueno, mira, yo soy Alma. Te decía, no entiendo cómo ya no habiendo industrias y automóviles
siga "eso" allá arriba, sin que las lluvias y los vientos acaben por limpiarlo del todo.
—Eso, se llama monóxido de carbono, entremezclado con polvo muy fino de detritus. Los señores
del imperio, cuando estuvieron jugando a dirigir el curso de los ciclones dentro de una estrategia
militar, provocaron un bloqueo de ionización en los corredores de nuestros vientos, como si
hubieran cerrado las rejillas en una ventila de aire acondicionado. Nos llega el aire, sí; pero los
vientos buscaron otras salidas naturales. Por eso los abruptos cambios del medio ambiente.
—Nunca había escuchado a alguien que hablara así. Sólo aquello que leí en los libros prohibidos
de la biblioteca de mi padre.
—Hace mucho que no hablaba con sonidos. Salvo las veces que he estado con el senador. Pero
ahora que te he encontrado…
Alma se ruborizó. Una reacción nueva en ella. Se sintió confusa. Vio hacia arriba para eludir la
mirada de Juan.
— ¿Así es que eso se llama monóxido de carbono?
—Así es. También tiene grandes porciones de anhídrido carbónico. El detritus del progreso
tecnológico. Diez mil millones de toneladas anuales lanzadas al espacio por cien¬to cincuenta
millones de chimeneas hasta que se produjo la crisis mundial del petróleo. Y nuestro valle se
convirtió en un basurero ambiental. Las pocas lluvias que llegan a caer no son suficientes para
limpiar la atmósfera. Pero, por favor, hablemos un poco de nosotros…
Y hablaron de sí mismos el resto de la tarde, mientras recorrían las calles de la ciudad, eludiendo a
los bastoneros, hasta que Juan la fue a dejar al taxi del senador.
—Veo que por fin se encontraron—, les dijo el senador cuando los vio llegar.
—Gracias por hablarle de mí—, le comentó Juan. Estaba sonriente, embargado de felicidad.
—Me tenías preocupado, muchacha. Creí que te habías encontrado con Falco.
—Hoy ha sido uno de los días más felices de mi vida—, le oyó al senador mientras Juan se
retiraba después de decirle a Alma que pasaría por ella temprano para llevarla a cono¬cer a los
revolucionarios de la luz.
VEINTIDÓS

CRAB NO PODÍA DAR CRÉDITO a lo que veía a través de la cámara de biotoscopía. Pero ahí
estaba el humanoide bajo el efecto de las radiaciones x-3 que volvían su cuerpo transparente,
como aquel juguete de plástico de su niñez en que estudiaba anatomía y ahora estaba arrumbado
en uno de los anaqueles del museo.
Fischer trataba de ajustar las imágenes con mano temblorosa, mientras Lobster buscaba entre sus
datos computados mentalmente algún fenómeno similar en la historia de la biología, sin resultado
alguno.
Para Vanessa aquello no tenía ningún sentido lógico y sentía que todos sus años de estudios en el
terreno de la físico-química habían sido superados en un salto espectacular.
Algo así como si un hechicero del Matto Grosso ve a sus macumbas sustituidas de un día para otro
por la medicina nuclear.
El proceso químico en el organismo del humanoide había sido alterado por la oleovita, que
necesitaba producir su propio alimento, y fue transformando las funciones orgánicas
paulatinamente hasta convertir los sistemas biológicos en auténticas y diminutas refinerías.
A esta conclusión llegaron los científicos de la colonia acuática después de estudiar los centenares
de placas tomadas en aquel organismo que paulatinamente comenzó a debilitarse hasta que fue
declarado clínicamente muerto.
Fischer consideró que no se le podía mantener vivo en forma artificial, vegetativa, y que la misma
oleovita había creado sus propias defensas. Recordó aquella leyenda del loco que intentó hacer
volar una nave cambiando el combustible de nitrógeno por jugo de naranja.
De inmediato se procedió a la autopsia del cadáver.
Crab, con riesgo de sacrificar más de las energías autorizadas en investigación, utilizó un
acelerador de partículas para tratar de aislar las moléculas de la oleovita y definir de una vez por
todas su disposición atómica.
Lobster llegó inclusive a sostener la tesis de que la oleovita no era más que un ser superior muy
inteligente caído a la tierra desde el espacio exterior, en capas de metano y amoniaco.
No era posible utilizar el ciclotrón de choque y lanzar partículas unas contra otras, a fin de
fragmentar a la oleovita, porque ninguno de los generadores nucleares podían funcionar arriba del
5 por ciento de su capacidad para evitar otra tragedia como la de la colonia en las Islas Vírgenes.
—Mientras almorzaban plancton y ensalada de algas en el restaurante de la zona de laboratorios,
Lobster externó sus puntos de vista.
—Pueden considerarlo una locura, pero ninguna cosa viva, a nivel molecular, es capaz de copiar
patrones tecnológicos y reproducirlos con sus principios elementales en un organismo superior. El
hombre siempre ha actuado en sentido inverso. Somos nosotros quienes desarrollamos nuestra
tecnología a partir de la naturaleza.
Los compañeros de trabajo lo escuchaban abstraídos, tal vez pensando en otra de las jugarretas de
Lobster cuando bromeaba con problemas creados en su esfera de alta profundidad, refiriéndose a
un posible sabotaje de seres que vivían en el fondo del mar, a tres mil metros, cuando iban al
fondo del océano a obtener el alimento no contaminado por el petróleo derramado en el golfo de
México.
—Es como si un castor construyera diques en los ríos después de ver cómo el hombre levantaba
sus represas—, comentó Vanessa, apoyándolo en su tesis, aún sin estar del todo de acuerdo.
Dos días después el informe de Crab fue desalentador. Ni rastro de la oleovita. La bacteria o lo
que fuera, había desaparecido. Como si se tratara de una subpartícula con una vida media de una
cienmillonésima de segundo.
¿Murió la oleovita? ¿Se desintegró? ¿Se transformó en otra cosa, o simplemente se fue? ¿A dónde
y cómo? ¿O simplemente no existía?
Estas fueron las interrogantes que quedaron flotando entre los miembros de la comunidad
científica de la Colonia acuática.
Lobster mantenía su punto de vista, aunque ya no se atrevía a exponerlo después de la frialdad con
que fue recibido en el restaurante. Sólo en los momentos que salía con Vanessa a pasear en su
autoburbuja por la superficie del océano impulsada por un motor de vapor comprimido.
—Insisto: son formas de vida con un alto grado de inteligencia procedentes del espacio exterior,
más allá de nuestra galaxia.
—Pero, ya revisamos todos los antecedentes en la computadora y no hay duda de que fue una
bacteria creada en uno de los laboratorios del imperio. Al menos es lo que históricamente está
registrado, le decía Vanessa.
—Correcto, pero, ¿qué se sabe del científico que le dio a conocer? ¿Quién ordenó su asesinato?
¿Hubo testigos del descubrimiento?
—El ayudante...
—Ese hombre se desquició después y se dedicó a buscar notoriedad con unas supuestas notas del
doctor Wonderland. ¿Por qué no pensar que la oleovita buscó a alguien al que de alguna forma lo
obligó a "descubrirla" en el laboratorio?
-Eso lo desentrañaremos la semana próxima. Fischer volverá a la costa a buscar otro humanoide.
-¿SÍ?
—¿No te lo habían informado?
-No. Fischer me retiró de la investigación. Considera que con mis teorías sobre la oleovita puedo
influir prejuiciosamente en los trabajos del laboratorio. Pero tú y yo sabemos por qué actúa así. No
quiere vernos juntos.
—Pero, es absurdo. El sabe, Lob, que nos queremos. Sabe que no significa para mí más de lo que
puede representar un maestro, o un padre en última instancia.
-Esto acabará tan pronto como tú decidas irte conmigo a otra colonia. Mi cambio ya está en
trámite.
—Pero, ¿mi doctorado?
—Es tu decisión, Van, no mía. Yo voy a seguir trabajando por mi cuenta y les voy a demostrar
que tenía razón: la oleovita no pertenece a nuestro planeta.
El plan de Fischer se retrasó otra semana más porque había de hacer unos ajustes en el centro dé
investigaciones e instalar un "medio ambiente" natural para el próximo humanoide que pudieran
atrapar. Inclusive traer suficiente residuo de petróleo de los pantanos de la costa para que se
alimentara por sí mismo y no sintiera el cautiverio. En esto participó activamente el doctor Barry
Sheller, director del zoológico de la colonia.
Cuando todo estuvo listo, Fischer partió hacia la costa acompañado por Crab, Vanessa y un equipo
de hombres-comando para la captura.
Lobster se quedó, mientras tanto, en el centro de computación para analizar las diferentes formas
de vida en los sistemas solares cercanos al nuestro, en la propia galaxia, y en aquellas cuyo
paralaje estaba más cercano a la tierra en los momentos precedentes a la gran crisis de la cultura
del petróleo.
Concentró su atención especialmente en la región de Cisne
VEINTITRÉS

PARA EL HOMBRE DE BLANCO el haber llegado sano y salvo a la costa, después del
accidente al aerobús lunar, no significaba nada más allá del simple hecho de estar vivo.
El extraño pueblo de hombres de hule que lo acogió como a un Dios en manera alguna venía a
resolver sus necesidades inmediatas de sobrevivencia. Máxime cuando como único alimento le
ofrecían, solícitos, el negro manjar de los viscosos pantanos.
Por fortuna, la región cercana a la costa abundada en árboles frutales que nadie aprovechaba.
Los hombres de hule lo instalaron en el templo de la refinería donde obviamente, consideró, deben
vivirlos dioses. ,
Pronto fue descubriendo el porqué de los orígenes de ese conglomerado en los viejos documentos
que encontró en las instalaciones desde cuando los trabajadores se apoderaron del complejo
industrial.
Y poco a poco fue adaptándose a su nueva forma de vida.
Llevado por su innata curiosidad científica, el hombre de blanco se dedicó a estudiar a sus nuevos
súbditos. Dividió su trabajo por ramas científicas, dentro de las limitaciones propias que le ofrecía
el abandonado laboratorio de la refinería.
Pronto llegó a la conclusión de que si en otras épocas se hubiera hecho una biopsia a la piel de
alguno de estos extraños seres, la conclusión del análisis habría sido como el de un producto
derivado de la petroquímica secundaria.
Aun cuando carecía de quipo para comprobar sus deducciones, no le fue difícil en su calidad de
físico-ma¬temático seguir la pista de aquel alimento de chapopote a través del organismo de los
hombres de hule y el por qué de sus nuevos patrones biológicos.
¡Un pueblo de mutantes a partir de principios tecnológicos!
Por fin la oleovita, destructora de una civilización basada en el petróleo corriendo hacia su fin a un
millón de barriles por hora, había encontrado un medio natural para manifestarse.
También por deducción concluyó que las reacciones químico-biológicas tenían que ser diferentes
a todo lo conocido. Seres vivos con súper energía concentra¬da. La dualidad de la energía entre la
física y la química. El sueño de los alquimistas de la era nuclear por obtener la energía sin
destrucción de la masa a través de células combustibles que, aprovechando a sí misma
autorreproduciéndose, alcanzaba un equilibrio estable.
Hombres de energía genética. Grandes depósitos potenciales de ergios sin necesidad de ser
liberados mediante la fisión nuclear. Al menos era lo que pensaba.
Un día hizo la prueba definitiva.
Llamó a Tet y con una hipodérmica encontrada en el antiguo laboratorio médico de la planta, le
extrajo un poco de lo que podría suponerse sangre y no le causó ninguna sorpresa sino júbilo al
confirmar su teoría en los pasos iniciales.
Hizo un mechero y depositó una gota del líquido en una de sus puntas y el resto lo introdujo en
una botella de pepsi encontrada en la cocina del restaurante destinado para el personal de la planta.
Salió de las instalaciones y se retiró unos dos kilómetros tierra adentro hasta descubrir un claro
donde hizo un montículo de piedras y colocó la botella. Sacó su clavo de fuego, un pedazo de
metal y fósforo que se encendía como una cerilla al friccionarse sobre cualquier superficie,
prendió la punta saliente del mechero y se alejó presurosamente hasta un lomerío cercano, desde
donde se parapetó a esperar el tiempo justo en que el luego, o el simple calor del mechero, hiciera
contacto con aquella gota de sangre.
En los segundos de espera, el hombre de blanco se sintió ridículamente infantil. Si aquello no
resultaba, de acuerdo a sus cálculos, toda la teoría que había desarrollado se la derrumbaría como
todo lo que hizo durante su vida profesional; como se le había derrumbado el matrimonio cuando
Clara - ¡la tierna y dulce Clara!— le reclamó el porqué pasaba más tiempo metido en el
laboratorio que en el lecho conyugal. La forma en que sus colegas se burlaban de su teoría sobre
los viajes interestelares mediante la desintegración molecular, utilizando el desplazamiento a la
velocidad de la luz de los neutrinos, y su reintegración en un punto previsto del espacio a través de
los "agujeros negros". Y el cómo
tuvo que huir de la incomprensión humana. ¿O realmente era él quien no comprendía a sus
congéneres? Un ser raro, fuera de serie, o un sicópata. Un enfermo que más que en un laboratorio
debería estar internado en una casa de reposo.
Mientras los moscardones de la inquietud revoloteaban en su mente, mantenía fija la vista en aquel
promontorio de piedras a la distancia.
Primero fue un punto de luz blanca muy brillante, luego adquirió tonalidades rojizas y en una
fracción de segundo se produjo la explosión.
El hombre de blanco tuvo que echarse de bruces detrás de las rocas y cubrirse los oídos con ambas
manos. Árboles y piedras volaron como si hubiera sido el efecto de una enorme carga de dinamita.
Esto lo dedujo el científico al no ver la forma tradicional del pequeño hongo que producen las
bombas atómicas convencionales.
Se había liberado la energía sin necesidad de la fisión termonuclear. Energía pura, sin efectos
radiactivos.
Cuando regresaba feliz a la aldea, con la confianza recobrada en sí mismo y una serie de proyectos
en mente sobre la mejor forma de aprovechar aquellos recursos energéticos vivientes, llegó a
alcanzarlo Tet por el camino.
Unos hombres, con extraños vestidos, habían llegado del mar y tenían prisionero a Mob, el jefe de
la comunidad, mientras se dedicaban a llenar recipientes con su alimento de los pantanos.
El hombre de blanco corrió hacia la costa. Tet le explicó que eran los mismos que un mes atrás se
habían llevado a Pet al fondo del océano.
Ahí estaban los hombres peces. Los reconoció por la piel incipientemente escamada en sus rostros.
Durante unos minutos quedó paralizado detrás de los domos de arena, desde donde los hombres de
hule observaban amedrentados los movimientos del grupo de invasores.
¿Qué hacer?, se preguntó el hombre de blanco, rodeado de miradas suplicantes que parecían
decirle: "Tú eres un dios. Salva a Mob. Anda, es parte de tu trabajo. . .Tú puedes hacerlo. Eres
invencible. Anda, ve y rescátalo".
No había alternativa. Si no intentaba hacer algo, los hombres de hule perderían la confianza en él.
Y hasta podrían eliminarlo.
Se hizo de valor, llenando sus pulmones con el fresco aire de la brisa marina. Sudaba
copiosamente. Salió del escondrijo y comenzó a caminar con altivez hacia donde estaban los
invasores.
Fischer vio aquella extraña figura de blanco caminar hacia ellos sobre la orilla chapopotosa de la
playa, con el viento moviendo su túnica y jugando con sus grisáceos cabellos.
Advirtió al jefe del comando que mantuviera a sus hombres a la expectativa, pero que no hicieran
ningún movimiento en tanto él no diera la orden.
Vanessa dejó de preocuparse cuando vio que aquel hombre venía desarmado. Su túnica blanca
parecía ser, en sí misma, una bandera de paz.
El jefe del comando le salió al paso.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—Eso es lo que vengo a preguntarles. Quiero hablar con su jefe.
Fischer se adelantó.
-Soy yo. ¿De dónde diablos ha salido usted?
-Poco importa quién sea. ¿A qué vienen?
-Somos gente de paz. . .
-¿Armados? Y con uno de mis hombres metido en esa red. ¿Eso es ser gente de paz?
—Somos científicos. Sólo venimos a recoger muestras de los desechos de hidrocarburos en el
pantano.
—Llévense lo que quieran, pero suelten a ese hombre.
-¿Hombre?-, preguntó Crab, acercándose al misterioso hombre de blanco—. ¿Le llama usted
hombre a eso? Parece un muñeco de hule.
—Ustedes parecen peces. . .
—Casi lo somos, intervino Fischer para suavizar la situación-. Venimos del fondo del océano y
para sobrevivir necesitamos una nueva fuente de energéticos. Eso es todo. Espero que nos
comprenda.
—Dejen libre a ese hombre y regresen a su colonia con todas las muestras que quieran.
-No podemos. Lo lamentamos mucho, pero este… hombre, es muy importante para nosotros-, le
dijo Fischer.
Vanessa había estado observando el rostro del hombre de blanco y sus bien cuidadas manos. Y se
preguntaba quién sería entre aquellos seres extraños.
Para el hombre de blanco, las palabras de Crab fueron muy significativas. Los hombres peces ya
conocían lo que se encerraba en el organismo de los hombres de hule.
—Ustedes necesitan energéticos. No entiendo porqué se quieren llevar a esta inofensiva criatura.
A menos, claro, que la vayan a meter en una jaula de su zoológico. Mientras hablaba se fue
acercando hasta Mob.
—¿Cómo sabe que tenemos un zoo?—, le preguntó
Crab intrigado.
—El zoológico de la colonia submarina del golfo es famoso en todo el mundo. Pero les voy a
demostrar que estos hombres son como cualquier otro ser humano. Usan es¬tos trajes de hule
natural con fines exclusivamente ceremoniales. Miren, se los demostraré.
Y bsacando su clavo de fuego, lo raspó sobre una piedra e intentó acercárselo a Mob, quien lo vio
con expresión de
terror.
Fischer se lanzó sobre él y de un manotazo le hizo soltar el clavo que fue a caer en la arena.
—¿Qué trata de hacer, hombre?—, le gritó Fischer—.
¿Acaso quiere que volemos todos?
—Entonces, ¿lo saben, verdad?
Fischer se tranquilizó. Quien fuera ese hombre, también buscaba lo mismo que ellos. ¿Buscaba?,
se preguntó mentalmente. No, tal vez ya había encontrado algo
Tomó al hombre de blanco del brazo.
—Acompáñame. Usted y yo tenemos que hablar.
Y se lo llevó caminando por la orilla de la playa.
Vanessa y Crab se vieron uno al otro con interrogantes.
El comando se quedó también a la expectativa sin saber qué hacer.
—Vamos, vamos—, les increpó Crab, sigan llenando esos recipientes.
Pasó casi una hora y Crab comenzaba a desesperarse. Los dos hombres seguían allá a lo lejos de la
playa enfrascados en una discusión.
Vanessa trató de calmarlos.
—Algo muy importante vamos a sacar de todo esto. Fischer no pierde diez minutos hablando
inútilmente con alguien. ¡Mira, ya regresan!
-Suelten a ese hombre-, ordenó Fischer al jefe del comando. Y volviéndose a Vanessa:
-Comunícate con la esfera. Que salgan a recogernos en cinco minutos. Nos vamos.
- ¡Cómo!-, exclamó Crab-. ¿Así nada más?
-Así nada más. Ya te explicaré a bordo.
Fischer se despidió del hombre de blanco, quien tomo a Mob de un brazo y regresó con él hacia
donde estaba el resto de los hombres que los recibió con grandes muestras de júbilo.
Los hombres peces regresaron al océano y el hombre de blanco confirmó su posición de Dios en
aquella aldea.
VEINTICUATRO

PARA FALCO, LA FORTUNA de los Teruel estaba ya tan lejos de él como el laboratorio
terrestre perdido en el polvo de los anillos de Saturno. Había suspendido la búsqueda del hijo de
Alma desde hacía ya algunos años. Comprendió que, tal vez, anduvo siempre tras la pista de un
fantasma, de un niño muerto convertido en el humo de los crematorios donde no se llevaba
registro de los cadáveres de precaristas que se incineraban diariamente. ¡Eran tantos!
Sin embargo, un día renació en sus ojos el brillo de la esperanza, un día charlando en su castillo
con el jefe de los hombres de negro. Siempre pasaba a saludarlo cuando llegaba de paso hacia la
nueva capital. Ambos se conocieron en la mansión electrificada de Teruel.
Arturo Duran era coronel, pero en la plantación de nopales le decían el capataz mayor. Durante su
plática con Falco no podía ocultar su preocupación. Los niños-termita que usaba de esclavos en las
plantaciones se les morían muy rápidamente víctimas de una epidemia de gusano descortezador.
-No es justo que mientras a nosotros se nos desploma la producción de nopales por falta de mano
de obra, tú tengas aquí en la ciudad a millares de niños sin ninguna utilidad y su alimentación
recaiga sobre el erario público.
Falco lo ve inquisitivo. El coronel Duran nunca le fue de su agrado porque, entre otras cosas, no
sabía jugar ajedrez. Y consideraba que sus visitas le quitaban tiempo.
— ¿Qué tratas de insinuar, mayor?
-Simplemente que nos permitas entrar en tu territorio para reclutar niños… Falco lo atajó:
— ¿Aquí? ¡Absurdo! Independientemente que nos crea¬
rías un clima de intranquilidad pública, estos niños están
atrofiados. La mayoría de ellos, como tú sabes, son sordo¬
mudos y no sirven ni siquiera para limpiar el pedazo de ca¬
lle donde viven.
-Tengo pruebas de todo lo contrario. Entiendo tu posición, Falco; pero te recuerdo que la zona
productiva de nopales dejó de ser una empresa privada desde el asesinato de los Teruel. Ahora es
un fideicomiso del Estado. Si tú no contribuyes, elevaré mi petición al consejo de ministros. Pero
no es mi intención salvar conductos…
—¿Hablabas de pruebas? Esto quiere decir que algo no funciona bien aquí. Crees que los
bastoneros hemos sido engañados por los precaristas para eludir su responsabilidad social.
-No sé lo que tú consideres. Pero el niño que tuvimos hace poco, uno de tus precaristas, duplicó la
producción por unidad de trabajo. Además, aunque sordomudo, era sumamente inteligente.
—¿Cómo sabes que era un precarista?
Duran no quiso revelarle a Falco cómo lo capturaron sus hombres. Había un acuerdo de sólo
utilizar niños-termita en la plantación.
—Porque comía flores. Además, llegó solo, buscando a alguien tal vez. Estuvo un tiempo con
nosotros y un buen día desapareció.
-¿Se fue?
—Sí, así nada más. Me acordé mucho de ti porque siem¬pre andaba preguntando a mis hombres,
con lenguaje de labios, si alguno sabía jugar ajedrez .. .
—¿Ajedrez? ... ¡El senador! —Falco dio un manotazo en su escritorio. ¡Estúpido! Tan cerca, tan a
la mano, y no haber asociado la relación. ¿Acaso no fue él quien te informó
de la muerte de. Alma? Pero no, no puede ser. Recuerdo que hasta mantuve a mis hombres en
vigilancia permanente cerca del taxi. Me juraron que no tenía ningún niño. ¿Pero entonces quién?
¡Ay! ¡Imbécil, mil veces imbécil! El padre del niño en las catacumbas del metro.
-¿Qué te pasa, Falco? Estas muy pálido. ¿Te sientes bien? Si quieres vengo otro día para discutir
el asunto…
-No tengo nada. Tal vez la presión. Mira, dame una semana. Voy a plantear tu petición con los
señores del consejo. Estoy de acuerdo contigo en principio. Debemos apo¬yar a las empresas del
Estado. Si estos niños son aptos para el trabajo, como tú dices, contarás con ellos. No faltaba más.
¿Me decías del niño aquél? ¿A dónde se fue, cómo, cuando? Quiero toda la información. Necesito
localizarlo. Tú sabes, hay tan pocos que juegan al ajedrez en este país. Me gustaría tenerlo
conmigo.
-Entiendo, Falco. Serías capaz de voltear al país de cabeza con tal de encontrar un digno rival del
otro lado del tablero. Espero tu comunicación. Yo estaré en mi cuartel Central en la plantación.
Investigaré todo lo relativo a nuestro pequeño precarista y te lo haré saber de inmediato.
Precarista, pensó Falco cuando se quedó solo. ¡Pobre imbécil! No sabe que ningún precarista tiene
capacidad de pensar ni siquiera en un juego de canicas. Ese niño no es un hijo de precaristas. Es el
nieto del que fue dueño de la plantación y de seguro fue a conocer sus propiedades haciéndole
pasar por sordomudo. Y tú, idiota, lo encadenaste y lo enviaste al trabajo junto con los niños-
termita.
Falco oprime un botón y da una orden terminante.
-Vayan por el senador sin nombre donde lo encuentren y lo traen aquí de inmediato.
Después ordenó a Valeriano, su asistente, que preparara la cámara de tortura. Hacía muchos años
que no se utilizaba. A ver si aún servían las grabaciones de antiguos discursos de políticos e
informes presidenciales que databan de la época de Teruel y su camarilla.
VEINTICINCO
UNA TARDE SIN FECHA DE CALENDARIO. Alma recogió en un puño sus pertenencias en el
taxi del senador y se fue a vivir con Juan en una abandonada caseta de boletos en las catacumbas
del metro. Era un sitio de privilegio, como correspondía al nuevo líder de los revolucionarios de la
luz.
Por primera vez en más de cincuenta años, el senador sin nombre tuvo una extraña sensación de
soledad al abandonar Alma el viejo taxi, pese a que únicamente se había ido unas cuantas calles
más allá de la 20 de Noviembre.
Realmente le había tomado un gran cariño, como a una hija, aun cuando fuera nieta de Gonzalo
Teruel. También sentía afecto por Juan y en el fondo lo admiraba pese a que no coincidían en
muchos aspectos fundamentales sobre la vida de los precaristas. Juan consideraba que aún podían
ser rescatados como seres humanos, El insistía que ya no había remedio.
Soh seres para los cuales los conceptos de tiempo y espacio se han reducido a meras reacciones
instintivas, afirmaba el senador durante sus interminables discusiones con Juan dentro del taxi.
-El espacio está circunscrito a su área vital de un metro cuadrado, sin más relojes para medir el
tiempo que el reflejo condicionado de una campana de Catedral para recibir sus dosis de alimento.
Y Juan le replicaba respetuoso pero firme:
— Está usted cayendo en la misma posición de los antiguos dueños de promesas. Recuerde
cuando decían que el principal obstáculo para sacar adelante este país eran los propios mexicanos.
Un pueblo de borrachos y perezosos que era necesario cambiar por laboriosos japoneses o
metódicos alemanes.
-Amo a mi pueblo, muchacho; pero soy realista. Por eso estoy aquí.
-Observando cómo se consume su pueblo mientras usted permanece con los brazos cruzados. Es
como si no estuviera. A veces me da la impresión que su única razón de estar aquí es sólo para
confirmar las advertencias que planteó en su libro. Poder gritarle a no sé quien, tal vez a usted
mismo: ¡Ya ven cómo tenía razón!
-Así pensaba a tu edad, muchacho. Y te felicito por ello. El tiempo se encargará de darme la razón.
Mientras tanto, sigue adelante. Lo importante de la vida es caminar, caminar siempre, intentando
alcanzar lo inalcanzable. El sentido de la vida se pierde cuando te quedas parado, como yo.
Fue una tarde sin fecha de calendario. El sentido del tiempo, como decía el senador, ya había
perdido su razón de existir.
Los calendarios en la antigua capital mexicana parecían haber sido inventados en el pasado para
marcar fechas nacionales. Cualquier cosa, incluyendo el día del trabajo, era un buen pretexto para
faltar a la escuela, a la fábrica o a las oficinas públicas. La falta de suficientes héroes de la patria o
días de esto y lo otro, se fue rellenando en el calendario con periodos de vacaciones, puentes,
huelgas, paros y su¬puestas enfermedades de ajos en las axilas.
Finalmente, los precaristas acabaron con los calendarios. Y junto con ellos arrastraron a los
relojes. Sólo quedaban los inexorables relojes biológicos. Y dos medidas para los cambios de
estaciones: el calor o el frío. Las campanas de Catedral para saberse vivos. Y los hornos
crematorios para el final de los ciclos vitales.
Este era el mundo en el que se estrellaban los revolucionarios de la luz que nada ofrecían a
cambio, sólo luz de palabras.
Se puede iluminar la oscuridad, pero no el vacío.
Algo así como si una cucaracha intentara descifrar del (riego el acertijo de Zenón: "¿Cómo es
posible para un punto en movimiento pasar a través de un número infinito de posiciones en un
tiempo finito?"
Bueno, al menos era lo que pensaba Juan cuando paulatinamente se fue apagando la luz de los
revolucionarios. Cada vez menos dentro del movimiento, hasta que se quedó prácticamente solo.
Los seguidores de la luz en las catacumbas del metro estaban sujetos a consideraciones más
anímicas, pero sin capacidad para defender sus postulados con reflexiones más o menos
filosóficas.
Un totemismo puro en la selva de estructura de acero y concreto armado.
Falco por eso estaba tranquilo ante la intentona revolucionaria. ¿Para qué reprimirlo? Conocía a
los precaristas. ellos se encargarían de nulificarlo.
No era esto lo que deseaba el senador. Al menos no tan pronto.
Pero Juan no desmayaba. La propia Alma, con un avanzado embarazo, lo animaba a seguir
adelante. Lo sacudía con violencia de palabras en sus momentos de crisis claudicante.
-Pero, cómo puedes luchar contra un muro de indiferencia. No les importa nada. ¡Sólo sus
malditas cápsulas y seguir reproduciéndose!
Y Alma le mostraba su voluminoso vientre.
- ¿Y esto?
—Es diferente. Esto es producto del amor, no un acto de satisfacción por instinto…
—Finalmente, Juan, es exactamente lo mismo: un acto de maternidad. Y no quería decírtelo, pero
estoy aterrada. He visto cómo nace el resto de los niños precaristas. Las mascotas en la casa de
mis padres eran más cuidadosas con sus crías. Aquí, simplemente, se dejan morir.
—Es un acto de la propia naturaleza. Sobreviven los más fuertes. Si no hubiera ocurrido esa
horrible tragedia a tus padres, te obligaría a regresar a la mansión electrificada con ellos. Al menos
para proteger tu vida y la del niño que está por nacer.
-Ya no quiero recordar eso. ¡Fue terrible!
-Lo terrible es que el cuerpo de seguridad te haya involucrado en la matanza.
-Tenían razón, Juan. Fue culpa mía. Nunca debí haba llevado a esos precaristas a la mansión . . .
-Trataste de sacudirlos mostrándoles la otra cara de la moneda.
-Pero no para llegar al asesinato. Yo fui la autora intelectual. ¡Yo asesiné a mis padres!
-Ya discutimos esto lo suficiente como para volver a mencionarlo. Cálmate, no te pongas así. Eso
ocurrió hace más de un año. No tienes por qué seguir martirizándote.
-Es que ahora pienso en mi hijo, en nuestro hijo. ¿Qué le voy a decir? ¿Cómo explicarle que fui yo
quien llevó a esos hombres para que asesinaran a sus abuelos?
Juan no se lo quería decir, pero estaba seguro de que ese niño no sobreviviría en el medio
ambiente al que ellos tampoco podían adaptarse aún. Fue el momento en que recriminó la acción
de no incorporar el nitro en el polen de las cápsulas, y pensar que él prefirió seguir el alimento de
las flores para evitar lo que ya le había informado el senador en relación con lo del sicotrópico
agregado a las cápsulas para neutralizar la voluntad de los precaristas.
Pero no. Eso fue mucho después. Cuando comenzaron a producirse las deserciones en el
movimiento, cuando los seguidores anímicos de la luz fueron hasta la vieja cabina de boletos y los
arrojaron nuevamente a la calle porque Falco ya andaba buscando nuevamente a Alma en la
reapertura del caso Teruel.
Por vergüenza propia Juan no regresó al taxi y evitó encontrarse con el senador sin nombre. Hasta
el día en que llegó a implorarle ayuda porque Alma estaba próxima a dar a luz y su estado era en
extremo delicado.

VEINTISÉIS

LOS NIÑOS APRENDIERON muy rápido en el laboratorio de la refinería. Mientras José vigilaba
las fechas etiquetadas en las probetas y procedía a cambiar los tubos de oxígeno y nitrógeno de
uno a otro frasco, de acuerdo con un manual simplificado que le hizo el hombre de blanco, Juanito
participaba muy de cerca en las complicadas intervenciones de neurocirugía y se familiarizaba con
los intrincados sistemas de procesamiento electrónico.
El hombre de blanco tenía ya definidas las capacidades de Juanito y las limitaciones de José. Uno
era hijo de un científico y el otro provenía de una familia provinciana de precaristas. Esto no
quería decir que José fuese un retrasado mental o algo parecido. Tenía una intuición muy especial
para cierto tipo de operaciones de reflexión cuya agudeza lo hubiera llevado a ser un gran hombre
de negocios o un político en otros momentos y diferentes circunstancias, pero no ahí, en el
laboratorio, donde el hombre de ciencia necesitaba otra clase de colaboración.
Para entonces se había confirmado plenamente la herencia genética del conocimiento. No como
quien recibe del padre o del abuelo un lunar, el tono del cabello o el color de los ojos, sino como
un sistema de programación en las tarjetas perforadas, podría decirse, en las cadenas espirales de
los patrones ribonucleicos.
Sin embargo, aun existían zonas del cerebro que continuaban siendo un misterio para los hombres
de ciencia porque sólo en casos excepcionales, un niño de cuatro años de edad, digamos, podía en
un momento dado dejar a un lado sus planetarios tridimensionales de juguete y sentarse a escribir
fórmulas algebraicas de tercer grado, sin tener idea de lo que podría ser una simple operación
aritmética.
Juanito, aunque brillante, no era uno de esos niños. Sus conocimientos le fueron transmitidos por
su padre con palabras de silencio. Fueron aquellos primeros años en que Juan se declaró derrotado
por la indolencia de esos seres que, según él, ya no tenían remedio pues habían cruzado la barrera
regresiva hasta convertirse en simples vegetales con estructura humana.
El niño recordaba muy en la penumbra de la distancia a un padre que lo protegía con su cuerpo del
frío de la noche, en los quicios de las puertas o en los oscuros rincones de iglesias convertidas en
refugio de precaristas. El siempre ir de un lado a otro, aferrado firmemente a una mano que le
transmitía seguridad en aquel mundo de silencio que le rodeaba. Minutos, horas, días, aprendiendo
el lenguaje de labios, mientras se le estimulaba el instinto de conservación como una necesidad de
sobrevivencia.
El hombre de blanco se retiraba todas las noches a la casa de visitas a tocar un bien conservado
piano de cola.
El piano había pertenecido al último superintendente de la refinería. Un concertista mediocre que
de un día para otro fue designado en el cargo más importante de aquel complejo industrial sin más
méritos que haber sido un primo lejano de la esposa de Gonzalo Teruel.
La mayor parte del tiempo, el superintendente lo pasaba jugando con acordes y octavas, mientras
los verdaderos técnicos se encargaban del manejo de las instalaciones. Sólo firmaba papeles en los
ratos libres en que se aburría del teclado.
Los niños dormían en un cuarto al lado de la habitación del hombre de blanco. José era el único
que escuchaba las notas del piano. Un estudio de Chopin que se repetía y se repetía, martilleándole
en los oídos. No lo resistía y presionaba a Juanito para que aceleraran el plan de huida. Aún no nos
tiene la suficiente confianza. Debemos esperar un poco más. Su gente nos vigila. Siquiera deja que
se me caigan las manchas negras de la piel.
Pero no era eso. Juanito se sentía atraído por una inna¬ta curiosidad a todo lo que hacía el hombre
de blanco. Le sorprendía su habilidad para manejar el microbisturí de rayos láser y la forma en que
le explicaba fase a fase el proceso de la neurocirugía.
Cuando José se quedaba dormido en el trabajo, aburrido por la simplificación de las operaciones a
realizar, y se le reventaba alguno de los ductos por falta de control en las válvulas, el hombre de
blanco lo llevaba a la casa de visitas y lo sentaba frente al piano para torturarlo con el estudio de
Chopin.
Y Juanito reía a carcajadas silenciosas cuando al día siguiente le platicaba sus sufrimientos.
- ¿Cómo es posible que una caja de música pueda torturarte de esa manera?, le preguntaba sin
poder contener la risa.
Un día, por curiosidad, Juanito se presentó en la casa de visitas. Quería conocer la caja de música.
El hombre de blanco lo mandaba dormir temprano, pues un sordomudo nada tenía que hacer frente
a un piano, pensaba.
El niño se acercó a la caja negra, brillante, y puso con suavidad su mano en la tapa, mientras el
científico deslizaba sus angulosos dedos por el teclado.
La vibración pasó al niño como un fluido eléctrico. Algo se sacudió dentro de Juanito.
-¡Puedo oírlo! ¡Puedo oírlo!-, le gritó con los labios al hombre de blanco que lo veía atónito.
-¿Te gusta?
-Sí. No se detenga. Siga tocando, por favor.
Algo cruzó por la mente del científico. ¿Cómo es que no se le había ocurrido?
De regreso a sus habitaciones el hombre de blanco le dijo a Juanito:
-He sido injusto contigo. Tan abstraído estaba con el trabajo del laboratorio que en ningún
momento se me ocurrió. ¿Cómo es posible? En realidad ya me había acostumbrado a verte como
eres. No pensé en la posibilidad de cambio. ¡Oh!, ¡perdóname por lo egoísta que he sido contigo!
Juanito no acaba de entender. ¿Por qué esa reacción? Y se preguntaba en lo interno las causas. Le
había dado un hogar, comida, y la oportunidad de acompañarlo en sus incursiones científicas,
además de enseñarlo a manejar las piezas de ajedrez sobre el tablero de la computadora.
-Me prometió quitarme las manchas del cuerpo, pero entiendo que debe estar ocupado en cosas
mucho más importantes en el laboratorio…
-¿Las manchas? ¡Ja, ja, ja! No, hijo… -, por primera vez le decía hijo.
-¿Entonces?
-¿No quieres oír hablar lenguaje de palabras, no de labios? Escuchar el canto de los pájaros, el
murmullo del viento, el golpear del oleaje del mar en la costa?
Para el niño todo esto pertenecía al mundo de la imaginación. Tan lejos de la realidad, de su
realidad, que jamás se le ocurrió pensarlo. El hombre de blanco tuvo que sacarlo de su
aturdimiento.
-¿Quieres?
-¿Será posible?
-Vamos a intentarlo. Mira, dentro de dos semanas cubriremos la cuota con los de la colonia
submarina. Entonces comenzaré a trabajar contigo.
Esa noche Juanito casi no durmió. Poder un día hablar con José, gritarle. ¿No es maravilloso? Al
enterarse, José sufrió una nueva decepción. Sin embargo, dio por bien invertida la demora del
escape si como había prometido el hombre de blanco su amigo podría hablar y escuchar como él.
Aunque en momentos consideró que el científico era capaz de cualquier cosa con tal de tener a
alguien enfrente, escuchándolo tocar el piano.
VEINTISIETE

AUN CUANDO LAS NECESIDADES energéticas habían sido resueltas en la colonia submarina,
el doctor Fischer y su equipo di investigadores seguían trabajando en el laboratorio. Trataban de
aislar la oleovita de los cuerpos vivos y hacerla reproducirse en sistemas artificiales similares a los
organismos de los hombres de hule.
Y es que para los principios morales de los científicos leí resultaba poco ético utilizar seres cuasi
humanos como generadores de energía. Pero tampoco querían que la vida de la colonia dependiera
de los caprichos de un solo hombre quien cada día se volvía más exigente no tanto en cuestión de
alimentos frescos y vinos de mesa, sino por sus peticiones de equipo de computación, instrumental
muy avanzado que inclusive ni ellos mismos podían darse el lujo de tener por sus condiciones de
vida dentro del océano.
Vanessa era una de las que se atormentaban con ese tipo de consideraciones éticas y le repetía a
Fischer que era inhumano utilizar seres vivos como fuente de energía.
El doctor Fischer la tranquilizaba, o al menos lo intentada. La historia de la humanidad siempre se
ha sustentado i la ley del más fuerte, le decía. El ser humano ha sobrevivido mediante el sacrificio
de especies inferiores. Se utilizó al ganado y a los peces para obtener carne, leche, a fin de
aprovechar sus proteínas. ¿Y qué es esto? ¡Energía! La indiferencia es que a una la usamos para la
sobrevivencia de nuestra especie y a la otra, la que nos brindan estos humanoides, para la
sobrevivencia de nuestra civilización.
El tráfico con los hombres de hule se mantenía dentro del más absoluto secreto para el resto de la
colonia. Los veintitrés científicos que participaban en el programa tenían instrucciones de no
comentarlo ni siquiera con sus más cercanos familiares. La fuerza de seguridad pública destinó
una sección especial de comando para hacer el traslado de las cajas entre el laboratorio de la costa
y las instalaciones de la colonia en una zona declarada prohibida a todos aquellos que no
participaban en el programa.
Los políticos creían que ya se había aislado la oleovita, porque sólo así se entendía cómo se logró
obtener tan alta energía capaz de satisfacer hasta las necesidades mínimas de la población
acuática. No hacían preguntas, pues los colonos estaban satisfechos.
Lobster, excluido del programa, seguía trabajando en sus investigaciones con la oleovita, mediante
muestras de sangre que Vanessa sacaba subrepticiamente del laboratorio central. Ella fue
convencida por Lobster de que había algo más importante en esa bacteria que la simple generación
de energía.
-Seres superiores están utilizando nuestra colonia como en su momento inicial usaron al doctor
Wonderland para destruir nuestra civilización y después dominarnos a nosotros.
-¿Y los hombres de hule?—, le preguntaba Vanessa.
-Ellos serán quienes en un futuro a mediano o largo plazo dominen el planeta. La oleovita utilizará
sus cuerpos. Ella será el cerebro, ellos los capataces y nosotros los esclavos.
Vanessa amaba demasiado a Lobster como para considerarlo un maniático, como lo calificaban
Fischer y Crab. Pero cuando él le hablaba de la constelación de Cisne a tantos años luz de
distancia de este insignificante planeta llamado Tierra, la joven se sentía confusa, desubicada.
¿Hasta qué punto estaba traicionando a su maestro y poniendo en peligro la seguridad de la
colonia?
Al principio le llevaba muestra de fluido para que por sí mismo confirmara lo erróneo de su
hipótesis. Inclusive llegó a entregarle partes de tejido vivo y copias de los resultados que se iban
registrando en los trabajos del laboratorio central.
Lobster le aseguraba que cada día se acercaba más al fondo de su teoría, siguiendo el camino
inverso del sistema TFA en el organismo para convertir los almidones en glucosa y ésta, luego,
manifestarse en energía. En los humanoides aparecían reproducidas en forma sintética las cadenas
de aminoácidos, como si una mente superior hubiera levantado los planos fase a fase y luego
proyectarlos a escala industrial.
Fischer sabía desde un principio cómo Vanessa cooperaba con Lobster, pero consideró que era la
mejor forma de mantenerlo entretenido en su laboratorio y no tratara de interferir en los trabajos
para aislar la oleovita.
Pero un día Lobster desapareció. La última vez que lo vio Vanessa le aseguró que esa noche
desentrañaría el secreto de la oleovita. No le explicó cómo o tal vez ella no lo entendió del todo.
La joven estaba angustiada. Revisó el departamento de Lobster, su laboratorio adjunto, todo estaba
intacto. No se veían huellas de lucha o una salida precipitada. Todo estaba ahí, justo como lo vio
la última noche que estuvo con él. Inclusive la tasa con residuos de café sintético que le sirvió
antes de despedirse. En un momento pensó que Fischer había descubierto la sustracción de
muestras y documentos del laboratorio central y ordenó la detención de Lobster por cuestiones de
seguridad. Pero ella también estaba involucrada y su maestro la seguía tratando igual, como todos
los días.
A la semana siguiente, Vanessa ya no resistió y le planteó la situación a Fischer. Este la escuchó
tranquilamente cuando le confesó que sacaba muestras del laboratorio para entregárselas a
Lobster.
—No te preocupes, muchacha. Lo sé desde un principio. He comprendido tu amor por Lobster.
Sólo una mujer enamorada es capaz de haber llegado a esos pequeños hurtos por creer en alguien
obcecado con una idea tan descabella¬da como esa…Anda, no te preocupes. Dile a Lobster que
puede reintegrarse a su trabajo en el laboratorio central y olvidemos todo, ¿quieres? El es un
científico brillante. Estoy seguro que ya se dio cuenta de su error.
Vanessa trataba de abrir la boca, de explicarle, pero Fischer seguía hablando.
-Sin embargo, para nosotros será muy interesante conocer sus conclusiones, compararlas con lo
que hemos avanzado aquí, que a decir verdad no es mucho…
-Es que… Lobster ya no está. Desapareció hace una semana. Todo está intacto en su
departamento.
—¡Cómo!— exclamó Fischer—. Ningún científico puede
abandonar la colonia sin autorización expresa, no ahora
que trabajamos en el programa, incluyéndolo a él. . .
-Cheque los informes de salida, maestro. Lobster no ha abandonado la colonia. No al menos por la
burbuja de vacío.
-Es que no hay otra salida…Debe estar por aquí, entre nosotros, en alguna parte.
Llevo una semana buscándolo. Le aseguro que no está en la colonia-, le repitió Vanessa ya en las
lágrimas.
-¿Qué te dijo exactamente la última vez que lo viste?
-Estaba feliz. Dijo que esa noche confirmaría su teoría.
— ¿Te explicó en qué forma?
-No del todo. O al menos, no recuerdo exactamente. Para serle sincera, maestro, yo tampoco
estaba muy segura de su trabajo. Pero él se veía tan resuelto de que se hallaba en el camino
correcto…
¿Qué es lo que recuerdas?
-Algo de un sistema de comunicación… ¡Sí, ahora lo veo! Una clave matemática en longitud de
onda infinitesimal. Me dijo que cualquier ser inteligente en el espacio debía responder a ella…
-Ya entiendo. Esto lo hemos intentado con éxito relativo desde la colonia de Venus; pero
proyectado hacia un punto en el espacio, hacia el macrocosmos. Nunca hacia el interior de la
estructura del átomo, al microcosmos. ¿Te proporcionó algún dato concreto sobre la clave?
- Nada. Al día siguiente nos veríamos para mostrarme los resultados. Me pidió que me quedara esa
noche; pero yo tenía guardia en el laboratorio central.
Fischer dio la voz de alarma para localizar a Lobster en la colonia. Los comandos utilizaron
equipo especial para detectarlo por el calor de su cuerpo registrado en los archivos, pero no había
ningún rastro de él.
Como si se lo hubiera tragado el agua.
Su laboratorio fue revisado minuciosamente en busca de un dato, un simple apunte, pero nada.
Lobster era uno de esos científicos que todo lo archivaban en la memoria.
Se ordenó un cambio radical del programa en el laboratorio central. Había que seguir el rastro de
Lobster. Los investigadores probaron diversas claves de microfrecuencia en la estructura
molecular de los tejidos humanoides.
Todos los intentos resultaron negativos.
VEINTIOCHO
POCAS, MUY POCAS VECES Falco abandonaba la ciudad. La última fue cuando estuvo en la
nueva capital para evitar lo del sistema de esterilización en las cápsulas que había decido el
consejo de ministros.
Esta vez, contra todas las reglas que Falco mismo había impuesto, los dos helicópteros de la
comandancia de bastoneros cruzaron los límites de la ciudad y enfilaron hacia el noroeste.
En la mente de Falco había un solo objetivo; localizar al último de los Teruel. Un chiquillo cuya
fisonomía no lograba ubicar. Unos diez años de edad y los rasgos físicos semejantes a los de la
fotografía de Alma que había sacado del archivo donde estaba sepultado, sin solución, el caso de
la masacre.
Los niños-termita, los pocos que quedaban después de la epidemia del gusano descortezador, se
arrojaron al suelo temerosos y se ocultaron entre las nopaleras al escuchar el ruido de los rotores
sobre las instalaciones centrales de la plantación.
El coronel Arturo Duran salió a recibir a Falco en la zo¬na del helipuerto marcada con grandes
círculos de pintura amarilla luminosa.
Se estrecharon las manos y a gritos entre el ruido de las turbinas, se saludaron como dos viejos
amigos. Caminaron hacia la casa grande, mientras bajaba el segundo helicóptero.
-Te esperaba por aquí, pero no tan pronto-, le dijo a Falco mientras ordenaba a uno de sus
ayudantes que trajera refrescos sintéticos y viera que estuvieran listas las habitaciones de los
visitantes.
Y continuó:
-No pensé que el consejo de ministros fuera a tomar cartas en el asunto. Al menos no tan rápido.
Falco no sabía de qué demonios le estaba hablando, pero intuyó que después de su frustrada visita
a la ciudad, habló con los consejeros en la nueva capital.
-No he recibido ningún comunicado oficial. Vengo por mi propia cuenta a ofrecerte la ayuda
necesaria. Todos los pequeños precaristas que requieras para sacar adelante tu problema de
producción.
-No esperaba menos de ti, Falco. Sabía que lo entenderías. Inclusive, hasta un buen día de estos
me decida a aprender a jugar ajedrez.
La risa de Falco estalló espontánea. Cuando quieras te enseño a mover las piezas; pero —pensó-,
no aprenderás nunca ni volviendo a nacer.
Por la tarde fueron a recorrer la plantación. El anfitrión mostraba las excelencias de lo que
consideraba una bien montada organización. Grupos de hombres de negro vigilaban a los niños-
termita en su trabajo de recolección de nopales. Y Falco perdía su vista en el horizonte, hasta
donde llegaban los límites de la propiedad. Algún día todo esto será mío, suspiraba.
Luego, antes de la cena, visitaron los pabellones dormitorios en lo que fueron antiguamente las
instalaciones de los tecnológicos agropecuarios. Ahí estaban los niños-termita, dormidos, tan
agotados, que aun sin los grilletes que los sujetaban a las literas, no hubieran intentado escapar.
Afuera, los hombres de negro patrullaban el área.
Mientras pedía que le sirvieran otra taza de café y aspiraba profundamente el aroma de un cigarro,
Falco le soltó la pregunta que le permitiría entrar en materia, ir directo al asunto que lo hizo viajar
desde la ciudad hasta la planta¬ción.
¿Cómo es posible que con este sistema de seguridad haya logrado escapar ese niño?
¿Te refieres al niño precarista? Bueno, como te dije aquel día en el castillo, nada más que parecías
entonces te¬ner otras preocupaciones, era un niño muy especial, de Riente despierta, ágil, y yo me
dije: si así son todos los niños precaristas, qué desperdicio de mano de obra tiene Fal¬co allá en la
ciudad. Y entonces decidí visitarte.
¿Me decías que el niño es sordomudo?
Sí, claro. Y eso fue lo que más me extrañó. ¿Cómo huir sin capacidad para escuchar los pasos y
movimientos de la guardia?
Falco dedujo que el niño no tenía nada de sordomudo, porque al fin y al cabo, no era un precarista.
Al senador sin nombre no pudo sacarle nada en la cámara de tortura. Resistió impasible los
discursos de políticos de finales del siglo XX. Y más parecía que lo había invitado a una sesión de
humor negro que someterlo a un suplicio. Lo único que hizo fue perder a un amigo y a un
excelente contrincante en el tablero de ajedrez.
La historia no explica si el director de la planta estaba enterado o no de que no fue uno sino dos
los niños que huyeron, o el informe del jefe de seguridad sólo reportó a uno por temor a perder su
puesto.
Talco expuso entonces sus condiciones.
Estoy plenamente de acuerdo contigo en que necesitas mano de obra, en que los niños precaristas
pueden suplir tus bajas de niños-termita. Pero no quiero mandarte ma¬terial inservible. No todos
los niños de la ciudad son igua¬les —como tus niños termita que proceden de un mismo patrón
cultural-; allá tenemos diferentes grados de capacidad. Unos se alimentan con cápsulas de polen y
otros se han acostumbrado a flores, ¿me entiendes?
-Sí, claro. Y ahora que recuerdo, ese niño comía flores exclusivamente.
— ¿Ves? Ahora, lo que te propongo es que me ayudes a localizar a ese niño, llevarlo a la ciudad y
someterlo a estudios para utilizarlo como patrón de medida en la selección de niños que te voy a
enviar.
-Entiendo, Falco; pero, ¿cómo vamos a localizarlo?
-Antes que nada, sobre cualquier cargo temporal que ocupemos, somos policías. ¿En que punto se
abandonó la búsqueda?
-Bueno, déjame recordar... Sí, en la huasteca. Justo en los límites de la zona de abastecimiento de
la plantación.
— ¿Iba hacia Tampico?
—No. Mis hombres cerraron el paso de acceso hacia la planicie. Más bien creo que giró hacia el
sur, rumbo a la costa. Mis hombres abandonaron la búsqueda pues ya resultaba incosteable
distraer a todo un equipo tras las huellas de un niño. ¡Teníamos tantos entonces!
-Hacia la costa, bajando al sur de Tampico, ¿a dónde puede llegar un niño? A ver, la carta
geográfica...
El coronel manda a uno de sus ayudantes traer una de su despacho.
-Mira Falco, según los informes esta fue la ruta que siguió.
Y con un lápiz rojo fue trazando una línea de color entre ríos, montañas, y luego a través de los
bajos pantanosos de los chapopotales. Falco casi le arrebata el lápiz a Duran y marca dentro de un
círculo rojo las instalaciones de la antigua refinería.
Algo había leído cuando trabajaba en la mansión electrificada. Sí, la refinería llevaba el nombre de
Gonzalo Teruel, cuando la inauguró el bisabuelo del niño. De seguro el senador le habló de ella. Y
pensó qué por llevar el nombre de Teruel, resultaba parte de las propiedades de la familia. En
aquel tiempo la industria de hidrocarburos era del Estado, pero el Estado era propiedad de Teruel.
-Aquí debe estar—, le dijo Falco mientras golpeaba con la punta del lápiz el centro del círculo.
- ¡Imposible! Es la zona prohibida. Nadie intenta acercarse por ahí. Dicen que está habitada por
unos horribles monstruos en forma de hombres, pero con piel de iguana.
-¿Lo sabía el niño?
-No. ¿Cómo iba a saberlo?
Falco pensó; cualquier niño que haya crecido entre los precaristas de la ciudad, puede sobrevivir a
cualquier cosa, inclusive a tus hombres de negro.
-Prepara todo. Salimos mañana a rastrear la zona con los helicópteros. Necesito a algunos de tus
hombres que participaron en la persecución del niño para seguir la ruta donde abandonaron la
búsqueda.
-Sólo te suplico, Falco, que no les digas cuál será el objetivo. No quiero tener un motín, por favor.
Al día siguiente, despegaron los helicópteros y se dirigieron hacia la costa.
Falco veía el paisaje montañoso de la huasteca y cuando apareció a lo lejos el mar, sonrió
satisfecho, pues ahora es¬taba más cerca que nunca de su objetivo.
Ni siquiera se le ocurrió considerar la existencia o no de los temidos monstruos con piel de iguana.
VEINTINUEVE

LA OPERACIÓN DURÓ CASI cuatro horas. Contra su voluntad, José tuvo que participar como
asistente del hombre de blanco. Lo único que debía hacer era vigilar la pantalla cromática con los
signos vitales que aparecían en el sistema digital luminoso.
Mientras reconstituía las trompas de Eustaquio y los atrofiados yunque y martillo con diminutas
piezas de repuesto de sus hombres de hule -que no las iban a necesitar en tanto siguieran saliendo
directamente de las probetas a las cámaras de aceleración del crecimiento y de ahí a las cajas
metálicas que venían a recoger periódicamente los hombres-peces—, el científico consideró un
desperdicio no probar en el niño lo que después sería la fase final en su trabajo.
Introdujo un hilo microscópico hasta la base de la corteza cerebral de Juanito, en la zona del
hipotálamo, cuidándose de mantenerse lo más lejos posible de la pituitaria, y el otro extremo lo
conectó a un sintetizador que convertía en impulsos eléctricos los datos del sistema central de
computación, debidamente programado por el hombre de blanco los días previos a la operación
por si decidía, como ocurrió, intentarlo o no a última hora.
Esto era justo lo que tenía proyectado para los hombres de hule, pero se encontraba ante un
problema hasta ese momento sin solución posible; los patrones genéticos de aquellos carecían de
factores hereditarios por su constitución a partir de la petroquímica básica.
En pocas palabras, no era posible sembrar rosas utilizando un barril lleno de crudo como si fuera
una maceta.
El hombre de blanco pensó también en injertar en los cerebros de los hombres de hule
microcomputadoras del tamaño de la cabeza de un alfiler, pero descartó esta posibilidad por
carecer de los medios necesarios para instalar una planta industrial y producirlas en serie. Y si
recurría a los hombres-peces, éstos automáticamente descubrirían sus planes.
Otra de las razones es que de ninguna manera deseaba que sus nuevos superhombres quedaran
sujetos a las micro-computadoras porque pasarían a la categoría de hombres-máquina,
dependientes del sistema de mantenimiento, aun cuando se les programara para que ellos mismos
lo hicieran.
Y mientras pasaba las noches repitiendo las notas del estudio de Chopin en el negro y brillante
piano de cola, el hombre de blanco buscaba fórmulas de cómo introducir en el proceso genético de
los hombres de hule el conocimiento universal. Si lograba esto con un grupo piloto de la primera
generación, ya lo demás se produciría por sí solo a través de las cadenas hereditarias.
Por otra parte, Juanito se había convertido en un conejillo de indias —así se expresaban antes
estos lugares comunes porque si bien era cierto que todo estaba teóricamente probado, e inclusive
había experimentado el sintetizador en algunos animales, transmitiéndoles vivencias de unos a
otros, también era innegable que Juanito era el primer ser humano sometido a esta prueba.
Su ideal hubiera sido conectar sintetizador a sus propias células cerebrales e invertir los polos para
enviar a la computadora datos codificados en su mente y de ahí trasladarlos a las neuronas del
niño, como si fuera una transfusión de conocimiento. Un ideal porque hubiera tenido una
reproducción de sí mismo en Juanito y ya no se preocuparía por el fin de su ciclo vital en el futuro
próximo o lejano pues el niño continuaría su trabajo.
Pero este proceso debería realizarse por la vía quirúrgica, porque la teoría de encapsular
conocimientos en neutrinos y bombardearlos después al cerebro, no lo convencía del todo. Era aún
una simple teoría. ¿Cómo hacer que los neutrinos, cruzando la corteza cerebral a la velocidad de la
luz, suelten sus cargas justo en la zona deseada? Esto se lo dejaría a los científicos del futuro.
Recordó que por exponer teorías semejantes casi lo expulsan de la comunidad científica del
imperio. Como aquella prueba de inyectar proteínas de conocimiento directamente a la médula
espinal. Ahora estaba ahí, observando el paso de los impulsos eléctricos al cerebro de Juanito.
Inclusive llamó a José y le dijo que tocara el cable del sintetizador para que sintiera el golpeteo
rítmico de dichos impulsos. Y el hombre de blanco imaginaba cómo las neuronas del niño
comenzaban a mecerse como los trigales al viento en su nativo Arkansas. Y cómo se revivificaban
pasando unas a otras los datos en cadena para ser clasificados y archivados en sus respectivas
zonas corticales.
Y José, que había sentido un ligero mareo al recibir con el tacto el efecto de los impulsos
eléctricos, volvió a su punto de observación de las reacciones cromáticas para comunicar al
hombre de blanco cualquier cambio en las tonalidades de los signos vitales. Se preguntaba por qué
su amigo había aceptado someterse a esa operación, cuando ambos estaban seguros, conscientes,
de que ese hombre estaba loco, de que habría que huir de él lo más pronto posible.
O tal vez, pensaba mientras veía al hombre de blanco vendar cuidadosamente la cabeza de Juanito,
ya se dejó convencer y nunca saldremos de aquí. ¿Y si se muere Juan, qué voy a hacer aquí solo?
El hombre de blanco lo sacó de sus cavilaciones.
- ¡Anda, muévete! Ayúdame a empujar la camilla. Vamos a llevarlo a su cuarto.
Y camino por los pasillos, José le preguntó, tímido, con miedo a ofender el amor propio del
científico:
-¿Salió todo bien? ¿Ahora sí ya podrá hablar y escucharme?
- Claro muchacho! Pero la rehabilitación va a ser lenta Tiene que irse acostumbrando poco a poco
al sonido. También tenemos que enseñarle a hablar, ir soltando poco a poco la vibración de sus
cuerdas vocales.
Lo depositaron suavemente sobre la cama. El niño dormía con placidez y José creyó que estaría
soñando por la leve sonrisa que vio dibujarse en sus labios. El hombre de blanco colocó un frasco
con esencia de flores para alimentarlo por la vía intravenosa.
Le adapté en los oídos dos pequeños aparatos para sintetizar los sonidos. Aun cuando dejemos
caer estrepitosa¬mente un cacharro cerca de él, lo escuchará muy lejano. En dos semanas más se
los quito. Hasta que sus nuevos tímpanos se acostumbren a las vibraciones provocadas por las
ondas sonoras.
Dos semanas, pensó José. Bueno, valió la pena si esto resulta Cuando el hombre de blanco
abandonó la habitación y le recomendó que estuviera pendiente que el suero de flores funcionara
correctamente, José se sentó junto a la cama y estuvo casi media hora observando a su amigo.
Juanito abrió los ojos. Vio a José sentado junto a el. Sonrió ligeramente. Y con un leve
movimiento de labios hizo brotar un sonido gutural, casi inaudible:
- ¡Hola. . .!
TREINTA

LOBSTER CENTRÓ EL ÁNGULO del objetivo en el aparato de ultramicroscopía nuclear y


conectó los sintetizadores de frecuencia hasta lo más profundo de la columna vertebral del ADN,
más allá de los aminoácidos. Entonces comenzó a enviar los mensajes cifrados en código de
longitud de onda. Claves simples, en orden matemático.
Al cabo de una hora de impulsos de repetición continua, en el otro extremo del aparato se
encendió el piloto de luz roja y comenzó a repetir lentamente la clave.
El investigador sintió una sacudida. Ahí estaba la confirmación de su hipótesis. Ni siquiera pensó
en la posibilidad del efecto de rebote de las ondas en las paredes peptídicas y su regreso, como un
eco, por la misma vía longitudinal. Por primera vez deseó fervientemente haberse equivocado, que
todo fuera un sueño. Pero ahí estaba el foquillo rojo repitiendo la clave.
Su primer impulso fue el de salir de inmediato hacia el laboratorio central, localizar a Fischer,
sacudirlo violentamente y gritarle: " ¡Ves cómo tenía razón!"
Pero el escepticismo de los científicos a veces se vuelve monótono, desesperante. Recordaba a su
padre: nunca debes dar a conocer el resultado de un trabajo antes de repetirlo cuantas veces
consideres necesario y tener la plena seguridad de que no vas a quedar en ridículo.
Lobster no sabía en esos momentos cuál pudiera ser el grado de inteligencia de la oleovita y si al
contestar el mensaje no se sintiera descubierta y le ubicara de inmediato, tal y como ocurrió en el
pasado con Wonderland.
Tenía que hacer algo. Pero ¿qué? La luz roja seguía repitiendo la clave, la vieja clave de aquel
Leonardo de Pisa: 1-1 = 2-3=5-8=13-21=34... a base de múltiplos precedentes.
El impulso inconsciente del científico surgió de pronto: si algo comienza a dominarte en el
laboratorio, ¡destrúyelo!
Sí, había que destruir a la oleovita. Pero de acuerdo a un principio elemental: la fisión nuclear.
Absurdo intentarlo en la colonia. Todo quedaría destruido en fracción de segundos.
La oleovita había establecido su base principal en la costa, utilizando a ese científico loco siempre
vestido de blanco, pensó Lobster. ¡Claro! Y los hombres de hule son ya la manifestación
humanoide de la oleovita para tener bajo su' control al resto del planeta.
Recordó aquella novela que leyó aún siendo niño. Sí, una historia de hombres-máquina llegados a
la tierra hace millones de años y quisieron reproducirse a su imagen y semejanza a partir de los
elementos propios del planeta y entonces surgió el hombre.
Pensó en los hombres de hule del próximo millón de años. ¿De hule? Nadie podría imaginarse, si
no fuera por la antropología, que un cromagnon y un hombre de la colonia venusina tuviesen el
mismo origen. Nosotros mismos, ¿no tendemos acaso a convertirnos en peces?
El joven investigador comenzó a pasearse inquieto en el cubículo de su laboratorio. Las ideas se le
agolpaban en el cerebro. Y cada una presentaba una cadena de planteamientos. Posibilidades sin
respuesta. Desde las teorías de las esporas llegadas del espacio exterior planteadas por Arrehenius,
y que posteriormente fue descartada por los efectos mortíferos de la luz ultravioleta a los
organismos unicelulares, hasta su propia teoría, ahora confirmada, de los seres superiores,
microscópicos, encapsulados en bacterias devoradoras de petróleo.
Pero, ¿por qué permitían que sus hombres-hule fueran producidos en probeta, en serie, y luego
enviados a la colonia submarina como si fueran pilas desechables de energía?
¿Estarán haciendo tiempo mientras descifran nuestro código genético y hacen los ajustes
necesarios, o tal vez ya comenzaron su proceso de conquista filtrándose a nuestros cromosomas a
través de la energía que nosotros, ingenuamente, creemos aprovechar?
Entonces Fischer ya es uno de ellos. Por eso me excluyó del programa. Pero, ¡Oh no!, Vanessa
también está involucrada. No, todavía no. Ella me sigue trayendo muestras para desenmascarar a
la oleovita.
Ve la taza de café que amorosamente le sirvió antes de irse a cumplir con su guardia en el
laboratorio central. No, no debo involucrarla. Lobster toma entonces una decisión que quizás
algunos historiadores lleguen a considerar en el futuro como precipitada, por no haberse
remontado Lobster a los orígenes mismos del petróleo, como organismos vivos fosilizados.
Lobster salió de la zona departamental destinada a los hombres de ciencia y después de pasar al
laboratorio estratégico semiabandonado desde la gran crisis del petróleo y recoger una buena
porción de detonadores, se dirigió hacia una de las salidas donde estaba su esfera de burbuja. A
medida que se acercaba, vio a los guardias de control y recordó la orden de Fischer: ninguno de
los científicos debe abandonar la colonia sin una autorización expresa. Cualquier intento sería
reportado de inmediato y antes de que terminara de cargar su esfera con vapor comprimido, ya
tendría a Fischer encima de él.
Regresó y se dedicó a caminar por la zona comercial, a esa hora casi vacía. Saludó a algunos
noctámbulos que regresaban a sus departamentos con algunos tragos de esencia de algas
fermentadas, y antes de darse cuenta ya estaba en las cercanías del zoológico. Tomó el colectivo
nocturno y regresó a su departamento. Tenía que encontrar una forma de salir. Bueno, podría
hacerlo por alguno de los ductos de extracción de monóxido de carbono, pero luego, ¿cómo
llegaría a la costa?
Entró al departamento. Se sentía derrotado. Colocó nuevamente en su vitrina de trofeos aquella
desactivada bomba nuclear que había construido durante unas vacaciones cuando cumplió catorce
años de edad: un pequeño cilindro de unos veinte centímetros de longitud. Tomó el interfón para
tratar de comunicarse con Fischer. No hubo respuesta al otro lado de la línea. Recordó que
Vanessa estaba de guardia en el laboratorio central. Ha¬bló para allá, pero uno de los celadores le
dijo que estaba en la puerta norte supervisando un embarque.
¡Ahí estaba la solución, el camino! ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Tan simple, tan obvio.
Y es que desde niño lo habían condicionado mentalmente para rechazar obviedades.
La puerta norte, la puerta estratégica construida por su padre poco antes de morir. Ahí iba a jugar
de niño, desde los trabajos iniciales de la obra. Conocía cada uno de los módulos, cada escondrijo
que en su mente infantil convertía en agujeros negros del hiperespacio.
Fue al laboratorio y buscó entre los programas que periódicamente le hacía llegar Vanessa y
encontró lo que buscaba: el plan de envíos de las cajas con hora¬rios de llegadas y salidas. Esa
noche Fischer había ido a recibir un embarque y a las 6 A.M. saldría la esfera nodriza con las cajas
metálicas llenas de mercancía que se le mandaba al hombre de blanco. Volvió a tomar su trofeo
cilíndrico y aprovechó que estaba ahí para ajustar los detonadores y seleccionar dos o tres más o
menos útiles.
Lobster salió de su módulo y se dirigió hacia la puerta norte, eludiendo las principales vías para no
ser sorprendido por una de las patrullas nocturnas y evitar así preguntas embarazosas de
identificación.
Aunque ya se habían realizado algunos cambios en la zona, el área de la puerta conservaba sus
características originales. No le costó trabajo cruzar el sector prohibido y comenzar a buscar uno
de sus antiguos agujeros negros para introducirse en la bodega central.
Todo estaba profusamente iluminado. La remesa de hombres de hule ya había sido enviada a las
plantas de absorción de energía y ahora los hombres del comando especial cargaban en las mismas
cajas equipo y avituallamiento destinado al hombre de blanco.
Desde un escondrijo, Lobster observó toda la maniobra hasta el momento en que terminaron con
la última caja y abandonaron la bodega después de bajar el interruptor de corriente.
Dejó pasar prudentemente unos minutos sin moverse de su escondite, sacó su lamparilla de
infrarrojos y se dirigió después hacia las cajas. Buscó la más ligera y se acomodó entre el resto de
la mercancía que resultaron cebollas.
Unos minutos antes de las seis un ruido alertó a Lobster que dormitaba. Eran los hombres del
comando que comenzaron a mover las cajas con equipo de montacarga para llevarlas a la esfera
nodriza donde ya se hacían todos los preparativos para salir hacia la costa. Lobster reconoció de
inmediato la voz aguda del comandante Gabler.
TREINTA Y UNO

Cuando murió Alma en el taxi por las complicaciones del parto, Juan se quiso ir con ella. Pero ahí
estaba un recién nacido y la palabra del senador, tratando de obligarlo a ubicarse en su nueva
realidad.
La muerte de alguien en el mundo deshumanizado del precarismo era recibida con la misma
indiferencia con que se recibía a la vida.
Todos los días se elevaban volutas de almas por los tiros de las chimeneas. Pero Alma no era una
precarista. Y el hombre que fue a despedirla en la glorieta, estaba en uno de esos puntos críticos de
la desesperación en que cualquier cosa puede ocurrir en el siguiente paso. Daba lo mismo que un
terremoto se tragara de un bocado a media ciudad, que ésta se incendiara o que el consejo
supremo, que ya volvía de nuevo al sistema presidencial, decidie¬ra de una vez por todas acabar
con el problema del millonario hacinamiento humano, dejando caer accidentalmente una bomba
nuclear, justo en el centro de la antigua Plaza de la Constitución. Pero eran los tiempos de la crisis
del petróleo, por la plaga de la oleovita. Y realmente no hubiera valido la pena una inversión para
adquirir una atómica en los deshuesaderos de material bélico del imperio.
Juan regresó de la Glorieta de Reforma con esa lentitud con que se va a ninguna parte. Sin
embargo, allá en el taxi estaba esperándolo un bultito humano. El hijo de Alma que de ninguna
manera iba a dejar morir. Aunque, se preguntaba, ¿para qué? Un precarista más. No, si lo educas;
no, si lo preparas para que sea tu continuador en la revolución de la luz, le insistía el senador sin
nombre en los siguientes días a la muerte de Alma.
Y el niño sobrevivió. En ocasiones, el senador pasaba semanas cuidándolo, vigilándolo, mientras
Juan entretenía recuerdos tratando de reorganizar los cuadros revolucionarios. También
comenzaba a acostumbrarse a la idea de tener un hijo sordomudo, aunque le resultaba
inconcebible no habiendo sido ni Alma ni él precaristas. Bueno, Alma quedaba descartada. Pero,
¿él? Quizás alguno de sus abuelos surgió del precarismo y nunca lo supo.
El senador le insistía que el pasado no es más que un cadáver del tiempo y por lo tanto no existe.
Ve hacia adelante siempre, muchacho. Pero todos los esfuerzos de Juan se estrellaban contra
muros de indiferencia. Entonces concentró su atención en el pequeño Juanito. Había mucho que
hacer con el pequeño, a partir de enseñarle sus primeras palabras con movimiento de labios. Y
luego todo el proceso de educación, mientras el se¬nador lo iniciaba en los movimientos
rudimentarios de las piezas del ajedrez. La vida es un tablero, le decía. Siempre debes ir dos o tres
jugadas adelante. Son gambitos y sacrificio de piezas para mejorar una posición o alcanzar el
triunfo definitivo.
Poco a poco Juan se comenzó a alejar del senador. Su carácter se iba avinagrando cada vez más y
esto provocaba fricciones con el viejo legislador en ocasiones hasta por un motivo insignificante.
Al principio intentó inclusive presentarse ante Falco y entregarle a Juanito como el último de la
familia Teruel al menos para que el niño sobreviviera. Pero el senador ya le había advertido sobre
las intenciones del comandante de los bastoneros.
Cambiaban de residencia frecuentemente. Si residencia puede nombrarse a casetas de
estacionamiento, portales de plazas o atrios de iglesias. Siempre había alguien más fuerte que los
desplazara entre aquellos que se alimentaban con flores. El resto, era una masa amorfa
encapsulada en sicotrópicos.
Un día Juan se encontró un cuchillo bajo los tablones de la cocina del Hospital de Jesús, o lo que
de él quedaba. Lo conservó entre sus ropas de precarista. Ya no estaba dispuesto a que cualquier
fortachón lo desplazara de su espacio vital.
Llevaba al niño a las catacumbas del metro para que hablara con su madre a través de la flamita de
luz que no entendía lenguaje de silencio. Pero era necesario que el niño creyera en algo. Una
especie de bálsamo para el espíritu, aun cuando sólo fuera inventándose la memoria de una madre
que nunca conoció.
Hasta que ocurrió aquello en el descanso de la escalera.
Fue cuando Juanito se quedó sin padre y comenzó a buscar a Dios.
Ese momento parecía ya tan lejano para Juanito durante su periodo de convalescencia en la
antigua refinería de la costa.
El hombre de blanco iba a verlo todos los días, a revisar el suero con esencia de flores y a
conectarle unos aparatos de infrasonido para ver en la pantalla cómo sus oídos se iban adaptando a
las diferentes frecuencias.
-Vamos bien, hijo. En una semana más haremos la prueba definitiva.
Y Juanito le contestaba con palabras de labios, porque aun tenía prohibido intentar utilizar las
cuerdas vocales.
José observaba todo desde un rincón de la habitación. Y sentía que ahora sí la huida estaba más
cerca que nunca.
El hombre de blanco decidió trasladar a Juanito a la casa de visitas donde estaría más alejado de
los ruidos incontrolables que producía Mob-il en la cocina.
Además, quería que el primer sonido que escuchara fuera el estudio de Chopin en el negro y
brillante piano de cola. Mientras Falco veía desde el helicóptero las instalaciones de la refinería
abandonada y el extraño conjunto de habitaciones en forma de pozos petroleros, Lobster sintió
cómo la esfera submarina cruzaba la rada natural y llegaba al pequeño paso submarino para entrar
a la cueva que se comunicaba directamente al laboratorio del hombre de blanco.
TREINTA Y DOS

VANESSA REGRESÓ AL DEPARTAMENTO de Lobster. Después del joven científico, nadie


mejor que ella conocía aquel lugar palmo a palmo, sabía dónde estaba cada objeto. Lobster tenía la
costumbre de dejar cosas aquí y allá y mientras él leía o dormitaba, Vanessa volvía todo a su sitio.
Los hombres del comando de seguridad habían revisado el departamento. El propio Fischer y
Vanessa lo hicieron después tras alguna pista que les dijera lo que había ocurrido aquella noche.
Pero ellos buscaban un rastro científico, no un hurto. Y para Vanessa todo estaba en su sitio.
¿Todo, Vanessa? A ver, vuelve a recorrer el departamento. La cocineta, el estudio, la estancia, el
laboratorio, el dormitorio, No, Vanessa, no suspires unte esa cama llena de agua y de recuerdos.
Vamos, concéntrate. Vuelve al laboratorio. Ahí están todavía las muestras de petróleo bajo el
microscopio. Pero esto ya lo vieron los expertos y no pudieron identificar la clave. ¿Cuál fue la
que utilizó Lobster? En el laboratorio central se manejaron hasta seiscientas diferentes
combinaciones y todo resultó infructuoso. No hubo respuesta.
La joven vuelve sus pasos una y otra vez. De vuelta en el estudio. Remueve los libros, busca
alguna nota hasta por encima de los anaqueles. Nada. Se sienta en el sillón favorito de Lobster y
comienza a pasear su mirada alrededor de la habitación. De pronto ve la vitrina de los trofeos. Ahí
falta algo, ¿qué es? Se levanta en un impulso y va hasta el estante. Repasa minuciosamente cada
uno de los objetos. En este lugar Lobster le contó su vida a través de cada episodio. ¡Mira! Este
modelo a escala de la burbuja imperial. La hice poco después de cumplir los ocho años. Esta
reproducción de una molécula gigante, la realicé con coral cristalizado mientras observaba el
modelo a través del microscopio.. .
¡Por Neptuno! ¡La bomba! ¡No está la bomba! Vanessa volvió al laboratorio. Abrió la caja fuerte
recubierta con plomo y buscó el recipiente con los residuos del u-235. Tampoco estaba. Sin
pensarlo dos veces se comunicó de inmediato con Fishcer.
-Cálmate, muchacha. Voy para allá enseguida.
Vanessa buscó en los diferentes compartimientos de la vitrina. Tal vez Lobster la haya sacado de
ahí para limpiarla y la pudo haber dejado en otro sitio, como era su manía. Después que llegó
Fischer, éste se comunicó con el administrador del museo tecnológico. Sólo para confirmar si
Lobster llevó a depositar la bomba como se le había pedido unos meses antes para que las nuevas
generaciones de escolares conocieran el antiguo artefacto de destrucción. Nada. Hacía mucho
tiempo que Lobster no se paraba por el museo. La última vez fue para una conferencia sobre. ..
-Gracias, gracias, eso es todo, -le dijo Fischer incómodo y le colgó el interfón. Vanessa se veía
angustiada.
- ¡Va a cometer una locura!
-Sí, lo sé. Pero me preocupa dónde. -No lo creo capaz de intentar volar la planta de absorción de
energía. . .
-No. Desaparecería la colonia. -¿Entonces?
-¡Claro! Desconozco sus razones, aunque las intuyo.
Pero sí sé lo que va a hacer. Si es que no lo hizo ya. ¡Anda
muchacha, vamos al laboratorio central!
Fischer preguntó por la ubicación de la esfera nodriza. Uno de los técnicos le informó que ya tenía
de regreso con la carga. Le dieron su posición en grados de latitud y longitud listaba ya a más de
la mitad del camino.
Comuníqueme con el comandante Gabler, ordenó Fisher al radioperador. En esos momentos se
recriminó el no haber obligado al hombre de blanco a permitir se instalara mi sistema de
comunicación directa entre la planta de la costa y el laboratorio central. No quería trabajar en
condiciones en que pudiera sentirse bajo presión o vigilancia, le dijo. Y se olvidaron del asunto.
El comandante Gabler está en la línea, doctor-, le dijo el radioperador.
Fischer fue claro y directo al asunto.
Gabler, escucha con cuidado: Lobster rompió la barrera de seguridad y se introdujo en tu nave
para llegar a la costa. Te vamos a enviar el código de calor del doctor y quiero que revisen
cuidadosamente toda la esfera.
Llamada para el doctor Fischer por otra línea. Vanessa contesta.
Es el jefe de seguridad de la bodega de la puerta norte. Dice que los detectores caloríficos captaron
muy leves ondas de longitud en el área. Coinciden con las del doctor Lobster.
Perfecto, Escúchame Gabler. Nuestro hombre salió en tu nave hacia la costa. Seguramente viajó
en una de tus cajas. Lleva una bomba de u-235. Sus intenciones son volar la refinería. Vuelve allá
de inmediato y trata de evitarlo. No arriesgues a tus hombres. Si localizas al doctor Lobster, trata
de ganar tiempo con él. Yo salgo para allá de inmediato.
Fischer pidió comunicación con el jefe de los comandos de seguridad.
-Comandante Seastone, Lobster se fue a la costa a volar nuestras fuentes de energía…Sí, ya
ordené tengan lista la ll-A. . . con cinco hombres será suficiente. Encárgate de coordinarme con la
esfera nodriza que va de regreso. Yo salgo para allá. Vanessa va conmigo. . . Ella tratará de
persuadirlo con otro tipo de argumentos que ni tú ni yo tenemos. Que tus hombres me esperen en
diez minutos en la puerta central.
Vanessa sintió un rubor que le subía a las mejillas.
-Anda, muchacha, vamos. ¡Ojalá lleguemos a tiempo!
Veinte minutos después la DA salía impulsada a toda velocidad hacia la superficie por el túnel de
vacío de la puerta central.
Durante el trayecto Fischer le comentó a Vanessa: -Por primera vez deseo que Lobster esté
doblemente equivocado. Por una parte que no haya confirmado su hipótesis y por otra, que en
algún punto haya fallado cuando armó esa maldita bomba.
— ¿Y si no está equivocado en ninguno de los dos aspectos?—, preguntó Vanessa mientras veía
un cardumen de jureles a través del piso transparente de la esfera.
-Si no está equivocado, sería la primera vez que tuviéramos contacto con seres extraterrestres.
Entonces sería una locura activar la bomba. Necesitaríamos saber quienes son y qué quieren.
Además, y te habló sólo a nivel hipotético, no sabemos cómo pudieran reaccionar ante la fisión
nuclear.
—Por lo pronto, la oleovita provocó ya un colapso a la civilización del petróleo…
-Pero, suponiendo sin conceder, que la oleovita sea una manifestación de seres llegados de otra
galaxia, ¿sabían acaso el daño que nos iban a provocar? Tal vez encontraron en los aminoácidos y
las proteínas del petróleo el único medio para sobrevivir.
-¿Y los hombres de hule? Me da pánico sólo el pensar que puedan ser una manifestación de seres
extraterrestres. . .
—Estás muy influenciada por Lobster. Lo que me preocupa sustancialmente es el peligro de que la
colonia pierda sus fuentes de energía.
Fischer se levantó y fue hacia la cabina de controles para informarse acerca de la posición de la
esfera nodriza.
Hace unos momentos nos informaron que ya está acercándose a la costa—, le dijo el capitán. -
¿Nada anormal? No, doctor. Nada anormal. Todavía. Que no entren por la cueva del laboratorio.
Sería peligroso. Que se mantengan a distancia y envíen las esferas de desembarco a la zona de la
playa.
Y en voz baja, mientras vuelve la cara hacia el otro compartimiento donde está Vanessa con su
mirada perdida en H horizonte donde se funden mar y cielo.
-Las órdenes son muy concretas. Quiero al doctor Lobster vivo. Pero si opone resistencia,
mátenlo…
TREINTA Y TRES

EL HOMBRE DE BLANCO HIZO crujir sus alargados dedos, puso las manos sobre el teclado del
negro y brillante piano de cola y después de sonreír y hacer un guiño a Juanito, se dispuso a
interpretar el estudio de Chopin.
Juanito había sido instalado en un sillón reclinable en el estudio, ya sin vendas en la cabeza ni
suero de flores conectado a su aparato circulatorio.
Comenzaba la prueba crucial, sin aparatos sintetizadores de sonido. Si sus nuevos oídos
asimilaban el golpeteo de un diapasón de madera sobre las cuerdas para producir una nota
musical, ya era capaz de resistir el estruendo de un rayo y hasta el estallido de una bomba de
neutrones.
Deliberadamente, el hombre de blanco dio permiso a José para que fuera a recoger frutos en los
alrededores de la aldea. No quería que le echara a perder la prueba. Y éste aceptó gustoso alejarse
porque si bien era cierto que quería entrañablemente a su amigo, no resistiría el ruido del piano.
Justo en el momento en que el hombre de blanco comenzaba a deslizar sus pálidos y nudosos
dedos sobre el teclado para los primeros compases, irrumpió Mob-il en forma precipitada.
Con su lenguaje de gruñidos y silbidos le dijo al científico que dos grandes pájaros con alas
giratorias revoloteaban sobre la aldea. Y con su simplificado código de imitación repitió los
sonidos que producen los rotores.
- ¡Helicópteros!—, exclamó el hombre de blanco y se levantó precipitadamente. Esto lo esperaba
desde muchos años atrás. Sabía que en cualquier momento llegarían extraños a invadir sus
dominios. Había tomado todas las precauciones ante cualquier eventualidad, pero temía verlos
salir del fondo del océano, no de tierra adentro y menos en helicópteros.
- ¡No te muevas de aquí!—, le gritó a Juanito. Y sin percatarse si lo había o no escuchado, salió
con paso apresurado de la habitación hacia el laboratorio, seguido por un Mob-il realmente
asustado.
Juanito había escuchado la orden, había escuchado los ruidos guturales y los silbidos de Mob-il,
pero no los entendió. Se percató de que llegaba gente cuando el hombre de blanco habló de los
helicópteros. Pero tenía la orden de permanecer ahí.
En la aldea, todo era confusión. Los hombres de hule corrían hacia sus respectivas torres
habitacionales, las mujeres recogían a sus hijos y gruñían y silbaban. Los aparatos sobrevolaban
en círculos, a muy baja altura, levantando nubes de polvo rojizo.
Los tripulantes de los helicópteros no salían de su asombro ante aquellas figuras horripilantes que
corrían a refugiarse. El mismo Falco, parecía sorprendido; pero entre los pequeños que huían
buscaba a un niño humano y no mayor de diez años.
En menos de tres minutos, no quedaba fuera un solo hombre de hule. Falco dio la orden de que
bajaran los aparatos a unos doscientos metros, en un claro entre la aldea y la refinería,
aparentemente abandonada. Los hombres de negro descendieron de los helicópteros y tomaron
posiciones.
En esos momentos, al otro lado de la costa, desembarcaban los primeros comandos de hombres-
peces.
Lobster escuchó pasos fuera del laboratorio y corrió a esconderse en un antiguo ducto de aire, en
el momento en que se abría la puerta y entraba el hombre de blanco seguido por Mob-il.
Falco se dispuso a tomar por asalto la aldea. La orden era buscar al niño y no disparar contra esos
seres salvo que fuera necesario. Lo importante es que no le hicieran daño a la criatura.
-Lo quiero aquí conmigo, sin un rasguño siquiera-, les advirtió a los hombres de negro.
Desde la playa, Gabler ordenó a los comandos avanzar sobre la refinería y localizar a Lobster.
El hombre de blanco fue hasta el tablero de seguridad y enfocó las cámaras de circuito cerrado
sobre la zona de la aldea. Las torres aparecieron en la pantalla. A través de una segunda cámara
comenzó a peinar el área hasta que localizó a los helicópteros con los hombres de negro.
Ajustó en el oído de Mob-il un microdetonador a control remoto y le entregó una bandera blanca
para que fuera a dar la bienvenida a los hombres de los helicópteros.
Lobster vio su reloj. Tenía exactamente dieciocho minutos para abandonar el área. Comenzó a
arrastrarse por el ducto hasta salir a uno de los pasillos y buscó una salida diferente a la que tenía
planeada por la cueva del laboratorio al mar.
Una luz roja comenzó a encenderse y apagarse en el tablero. El hombre de blanco, sorprendido,
encuadró los monitores que tenía en la zona de la playa. Los hombres peces avanzaban hacia la
refinería encabezados por el comandante Gabler.
¿Por qué no entraron por la caverna submarina?, pensó preocupado. Si tienen intenciones de tomar
la refinería, les hubiera resultado más sencillo.
Cuando Falco vio a uno de esos monstruos salir de la refinería con una bandera blanca, ordenó a
sus hombres detener el avance sobre la aldea. "Al menos detrás de esa bandera hay alguien
inteligente", pensó.
Lobster seguía corriendo, sudoroso, en medio de un laberinto de pasillos, escaleras metálicas,
puertas de fierro cerradas, casi fundidas por la herrumbre. Trató de regresar al laboratorio y
someter al hombre de blanco. Se recriminó el no haberlo hecho desde un principio. Sin embargo,
ya no pudo retomar el camino. Finalmente, acabó por convencerse de que no había posibilidad de
escape. Se resignó al sacrificio, sentándose en el piso, agotado, a esperar el momento. Vio el reloj.
Faltaban doce minutos. Tiempo más que suficiente para hacer un balance de su vida y pensar en
Vanessa. ¿Qué estará haciendo en estos momentos? Dicen que quienes van a morir escuchan una
música celestial. Me conformaría plenamente con la voz de Vanessa. ¿Habrá realmente un cielo?
Qué es ese sonido. ¡Las notas de un piano! Lobster se reincorporó y comenzó a caminar hacia el
lugar de donde provenía el sonido. Pegó un oído a una puerta y comenzó a abrirla lentamente. Vio
a un niño junto a un piano de cola, extasiado en golpetear suavemente con un dedo algunas de las
teclas, como si tratara de diferenciar las notas.
El hombre de blanco salió por el otro lado de la refinería y se dirigió hacia la playa. En su mano
izquierda llevaba una pequeña caja de detonación a control remoto, con varios botones listos para
ser oprimidos. Trataría de hablar con Gabler para conocer sus intenciones. Ya no alcanzó a ver por
el circuito cerrado cómo uno de los hombres de negro se acercaba hasta el hombre de uniforme
gris llevando a José detenido fuertemente de la muñeca.
-Nuestro fugitivo de la plantación, comandante-, le dijo mientras le plantaba al niño enfrente.
-Cálmate, muchacha. Ya pronto llegaremos a la costa. Me informa el piloto que ya estableció
contacto con la esfera nodriza. Gabler y sus hombres ya están en la playa.
Vanessa vio directo a los ojos de Fischer. Si logran convencerlo de que se entregue, lo someterán
a juicio, ¿verdad?
Fischer se quedó un momento pensativo. Después, con voz pausada y acento paternal, le dijo:
— Hasta ahora no hay cargos. Todo depende de cómo actúe él en tierra firme. Reconozco que ha
puesto en peligro la seguridad de la colonia. Pero no sabemos cuáles sean real¬mente sus
intenciones. Hasta ahora, su única falla ha sido la de haber abandonado la colonia sin permiso. Y
en este caso la penalidad es mínima. Inclusive perdonable si presenta suficientes argumentos en su
defensa.
Vanessa respiró tranquila. Pero en la mente del doctor Fischer la situación no era tan simple.
Lobster llevaba consigo un arma prohibida, había puesto en estado de alerta a los comandos de
seguridad y en grave peligro el programa de energía en el que venía trabajando toda la comunidad
científica.
Y le preocupaba si Vanessa lo entendería así, si ella aceptaría los hechos objetivamente, sin pensar
que toda la acción que se ejerciera en contra de Lobster era conforme a derecho y no por un acto
de venganza de un hombre cuyo amor no había correspondido.
TREINTA Y CUATRO

FALCO SONRIÓ CON SATISFACCIÓN cuando vio al niño. ¡Por fin, después de tantos años! Ni
siquiera se preocupó de ese extraño ser con una bandera blanca que seguía acercándose hacia
ellos.
¡Hola, Juanito! Finalmente nos encontramos. Permíteme que me presente: soy Falco. Seguramente
alguien te habrá hablado mucho de mí.
José lo vio sorprendido. Así es que este era el hombre que había perseguido implacablemente a los
padres de su amigo. Entonces, todas esas historias de los precaristas eran ciertas.
- ¿El comandante de los bastoneros? ¡Exacto, muchacho!—, contestó Falco feliz de confirmar la
existencia del último Teruel vivo sobre la tierra. ¿Usted es el que se dedica a perseguir a los
precaristas y a meter en los hornos a los revolucionarios de la luz?
-No precisamente eso, muchacho. Pero, dime, ¿por qué abandonaste la ciudad? Ni siquiera le
avisaste al senador.
—El senador estaba jugando con usted al ajedrez en el castillo...
José trataba de ganar tiempo mientras llegaba Mob-il. Sabía que el hombre de blanco no los
abandonaría a su suerte. Pero ahí estaban los hombres de negro. El niño se estremeció.
- ¡No deje que me lleven de nuevo a la plantación!
-De ninguna manera-, le contestó Falco—. Tú regresas conmigo a la ciudad.
Y dio la orden de volver todos a los helicópteros. Ya na¬da había que hacer en ese lugar. Uno de
sus hombres le preguntó:
—¿Qué hacemos con éste? —señalándole a Mob-il.
—Súbanlo al otro aparato con la gente de Duran. Tú, Juanito, vienes conmigo.
En ese momento José sintió una sacudida. El impulso de gritarle a Falco ¡Yo no soy Juanito! El
niño que buscas está allá adentro, escuchando ese maldito piano. Pero, ¿iba a denunciar a su
amigo? Falco ya había dado la orden de partir. Al parecer, lo único que le interesaba era llevarse a
Juanito. Ni siquiera a él a quien de todos modos regresarían a la plantación con los hombres de
negro. Además de que estaban en peligro las vidas del hombre de blanco y del resto de la gente de
la aldea. José optó por cerrar la boca y dejarse arrastrar hacia el helicóptero. Juanito hubiera hecho
exactamente lo mismo de haber estado en su lugar.
Mob-il trató de resistirse cuando uno de los hombres de negro le arrebató la bandera de paz y lo
empujó hacia el extraño pájaro volador.
Los hombres de negro se alegraron de salir lo más pronto posible de la zona maldita, aunque la
orden de Falco de llevar consigo al monstruo los estremeció. Pero desobedecer a un superior
significaba la ejecución inmediata por insubordinación.
Los mecanismos mentales de José eran ágiles y vivaces, pero no estaban aún condicionados a
manejar varias alternativas simultáneamente. La crisis sobrevino cuando Falco lo tomó del brazo
para ayudarle a subir al helicóptero. La sola idea de volar en uno de esos aparatos le provocó tan
fuerte descarga de adrenalina que se desprendió del brazo de su captor y salió corriendo hacia la
refinería, pero uno de los hombres de negro que se reincorporaba al grupo lo interceptó unos
metros adelante y lo llevó casi a rastras con Falco quien ya había salido corriendo tras él.
—¡No vuelvas a hacerme esto! He recorrido muchos kilómetros buscándote para que intentes
escabullirte de nuevo. No quiero hacerte daño, ¿me entiendes? Pero no me obligues a someterte
por la fuerza. Anda, sube.
Falco vio el terror en el niño. Y no precisamente por haber sido capturado, sino ante la presencia
de ese enorme aparato volador.
-No te preocupes. Pronto te acostumbrarás a ellos—, le dijo mientras le ajustaba el cinturón de
seguridad y ordenaba al piloto—: ¡Salgamos de aquí lo más pronto posible!
Las nucleoturbinas comenzaron a hacer girar lentamente los rotores y el ruido fue aumentando
más y más. José sintió que lo jalaban del asiento cuando el helicóptero despegó. Como si estuviera
suspendido en el aire vio cómo comenzaban a girar las aspas del otro aparato. El polvo rojo
levantado del suelo no le permitió ver la mirada de terror en los ojos de Mob-il en la ventanilla del
segundo helicóptero.
De repente, el niño vio cómo se empequeñecía la refinería al pasar por sobre la copa de los árboles
y más allá el mar inmenso, plateado por el sol.
En el rostro de Falco se dibujaba una sonrisa de satisfacción.
TREINTA Y CINCO

EL HOMBRE DE BLANCO SE DETUVO frente a Gabler y sus hombres.


-¿Olvidaron algo?—, le preguntó con ironía.
-Venimos por Lobster. ¿Lo has visto?
-No conozco a ningún Lobster. ¿Por qué no llegaron por la cueva, como de costumbre?
-Medidas de seguridad. Necesitamos detener a Lobster. Es uno de nuestros científicos. No
participa en el programa por eso no lo conoces. Se infiltró a tu laboratorio en una de las cajas.
-Y los hombres que llegaron al otro lado de la aldea en helicópteros, ¿vienen con ustedes?
—No sabemos de qué nos hablas. No tengo idea de quienes sean. Nosotros no utilizamos ese tipo
de aparatos. Estamos perdiendo un tiempo precioso. Necesitamos encontrar a Lobster.
-No se qué traigan entre manos, pero no les voy a permitir entrar a mi laboratorio. ¿Dónde está
Fischer?
-Viene en camino. El te explicará todo.
-Esperemos, pues.
-Sería demasiado tarde. Inclusive habrá que avisarle a la gente de los helicópteros que se alejen de
aquí. Quieras o no vamos a ir por Lobster a tu laboratorio.
El hombre de blanco le mostró la tablilla de control remoto.
-Si tus hombres dan un paso vuelo todas las instalaciones.
-No habrá necesidad de que tú lo hagas. Lobster tiene...
El ruido de los helicópteros lo interrumpe. Los aparatos comienzan a elevarse al otro lado de la
refinería.
El hombre de blanco voltea hacia allá y oprime uno de los botones.
El segundo helicóptero estalla en pleno vuelo y se volatiza en miles de fragmentos.
Glaber se lanza sobre el hombre de blanco y le arrebata la tablilla. Dos comandos detienen al
científico de ambos brazos.
— ¡Deje de hacer locuras! Tan importante es para usted su maldito laboratorio como para
nosotros. Lobster tiene una u-2 3 5 y amenaza con volar todo. Necesitamos detenerlo antes de
que...
Uno de los hombres de la retaguardia llega a interrumpirlo.
—Señor, acabo de recibir un mensaje de la esfera nodriza. Los sensores de la nave detectaron la
bomba.
—¡Por Neptuno! Eso quiere decir que ya fue activada en acción retardada. La reacción no puede
prolongarse arriba de treinta minutos. Debemos abandonar la zona de inmediato. ¡Vamos, pronto,
de regreso a las esferas de desembarco! Usted viene con nosotros...
—¡Juanito!—, exclama el hombre de blanco y soltándose de los comandos que lo sujetan, corre
hacia la refinería.
—¡Regresa, regresa! Ya no hay nada que hacer. Salva tu vida cuando menos-, le grita Gabler. Pero
el hombre de blanco sigue corriendo.
—¡Juanito, Juanito...!
—¿Vamos por él?—, le pregunta el jefe del grupo.
—No capitán. Ya no hay tiempo. Ordene a sus hombres que regresen a las esferas lo más pronto
posible.
El hombre de blanco entra a las instalaciones y se dirige de inmediato hacia la casa de visitas. El
niño ya no está en la habitación. Corre por el pasillo hacia el laboratorio, gritándole sin saber
siquiera si puede escucharlo.
En el laboratorio conecta el sensor de radiactividad y este comienza a sonar con fuerza. "Entonces
es verdad", pensó. Toma el contador portátil y se lanza a buscar la bomba para intentar
desactivarla. Su razón de vivir estaba en juego en esos momentos. Su obra, la gran obra para la
humanidad, a punto de ser destruida por un loco, un fanático. Si al menos hubiera tratado de
hablar antes con él, darle la oportunidad de explicarle la finalidad de su trabajo, de sus desvelos.
No, no entendería. Cada vez aumenta el sonido del contador.
-Por aquí debe estar esa maldita bomba. ¿Y Juanito? De seguro lo atraparon los hombres de los
helicópteros. Pero, ¿en cuál iría él? ¿Lo habré matado junto con Mob-il? ¡No! ¡No soy un asesino!
¿Por qué oprimí ese maldito botón? La bomba. ¡Dónde está la bomba!...
TREINTA Y SEIS

FUE UN ESTALLIDO TERRIBLE, seguido de otras explosionen. Una onda de calor de miles de
grados centígrados volatizó la refinería y todo lo viviente en dos kilómetros a la redonda.
Vanessa lanzó un grito de horror mientras señalaba a Fischer el enorme hongo que se levantaba
allá a lo lejos sobre la costa.
—Demasiado tarde, muchacha. Ya no hay nada que hacer. Salvo esperar y afrontar las
consecuencias. Volvamos.
-¿Y Lobster?
—Le vale más haberse muerto. Si regresa a la colonia, la ley de los espejos será implacable.
La ley de los espejos. Un castigo en el que se condena al reo a vivir una cadena perpetua dentro de
un espejo. Prohibida la pena de muerte y la imposibilidad de establecer una prisión dentro de la
colonia, el científico Morrow ideó la forma de transpolarizar las moléculas de un ser humano a la
parte anterior de un espejo. El sujeto volvía a reintegrarse, pero dentro de una delgada película. No
perdía sus facultades mentales, e inclusive dormía, hablaba, gritaba o lloraba. Se le alimentaba
sumergiendo cada día el espejo en una solución salino ferrosa. El problema es que ya no había
regreso.
Inclusive cuando se presentaban problemas de espacio en la galería de los espejos en la sala oeste
del Hexágono de Justicia, los culpables eran reducidos al tamaño de un pequeño espejo, no más
grande que una estampilla postal.
Vanessa recordó esto pues siendo estudiante participó en un movimiento para derogar la ley de los
espejos por ser más cruel inclusive que la propia muerte.
Fischer le tomó la mano y trató de calmarla.
—El jugó sus propias cartas. No sabremos nunca cuáles fueron, Ahora debemos afrontar otros
problemas en la colonia. Volveremos a nuestro estado crítico de escasez de energéticos;
sobrevendrá una crisis política e inclusive tengamos que hacer frente a un conflicto internacional
si los del imperio se enteran que la u-235 salió de nuestra colonia.
La joven se negaba, se rebelaba a aceptar la cadena de acontecimientos que se presentaron a partir
de aquella misión a la costa para recoger muestras de hidrocarburo. Lobster era un científico al
que le esperaba un porvenir brillante. Fischer y Crab le inspiraban mucho respeto. Fueron sus
maestros y eran reconocidos en toda la colonia por su talento. Pero Lobster era un genio, un genio
incomprendido para su época. Y Vanessa creyó en él, sin dejarse arrastrar por el amor o por su
afinidad mutua en los pequeños detalles de la vida cotidiana, incluyendo la cama de agua o el
microscopio. Eran como las dos medias partes de un todo.
¿Por qué entonces tomó la decisión de ir a la costa para hacer estallar la bomba sin participárselo a
ella? Tal vez no quiso involucrarla, poner en evidencia su carrera profesional como bioquímica. O
tal vez porque te quería demasiado, Vanessa. Llevarte conmigo hubiera significado poner en
peligro tu vida. Pero, tonto, si yo me quería morir contigo. ¿Qué significado puede tener ya la vida
sin ti? Te quedas con los recuerdos, Vanessa. Podrás reconstruir uno a uno todos ellos. Desde
aquella primera vez en que nuestras vibraciones internas se ajustaron en la misma longitud de
onda. ¿Acaso ya olvidaste que yo disfrutaba los recuerdos desde el momento mismo en que los
estábamos inventando? Sí, Lob, pero yo hubiera querido los recuerdos compartidos, disfrutarlos
contigo en su momento distante, tomados de la mano, dándoles vida. No los recuerdos que toman
forma de una mascarilla de oxígeno para hacerte sentir vivo en la cámara de vacío que deja la
ausencia ¡Fuiste muy egoísta. Lobster! Me prometiste que compartiríamos todo juntos, inclusive la
muerte. Vanessa, Vanessa, ¿me escuchas?
--Sí, doctor, lo escucho.
-Parece que te quedaste profundamente dormida. No quise despertarte.
-Yo tampoco quería despertar ya más. ¿Usted nunca ha jugado a inventar recuerdos, doctor?
-Manejo realidades, muchacha. Y la que te voy a decir es una de ellas. No sé si para bien o para
mal. En fin, acabamos de recibir un mensaje de la esfera nodriza. Poco antes del estallido, el
comandante Gabler recogió en un punto cercano a la costa a nuestro amigo Lobster. Lo
acompañaba uno de los chiquillos que el hombre de blanco tenía trabajando en su laboratorio.
Los ojos de Vanessa se iluminaron y se vieron más grandes y hermosos que nunca. Así lo sintió
Fischer.
-Sin embargo, te informo que regresa a la colonia como reo de alta traición.
Lo importante, doctor, es que está vivo. ¡Vivo! Entiende lo que eso significa para mí, ¿lo
entiende? Poder verlo nuevamente a los ojos, escuchar su voz, sentirlo, cuando ya comenzaba a
hacerme a la idea de no volver a verlo jamás.
-Pues tendrás que continuar fomentando esa idea porque después se viene el juicio.
-Qué importa. Tendrá la oportunidad de defenderse. Y yo estaré cerca de él.
-Hasta que lo sentencien a la galería de los espejos.
-Entonces más cerca aún, porque ninguna ley prohíbe que lo acompañe por mi propia voluntad.
¿Se imagina, doctor: nuestras moléculas integradas en una delgada placa, sin perder el estado de
conciencia individual? El sueño romántico de muchos enamorados del pasado cuando, rechazados
por las circunstancias, se arrancaban la vida para vivir por siempre unidos en otro plano mental
que entonces calificaban de "eternidad"...
TREINTA Y SIETE

EL SENADOR SIN NOMBRE no alcanzó a llegar al taxi abandonado en la avenida 20 de


Noviembre. Sintió que las piernas se resistían a seguir caminando. Buscó un hueco humano en la
banqueta de Juárez y San Juan de Letrán.
Cansado, se dispuso a recuperar un poco de energía. Así le había ocurrido en otras ocasiones. Pero
esta vez, lo sabía, sería la definitiva.
Se sentía un viejo rey acorralado en la última casilla del tablero de la vida por los alfiles y los
caballos de la muerte.
Poco a poco se fue quedando dormido. Sin dolor físico ni angustia interior. Todo principio tiene su
final. Y el suyo había llegado ya.
Últimamente se había aferrado un poco a la vida. Esperaba el regreso de Juanito, entregarle los
documentos del siquiatra loco que intentó matar a su bisabuelo. En ellos estaba toda la historia
genealógica de la familia, a partir del primer Gonzalo Teruel. A nadie se los había mostrado. Ni
siquiera a Alma. Los guardaba celosamente debajo del asiento trasero del viejo taxi.
Ya casi en la somnolencia de la muerte escuchó el ronroneo del helicóptero de Falco. ¡Pobre
hombre ambicioso! Se está tendiendo un gambito en el que él será su propia víctima.
Y cerró los ojos para siempre.
Falco le mostró la ciudad a José.
-Mira qué diferente se ve tu mundo anterior desde aquí arriba. No volverás a él. Tengo planes para
ti. Por lo pronto vivirás conmigo en el castillo -mira, aquel que está al fondo, sobre ese montículo
pedregoso—. No estarás como prisionero, pero en ningún momento debes abandonarlo si no es
conmigo. ¿Me entiendes?
Claro que le entendía. Pero, ¿por qué? En un principio pensó que lo llevaría de regreso a la
plantación con los hombres de negro. Además, ese exceso de atenciones cuando había perseguido
a los padres de Juanito. ¿Qué le puede importar un niño precarista a un hombre tan poderoso como
Falco?
Fue entonces cuando José sintió miedo por su seguridad personal. El hombre había ido en
helicópteros a buscar exclusivamente a Juanito, y ni siquiera se inmutó cuando estalló el otro
helicóptero. Y luego esa terrible explosión que destruyó la refinería.
¿Cómo decirle que Juanito, su amigo, su hermano, se quedó allá en la costa muerto junto a un
horroroso piano de cola?
Ahora no había más alternativa que seguir siendo Juanito, pasara lo que pasara. Su amigo le había
contado todo, tanto que si Falco lo dejaba en cualquier punto de la ciudad él sabría cómo llegar al
taxi del senador y a las catacumbas del metro.
¡El senador! Sería el único que lo podría identificar como un impostor.
Falco lo interrumpe.
-Ya llegamos a casa.
Sí, una casa grande con amplios jardines, escaleras monumentales y salones decorados
majestuosamente, el asombro de José no tenía límites.
Fue conducido a una habitación cercana a la de Falco.
-Aquí estarás en forma provisional. No puedes quejarte. Este era uno de los lugares de la
emperatriz Carlota. Algún día te platicaré sobre ella y la vida de aquellos tiempos. Te recuerdo,
tienes libertad de andar por todo el castillo, pero nada de intentar huir. ¿Correcto?
-Correcto-; dijo José, aceptando las reglas de juego. Sin embargo, sintió un escalofrío cuando
Falco, despreocupado, le dijo:
-Esta noche invitaremos a cenar a un amigo mutuo. Le dará mucho gusto volver a verte.
Falco le presentó a Valeriano.
-Es mi principal asistente. Siempre estará contigo. Pídele cuanto necesites. ¡Ah!, y más tarde
vendrá el sastre para tomarte medidas. Necesitas ropa adecuada.
El resto del día, José lo pasó recorriendo el castillo. Después de esa noche, lo único que podría ver
serían las paredes de fuego de los hornos crematorios. Valeriano lo seguía muy de cerca, atento a
cualquier indicación del muchacho. José le hacía preguntas sobre detalles que despertaban su
curiosidad. Era una forma de ganarse un poco la confianza de ese hombre mientras reconocía el
terreno para una eventual huida.
Huir. ¿Pero a dónde? Desde una amplia terraza rodeada de flores y plantas trepadoras, vio allá
abajo la gran ciudad de los precaristas bajo un cielo oxidado. De allí Juanito salió a buscar las
estrellas y ahora él regresa en su lugar para convertirse en humo. Además, no veía ninguna
posibilidad de escape. Aquello era una fortaleza. Y esa noche, el propio senador, tal vez sin
proponérselo, dictaría su sentencia. Si al menos pudiera hablar antes con él, explicarle todo.
Después de que el sastre le tomó medidas en el estudio de Falco, José pidió permiso para retirarse
a descansar.
-Vamos a comer ya. Por qué no vas después. Ordené unas flores especiales para ti.
—Gracias, pero no me siento bien...
-Comprendo. Después de todo no fue un buen día para ti hoy, ¿verdad? Tuviste muchos
sobresaltos. Además del viaje en helicóptero. Tu primera experiencia, pero ya te irás
acostumbrando. Verás cómo te va a gustar. Bien, antes de las siete mandaré buscarte.
Camino a las habitaciones del segundo piso, con su sombra pegada tres pasos atrás, José no dejó
de pensar en las atenciones de Falco. Algo traía entre manos para su propio beneficio y donde él, o
sea Juanito, jugaba un papel muy importante. ¿Pero cuál?
Antes de quedarse profundamente dormido en una cama adoselada con listones de color púrpura y
angelitos dorados, José pensó en la edad del anciano legislador y su vista cansada. Quizás no
pudiera reconocerlo. Y en caso contrario, sería el primero en alegrarse de saludar a un impostor si
la finalidad de Falco era hacerle daño a Juanito. Ya habría oportunidad después de explicarle todo.
Pero no ocurrió así. Antes de las siete llegó Valeriano con la ropa nueva. Lo conminó a bañarse
primero. El overol azul de petrolero lo tomó con la punta de los dedos y lo depositó con
repugnancia en un recipiente para ropa sucia. A José ya no le preocupaba mucho bañarse. Era un
hábito que le había impuesto el hombre de blanco.
A las siete en punto entró al comedor principal acompañado por Valeriano. José iba ya decidido al
peor de los resultados. Pero ahí estaba Falco solo, bebiendo un aperitivo. El comandante de los
bastoneros se sorprendió al verlo.
- ¡Qué cambio! Ya sabía que no eras un precarista. Aunque, a decir verdad, tienes muy poco
parecido con tu madre. No la conociste, ¿verdad? Murió cuando nací. . .
-Mira, ven para que la conozcas. Es una sorpresa que te tenía reservada. Vamos, siéntate.
Falco saca la fotografía de Alma, la del dossier de la masacre. Se la entrega a José. El muchacho la
observa detenidamente, sorprendido del gran parecido con Juanito. Recordó a su amigo y no pudo
contener las lágrimas.
-Vamos, vamos, entiendo lo que te ocurre. Pero ahora debemos ver hacia el futuro.
-¿Y el senador?-, preguntó José mientras se limpiaba los ojos con una servilleta cuya blancura le
recordó los ropajes del científico de la costa.
-No sé cómo decírselo. Entiendo que lo estimabas mucho. Fue como un segundo padre para ti...
-¿Fue?
-Sí. Hace un par de horas, lamentablemente, me informaron que falleció. A la mitad del arroyo.
Como él quería. Pero no te preocupes. Yo seré para ti como un nuevo padre. Confía en mí.
- ¿Un padre?
-Bueno, más bien un tutor. Es algo parecido. Ya me comuniqué a la capital federal. En unos días
más iremos para que la conozcas. Y a firmar algunos documentos. Tal vez te hagan preguntas
sobre tus padres. Explícales todo. Y no sigas fingiendo. Compórtate ya como lo que eres: un
Teruel . . .
¿Teruel? Jamás había oído ese nombre. Sin embargo, le sonaba familiar. Juanito le había contado
todo. Inclusive ese olor rancio de la ropa del senador que le provocaba picazón de la nariz. Por qué
nunca le mencionó ese nombre. ¿O sí? No, nunca. ¿Entonces? ¡Ya! ¡El nombre inscrito en la
entrada principal de la refinería: "Gonzalo Teruel"!
Sin mucho trabajo, la mente de José comenzó a manejar conclusiones lógicas, así como hacía el
hombre de blanco en el laboratorio. Juanito no sabía nada, pero Falco lo sabía todo. ¿Acaso ese
Teruel de la refinería habría sido el verdadero padre de Juanito?
A partir de ese momento José encontró inclusive exquisita la ensalada de rosas que Valeriano le
sirvió durante su cena con Falco.
TREINTA Y OCHO

JUANITO VIO AL HOMBRE-PEZ parado en la puerta del estudio, observándolo detenidamente.


¿Quién eres tú?-, le preguntó Lobster, olvidándose por un momento del reloj.
Me llamo Juan. Y tú, ¿qué haces aquí? Nunca te había visto con el señor Gabler.
Es la primera vez que vengo. -¿Cómo entraste? -Eso ya no importa. Lo importante será el cómo
salir.
¿Importante? -Sí. Está a punto de volar todo esto...
-¿Volar?
-Sí, muchacho. Estallar, explotar. . . Hacer ¡pum! ¿Me entiendes?
-¿Por qué?
-No hay tiempo para explicaciones. ¿Conoces una salida?
-¿Salida, a dónde?
-Al mar o a donde sea. Tenemos diez minutos justos, le dijo mostrándole el reloj.
-Lo más rápido es por el túnel negro. Por ahí salían antes los desperdicios de la refinería hacia el
mar.
-Llévame allá pronto.
Juanito quería seguir hablando. Era la primera vez que sostenía un diálogo de palabras. Pero el
hombre-pez parecía tener mucha prisa. Así es que decidió llevarlo al túnel negro. Era por donde
había planeado escapar con José.
Bastaba levantar la rejilla de desagüe junto a la puerta de la casa de visitas, seguir por un agujero
estrecho y unos metros más adelante estaba la desembocadura al mar.
Lobster sabía que ya era demasiado tarde, pero al menos el túnel amortiguaría el efecto inicial de
la explosión.
Sin embargo, en menos de dos minutos ya estaban a un lado del gran túnel, sobre la costa. El
científico hizo el impulso para lanzarse al agua, pero, ¿cómo dejar a ese chiquillo ahí, viéndolo
con suma curiosidad como si no acabara de entender el motivo de su prisa? Antes de que Juanito
reaccionara, lo tomó de la cintura y saltó al mar con él.
Justo en el momento en que el comandante Gabler daba la orden de inmersión* para hacer
contacto con la esfera no driza, el piloto avistó a Lobster tratando de sostener a un niño sobre la
superficie. Al momento de saltar, el científico no recordó que los hombres de tierra no resisten
mucho bajo el agua y menos consideró que aquel chiquillo ni siquiera supiera nadar.
Treinta segundos después del rescate se produjo la sacudida. La temperatura del agua subió
intempestivamente en la zona y se produjeron algunas marejadas. El grupo de esferas no pudo
entrar a la nave principal y tuvieron que seguir hasta alta mar donde Gabler ordenó el contacto.
Juanito quería regresar a tierra por su amigo José, pero nadie lo escuchaba. Hasta que se dio
cuenta que había vuelto a caer dentro del pozo de silencio en que vivió siempre Lobster intentó
agradecer al niño el haberle salvado la vida, pero éste no entendía. Gabler intervino:
-No sé qué intentas hacer, Lobster, pero te informo que este niño es sordomudo.
-¿Sordomudo? ¿Un niño que tocaba el piano, un niño con el que hablé durante casi un minuto
antes de convencerlo que me sacara de la refinería, puede ser sordomudo?
—Lo conozco desde hace tiempo en el laboratorio. Era uno de los ayudantes de nuestro proveedor
de energía. Había otro niño que sí hablaba. El debió haber muerto en la explosión que provocaste.
- Era necesario... Eso habrás de explicárselo a los miembros del consejo. A partir de este momento
eres mi prisionero hasta ponerte en manos de las autoridades de la colonia.
Juanito veía el fondo del mar a través de la esfera y pensaba qué es lo que había ocurrido a partir
de la entrada de Mob-il al estudio. Dónde estaba José, dónde el hombre de blanco, ¡dónde su voz!
¿Por qué el regreso a las tinieblas del silencio?
Ni la belleza del fondo del océano, ni la sensación de viajar por primera vez en una de las esferas
que regularmente llegaban a la costa, pudieron distraer a Juanito de una interrogante. ¿Fracasó la
operación? ¿Por qué entonces pudo escuchar el piano y hablar con él hombre pez antes de que se
arrojara con él al agua? ¿Por qué tanta prisa por abandonar la refinería? ¿Por qué?
TREINTA Y NUEVE

LOBSTER FUE CONFINADO en su departamento mientras se instruía el proceso. Tenía guardias


permanentes. Nadie podía visitarlo. Ni siquiera Vanessa, a pesar de las súplicas y el lagrimeo ante
Fischer para que intercediera a su favor. ¡Cómo! Si el propio Fischer presentaría los cargos de alta
traición.
No se necesitaban en realidad muchas pruebas. Estas saltaron de inmediato cuando se agotó la
reserva de energéticos con el último embarque que había llevado Gabler desde la costa. Los
colonos desconocían las causas, pero elevaron sus protestas cuando les fue racionado nuevamente
el combustible. Se volvía nuevamente a los tiempos del vapor comprimido. Los políticos estaban
enfurecidos y exigían explicaciones a la comunidad científica.
El proceso debía apresurarse. Al menos había un culpable confeso de haber producido el estallido
de la vieja U-235, cuyo efecto resultó menos potente de lo que se creyó en un principio, pero
suficiente para desaparecer la refinería y la aldea de los hombres de hule.
El joven científico, en efecto, reconocía haber activado la u-235, pero nadie quería escuchar sus
razones. Inclusive su pequeño laboratorio fue clausurado y se le prohibió intentar cualquier tipo de
experimento.
Mientras se determinaba qué hacer con él, Juanito quedó provisionalmente bajo la tutela de
Vanessa que le acondicionó una cama con los sillones de su estudio.
Vanessa trataba de que el niño le explicara lo ocurrido en la refinería; pero ella tampoco entendía
el lenguaje de palabras silenciosas, además de que el niño parecía estar muy lejos de ahí,
recorriendo la costa en busca de su amigo José.
Al principio fue un problema alimentarlo, porque no probaba nada, ni siquiera de lo que
tradicionalmente se le enviaba al hombre de blanco.
Una noche, Vanessa preparó una ensalada de algas marinas y Juanito la devoró materialmente. Al
fin, había encontrado algo que satisfaciera al niño. Luego, fue sencillo para ella preparar en el
laboratorio central una solución de nutrientes para bañar las algas antes de servirlas.
Los médicos examinaron a Juanito. Lo calificaron como un niño "normal" de tierra, sordomudo y
con un shock producido tal vez por el estallido nuclear.
Vanessa comenzó a sacarlo de paseo por la colonia submarina. El lugar donde el niño se mostró
más interesado fue en el parque zoológico.
Se acercaba ya la fecha fijada para el juicio y Fischer mandó a los archivos generales todos los
estudios sobre la oleovita. Ya no había nada que hacer en ese sentido.
La joven bioquímica perdió la esperanza de que Lobster pudiera salvarse, sin embargo, dejó
pendiente su solicitud para que se le permitiera acompañarlo al mundo de los espejos.
En realidad le había tomado cariño a Juanito y se sentía un tanto responsable de su futuro pues,
¿no fue acaso Lobster el causante de que el niño hubiera sido arrancado de su mundo para llevarlo
a vivir a las profundidades del océano?
La joven también se preguntaba qué iba a ser de él que era visto en la colonia como un ser raro,
ajeno a ellos. Lo de menos, aceptar la sugerencia de Gabler de llevarlo de nuevo a la costa en uno
de sus viajes. Pero, ¿cómo permitir que se le abandonara a su suerte en tierra firme, si todos los
afectos que tenía, incluyendo a los hombres de hule, los perdió en la refinería?
Juanito nunca había vivido al lado de una mujer. Vanessa hacía imaginar cómo hubiera sido su
madre de no haber muerto. ¿Así serían las madres de todos los niños? Ella hablaba con él como si
fuera un niño-pez, aun cuando sabía que ni siquiera podía escucharla. Era una forma de hablar
consigo misma, en voz alta.
Poco a poco iban siendo más críticas las restricciones dé energía. La iluminación de la colonia
tenía fallas frecuentes. Se prohibieron las esferas individuales y fue limitado el horario en los
transportes públicos. Los espectáculos nocturnos fueron cerrados. Los políticos comenzaban una
campaña abierta contra los científicos a los que calificaban de incapaces de resolver el problema.
En realidad, como siempre, lo que buscaban era volver al poder y establecer alianzas con el
imperio de tierra firme, aun a costa de la soberanía de la colonia.
Entonces ocurrió algo, justo unos días antes del sonado juicio de Lobster.
Vanessa preparaba un trabajo para sus alumnos de paleobioquímica, que no era una de sus
especialidades. Por las restricciones de energía no alcanzó a obtener un dato en la
microcomputadora y decidió dejarlo para el día siguiente.
Sobre su escritorio del estudio dejó el trabajo, arropó a Juanito que ya estaba dormido y se fue a su
habitación a soñar un poco con Lobster en su cama de agua. Antes de quedarse dormida, trató
inútilmente de recordar el nombre de aquella planta que fue la primera forma viva en dejar el mar
para establecerse en tierra firme unos cuatrocientos millones de años atrás.
Por la mañana, antes de salir hacia el Instituto de Enseñanza Intermedia pasó al estudio a recoger
el trabajo y a despedirse de Juanito.
Con sorpresa vio que en el espacio que había dejado en blanco, con letras titubeantes, estaba
escrita la palabra "psilofitales".
Volvió el rostro hacia la cama de Juanito y lo miró con asombro.
El niño sonrió y le dijo:
—Buenos días.
CUARENTA

AL REGRESAR AL CASTILLO, Falco se mostró plenamente satisfecho. En menos de tres


semanas había logrado culminar, al fin, un sueño de muchos años. El consejo de ministros
reconoció la personalidad de Juan Teruel, le hizo entrega provisional de sus bienes mientras se
dictaba el fallo definitivo y nombró a Falco su tutor.
Por supuesto que las cosas no salieron como Falco las hubiera deseado. El consejero-ministro
encargado de dar trámite a los documentos de sucesión y de quien dependía congelar el asunto por
tiempo indefinido, encontró una serie de problemas dudosos y exigía muestras de hemoglobina de
Gonzalo Teruel m, o de la propia Alma Teruel a fin de que se determinara el factor hereditario.
Falco se desesperó. ¡Cómo, si ellos murieron hace años!
El propio ministro le dio la solución:
-Tome el tipo de sangre del niño, busque su igual entre los millones de precaristas que tiene en la
ciudad y agréguelo al expediente de Gonzalo Teruel m, donde obviamente debería tener su factor
sanguíneo.
Sí, obviamente debía tenerlo. Pero en criminalística en lo que menos se piensa es obtener el factor
hereditario al cuerpo de un hombre que acaba de ser asesinado.
Los trámites se agilizaron a una velocidad sorprendente. Como si de pronto la eficiencia hubiera
sacudido violentamente al aparato burocrático.
Bueno, al estilo clásico, a lo de siempre, a los métodos que se siguen para abrir todas las puertas,
incluyendo las del cielo. La isla de descanso de la familia Teruel en el Caribe pasó a ser propiedad
del eficiente consejero.
Por algunos pequeños detalles, Falco comenzó a sospechar que Juanito era un impostor. Pero,
¿qué importaba? De cualquier manera, el niño sufriría un accidente en el helicóptero una vez que
el presidente del consejo estampara su firma en el fallo definitivo de la sucesión. Ante la ley, ese
niño muerto en el accidente sería Juan Teruel.
Las sospechas comenzaron a surgir cuando Falco lo invitó a jugar al ajedrez. El niño palideció de
pronto. Una insignificancia aparente. José se lamentó no haber aceptado plantarse ante el tablero
cuando su amigo intentaba enseñarle a mover las piezas durante las horas de tedio en la refinería.
Empero, Falco no le dio ninguna importancia. Como si desconociera que Juanito resultaba un rival
respetable para el senador sin nombre. Y es que por esos días, Falco ya preparaba todo lo
relacionado con el factor genético en la hemoglobina. "Que disfrute tranquilo sus últimos días y
no intente huir al saberse descubierto", pensó.
José olvidó el incidente. Los viajes frecuentes en helicóptero a la nueva capital los disfrutaba con
plenitud. Después, los preparativos para el cambio de residencia en la mansión electrificada y los
planes de Falco para recorrer diferentes países en cuanto él presentara su baja como comandante
del cuerpo de bastoneros. Era una suma de situaciones, cada una deparándole nuevas sorpresas.
Nunca llegó a imaginar lo que Falco tenía en mente.
La última noche que vio a Falco fue durante una espléndida cena en la mansión electrificada para
celebrar lo de la firma presidencial en el documento definitivo. Después Falco salió a la
comandancia de bastoneros a recoger sus objetos personales de la oficina, como una acción previa
a su renuncia. Al día siguiente saldrían a visitar la plantación del abuelo y a presentarlo a Duran y
su gente como el nuevo propietario...
José lo despidió en el helipuerto de la mansión electrificada y luego se fue a la sala de proyección
a ver viejas películas tridimensionales. Pensaba en la cara que pondrían los hombres de negro al
verlo. Una de sus primeras medidas sería la de eliminar las cadenas y dejar a los niños-termita en
libertad de irse si así lo deseaban. Buscaría precaristas bajo contrato, de la Ciudad de México o de
Guadalajara.
Poco antes de las nueve de la noche Falco llegó al viejo edificio del parque de la Lama y se dirigió
de inmediato al laboratorio. Preparó con mucho cuidado, como en sus mejores tiempos, la bomba
que pondría por la mañana en el helicóptero. A Juan o como se llamara le diría tener trabajo
pendiente en la oficina y que por la tarde le daría alcance en la plantación en uno de los aparatos
oficiales.
Regresó a su oficina. Mientras colocaba el artefacto en una pequeña valija y acomodaba encima,
con sumo cuidado, una de sus más valiosas colecciones de ajedrez -cada pieza hecha con
pedacitos de cráneos robados de la Abadía ele Westminster por una banda de ladrones
internacionales-, se abrió violentamente la puerta y entró el coronel Arturo Duran.
Falco lo vio con desprecio.
- ¿Cómo te atreves a entrar así en mi oficina?
-En la misma forma en que tú te atreviste a matar a mis hombres.
El segundo helicóptero que estalló al despegar de la refinería, pensó Falco.
-Fue un accidente...
-¿Un accidente el volar la zona fantasma con una bomba nuclear, dejando ahí a mis hombres
abandonados a su suerte? Y todo por ir a rescatar a un niño precarista.
-Yo no provoqué el estallido.
Duran saca su pistola reglamentaria y apunta a Falco.
-Creo, Duran que hay un error en todo esto. ¿Porqué no lo discutimos como personas civilizadas?
-No tenemos nada que discutir. Me engañaste con lo del envío de los niños precaristas a la
plantación, mataste a ocho de mis mejores hombres y todo por buscar a un niño precarista con el
que seguramente estás tramando algo . . .
—Algo en lo que podrías participar si quisieras—, le dijo Falco mientras reanudaba su trabajo de
colocar las piezas de la colección dentro de la valija.
— ¿Te estás preparando para huir?
-No. Simplemente renuncio al cuerpo de bastoneros...
Falco desliza la mano por detrás de la valija hacia el botón de alarma que está bajo la cubierta de
su escritorio. A esa hora, sólo estaba el cuerpo de guardia en el otro extremo del piso.
Con un movimiento rápido Duran hizo un disparo hacia la mano oculta de Falco tras de la valija.
Los precaristas que dormían en esa zona de la ciudad se sobresaltaron al escuchar la explosión en
el piso 37 del cuartel general de los bastoneros. Algunos vieron el fogonazo de luz y cómo esa
parte del edificio volaba en fragmentos.
José estaba profundamente dormido en la sala de proyecciones cuando llegó Valeriano en la
madrugada a despertarlo con la noticia.
CUARENTA Y UNO

FISCHER SE NEGABA A DAR CRÉDITO a ese extraño fenómeno que se había operado en
Juanito.
Convocó en el salón de juntas del laboratorio central ti los más destacados miembros de la
comunidad científica.
Crab llegó de mal humor. Lo habían ido a sacar de su retiro de fin de semana.
-Espero que no te pongas a jugar con tus vehículos a escala sacados del museo—, le comentó con
burla al entrar al salón.
-Mejor que eso, Crab. Ya lo verás.
Vanessa llegó a la sala acompañada de Juanito a quien sentó en el otro extremo de la cabecera que
ocupaba Fischer.
Para Crab aquello parecía absurdo. ¿Convocar a la comunidad científica para ver a un niño de
tierra sordomudo?
-Ya no es sordomudo-, le comentó Fischer. El niño salió del shock que le provocó la explosión de
la u-235.
-¿Y que tiene ello de sorprendente?-, insistió Crab.
—Lo sorprendente, dijo Fischer dirigiéndose a todos los asistentes, es que antes de que Lobster
llegara a la costa el niño fue sometido a una operación por el hombre blanco durante la cual no
sólo le volvió el habla y el oído. Aquí tengo un informe firmado por el comandante Gabler sobre
el niño que conoció en la costa cuando iba a recoger las cargas de energía. Era, en efecto, un niño
sordomudo que llegó a la refinería huyendo de una plantación del interior donde lo tenían
esclavizado. El hombre de blanco lo recogió y le brindó protección. Un niño precarista que jamás
tuvo en sus manos un libro. . .
Los científicos volvían sus rostros hacia el niño a quien Vanessa sujetaba de la mano para darle
confianza, y para darse seguridad ella misma.
Fischer siguió hablando:
-Les decía que no sólo le devolvió el habla y la capacidad de oír, sino que aprovechó el momento
para programarlo a través de una computadora. Antes de continuar quisiera invitarlos a jugar un
poco a fin de despeja cualquier duda al respecto, advirtiéndoles que no ha; ningún truco ni físico
ni mental en todo esto. Cada un. de ustedes es un especialista en las ramas de la ciencia Les pido
que le formulen preguntas relacionadas con sus respectivas actividades.
Las preguntas fueron su cediéndose, de las más simple a las más complejas. Física, Química,
Biología, Matemáticas, Astronomía, Cibernética.
Sin embargo, por sus implicaciones, Crab hizo la pregunta más inesperada:
-¿Qué es la oleovita?
Sin inmutarse y tan tranquilo como si le hubiera: preguntado la hora, Juanito respondió: -Una
micro bacteria.
-¿Cuál es su estructura molecular?
-Depende a la temperatura que se encuentre en un momento dado. Su peso molecular puede
cambiar di varios centenares de miles a una docena de millones de aminoácidos, y de acuerdo a la
longitud de onda de la luz por el cuadrado de la fuerza gravitatoria. Todo ello sin perder su
principio fundamental como estructura.
-¡Increíble!-, exclamó Crab-. Un solo aminoácido puede cambiar toda una estructura molecular.
Cierto, si nos circunscribimos a los códigos nucleicos le la vida terrestre. . .
¿Qué tratas de insinuar, muchacho?-, insistió Crab.
Que el doctor Lobster no estaba equivocado en sus apreciaciones cuando dedujo que la oleovita
pudo haber llegado del espacio exterior. Sólo exageró un poco al Mlirmar que pudieran ser seres
inteligentes. Se trataba K una simple bacteria microbiótica -si se le compara, giro, con nuestras
bacterias-, con cadenas péptidas pe se asimilaban con nuestras Usinas, citocinas, etc. a través del
átomo de carbono asimétrico contenido en ellas.
Juanito pidió un pizarrón y tizas para explicar mediante fórmulas fisicomatemáticas cómo la
oleovita logró encontrar un "caldo de cultivo" ideal para manifestarse en los llamados hombres de
hule, al lograr controlar en ellos el trifosfato de adenosina.
De ahí el proceso tan acelerado de mutación que se produjo.
Se han requerido millones de años para una simple mutación. Para ello hubiera sido necesaria una
gran cantidad de. . .
Energía, doctor Crab. La energía, señores, que extrajo la oleovita de nuestros recursos mundiales
de petróleo. Afortunadamente, el doctor Lobster terminó con ella...
Un rumor recorrió toda la sala. Fischer y Vanessa Intercambiaron miradas de satisfacción.
-¿La fisión nuclear rompió su estructura?-, preguntó Crab.
-Exacto, doctor. Tenía razón Wonderland, su descubridor, cuando predijo que la bacteria sólo
podría ser destruida por el calor. Pero no calculó su intensidad.
Fischer tenía también unas preguntas que le inquietaban
-Dices que la fisión nuclear destruyó la bacteria. Pero esto fue únicamente en la zona de la
refinería donde se produjo la explosión. ¿Qué hay del resto de los ya¬cimientos en el mundo?
Sería absurdo colocar una u-235 en cada yacimiento petrolífero. Significaría tanto como curar la
enfermedad matando al paciente.
—El hombre de blanco tenía resuelto el problema. Sabía que la fisión nuclear destruiría a la
oleovita, pero no por los efectos de la explosión, sino por el calor específico concentrado en un
tipo de radiación que se produce a partir del uranio 235. En una palabra, que no es necesario
destruirla sino simplemente neutralizarla. Como ocurría en el antiguo imperio inca donde los
hechiceros preparaban emplastos a base de leche de murciélago para hacer inofensivo el veneno
de los escorpiones.
—Y si el hombre de blanco tenía la solución, ¿por qué seguía el proceso de energía a través de sus
humanoides, pudiendo vendernos directamente el petróleo desoleovitizado?-, preguntó Crab
sumamente intrigado.
—Los objetivos del hombre de blanco iban más allá de la mera producción de energía. De ahí su
temor a que ustedes descubrieran el verdadero trabajo que realizaba en el laboratorio. Con la
ayuda de la oleovita había logrado producir seres vivos a partir de principios tecnológicos,
rebasando todo lo que hasta ahora se ha obtenido en el terreno de la cibernética.
—Todo esto lo descubrimos en nuestros laboratorios desde un principio—, apuntó Crab.
—Sí, con excepción de la segunda fase del proceso...
-¿Otra fase?-, preguntó Fischer intrigado. De esto no les había hablado Juanito antes de la reunión.
—Lo mismo que hizo conmigo a través del sintetizador de computación lo realizaría en los
hombres de hule. Estaba a punto de lograrlo cuando llegó el doctor Lobster.
—¡Una locura!- comentó Crab, imaginando qué clase de seres hubieran surgido de ese
experimento.
El doctor Shellton, especialista en cibernética se lamentó de que todos los estudios y apuntes del
hombre de blanco hubieran sido destruidos por la explosión.
-Ese hombre era un genio. Si al menos sus trabajos se hubieran encauzado en beneficio de la
humanidad—, apuntó.
—Ahora lo importante es encaminar nuestro programa para encontrar ese tipo de radiación para
neutralizar a la oleovita—, señaló Fischer.
—Nos llevará años obtenerla con la poca nucleoenergía de que disponemos para alimentarlas
computadoras-, dijo Crab.
Juanito sonrió.
—Sí, doctor. Y las posibilidades de que la encuentren es de una en diez elevado a la trigésima
potencia.
Fischer vio al niño con mirada escrutadora.
- ¿Tú la tienes, verdad?
—No, doctor. Y si la tuviera, tampoco se las daría. Hagan un balance de la civilización del
petróleo y vean hacia dónde se inclinó todo su peso.
Vanessa vio al niño con una mirada llena de dulzura y sintió comprenderlo en ese momento.
CUARENTA Y DOS

LA MUERTE DE FALCO, contra lo que él mismo esperaba, no alegró a José. Finalmente, fue el
hombre que le permitió abandonar la refinería; el que le puso una gran fortuna a su disposición,
aun cuando estuviera consciente de que todo lo encaminaba en su propio beneficio y a él sólo lo
hubiera utilizado para finalmente quedarse con la sucesión.
Y sólo había un camino para lograrlo. ¿Por qué no actuó en su contra cuando, casi estaba seguro,
lo descubrió como un impostor? Sencillamente porque entre sus planes estaba el deshacerse de él
en cuanto llegara el documento con la firma presidencial.
¡Pobre Falco! Algo se le adelantó por unas cuantas horas.
Valeriano se convirtió en un fiel servidor de José. Lo acompañaba en sus frecuentes viajes a la
plantación, donde revolucionó los cuerpos de seguridad de los hombres de negro para hacerlos
coordinadores de la producción, sin látigos ni cadenas de opresión contra los niños termita.
Recorría el país en helicóptero y uno de sus primeros viajes fue a la zona de la costa. Todo estaba
destruido. Perdió la esperanza de encontrar a su amigo quien tal vez, pensó, se convirtió en humo
y fue al encuentro de sus padres sobre esa nube que en forma de hongo se elevó al cielo después
de la explosión.
En la mansión ordenó retirar la cerca electrificada, pese a las protestas de Valeriano quien temía
una invasión de precaristas.
-Hablas así, porque no los conoces-, le dijo el niño-. Siempre los ves a la distancia justa del "allá
abajo", como una masa amorfa de seres que oscilan entre lo animal y lo vegetal.
Y para convencerlo, José decidió un día vestirse de precarista para irse a confundir con ellos.
Realmente lo que quería era recorrer los lugares de que le había hablado Juanito.
Valeriano se desesperaba cómo José rechazaba sistemáticamente las invitaciones de los dueños de
las pro¬mesas para irse durante el día a perderse entre los precaristas.
Y temía por su vida cuando llegaba con una o dos horas de retraso al punto fijado donde iba a
recogerlo en el helicóptero.
José hablaba el lenguaje del silencio y esto le permitió hacer amistad de inmediato con muchos de
los niños precaristas que, como Juanito, también dudaban de que pudiera haber algo más tras
aquel cielo oxidado.
Primero fue uno, después otro y otro, hasta que integró grupos de diez chiquillos que lo
acompañaban en el helicóptero más allá de la barrera de polución que levantó el imperio como
represalia contra el país, muchos años atrás, por haber cometido el pecado de salpicar de
chapopote sus playas de recreo en Texas.
Después los llevaba a comer pétalos de rosas en los jardines de la mansión y a chapotear en las
albercas con agua de lluvia y calefacción solar. Antes de regresarlos a sus descansos de escalera y
huecos de espacio vital en las catacumbas del metro, José ponía a Valeriano a que les proyectara
las películas de dibujos animados en tercera dimensión que Gonzalo Teruel le regaló a Alma al
cumplir su décimo cumpleaños.
Los padres de los niños precaristas escuchaban las aventuras de sus hijos y comenzaron a ver con
respeto primero y cariño después a ese niño que bajaba del mundo de las promesas a jugar con sus
hijos sordomudos y a hablarles en un lenguaje común. Inclusive llegaban a invitarlo a compar¬tir
con ellos sus cápsulas de polen. Esto sólo hubiera provocado un síncope de sorpresa al senador de
haberlo visto.
En los pedacitos de espacio, le platicaban a José antiguas leyendas sobre los tiempos en que la
gran metrópoli estaba inundada de luz y automóviles.
A veces lo sorprendía la noche en las catacumbas del metro, asistiendo a las extrañas ceremonias
de la luz, y entonces se iba a dormir muy tranquilo al viejo taxi del senador sin nombre donde
había nacido su amigo Juan.
En ese tiempo el apellido Teruel seguía haciendo temblar a muchos políticos y bastó una
sugerencia de José ante algunos miembros del consejo, para que Valeriano fuera nombrado nuevo
jefe del cuerpo de bastoneros.
Por iniciativa de José, una de las primeras medidas que puso Valeriano en práctica fue eliminar los
bastones electrificados. Algunos jefes de grupo protestaron. ¡'Cómo iban a enviar a sus hombres
desprotegidos al corazón de aquel hormiguero humano! En la misma forma en que el niño Teruel
va a jugar con los hijos de los precaristas y estos lo respetan y lo aman.
Ahora los bastoneros se dedicaban a recoger niños sin padres y los llevaban al Castillo de
Chapultepec donde se les acondicionó todo aquello que estuviera bajo techo y se les enseñó a
sembrar su propio alimento de flores. Valeriano se fue a vivir a la mansión de Teruel. Y todo esto
no pasaba desapercibido por los precaristas y ya sabían quien había sido el promotor.
Los bastoneros, sin sus mortíferas armas eléctricas, encontraron la mejor de las protecciones: una
sonrisa.
José buscó inútilmente a los viejos revolucionarios dé la luz, pero ya Falco, desde mucho tiempo
atrás, había dado cuenta de ellos convirtiéndolos en humo. Fueron los pocos que aún seguían
creyendo en el padre de Juanito, antes de que éste asesinara a un hombre por un descanso de
escalera.
Los precaristas continuaron presentándose a recoger sus cápsulas de polen en sus respectivas
zonas de distribución, cooperaban con los bastoneros e inclusive seguían sembrando maíz de
ornato en las glorietas y camellones de lo que en el pasado fueron grandes avenidas.
Un día el miembro del consejo que había acelerado los trámites de la herencia, Pascual Reyes
Serrano, invitó a José a pasar un fin de semana en la Isla del Caribe que había recibido a cambio
de una firma en los documentos de la sucesión.
José le pidió a Valeriano que le preparara dos helicópteros pues pensaba llevar con él a una
docena de niños precaristas como sus invitados para que conocieran el mar.
Detrás de la amable sonrisa conque el ministro recibió a José en el helipuerto de la isla, había en él
una irritación contenida ante la presencia de aquellos chiquillos que llegaban a ensuciarle sus
playas blanquecinas.
Después de una espléndida cena en la terraza de la mansión, frente a un mar tranquilo donde
rielaba la luna, Reyes Serrano fue directo al asunto que traía entre manos.
Los niños, a quienes se les sirvió un bufete a base de orquídeas silvestres, dormían plácidamente
en los cuartos de visitas, luego de haber agotado sus de por sí es¬casas energías chapoteando en la
playa.
—Tú sabes que sin mi firma no estarías en posesión de la fortuna de los Teruel.
-Es la fortuna de mi abuelo. Y esto lo recibió usted a cambio.
—Había dudas si tú eras realmente el Teruel desaparecido...
- ¿Qué trata de insinuar? La única duda que había en el asunto era la prueba de sangre que usted se
encargó de inventar para ver qué beneficios obtenía. Además, me invitó a descansar, no para
hablar de algo que ya fue sancionado legalmente. Así es que mañana temprano me regreso con los
demás niños y olvidaré este incidente...
—Cálmate, no es para que te molestes. Simplemente trataba de ubicarme un poco contigo. No nos
habíamos visto desde entonces. Quería recordarte mi humilde participación para que me tomes
más en cuenta en el futuro.
—En cuenta, ¿para qué?
—En unas semanas más, tú sabes, se elegirá el nuevo presidente del consejo de ministros... Y
quizás pueda contar con tu ayuda...
—¡Ah, es eso! Olvídalo. Yo no tengo ninguna influencia política a ese nivel ni quiero tenerla.
—Tal vez política no, aunque lo dudaría; pero sí económica.
—No voy a tomar un céntimo de la fortuna de mi abuelo para organizarle a usted una campaña.
¿Por qué no vende la isla?
—No le interesa al hombre que decidirá la sucesión. Sería muy obvio el cambio. El deja la
presidencia del consejo, la ocupo yo, y luego él viene a tomar posesión de la isla. No, no
resultaría.
—¿Entonces?
-El quiere tu plantación... Es más, fue él quien me recomendó hablar contigo.
— ¿A cambio de qué?
—Te devuelvo tu isla...
José volteó a ver a Valeriano que, silencioso, los acompañaba en el otro extremo de la mesa.
—Infórmale al señor ministro el costo aproximado de la plantación, su extensión y el total de la
producción anual, así como los beneficios netos.
Valeriano intentó sacar una pequeña libreta del bolsillo, pero Reyes Serrano lo atajó.
—No es necesario. Conozco los datos. Además, bien se lo dije al presidente del Consejo. Estaba
seguro no acepta¬rías.
- ¡Claro que no!-, dijo José sumamente molesto.
-Hay otra oferta, si me permites
-¿Cuál?
-El monopolio petrolero del país
Valeriano no pudo contener la risa.
-Perdone que intervenga, señor ministro; pero Juan Teruel no es ningún tonto como para aceptar
instalaciones fantasmas, pozos abandonados ni refinerías convertidas en chatarra.
-El paquete va completo, incluyendo los yacimientos.
-¿Yacimientos le llama usted a esos sucios chapopotales que sólo sirven para contaminar las aguas
de nuestros litorales?-, preguntó Valeriano casi enfurecido.
José se quedó unos momentos pensativo y después, viendo fijamente a los ojos del ministro, le
contestó:
-Trato hecho.
Hasta el ministro quedó sorprendido de la respuesta. Tenía una decena de argumentos para tratar
de convencer a Teruel. Retirarle a los precaristas las cápsulas de polen, confiscar el castillo para
hacer ahí un centro de convenciones e inclusive quitar del cargo a Valeriano como jefe de
bastoneros, por orden superior, claro, si continuaba interfiriendo en la plática.
José salió a dar un paseo por la playa. Valeriano pateaba la arena enfurecido, impotente.
-La fortuna es tuya. Si quieres tirarla o regalarla es tu problema. Pero si viviera Falco, se habría
muerto nuevamente del coraje.
Tranquilo, José le mostró la punta de la isla, allá a lo lejos.
-Mira, Valeriano. Si sigues esta línea recta sobre la costa, llegarás a un lugar donde estaba una
refinería que llevaba el nombre de mi bisabuelo. En ese lugar, donde ahora solo quedan cenizas,
vivía un científico vestido siempre de blanco que gobernaba a unos hombres que parecían de hule
—Sí, recuerdo que Falco me platicó de esos monstruos y de la terrible explosión que se produjo
poco después de que ustedes salieron en el helicóptero... Pero, ¿a qué vie¬ne todo eso?
-Esos hombres que tú calificas de monstruos, se alimentaban en los chapopotales.
—Amas tanto a tus precaristas que no te considero capaz de darles de comer residuos de petróleo
para convertirlos con el tiempo en unos monstruos como aquellos.
—¡Claro que no! Pero, en cierta ocasión hubo mal tiempo en el mar y no nos llegaron provisiones
en casi cuatro semanas. A nosotros no nos preocupó porque con frutos y flores resolvíamos
nuestro problema.
—¿El hombre de blanco también comía flores?
Cuidado, José.
—No. Otro muchacho precarista llamado José se alimentaba de frutos. Estaba con nosotros en la
refinería. Era el hombre de blanco quien tenía el problema pues se alimentaba de carne, leche,
huevos, pescado, de donde obtenía proteínas.
—Tengo entendido que eso también se sacaba del petróleo antes de que llegara esa terrible plaga,
¿cómo se llamaba?
-Oleovita. Sin embargo, permítame continuar y no interrumpas, el hombre de blanco explicaba
que mediante un filtro muy especial podría obtenerse proteína pura que si bien es cierto no serviría
para mover un motor de juguete, sí permitiría dar alimento al ser humano.
—Y luego, convertirlo en una raza de hombres de hule, ¿no?
—No, porque ese filtro reduciría al mínimo el efecto de la oleovita. Los hombres de hule se
alimentaban directamente de los chapopotales.
— ¿Y dónde vas a conseguir ese filtro?
—Tenemos suficientes medios para contratar científicos de otros países y ponerlos a trabajar en el
filtro. Decía el hombre de blanco que de tan simple no se les había ocurrido porque, además,
estaban preocupados en alimentar motores, no la maquinaria humana. Total, si falla, lo único que
perderemos será una plantación de nopales que, por cierto, me trae muy malos recuerdos.
Regresaron a la mansión. Desde la playa vieron luz en el estudio del ministro, quien en esos
momentos se comunicaba con su jefe inmediato.
-Dediqué todo el día a convencerlo. Al fin lo logré. Sí, sí señor, la próxima semana iremos a la
capital para protocolizar la transacción... Sí señor, sí. No, pues no. Final¬mente no resultó tan listo
como creíamos... Ya dudo inclusive que sea un auténtico Teruel.
CUARENTA Y TRES

FISHER ACEPTÓ DE MUY BUENA gana ser el padrino en la boda de Lobster y Vanessa.
Juanito, quien ya había alcanzado popularidad en la colonia submarina a través de la comunidad
científica, se fue a vivir con ellos.
Los hombres de ciencia se pusieron a trabajar de inmediato en el nuevo proyecto para neutralizar
la oleovita. Lobster fue nombrado director de la operación. Juanito se negó a participar. Tenía
cosas más importantes que hacer en el laboratorio de Lobster, donde pasaba la mayor parte del
tiempo encerrado. No quería saber nada de la oleovita y una noche, después de cenar, se mostró
irritado con Lobster y le pidió que no insistiera en el asunto.
Vanessa notó que el niño casi no dormía y las dotaciones de neurospirina desaparecían muy rápido
del botiquín. Se lo comentó a Lobster mientras éste le ayudaba a colocar platos en la máquina
lavadora de la cocineta. Juanito estaba, como de costumbre, en el laboratorio.
—Creo que hemos sido muy crueles con él. Le estamos exigiendo ayuda cuando creo que quien
realmente la necesita es el niño.
— ¿Por qué lo dices? Es Juanito quien se ha negado a integrarse al programa, a ser uno de los
nuestros en la comunidad.
—Casi no se alimenta y estoy segura que sufre con frecuencia de jaquecas.
—¿Tienes alguna idea de qué es lo que hace en el laboratorio?
-No. Programa la micro, pero antes de irse a su habitación borra todo. Y al día siguiente vuelve a
empezar de nuevo. Casi creo que trata de encontrar el neutralizador por su propia cuenta.
-¡Absurdo! Se hubiera incorporado desde un principio. Allá en el laboratorio contamos con
mayores recursos que aquí, además tendría todo un equipo humano asistiéndolo.
-¿Entonces?
-Estoy seguro que él conoce la fórmula, pero por alguna razón se niega a revelarla.
-¿Lealtad al hombre de blanco? No hay ninguna seguridad de que haya muerto en la explosión.
-No lo creo. Reveló todos los planes de ese hombre para salvarme del mundo de los espejos...
En las ese momento escucharon un ruido sordo al otro lado del departamento. Corrieron hacia el
laboratorio y al abrir la puerta vieron a Juanito tirado en el suelo. Al parecer había sufrido un
desmayo y cayó del banco que usaba para trabajar en la microcomputadora. Lobster lo cargó y lo
llevó a su habitación.
Vanessa le colocó unos fomentos en la frente, donde se había provocado una ligera contusión.
Lobster aprovechó para ver sobre qué era en lo que trabajaba el niño. Poco después regresó al
cuarto en el momento que Juanito reaccionaba.
—Creo que lo mejor es volver a la costa. Les he creado muchos problemas y además estoy
abusando de la dotación de energía con el uso de la microcomputadora.
Lobster le tomó la mano.
—No digas eso. Te pido perdón por las presiones a que te he sometido para que nos ayudes en el
programa. Veo que tienes otros problemas de tipo personal. ¿Por qué no nos dejas ayudarte?
-No hay posibilidades. Casi he reventado la micro...
-¿Qué buscas en el lóbulo prefrontal?, justo ahí detrás de donde te diste ese golpe al caer.
-El área silenciosa del cerebro-, comentó Vanessa.
-Es inútil seguir ocultándolo-, les dijo Juanito mientras sonreía irónico.
-¿Qué te ocurre?-, preguntó Lobster.
-Lo mismo que le pasa a una pared recién pintada y a la que no se le aplica un fijador adecuado.
Con el tiempo, la pintura comienza a decolorarse o se estrella y poco a poco se va cayendo a
pedazos.
—¡No, por Júpiter!—, exclamó Vanessa.
Juanito buscó su mano.
-Así es. Al hombre de blanco se le olvidó formar la estructura molecular de la enzima que debía
encargarse de "fijar" en mis neuronas el proceso de programación por impulsos sintetizados.
-¿Esto quiere decir que tu programación es temporal?-, preguntó Lobster.
-Así es. Mis moléculas de ARN reaccionaron favorablemente a las reservas potenciales del banco
de memoria, pero el ADN no tuvo tiempo suficiente para elaborar las proteínas de retención. Eso
es lo que he estado buscando todo este tiempo: una enzima que contenga en las neuronas los
impulsos recibidos.
—¡Oh, qué injusto es todo esto!-, dijo Vanessa.
Juanito le apretó la mano y le pidió que se tranquilizara.
-Tengo todo lo que me dejó mi padre por transferencia genética. Lo demás, deberé estudiarlo,
aprenderlo de nuevo, en cuyo proceso estriba la verdadera satisfacción del ser humano. No es lo
que se obtiene, sino el esfuerzo que se invierte para conseguirlo. Y estoy justo en la edad de
comenzar a hacerlo.
—Pero, no entiendo. ¿Por qué entonces tratas de transferir los depósitos de tu "banco" a la zona
prefrontal?
—Ganar simplemente un poco de tiempo.
—¿Para qué?—, intervino Vanessa.
-Descubrir la técnica que me permita limpiar el cielo oxidado de la ciudad donde nací, para que
los precaristas puedan levantar la vista y vean que hay un Sol, una Luna y millones de estrellas;
para que, en fin, descubran la luz.
Esa era la revolución que proclamaba mi padre.
Lobster sonrió.
-¿Por qué no lo dijiste antes? Esa técnica que buscas nosotros la venimos aplicando, en menor
escala por supuesto, para limpiar la zona que rodea nuestra colonia submarina. Y con peores
problemas porque no es igual bajo la presión del agua que a cielo descubierto.
Los ojos de Juanito se iluminaron.
-Entonces, ¿es posible?
- ¡Claro! Nada más cambiar los factores. En lugar de aprovechar las corrientes, desviándolas,
encauzándolas, como lo hacemos aquí, utilizar los corredores naturales de los vientos.
El niño casi saltó de gusto.
—Sin embargo, no es tan sencillo ya en lo práctico, le dijo Lobster pensativo. Juanito se puso
serio. Vanessa le preguntó el porqué.
-Una simple razón: el costo del programa. Aun cuando hubiera suficientes recursos para
financiarlo, faltarían los energéticos.
-¿La oleovita?-, preguntó Juanito.
—Exacto.
—Eso no es problema.
-Luego entonces, ¿tienes la fórmula, verdad?-, le preguntó Lobster, viéndolo fijamente a sus ojos
color avellana.
-Sí.
-¿Por qué lo habías ocultado?
-El petróleo provocó muchas guerras en el pasado. Sustentó poderes hegemónicos y propició
imperios de riqueza en favor de unos cuantos.
-Pero también creó progreso. La humanidad avanzó durante un siglo lo que no pudo hacer en
cinco mil años de civilización.
-Pero también causó miseria, inclusive entre las propias naciones productoras. Millones de niños
murieron de hambre en el mundo.
-Considero, sin embargo, que ni el petróleo ni la energía nuclear son responsables del uso que les
demos nosotros. ¿Imagínate que hace dos millones de años nuestros ancestros hubiesen rechazado
el fuego porque "quemaba", porque incendiaba los bosques y su humo asfixiaba a los moradores
de las cuevas? En la actualidad seguiríamos en la condición de primates.
-Si el uso del petróleo lo manejara una comisión internacional, como un recurso de la humanidad
tan valioso como el oxígeno que respiramos.
-Buscaremos la forma de hacerlo. No te preocupes.
— Si neutralizamos la oleovita, ¿ustedes me ayudarán a terminar con el cielo oxidado de la ciudad
de los precaristas?
-Será el consejo quien decida. No creo que haya oposición. Es más, tú darías la fórmula sólo bajo
esa condición... ¿Para cuándo crees que ocurra eso, lo de la pintura de la pared?
—No tengo ningún cálculo al respecto. Pero ya me cuesta trabajo recordar algunas cosas. Será
mejor que vayamos al laboratorio y vaciemos la fórmula en la microcomputadora.
-Estás muy débil. Será mejor esperar a mañana. Además, recuerda lo del ahorro de la energía-, le
dijo Vanessa.
—No creo que un poco que gastemos de más sea un desperdicio, intervino Lobster.
En el pequeño laboratorio Juanito comenzó a dictarle a Lobster la fórmula. Vanessa estaba
sorprendida. Daba la impresión que el niño le estuviera dando una receta de cocina. En momentos,
Lobster tenía que pedirle que fuera más despacio, o bien le explicara algunos conceptos que no
alcanzaba a entender del todo.
Finalmente comenzaron a vaciar los datos en el microdisco de memoria. Juanito le dijo a Vanessa
que tenía hambre y ella se retiró a la cocina a prepararle una rica en¬salada de algas. Dispuso la
mesa y unos minutos después los llamó para cenar. Descorcharon una botella de vino pa¬ra
celebrarlo. La pareja estaba tan contenta que por momentos se olvidaron de que Juanito volvería
en cualquier momento a su condición de niño "normal". Y si quedaba nuevamente sordomudo.
No, Juanito les explicó que habían sido dos operaciones sin ninguna relación entre sí.
En el transcurso de la cena, Lobster seguía intrigado con algunos aspectos fundamentales de la
fórmula. Juanito se los planteó en forma muy simple, mientras le pedía a Vanessa un poco más de
ensalada e inclusive se atrevió a darle unos sorbitos a la copa de vino.
—Lo importante es conseguir la fusión del sodio y el cobalto para obtener un isotopo radiactivo
injertado. Este se coloca como rastreador en las moléculas del hidrocarburo para que a su paso
vaya desconectando las cadenas de la oleovita.
— ¡Un isotopo de sodio y cobalto! Jamás se nos hubiera ocurrido—, dijo Lobster.
—Quisiera conocer a fondo el proceso—, comenzó Vanessa intrigada.
—Es muy simple. El cobalto, como tú sabes, es el que se encarga de transmitir las señales de una a
otra célula. El sodio las recibe y las distribuye. Si los combinamos, se produce una retracción en
los circuitos. Esto lo realizó decenas de veces el hombre de blanco. Su excesiva desconfianza lo
llevó a crear el antídoto por si en un momento dado la oleovita pudiera escapar a su control.
—Tuvo en sus manos la solución a la crisis de energéticos y se mantuvo en silencio. Mientras la
civilización se paralizaba, señaló Vanessa.
—Pensaba también en las ambiciones de los imperios sus¬tentados en el petróleo. Quería un ser
humano más perfecto, más universal.
—Sí, una raza superior de máquinas biológicas que acabaría esclavizando al resto de la
humanidad.
CUARENTA Y CUATRO

VALERIANO PRESIDIÓ EL HOMENAJE póstumo de los bastoneros a Falco. Hubo propuestas


para edificarle una estatua y colocarla como un gran remate en la cúspide de su cuartel general en
el antiguo parque de la Lama.
El consejo supremo rechazó la iniciativa. No quería volver a los tiempos anteriores de antes,
cuando políticos y funcionarios eran glorificados como salvadores de la Patria.
En representación del presidente del consejo asistió el ministro Pascual Reyes Serrano. La urna
con las cenizas de Falco -mezcladas accidentalmente por el hornero oficial con las del coronel
Duran- fue trasladada desde el cuartel general de los bastoneros hasta el panteón de los héroes, un
viejo palacio de bellas artes en el centro de la ciudad adquirido en el pasado por una respetable
actriz de la época para coleccionar las cenizas de los políticos que habían sido sus amantes.
Millares de precaristas abrieron paso al cortejo fúnebre a lo largo de la avenida Insurgentes y
Paseo de la Reforma. Ese día se les dio doble ración de cápsulas de polen. Los saludos se
concentraron en el niño Juan Teruel que iba unos pasos atrás de los bastoneros que portaban la
urna con paso marcial. El ministro sintió algo muy cercano al terror cuando vio las muestras de
afecto dirigidas a quien llevaba encima el apellido más odiado y temido por los políticos en los
últimos cincuenta años. En unos días más tomaría posesión como presidente del consejo de
ministros y no sabía aún qué actitud debía asumir ante aquel niño de mirada apacible y
aparentemente inofensivo.
Mientras los oradores exaltaban la intachable honradez de Falco y cómo entregó su vida en un
apostolado por la seguridad pública, el ministro no quitaba la vista del sitio donde estaba el niño
Teruel. "Primero debo llegar al poder. Entonces habrá equilibrio de fuerzas entre él y yo.
¿Equilibrio? No, Pascual, no seas iluso. Este niño tiene el control de los bastoneros. Los
precaristas le sonríen y lo aclaman a su paso -en toda mi vida pública jamás había visto sonreír a
un precarista-, y además tiene el poder económico, como para sacudir el desarrollo del país con un
solo chasquido de dedos. Del otro lado estaré yo sin más fuerza que una banda presidencial
cruzada al pecho...”
José le hizo una señal a Valeriano para que redujera al mínimo la larga lista de oradores y pusiera
fin a esa farsa.
El ministro y ya virtual presidente del consejo sudaba copiosamente. Su cara regordeta y colorada
no podía contener resoplidos de miedo. Estaba en manos de un niño al que le había cambiado la
presidencia por una falsa moneda de oro negro y, además, le arrebató la plantación de nopales más
importante del país para asegurarle una vida tranquila y sin problemas económicos a su antecesor
en el poder.
Sus pensamientos seguían dando aletazos como una descontrolada mariposa negra en una jaula de
cristal. "El día en que este niño se entere del fraude, cuando Valeriano logre convencerlo del nulo
valor de los chapopotales, ese día va a ocurrir algo en este país".
En los siguientes días José visitó el antiguo complejo administrativo del monopolio estatal de
hidrocarburos en el suburbio de Tula.
Los edificios estaban en ruinas, pero no abandonados. Los antiguos empleados, viejos centenarios,
deambulaban por las instalaciones como almas en pena. Era la burocracia que había sobrevivido a'
la crisis. Nada tenían que hacer ahí, pero ahí estaban. Aferrados a una nómina que algunos
funcionarios menores mantenían vigente sobre la espalda del erario público. Su negocio consistía
en no borrar de las listas a los empleados que iban falleciendo.
Había inclusive un antiguo jefe de departamento de la gerencia de nuevos proyectos que no se
movió de su escritorio en cuarenta y siete años dos meses quince días sin hacer nada,
absolutamente nada. Se llamaba Seferino Bermúdez. La plaza la había comprado durante una
almoneda poco antes de producirse la crisis.
En realidad José era el primer extraño que cruzaba la puerta del complejo administrativo. Ya se
había avisado a los burócratas que el nuevo dueño era un niño caprichoso con ganas de jugar al
monopolio petrolero para no aburrir¬se.
Las figuras fantasmales estuvieron a recibirlo en la entra¬da del edificio principal. Bermúdez, al
enterarse del nombre, comenzó a remover recuerdos de historias ya olvida¬das. Fue hasta el niño
y después de abrazarlo le dijo que había conocido muy bien a su bisabuelo.
-Tenía tu misma cara, muchacho. Esta medalla que ves —le muestra la solapa de su viejo y
desteñido saco—, me la impuso él, Gonzalo Teruel; durante la ceremonia de inauguración de este
complejo administrativo.
—¿Y qué hacen todos ustedes aquí?-, le preguntó intrigado.
—¿Qué hacemos?—, respondió mientras volvía el rostro cubierto de arrugas sobre arrugas al resto
de sus compañeros—. Pues trabajamos.
—Pero, ¿en qué? Ya no hay producción. No hay obra. No hay nada que hacer. ¿Cómo es que
trabajan? —Somos burócratas—, le respondió con orgullo.
—¡No todos!-, saltó un hombrecillo que se consumía paulatinamente por la edad. Y se acercó para
tenderle la mano a José.
—¿Y usted qué hace?
-Me llamo Pablo Sánchez Castañeda. Soy científico. Ahora cuido los archivos...
El ahora se remontaba a los cuarenta años dedicado a limpiar el archivo, desde el tiempo en que
los políticos se creían tan infalibles que pusieron plumeros y escobas en manos de científicos y
técnicos. El tiempo en que cualquier problema se resolvía por decreto.
José recorrió el edificio principal. No necesitaba más. Ya se imaginaba el resto. Mandó pedir un
escritorio y se instaló en el vestíbulo. Las oficinas de la gerencia general estaban en el piso 57 y no
funcionaban los elevadores.
Los bastoneros comisionados tuvieron que utilizar helicópteros para bajar los archivos de la
gerencia. Hacía casi medio siglo que nadie se paraba por ahí.
Castañeda y Bermúdez se pusieron felices cuando José los nombró asesores de la gerencia. Les
pidió de inmediato que elaboraran un informe detallado sobre la situación de la empresa.
Castañeda se dedicó a buscar antiguos técnicos y laboratoristas. Una secretaria nonagenaria ya no
recordaba ni siquiera a qué se dedicaba el monopolio estatal cuando fue nombrada. Pero sí
evocaba con suspiros contenidos que su jefe inmediato era muy varonil, le enviaba flores y sabía
hacer muy bien el amor.
Varios centenares de precaristas fueron movilizados para limpiar los edificios administrativos.
Técnicos del cuartel general de bastoneros comenzaron a dejar en condiciones más o menos
aceptables los laboratorios para cuando llegaran los técnicos contratados en el extranjero.
Cuando José vio el informe preliminar, semanas después, no se dio por sorprendido. Todo estaba
convertido en chatarra. Algunos pozos seguían derramando crudo en ciertas zonas desérticas,
formándose pequeños lagos de chapopote. En ellos se comenzaría a trabajar. Consideró que
pasarían muchos años antes de que fuera necesario poner nuevamente en servicio el equipo de
perforación y explotación.
Seferino localizó documentos en los que José descubrió una terminología hasta entonces
desconocida para él, como eran las concesiones, los gastos imprevistos, presupuestos especiales
para estudios y proyectos que resultaban más generosos que la realización misma del trabajo,
contra¬tos muy onerosos a constructoras que resultaban ser propiedad de los mismos funcionarios
al frente del monopolio.
Un día llegó hasta él un hombrecillo con actitud prepotente, dando la impresión de ser el
verdadero dueño de aquel dinosaurio estatal:
—Soy el líder del sindicato. Hace cincuenta y siete años que no se revisa el contrato colectivo de
trabajo. Vengo a emplazar a huelga por violaciones. . .
CUARENTA Y CINCO

JUANITO SE IBA A DEAMBULAR todas las tarde» por el parque zoológico de la colonia
submarina. Gran parte del tiempo la pasaba frente a la jaula de los primates. Los observaba
detenidamente, seguía sus movimientos, sus reacciones, sus impulsos. El viejo gorila albino
parecía sonreír al verlo. En realidad casi podría decirse que se habían hecho buenos amigos.
El niño le hablaba como si aquel pudiera escucharlo, como cuando platicaba con Mob-il en la
refinería mediante difíciles movimientos de manos para interpretar chasquidos de labios y dientes.
O los indiferentes precaristas a quienes sólo preocupaban las cápsulas de polen y un pequeño
espacio vital que defender. Como ese viejo gorila que extendía su peluda mano a través de los
barrotes para recibir cacahuates que le arrojaban los chiquillos.
En momentos, al recordar la costa y el laboratorio del hombre de blanco, el niño pensaba hasta
qué punto había traicionado la memoria del científico al revelar a los hombres-peces los planes
que preparaba para el futuro. El hombre que le hizo hablar y oír, el hombre que con unos cuantos
impulsos eléctricos le transmitió, aunque fuera temporalmente, las amplias gamas del
conocimiento humano. Y luego, en un esfuerzo por llevar la luz a sus hermanos precaristas le
entregó la fórmula a Lobster, el hombre responsable indirectamente de la muerte de su amigo
José. ¿Hasta qué punto los hombres-peces cumplirían su palabra? ¿Hasta qué punto no intentarían
convertirse en árbitros y señores del mundo teniendo en sus manos la fórmula contra la oleovita?
Todo esto Juanito lo computó rápidamente en su cerebro antes de tomar la decisión de revelar la
forma de neutralizar la bacteria. Las colonias submarinas muy retiradas de la costa no tenían
yacimientos dentro de sus límites de aguas territoriales. Los imperios, aunque lentamente,
comenzaban a desarrollar avanzados procesos de tecnología nuclear, cambiando procesos
secundarios basados anteriormente en la petroquímica por sustitutos naturales. El caso, por
ejemplo, del nylon que fue relevado por la seda.
Consideró entonces que llegaría el momento en que el petróleo perdería importancia como
energético vital, para pasar a convertirse en una fuente de proteínas de consumo humano como lo
probó el hombre de blanco en el laboratorio. Alimentar estómagos en lugar de motores.
Vanessa entró al zoo y se dirigió hacia la sección de los primates. Sabía que ahí encontraría a
Juanito.
—Te traigo buenas noticias: el consejo aprobó por unanimidad crear una comisión técnica para
intentar romper el grillete atmosférico de tu ciudad. Se habló ya con el departamento ambiental del
imperio y dijo que no habría inconveniente, siempre y cuando no empujáramos la basura de
polución hacia su territorio. Reconocen que fue una estúpida decisión política del pasado y que no
tuvieron tiempo de corregir porque sobrevino la crisis.
De regreso a la zona comercial donde Lobster los esperaba en un pequeño restaurante cantonés
especializado en algas rosadas del Pacífico sur, Vanessa le preguntó a Juanito sobre la clase de
gente que gobernaba su país.
—No entiendo cuál sea la situación en general. Nunca conocí la nueva capital ni tuve trato con
políticos, salvo un viejo senador que vivía en un taxi abandonado y jugaba al ajedrez. El único
trato de los precaristas con la autoridad es con los bastoneros del comandante Falco. Más allá del
cinturón de miseria están las casas electrificadas donde viven los dueños de las promesas.
—¿Cómo es eso?—, le preguntó Vanessa mientras subían al colectivo que los llevaría al centro
comercial.
—Sí, familias de políticos que hicieron grandes fortunas repartiendo promesas al pueblo. Por eso
los precaristas ya no le creyeron a mi padre cuando éste les ofreció la luz.
—Te pregunto todo esto porque Fischer habló con un señor Pascual no se qué, presidente del
consejo de ministros. Costó mucho trabajo localizarlo en su oficina. Nunca estaba. Finalmente se
habló con él por el tvfón. Se le encontró en un restaurante. Parece que en tu país todos los
negocios públicos se resuelven en restaurantes.
—O en camas—, respondió Juanito. Por eso creo que en la antigua capital quebraron los
restaurantes al huir los políticos.
—Bueno, te decía -prepárate porque en la siguiente parada nos bajamos—, te decía que al
preguntarle Fischer si no habría problema de que un equipo técnico de la colonia entrara a su
territorio para limpiar la polución de la antigua capital, ese señor pidió examinar los proyectos, la
participación de empresas nacionales, de acuerdo con no sé qué ley, y el total del monto de la
operación porque el diez por ciento debería depositársele a su nombre en una cuenta bancaria de
Tokio... Mira, ya llegamos.
Se bajaron del colectivo y caminaron por secciones no¬dulares llenas de tiendas, pequeños cines
de pantallas tridicirculares y restaurantes.
Juanito iba muy pensativo recordaba las palabras del senador. Pero eso ya había ocurrido hacía
mucho tiempo atrás. ¿Cómo era posible que siguiera subsistiendo como sistema?
Vanessa lo sacó de sus cavilaciones.
—Le costó mucho trabajo a Fischer convencerlo de que se trataba de un proyecto de cooperación
internacional y que no existía de por medio ninguna finalidad de lucro. A lo sumo, le dijo, la única
ayuda que necesitamos es que nos permita utilizar un poco de sus basureros de chapopote...
Aquí es, ven. Busquemos una buena mesa mientras llega Lob.
Un capitán de meseros, de ojos rasgados y amplia sonrisa, los acompañó a una mesa del fondo.
Vanessa pidió un aperitivo y Juanito un jugo de néctar de lirio acuático.
—¿Sabes qué contestó después de soltar una carcajada?
-¿Qué?
-Pues que el gobierno había vendido a un niño aburrido todos los chapopotales para que se
dedicara a jugar haciendo pastelitos de lodo negro. ¡Te imaginas!
Lobster entró buscándolos. Vanessa le hizo una seña levantando la mano. Se dirigió hacia ellos, le
dio un beso a su esposa y le revolvió cariñosamente el pelo a Juanito.
—¿Ya le contaste lo que ocurrió?
—Sí, más o menos.
—Bueno. Ahora va la segunda parte. Por eso me tardé un poco en llegar. Localizamos al famoso
niño dueño de los chapopotales. Se ve muy maduro para su edad. Más o menos como tú. Escuchó
atentamente nuestro proyecto y me preguntó si contábamos entre nuestro equipo de científicos
expertos en bioquímica nutricional. Le dije que por supuesto, y aquí es donde entras tú, Vanessa.
—¿Un niño que juega con pasteles de chapopote te preguntó eso?
—Así es.
Juanito escuchaba pensativo. No lograba hacer que algunas piezas encajaran. Necesariamente
tendría que ser el hijo de un político o de los dueños de las promesas: Pero esa gente lo tiene todo.
¿Para qué preocuparse por la nutrición?
Lobster seguía hablando.
—Nos ofreció cuanto petróleo necesitáramos, siempre y cuando junto con la limpieza ambiental
cooperáramos en un programa para obtener alimentos en gran escala a partir de los hidrocarburos.
—¡Los pastelitos de chapopote!—, exclamó Vanessa.
"El hombre de blanco"—, pensó Juanito.
Después de comer, mientras Lobster daba sorbitos a su café sintético, les dijo:
-Y ahora, lo bueno. Hicimos una cita con él allá en su antigua capital. Salimos en dos días hacia la
costa. Ahí nos espera un helicóptero propiedad de ese niño que dijo llamarse, mira qué
coincidencia: Juan Teruel.
- ¡Igual que tú!-, le dijo Vanessa a Juanito.
El niño trataba de ubicar el nombre. Lo había leído en labios del senador cuando platicaba con su
padre en el taxi. Un apellido que el sólo mencionarlo hacía que el viejo legislador se exaltara y
gritara improperios.
Pero eso no era todo. Ese apellido era el que estaba en la placa inaugural de la refinería
abandonada.
-Por supuesto -le dijo Lobster a Juanito- tú irás con nosotros.
-Por supuesto, aprobó Vanessa con gusto.
CUARENTA Y SEIS

JOSÉ DESPIDIÓ A VALERIANO en el helipuerto para que fuera a la costa a recoger al grupo de
científicos. El iba a acompañarlo, pero desistió en último momento. No quería remover recuerdos
en aquella zona reducida a cenizas, donde murió su amigo. Además, el presidente del consejo,
zalamero, lo invitó a almorzar en el palacio de gobierno de la nueva capital. Algo traía ese hombre
entre manos y José quería ver de qué se trataba.
El presidente suspendió todas las audiencias y salió a recibir a José en la puerta del despacho. José
notó que ya no era el mismo hombre que conoció cuando Falco arreglaba lo de la sucesión. Ahora,
el ministro insignificante, desaliñado, se había transformado con la1 investidura del poder. Vestía
con elegancia y se le veía, inclusive, mucho más joven. José no entendía mucho de esas cosas,
pero él mismo se daba cuenta que era ya muy diferente a aquel chiquillo que un tiempo atrás había
salido huyendo de una plantación de esclavos.
Mientras almorzaban en el comedor privado anexo al despacho presidencial, Pascual Reyes
Serrano fue directamente al asunto:
—La anterior administración ha sido objeto de duras críticas por parte de los diferentes sectores,
por haberte vendido los yacimientos petroleros.
—Por qué, si usted mismo los había calificado como "basureros de chapopote" sin ningún tipo de
utilidad.
—Eso es lo que no entiendo. Si desde un principio sabías que no servían para nada, por qué
aceptaste la oferta. Bueno, eso ya no viene al caso. Lo importante ahora es que ha resurgido una
crisis de credibilidad hacia las instituciones
-Me habla usted, señor presidente, en un lenguaje muy antiguo. Cosas similares las he leído en la
biblioteca prohibida de mi abuelo.
-El creer o no en algo siempre permanece. Es un fenómeno de todas las épocas. En una palabra,
forma parte del hombre mismo.
—Al grano, señor presidente.
-Simple y sencillamente que la nación quiere rescatar esos recursos.
- ¿Recursos? ¡Pero si no tienen ningún valor! -En términos materiales, no; pero es algo simbólico.
Como el regreso de viejas y desgarradas banderas arrebatadas en combate por los invasores. ¿Me
entiendes?
—Sí, ¿pero de cuándo acá le nace a usted y a sus aduladores políticos el patriótico
sentimentalismo? ¿Por qué no se preocupan mejor de esos millones de precaristas que tienen
hacinados en la antigua capital?
-Ellos tienen justo lo que se merecen, bueno, es decir, lo que necesitan: alimento y seguridad
pública. Se les viste y se les dan los servicios crematorios. Todo gratuito. No necesitan más.
—Usted sabe cómo viven, si a eso se le puede llamar vivir.
—Nadie los llevó allí. Se les conminó a salir hace muchos años cuando se agotaron los recursos
naturales para hacer¬les llegar agua. Prefirieron adaptar sus organismos para satisfacer sus
necesidades con unas cuantas gotas. Lo importante ahora es esto del petróleo. Necesitamos que le
sea devuelta la confianza a nuestro anterior presidente o enfrentaremos otra crisis administrativa.
-Usted está aquí precisamente por haber negociado la concesión del petróleo. Creyó engañarme al
pedir a cambio de los chapopotales la plantación de nopales. Usted sabe lo que estoy buscando:
resolver el problema de millones de precaristas y cambiar esas malditas cápsulas por alimento rico
en proteínas.
—Eso puede hacerlo el gobierno. Tenemos los recursos. Y si no son suficientes podríamos
inclusive negociar créditos en el exterior...
— ¿Otra vez la historia?
-Ahora será diferente. Ningún imperio se dejará venir sobre nuestro petróleo como si fueran
moscas en un panal.
—Es que ya no hay panal.
-Pero sigue existiendo el hambre en el mundo. Además, prometo solemnemente, a nombre del
gobierno de la República, eliminar el cielo oxidado que envuelve tu ciudad.
Vamos, pensó José. Ya salió el motivo. Esto quiere decir que los hombres-peces hablaron antes
con él. Cuando vieron que el gobierno ya no tenía el petróleo, entonces me buscaron. ¿Serían ellos
los que realmente destruyeron la refinería? Falco juró que él nada tuvo que ver con la explosión.
¿Fue el hombre de blanco quien hizo volar todo cuando llegaron los helicópteros?
El presidente pensaba que Juan Teruel analizaba los pros y contras de la operación. Inclusive le
ofreció en un gesto magnánimo devolverle la isla del Caribe.
-¿Y si no acepto?-, preguntó José.
—Entonces tendré que desempolvar viejas leyes y confiscarte los yacimientos por ser de utilidad
pública...
—Entonces haré público cómo llegaron esos yacimientos a mis manos y enviaré mis inversiones
fuera del país. Usted conoce a los dueños de las promesas. Sus intereses no tienen nacionalidad.
Al ver mi decisión, escaparán con su dinero como siempre lo han hecho al ver los primeros
barruntos de tormenta.
La investidura se desplomó.
—En realidad, podríamos llegar a un acuerdo. Hay alguien de fuera que ofrece un proyecto para
limpiar la atmósfera de la antigua capital a cambio de un poquito de petróleo. No sé para qué les
va a servir el chapopote, pero todo eso representa inversiones. Y tú sabes que detrás de toda
inversión...
—Vienen los porcentajes.
—Digamos una pequeña cooperación para agilizar los trámites.
—Ahora entiendo por qué antes los políticos criticaban a los dueños de las promesas para llegar a
los cargos públicos y cuando los dejaban se iban a vivir a las mansiones electrificadas.
—La condición humana, muchacho.
José retiró su silla y se levantó.
—Usted y yo, señor presidente, hablamos diferente lenguaje. No quiero ningún trato. Vienen
técnicos extranjeros a retirar el cielo oxidado. Si trata de interferir, no como depositario de las
instituciones y la legalidad, sino como un político ambicioso, entonces actuaré sin ninguna
consideración.
Después de que José abandonó el despacho, el presidente se encerró y ordenó que no se le
molestara. Comenzó a pensar cómo un chiquillo le hablaba con esa insolencia a él, el presidente
del consejo de ministros. Recordó un principio que antiguamente era elemental en la política: "A
tu enemigo, primero busca convencerlo, después intenta comprarlo. Si no puedes obtener lo que
buscas de él, entonces elimínalo".
Cuando preguntó a los hombres-peces cómo eliminarían el cielo oxidado, Lobster le explicó a
grandes rasgos la forma en que empujarían un ciclón hasta la ciudad por el corredor de los vientos.
Pulsó un timbre y mandó llamar a su ministro de Obras Públicas quien antes de cinco minutos ya
se estaba reportando por la red.
- ¿Tenemos planos del sistema de drenaje de la antigua capital?
—No estoy seguro, señor, pero creo que sí hay algo de ello de las épocas anteriores al cambio de
sede de poderes.
-Quiero que los revises bien, los pongas en óptimas condiciones de servicio, los actualices con
fecha reciente y me los mandes en una carpeta. Los necesito lo más pronto posible.
CUARENTA Y SIETE
JUANITO NUNCA IMAGINÓ poder algún día ver a su ciudad desde esa altura, desde el cielo
oxidado, sin haberse convertido previamente en humo. Con razón no podía hablar con sus padres.
¿Cómo iban a localizarlo entre aquel hormiguero humano?
El helicóptero realizó varios giros sobre el centro de la ciudad. Mientras Vanessa observaba
asombrada aquel increíble espectáculo cuya realidad rebasaba todo lo que había leído o
escuchado, Lobster veía la espesa capa de polución fosilizada y con el pulgar iba enviando
impulsos en código a su libreta de apuntes electrónica.
El niño precarista que regresaba a casa, a sus quicios y descansos de escalera, ya no era el mismo
que salió un día a buscar la luz de las estrellas. Había recuperado a sus padres en Lob y Van, como
les decía cariñosamente, aunque sintiera que por algún agujerito de la memoria se le iban
escapando los impulsos eléctricos de la computadora del hombre de blanco.
- ¡Mira, ahí está todavía el taxi del senador!-, le gritó a Vanessa.
Valeriano sintió una sacudida instantánea que repercutió en un movimiento brusco de los
controles del aparato que piloteaba.
¿Quién era este niño que hablaba con tanta familiaridad del senador sin nombre? No era un niño-
pez, como creyó en un principio. ¡Era un precarista! No, no era posible. Lo había escuchado
durante el trayecto de la costa. Un niño precarista no podía ser tan inteligente. Pero, entonces,
¿cómo conoció al senador?
El comandante de los bastoneros optó por hacer a un lado las conjeturas y enfiló hacia la mansión
de los Teruel. Tenía instrucciones de instalarlos cómodamente en la casa de visitas, en tanto José
regresaba de la nueva capital a donde había ido a poner en claro una situación con Reyes Serrano.
Para una familia acostumbrada a vivir en el espacio justo de los nódulos habitacionales de la
colonia submarina, con comodidad, pero sin desperdicio, aquella enorme mansión le pareció un
absurdo al matrimonio visitante.
-Es inconcebible que sea sólo un niño el que viva aquí, mientras allá en eso que acabamos de ver,
se encuentren millones de seres humanos disputándose cada metro cuadrado de espacio—, le
susurró Vanessa a Lob mientras Valeriano les mostraba las habitaciones.
-Hay muchas cosas inconcebibles en el mundo de los hombres de tierra, Van. Sin embargo,
nuestra misión aquí es muy concreta y no debemos extralimitar nuestras funciones.
—Lo que no entiendo es cómo tanta riqueza y poder estén en manos de un niño…
-Ambos pueden ser hereditarios. Recuerda los niños reyes del pasado. Me
—O los reyes niños, Lob. Aquellos que jugaron con el poder y la política armando y desarmando
piezas. Y finalmente destruyéndolas cuando comenzaban a bostezar de aburrimiento. Jugaban a
ser importantes.
Ya estaban solos, en una habitación tan grande como la sala de juntas del laboratorio central.
Desde la terraza se veían al fondo los jardines espaciosos y el rosedal sin fin de la mansión.
Juanito fue instalado en una habitación en el ala norte de la casa. Había oído hablar mucho de
estas mansiones electrificadas. Sabía que en ellas vivían los dueños de las promesas, pero su
imaginación también se había quedado corta. Tembló cuando Valeriano, al recogerlos en la costa,
se había presentado como comandante de los bastoneros. ¿Y Falco? ¿Qué habría pasado con él?
No se atrevió a preguntarlo.
Desde la ventana de su habitación Juanito vio pasar el helicóptero rojo tipo deportivo de José.
Llegaba justo a tiempo para darse un baño y bajar al comedor donde recibiría a sus invitados.
Una hora después Lobster, Vanessa y Juanito seguían a Valeriano a través de los jardines hacia la
casa principal. Juanito tuvo el impulso de cortar una rosa para írsela comiendo por el camino, pero
hasta en eso había cambiado. Los nutrientes de Vanessa aplicados en las ensaladas de algas
marinas habían alterado su metabolismo intestinal.
Al cruzar la puerta del comedor donde había una mesa de sobria elegancia dispuesta para seis
personas y donde se veía la mano de la antigua servidumbre de la casa que por años había
permanecido con la familia, Valeriano ordenó al mayordomo que sirviera un aperitivo mientras él
subía a avisar a Teruel que ya estaban ahí.
Durante los minutos de espera, Lobster repasó mentalmente sus análisis sobre el cielo oxidado. No
habría problema si los sistemas de desagüe en la ciudad funcionaban normalmente. Eso ya
dependería de los informes oficiales que obtuviera con las autoridades gubernamentales. Vanessa
veía los muebles tallados en finas maderas y los candiles de grandes prismas de cristal cortado con
luz integrada. Juanito estaba absorto observando una fotografía amplificada de una joven y
hermosa mujer, casi una niña.
En ese momento Valeriano abrió la puerta y entró José con cara seria, circunspecta. No sabía con
qué clase de gente se iba a encontrar.
Los dos niños se vieron a los ojos de uno a otro extremo del comedor y antes de que Valeriano
hiciera las presentaciones formales, corrieron a encontrarse gritando de alegría.
— ¡Juan!
— ¡José!
Se abrazaron, rieron, lloraron, saltaron, mientras Lob y Vanessa, así como Valeriano los veían
descontrolados. “¡Estás vivo!" "¡Puedes hablar, y oír!", se gritaban.
En el transcurso de la comida los chiquillos intercambiaron sus respectivas experiencias durante la
destrucción de la refinería.
—Yo escuchaba el piano...
-Yo cortaba frutos...
Juanito le dijo que Vanessa y Lobster eran sus padres adoptivos.
-El mío murió en una explosión... Te acuerdas de Falco?
La expresión de Juanito se volvió sombría. Arrojó la servilleta sobre la mesa y salió corriendo del
comedor. José fue tras él. Los mayores decidieron esperar.
-Es mejor que ellos resuelvan sus problemas-, comentó Lobster.
Valeriano ya había comenzado a atar cabos. Después de todo, seguía siendo policía.
José alcanzó a su amigo casi en la puerta de la mansión.
-¿A dónde vas?
—Allá abajo, con los míos.
—Los tuyos están acá arriba.
—Ellos no son de tierra.
-No me refiero a los hombres peces. Te hablo de los dueños de las promesas.
Juanito se detuvo y extrañado volvió la cara y arrojó una mirada cargada de interrogantes sobre los
ojos de José.
—No te entiendo.
-Hay cosas que no te podía decir en el comedor. Ven. Vamos a donde podamos hablar solos, le
dijo al ver a los ayudantes de Valeriano que tenían instrucciones de protegerlo discretamente, a
cierta distancia. Regresaron a la mansión y entraron a la antigua zona prohibida de la biblioteca.
José le mostró las grandes fotografías de la familia, desde el primer Teruel hasta el último que
murió asesinado.
-Bueno, no era el último. Había otro más al que Falco se dedicó a buscar durante diez años, es
decir, desde el momento en que supo que había nacido entre precaristas.
-Como aquel Herodes de la mitología cristiana que se dedicó a perseguir al Mesías…
-Pero no para matarlo sino para quedarse con la inmensa fortuna de la familia, convirtiéndose en
el tutor del niño.
Juanito veía los libros viejos, carcomidos, al grado que temió tocarlos para evitar que se le
hicieran polvo entre las manos. José continuó.
-Falco se enteró que ese niño huyó de la plantación de los hombres de negro y fue por él hasta la
refinería.
-¡Era Falco el del helicóptero!
-Sí, era él.
-¿Y murió en la explosión del segundo aparato que hizo estallar el hombre de blanco?
-No. Esa es otra historia. Falco logró su objetivo. Nada más que se equivocó en un pequeño
detalle: el niño que atrapó cortando frutos no era el que buscaba. ¡El verdadero estaba dentro
tratando de escuchar ese maldito piano de cola!
-¡Por Júpiter!-, exclamó. Juanito quien ya había aprendido expresiones de asombro de los
hombres-peces.
-Yo creí que Falco iba a matarte. Había sido un perseguidor implacable de tus padres. Así que
decidí ocupar tu lugar. Después se vino esa horrible explosión. Y entonces comencé a
preocuparme por mi propia vida, si Falco descubría que yo era un impostor.
-Entonces... Mi padre no era un precarista y se llamaba JuanTeruel.
-No. El apellido pertenecía a tu madre…
-¡La fotografía del comedor!
-Era ella… ¿No viste sus ojos? Son los tuyos. Y todo esto también. Lo único que hice fue
guardártelo. ¡Lo importante ahora es que estás vivo!
-¡Lo importante es que estamos vivos!
CUARENTA Y OCHO

LOBSTER OBSERVABA A TRAVÉS de los grandes ventanales del estudio los jardines de la
mansión. Vanessa se paseaba de un lado para otro, mientras los niños permanecían sentados junto
al amplio escritorio que había pertenecido a Gonzalo Teruel III.
Ninguno hablaba, pero en la mente de todos había una pregunta concreta: ¿qué hacer?
Aprovecharon esa tarde en que Valeriano fue al cuartel general a supervisar un envío de cápsulas
de polen. Para entonces, José le había explicado el motivo por el cual su amigo se levantó de la
mesa. Creía que Falco era el responsable de la destrucción de la refinería, le dijo
Valeriano lo aceptó, pero José estaba seguro que partió de la mansión no muy convencido del
todo. En efecto, durante el trayecto hacia la ciudad, el jefe de los bastoneros sabía que en esto
había algo extraño. El también fue un precarista. Estaba en el servicio desde mucho antes que
Falco se encumbrara. Tenía un enfermizo sentido de la lealtad y por ello siempre se había quedado
en los cuadros intermedios de la corporación policíaca. Aunado a ello, estaba el respeto, el cariño
y un sentido de amor paternal hacia ese niño que llegó a revolucionar el cuerpo de bastoneros.
Pero, ¿ese niño era realmente el heredero de la familia Teruel? ¿Lo sabía Falco? ¿Qué hacía con
una bomba en su despacho la noche que murió? ¿Para quién la estaba preparando? Y los ojos de
ese niño recién llegado que podría ju¬rar haberlos visto en alguna parte.
Lobster fue hasta el escritorio:
-Ustedes tendrán que decir finalmente, pero mi opinión es seguir adelante con el proyecto.
—Vanessa vio a Juanito.
-Yo vine aquí a resolver un problema concreto: limpiar el cielo oxidado de la ciudad-, dijo el niño.
José no se atrevía a hablar. Se sentía incómodo, avergonzado. Estaba seguro de que no había otro
camino, pero se consideraba el menos indicado para decirlo. Dudaba inclusive si Lobster y
Vanessa hubiesen creído la versión sobre Falco. De Juanito no tenía ninguna duda. Ambos se
conocían lo suficiente.
Lobster insistió:
-Desconozco los procedimientos legales en este país, pero lo que sí es un hecho, ni duda cabe, es
el interés de los políticos por el petróleo. Saben que es posible, aunque aún no tienen ni la más
remota idea del cómo, rescatar algún tipo de alimento de los chapopotales. Si Juanito se presenta
como el verdadero sucesor de todo esto, el primer paso de las gentes en el gobierno será volver a
retener los bienes y a exigir pruebas contundentes, definitivas, del nuevo presunto heredero. Esta
vez no van a permitir otro engaño, como lo hizo Falco, independientemente de que pudieran
además ejercer acción penal contra José por impostor.
-¡Eso nunca!-, gritó Juanito levantándose de un salto-. Yo soy precarista. No acepto, no quiero ser
dueño de las promesas. Si yo estuviera en posesión de esto, el primer paso que daría sería buscar
la forma de retribuirlo a sus verdaderos dueños: los precaristas. No quiero manchar mis manos con
una fortuna acumulada en el cieno de la política mediante la extorsión, el robo, el chantaje, la
corrupción, la mentira e inclusive hasta el asesinato.
Ante esta posición definitiva, José también se decidió a hablar.
-Cuando murió Falco y de pronto me vi dueño absoluto de esta riqueza, vine a sentarme justo en
este escritorio, aquí, ante las fotografías de tus antecesores. Entonces me dije: ¿Qué haría Juan si
estuviese aquí sentado?
Juanito le da un golpe cariñoso en el hombro
--Exactamente lo que haces ahora-, y volviendo hacia Lobster-: Si esto va a regresar a sus dueños,
¿tiene algún sentido que sea yo o él quien lo haga?
-Sí ¿tiene algún caso?-, preguntó José. -Ninguno. Así es que adelante-, dijo Lobster-. Sin embargo
hay algo que todavía no sabes, José.
El niño le vio a los ojos, como si se extrañara de que aun hubiera alguna duda pendiente.
-El petróleo no sólo servirá para producir alimento, es más ya ni siquiera serán necesarios los
filtros que buscas. En una palabra, el peligro de la oleovita ha desaparecido, es decir, tenemos la
fórmula para eliminarla. El petróleo volverá a ser el poderoso energético del siglo XX.
-Me da terror el solo pensarlo-, señaló José después de unos segundos de reflexivo silencio.
-A nosotros también-, dijo Lobster suspirando-. Si esto cae nuevamente en manos de los políticos
o de los que, como ustedes les llaman, los dueños de las promesas, volveremos a lo de antes, a lo
de siempre.
-Dijiste tenemos la fórmula, ¿quiénes?-, pregunto José.
-Nosotros dos, Juanito y yo. A los científicos de mi colonia sólo les entregamos parte, no toda la
fórmula, hasta terminar con el programa aquí de limpiar la ciudad.
- ¿Y después?
-No sabemos aún. No somos productores allá en el fondo del mar. Los políticos de mi colonia
buscarían la forma de negociarla ventajosamente. Pero nosotros no queremos eso. Ya Juan y yo lo
hemos hablado mucho. Un solo país productor crecería a nivel de potencia y de ahí sólo habría un
paso para establecer un nuevo imperio hegemónico.
Vanessa interviene.
-Y esto sólo podría ser utilizado por los países de avanzada tecnología nuclear. Los productores
que no lograron dar el salto hacia el desarrollo, tuvieron un retroceso mas impactante a partir de la
crisis provocada por la oleovita.
José parecía muy confundido ante este nuevo giro de la situación. El sólo quería mejorar la dieta
alimenticia de su pueblo a partir de las proteínas del petróleo. Si los políticos se enteraban,
cualquier pretexto sería suficiente para recuperar los chapopotales. Inclusive inventarían nuevas
leyes o buscarían la forma de eliminarlo.
-Eso no ocurrirá mientras nosotros tengamos la fórmula-, dijo Lobster tratando de tranquilizarlo.
-¿Entonces?-, preguntó Juan.
-Vamos a poner en marcha el proyecto para limpiar la atmósfera. Quiero ver las instalaciones del
complejo de Tula. Ahí estableceremos el centro de operaciones. Montaremos un laboratorio y
traeremos de la colonia el equipo necesario.
-¿Y las gentes del gobierno?-, preguntó Vanessa.
-Mientras crean que trabajamos en el programa de alimentos y en la limpieza de la atmósfera, no
intervendrán. No en tanto no terminemos-, dijo Lobster.
Le pidió a José que le prepara una serie de entrevistas con técnicos del gobierno para conocer las
características del corredor de los vientos, la altura de las zonas montañosas con el nivel del mar y
un estudio completo sobre la ciudad.
-Tendré todo preparado-, dijo José-. Mañana temprano salimos hacia el complejo de Tula para
ponernos a trabajar de inmediato.
Vanessa y Lobster se fueron a sus habitaciones, mientras José llevó a Juanito a recorrer la mansión
y después lo dejó sólo en el comedor ante el retrato amplificado de su madre.
CUARENTA Y NUEVE

EL PRESIDENTE MANDÓ LLAMAR a Valeriano. El pretexto era muy simple: la dotación de


los nuevos uniformes para el cuerpo de bastoneros. Valeriano lo sabía, desde el momento en que
lo introdujeron directamente a su despacho sin tener que pasar por las somnolientas horas de
antesala.
Después de firmar la orden dirigida al director de la fábrica de ropa del Estado, el presidente le
comentó: -No sólo te he mandado llamar para esto.
—Lo sé, señor presidente.
—Necesito que mantengas estrecha vigilancia con los extranjeros. Cada paso, cada movimiento,
cada comentario. Todo lo que hagan. Tú sabes, debemos cuidar nuestra soberanía. El plan de
Teruel es muy positivo para el país. Pero no olvidemos de que es un niño y pudiera caer en una
trampa.
Valeriano sabía hacia dónde iba el presidente, sabía de su interés por hacer a un lado a Teruel y
volver a convertir los chapopotales en un monopolio del Estado.
-Esta gente viene a romper con el bloqueo atmosférico de la ciudad-, le dijo al presidente.
- ¿Nada más? Sin recibir nada a cambio, me parece sospechoso.
-Sospechoso aquí, señor, donde estamos acostumbrados a quedarnos hasta con el polvo de los
zapatos si alguien da un paso. Ellos tienen una deuda contraída con el niño que vino con ellos.
Parece que les ayudó a resolver un problema en su colonia. Ahora quieren retribuir el favor.
—Y llevarse el petróleo para resolver el problema de alimentos en su colonia...
-Ellos no tienen ese tipo de problemas. El mar los dota de todo lo necesario.
—¿Y por qué entonces el interés en nuestro petróleo?
—Necesitan algunos de sus componentes para abrir nuevamente el corredor de los vientos.
—Esos componentes se llaman... ¡energía! —No lo sé, señor presidente. Pero de algo sí estoy
seguro: están actuando de buena fe.
—¿Sabes Valeriano que yo podría hacerte inmensamente rico... o con una simple orden hacerte
volver a tus orígenes de precarista?
—Lo sé, señor.
—Entonces, ¿estás dispuesto a cooperar conmigo?
—Como jefe de bastoneros soy fiel a las instituciones que usted representa: pero como Valeriano
Rodríguez, soy dueño de mis actos y actúo de acuerdo a un principio de conciencia.
—Cuando se sirve a las instituciones la entrega es total, absoluta.
—A las instituciones, señor presidente, pero no a los intereses personales de quienes las manejan.
—¿Qué tratas de decir?
—Que usted llegó a este puesto público no para servir a las instituciones, sino para servirse de
ellas. Usted compró el cargo creyendo haber engañado a un niño. Se lo cambió por un falso oro
negro que el gobierno había desechado por inservible. Y ahora quiere recuperarlo porque cree que
puede negociar con él a través de los alimentos.
-Nadie se ha atrevido a hablarme así, aquí, en mi propio despacho.
Eso lo sabía muy bien Valeriano. Pero no le importaba ahora poner en juego su vida con tal de
proteger a esos dos niños que habían comenzado a trabajar intensamente para llevarles la luz a los
precaristas. Comprendió quién era el verdadero Teruel al sorprender a Juanito embelesado ante el
retrato de su madre en el comedor. Pero él, como el otro niño, tenía un objetivo que iba más allá
de meros intereses materiales.
-Nadie le ha hablado así, señor presidente, porque nadie sabe cómo llegó usted a esa silla que
ahora ocupa.
—¿Sabes que te puedo mandar ejecutar por insubordinación?
—Lo sé. Pero también sé que usted no prolongaría ni un minuto siquiera su estancia en el poder
después de mi muerte. Juan Teruel no lo permitiría.
—¡Juan Teruel! Tanto tú como yo sabemos que es un farsante, un usurpador.
—Usted firmó todos los documentos de la sucesión. Usted se quedó con la isla del Caribe.
-Y, ¿si le ocurriera algo a ese muchacho?
—¿Un atentado?
—No estoy afirmando nada. Eres tú quien lo dice.
—Las pruebas están depositadas en cajas de seguridad. Hay instrucciones de hacerlas llegar a los
miembros del consejo si algo le ocurriera. Más de uno de los ministros se disgustaría mucho de
ver cómo le arrebató usted la posibilidad de llegar a la presidencia.
Reyes Serrano perdió toda su impostura. Volvió a su insignificante posición de cuando era
ministro. Se levantó de la silla y comenzó a pasearse preocupado por el despacho. Valeriano
respiró tranquilo. Los rugidos del león se volvieron simples maullidos de un gato de azotea.
—No pido mucho, Valeriano. Simplemente que Juan Teruel me dé participación en el negocio y
que no me humille públicamente.
—Participación no se la aseguro, porque le repito esto no es un negocio. Pero creo que Juan se
encargará de invitarlo a poner en marcha el programa y a declarar públicamente que todo esto es
obra de su gobierno si con eso usted ya nos deja trabajar tranquilos. Usted pasará a la historia
como uno de esos tantos salvadores de la patria de que hemos padecido.
Al parecer no había otra alternativa. Era uno de esos momentos en que los políticos se ven
atrapados en su propia trampa.
Cuando se quedó solo en su gran despacho oval, el presidente gimoteó humillado.
Ya no eran los tiempos en que la máxima investidura del país se subastaba al mejor postor.
Ni tampoco la primera vez que un presidente se encerrara en el despacho de Palacio a llorar su
impotencia.
CINCUENTA

LOS TRABAJOS DEL PROGRAMA fueron puestos en marcha por el presidente del consejo de
ministros después de un recorrido por las instalaciones del complejo de Tula, donde los burócratas
que hacía medio siglo no veían un jefe de Estado, lo aclamaban desde las ventanas de los
edificios. Estrechó sonriente las manos de los técnicos y científicos llegados de la colonia
submarina.
En el salón de consejos hubo una reunión de trabajo donde Lobster explicó al presidente y sus
ministros la parte técnica del proyecto. Se colocaría equipo especial en estaciones a lo largo del
corredor de los vientos y después de bombardear con partículas ionizadas la biósfera, se atraería
un ciclón hacia la costa y se le guiaría a través de las estaciones intermedias hasta la ciudad de
México.
—Entonces, como le expliqué en anteriores audiencias, señor presidente, caerán lluvias
torrenciales durante varios días sobre la ciudad. Para entonces ya deberán haberse tomado todas
las medidas de seguridad y alertar a la población civil, dijo Lobster en un breve discurso.
El ministro de Obras Públicas, que estaba sentado en un extremo de la mesa, captó una extraña
aunque casi imperceptible sonrisa en los labios de su jefe de gobierno.
Seis semanas después de esta reunión, el cielo oxidado de la ciudad comenzó poco a poco a
ponerse negro, como la noche, negro como los chapopotales de la costa.
Una inquietud se posesionó dé millones de precaristas al ver cómo se iba corriendo aquella
mancha de negrura en la amarillenta bóveda celeste. Millones de cabezas' con un terror a lo
desconocido reflejado en sus dilatadas pupilas. Valeriano Rodríguez, al frente de sus bastoneros,
trataba inútilmente de advertir a la población sobre el fenómeno que estaba a punto de producirse.
Los precaristas no entendían. Para ellos sólo existía el tañir de las campanas de Catedral
anunciándoles la hora del alimento en cápsulas de polen, y el humo de los crematorios que les
recordaba la muerte.
Juanito y José no tuvieron tiempo de recorrer las calles de la ciudad para hablar con sus amigos los
precaristas. Estaban absortos en los trabajos del programa, principalmente Juanito quien
comenzaba a olvidar ya inclusive simples fórmulas matemáticas.
Los burócratas del complejo de Tula, que unas semanas atrás habían vitoreado al presidente,
culpaban al gobierno de robarse los ya de por sí exiguos rayos de luz que se filtraban a través del
cielo oxidado. Un hombrecillo, con un contrato de trabajo sin firmar en su portafolios, los
conminaba a ir a un paro general porque las concesiones de la obra no se le habían entregado al
sindicato de acuerdo con anteriores contratos.
Una preocupación atormentaba a Valeriano y era el sacar a los seguidores de la luz de las
catacumbas del metro.
Lobster se lo había anticipado durante una de las reuniones en la sala de consejos:
—El huracán va a cruzar de lleno la ciudad. Habrá lluvias torrenciales y vientos de ciento ochenta
kilómetros por hora.
- ¡Imposible!—, exclamó en esa ocasión el doctor Sánchez Castañeda. El anciano aún creía que
los ciclones se formaban en alta mar y vagaban libremente por el golfo, entraban a tierra por algún
punto dejando a su paso la destrucción y la muerte hasta diluirse en la sierra. No sabía que los
ciclones ya podían ser desviados y proyectados hacia cualquier punto, inclusive para aprovechar
sus lluvias en las zonas desérticas o para crearle problemas a los vecinos del continente que no se
ceñían a los mandatos del imperio.
Lobster se lo explicó en detalle, como si le estuviera hablando de cohetería espacial al jefe de la
oficina de patentes de Nueva York que a fines del siglo XX decidió cerrarla "porque ya nada había
que inventar".
—Estamos instalando estaciones en puntos claves entre la costa y la ciudad a través del corredor
natural para bombardear partículas e ir encauzando el meteoro. Algo así como limpiar una tubería
tapada mediante inyección de aire a altas presiones.
Pero esto no lo sabían los precaristas cuando comenzaron a sentir las rachas de viento huracanado.
No se había producido tanta alarma en la ciudad desde el gran terremoto del 2017 que propició la
instalación apresurada de los hornos crematorios para evitar una epidemia.
Los bastoneros tuvieron que echar mano nuevamente de sus armas eléctricas para obligar a los
seguidores de la luz a salir de las catacumbas del metro. Pero casi no había espacios libres fuera.
Los precaristas buscaban refugio y se cubrían del viento entre sí con sus propios cuerpos. Muchos
niños fueron arrancados de los brazos de sus madres y estrellados por la fuerza de la ventisca
contra las paredes de los viejos edificios.
Lobster, desde una de las estaciones en la costa había ya recibido el mensaje de la plataforma
móvil de que el ciclón había sido ya encauzado hacia el punto previsto. Entonces el bombardeo de
partículas se inició como una sincronizada batería de artillería lanzando sus obuses en sucesión
geométrica.
En el laboratorio central Juanito recibió una llamada de angustia desde el cuartel de los
bastoneros. Valeriano y sus hombres estaban atrapados por la muchedumbre enloquecida en las
catacumbas del metro. Pidió que le pasaran la llamada al privado de Lobster y corrió a checar los
planos que les había enviado el ministro de Obras Públicas. Necesitaba encontrar una salida rápida
para que Valeriano pudiera evacuar a los seguidores de la luz. La encontró en un punto a
doscientos metros de donde estaba el jefe de los bastoneros. Era una rectificación de la ruta
cuando los constructores tuvieron que volver a trazar el túnel al encontrar las ruinas de un templo
azteca que los antropólogos habían buscado inútilmente.
Juanito envió los datos al cuartel central para ser retransmitidos de ahí a Valeriano a través de
monitores portátiles. Iba a enrollar nuevamente el plano cuando algo le llamó la atención. La fecha
era muy reciente y estaba sobreencimada en una fotocopia del plano original. El sabía
perfectamente bien que el gobierno centralizado en la nueva capital jamás se había preocupado por
levantar planos, y menos de drenaje profundo, de la antigua capital desde el momento en que la
abandonaron a su suerte. Sólo se habían hecho drenajes superficiales para sacar la poca agua que
consumían los precaristas, que en gran parte se filtraba al subsuelo.
El niño corrió hacia el laboratorio central para localizar a José. Ni siquiera se detuvo cuando
encontró a Vanessa que, radiante de felicidad quería anunciarle que su equipo de técnicos ya había
logrado eliminar el aminoácido prebiótico de la oleovita y ya estaban obteniendo proteína pura.
Vanessa fue tras él al laboratorio donde José observaba el proceso a un lado de los científicos
coordinados con Lobster en la costa.
-¡El ciclón cruzó ya la costa!-, les gritó José al verlos entrar.
Juanito se puso lívido. Vanessa le preguntó preocupada: -¿Pasa algo malo?
-¡Lo peor! ¡Hay que detenerlo! Comunícame con Lobster-, le dijo al radioperador.
Desde el otro lado de la línea contestó Lobster eufórico.
-¡Lo logramos, lo logramos! ¡Les envío a nuestro amigo con un afectuoso saludo para todos!
¡Por Júpiter!-, exclamó Juanito-. ¡Tenemos que des¬viarlo!
-No te entiendo. ¿Qué pasa?-, gritó Lobster. En el laboratorio había un silencio sepulcral. Las
manos de Juanito temblaban y su voz tenía un timbre de angustia.
-¡La ciudad está en peligro!, le gritó a Lobster.
Desde el otro lado de la línea Lobster trató de calmarlo.
-Está calculada la velocidad del viento y el volumen de la descarga de agua. Inclusive
aumentamos ligeramente la fuerza de los vientos para eliminar hasta la última partícula de
polución fosilizada.
-El sistema de drenaje de la ciudad está obstruido desde hace casi cincuenta años. ¡No hay salidas
para el agua!
Se hizo un vacío de silencio. En el laboratorio todos se veían unos a otros azorados. Juanito
golpeaba el monitor.
-¿Me escuchas, Lobster? ¡Hay que parar todo esto! . . .
—Programamos a la computadora de acuerdo con los mapas del sistema de drenaje . . .
-¡Esos mapas son de hace medio siglo!-, le gritó Juanito desesperado. ¡Hay que hacer algo!
La voz de Lobster se escuchó nerviosa, entrecortada: —Entiendo lo que tratas de decirme. La
respuesta es negativo, negativo. Todas las rastreadoras están conectadas en control de tiempo
automático. Imposible detenerlo.
-¡Podemos desviarlo!
—Ya no hay tiempo. Se inició el proceso de aceleración. Necesitaríamos reprogramar las
computadoras. Insisto, no hay tiempo. El ciclón cruzará la ciudad en… 3 horas 47 minutos.
Valeriano se abrió paso violentamente entre una asustada multitud que intentaba a su vez entrar a
las catacumbas para protegerse de la lluvia que iba en aumento cada vez más. Encontró la salida
señalada por Juanito y trató de sacar por ahí a los seguidores de la luz, pero fuera todo era
desorden y confusión. La gente estaba enloquecida por el pánico.
Impotente y con gritos de frustración, el jefe de los bastoneros ordenó a sus hombres retirarse a
discreción. Huir, retroceder, avanzar, daba lo mismo. Todo iba a ninguna parte. Chocaban con
oleadas humanas, o muros cerrados de cuerpos que se apiñaban unos a otros tratando de
protegerse. En el cielo se veía el resplandor de las descargas eléctricas. Valeriano sintió de pronto
que en su huida ya no pisaba suelo firme, sino que caminaba sobre una alfombra de cuerpos
humanos con plastas de sangre y lodo. Muchos de ellos pertenecían a los seguidores de la luz que
al ver los relámpagos en el cielo se arrojaron de hinojos al suelo para morir pisoteados.
En el laboratorio de Tula Juanito se encerró en un cubículo para tratar de remover hasta la última
de sus neuronas, tratar de rescatar el último chispazo del genio inoculado por el hombre de blanco
a través de impulsos eléctricos. Pero ya todo era inútil. Volvía a ser el niño de antes, el de siempre
hasta antes de la operación. A través de los cristales Vanessa veía la angustia reflejada en el rostro
del niño y cómo se iba rindiendo ante lo inevitable.
José hablaba con los científicos pidiéndoles, exigiéndoles hacer algo. La respuesta era simple,
obvia, desalentadora y coincidente en todos ellos:
-Una vez desatadas, nada podemos hacer contra las fuerzas de la naturaleza.
— ¿Y si se intenta desconectar las estaciones?—, les preguntó.
-Aun cuando esa fuera la solución, ya no habría tiempo. Y ningún helicóptero podría despegar con
este viento. Sólo nos queda esperar que el huracán logre cruzar la cordillera que rodea el Valle de
México.
El meteorologista comentó desalentado:
-Ni esa posibilidad tenemos. La trayectoria fue programada a la menor altura para, como dijo
Lobster, barrer hasta los últimos residuos de polución. Había instrucciones de no fracasar.
José fue hasta donde estaba su amigo. Lo encontró en el momento que salía del cubículo. Gruesas
lágrimas resbalaban por sus mejillas.
-¿No hay nada qué hacer, verdad?-, le preguntó.
Nada, Absolutamente nada, Ni siquiera la posibilidad de una evacuación.
Creo que debemos avisar al presidente, -dijo José.
Hemos cometido un error imperdonable-, dijo Vanessa entre sollozos.
-El error no es nuestro. Vengan conmigo-, les dijo Juan mientras los conducía al privado de
Lobster donde les mostró el plano enviado por el gobierno central.
-¡Un genocidio! , exclamó Vanessa—. ¡Y nosotros fuimos los ejecutores!
José corrió hacia el panel de comunicaciones. Pidió línea directa e inmediata con el despacho
presidencial en la nueva capital.
Una voz que no era la del jefe de Estado contestó del otro lado.
—Habla un capitán ayudante. Siento informarles que el señor presidente se acaba de suicidar con
un tiro en la cabeza…
El radioperador los interrumpió:
—Escucho una señal muy débil cerca de la costa…
-Es Lobster-, gritó Vanessa, olvidándose momentáneamente del anuncio llegado del despacho
presidencial.
—No, no viene de la costa. Parece que es su helicóptero. ¡Silencio, por favor!—, les pidió el
operador.
La voz se escuchaba lejana, inaudible. El técnico en comunicación tomaba notas rápidamente y le
iba pasando a José el mensaje:
"Voy a tratar de llegar a la estación intermedia de Perote. Si logro inutilizar la planta de radiación,
tal vez logremos desviar el ciclón hacia otro punto. . "
¡Es una locura!—, exclamó Castañeda—. Ese hombre también se va a suicidar. Desconoce la
región y va directo hacia la cordillera de Maltrata. ¡Háganlo regresar de inmediato!
Vanessa no resistió más y se sentó a llorar en una silla cubriéndose la cara con las manos.
José le gritó al operador:
— ¡Qué espera! ¡Ordénele que regrese de inmediato!
—Es inútil. Ya cortó la comunicación…
José buscó a su amigo. Uno de los técnicos le dijo que lo había visto salir del edificio. José corrió
hacia la puerta. La lluvia golpeaba con fuerza los cristales. Era una lluvia horizontal empujada
violentamente por ráfagas de viento. El cielo del mediodía estaba manchado de negrura. La
energía se interrumpió en el edificio y entraron en servicio las plantas automáticas para envolver
con una luz macilenta y titilante la zona del laboratorio.
José regresó con paso lento, cansado, como si sus pies arrastraran todo el peso de una gran
responsabilidad.
Al verlo entrar, Vanessa corrió hacia él:
-¡Juanito, dónde está Juanito!
—Se ha ido. Regresó a unirse con los suyos.
EPÍLOGO

LA COLUMNA DE HOMBRES, mujeres y niños detuvo su marcha. El sacerdote y los jefes


guerreros subieron a una loma y desde ahí vieron bajo un cielo intensamente azul la gran laguna
del Valle de México.
El sol radiante tejía con agujas de plata un manto de luz sobre la superficie del agua.
Esa noche hubo juegos y sacrificios. Se quemó copal y el sacerdote arrojó al fuego el corazón de
un niño después de limpiar en su túnica el ensangrentado cuchillo de obsidiana.
Los guerreros danzaban frenéticos mientras las chirimías y los teponaxtli elevaban a los dioses sus
plañideras notas musicales. Las mujeres preparaban los guisos de tepexcuintle y codornices,
hacían tortillas de maíz y mezclaban el tlachique en vasijas de barro.
Poco antes de servirse la comida, el sacerdote distribuyó simbólicamente entre los señores de las
ocho casas los trocitos de madera que se los llevaron a la boca en memoria de sus remotos
antepasados que se habían alimentado con la corteza de los árboles.
Después el silencio del sueño y respiración con olor a pulque bajo el plenilunio y el quejumbre de
caracolas que de ve/, en vez hacían sonar los vigías en avanzada.
A la mañana siguiente se reanudó la última etapa de la marcha. Atrás quedaban los añosos
ahuehuetes y el arrullo de las tórtolas. Bajó la columna entre cerros y laderas, cruzaron brazos de
la laguna en troncos ahuecados burdamente. A su paso fueron rodeando ruinas de antiguas
construcciones cubiertas de maleza y cañas silvestres.
Allá estaba el tunal sobre la piedra. El sacerdote anunció el fin de la jornada que se había
prolongado en ciclos de cincuenta y dos años. En el centro de la laguna estaba el nopal que les
recordó leyendas de niños-termita.
Y el zopilote de negras alas y afilado pico devorando lo que en un principio se creyó era una
culebra, pero al acercarse descubrieron que se trataba de intestinos de antiguos precaristas cuyos
sobrevivientes habían instalado señoríos en los alrededores de la laguna.
La lucha iba a ser larga y sangrienta. Los recién llegados no se preocuparon. Tenían tiempo
suficiente para conquistar poco a poco aquel espacio en medio de las aguas y levantar su imperio.
Los guerreros venían armados con clavos de vía recogidos aquí y allá a lo largo del camino.
Un grupo de niños se separó de los mayores y se fue a jugar en una antigua torre que sobresalía de
entre las aguas e hicieron sonar una herrumbrosa campana,
El sacerdote vio esto como una señal y dispuso fuera derribada para utilizar sus piedras en la
construcción del templo mayor destinado a la señora de la falda azul y el simbólico estandarte de
la lluvia y los relámpagos.
Ordenó a los lapidarios ponerse a trabajar de inmediato para recordar el día que llovió con tanta
abundancia que se cayeron los cielos.
Al otro lado de la laguna, el tañido de la campana alertó a las pequeñas comunidades ribereñas. La
gente sintió una extraña sensación de hambre y un impulso de ir hacia el punto de donde procedía
el sonido.
Fue el inicio de la lucha. Y el fin de los últimos precaristas porque iban a tratar de rechazar a un
invasor armado con clavos de vías sin más recursos que arcos de luz para flechar flores de
esperanza.
Fue entonces cuando se inició el ciclo del quinto sol en un fuego nuevo surgido de la piedra donde
hicieron su nido las estrellas.

FIN

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